martes, 22 de octubre de 2013

Leproso por envidioso

Ánbreo co mbruth athre
Fintan fírór promthae,
macc Telcháin trén trednach,
cathmíl credlach crochtae
Llama espléndida con el fervor del Padre,
Fintan, oro auténtico probado,
hijo de Telchán, fuerte,  casto,
batallador de fiar,  crucificado.

Con esta estrofa celebra el Santoral de Óengus a San Fintan, llamado Munnu, para diferenciarlo de otros santos de su nombre, en particular San Fintan de Cluan Eidnech, con el cual decidió compartir el nombre en señal de la gran amistad que los unía.
Fintan Munnu fue, pues, hijo de Telchán o Tulcan, como dice su vida recopilada en el Codex Salmanticensis (en dos versiones, una de ellas bastante más breve que la otra). Una narración que podría ser muy antigua, remontándose al siglo IX. Telchán, según el Santoral de Óengus, era mago, o sea druida. La familia pertenecía a los Cenél Conaill, o familia de Conall, que eran los descendientes de Conall Gulban, uno de los hijos de Niall Noigiallach, fundador de la dinastía de los Uí Neill. A estos Conall Gulban, por cierto, pertenecía tambén San Colum Cille. Por parte de su madre Fedelma, Fintan era, posiblemente, nieto de Niall, si ella era hija de Maine mac Neill. Puede ser, sin embargo, que de quien descendiese fuese de Maine el grande, fundador de la dinastía de los Uí Maine, que dominaron durante mucho tiempo los actuales condados de Galway y Roscommon.
Fintan nació en una casa edificada sobre un gran peñasco, y en honor del futuro santo Dios no permitió jamás que nevase sobre ella, aunque cayese la mayor ventisca alrededor.
Niños jugando en la nieve. Miniatura de principios
del siglo XVI
Fintan viene de find, que significa "rubio", y el niño efectivamente lo era mucho, que tenía el pelo casi blanco. Un día acertó a pasar cerca de su casa San Colum Cille en su carro y se fijó en los críos que andaban jugando por allí.
-Acercadme a ese rubichi tan gracioso. ¿De quién viene siendo este pequeño?
-De Telchán.
-Pues una cosa os digo: ese Telchán se hará famoso a cuenta del crío.
-De momento lo tienen para cuidar las ovejas.
Así era: lo que sucedía era que la criatura dejaba el ganado solo y se marchaba a pasar el rato con un ermitaño llamado Cruim Grellam, que le enseñaba a leer.
Telchán se enteró de aquellas lecciones secretas y no le sentó nada bien.
-¡Cabeza de chorlito! ¿Cómo dejas así solo el ganado, estando el monte atestado de lobos?
-¡Deja en paz al niño! -intervino la madre- ¿Es que se ha llevado el lobo alguna oveja? ¿No? Pues cuando se la lleve le riñes; mientras tanto te callas.
-Pero ¿qué...?
-Deje, madre. Padre, yo le prometo que si me deja ir a aprender las letras, ni los lobos ni otra alimaña ninguna les tocarán un pelo a las ovejas.
-Bueno... tú, por si acaso te quedas a cuidarlas, que son muy arteros los lobos y no quiero disgustos.
No se fiaba nada el buen hombre del crío, y a la mañana, de madrugada, se acercó a los pastos a ver cómo le obedecía.
Lo que vio le llenó de asombro. Con las ovejas no estaba Fintan y sí los lobos... ¡pero estaban guardando a las ovejas! Desde aquel día, Telchán tuvo que callarse, Fintan fue sin estorbos a sus clases y los lobos acudieron a diario a hacer de pastores para él.
Cuando ya aquel ermitaño no tenía nada que enseñarle, Fintan Munnu se fue a recibir las lecciones de San Comgall. Iba un día andando con aquel santo y otros de sus monjes. El calor apretaba. se pararon a rezar junto a un río. El niño pidió permiso para ir a beber agua.
-Aguanta un poco hasta mediodía.
Continuaron andando, llegó mediodía y no encontraron ninguna casa donde les dieran hospitalidad.
-Vamos a buscar, por lo menos, algún manantial para beber un poco de agua.
-No seas latoso, hijo. Espera hasta la hora nona; aguanta un poco.
Pero llegó la hora de nona y tampoco había nada para beber.
-A ver donde encontramos algo para quitarnos la sed...
-Hijo, ¡qué poca paciencia! Espera hasta la noche...
Ya había caído el sol cuando, en mitad del camino, encontraron esperándolos unas mesas puestas con una cena opípara y abundante bebida de distintas clases, todo excelente. Era un convite de Dios.
-¿Veis? Ésta es la recompensa de la paciencia y del aguante.
Cuando Fintan hubo estudiado la regla de Comgall y todo lo que le podía enseñar el santo aquel, se fue con San Colum Cille. 
Aprendiendo las letras. Manuscrito de principios
del siglo XIV. 
Este santo solía tener unos éxtasis durante los que, por obra del espíritu Santo, se ponía a cantar de una manera que embelesaba a todo el mundo. Después de uno de aquéllos, vuelto en sí, preguntó:
-Mientras yo estaba cantando, el muchacho que estaba a mi lado, ¿quién era?
-¿A tu derecha?
-Eso.
-El chico de Telchán.
-Pues ése va a ser un gran sabio y abad de un gran monasterio.
Después, San Munnu se fue a Doin Innis, donde permaneció diecinueve años estudiando con otro hombre de santa vida, Filell Nuannaich. Eran severos ascetas; molían el grano con paja, lo amasaban en unos lebrillos con agua y con esa masa hacían unas tortas que cocían en piedras calentadas a la lumbre. Ésa era toda su comida.
Al cabo de los diecinueve años, Fintan decidió volver con San Colum Cille. Pero éste ya estaba moribundo en su gran abadía de Í o Iona. En su lecho de muerte, dijo a uno de sus monjes:
-Después de que yo me muera, recibiréis la visita de un monje de pelo muy blanco, rizado, con las mejillas muy coloradas. Es un monje muy santo, tanto que me lo he encontrado más veces en el Cielo que aquí abajo en la tierra. Pero no lo acojáis entre vosotros ni le pongáis a vuestra cabeza: es áspero por naturaleza. Decidle de mi parte que será un gran abad y cabeza de muchas gentes, que no hay otro santo superior a él, pero que su destino no está aquí en Escocia sino en Laiginn.
¡Qué carácter debía de tener San Fintan cuando al propio San Colum Cille, tremendamente hosco e irascible, le parecía agrio! Ahora bien, si era exageradamente fuguillas, también es cierto que le pesaba de ello, y cuando se mostraba de genio demasiado vivo con alguien, ayunaba hasta conseguir su perdón.
Munnu hizo caso a los monjes de Í y regresó a Irlanda, donde fundó un monasterio en una isla. Solía subir al punto más ato de ella para aislarse a rezar en soledad. Una vez, lo sorprendieron unos gritos, gemidos y alaridos tremendos.
-¿Quién sois vosotros? ¿Qué voces son éstas?
-Ha habido una batalla tremenda y muchos, como nosotros, han caído en combate. Nosotros hemos muerto en pecado y estamos en el Infierno. ¿Te parece que no tenemos motivo para dar voces?
-Lo que sé es que yo no puedo vivir en un sitio donde llegan los gritos del Infierno. ¡Así no hay quien rece!
Se fue con sus monjes en busca de mejor emplazamiento y tropezó por el camino con un hombre que parecía desesperado.
-¿Qué te pasa, infeliz?
-Yo era un pastor pudiente y tengo tierras donde pastan mis ganados, que son muchos. Pero ahora han cogido una enfermedad que está acabando con ellos y me veo en la miseria.
-Yo bendigo las aguas de este río; trae las ovejas a beber aquí.
Rebaño. Capitel gótico.
Los animales enfermos sanaron.
-Estas aguas también curan a las personas; para tu información.
El ganadero, lleno de gratitud, donó a los monjes de Fintan grandes terrenos para levantar un convento; pero el santo dejó allí a un puñado de los suyos y prosiguió camino. Pasó de largo por su pueblo, sin querer saludar a vecinos ni familiares y se instaló algo más allá. Pero no pudo evitar la tabarra de la familia y su madre le envió un criado preguntando, ya que no quería irlos a visitar, dónde y cuando podían ellos irlo a ver a él.
-Bueno, pues que venga un rato a Lugmath.
La madre, sin prevenir a Munnu, se puso en camino con otras tres de sus hijas. Al llegar a Lugmath, una de ellas, que era doncella, sintió un gran dolor de repente y se cayó muerta.
Al día siguiente apareció Fintan y vio la sepultura recién hecha con su piedra erigida encima.
-¡Ah, ya veo! Ésta es la tumba de mi hermana Conchena.
-¿Y te quedas tan ancho? -exclamó la madre, pasmada- ¡Resucítamela, en el nombre de Dios!
-Bueno, mujer, bueno. Venga, fuera todo el mundo y volved mañana.
 Allí se quedó el santo monje rezando. Horas después, la madre y las dos hermanas vieron venir a la doncella por su propio pie.
-Dice Munnu que no quiere visitas; que no volvamos a irle a ver; que si se entera de que vamos, coge el barco y se pasa a Britania.
Era enemigo de resurrecciones y milagros de relumbre. Una vez, para que resucitase a otro, le dijeron sólo que estaba en cama sin poderse mover ni conocer a nadie (y así era en verdad), pero no que estuviese muerto. Así, le echó su bendición y lo devolvió a la vida sin saber lo que había hecho. En otra ocasión fue una hemorroísa la que pidió su intercesión.
-Pero ¿qué se han creído, que yo soy el curandero mayor de Laiginn?
El hermano portero, sin embargo, se apiadó de ella y robó la casulla del santo. Con ella tapó a la enferma, que pronto quedó buena y San Fintan no se enteró.
Una vez vinieron a su convento cinco monjitas con su superiora. El portero les preguntó qué era lo que querían.
-Que os vayáis de este monasterio y nos lo dejéis a nosotras para vivir para siempre.
-¡Toma! ¿Y eso por qué?
-Porque os será mucho más fácil levantar uno nuevo a vosotros, que sois cincuenta hombretones, que a nosotras, cinco pobres monjitas. Tú ve y díselo al que mande aquí.
Monjas ocupan un convento. Manuscrito del siglo XIV.
El portero fue temblando en busca de Fintan Munnu.
-Pues tienen razón esas monjitas. Ea: no hay que ser perezoso. Vámonos sin llevarnos nada que les pueda aprovechar, salvo las hachas, lo necesario para el culto y los libros, con un carro y una pareja de bueyes para transportarlos.
Cuando emprendían los monjes la partida, la superiora de las religiosas le pidió su bendición.
-Que Dios te bendiga, que lo que es yo no te voy a bendecir, so pedigüeña. ¡Da gracias que no puedo cerrarte las puertas del Cielo, que lo haría con mucho gusto! Para que lo sepas, éste no es el sitio que te está destinado para resucitar en él. Otros monjes lo ocuparán y tu tumba permanecerá ignorada de casi todos.
En la frontera de Laiginn esperaba a los monjes, con una representación de sus nobles,  Dimma Pie Torcido, el rey de los Fothairt, pueblo que habitaba en torno a Kildare (Cill Dara), donde estaba el monasterio fundado por Santa Brígida.
-Qué gran honra nos haces, oh rey. Matad uno de nuestros bueyes y hartaos con él.
-¡Cómo vamos a hacer eso!
-Vamos, que lo mando yo.
-Bueno, por no hacerte un feo...
Al día siguiente se pusieron en marcha con un buey solo.
Cabeza de buey. Bretaña, siglo XVI.
Poco después, se cruzaron por el camino con un mayoral que llevaba reses bravas.
-¿Nos das un novillo de limosna?
-Yo sí, pero ¿para qué lo queréis?
-Ahora verás.
Lo engancharon al yugo y continuó tirando del carro como el más manso de los bueyes hasta que llegaron adonde se encontraba el rey de Laiginn, Aed, al que la vita llama Gobán.
El rey Aed era discípulo de San Comgall de Bangor y harto del siglo había decidido retirarse a la vida monástica.
-Providencial es tu llegada, Munnu llamado Fintan. ¿Me harías el favor de hacerte cargo de este monasterio?
-No tenía pensado yo eso, pero está bien.
-No sabes cómo te lo agradezco. Adiós. Rezaré por ti dondequiera que esté.
-Muy bien.
No se recuerda prosperidad tan grande en aquellas tierras como la de los años que Fintan Munnu estuvo a su cabeza. Pero como todo acaba, un día los Uí Cennselaigh, pueblo del sur de Laiginn, con Guaire mac Eogan a la cabeza, empezaron a hacer correrías por toda la comarca.
Las mujeres y los huérfanos acudieron desolados a Fintan, que mandó una embajada de cuatro hombres a Guaire.
-Decidle a ese soberbio que devuelva todo lo que ha robado. Si así lo hace, morirá de su muerte, cargado de años, y su dinastía reinará hasta el día del juicio. Decídselo: yo sé que no os va a hacer caso. Os recibirá, para desairaros, mientras se corta el pelo. Le decís: "Suelta lo que te has llevado, que si no éste será tu última sesión de peluquería, que el próximo corte que te hagan no te van a dar tiempo a que te crezca el pelo, y va a ser por el pescuezo".
El rey se rió de ellos y los echó con cajas destempladas; a los cinco días estaba decapitado.
Entre tanto, murió San Comgall de Bangor y sus monjes acudieron a Fintan Munnu.
-Ha muerto San Comgall.
-Vaya por Dios; paciencia.
-Sí. ¿Quieres tú ocupar su lugar, la abadía de Bangor?
-No me parece bien meterme en la casa que ha fundado otro y aprovecharme de su trabajo y de su esfuerzo, como si fuera el cuclillo.
-Bueno, pues vente como un monje más a nuestra abadía.
-No quise quedarme con el mismísimo San Columba y no voy a ser monje bajo otro abad, como comprenderéis.
-Bien: pues este monasterio donde ahora estás depende de Bangor y no puedes seguir de abad aquí; si no aceptas ninguna de las otras dos opciones, tendrás que irte.
-No me importa, pero permitid que designe a mi sucesor.
-Eso sí, el que tú digas.
-Aed Gobán.
-¡Pero si está en Roma!
-Habéis dicho que el que yo quiera...
-No pasa nada: vete a buscarlo y mientras tanto nosotros nos haremos cargo de esto.
-Mirad lo que os digo: en cuanto me vaya yo, este monasterio se vendrá abajo poco a poco y hasta el mar le negará sus frutos...
Pero como estaba escrito que Aed fuera abad de aquel convento, al poco tiempo se lo encontraron, que regresaba de Roma.
Munnu volvió a tierras de los Fothairt donde un día en el bosque se le aparecieron tres hombres vestidos de blanco que lo guiaron al lugar donde debía fundar un nuevo monasterio. Lo dejó marcado con unas cruces. Estaba rezando allí una noche con sus monjes y sus voces llegaron a oídos del rey Dimma, que celebraba una victoria regocijándose con sus guerreros en torno a unas cabezas cortadas a los enemigos.
-¡Qué vergüenza! Estos santos rezando a Dios y nosotros celebrando una fiesta de Satanás... Regalaré estos terrenos a Fintan. Tal vez Dios me perdonará.
Entonces fue a negociar con el abad:
-Esta donación creo yo que se merece alguna recompensa...
-¿Te parece poca? El Cielo por un pedazo de tierra...
-Pero de tierra muy buena y un pedazo muy grande.
-Pues di: ¿qué más quieres?
-Larga y placentera vida, buena muerte y poco antes de que me llegue la hora que me instruyas para ser monje y merecer sepultura entre los tuyos.
-Concedido todo; y este mismo trozo de suelo donde tienes los pies será el de tu tumba.
Aquel rey Dimma tenía dos hijos, Cillín, que se criaba con Fintan Munnu, y Cellach, que estaba en otro convento.
-Voy a visitar a mis hijos -se dijo el rey.
A Cellach se lo encontró vestido con hábitos de púrpura adornados con unos motivos en forma de flechas, un abrigo encerado del que pendían unas bolas de bronce y calzando unos borceguíes de cuero persa con apliques de bronce.
-Veo que te tienen bien cuidado.
Fue a ver al otro hijo. Venían al convento unos carros; delante de ellos, a pie, unos frailecillos muy alegres cantando salmos. Los impermeables los llevaban colgados del yugo de los bueyes. uno de los muchachos era Cillin. Vestía hábito negro de lana sin teñir, túnica blanca con una lista negra; en los pies calzado ruin, de campesino.
-Ya se ve la diferencia -dijeron los cortesanos aduladores al rey-: cómo quieren a ti y a tu hijo un abad y el otro.
-¡Chitón! Que éste todo lo oye y no sabéis cómo se las gasta...
Munnu, efectivamente, lo había oído.
-A éstos no les gusta el trato que damos al príncipe; prefieren cómo tratan al otro en el otro convento. Lo que no saben es que al otro, por su mala educación, lo matarán los de Laiginn y se quedará sin la tierra y sin el Cielo. Y éste de aquí será un gran abad, anacoreta, escriturario, obispo; y a su muerte irá al Cielo.
-Dame algún regalillo de recuerdo tuyo -pidió el rey a Fintan, por lisonja.
-Esta camisa. He dormido una noche con ella. Cuídala, que te puede venir muy bien.
Sucedió poco después que el príncipe Cellach mandó matar a Aed mac Crundmael, el hijo del rey de Laiginn, Crundmael, por mano de un monje lego. Crundmael invadió en represalia el territorio de Dimma y éste tuvo que escapar a uña de caballo. Por fortuna para él, la camisa de Munnu volvía invisible al que la llevaba, y así pudo el rey cruzar las filas de los atacantes.La prenda de invisibilidad se ha identificado repetidamente con la capacidad de entrar en el mundo de los muertos y salir de él.

Prisionero con la soga al cuello. capitel románico.
La casa real tuvo menos suerte. Ochenta de ellos fueron apresados y encadenados. Cada día eran degollados dos, y una de las víctimas fue el príncipe Cellach.
El rey fue hecho preso al final y condenado a muerte.
Fintan Munnu lo supo y se encaminó con doce monjes a pedir clemencia. Crundmael los vio venir de lejos y, temeroso de los poderes del santo, mandó que ajusticiasen al reo y comenzasen inmediatamente los públicos regocijos.
-¿Qué músicas son ésas y algazara? -preguntó Fintan, que lo oyó de lejos.
-Celebración de alguna justicia.
-¿Así se regodean por una muerte? ¡Permita Dios que ningún rey se siente en este trono maldito por más de siete años!
Sin desmoralizarse, acudieron a Crundmael.
-Devuélvenos al prisionero.
-¡Ni aunque quisiera! Está muerto y bien muerto.
-Mientes.
-Si es mentira, tuyo es el preso.
El rey estaba vivo, porque sus verdugos se habían quedado paralizados sin poder mover las manos. Crundmael lo soltó. Pero aún continuaba en su poder el lego que había dado muerte a su hijo. Lo tenía preso en una isla y ordenó que lo sacasen de ella en barco y que lo matasen en alta mar antes que Fintan pudiese socorrerle. Sin embargo, el barco quedó flotando inmóvil sobre las aguas hasta que llegaron los monjes de Fintan Munnu y rescataron al condenado de entre sus ejecutores.
Fintan había conseguido de Dios algunos privilegios. Sus monjes iban muriendo por riguroso orden de edad, y quien era enterrado donde alcanzaban los ecos de la campana de su iglesia tenía asegurado no ir al Infierno. Además, el preveía con tres días de adelanto las muertes y avisaba al interesado. Se enteraba de muchas cosas que se decían en su ausencia y de los pensamientos ajenos, como por telepatía. Era imposible mentirle en confesión. Pero los vicios y defectos que se le confesaban, si él bendecía al penitente, desaparecían para no volver.
Una vez fueron a verlo unos ascetas.
-Nosotros nos dedicamos a hacer penitencia por nuestros pecados.
-¿Qué penitencia hacéis?
-Nos hemos puesto a pan y agua para siempre.
-Eso es demasiado.
-Pero hacemos un poquillo de trampa, porque echamos en el agua unas gotas de leche.
-Bueno, seguid. Yo bendigo esta agua.
Desde entonces, aquel agua que cogían los penitentes se transformaba en leche.
Uno de sus monjes le pidió una vez permiso para ir de visita a su pueblo.
-Bueno, pero no te entretengas mucho.
-Pierde cuidado.
-Para que no se te vaya el santo al Cielo vamos a hacer una cosa: hasta que no me vuelvas a ver, no bebas más que agua clara.
-Prometido.
Mientras estaba en el pueblo el monje, Fintan Munnu murió y el monje se quedó sin que se le pudiese levantar el voto. Así pasaron treinta años, hasta que un abad, llamado Mocomoc, tuvo la curiosidad de beber de su vaso.
-¡Ah pícaro, así cualquiera! ¡Esto es vino y del mejor! ¡Con un traguito que he dado ya estoy piripi!
-Pues sí, señor. Desde que Fintan murió, siempre mi agua se transforma en este licor delicioso. Pero ahora que se ha descubierto, sé que mi muerte es inminente. ¡Adiós, hermanos, encomendadme a Él!...
San Munnu recibía la visita de su ángel dos veces por semana, los jueves y los domingos. Un jueves que faltó, el ángel hizo enfadar al abad.
-¿Cómo me has dado plantón el jueves?
-Teníamos en el Cielo el recibimiento de San Lugidio, Molua para los amigos, de Clonfert.
-Pregúntale a Dios de mi parte por qué es antes hacerle a Lugidio el rendibú que venirme a ver a mí. Y si es motivo para tenerme todo el día esperando.
-Voy.
-Que dice -contestó el ángel a la vuelta- que el motivo es que San Molua es un santo amable y pacífico, que nunca ha hecho que nadie se pusiese colorado en su presencia. Y tú eres un hueso y constantemente les estás sacando los colores a tus monjes y con tu carácter no se va a ningún lado.
-Al revés; si se ha enfadado Dios, me iré de Irlanda a hacer penitencia por tierras nunca holladas de ningún gaélico.
-No lo hagas. ¿Tú quieres que cuando te mueras se te haga en el Cielo la misma honra que a San Molua?
-Claro.
-Pues no te muevas y el jueves en vez de venir yo vendrá otro enviado de Dios a ese efecto.
Llegó el jueves y San Munnu estuvo esperando todo el día sin que viniese nadie. A la noche, sintió un vivo dolor, que lo dejó postrado un rato.
