domingo, 6 de mayo de 2012

El caballero y el clérigo

Las noticias que tenemos de la vida de los santos Derrien y Neventer provienen de la tradición oral, de un gwerz (canción narrativa en verso) que circulaba en el siglo XIX como pliego de cordel y, sobre todo, de la vida de San Rioc  en el gran libro hagiográfico de Albert Le Grand, del siglo XVII.
Gustave Flaubert, en las notas de viaje de su Par les champs et par les grèves, al glosar su paso por la Roche-Maurice, en Bretaña, se refiere sucintamente a la más importante leyenda de estos dos personajes antes de explayarse en consideraciones fantástico-zoológicas sobre los dragones de los relatos de santos y caballeros.
Dice, pues, Albert Le Grand en La vie des saints de la Bretagne Armorique que Neventerio y Derien (Derrien no es más que una forma del nombre Adrián) eran dos señores de Britania, que estaban por Bretaña de regreso de su peregrinación a Tierra Santa, donde habían sido muy bien acogidos por Santa Elena, madre del emperador. 
Estamos, pues, en tiempos antiquísimos y anteriores incluso al legendario fundador de la Bretaña Armoricana, Conan Meriadec.
Desde Vannes los peregrinos se dirigen a Nantes, donde rinden culto a las reliquias de los santos Similiano, Rogaciano y Donaciano, y desandando lo andado marchan por tierra rumbo a Brest, donde han de embarcar a su patria.
Al pasar cerca del castillo de La Roche-Maurice junto al río hasta entonces llamado Dourdoun (Aguas Hondas) y desde entonces Elorn, ven a un personaje que se precipita a las aguas desde lo alto de las almenas. Acuden al galope y rescatan al suicida, que, trasladado a su casa, dice ser Elorn, señor del lugar.
La causa de su desesperación era la presencia en la comarca de un terrible dragón que de cuando en cuando salía de su madriguera para cazar y devorar hombres y ganados indistintamente. Bristoco (personaje legendario que dio a Brest su nombre), que reinaba entonces en la región, había decretado que cada sábado se sortease entre las familias de la comarca a cuál le tocaba entregar una víctima para saciar el hambre del monstruo.
Baring Gould, con su infalible manía de encontrar para todo una explicación racional (y a menudo más inverosímil que la propia leyenda), cree ver en esto el recuerdo de una antigua liturgia. Según él, los antiguos celtas practicaban anualmente (no semanalmente) sacrificios humanos para asegurar la producción de campos y rebaños. Estos sacrificios consistían en introducir a las víctimas en unos monstruos huecos de mimbre, que luego se prendían; y sus cenizas esparcidas por la tierra eran las que conferían la fertilidad.
Naturalmente, esto deriva del famoso texto de César en La guerra de las Galias (VI, 16) sobre los sacrificios humanos entre los galos, donde se habla por primera vez del famoso maniquí de mimbre, aunque no dice que se trate de obtener fertilidad sino protección ante enfermedades, peligros o en caso de guerra.
La existencia de sacrificios humanos en el culto druídico fue objeto de viva polémica entre los celtistas de la Ilustración y el Romanticismo. Mientras unos veían en el druidismo un culto bárbaro y sanguinario, otros imaginaban en él una religión primitiva, patriarcal y pura, semejante a un deísmo dieciochesco.
El director de cine Robin Hardy, en la película The wicker man (1973; existe una nueva versión reciente) tuvo el acierto de combinar ambas visiones de esta liturgia, la bárbara y sangrienta y la panteístico-buenista (ahora transformada en mística y neopagana), situándola en una comunidad sectaria afincada en una isla escocesa, donde no faltan ritos de aspecto druídico y bailes nudistas en círculos megalíticos.
Un policía de rígidas convicciones cristianas y estricta moral se encarga de hurgar, de escándalo en escándalo, en los entresijos del pueblo comuna, enfebrecido por una especie de pansexualismo cósmico.
Vitalismo calenturiento expresado a las mil maravillas por la danza de la actriz sueca Britt Eckland, que encarna (vaya si encarna) a la moza de una posada bailando desnuda y flagrante en la sensualidad de la noche, golpeándose por las paredes de su habitación como una gruesa y aturrullada mariposa nocturna. Todo ello al compás de una música ingenua y meliflua de arrope hippy-floral.
La moza de la posada, danzando.
Britt Ekland en The wicker man (1973).
La nueva versión cinematográfica (carente para mí de mucho del atractivo de la primera) lo que imagina es la supervivencia en la costa del Pacífico Norte americano de una aislada colonia céltica donde impera un férreo matriarcado ancestral.  
