jueves, 10 de diciembre de 2015

La reina tres veces viuda y el fantasma de su amor

Hace algunos meses me estuve ocupando de un par de novelas del irlandés Austin Clarke (ver Dioses, ángeles, genios y santosSan Marbhán y el mito de los poetas). Ahora vuelvo a él y al tercero de sus relatos novelescos, segundo cronológicamente, The Singing-men at Cashel (1936).
Esta es una novela histórica con personajes reales, de cuya existencia sabemos por los anales y otras fuentes medievales, generalmente parcas y equívoca, por otra parte. Protagonista de la narración es Gormlaith, hija del rey supremo de Irlanda Flann Sinna y mujer y viuda de otros tres reyes: Cormac mac Cuillenáin, Cerball mac Muirecáin y Niall Glúndub (Rodilla Negra), muertos en combate los tres, todos los cuales desempeñan importante papel en la narración.
La época en que la acción se desarrolla -en torno al año 900- es crítica en la Historia de Irlanda. Es el período en que los reinos del Sur de la isla se ven obligados a hacer frente a la pujanza expansionista de los Uí Neill, principal poder en el Norte desde siglos atrás. La dinastía dominante en el Sur, los Eóganacht, reinaba sobre una multitud de pequeños estados y pueblos laxamente unidos y mantenía tradiciones políticas más arcaicas que sus rivales del Norte, deseosos de establecer una unión más estrecha entre sus distintos pueblos y una continuidad dinástica basada en la alternancia en el trono de dos ramas de la misma familia. Gormlaith pertenecía a la estirpe de los Uí Neill, que se acabarían imponiendo por poco tiempo a los Eóganacht para ser derrotados un siglo más tarde por Brian Boru, de los Dál Cais (otro pueblo de Munster).
Incursión vikinga, por Luminais.

Por otro lado, los vikingos, no contentos con sus repetidas incursiones de saqueo, empezaban a establecerse fundando pequeños estados con la intención de permanecer colonizando el territorio. Los reinos locales buscaron la alianza de aquel nuevo poder, que a se aprovechaba a su vez de las rivalidades de los irlandeses.

Gormlai, Gormlaith o Gormfhlaith , hija del rey supremo de Irlanda Flann Sinna, la protagonista, es una figura de cierta importancia en la literatura irlandesa. Distintos manuscritos le atribuyen más de una decena de poemas. Con seguridad no fue ella quien los escribió, pero sabemos que se remontan por lo menos al siglo XV y probablemente al XIII o aun al XII. El gran filólogo Osborne Bergin los recopila en su estudio y antología de la poesía bárdica, aunque no lo son propiamente, sino poemas líricos inspirados por acontecimientos dramáticos de su vida.
Como sabemos también que existió un relato medieval de ficción, hoy perdido, que la tenía por protagonista, Serc Gormlaithe do Niall (El amor de Gormlaith a Niall), es lo probable que aquellos poemas estén puestos en boca de la princesa novelesca y no de la histórica.
Los Anales de Clonmacnoise, epítome inglés de una crónica irlandesa perdida, mencionan algunos de esos episodios.
Nos son conocidos sus tres matrimonios, fracasados los dos primeros por la santidad de un marido y la brutalidad del otro y trágicamente interrumpido el último por la muerte en combate del único amado, Liam Glúndub, en guerra contra los invasores escandinavos del reino de Dublín, en 919. También de la trágica pérdida de su hijo, ahogado, y de cómo en su tercera viudez, caída en la miseria, iba pidiendo por las puertas y soportando las humillaciones de quienes la habían servido beneficiándose de su generosidad.
Tugas di gallcochal gorm
agus corn sealbha na salm
agus tríocha uinge óir:
mairid ag Móir Mhuighe Sainbh.

Tug sisi damhsa anocht

-nocha maith cumann nach ceart-
dá deachmhadh do chóirce chrúaidh
dá uigh chirce ar mbáin dá beart!

Yo le di un manto azul vikingo,

y una funda de cuerno para los salmos
y treinta onzas de oro:
¡Todavía los tiene, Mór de Mag Sainbh!

Ella a mí me ha dado anoche

(no está bien corresponder con ruindad)
dos puñados de avena dura,
dos huevos de gallina que sacó de un talego...

Una noche, en sueños, se le apareció su difunto amado.

-He venido a pedirte una cosa: que no llores tanto mi muerte. No creas que los llantos de los vivos nos sirven de ayuda a las almas en la otra vida: al revés.
Esta creencia en lo perjudicial de los lamentos por los difuntos, curiosamente, se encuentra también en Bretaña: Anatole Le Braz le dedica bastantes páginas de su La légende de la Mort...
Comunicado su mensaje, Niall se dio media vuelta y se marchó sin más palabras. Gormlaith quiso trabarlo de la ropa, pero se le escurrió de entre los dedos. Se abalanzó sobre él por retenerlo y la despertó el vivo dolor: cuando creía ir a abrazar a su marido, se había arrojado sobre uno de los montantes de la cama, que se había hincado en el pecho. 
Tres o cuatro días sobrevivió con la terrible herida antes de morir: así lo expresa el poema medieval, puesto en boca de la pobre reina:
Uaithne don iobhar áluinn
fám iomdhaigh is eadh tárruinn:
tharla m'ucht fán uaithne corr,
gur ro scoilt mo chroídhe a ccomhthrom.

Un montante de hermoso tejo

de mi cama fue lo que agarré:
El pulido poste me traspasó el pecho,
partiéndome el corazón en dos mitades...

Dora Sigerson Shorter, escritora irlandesa de la época del renacimiento literario de aquel país, dedica a esta muerte romántica un poema, donde dice que, según algunos, cuando sus manos cogieron en vano la vestidura de Niall, este había murmurado: "¡Vente!". 
Un fantasma en la alcoba. Clerk Saunders,
por Elisabeth Siddal
El propio Austin Clarke, en The confession of Queen Gormlai, del libro Pilgrimage and other poems (1929), ya había esbozado un resumen poético de la vida y muerte de la legendaria reina antes de dedicar a tan poética figura su novela.  
Su personaje novelesco tiene evidente relación con la representación de la Soberanía como una mujer que se aparece unas veces juvenil, radiante y poderosa y otras decrépita, enferma y miserable, motivo repetidísimo en la tradición irlandesa a lo largo de los siglos. 
El personaje real parece haber tenido otras luces y otras sombras. Con su segundo marido Cerball  (Carroll, escrito a la inglesa, en la novela de Clarke), su tirano, del cual huyó y se divorció en la leyenda, parece que en la realidad conspiró para dar muerte a Cellach Cermáin y su mujer, porque aquél quería disputar a Cerball la corona de Irlanda.
Al final de la novela de Clarke vemos que todo el relato está siendo leído por un copista un siglo después de la acción principal, en tiempos de Brian Boru, que consiguió por fin la unificación de Irlanda y la derrota del poder vikingo en la batalla de Clontarf, donde 
encontró la muerte junto a muchos otros miembros de su familia.
Jorge Luis Borges, dicho sea de paso, escribió un estupendo cuento sobre un rey supremo de Irlanda que encargaba a un bardo una oda celebrando el triunfo de Clontarf. Es "El espejo y la máscara", en El libro de arena. Este rey no podía ser Brian Boru, que había muerto. Sería su sucesor Mael Sechnaill mac Domhnaill. Pero no es muy probable tampoco que este  encargase ditirambos de Brian, que lo había desplazado del trono supremo de Irlanda.
Preparativos de la batalla de Clontarf, por Hugh Frazer.
En la novela de Clarke los personajes de ficción se mezclan con los históricos y se codean con otros personajes que pertenecen a otras obras muy anteriores. Vemos, así, desempeñar importante papel a Anier mac Conglinne, protagonista de la visión burlesca relatada en el medieval Aislinge meic Con Gline y aquí emprendedor muy a su pesar de una expedición al Purgatorio de San Patricio. El Anier de Clarke es un joven clérigo goliardesco enredado una y otra vez en cómicas, vodevilescas aventuras amorosas que no dejan de recordar al Arcipreste de Hita.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán (2): músicos, alquimistas y el celtismo del revés

En medio de la tormenta, la nave -el Polyphème- surca el Canal de la Mancha. Los acontecimientos se han sucedido con rapidez: un peligrosísimo prisionero ha huido lanzándose al mar proceloso por la borda; otro barco lo ha rescatado providencialmente a sus tripulantes; abriendo fuego, el Polyphème lo ha incendiado y hundido; también se ha mandado a pique a los botes de salvamento y tiroteado a sus tripulantes, sin perdonar más que a un niño de pecho, arrancado a los brazos de su madre.
Robert Salmon, Tormenta en el mar.