-¡Ay, Dios! ¡Éste es el enviado tuyo...! ¡Podías avisar!
Cuando se repuso, San Fintan Munnu se dio cuenta de que tenía la lepra.
-Bueno: yo me lo he buscado. Ahora me aguanto con ella. Dios quiere que esté mancillado y con picores... ¡Pues ni me lavo ni me rasco!
La lepra le duró veinticuatro años, y en todo ese tiempo sólo se rascó y se lavó una vez al año, por Jueves Santo.
Por entonces, ardía la polémica sobre la celebración de la Pascua. Fintan Munnu era el principal defensor de la tradición pascual irlandesa, mientras que San Laseriano era partidario de que se adoptasen las normas romanas. Para discutir la cuestión se convocó un sínodo, al que asistía Suibhne, rey de los Uí Bairche, uno de los pueblos más poderosos de Laiginn, favorecedor del partido romano. Fintan se hacía esperar y el rey se impacientó.
-¿Para qué esperamos a ese viejo leproso? ¡Que venga o no, se va a adoptar el rito romano!
-Cállate mejor -dijo Laseriano-. Fintan todo lo oye y podría ser que te pesara de tus palabras.
Cuando Fintan llegó al final, el rey Suibhne se acercó hipócrita o diplomáticamente a pedirle su bendición.
-¿La bendición de un viejo leproso? ¿Para qué la quieres? Que sepas que no te valdría de nada, porque de todas maneras cuando Cristo, a la diestra del Padre, te oyó lo que decías de mí, se puso colorado de coraje.  Por eso te advierto que antes de un mes morirás degollado por tus hermanos, tu sangre se mezlará con el barro del suelo y tu cabeza la echarán al río y nunca aparecerá.
Esta última parte de la maldición debía de ser especialmente terrible para un irlandés, porque ya se sabe el valor sagrado que concedían a la cabeza. En las batallas, los guerreros trataban de cobrar las de los enemigos caídos y los allegados de éstos procuraban rescatarlas a toda costa.
Fintan propuso a Laseriano tres modos distintos de resolver la disputa.
-Vamos a coger dos libros: uno con tus cuentas pascuales y otro con las mías. Los echamos a una hoguera, y el que se salve de la quema, ése se sigue. Si no, elige tú un monje de los tuyos y yo escogeré a uno de los míos: los metemos en una cabaña y la prendemos fuego. El rito del monje que no se queme será el correcto. O si no, vamos a hacer otra cosa: vamos a la tumba de un monje santo, que sepamos que está en el cielo, y lo resucitamos de entre los muertos: que nos diga cómo se celebra en el Paraíso la Pascua, si como dices tú o como digo yo.
-Yo no compito contigo, porque tienes tanto favor y tantas agarraderas en el Cielo que aunque no tengas razón, por no desairarte te la darían ahí arriba.
-Pues mira: vámonos por donde hemos venido, y que cada cual celebre la Pascua como le parezca y su conciencia le mande.
-¡Pues eso!
Una madrugada un ermitaño britano afincado allá en Laiginn, carpintero de carros, vio venir a Fintan. La noche era fría y el britano tenía un gran fuego para secar la leña con la que hacía su trabajo.
-Fintan, vendrás helado. Siéntate a calentarte junto a esta lumbre.
Al descalzar al santo, se fijó en sus zapatos.
-Este barro que traes en los zapatos, ¿de dónde es? De por aquí no.
-¿No se lo vas a decir a nadie?
-Yo no hablo con nadie.
-Verás: yo vengo ahora derecho de la Tierra de Repromisión...
La Tierra de Repromisión, Terra Repromissionis en latín, Tír Tairngiri en Irlandés, es el lugar paradisíaco (pero situado en este mundo) en busca del cual partió San Brendan, cristianización del Tír na nÓg de los mitos paganos. 
Paraíso terrenal. manuscrito del siglo XII.
-Allí tenemos hechas nuestras celdas cuatro santos: San Colum Cille, San Brandano, San Cainnech (estos dos están algo más allá) y yo. Donde tiene la casa Colum Cille se llama Ath Cain -es decir, "Vado Suave": así se llamaba uno de los conventos fundados por Fintan-; la de Brendano Aur Pardus, la de Cainnech Seth Bethath y la mía Port Subi. Una cosa te voy a decir: si algún día te ves en una tribulación o en una tentación insoportable, vete a la Tierra de Repromisión. Para eso ten preparados doce carros nuevos con doce calderos de bronce.
(Ni falta hace recordar la importante carga simbólica que tiene el caldero, espacio donde se opera la renovación del mundo, matriz de la mujer y copa del océano donde muere el sol cada noche para resucitar al amanecer, crisol del orfebre, pote del caldo y Graal de la inmortalidad).
-Llegaréis al mar y embarcaréis.
(El viaje al Más Allá suele atravesar la barrera acuática, mar, lago o río).
-Sacrificaréis a los bueyes, y podéis coméroslos. Si el tiempo apremia, no tendrás tiempo de construir barcos o fletarlos. En ese caso, podréis navegar cómodamente en las pieles de los bueyes.
El carretero guardó silencia hasta la muerte de San Fintan; después relató la conversación y, para prueba, iba enseñando una muestra de aquella extraña tierra que llevaba el santo en los zapatos, la cual conservaba como preciada reliquia.
Cuando san Fintan Munnu Murió, fue excepcionalmente numerosa la muchedumbre de ángeles que bajó del Cielo a recogerlo. Al verlo, los demonios salieron en cantidad igual o superior, dispuestos a la gresca. Se anunciaba una reyerta escatológica como no se viera otra desde la caída de los ángeles malos; pero San Munnu moribundo levantó el rostro a los Cielos y los demonios, llenos de terror, huyeron dispersándose en todas direcciones. El espanto les duró una semana, durante la cual, por falta de diablos, no ingresó nadie en el Infierno. Mientras tanto, se celebraban en el cielo grandes alegrías y regocijos.
La festividad de San Fintan Munnu se celebra el 21 de octubre.

sábado, 12 de octubre de 2013

El demonio de la discordia o ¡...Como no te apartes tú...!

Allá por el siglo VIII, la asombrosa eclosión de espiritualidad que se había producido en Irlanda durante los doscientos años anteriores, irradiando cultura y religiosidad por el continente europeo, daba muestras de estarse agostando. Los grandes monasterios se habían transformado en importantes núcleos de población y centros de poder político que plantaban cara a reyes y señores y participaban en las constantes guerras entre los pequeños o no tan pequeños estados de la isla. La vida ascética y la actividad de estudio se habían relajado.
Esta decadencia había de provocar por fuerza una reacción, un movimiento fundamentalista de reforma y de retorno a los orígenes. Lo protagonizaron los céli Dé, expresión adaptada al inglés como culdees, nombre su vez castellanizado en culdeo, un palabro del que bien se puede echar mano a falta de otro mejor.
Tallaght fue el centro del movimiento de los Céli Dé.
Grabado del siglo XIX
Céle Dé en irlandés quiere decir simplemente "compañero de Dios". En el irlandés de hoy, "marido" y "mujer" son fear céile y bean chéile, "varón" y "mujer de compañía". El uso ya es antiguo. Una inscripción en galo, sobre teja, que parece remontarse al siglo IV, encontrada en el pueblo francés de Châteaubleau, habla de un "dagisamo cele", "magnífico novio". Por desgracia, la teja no ha podido ser traducida aún de modo satisfactorio, que yo sepa.
