martes, 27 de marzo de 2012

Los demonios perrunos

Isabel de Francia era hija y hermana de reyes. Hija de Blanca de Castilla y Luis VIII de Francia y hermana de San Luis IX de Francia, del conde Alfonso II de Tolosa y de Carlos I de Sicilia.
Nació en 1225. Desde niña mostró inclinación a la vida de religiosa, especialmente a raíz de su curación de una grave calentura; rechazó por ello a pesar de las instancias de sus padres un matrimonio imperial y fundó la orden de las Clarisas Urbanistas, cuya regla redactó ella misma (era mujer sabia y versada en latín y en las escrituras) con la ayuda de un equipo de renombrados teólogos, ente ellos San Buenaventura. 
Beata Isabel de Francia. Saint Germain l'Auxerrois, París.
 http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/ec/St._Isabel_of_France_Saint-Germain_l%27Auxerrois.jpg
La regla fue aprobada en su forma definitiva por el papa Urbano IV (de donde su nombre) y se basa en la de las clarisas, con ciertas modificaciones que la suavizan. En particular, las religiosas renuncian a poseer bienes individuales, pero la orden los puede tener colectivamente; pueden, también tener servidumbre. 
Era la época inicial de pujanza de las órdenes mendicantes; Luis IX de Francia favoreció siempre a los franciscanos y posiblemente perteneciese a su Orden Tercera; no es de extrañar que, a la hora de crear su propia orden, su hermana Isabel lo hiciese dentro del franciscanismo.
Luis IX donó para la construcción del primer convento de París los terrenos. Eran más largos que anchos: por eso se llamó Longchamp (Campoluengo) a la abadía, cuyo nombre oficial era Monasterio de la Humildad de nuestra Señora. Fue destruida en la Revolución Francesa y en su emplazamiento se encuentra ahora el hipódromo de Longchamp. 
Aunque compartió la vida y los trabajos de las monjas, nunca profesó. Murió en 1270. A su muerte -"el aire estaba muy limpio y muy sereno"- se oyeron voces maravillosas ("la melodía de los santos ángeles" dice en su Vida) que cantaban con una dulzura exquisita y sin pararse a tomar aliento.
Muerte de una santa clarisa: santa Clara de Asís. maestro de la santa Cruz, siglo XV.