Pero volviendo a los santos y el dragón, el desdichado Elorn había sido ya designado por la fortuna tantas veces que toda su casa se veía reducida a su mujer, su hijo Riok de dos años y él mismo; y antes de presenciar la cruel muerte de uno de esos dos seres queridos, había decidido acabar sus días en el río.
Los santos prometieron a Elorn que lo librarían de aquella maldición a cambio de que les diese unos terrenos donde construir una iglesia y de que permitiese que su hijo fuese educado cristianamente, aunque no acabaron con el señor que adoptase él mismo la nueva fe. 
Derrien y Neventerio marcharon al encuentro de la bestia, que salió de su madriguera con espantosos silbos: serpiente escamosa gruesa como un caballo y con cabeza de gallo, tirando bastante a basilisco (dice Albert Le Grand); con sus ojos mataba a cuantos miraba y hasta los caballos huían despavoridos de ella. Pero el santo Neventerio la subyugó con su estola (según la práctica habitual y como siglos después haría allí mismo, en Leonís, San Pablo Aureliano -ver la entrada San Pablo de Leonís) , y entregándole el cabo de ella, como ramal, al pequeño Riok, le dijo que la condujese al castillo. Después el dragón fue exhibido ante los reyezuelos Jugono y Bristoco y finalmente se le ordenó que se adentrase en el mar, donde desapareció sin volver a molestar a la gente hasta hoy.
Elorn era el único de su familia que se obstinaba en permanecer pagano e, ingrato a los beneficios recibidos de los santos, se mostraba remiso a otorgarles los terrenos prometidos, aunque tuvo que dar su brazo a torcer ante repetidas señales divinas. 
Primero les concedió unos que no les convencían, pero según una versión los materiales acumulados durante el día en el emplazamiento cedido se desplazaban milagrosamente por la noche al lugar elegido por los santos.
Según otra versión, al ver el lugar poco adecuado que el señor les ofrecía, Neventerio espoleó a su caballo con tal rabia que la pobre bestia dio un salto de más de tres kilómetros, dejando sus huellas profundamente impresas en la piedra allá donde fue a caer. El santo, con ira, arrojó su manto tan fuertemente que lo mandó volando trescientos metros más lejos, donde su caída señaló el lugar destinado al templo.
Paisaje de Plouneventer en el siglo XIX.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/7/74/Moulin_de_Brézal_en_1868.jpg
La iglesia se construyó en el actual Plouneventer, o sea Villa Neventerio.
Derrien también quería su propia iglesia, pero no tenía caballo y tuvo que pedirle el suyo prestado a su compañero mientras sesteaba para que el instinto del animal indicase dónde construirla. 
Y es que los dos santos se complementan bien; Neventerio es el santo guerrero, jinete y matadragones; Derrien es el santo asceta, recoleto y estudioso. 
San Derrien, en hábito de monje y con su libro abierto.
Commana, Bretaña.
Una asimetría que no deja de recordar a los Dioscuros, uno jinete de origen divino y otro de estirpe mortal. Y un caballo capaz de dar saltos de tres kilómetros no se diferencia mucho de un Pegaso.
Pero, alejándonos de la mitología, son la pareja del clérigo y el soldado, objeto de disputas medievales como la latina de Filis y Flora o la de Elena y María. Y, más lejanamente, el jinete y su acompañante a pie, el caballero y el escudero.
La relación de los caballos con la demarcación de las ciudades es algo que se encuentra más de una vez en las leyendas célticas. Por ejemplo, en Irlanda, en la de Emain Macha, donde una mujer grávida y a punto de dar a luz es obligada a competir con unos caballos en una carrera.
De todas maneras, el excesivo apego de la familia de Elorn a los monjes britanos, a quienes hacían más caso que al propio padre, marido y señor, acabó por colmar la paciencia de éste que, incapaz de soportar por más tiempo, echó de casa a su mujer con cajas destempladas.
La esposa repudiada, cuyo nombre no nos ha conservado la crónica, se retiró a una quinta de su propiedad, donde mandó construir una iglesia y vivió de modo recoleto con su hijo hasta que éste creció y se recogió a hacer vida aún más áspera en una gruta que convirtió en su ermita.
En cuanto a Derrien y Neventerio, embarcaron rumbo a la Gran Bretaña, donde la historia no vuelve a decir nada más de ellos. 
San Neventerio se celebra en Bretaña el día 7 de mayo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario