jueves, 19 de septiembre de 2013

Enredos merovingios y dos mártires legionarios

San Félix, obispo de Nantes a finales del siglo VI, fue un personaje de gran relevancia. En aquella época, Nantes, la antigua civitas de los galos namnetes, no pertenecía a las tierras de los bretones, sino a la marca bretona de los francos. Entre los territorios poblados por los inmigrantes britanos y los que ocupaba la población galorromana no siempre existían fronteras definidas, y había islotes de una y otra población en los territorios donde mayoritariamente estaba afincada la otra. 
Andando el tiempo, Nantes llegaría a ser cabeza y corte del ducado de Bretaña, pero para eso habría de pasar mucho tiempo.
Félix, a juzgar por su nombre, no era de estirpe britana ni germánica, sino romana o galorromana. Los reyes merovingios le encargaron misiones diplomáticas de alta responsabilidad, como las negociaciones con los aguerridos vecinos bretones que, mandados por Waroc (caudillo de la tierra de Vannes), hostigaban insistentemente las antiguas ciudades romanas de aquellas provincias. Eran los tiempos de la hostilidad entre los reinos francos y el odio mortal de sus reinas Brunequilda y Fredegunda; 

Crueldad de la reina Fredegunda. Miniatura gótica.
entre los caudillos bretones destacaba el gran Conomor o Commorre, al que la tradición convertiría en el Barba Azul verdugo de Santa Trifina mártir. 
San Félix intervino en la política bretona salvando al príncipe Macliau, futuro protegido de Conomor, de morir a manos de su hermano Canao. Macliau se tonsuró y se hizo sacerdote, pero Canao no se fiaba, y con razón, de la sinceridad de su renuncia a las glorias de este mundo y persistía en sus intenciones asesinas. Temiendo que la autoridad de San Félix no fuese protección suficiente contra la inquina fraterna, Macliau se refugió en la corte de Conomor y a la muerte de Canao, mandando sus votos a paseo, subió al trono de Vannes o Bro Erec (la Tierra de Waroc), como se dice en bretón.
De San Félix se ocupa repetidamente San Gregorio de Tours, su contemporáneo, y no en muy buenos términos. Es el caso que un hermano de San Gregorio, el diácono Pedro, había sido acusado por Lampadio, otro diácono, de asesinar con hechicerías a Silvestre, obispo de Langres. Según San Gregorio de Tours, su hermano Pedro había descubierto que Lampadio metía la mano en el dinero de los pobres y lo había denunciado, ganándose su odio. Lampadio convenció a un hijo del obispo Silvestre, y al parecer a San Félix, de la culpabilidad de Pedro. Años después, el hijo de Silvestre mataría a lanzazos en plena calle a Pedro, hermano de San Gregorio, consumando así su venganza.
Cuando San Félix se sintió morir, llamó a otros varios obispos y los persuadió de que propusiesen a un sobrino suyo, Burgundio, para su sucesión. Pero se necesitaba que San Gregorio lo consagrase y el de Tours se negó. Burgundio no tenía más que veinticinco años, ni siquiera era sacerdote y además a San Gregorio no le apetecía lo más mínimo hacer el largo camino.
-¡Sí, hombre, hasta Nantes me voy a ir yo! ¡Pues está eso a la vuelta de la esquina! Mira, hijo ¿sabes una cosa?: en la Iglesia no valen atajos. Lo que tienes que hacer es volverte a Nantes y la persona que te apadrina, que te tonsure. Te pones a estudiar y cuando sepas todo lo que se tiene que saber para eso, te ordenas sacerdote. Vas siguiendo peldaño a peldaño la carrera eclesiástica y si es la voluntad de Dios, tu señor tío estará todavía con vida entonces, y cuando Él quiera llamarlo a sí podrás llevar su anillo con honra y dignidad.
-No creo, el pobre tío Félix está en las últimas...
Efectivamente, San Félix había enfermado de un mal epidémico que causaba estragos en Nantes. Las piernas se le cubrieron de bubones que se intentó tratar con polvo de cantárida, remedio que fue la puntilla para el santo obispo. Burgundio renunció a sus pretensiones episcopales. 
Cuenta también San Gregorio de Tours otra historia, ésta de amor, en la que desempeñó San Félix un papel muy antipático y como de vejestorio de comedia. 
Resulta que San Félix tenía una sobrina y la muchacha se enamoró de un noble merovingio llamado Bapoleno. Aquel Bapoleno era persona importante. Era uno de los principales aristócratas que apoyaban al rey Gontrán contra la reina Fredegunda. Fredegunda (como san Félix) era partidaria de la alianza, o al menos del entendimiento pacífico, con los bretones de Waroc, mientras que Bepoleno representaba una política agresiva y anexionista. Era odiado no sólo por los bretones sino también por los habitantes de las poblaciones galorromanas: los de Rennes llegaron a cerrarle las puertas de la ciudad a su llegada.
Evariste-Vital Luminais: Guerreros merovingios luchando contra
unos perros feroces
.
Era un juerguista y por donde iba caía como la langosta: gastaba de todo a lo loco pero era el mayor de los tacaños a la hora de pagar.