La idea básica de la palabra parece ser la de "mitad" o "reciprocidad", como en el bretón actual egile o el irlandés a chéile. Más lejanamente, se relaciona con el latín cives, originalmente "conciudadano", y con una raíz indoeuropea que significa "acostarse".
Con esto se ve que la relación espiritual que aspira a mantener el céle Dé con Dios es de lo más estrecho.
Con la renovación llevada a cabo por estos monjes y anacoretas se ha relacionado la poesía irlandesa eremítica de celebración de la naturaleza, fenómeno lírico característico que ha producido un puñado de poemas extrañamente emocionantes, de conmovedora sencillez.
Sentido de la naturaleza. Miniatura
de las Cantigas de Alfonso X.
Tal vez el más famoso de los céli Dé y con el que más a menudo nos hemos tropezado en estas entradas es Óengus, el autor del célebre santoral en verso que se conoce por su nombre. La devoción de los santos era viva entre los culdeos y por eso se les deben libros de este tipo, como también el Santoral de Tallaght, obra, según se cree, de San Maelruain, fundador del monasterio de Tallaght y del movimiento de los céli Dé. Al monasterio de Tallacht perteneció también Óengus, el poeta de los santos.
Otro de estos monjes renovadores fue, al parecer, San Comgán, santo del que, desgraciadamente, no se tienen demasiadas noticias. 
Comgán no era un nombre nada raro: el diccionario de santos irlandeses de Pádraig Ó Riain trae dos distintos. El que ahora interesa es el de Cluain Connaidh. La mayor parte de lo que se sabe de él proviene de un libro ya tardío, del siglo XVI; un libro litúrgico escocés, el Breviario de Aberdeen (Breviarium Aberdonense), del que se puede leer en línea una excelente reproducción fotográfica en la dirección digital.nls.uk.
Según éste, Comgán era de los escotos hibernios de Laiginn y de sangre real.  
A juzgar por lo que se lee en otras fuentes, su padre fue el rey Cellach Cualann, cuya muerte en el año 715 supuso el fin de la dinastía de los Uí Máil, que dominaron por poco tiempo el Laiginn antes de ser relegados a las tierras costeras del Este.
Los valles del Bóand y del Lífe, al Oeste de las sierras, constituían la parte importante del reino, mientras que la costa, ocupada por pueblos tributarios de los Laiginn de pura cepa, no adquiriría su posterior pujanza hasta la época de las invasiones vikingas.
A la muerte de su padre, Comgán, que se había educado para caballero y para rey, especialmente aficionado a la equitación y el tiro con arco, subió al trono, reinando con prosperidad de sus súbditos y paz en sus territorios. Procuraba favorecer siempre a la Iglesia con diezmos y otras ofrendas y hallaba tiempo para dedicarlo a la meditación y el estudio como quien prefería servir a Dios que al mundo.
Tanta ventura no podía sino irritar a los poderes infernales, que desencadenaron su ira contra el joven monarca y su reino. Y así promovieron una coalición de las reinos fronterizos que se abatió sobre Laiginn desde diversas partes simultáneamente.
Esta situación, que el breviario atribuye al reinado de Comgán, la Historia nos dice que ya venía arrastrándose desde tiempo atrás.
No sólo era que la prosperidad de Laiginn despertase la codicia de sus vecinos, sino que desde dentro de sus propias fronteras otras familias aspiraban a destronar a las dinastías reinantes. Cellach, el padre de Comgán, había muerto en guerra contra una alianza de pueblos vecinos.
Comgán no quiso seguir sus pasos. No podía soportar el espectáculo de tanta sangre inocente vertida y optó por darse a la fuga. Escapó perseguido por las huestes invasoras tan de cerca que fue alcanzado en un pie por una flecha enemiga, siendo, dice su vida, verdadero milagro que se les escurriese entre los dedos sin recibir daños más graves.
Bien puede ser que sufriese esa herida realmente, pero no lo es menos que el episodio tiene su valor simbólico.
De tiempo en tiempo acaba aflorando en estas entradas la cojera (o su forma atenuada la semi descalcez),  señal de haber sido tocado por lo sagrado o de tener estrecho contacto con el mundo superior. Al igual que la ceguera, y ambas coinciden en el caso de Edipo. Hefaistos, el dios herrero, queda cojo a causa o como consecuencia de su descenso violento del reino de los dioses. Según el himno homérico a Apolo, Hera lo arrojó de él por haber nacido cojo y enclenque; cayó al mar donde fue recogido y criado por las oceánidas Tetis y Eurínome. En su caverna submarina permaneció, dice la Ilíada, nueve años, fabricando para las hijas del mar buena cantidad de broches, collares, brazaletes y demás alhajas. 
En fin, Hefaistos es un dios edípico, porque en su intento de defender a su madre Hera de su marido Zeus, éste, mucho más fuerte, lo agarró y lo lanzó como un bichejo molesto desde el Olimpo hasta la isla de Lemnos: ésta es otra versión del origen de su cojera. 
En cualquier caso, Hefaistos fue buen amigo de Tetis, para quien forjó las armas de Aquiles, las cuales poco valieron al joven héroe contra la flecha mortal que lo hirió en el pie.
Van Dijk: Hefaistos y Tetis con la armadura de Aquiles.
Edípico también el heráclida Télefo. Héracles engendró a Télefo en Auge, una princesa virgen consagrada a la diosa Atenea. El motivo de la forzosa castidad y encierro de Auge era que, como es frecuente en los mitos, un oráculo había augurado al rey, su padre, que un nieto suyo lo destronaría.
Al nacer el pequeño Télefo, lo ocultaron en el templo de Atenea pero no tardó en descubrirse el pastel y ser abandonado el niño para que muriese en el monte, donde lo crió y salvó una cierva. Otras versiones cuentan que la madre y el hijo fueron arrojados a la mar en una barca (mito de Dánae, ver El culebrón de la condesao vendidos como esclavos, como sucede en la novela bizantina, y en cualquier caso separados uno de otro. Auge acabó adoptada por el rey de Misia, el cual, andando el tiempo, concedió su mano, como recompensa, a un joven forastero que le había brindado un auxilio decisivo en la guerra. Auge, fiel a la memoria de Héracles, tomó la decisión de darle cuatro cuchilladas al novio en la noche de bodas y dejarlo muerto. No sabía ella que el valiente extranjero era su hijo Télefo. Afortunadamente, la intervención de Héracles evitó la tragedia in extremis.
Después de este matrimonio frustrado, Télefo se llevó a la hija más guapa de Príamo, Laodicea, lo que lo obligó a involucrarse en la guerra de Troya junto a su suegro y cuñados. Otros dicen en cambio que había tomado por mujer a una de las amazonas, aliadas de los troyanos. Fuese como fuese, durante el combate fue alcanzado en una pierna por la lanza de Aquiles. La herida se volvió incurable, salvo mediante limaduras del arma que la había causado.
Bernard Sergent subraya la relación entre esta lanza de Aquiles y la maza del dios irlandés Dagda, capaz de curar y aun de resucitar a los que hiere y mata; también al doble poder, mortal y curativo, del héroe Cú Chulainn, equivalente irlandés, según él, de Aquiles.
El caso era que el destino no quería que los griegos entrasen en Troya mientras no estuviese curada la pierna de Télefo.  
Aquiles no fue fácil de convencer, pero al fin cedió y desde entonces el papel de Télefo en la guerra fue ambiguo. Al final de una larga vida de desgracias, acabó (un rasgo edípico más) arrancándose los ojos y murió en las columnas de Hércules, o sea Gibraltar.
También tiene que ver con Héracles otro ilustre herido en el pie: el centauro Pholo, que acogió al héroe con hospitalidad, pero que murió accidentalmente alcanzado en un pie por una flecha lanzada en una reyerta con otros centauros, y luce ahora en el firmamento como constelación.