Los navegantes del Polyphème celebran consejo. Son corsarios bretones, juramentados italianos pertenecientes a lo más secreto del carbonarismo  y un músico irlandés que viaja a Francia con su hija en busca del trabajo y el porvenir que su "menesteroso país" les niega. Los acompaña, de incógnito, el novio de la irlandesa, un aristócrata de la más rancia nobleza bretona. La muchacha, Amelia, es una encantadora jovencita y toca el arpa con virtuosismo.
Padre e hija viajan bajo disfraz. Hemos visto en la anterior entrada que se trata de Dorff, relojero alemán fugitivo de la policía francesa; pero tras esta identidad se oculta otra más secreta, la de Luis de Borbón, hijo de Luis XVI y legítimo pretendiente al trono de Francia. Escalera de equívocos e imposturas.
Emilia Pardo Bazán (a cuya novela Misterio pertenecen personajes y lances) deja caer en alguna ocasión que ese par de extraños viajeros ha dado a veces pie a los más escandalosos comentarios. Como las otras que refería de la Quimera y de Un cura casado.
En todo caso, esa simpática pareja -el músico algo bohemio y su hija prodigio- recuerdan vivamente a otros dos personajes, reales estos: Sydney Owenson y su padre. 
Sydney Owenson, Lady Morgan. Cabeza, por
David d'Angers.
(foto Selbymay, tomado de Wikimedia commons).
Robert Mac Owen, actor irlandés de poca fortuna, que mudó su apellido por el de Owenson, de resonancia más inglesa, descubrió pronto el talento de su hija Sydney y supo convertirla en un fenómeno de la comunicación de masas. Sydney Owenson tocaba el arpa, recitaba, cantaba, bailaba, escribía poesías y novelas con éxito. De ellas proceden dos de sus nombres artísticos: Glorvina (del irlandés glór binn, "voz dulce"), aparentemente osiánico, y The Wild Irish Girl. Actuó en diversas ciudades y cortes y relataría sus experiencias en novelas y libros de viajes. Sus libros expresan ideas de exaltado liberalismo y favorables a las libertades de Irlanda. Andando el tiempo, haría fortuna y se ennoblecería casando con un Lord Morgan. Aparte de su éxito como "best seller", hay que reconocerle al menos una contribución importante a la literatura con la creación del género llamado national tale: narración de asunto nacional, a veces de tema histórico reciente, y cuyo propósito es contribuir a la construcción de la nación, Irlanda en su caso.
Yo estoy convencido de que el national tale de Lady Morgan, hoy generalmente olvidada por el público y aun los estudiosos en nuestro país, influyó en la idea de obras como las Historietas nacionales de Alarcón o los Episodios nacionales de Galdós, amén de otras en que la influencia no se revela desde el mismo título. Y desde luego en la narrativa histórica de hechos recientes de Benito Vicetto, otro autor tan influyente en su día como olvidado hoy, y bien conocido de Pardo Bazán.
Y supongo que un personaje del carácter de Lady Morgan, que ganó fama y reconocimiento por su literatura (lo único de su actividad creativa que hoy podemos juzgar), dio pruebas de independencia y conjugó ideas avanzadas con la devoción a una tradición nacional que ella creía milenaria, tuvo que despertar la simpatía de Emilia Pardo Bazán.
Los personajes de Lady Morgan muestran muchas veces propensión al disfraz, y yo creo que Pardo Bazán aquí disfrazó a Amelia de ella.
Estos irlandeses (fingidos) no son, de ninguna manera, los únicos que nos cruzamos por las obras de Pardo Bazán.
Vamos a ver otros que se me ocurren ahora.
La primera novela suya, Pascual López, es, como reza su subtítulo, la autobiografía de un estudiante de Medicina; estudiante de Santiago, pobre y que vive su pobreza con dolor y humillación.  
Este tipo, y pido perdón por volver una y otra vez a un autor que me interesa mucho, ya aparece retratado en el personaje de Aniano Oucei de Las tres fases del amor, conjunto de tres novelas cortas de Benito Vicetto, y creo que Pardo Bazán lo tuvo presente al idear a su personaje. 
No tarda Pascual en caer bajo la influencia de un genial y extravagante profesor, el irlandés O'Narr, apodado Onarro por los estudiantes. Ya es este O'Narr un científico con ribetes de místico y prometeico, de la categoría del Luz de La Quimera, cuyos precedentes vimos en el último Zola (Le docteur Pascal), Barbey, Balzac (Le chef-d'oeuvre inconnu, La recherche de l'absolu), Hoffmann (ver Lagunas malditas y rumores de incesto).
Karl Spitzweg, El alquimista (hacia 1860).

Quiere esto decir que desde el principio hasta el fin de su carrera de novelista el personaje le estuvo interesando. 

En el Santiago de aquella época, donde, con la Universidad, convivían las ideas más avanzadas con las más retrógradas, O'Narr pasaba por alquimista, buscador de tesoros y punto menos que nigromante. Su empeño es la transmutación de la materia y la obtención de diamantes a partir del carbono.
No es un tipo del todo fantástico, aunque sí anacrónico, este O'Narr. La ciencia del Romanticismo estaba empapada de un mágico espiritualismo; el eminente químico irlandés Peter Woulfe (muerto en 1803), cuyas contribuciones a la ciencia fueron varias y notables, era adepto de la Alquimia y seguidor de Richard Brothers, que quería fundar un estado judío en Palestina con los miembros de las tribus perdidas de Israel que andaban desorientados por Inglaterra sin saber siquiera quiénes eran.  
Y bien puede que guardase memoria la novelista del caso  -muy anteror- de Patrick Sinnot, condiscípulo de O'Sullivan Beare (el historiador y hagiógrafo al que he citado ya alguna vez en estas entradas), uno de los primeros exiliados irlandeses del siglo XVII, que fue profesor en la Universidad de Santiago y acabó procesado por la Inquisición por sus ideas e investigaciones astrológicas. Luis Seoane escribió sobre él su obra O irlandés astrólogo.
Acosado por la necesidad, pero también por la curiosidad, Pascual se asocia a los experimentos del irlandés, cuya personalidad le fascina. Como el doctor Luz de La Quimera, cíclope de un nuevo fuego que no sospechaba la joven novelista al idear Pascual López, O'Narr es una especie de salamandra o genio ígneo (a la manera de Coppelius) y morirá víctima de sus indagaciones en una explosión. Una apoteosis a la manera de Empédocles. Y al igual que sucede con el oro de los duendes, nada de valor saca Pascual López de su pavoroso intento de enmendar la plana al tejedor del mundo. 
Irlanda es un país al que se asocia con lo mágico y lo misterioso, y uno imagina que la nacionalidad de O'Narr contribuyó a su fama de brujo.
Pero ahora voy a saltar de las primeras a las últimas novelas de Pardo Bazán. Una de ellas, El niño de Guzmán, quedó inconclusa, o mejor dicho falta de una segunda parte: la narración del anunciado viaje por España del protagonista, relato que prometía ser de un curioso noventayochismo. Pero la narración queda interrumpida bruscamente -original efecto- por el último acontecimiento narrado, que no pertenece al cuento: el asesinato de Cánovas.
Angiolillo, autor de la muerte de Cánovas,
ante el tribunal. Litografía del siglo XIX
Su asunto es semejante al de la gran novela La feria de los discretos de Baroja: el choque con la realidad patria de un joven español educado en Inglaterra.
Anita, la madre del Niño de Guzmán, se crió con un aya irlandesa, recomendada a la familia por su pariente don Leopoldo O'Donnell y apodada por ello la Odónela. Esta le hizo las veces de madre y supo ganarse todo su cariño. Anita se casó, enviudó y marchó a Inglaterra, donde murió de pleuresía por causa del clima dejando un niño de corta edad, cuya educación quedó encomendada a un cuñado de la Odónela, personaje quijotesco de apellido O'Neal.
La influencia de este irlandés estrambótico y medio místico, que había estado a punto de ingresar en los jesuitas, fue crucial en la educación del Niño de Guzmán. 
Emilia Pardo Bazán cree en el destino de las naciones y para ella el de Irlanda es odiar a Inglaterra. Dada la época en que sucede la acción, esto es sinónimo de odio al moderno y zafio capitalismo, apisonador de los nobles y antiguos valores de las naciones: un sentimiento nada extraño en España, por otra parte, en vísperas del desastre del 98. 
En tal situación espiritual, lo lógico sería buscar refugio en las pasadas glorias de la Historia nacional, pero -dice Pardo Bazán- hasta ese consuelo le está vedado a O'Neal, porque... ¡la Historia de Irlanda apenas existe!
Tan desconcertante opinión se comprende mejor al ver que Pardo Bazán lo que está haciendo es extrapolar a Irlanda una polémica apasionada que se había dado en Galicia en los años 60 de su siglo. La existencia de una Historia nacional gallega era uno de los asuntos que se debatieron en los Juegos Florales que cuajaron en el fundacional Álbum de la Caridad y su construcción tarea ardua a que se dedicaban ingenios como Martínez Murguía, el marido de Rosalía Castro, y Benito Vicetto, entre otros.
Muchos escritores y pensadores gallegos encontraron la respuesta a ese vacío histórico, en que veían esfumarse su pasado (y por lo tanto su identidad), en una mítica antigüedad céltica, donde Irlanda y Escocia ocupaban un lugar muy principal: fueron los autores de la llamada cova céltica, encabezados por Murguía, fundamentales en la construcción (¿invención?) de la ideología nacional de Galicia.
Emilia Pardo Bazán idea en esta novela el fenómeno contrario. O'Neal el irlandés busca su tabla de salvación en España. Pero no la España real, sino otra idealizada, imaginaria, edificada a base de lecturas de los románticos y del Romancero Viejo y libros de caballerías (como un nuevo Quijote). La amistad que mantuvo en su juventud con Fernán Caballero y que siempre recuerda con nostalgia no hace sino confirmarlo en sus sueños caballerescos, que son la imagen de España que transmite a su pupilo.
El Cod Campeador, por Philipp Foltz