Una noche, durante una de sus sonadas francachelas, el techo de la sala se vino abajo sobre las cabezas de los convidados. Aquello se tuvo por una advertencia divina, a la que Bapoleno no hizo el menor caso. 
Él y la joven se habían prometido matrimonio, pero cuando San Félix se enteró de sus intenciones, se opuso a ellas con todas sus fuerzas. Bapoleno era hombre que no se amilanaba fácilmente y un buen día, estando la moza entregada a sus oraciones en un oratorio, irrumpió en el templo a la cabeza de una partida de soldados y se la llevó raptada para depositarla en la Iglesia de San Albino de Angers (santo, por cierto, del país, que era de familia de vaneteses). En aquel sagrado creía la pareja que la esposa estaba a salvo de las asechanzas de San Félix. Pero valiéndose de tretas y engaños (San Gregorio de Tours, desgraciadamente, no dice cuáles) el viejo tío, iracundo, logró atraer a la ingenua fuera de su refugio, y haciéndole vestir hábitos de monja la llevó presa sin que nadie lo supiese a un convento de Bazas. Bazas, que aún hoy se enorgullece de su hermosa catedral gótica, no lejos de Burdeos, era entonces ciudad principal y cabeza de diócesis.
La prisionera se las ingenió para enviar a su marido a unos pajecillos de su servidumbre, dándole noticia de su desgracia. En cuanto Bapoleno supo la muerte de San Félix (en el 582), organizó el rescate y robó a la novia. La familia de ésta puso el grito en el Cielo, pero el matrimonio contaba con el beneplácito real y de nada les valieron sus quejas y protestas.
Como la felicidad nunca es duradera, Bapoleno murió no muchos años después, en el 590, combatiendo contra los bretones junto a otro general, Ebrachario.
Detrás de la derrota de Bapoleno estaban las traiciones de Fredegunda, que apoyaba en secreto a los de Waroc, e incluso les envió un contingente de francos disfrazados de bretones. También estaba el propio carácter de Bepoleno, que se ganó el odio de la población por las constantes rapiñas y saqueos de sus tropas y la desconfianza de Ebrachario por su ambición desmedida.
En resumidas cuentas, tal vez no andaba tan equivocado el tío obispo en intentar con todas sus fuerzas impedir el matrimonio de su sobrina, aunque con lo expeditivo de sus métodos no consiguiese más que dar alas a la determinación de la muchacha.
A pesar de ella, de Bapoleno, de Fredegunda y de San Gregorio Turonense, San Félix murió en opinión de santo y no tardó en rendírsele culto.
Una de las principales obras por las que se le recuerda es la construcción de la primera catedral de Nantes, dedicada a San Pedro y San Pablo.
Su consagración fue un brillante acontecimiento litúrgico y social, al que acudieron varios obispos, entre ellos Macliau de Vannes, probablemente el príncipe protegido por San Félix. Otro de los amigos de éste, San Venancio Fortunato, uno de los mejores poetas de su tiempo, se hizo cronista de la ocasión, describiendo precisa y brillantemente el flamante templo. 
San Venancio Fortunato escribiendo. Miniatura del siglo XII.
Era, dice, un edificio sublime, que descollaba por su altura sobre las demás iglesias como Pedro y Pablo descuellan entre los apóstoles, dominado por una torre cuadrada que se alzaba en el centro, cubierta por una cúpula. "Para que sea mayor tu asombro, el edificio va subiendo hasta su cima, como una montaña, de bóveda en bóveda. Al darles la luz, las pinturas dirías que cobran vida. Cuando el sol, aunque rojo, en su curso hiere las cubiertas de estaño, resplandece una luz blanca como la leche. Según las rozan los rayos, verás a las figuras ir y venir, y los lagunares del techo hacen el efecto que suelen las olas del mar. Las techumbres de metal imitan el fulgor de los astros y las cumbres son estrellas de tanto como resplandecen. La luna, cada vez que sale, coronada, hace brotar otro haz de luz del templo sacro hasta los astros y el paseante que la ve de noche cree que también la tierra tiene sus estrellas. Al abrirse en ella tantos ojos de amplias ventanas, desea los rayos de luz, y lo que te asombra en el exterior, también lo encuentras dentro. Cuando vuelven las tinieblas, permítaseme decirlo, el mundo tiene la noche, el templo conserva el día".
Construcción de una bóveda. Manuscrito del siglo XI.
Las pinturas o mosaicos representaban en el lado derecho a San Martín de Tours y San Hilario de Poitiers y en el izquierdo San Ferreol, "que brilla, gema soberbia, por la herida de la espada, por el don del martirio".
Y esto lo traigo a cuento porque en realidad yo no pretendía hablar de San Félix, sino de San Ferreol: pero unas cosas llevan a otras y el hilo se retuerce por donde quiere y lo lleva a uno de la traílla y no uno a él, como nos hace ilusión creer.
De San Ferreol, pues, trata un relato medieval, antiguo, la Passio Sancti Ferreoli, que comienza como una de tantas actas de martirio: viendo que cunde el mal del cristianismo en la jurisdicción que tiene a su cargo, el funcionario romano imperial, Crispín, llama a declarar al militar Ferreol, que confiesa abiertamente su fe, a pesar de los tormentos. Esto sucede en la ciudad de Vienne.