No se puede olvidar la herida del pie de Filoctetes, mordido éste por una serpiente. La mordedura degeneró en una llaga tan maloliente que los griegos, incapaces de sufrir el hedor, lo abandonaron en la isla de Lemnos (la misma de Hefaistos, por cierto).
Ahora bien: Filoctetes, que había sido gran amigo de Héracles, había heredado su arco y sus flechas, sin las cuales no podían los griegos tomar Troya, de manera que hubo que rescatarlo y admitirlo en el ejército sitiador. Con ese arco arco y flechas habría de ser abatido Paris, príncipe troyano y raptor de Elena.
Y, sin salir del ciclo troyano, Eneas también recibió en una pierna un flechazo incurable, al menos por medios humanos; pero que Venus pudo sanar gracias al díctamo.
Eneas herido, atendido por el médico Iápix bajo
la mirada de Venus. Fresco romano del siglo I.
Estas divagaciones me llevan muy lejos de Laiginn; pero nos acercan más a tierras célticas las piernas heridas de lanza de diferentes reyes de la leyenda artúrica, descendientes de los compañeros de José de Arimatea (ver Caldero, sangre y lanza). El carácter fálico de la lanza, así como la obvia identidad simbólica de la herida de estos reyes (que aniquila la fuerza vital pero a cambio abre el camino a una duradera vida mística) con la castración, se ha señalado repetidamente. Y no es nada raro, en distintas religiones, que la mutilación sea condición del sacerdocio: desde la castración de los sacerdotes de Atis y Cibeles hasta la tonsura del monje cristiano.
San Comgán, pues, herido en el pie y desterrado de su reino, optó por renunciar al siglo y entrar en religión. Y según dice el Breviario de Aberdeen embarcó a Escocia acompañado de su hermana Kentigerna (ver Tres hermanas discretas) y de sus sobrinos Felano, Furseo y Ultano. Otros siete clérigos los acompañaban. Desembarcaron en Lochalsh o en Loch Carron, dos rías separadas por una península frente a la isla de Skye, lugares por cierto famosos por la frecuente visita del pueblo foca.
Los hombres foca son una gente marina que suele salir a las playas, donde se despojan de su piel y envoltorio acuático y quedan en forma humana. Durante sus visitas al mundo de los hombres de tierra firme son bastante vulnerables, puesto que si se les esconde o roba su piel de foca no pueden volver a recobrar su aspecto ni regresar al mar. Sus mujeres son codiciadas para esposas, por su belleza, pero los matrimonios mixtos suelen acabar mal; cuando no languidece y muere la mujer foca víctima de la morriña, es frecuente que atraiga  la desgracia sobre su marido e hijos humanos.
Quien quiera leer más historias sobre el fascinante pueblo foca, las encontrará en el interesante libro La bruja del mar y otros cuentos, narradas por Duncan Williamson y traducidas y estudiadas por Javier Cardeña Contreras.
Aunque esto es lo que dice el Breviario de Aberdeen, otros suponen que la hermana y los sobrinos de San Comgán no se reunieron con él hasta más tarde, cuando Kentigerna quedó viuda. De Santa Kentigerna dicen las historias que estuvo casada con Feriaco, régulo de Monchestre. Modernamente se ha identificado a este rey con Feradach úa Artúr, pequeño rey de Dál Riata que aparece como uno de los firmantes de la promulgación de la ley llamada Cáin Adamnáin, promovida por San Adamnán de Í o Iona y aprobada en el sínodo de Birr en 697.
Feradach era nieto de otro rey, Artúr mac Aedán, en el que algún historiador ha creído ver la figura histórica que dio pie al personaje legendario del rey Arturo.
La vida de san Comgán del Breviario de Aberdeen identifica, como se puede ver, al Felano o Faoláin sobrino de Comgán con el famoso misionero San Faoláin (Foillan), mártir, fundador del monasterio de Fosses en Bélgica. Probablemente se trata, sin embargo, de dos personas distintas.
San Faoláin, el hijo de Santa Kentigerna, se estableció en Cill Fhaoláin (la ermita de Faoláin), Killilan en inglés, no lejos de Lochalsh, donde vivía Comgán. Allí pasó este santo el resto de sus días en oración y soledad. Su festividad se celebra el 13 de Octubre.
Como era frecuente entre estos primeros santos escoceses (empezando por San Colum Cille), las virtudes cristianas no le impedían tener un carácter irascible y testarudo. Una vez, llevando una vaca, se tropezó por el camino con su tío Comgán que venía cara a él. El camino era estrecho; a un lado tenía un precipicio sobre un río y no podían pasar dos vacas de frente. Tío y sobrino tenían, como corresponde a dos santos, excelentes relaciones y solían reunirse con sus otros dos hermanos a hablar de la oración, de las miserias de este mundo, de los tormentos de los condenados y de las glorias del Paraíso.
Pero lo cortés no quita lo valiente y ninguno de los dos juzgó digno apartarse para ceder el paso al otro, de manera que, muy sonrientes ambos, se quedaron uno frente a otro, sonrientes y sin moverse. Así permanecieron varios días.
Vaca con santo. Exvoto alemán del siglo XIX.
Las vacas tienen fama de animales apacibles y flemáticos, pero con todo y con eso aquéllas perdieron la paciencia antes que sus amos. Se picaron, la de San Comgán se arrancó y arrojó del camino a la otra rodando barranco abajo. El pobre animal quedó muerto a la orilla del río, con el espinazo partido y las cuatro patas en alto.
-¡Maldita sea...! -estalló San Faoláin- ¡No quiera Dios que vuelva a subir un solo salmón por la ría de Lochalsh hasta el fin de los tiempos! ¡Habrase visto...! ¡Lumbre vas a comer!...
-¿Conque sí? ¡Pues permita Dios que la mujer que se case en Killilan, que se quede más estéril que un ladrillo y no tenga hijos ni descendencia de ninguna clase hasta el día del Juicio!
Y así sucedió. Según la campesina que narraba esta tradición, recogida a principios del siglo XX en las páginas de la Celtic Review (1907), los novios de Killilan procuraban irse a casar discretamente a otros pueblos para esquivar la maldición. Y es que ya lo decía ella: "¡Mala cosa es reñir! Entre santos y entre vecinos, entre beatos y entre pecadores, ¡Virgen santísima, qué cosa tan mala es reñir!"







domingo, 6 de octubre de 2013

El último de Britania y enredos anglosajones

En el centro y sur de Bretaña, varias iglesias y pueblos dan con sus nombres testimonio del culto a San Ivy. Existe, no lejos de Quimper, el pueblo de Saint Ivy; Mayor renombre tiene aún, unos kilómetros al oeste, Pontivy, el Puente de San Ivy. Según la leyenda, San Ivy fue el constructor del puente que cruza en ese pueblo el río Blavet.
Pontivy, punto estratégico en las vías de comunicación que unen el Sur de Bretaña con el Norte, el Vanetés o Bro Erec con la Domnonia, fue siempre una población singular. Durante las guerras de religión estuvo por los Hugonotes, caso singular en Bretaña, pues la gran familia de los Rohan, que tenía en ella su principal castillo, se había convertido a la religión reformada. 
Al subir al trono de Francia Enrique IV, el gobernador de Bretaña, conde de Mercœur, no quiso reconocerlo como rey (aspiraba, al parecer, a convertirse en duque independiente de Bretaña) y continuó la guerra por su cuenta en nombre de los católicos a ultranza de la Liga. Consecuencia de ello fue que Pontivy, que había caído en sus manos, fue española, o al menos administrada por las tropas españolas, sus aliadas, durante casi un decenio. 