Es verdad que en Irlanda existía en la época esa visión novelesca de España: alguna poesía de Moore o de Samuel Ferguson (uno de los que redescubrieron los mitos irlandeses como fuente de inspiración poética) lo demuestran. La feria de los discretos, la novela de Baroja que antes citaba, la caricaturiza en un matrimonio de turistas franceses que recorrer Córdoba ávidos de ese pintoresquismo exótico y fantasioso.

Como se puede suponer, el choque del Niño con la realidad, degenerada y decrépita, de España y su sociedad, es cruel y llega a provocarle un serio desequilibrio nervioso. El Niño de Guzmán es el relato de un cruel desengaño, y no es casual que su final atropellado sea un asesinato que, simbólicamente, señala la muerte de un régimen exangües y fantasmal sostenido, como el Caballero Inexistente de Italo Calvino, por fuerza de voluntad.
La justificación científica -rasgo de ironía de la novelista- de los delirios de O'Neal es la misma de que se valían los celtómanos gallegos de finales del XIX: la identidad racial de Irlanda y "ciertas provincias españolas", perceptible en una mutua simpatía, en un sentido de familiaridad inmune al paso del tiempo: "Los celtas ibéricos y los irlandeses no han cesado de sentir que corre por sus venas la misma sangre".
Pardo Bazán continúa bromeando con la ideología celtizante de los regionalistas gallegos: para ellos, la ruina de la nacionalidad gallega vino del contacto con otros pueblos que desvirtuaron su pura esencia céltica, conservada acaso en el santuario de la Galicia más aislada. O'Neal, por el contrario, deplora el aislamiento de Irlanda envidiando una Hispanidad formada por distintas razas fundidas en el crisol de la Historia sin que hayan perdido sus valores propios al unificarse. 
Una y otra visión igualmente fantásticas.  

domingo, 8 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán: los bretones de Misterio