Algo parecido se cuenta del joven cantor Donn Bó, muerto en Irlanda en la batalla de Allen (Cath Almaine), cuya cabeza decapitada y clavada en un postren el campamento enemigo también exhalaba dulcísimos y larguísimos lamentos.
Al trasladarse el cuerpo de Isabel de Francia de su tumba provisional a un sepulcro más suntuoso, nueve días después de su muerte, se la encontró limpia, resplandeciente, tierna y sonrosada como un niño en la cuna, los ojos con el brillo de la vida. 
Una muchedumbre había acudido a verla y a tocarla con paños y joyas para hacer de ellos reliquias. Su sepultura se veía a veces iluminada por una claridad sobrenatural.
Fue beatificada mucho después, en 1521.
A poco de su muerte, una de sus amigas, que la había seguido al convento y había llegado en él a abadesa, Agnès de Harcourt, escribió su vida y milagros por encargo de Carlos I de Sicilia.
Este ambicioso rey pretendía sin duda rodear a su dinastía de un aura de santidad que favoreciese sus aspiraciones a formar todo un imperio. Luis IX, su otro hermano, fue canonizado en 1297.
La breve biografía es una de las primeras muestras de prosa francesa escrita por una mujer. Se lee con facilidad y agrado por la sencillez y naturalidad de su estilo. A través de ella se entrevé la vida cotidiana de las monjas del aristocrático monasterio, el paso de los días desgranándose en una monotonía siempre variada por menudos incidentes que adquieren sobre ese fondo liso la proporción de aventuras dignas de la atención del cronista.
Vemos cómo las camareras que peinaban a Isabel hurtaban los cabellos que quedaban en el peine (Isabel tenía, según su amiga, una cabellera magnífica y resplandeciente) para reliquias, cuando la hicieran santa, de lo que no les cabía duda.
Y aquel día de mudanza en que un mozo, entrando en su celda, arrambló con las ropas de la cama que, hechas un gurruño entre sus fornidos brazos, empezaron a patalear y a dar gritos de espanto para horror del criado: y era que Isabel, que acostumbraba rezar a gatas sobre la cama, tapada con las mantas, era el bulto a quien el mozo había tomado por un lío de sábanas y cobertores. Escena que no deja de recordar a alguna del Tirant lo Blanch donde se muestran los aspectos más humanos de la familia imperial bizantina.
De comedia también el otro percance de la monja -la imaginamos gorda- que se sienta a descansar junto al estanque un día de invierno, rompe el banco, cae a la alberca, quiebra el hielo, se hunde hasta la cintura y se va al fondo, pero es rescatada por intervención milagrosa de la Beata Isabel.
A una doncella en peligro de perder su virginidad se le aparece en sueños la beata, instándola a que salga huyendo, la víspera de ser entregada (¿por quién? ¿La habían puesto en venta? ¿La casaban contra su voluntad?). Escapa la moza corriendo sin saber adónde hasta caer, extenuada pero a salvo, en la abadía; e incluso al día siguiente aparece en el bosque el abrigo de la fugitiva, perdido en el atarantamiento de la huida. ¿Dónde está aquí el milagro?
La mayor parte de ellos, pues, se produce sin quebrantar ese fluido paso de los días. Hay irrupción de lo sobrenatural, pero no se ve la fantasía asombrosa de los taumaturgos celtas o bizantinos. Aparición y arreglo de objetos perdidos o estropeados, curaciones de calenturas, de males crónicos, de heridas por accidentes o mordedura de animales... La recobrada cordura de la pobre monja loca que, como el Renfield de Dracula, había dado en subirse a las arcas y los bancos, trepar por las paredes para cazar arañas y comérselas igual que los renacuajos (barbelotes ecloses) y otras porquerías que no se pueden decir.
Por eso llama la atención el siguiente suceso, narrado con la misma naturalidad que los anteriores y ocurrido a la misma monja (Marie de Tremblay) que cayó a la piscina helada.
Marie está velando a una hermana con calentura. En plena noche, la enferma le pide de beber. Hay que ir a la fuente junto al estanque dichoso. La monja se resiste al principio: le da miedo ir de noche cerrada. Pero ante la insistencia de la enferma, coge una vela y una jarra y sale. Allá fuera se le aparece el Demonio viniendo a su encuentro en forma de un perro jaspeado (ver < varius, como el castellano antiguo vero; y no -me parece- "verde" como dice la traducción que estoy mirando), con los ojos rojos, centelleantes y tan grandes que no parecían de perro sino de vaca. 