En tiempos de la Revolución Francesa también dio la nota, constituyéndose en bastión republicano aislado en medio de un territorio donde dominaban los guerrilleros realistas, que la hicieron objeto de sus ataques repetidamente. 
Jules Girardet, Episodio de la guerra de los Chouans
Esto no es casualidad, sino que demuestra una secular adhesión de la ciudad a las ideas modernas e innovadoras.
Napoleón quiso luego consagrar y materializar este papel que había desempeñado, convirtiéndola en foco nacionalizador y centro de la nueva organización estatal. Le cambió el nombre por el de Napoléonville y arrasó parte de la vieja villa para levantar una nueva, cuadriculada, acorde al espíritu de la Razón y de las Luces.
Afortunadamente, su intento se quedó a medias.
Desde entonces, como cuenta François Cadic, folclorista y buen conocedor de esas comarcas, Pontivy fue durante todo el siglo XIX escenario de motines y asonadas de los campesinos, católicos y legitimistas en su mayoría, contra la administración estatal que tenía su sede allí: ya fuese republicana o imperial. También, hay que añadir, contra la población urbana de comerciantes, profesionales, burócratas y otras gentes de traje burgués y manos sin curtir. Las luchas políticas eran la forma que revestía la mutua inquina de la villa y el campo. 
Algo parecido a lo que se vivía en Galicia cuando Ramón Cabanillas, simpatizando con el movimiento agrarista, veía en la ciudad un "fato de caciques, ladróns e herexes" deletéreo para la propia esencia gallega.
Las ferias de Pontivy, cuando la gente de las aldeas bajaba a la ciudad, eran la ocasión más propicia para tales estallidos.
Aquel santo, pues, de nombre Ivy, a juzgar por los pueblos donde es venerado debió de vivir y ejercer su labor espiritual en la Bretaña interior, al sur de la modesta y austera sierra llamada los Montes Negros, el Menez Du, entre la Cornualla y el Vanetés. Sin embargo, la tradición no guarda apenas memoria de sus andanzas. San Ivy es infrecuente en la imaginería popular. Existe una fuente milagrosa de San Ivy, cuyas aguas son beneficiosas para el reuma, pero se encuentra cerca de Pont-l'Abbé, capital de la comarca Bigouden y, por tanto, lejos de la zona de mayor concentración de centros consagrados al santo.
Tampoco  abundan las noticias antiguas acerca de San Ivy; lo más extraño es que las que hay no proceden de Bretaña, sino de Inglaterra y Gales.
La vida más completa, que es la que recogen las Acta sanctorum, es muy breve y puede leerse en la Nova legenda Angliae de John Capgrave, notable teólogo, hagiógrafo e historiador inglés que pertenecía a la orden agustina y escribió a principios del siglo XV.
Dice, pues, Capgrave que Ivy fue hijo de Brandón y Egida, ilustres britanos, y que desde la niñez dio muestras de su gran sabiduría y honda doctrina, no sólo superando a sus coetáneos, sino dando lecciones a los doctores más expertos y ancianos.
Llegado a la juventud, cuando sus padres querían que se iniciase en la carrera de las armas, como heredero de sus grandes estados, se encontraron con la sorpresa de que había profesado votos sin decirles nada y se había puesto bajo la tutela del gran San Cuthberto de Lindisfarne.
Lección de San Cuthberto. Manuscrito del siglo XII.
Éste, reconociendo sus grandes méritos, lo nombró diácono y le encomendó tareas de responsabilidad en el monasterio. Allí sobresalió por sus virtudes, ascetismo y caridad.
En una ocasión en que había ayudado a misa a San Cuthberto, vio que detrás de la muchedumbre de fieles que se había acercado al altar para besar la mano del sacerdote, avanzaba con gran dificultad un tullido sosteniéndose en un bastón. Ivy le dio la mano para ayudarle a subir los peldaños del altar y fue tocar al inválido y recobrar éste su vigor y agilidad primeros todo uno. Y como se prosternaba a sus pies agradecido, le dijo:
-No me des a mí las gracias, hombre, sino al que ha dicho la misa; que la salud se la debes a él y no a mí...
Otro día acababa de comer cuando vio venir a un pobre enfermo esquelético, que no tenía más que los huesos y el pellejo lleno de arrugas.
-Buen hombre, come de lo que haya lo que quieras.
-Yo no quiero comida, que no me aprovecha de lo malo que estoy ni puedo pasarla; pero si me das algo de beber te lo agradezco porque estoy siempre con un ardor que me abraso y no se me quita con nada.
-¿Sidra te va?
-Sidra me apetece mucho.
-Toma, anda, bebe.
-Dios te lo pague.
Apuró la jarra, se limpió con el dorso de la mano, enderezó los encorvados hombros y soltó aire.
-¡Ah! ¡Qué bien me ha sentado! Nunca nada me había sentado así de bien. La sed se me ha calmado del todo y parece que me entra apetito...
Y dándose la vuelta, salió todo tieso y lleno de salud.
Del mismo modo, devolvió también Ivy el movimiento a un paralítico que no podía ni levantar la cuchara: había que darle la comida en la boca.
-¡Vaya! -pensó Ivy-: como empiece a hacer milagros y corra la voz, va a acudir a mí la gente como moscas y no me la voy a poder quitar de encima. Hay que poner tierra, o mejor dicho agua, por medio.
Y dejándolo todo, se dirigió a un puerto de mar, donde llegó al séptimo día.
-¡Eh, tú! -le gritaron unos marineros allí- ¿Quieres pasar a alguna parte?
-¡Yo, sí: adonde Dios me guíe! ¿Alguno de vosotros está por zarpar? Dinero no tengo: fuerzas sí; si alguno me quiere llevar por amor de Dios y por el trabajo...
-Nosotros intentamos pasar a Bretaña, y hace mucho que hubiésemos zarpado si hubiésemos tenido viento favorable. Pero cuando sopla éste de ahora, se pasa días y días sin cambiar. No tengas cuidado; quédate con nosotros el tiempo que haga falta: por los gastos no te preocupes... donde comen dos, comen tres.
-No, no; de eso nada. Vamos al barco y preparemos todo lo necesario, que no veo la hora de hacerme a la mar.
-Son ganas de andar a lo tonto.
Sin embargo, a los pocos pasos ya notaban cómo había virado el viento milagrosamente y lo tenían propicio para la travesía. 
-¡Esto si que no lo he visto yo en la vida!
Embarcaron sin perder tiempo y zarparon viento en popa. Pero al cabo de pocas horas, la alegría se transformó en preocupación, y ésta en angustia a medida que el viento fue aumentando, el cielo enladrillándose y por fin reventando en una espantosa tempestad. Todos los marineros corrían de acá para allá desesperados, no sabiendo adónde atender primero, mientras las olas y los vientos zarandeaban la nave como locos. Tan sólo Ivy permanecía bajo su banco durmiendo a pierna suelta arrebujado en su manto.
-Éste no es un hombre normal. ¿Cómo no se despierta con este zafarrancho? Estamos a punto de ir a pique, y él tan fresco.
-Despabiladlo, no sea que lo pille la muerte durmiendo y se lo lleve el Demonio.
Los marineros lo sacaron de su sueño.
-Tú, mira por tu alma, que lo demás ya no importa... ¿Rezas por tu salvación?
-Rezo a ver si quiere Dios parar este aire tan molesto, que como nos dure hasta Bretaña nos va a dar el viaje.