A la vuelta del verano traía yo a colación algunas parejas insólitas de novelas de Pardo Bazán que, remontándonos a través de Barbey d'Aurevilly y del Hombre de la Arena de Hoffmann acababan conduciéndonos al antiguo elfo de los sueños.
Ahora me llama la atención por el mismo motivo otra novela de la misma autora. Se trata de Misterio, largo relato cuya rápida y ágil acción transcurre durante el reinado de Luis XVIII de Francia.
Por su asunto, se trata de una novela histórica de acontecimientos recientes, género que en España cultivaron no poco los románticos y culminaría en los Episodios nacionales de Galdós y, más tarde, en las Memorias de un hombre de acción, de Baroja. Por lo variado y sorprendente de los lances, se acerca a la novela popular de tema histórico, a la manera del Dumas de El collar de la reina.
El delfín Luis XVII en el busto de Bélanger.
Personajes principalísimos de la novela son Dorff y su hija Amelia, emigrados en Londres y perseguidos porla policía francesa, a los que se nos presenta desde el principio de la novela en una vibrante escena de asesinato frustrado con nocturnidad, frustrado por la aparición del joven protagonista.  
Tras el transparente disfraz de Dorff se oculta el personaje histórico de Naundorff, uno de los varios aventureros que, en la Restauración francesa, aparecieron afirmando ser el Delfín Luis XVII y reclamando su derecho a la corona.
Este padre y esta hija fugitivos nos traen a la memoria a otra pareja similar de la novela española: el doctor Aracil y su hija María en el Londres de La ciudad de la niebla. Como en la novela de Pardo Bazán, también en la de Baroja resulta ser la hija la que se muestra decidida y audaz, mientras el padre, acobardado y perdido en sus fantasías e ilusiones, resulta incapaz de dar un paso en el mundo real.
Dorff no es médico como los doctores Aracil de La dama errante y La ciudad de la niebla, Luz de La quimera y Sombreval de Un cura casado de Barbey d'Arevilly. Es relojero y mecánico, como el verdadero Naundorff y como los intrigantes personajes de Copelius y Coppola en El hombre de la arena de Hoffmann.
Tras el ataque de que es objeto, Dorff tiene que huir de Inglaterra con su hija, lo que consigue gracias a la ayuda del prometido de esta, el marqués de Brézé, que les proporciona pasajes a Francia y disfraces de Irlandeses: trajes grises y raídos, amplio levitón para Dorff y un calesín de paja con cinta de terciopelo para Amelia. 
Si el calesín era similar al sombrero de calesa, se trataba de un gorro plegable inspirado en las capotas de esos carruajes. Montado sobre varios aros rígidos, se aplastaba en acordeón.
Familia irlandesa desahuciada, hacia 1845.
Grabado de la época. 
Era frecuente ya -dice la novela- la emigración a Francia desde Irlanda, ese "menesteroso país".
La travesía se efectúa a bordo del Polyphème, barco que parece un congreso de celtas, pues además de aquellos dos, fingidos, lo son el capitán, Soliviac -armoricano- , el simpático novio de Amelia y buena parte de la marinería.
Este de Soliviac no es apellido bretón sino más propio de Aquitania y Dordoña. En el Sudoeste encontramos Salviac, Solviac y Souviac. La fisionomía del marino, miembro de la sociedad secreta carbonaria, revela tanto su carácter de hombre de acción como su identidad racial. En la noche, se ven brillar fosforescentes "sus verdes ojos célticos".
A Bretaña, pues, se encamina el navío, fletado por los revolucionarios conjurados, y toma tierra junto al castillo de Picmort, entre Saint Brieuc y Dinan, cabeza del señorío de Guyornarch (es error por Guyomarc'h u otro apellido semejante, como el del famoso celtista Guyonvarc'h) y del marquesado de Brézé, tierras que Emilia Pardo Bazán cree, equivocadamente, pertenecientes a la Baja Bretaña. Es el solar, por tanto, del prometido de Amelia.
Un castillo bretón en el bosque. Elven,
en Morbihan. 
El castillo de Picmort se encuentra en el límite de tres espacios, todos ellos representativos de lo que está fuera del cosmos, del mundo regular y organizado: el mar, las dunas y pantanos y el bosque. Estos tres dominios de la naturaleza indómita, digámoslo de paso, son los mismos que encontramos en las novelas de ambiente normando de Barbey d'Aurevilly, especialmente Una antigua querida (Une vieille maîtresse).
Aumentando el aura fantástica y misteriosa de esos parajes, siguen vivos en ellos el espíritu y la raza de sus antiquísimos pobladores los celtas, cuyos venerables monumentos -los inevitables megalitos, "rudos pedruscos célticos"- alzan sus hitos negruzcos y cubiertos de líquenes; y cuya tenacidad en el apego a las tradiciones explica la terquedad y la saña de la Chuanería, guerra popular de resistencia a la Revolución Francesa.
La continuidad de aquella población, su carácter, creencia e instituciones desde los tiempos más remotos tiene su símbolo en el sepulcro del antiguo rey bretón Erispoë (Erispol dice Pardo Bazán), sobre el cual se erige el castillo de los Brezé. Según la novela, dice la leyenda que los restos de Erispol tenían su sepultura en la Bastilla: no conocía esa creencia.
A pesar de todas las revoluciones y cambios políticos, los Brezé son soberanos indiscutidos en sus territorios porque la población reconoce y venera casi fanáticamente la soberanía que reside en su familia desde los primeros pobladores.
Es esta una idea que otros autores gallegos habían desarrollado antes que Pardo Bazán -referida a Galicia-, y de hecho uno de los fundamentos ideológicos de la Historia de Galicia de Benito Vicetto.
La identidad celto-bretona, defendida con uñas y dientes por la población, se ostenta en el traje, que siempre fue causa de extrañeza, curiosidad e intriga para los franceses.
Según el historiador Benito Vicetto, bien conocido de la autora, el traje bretón se remontaba en parte a la más remota antigüedad: bragas, zuecos y guedejas ya caracterizaban al pueblo del rey Brigo, antecesor de los celtas. Completan este atuendo la chaqueta bordada, blanco chaleco, el bastón garrote, arma primitiva de los brigantinos y, leeremos más tarde, el ancho sombrero de fieltro. La mujer se toca con la cofia "de austeras líneas monacales": el gallardo tocado que hoy conocemos, con sus enormes cogoteras, orejeras y visera de encaje almidonado, más o menos desarrolladas según las comarcas, es fruto de una evolución reciente, de los dos últimos siglos. Más adelante se detendrá también la novelista en describir los trajes típicos de boda.
Adolphe Leleux, Boda en Bretaña, 1863. Aún se gastaba la cofia
de austeras líneas monacales. 
Dos son en Misterio los personajes que aparecen luciendo el traje bretón; bien misteriosos ambos. El primero un anciano heroico veterano de la chuanería, que a impulso de las visiones que lo atormentan se atreve a plantarse ante las ventanas del rey, solicitando audiencia con tácita y britónica terquedad. Un aura de divinidad lo rodea: "su cabeza, descubierta al sol y que envolvía copiosa melena ondeada, ardía en un incendio de plata refulgente" (detalle lo extraño en un bretón, que tenían a gala permanecer cubiertos hasta dentro de las casas). Sus "ojos verdes, gatunos, fatídicos" son como los de su paisano el capitán Soliviac: los ojos verdes debían de parecerle a Pardo Bazán características de los celtas.
Charles Loyeux, Centinela chuan en
una iglesia
. 
Aquel anciano encarna el pasado, la tradición, y parece directamente venido de los tiempos en que "los antiguos druidas bajo el árbol afilaron la segur". Y por eso mismo, obediente, comunica su oráculo: el rey usurpador , Luis XVIII, debe ceder el trono al legítimo, encarnación de la soberanía patriarcal, que se oculta bajo la personalidad de Dorff.
La lealtad casi idolátrica del viejo guerrillero es ese "extraño y decidido amor del bretón a sus señores", que dice Pardo Bazán: a los propios, no a los impuestos desde fuera. Es rasgo que comparte con Juan Vilain, pastor y guardés del señor de Brezé, personaje de importancia crucial en la novela.
Este principio, sentimiento o instinto de lealtad a los principios, a las personas y linajes que los encarnan, por encima de los más vitales intereses del individuo, lo encontraremos una y otra vez en Barbey, asociado a la chuanería, a la devoción de los campesinos y gente del pueblo y a los ideales caballerescos de la aristocracia.
No faltaron autores, entre ellos Michelet, que vieron en la chuanería un último y supremo esfuerzo, chisporroteo final de la vela, arranque suicida de energía de los celtas de Galia ante el empuje victorioso de la civilización representada por los valores clásicos, tan aplastantemente dominantes en la ideología revolucionaria y su gélido neoclásicismo.
No es de extrañar que haya suscitado, pues, el interés de Pardo Bazán, persuadida de los orígenes celtas de Galicia. También el carlismo popular despertó simpatías entre escritores gallegos nostálgicos de un pasado de gloriosa independencia, o, como decía Vicetto, "nacionalidad".
Volviendo a Misterio, al celta Juan Vilain precisamente por su fidelidad perruna encomienda Brezé la defensa y custodia de su prometida.
Juan Vilain es uno de esos personajes "semi-reales y semi-fantásticos" caros a la imaginación romántica, semejante a un "duende de las viejas torres y que a veces parece pertenecer al reino mineral", "inmóvil y derecho como las piedras druídicas". Con este ser pétreo, pero capaz de las más volcánicas pasiones, busca refugio Amelia en los dominios de Brézé.
En su viaje, tan lleno de peligros como preñado de significados simbólicos, Amelia atraviesa el pavoroso y caótico mundo del bosque para adentrarse en un laberinto subterráneo, ascensión contra corriente por los intestinos de la tierra cuyos horrores desembocan en el lugar paradisíaco, ajeno al espacio y al tiempo, "mágico aposento y decorado de ópera" (la ópera, en el Romanticismo, no había perdido del todo el carácter mágico y fantasmagórico que tuvo en sus orígenes y destaca Rousset en Circé et le paon). Todo en él remeda o conserva el lujo y el bienestar hedonista de setenta años atrás: un mundo que, para unos aristócratas que acababan de sobrevivir a las tormentas de la Revolución -los personajes-, debía de teñirse con los tonos pastel de un paraíso perdido rococó, y que para la novelista de fines del XIX era el de las fiestas galantes de Verlaine y el Modernismo.
Un lujoso interior a mediados del siglo XVIII. La marquesa
de Pompadour
, por Boucher.
Ahora bien, como muchos mundos paradisíacos del mito, hay una pega: es un mundo estanco sin escapatoria. 
La inocente virgen, sola y desamparada, a cargo de una reducidísima servidumbre leal hasta la muerte... a otros amos, en el ombligo del laberinto tenebroso, responde perfectamente al estereotipo de la novela gótica y sádica, descrito y estudiado or Annie Lebrun en Les Châteaux de la subversion. Con la diferencia de que, a lo largo de su vida breve pero asendereada Amelia va dejando de ser la indefensa tórtola en las garras del azor, como terriblemente demostrará al final de la novela.
No deja de tener este castillo de Picmort sus semejanzas con el otro, normando, de Un cura casado  de Barbey d'Aurevilly. Y también Amelia tiene mucho que ver con la protagonista de esa novela. El mayor parecido, la angustia de vivir agobiada por el sentimiento de una culpa que, no por ser ajena, deja de exigirle una cruel expiación. Y en el caso de Amelia, la coqueta y refinada estancia de su encierro representa y le recuerda a cada momento el motivo de su penitencia: la degeneración y abandono a los placeres y frivolidades de la dinastía de donde desciende. Ambas mujeres ofrecerán en sacrificio sus amores, su vida, su razón, tal vez la salvación de su alma. La de Un cura casado entra en religión; la de Misterio se encadena primero a un hombre aborrecido y temido y después, fallecido este, a su memoria. 
La saña implacable del destino es la que encontramos en la novela gótica, en el Sade de Juliette  y de Aline et Valcour.
Y, para colmo de males, en la jaula dorada del centro de la tierra Amelia se encuentra por sorpresa (como deleitaría a Melanie Klein), no con la imago de la madre mala, sino con ella en persona: la madre de su novio, que la pone diabólicamente en un trágico brete: elegir entre renunciar a sus amores y a su rango o traicionar a la causa de su propio padre: la Monarquía. Lo primero supone, además, unirse de por vida a un ser odioso, al menos por haberse aprovechado de las circunstancias para saciar su obsesión erótica.
Al campesino bretón se le suponen, tal vez como un arcaísmo más de su cultura, creencias conservadas desde la noche de los tiempos. Jean Vilain, enamorado y luego marido obligado de Amelia, cree en las hechiceras burlonas que se complacen en deslumbrar a sus víctimas con tesoros y deleites engañosos. Algunas de esas hechiceras, que más parecen hadas o ninfas, habitan en la fuente encantada del castillo de Picmort y es su principal diversión robar  el sentido y quemar la sangre de sus víctimas.
Juan Vilain, en quien se ceban, se abrasa en un fatal enamoramiento que lo ciega y acorralándolo entre su pasión, la fidelidad a su señor y la inviolabilidad del sacramento matrimonial lo conduce al suicidio.
Una deidad acuática bretona: el espectro
de los pantanos, dibujo por Yan d'Argent.