Bicho feroz. Capitel románico.
Empiezan a temblarle a la monja todas las carnes y se le ponen los pelos de punta, que creía que le tiraban de ellos para arriba. Se da media vuelta sin mirar atrás,  diciendo una jaculatoria y apartando con la mano a la bestia, que desaparece. No repuesta ni confiada del todo, decide coger el agua en otro caño, el de la lavandería. Como en las películas de sustos, el perro diabólico repentinamente le salta al cuello por la espalda intentando acogotarla. La monja huye hacia donde está la enferma, pegando voces y encomendándose a la beata. La otra, desde su cama, gritando: "¡Santíguate, santíguate!". Cae la primera desmayada en el umbral, tirando la jarra, que se rompe. No se vuelve a ver el perro infernal ni se sabe más de él.
Esta aparición demoníaca me trae a la cabeza otra ocurrida siglos después y narrada por el mismo que la presenció: se trata de Fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, personaje de la mayor importancia en los primeros tiempos de la orden carmelita descalza y escritor elegante y fecundo.
Fray Jerónimo, que dice no creer en apariciones ("son imaginaciones de miedo y no hay que hacer caso de ellas"), menciona sin embargo los muchos fantasmas que andaban por los baños donde encerraban los berberiscos a los esclavos cristianos. Y en su obra autobiográfica y apologética Peregrinación de Anastasio (diálogo 2º) cuenta haber visto en el hospital de Tavera, en Toledo, "un fantasma muy grande con muchos rabos como pulpo" (sería un marciano de los de los Simpsons). 
También se hace eco de las visiones de otros frailes y monjas: uno vio a dos gatos gigantes, negro uno y bermejo el otro, cantando a media voz -"a la mudilla"-: "suuuu... huuuu... huuuu". Los gatos lo agarraron y lo desnudaron, teniéndolo un rato cogido e inmovilizado hasta que acertó a pronunciar: "¡Jesus Nazareno!" y se desvanecieron. La otra, no de las menos santas de las religiosas descalzas, vio una serpiente de siete cabezas que desnudaba al propio padre Gracián.
Cabeza de lobo. Arte románico. Diomondi.
Allí mismo es donde cuenta que teniendo once años y viviendo en Astorga, una noche, caminando por unas calles solitarias, llegando a un cruce se llevó tal susto "que me espeluzaron los cabellos de manera que se me levantó una gorra de terciopelo que llevaba sobre la cabeza", igual que a la monja francesa de antes. Lo curioso es que este miedo y horripilación se producen antes de que el muchacho vea ni conozca su causa. Porque sólo unos pasos después y cuando se está preguntando el porqué de aquella extraña sensación descubre "un bulto de grandeza de un borrico, figura de cabrón, el color de un jaspeado de pez negra de fuego [¿qué color es ése?], los ojos como dos grandes brasas encendidas mirándome con ellos".
Coinciden el jaspeado y el color, resplandor y tamaño de los ojos. La monja no menciona las dimensiones del animal, que es perro para ella y buco para Jerónimo.
Éste -es de creer que de puro miedo- no le vuelve la espalda al bicho (hace bien, según lo que le ocurrió a la monja), sino que va andando hacia atrás sin perderlo de vista hasta guarecerse en la obra de una casa, donde se serena algo, reza unas oraciones y tentando con los pies encuentra un par de buenas piedras. Se lía la capa al brazo izquierdo como escudo, coge una piedra en cada mano y sale resuelto a partirle la cabeza a la aparición. Pero encuentra la calle desierta, sin rastro de animal demoníaco, y regresa a casa sin miedo ninguno (pero a todo correr y sin soltar las piedras, por si acaso).
Antes mencionaba a Drácula, y en la novela de Bram Stoker en forma de un gran perro negro de ojos rojos aparece Drácula a su llegada a Londres.
El perro negro de ojos rojos, criatura maléfica de la noche, es frecuente en el folklore europeo. En Man se habla del Moddey Dhoo (que en irlandés sería madadh dubh, "perro negro"); en Gales del Gwyllgi, "perro de la oscuridad" y de los Cwn bendith y Mamau ("Perros benditos de las Madres"), jauría encabezada por un perro enorme que ladra y aúlla en las encrucijadas y lugares públicos. A esto se refiere Eleanor Hull en su Folklore of the British Isles. Douglas Hyde recoge en Legends of saints and sinners la persecución del alma de una pecadora por unos mastines infernales. Exactamente la misma leyenda halla lugar siglos antes en el Dialogus miraculorum de Cesario de Heisterbach, que era contemporáneo de Isabel de Francia. En "La mujer de los dos perros", de La leyenda de la muerte en Bretaña Armoricana, de Le Braz (una variante del mismo cuento), el perro negro es demoníaco pero el blanco es celestial. 
Aquí la leyenda entronca con la del Cazador Nocturno y su jauría, asunto tan vasto que no me puedo meter ahora en él. 
En todo caso, ya para los griegos el perro era un animal de connotaciones siniestras e infernales. No hay más que pensar en Cerbero, el guardián de la entrada del Hades. Hécate, la diosa infernal, se representaba como perra o con cabeza de perro.
Hécate con triple cabeza de perro y Diana con su jauría. Wenceslas Holar.
Hécuba, relacionada con Hécate, se transformó en perra: una enorme perra con ojos de fuego, como el fantasma monacal. Se sacrificaban perros a dioses relacionados con la muerte, como Hades, Ares y Apolo. Y con los grandes ciclos cósmicos, como entre los romanos a Fauno, Astarté -diosa del amor importada de Asia-  y a Genita Mana, que presidía el ciclo de la menstruación.
Los perros podían sacrificarse también en ritos funerarios como protección del difunto: tal vez sean herederos de esta costumbre los perrillos esculpidos a los pies de las estatuas fúnebres de nuestras iglesias.
Aparte del mundo grecorromano, esta conexión entre el perro y el lado más sombrío del Más Allá se encuentra entre los celtas (Bernard Sergent estudia las conexiones perrunas de los mitos de Apolo y de los Télquines con sus equivalentes irlandeses). Holle, diosa germana de los infiernos, siempre iba acompañada de su gran perro, y parece que se encuentran paralelos entre los antiguos indios.
Pero Frau Holle es una vieja conocida, porque no es más que, con otro nombre, Perchta, la hilandera, y también la conductora, junto a su marido, de la cacería nocturna.

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