Allí lo dejaron por rematadamente loco, mientras uno iba a cortar un cable, otro a sujetar una vela y cada uno a una de esas acciones desatinadas, desesperadas y llenas de peligro que se leen en todos los relatos de tempestades, sin dejar de espeluznarse de cómo tan pronto quedaban al descubierto las arenas del fondo marino como parecían poderse tocar las estrellas con el dedo desde la cúspide de las olas.
Pero al poco tiempo, las oraciones de Ivy fueron escuchadas, la mar se calmó como por encantamiento y el navío llegó sano y salvo, conjetura el padre Garaby que a las costas de Léon.
Navegantes. Manuscrito del siglo XIII.
Se dice que San Ivy fue el último de los grandes santos que pasaron de Gran Bretaña a la Bretaña continental, ya en pleno siglo VIII.
Esto es, en suma, lo que refiere Capgrave de San Ivy y se puede leer en la Nova legenda Angliae. De sus andanzas por Bretaña, aparte de su dedicación a la vida espiritual y ascética, ni una palabra. Al llegar a tierras armoricanas, se pierde su pista.
Cuenta el mismo libro, en la vida de Santa Edith (tomada de la que redactó Goscelin de Saint-Bertin en el siglo XI), que en tiempos de la abadesa Santa Wulftrudis (o Wilfrida; Wylfthryth) de Wilton, el cofre con las reliquias de San Ivy estaba en poder de ciertos monjes pictos que iban viajando con él y que fueron honradamente agasajados en el monasterio inglés de Wilton (Wiltshire) a su paso por él. La abadesa, como muestra de veneración, les permitió que depositasen el santo cuerpo junto al altar donde reposaban los restos de Santa Edith. Santa Wulftrudis debía de tener especial cariño a esta santa, por santa y por hija suya, fruto de sus amores con el rey Eduardo el Pacífico de Inglaterra.
Eduardo había sacado del convento a la joven Wulftrudis y la había tenido como concubina durante una temporada, antes de restituirla al claustro y a la vida monástica, donde florecieron sus virtudes y santidad.
Guillermo de Malmesbury, cronista de aquellos primeros reyes ingleses, aun alabando las grandes virtudes y hechos gloriosos de Eduardo, se hace eco de las acusaciones de quienes lo tildaban de tirano y de incapaz de resistir a los encantos femeninos que rompía por cualquier obstáculo para satisfacer su capricho.
Esto lo hizo víctima de lo que he llamado alguna vez cambiazo de la novia (ver El cambiazo de la novia, entre otras entradas). Porque llegando en cierta ocasión a Andover, cerca de Winchester, donde sabía que el que mandaba en la ciudad tenía una hija de belleza singular, ordenó que se la metiesen en la cama.
La madre de la infeliz doncella, escandalizada de la infamia a que se la forzaba, amparándose en las sombras de la noche, introdujo en la alcoba en su lugar a una criada virgen, guapa y llena de donaire que tenía.
Llegó el alba y la moza fue a levantarse de la cama.
-¿Adónde vas? ¿Qué prisas son ésas?
-Ya es hora. ¡Tendré que ponerme a hacer lo que mande la señora, como todos los días! 
-Espera, espera -dijo el rey, reteniéndola por el brazo-: a ver si me entero de qué enjuague es éste.
La moza cayó de rodillas ante el rey.
-¡Yo soy una pobre sierva y mira en las que me veo! 
-¿¡Qué dices!? ¡¡Me habéis dado gato por liebre!!
-Señor, a mí me mandan y yo obedezco. Donde hay patrón no manda marinero... 
-La verdad, tú no tienes culpa... Pero anda que tu señora, ¡menuda lagarta!
-¡Esto entra en las obligaciones de las criadas! Pues ¿no mandaba Isolda a su Brangel que la sustituyese entre las sábanas del rey Mares? Y sea dicho sin ánimo de compararte con aquel vejestorio de testa dos veces coronada... Pero di una cosa: ¿te lo has pasado conmigo bien? ¿A que te lo has pasado bien?
-No tengo queja. Me he chupado los dedos.
-Pues de propina por el buen rato, consígueme la libertad y te lo agradeceré toda la vida. ¡Y no tener que estar sirviendo a estos amos tan cafres, que ya ves las cosas tan despropositadas que le hacen hacer a una!
El rey se echó a reír.
-Yo no sé qué hacer; si compadecerte a ti o enfurecerme con tu ama, por tirana enredadora. Yo ordeno que de ahora en adelante ella sea tu criada y tú mandes en tus señoritos, y mi cama sea la tuya si te apetece.
El rey y la sierva liberta se amaron durante mucho tiempo, hasta que Eduardo tomó mujer legítima, que fue la reina Elfrida.
Con esto no se apagaron sus ardores. Llegó a sus oídos la belleza de Wulftrudis y la codició. Wulftrudis, consciente de que no era ningún coco y para protegerse de la lascivia real, que no era un secreto para nadie, se había refugiado en el convento y vestido el hábito monacal, pero de nada le valió; Eduardo la mandó llevar a su palacio y a la fuerza la hizo su concubina.
Dice Guillermo de Malmesbury que por entonces Wulftrudis no había profesado ni era monja y que por eso el pecado era menor. De todas maneras, no era la primera vez que el rey arrancaba a una joven de la paz del claustro para someterla a sus apremiantes deseos sexuales. Otro escarceo semejante le había valido una buena reprimenda de su confesor San Dunstan y siete años de penitencia con ayuno y prohibición de gastar corona.
El rey Edgar entre San Ethelwold y San Dunstan.
Manuscrito del siglo XI.
Con Wulftrudis y su hija Edith Eduardo siempre mostró consideración y estima, mirando por ellas y asegurándoles una elevada condición. Gusta pensar que Santa Wulftrudis acabase por apreciar y acendrar las poco refinadas virtudes de aquel príncipe bárbaro y brutote.
Edith, la hija de ambos, llevó una vida de mortificación y ascesis y murió joven, antes de los treinta años.
El caso fue que cuando los monjes peregrinos se despidieron de Wilton y quisieron llevarse su sagrada carga, el féretro había adquirido tan enorme peso que no fueron capaces de moverlo por más esfuerzos que hicieron.
-¡Esto es la ruina, la ruina!
Lloraban, dice Goscelin, se daban de bofetones y se arañaban las caras, aullaban, pataleaban y se rasgaban las vestiduras, pero  o había manera de que levantasen la caja un milímetro del altar.
-¿No veis que es voluntad manifiesta del santo permanecer junto a los sagrados restos de nuestra Edith? ¡Qué cosa más hermosa que esa amistad espiritualidad más allá del sepulcro!
-Hermosa es. Pero ¿quién va a venir a vernos y a socorrernos si no tenemos una mala reliquia que mostrar a la veneración de los peregrinos?
-¿Y preferís la ira del santo? Nosotras os compensaremos con lo que podamos, que son dos mil sueldos. ¡Me parece que no es moco de pavo!
-¡Que remedio! Mejor eso que nada. Quedaos con el santo y que os aproveche...
Lo que ha causado extrañeza es que aquel santo britano y muerto en Armórica acabase en manos de unos monjes pictos. Los pictos vivían en el noreste de Escocia y es raro que las reliquias siguiesen tan largo camino. Por eso se ha llegado a suponer que uvo dos santos Ivy o más, de los cuales uno sería el de Bretaña y otro el de Escocia, el que iban paseando los monjes pictos que visitaron Wilton. Lo cierto es que el San Ywio britano fue discípulo de San Cuthbert, cuyo nombre tan repetidamente aparece asociado con Wilton.
La festividad de San Ivy se celebra por estos días, variando la fecha según lugares entre el 6 y el 7 de Octubre.