Estas deidades acuáticas, de antigua tradición céltica (madres, lavanderas, mensajeras de muerte en muchos casos, sanadoras en otros), son primas hermanas de las brujas del poema de Rosalía Castro Non hai peor meiga que unha gran pena (ver Por estos pagos...). 
Aunque mencionadas como de paso, el papel que desempeñan es crucial. Sin el matrimonio forzado e inmedita viudedad de Amelia no se explica el frenesí inexorable del desenlace, donde los personajes no obedecen a su propia voluntad, sino al impulso súbito de pasiones imprevisibles y que quedan fuera del orden racional. ¿Por qué no llamarlas dioses?

sábado, 17 de octubre de 2015

El dragón estandarte

Entre las obras de Luciano de Samosata que tuvieron mayor difusión en la Edad Media y el Renacimiento se encuentra el breve tratado Cómo escribir historia. Por lo que en él se lee, las campañas victoriosas del Imperio Romano contra el Imperio Parto en los años 160 a 167 dieron pie a una rclosión de obras históricas, muchas de ellas en tono panegírico. Al entusiasmo patriótico el asunto añadía el interés del exotismo pintoresco que también había probado su éxito en los relatos de la vida de Alejandro, por ejemplo. 
Los escitas y otras gentes orientales vistas por
un inglés del siglo XIX. En la fila superior
puede verse un estandarte serpiente.
Me llama ahora la atención un pasaje del opúsculo de Luciano. En él se critica a cierto historiador que, sin haber salido de Corinto, hablaba de los lejanos escenarios de la guerra presumiendo de haberlos visto con sus propios ojos, precursor en esto de un Verne o un Salgari. Y así da testimonio del siguiente prodigio: que en Persia, allende la Iberia, vivían unos grandes dragones que los persas solían capturar para atarlos a largas astas, enarbolándolas a manera de estandartes, cuya visión sembraba el pánico en el enemigo.
No es privativo de los indoeuropeos (a los que pertenecían -concretamente a los iranios- partos y escitas), pero sí muy frecuente en ellos, el recurso militar al pánico que paraliza o pone en fuga al enemigo y que se provoca por medios mágicos. Es la magia femenina odínica del seidhr entre los escandinavos; la fuerza paralizante de la mirada de Medusa en el escudo de Atenea o la de la gran diosa hindú (ver Ojos de pez, vista de pájaro).
De hecho, dragón es nombre que se refiere a la mirada, a la mirada mortal. Está emparentado con el galo derco, 'ojo' y con el irlandés radharc, 'vista'.
A decir del historiador en cuestión, los persas soltaban a continuación sus dragones, que causaban un gran estrago en las tropas romanas, engullendo a los soldados o asfixiándolos y aplastándolos entre sus anillos. 
Es decir, dos maneras de matar asociadas con lo femenino, al menos en el mundo griego, especialmente la segunda: la mujer mata y se mata con los lazos, ahorcándose, que es una muerte sin efusión de sangre.
Según Luciano, todo esto de los dragones es pura invención y nacida del nombre de "dragón" que recibía entre los partos cierta unidad militar.
Mucha imaginación supone esto en el fantasioso historiador para habérselo inventado de cabo a rabo y la sensación que le da a uno es la de que ha reseñado una creencia de los iranios, partos o escitas, tomándola por hechos reales.
Existe una insistente conexión entre los escitas y las serpientes. El nombre de los sármatas o saurómatas, pueblo escítico, se relacionó con saurio, bien precisamente por estos estandartes serpiente, bien por las armaduras de escamas solapadas que gastaban.
Los dragones desempeñan un papel importante en las creencias de los escitas, como que son ellos mismos algo dragones al descender de una criatura medio mujer medio serpiente, una de esas melusinas. El cuento lo trae Herodoto y también alude a él Valerio Flaco en las Argonáuticas. Es el caso que Hércules, conduciendo los ganados de Gerión, acertó a pasar por el país que luego sería Escitia. Hacía un frío terrible. Hércules desunció a las yeguas de su carro y se envolvió para pasar la noche en su piel de león. Al despertar, vio que las yeguas habían desaparecido. Busca que te buscarás, llegó a una cueva donde vivía un extraño ser, mujer de cintura para arriba y serpiente de cintura para abajo.
-¿Qué, no habrás visto por aquí unas yeguas sueltas?
-Las tengo yo bien guardadas.
Mujer escita ordeñando una yegua. Delacroix, Ovidio entre
los escitas
(detalle).
-Pues dámelas, que son mías.
-Muy bien, pero con una condición, si te parece: que te acuestes conmigo.
-De acuerdo: me parece un trato muy razonable.
Hércules cumplió su parte, aunque la mujer reptil no le debía de resultar muy escitante, y pasó una larga temporada con ella aunque no pensaba más que en volver a casa. Al final, se lo dijo directamente.
-Yo encontré -dijo ella- tus yeguas y las guardé. Ese servicio tú me lo compensaste como habíamos acordado. Me has dado tres hijos: me considero pagada. Ahora dime: cuando haya criado a esos niños, ¿qué prefieres, que se queden aquí en Escitia o que te los mande?
-Vamos a hacer una cosa: voy a dejarte mi cinto, con una taza colgada como suelo llevarlo, y un arco. Cuando puedan ceñirse el cinto, que prueben a tensar el arco. El que lo consiga, que se quede. El que no, me da igual lo que sea de él.
De los tres hijos, solo uno -el pequeño- fue capaz de tensar el arco: Escites, primer rey de los escitas. A los otros dos la madre los desterró y no se supo más de ellos. Y desde aquellos tiempo, los escitas siempre llevaban una tacita colgada del cinturón o de la faja.
Hay en todo esto algo familiar. 
Bernard Sergent ha estudiado detenidamente los paralelos irlandeses de los trabajos de Hércules, encontrando grandes semejanzas entre ellos y el relato de La muerte de los hijos de Tuirenn. El trabajo de los bueyes de Gerión, por otra parte, no puede dejar de recordar al género de los robos de ganado que tanta importancia adquiere en la épica irlandesa.
Lucas Cranach, Hércules y los ganados de Gerión.
Pero otros parecidos creo encontrar con un famoso cuento de Cú Chulainn: el Tochmarc Emire. En él, para conseguir la mano de la bella Emer, el joven Cú Chulainn tiene que ir a aprender las artes bélicas con Scáthach (la Sombría), famosa guerrera, en cuya familia causa estragos. Primero cae presa de sus encantos la hija que, bien educada, pide permiso a su madre para dormir con el joven huésped. La madre se lo concede, cosa que la hija -Uathach (la Horrible o Majuelo) le paga revelando a Cú Chulainn cómo debía arreglárselas para obtener que Scáthach le sirviese a la vez de maestra y de amante. Tampoco requería mucha astucia: poniéndole una espada en el pecho. Por último, la tía, Aífe, a la que Cú vence en combate mediante el ardid, no más sutil, de estrujarle los pechos por sorpresa, y perdona la vida a condición de que le para un hijo.
Cú Chulainn marcha dejando encinta a Aífe y le da un anillo para que el niño lo lleve cuando crezca.
En ambos cuentos, el protagonista lo es también de un episodio de robo de ganados. Ambos transcurren en un misterioso y oscuro país al Norte. En el cuento escita tiene amores con una mujer que le da tres hijos; en el irlandés con tres mujeres, una de las cuales le da un hijo. Estos amores y sus frutos son resultado de un pacto o contrato. En el cuento irlandés el hijo es desterrado al crecer; en el escita, el hijo menor y favorito permanece, siendo desterrados sus hermanos. En la narración de Herodoto, Hércules enseña a la mujer cómo manejar un arma, en el cuento irlandés la mujer instruye en el manejo de las armas a Cú Chulainn.
Incluso puede verse que la trinidad de amantes de Cú Chulainn responde a la división trifuncional descubierta por Dumézil: Uathach representa a la juventud y la belleza, Scáthach es profetisa e Aoife, principalmente guerrera, es derrotada en combate.
Pero la cosa viene de bastante más atrás. En un libro ya clásico, How to Kill a Dragon, Calvert Watkins llama la atención sobre un mito hitita en el que el dios de la tormenta se ve vencido por el dios serpiente, Illuyanka, que le arrebata el corazón y los ojos. El dios de la tormenta tiene un hijo, al que casa con la hija del dios serpiente a fin de recobrar los órganos robados, lo que consigue. 
El dios de la tormenta luchando con la serpiente Illuyanka. relieve hitita.
(Foto de JoJan tomada de Wikimedia)
Restablecida su integridad, lucha de nuevo con el dios serpiente y lo vence y mata esta vez. Pero se ve obligado a dar muerte también a su propio hijo, que pertenecía ya a la familia serpiente y se había hecho culpable de varias transgresiones.
Watkins señala notables paralelos con otra narración épica medieval irlandesa relacionada también con ganados y con dragones: La saga de Fergus mac Léti.
De hecho, los estandartes serpiente dotados de vida propia también aparecen en la épica irlandesa; y como no es verosímil que se trate de una innovación venida de Oriente, con toda probabilidad están allí desde los tiempos más remotos.
La palabra irlandesa que los designa es onchú, compuesta de , 'perro' y otro elemento de dudoso significado. Con onchú  se refieren tanto al estandarte como a un monstruo acuático que, por lo que dicen los textos, más recuerda al dragón que al perro.
El relato Caithréim Ceallaigh (El desquite de Cellach), narra el combate del príncipe Cú Coingelt con uno de estos onchú, monstruo voraz y venenoso que vive en el fondo de un lago y que es capaz de engullir a nueve hombres de una sentada.
Calvert Watkins, al que mencionaba más arriba, señala que el combate subacuático con el dragón es uno de los elementos más antiguos y fundamentales del mito.
El investigador Dennis King, en una entrada de su interesante blog Nótaí imill (Notas al margen) identifica el onchú estandarte con las representaciones que aparecen en miniaturas medievales y relieves romanos antiguos, correspondientes al oriente del Imperio. 
Trofeo de los ejércitos romanos: armas y
estandartes tomados a los dacios. Cuatro
estandartes serpiente.
Se trataba de una manga cónica rematada en una feroz cabeza -de aspecto canino o lobuno por cierto- cuyas fauces mantenían abierto el estandarte de manera que al avanzar el viento, metiéndose en él, le daba volumen y consistencia.
La propiedad de cobrar vida o permanecer inerte al servicio de su vencedor y dueño también la tienen, como los estandartes escitas, los dragones irlandeses. En el relato Táin bó Froéch, el héroe Conall Cernach, perteneciente a la Rama Roja o conjunto de paladines del Ulster, persigue a los ladrones de los ganados de Froech y raptores de su mujer Findabair hasta un lejano país más allá de los Alpes, tierra lóbrega y helada (un viaje, por tanto, en la misma dirección y con un destino similar al de Hércules en el mito contado por Herodoto.
Cerca ya de su meta, Conall Cernach es atacado por un feroz dragón tan voraz que ya lleva devoradas varias naciones enteras. Pero el paladín del Ulster consigue enredárselo en el cinto, donde lo mantiene preso hasta que decide devolverle la libertad. El dragón entonces se marcha sin hacer caso de Conall que, por su parte, tampoco hace nada por apresarlo o darle muerte.
En todo esto se nota cierto aire de familia con el material escita. El cinto atrapadragones de Cernall nos recuerda al cinto de Hércules en el relato de Herodoto, un cinto del cual pende una taza misteriosa cuya función mal se nos alcanza, pero que era a decir del historiador un complemento característico del atuendo escita.
En ambas narraciones se trata de robos de ganado, en ambas está en juego una esposa. En la saga irlandesa se trata de Findabair, hija de los reyes Ailill y Medb de Connacht. Su conducta es puesta en tela de juicio una y otra vez y los compañeros de Froech, el esposo ultrajado, expresan repetidamente sus dudas de que Findabair sea una mujer de fiar. Ciertamente, su conducta anterior en Táin bó Froéch la muestra como mujer audaz y capaz de decisiones e iniciativas en lo amoroso; pero es la Táin bó Cuailge (cuya acción es posterior a la de Táin bó Froéch: se trata, como se dice hoy con horrendo palabro, de una precuela) donde se revela su carácter en toda su fuerza. Medb, su madre (Findabair tiene a quién salir), la usa como cebo para atraer a su causa a un guerrero tras otro y convencerlos de combatir contra el terrible Cú Chulainn, lo cual acabará por provocar una verdadera batalla entre pretendientes en el propio bando de Connacht.
Es curioso que el nombre de Findabair es el equivalente irlandés del de otra famosa reina, infiel a su marido: Ginebra, Gwennhwyfar en galés.
Tanto en Findabair como, más claramente aún, en Medb, se ven rasgos de una antigua diosa de la soberanía, que la confería a los reyes por matrimonio. Hay que advertir que en el libro de Herodoto es también su mujer melusina la que convierte a Hércules en raíz de la monarquía escita.
Un príncipe iranio mata a un dragón. El rey Bahram
Gur.
Irlanda parece haber conservado vestigios de un antiquísimo mito indoeuropeo donde aparece el combate con un dragón, la muerte del hijo del héroe causada por la transgresión de un tabú, el robo de ganados y un país frío y oscuro situado al Noreste. El dragón, tanto en Irlanda como en Escitia, puede cobrar vida a voluntad de quien lo vence y servir como estandarte animado capaz de intervenir en la batalla si se le da suelta.
De ser así, se trataría de un caso más de coincidencia entre dos puntos muy alejados y casi extremos del espacio indoeuropeo: el extremo occidente céltico y las estepas iranias.

domingo, 30 de agosto de 2015

Lagunas malditas y rumores de incesto. Nuevas coincidencias de la lectura.