Al tercer día de estar encerrado Ferreol en lóbrega y estrecha mazmorra, de madrugada sus prisiones se soltaron solas, se abrieron las puertas y pudo pasar sin apresurarse ante sus guardianes profundamente dormidos hacia la libertad.
-Conviene huir sin dejar huellas para poder sembrar el Evangelio en otro lado -se dijo-. ¿Adónde iré? ¡Para empezar voy a cruzar el Ródano!
Y sin desconfianza, en alas de la fe, se lanzó ni corto ni perezoso a las peligrosas aguas del ancho río, donde vio, con sorpresa, que se amansaban abriéndole paso y que en pocas brazadas llegaba a la orilla de enfrente.
Es patente que el hombre propone y Dios dispone y las disposiciones divinas no siempre coinciden con los humanos propósitos por santo que uno sea. Porque la fuga de San Ferreol no llegó más allá de la ribera del río Gère, que confluye con el Ródano en la propia Vienne. Lo que seguramente no había alcanzado a comprender el buen soldado Ferreol, hombre de creencias férreas como su nombre, pero sencillas, es que su travesía del río había sido simbólica, arquetípica. El río es el umbral del Más Allá: por eso los griegos imaginaron al barquero Caronte. Cruzar esa corriente, ya sea en barca o a nado, equivale a hollar las tierras del otro mundo, que es donde, sin todavía saberlo, se encontraba ya casi Ferreol al pisar, empapado, la orilla opuesta del Ródano. entre dos ríos, es decir ni bien en un mundo ni en otro.
San Ferreol, busto del siglo XVII.
Foto de la base de datos Palissy del Ministerio francés de Cultura.
Allí, junto al Gère lo capturaron sus perseguidores y le ataron las manos a la espalda. La ejecución no esperó al juicio: puede creerse que el Demonio se adueño de sus captores.
-Pero ¿de qué vas, chalado? ¡Que lo teníamos que entregar al pretor!
-No sé qué coraje me ha entrado, que se me ha ido la mano de la espada sola.
-No se puede ir por la vida con ese pronto. Ahora ¿qué explicación damos? ¡A ver!
-Nada: será cosa de enterrarlo aquí mismo, y decimos que se resistía o que se quería escapar.
Según la Leyenda áurea, cuando Ferreol compareció ante el malvado Crispín, le mostraron la cabeza cortada de San Julián, mártir, que había sido soldado a sus órdenes y gran amigo suyo.
-Esto es lo que les espera a todos los cristianos.
-No me importa; mejor.
Y después de su martirio, enterraron a San Ferreol con la cabeza de San Julián en las manos. Esto fue lo que, siglo y medio después, permitió a San Mamerto identificar las reliquias de ambos mártires cuando fueron descubiertas, a decir de Gregorio de Tours: un viejo guardián de la antigua capilla funeraria recordaba la tradición de la cabeza cortada enterrada junto al mártir descabezado. 
O acaso fue al revés: el hallazgo de una tumba (atribuida a San Ferreol) con dos cabezas, en tiempos de San Mamerto, dio lugar a la leyenda de la amistad de ambos mártires y de la cabeza de San Julián. 
San Mamerto, descubridor de las reliquias de San Ferreol. Grabado
del siglo XIX.

Ya en unas actas de San Ferreol no muy posteriores a la Passio se relata que el santo no fue decapitado en Vienne en un ataque de furor, sino conducido a Brioude y confrontado allí a su amigo Julián. Como uno y otro se fortaleciesen mutuamente en la fe, fueron martirizados y enterrados en parajes distintos. Y San Gregorio de Tours dice que fue el propio San Ferreol quien se apoderó de la venerable reliquia de Julián y que a su muerte los amigos lo enterraron  con ella. Gregorio de Tours supone que Julián murió en Brioude pero Ferreol en Vienne. Pues en efecto en Brioude existe una fuente milagrosa donde dice la tradición que se lavó la cabeza cortada del mártir y que conserva unas manchas rojas en la piedra y una coloración rojiza en sus aguas que la leyenda atribuye a la sangre del santo. Lo cual no deja de recordar a las fuentes de Santa Noyala, de que se ha hablado aquí en otra ocasión (ver El fuego libre del agua).
Es de notar que tanto San Julián como San Ferreol están asociados a fuentes curativas, ya que la primitiva iglesia de éste en Vienne se levantaba sobre unas antiguas termas romanas.
La festividad de San Ferreol se celebra el 18 de Septiembre y la traslación de sus reliquias el día 19 del mismo mes. En el siglo VIII fueron solemnemente transportadas desde su santuario fluvial extramuros al interior del recinto amurallado, por miedo a las incursiones de los musulmanes, que se aventuraban hasta allá. Mucho tiempo después, en el XVI, durante las guerras de religión, los hugonotes enemigos de imágenes y reliquias esparcieron las de estos santos. Se cree, sin embargo, que las cabezas se veneran en el relicario de la abadía de Moissac.