Seumas O'Kelly fue un escritor malogrado que, probablemente, no tuvo tiempo de alcanzar toda su talla literaria y sus obras dejan en el lector una impresión de algo inacabado y falto del toque final.
Empezó muy joven su carrera literaria en el periodismo y murió hacia los cuarenta años (no se conoce con precisión su fecha de nacimiento) en 1918 de resultas del asalto por una muchedumbre de manifestantes airados al periódico de Sinn Féin donde trabajaba. Era hombre de salud endeble, enfermo del corazón, y no resistió a la violencia del ataque.
Cultivó el teatro, la poesía, la novela y el cuento. Dejó fama de hombre amable y de buen genio. Fue gran amigo de James Stephens, que ya ha aparecido a menudo por estas entradas, y del delicado poeta Seumas O'Sullivan, con quien compartió vivienda.
De su obra, lo que más se celebra generalmente es la novela corta La tumba del tejedor (The weaver's grave), recientemente traducida al castellano: una narración irónica y fantástica impregnada de profunda simbología. 
A pesar de lo desigual de su narrativa breve, no faltan otros cuentos memorables como alguno de los que se recogen en Al borde del camino (Waysiders), traducción publicada por la misma editorial que el anterior.
Cementerio en Loughrea.
O'Kelly nació en Loughrea (Baile Locha Riach), ciudad fundada junto a un lago como indica su nombre, en Galway, al oeste de Irlanda. El paisaje de su tierra natal aparece una y otra vez en su obra. Un paisaje ambiguo, pantanoso, surcado de canales, donde el suelo se hace barro y el cielo cuajado en nubarrones se desploma una y otra vez sobre la tierra. Sus personajes, como los barqueros de The Golden Barque, parecen a menudo seres anfibios que no se sabe a qué elemento pertenecen, si a la tierra o al agua. Y esto les da un carácter liminar, de gente que ocupa una marca, tierra de nadie, difuso límite entre dos mundos.
Los cuentos suelen referirse a tipos y situaciones de esa región tratados con un realismo poético donde no faltan matices fantásticos. Por eso destaca el que se titula El lago gris ("The Gray Lake"), que es la narración de una leyenda tradicional sobre la inundación de una ciudad que yace actualmente bajo las aguas del Lago Gris (Loughrea es adaptación al inglés de un nombre irlandés que significa eso, Lago Gris).
George Brandon Saul, en su breve y útil estudio Seumas O'Kelly, asegura que era autor poco dado a la erudición y al uso de fuentes librescas, que buscaba su inspiración en lo que veía a su alrededor, en las gentes del país y lo que estas contaban. Lo cual, por cierto, cuadraría bien con lo que sabemos de sus años escolares: fue mal estudiante y parece que lo aburría bastante todo lo académico.
Si esto es así, podría pensarse que lo que hizo en The Gray Lake fue recoger y adornar una leyenda local. De hecho, los Anales de los cuatro maestros, en el siglo XVII, aluden a la de la inundación de Loughrea y antes, los Dindsenchas, tratados sobre los motivos de los topónimos, hablan de las siete fuentes llamadas "siete hermanas" de las que se alimenta el lago.
Cuenta la tradición el origen de estas fuentes. Un hombre pobre robó una magnífica yegua que pertenecía a los dioses. Estos le permitieron quedársela mientras no viese la puesta de sol sobre la bahía de Galway. Un rayo del ocaso los sorprendió un día a él y a su montura en lo alto de un monte, desde el que se divisaba a lo lejos la bahía prohibida. La yegua enloqueció y en veloz carrera de siete zancadas se precipitó monte abajo. Donde sus cascos hirieron la tierra surgieron siete manantiales que dieron nacimiento al lago gris, Loch Riabhach o Riach.
La leyenda tiene obvios paralelos en la más antigua mitología irlandesa, empezando por el mito de Bóand y el pozo de Nechtan (ver Ojos de pez, vista de pájaro y Antigüedad de Dahut) y continuando con la leyenda de santa Muirgen, a la que ya se ha aludido repetidamente en estos Retazos. Pero lo que más llama la atención en la narración de O'Kelly es el parecido con la leyenda bretona de Ker Ys.
La soprano Rosa Ponselle como prinesa de Ys en
Le roi d'Ys, de Lalo (1922). 
Conviene leer el texto, porque la gracia del cuento, de inconfundible sabor simbolista, está en lo plástico y colorido de las descripciones, evocando a veces las de las antiguas sagas medievales, y en el movimiento de la narración, con imitación de las narraciones orales de los seanchaithe, contadores de cuentos tradicionales. Pero los hechos narrados son los siguientes:
Érase una ciudad construida junto a siete manantiales de agua pura, las Siete Hermanas. Por las noches, el agua de las Siete Hermanas se enfervorizaba y cobraba una energía tal que ponía en riesgo al pueblo, así que hubo que construir un gran pozo en que se encerraban los manantiales bajo llave durante esas horas bajo una pesada tapa de hierro.
Este pozo, se viene a la cabeza inmediatamente, recuerda vivamente al de Nechtan, que saltó y creció persiguiendo a la diosa Bóand. 
El jefe de la ciudad (imaginado como algún señorón dieciochesco) en su lujoso palacio tenía en lugar secreto la llave del pozo y se encargaba de abrirlo y cerrarlo a diario con solemne ceremonia.
Este guardián de la llave vivía con una hija joven y alegre -figura que nos recuerda a la de Dahut, princesa de Ys junto a su padre el rey Gradlon- a la que mantenía como prisionera de su propio hogar, espantándole todos los pretendientes que se le acercaban. 
La ciudad veía con malos ojos esta relación malsana. No se menciona explícitamente en el texto, pero la sombra del incesto pesa sobre la casa del guardián.
No pudo evitar el adusto padre, sin embargo, que la muchacha se enamorase de un joven apuesto y pobre pastor. Al saberlo, lo mandó castigar con siete baños de inmersión en el pozo y el destierro.
Este detalle coincide con el carácter judicial y punitivo del lago mitológico de Nechtan, como el de otros lagos o fuentes donde se realizaban ordalías, costumbre de la que la leyenda de san Gangulfo, estudiada por Sterckx, conserva la memoria en tiempos modernos (ver El mártir de su mujer). El castigo del baño implica una creencia en el poder destructor de las aguas, aunque la narración de O'Kelly, según tendencia muy frecuente en la narrativa oral tradicional, racionaliza el elemento fantástico transformando la pena en público baldón. Pero aparece claramente en el hecho de que las Siete Hermanas, númenes de las fuentes, evitan al joven el contacto de sus aguas bajando su nivel a medida que el reo es descolgado por el pozo.
Estas deidades, apresadas por la noche en la cárcel de su pozo, le revelan el escondite de la llave, prometiéndole la mano de su amada si las libera. Pues su sufrimiento consiste en verse privadas de la luna, a quien aman.
Con la ayuda de la muchacha (que se le acerca a escondidas disfrazada de anciana: probable eco  del antiguo motivo de la Soberanía que tan pronto se aparece en forma de vieja como de joven).
La entrega por la princesa del secreto de la llave, traición por amor, coincide nuevamente con la leyenda bretona de Dahut y Ker Ys.
La luna desciende a la tierra. Mosaico romano.
Al levantarse la tapa del pozo, la luna bajó del cielo (¿recuerdo libresco de hechicerías literarias grecolatinas?) al encuentro de los manantiales que saltaban en espirales pujantes  y se atropellaban en todas direcciones arrasando casas y campos. No quedaron más supervivientes de la ciudad que el pastor y su amada, fundadores de Baile Locha Riabhach, Loughrea, a orillas del lago que cubre el antiguo pueblo.
El azar sintagmático de las lecturas veraniegas ha venido a colocar junto a la laguna y paisajes de Loughrea vistos por O'Kelly otro mundo ambiguo, pantanoso y anfibio con otra laguna misteriosa y maléfica. Se trata de la Normandía -concretamente del Cotentin- de Jules Barbey d'Aurevilly en Un sacerdote casado (Un prêtre marié). No solo en esta, sino en varias de sus novelas, insiste Barbey d'Aurevilly en el carácter semifantástico de estas tierras donde -dice- se hace imposible discernir con claridad tierra, agua y cielo y cuyas gentes han heredado mezclándolas las paganas supersticiones de los celtas y escandinavos.
Un sacerdote casado es una novela de una complejidad a la que no aspira el lírico relato de O'Kelly, cuya gracia consiste en entroncar con la doble tradición del folclore y de la épica medieval dentro de una actualidad simbolista.
Veamos su asunto. Entre espesos bosques, un palacio maldito donde moran, como en la leyenda irlandesa, un padre -Jean Sombreval (Valle sombrío)- con su hija, Calixte. Al aya del cuento de O'Kelly (la cual, por cierto, evoca a su vez a la Leborcham del ciclo épico de la Rama Roja, con la joven Deirdré en la morada construida para ella por Conchobar) sustituye una pareja de criados negros: irrupción de un nuevo terror, nacido del colonialismo, el de las misteriosas creencias y hechicerías de las razas primitivas, dejadas de la mano de Dios hasta la aparición del civilizado evangelizador y presa fácil de las asechanzas diabólicas. Terror a los zombis, al canibalismo, terror a la rebelión o a la venganza sorda de los esclavos.
La vieja morada se levanta a orillas de una siniestra laguna de aguas oscuras, quietas, silenciosas, que parecen convidar a sumirse en la muerte en su fría tiniebla fangosa. Esto, ya se ve, es exactamente lo contrario de las aguas vivas, exaltadas, llenas de fuego, que brotan inundando Ker Ys o la llanura de Loughrea. Y sin embargo, cuando Sombreval, condenado, se hunde en ella, sus aguas se convertirán en aceite hirviendo y fuego infernal.
Abadía y estanque de Blanchelande.
Foto de la Base Mérimée obtenida en Wikimedia commons.
El amo del palacio, aborrecido del pueblo y temido por su fuerza y poder, verdaderoso coloso en lo físico y en lo intelectual, es un hombre maldito, un cura sacrílego. Casado con engaño, ocultando a su novia su condición, causó la muerte de la infeliz esposa, fulminada por el descubrimiento de la burla. Le queda de su matrimonio una hija, criatura enfermiza, neurótica, estigmatizada, víctima de frecuentes crisis catalépticas, a la que adora y consagra su vida.
Sombreval, apóstata de su fe, se entrega en cuerpo y alma (que es lo peor) a la idolatría de la Ciencia, convertido en una figura fáustica, demonio ígneo y salamandra de laboratorio encerrada entre las llamas de sus hornos y lumbres alquímicas: todo ello para devolver la salud a Calixte. 
Pero en este genio fáustico ¿no se reconocen muchos rasgos del Coppelius/Spalanzani del Sandmann de Hoffmann. Enteramente dedicado a la creación de su autómata y verdadera hija, Olimpia (ver El elfo del sueño danés y el alemán)?
Coppelius. Dibujo de Hoffmann.
El ex-sacerdote, en abierta rebelión contra un Dios enemigo, llevará su abnegación hasta fingir la conversión y retornar sacrílegamente al sacerdocio en aras de la felicidad de su hija.
Esta, personaje de enorme energía anímica y pureza más que humana, se consagra por su parte a la obra de salvar el alma de su padre, expiando ella con su sufrimiento y abnegación los pecados paternos, para lo que en secreto profesa como monja carmelita. 
Calixte, fantasmal paseante del parque sombrío y de las orillas tenebrosas de la laguna, adopta a veces el aspecto de sirena de sus aguas, así como otras veces el de Virgen de los Mares, imagen mariana que camina, aureolada de estrellas, sobre las olas y protege a los marineros.
Néel, joven aristócrata, se enamora perdidamente de ella a pesar de su infamia y Calixte hubiera podido corresponder a su amor, a lo que estaba inclinada, de no haber sido por la obra salvífica que se había impuesto y que exigía su entrada en religión.
Ese amor paternofilial desmedido, los campesinos de la comarca lo toman por torpe pasión incestuosa, cuyos frutos son eliminados y arrojados a las aguas infernales de la laguna.
Las luchas titánicas y abnegadas de padre e hija son impotentes contra el rigor del hado. 
La guardiana de los destinos es la Malgaigne, antigua hechicera arrepentida pero que conserva sus poderes mágicos, visionarios y proféticos y que se nos pinta con rasgos de romántica druidesa, fantasmal habitante de los bosques y riberas de la laguna. Por si no quedaba claro su papel fatídico, es su oficio el de hilandera y por él se la conoce en el país como La Gran Hilandera. A ella se debe la única aparición en la novela del elemento ígneo del agua, durante uno de sus rituales de adivinación: "agua encantada que se estremecía como si tuviera una lumbre debajo". 
¿Qué me están recordando estas aguas aciagas y los fatales Sombreval, Jean y Calixte?
Segunda intervención del azar de la lectura desordenada: La quimera y La sirena negra y Dulce dueño de Emilia Pardo Bazán, que vienen una a continuación de otra en la edición que estoy leyendo (ambas están en línea en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).
La sirena negra trae la más gráfica descripción de ese espíritu tenebroso y amante que mora en las aguas mansas -las de una de las Rías Bajas, en este caso- y que no es sino la seductora llamada de la Muerte:
 "El agua se engalana como para un funeral con esta luz mortuoria, que me recuerda la tez de espectro de Rita Quiñones; y de entre las praderías de algas, donde ondulan vegetaciones de pesadilla, una forma se alza, semejante a una de esas vislumbres que tiemblan al movimiento de las múltiples capas de agua, y cuyas líneas se disuelven, entre las gasas trémulas y fingidas, velo de los abismos. El que ve surgir una de esas apariciones inciertas y borrosas, hijas del consorcio de la fantasía con lo real, nunca deja de atribuir a la visión forma femenina. Cree discernir, fugitivos en su diseño, los brazos que han de enlazarle, el cabello donde se ha de enredar, la boca que ha de envenenar la suya, el flexuoso torso que se pegará a su pecho. La mayoría de los hombres hace surgir de la oscura profundidad el amor. Mi visión, confusamente alumbrada por la fosforescencia de las ondas, es de muerte, y su boca, al acercarse a mi boca, la cuajaría en eterno hielo.."

El cuerpo de mi sirena no es blanco, su pelo no es rubio: tiene su forma lo indeterminado de los senos sombríos de donde sale, y su melena se parece a la inextricable maraña de las algas, suspensas, enredadas y penetradas por esta luz líquida. Creo verla ascender despacio, ávida y amenazadora, como si me dijese: «Eres mío, no me huyas...»"
Ophélie, por Paul-Albert Steck
En la novela Dulce Dueño, última de las escritas por Pardo Bazán, encontramos, por el contrario, la estampa poderosa y dinámica del agua viva y pujante, arrolladora, cargada de fuerza ígnea. Se trata de una tempestad en el lago Léman:"Una electricidad pesada y punzadora serpeaba por mis nervios. Densos nubarrones se amontonaban. La barca gemía; miré al barquero; en su rostro demudado, las mordeduras del cierzo eran marcas violáceas. Me hizo una especie de guiño, que interpreté así: «¡Valor!». Yen el mismo punto, sucedió lo espantable: una hinchazón repentina, furiosa, alzó en vilo el lago entero; era la impetuosa crecida, súbita, inexplicable, como el hervor de la leche que se desborda. El barco pegó un brinco a su vez y medio se volcó. Caí."
 
Courbet, Atardecer en el lago Léman.

Por las páginas La Quimera desfilan distintos tipos psicológicos femeninos, algunos correspondientes a personajes conocidos de la época, entre los que destacan -puramente ficticias- Espina Porcel y Clara Ayamonte.
Espina Porcel es fundamentalmente un tipo de vampiresa -"vampira", dice exactamente la autora- cuya víctima es un viejo y elegante diplomático, Valdivia, al que mantiene eternamente agotado y muerto de desesperados celos, verdadero cadáver viviente. Es muchas más cosas este personaje interesante y complejo, pero me interesa ahora más el otro.
Clara es una mujer rica e independiente, huérfana y estrechamente unida a su padrino y tutor, el doctor Luz, de nombre bien significativo porque es un apasionado de la ciencia, solitario y asceta laico, que se dedica al campo de la radiación, nuevo tipo de fuego. Luz adora a Clara, a cuya formación y cuidado se ha dedicado desde que nació la pequeña. 
Su dedicación y afecto llaman la atención, rayan en lo incestuoso...
Clara es una naturaleza frágil e hipersensible, enfermiza, propensa a la neurastenia, que precisa constante atención: adolece de un "alma ávida y exhausta", característica de los tiempos decadentes...
Como hombre positivista, materialista, Luz ha procurado mantener a Clara alejada de perniciosas influencias religiosas y la ha educado en sanos principios de higiene y libertad, huyendo de vetustos prejuicios morales. 
Pero el doctor tiene un secreto: él es el padre de Clara (ya venía siendo la comidilla de la sociedad), y al saberlo ella concibe un secreto afán de expiar la falta de su madre... y es precisamente con ocasión de uno de los experimentos científicos de su padre como en una delirante revelación adquiere la vocación religiosa y determina entrar en las carmelitas de Ávila, lo que pone por obra de manera nada discreta, con ocasión de una excursión de jóvenes y frívolos, adinerados sportsmen, a aquella ciudad...
La religiosa idealizada. Herbert Draper, Para santa Dorotea (1899).
También para ella, como para Calixte, un desengaño amoroso tiene un papel determinante en su vida; solo que aquí, al revés que en Barbey, es la mujer la rechazada, incapaz de competir con un ideal superior: la religión en Barbey, el arte en Pardo Bazán. 
Marina Mayoral, en su excelente edición de La Quimera, sugiere, con razón, al doctor Pascal de Zola como claro precedente del doctor Luz. Yo creo que, además, las coincidencias con la novela de Barbey permiten suponer que Pardo Bazán la tenía presente al escribir La Quimera.