sábado, 5 de mayo de 2012

Cambiazo y telarañas

Hace unos días, al hablar del repetido motivo legendario del cambiazo de la novia (ver la entrada del mismo título), se me quedaba la desazón, a manera de espina en un dedo, de estar olvidando uno de los casos más famosos de gato por liebre. Hojeando libros viejos ayer en un puesto se me vino a la cabeza repentinamente el lance olvidado, que es ni más ni menos la concepción de Jaime I el Conquistador. 

Se hacen eco de la leyenda Pero Mexía y, muy escuetamente, Jerónimo Zurita; ya se leía en los cronistas catalanes Muntaner y Bernat Desclot, que lo supera en animación y vida.
Estaba apalabrado el matrimonio del rey Pedro II de Aragón con María de Monferrat, heredera del reino de Jerusalén y niña de trece años; pero cuando llegaron los embajadores de Tierra Santa a ultimar los detalles de la boda, encontraron al novio ya casado con María de Montpellier (la historia se repetía, como veremos).
Según Zurita, no tardó Don Pedro en arrepentirse de su matrimonio e intentó en vano el divorcio para casarse con la reina de Jerusalén, lo que el papa no concedió. 
María de Monferrat casaría más tarde con Juan de Briena (que llegaría a emperador de Grecia) en 1210 y murió dos años después, probablemente de resultas de su primer parto. 
Este Juan de Briena se dice que era un caballero pobre y valiente de la corte de Francia y que Blanca de Castilla (mujer del príncipe heredero, futuro Luis VIII, y madre de Luis IX, San Luis de Francia) lo miraba con muy buenos ojos, por lo que el suegro de la castellana prudentemente le buscó un encumbrado matrimonio allende los mares.
Fuese que Pedro de Aragón se tiraba de los pelos por su precipitación al haber tomado una esposa inferior en rango a lo que creía merecer,  fuese (como dice Muntaner) "per escalfament que hac d'altres gentils dones" o por otra causa, el rey no quería ver a la reina ni en pintura.  Tenía amores públicamente con una mujer de Montpellier, tanto que se exhibía como caballero suyo en justas y torneos. Así dice Jerónimo Zurita (II, 59):

La traza que tuvo la reina para estar con el rey, que no hacía vida con ella. 

Estaba la reina lo más del tiempo en Mompeller; y las veces que el rey iba allá no hacía con ella vida de marido y muy disolutamente se rendía a otras mujeres porque era muy sujeto a aquel vicio. Sucedió que estando en Miraval la reina y el rey don Pedro en un lugar allí cerca junto a Mompeller que se dice Lates, un rico hombre de Aragón que se decía don Guillén de Alcalá, por grandes ruegos e instancia llevó al rey a donde la reina estaba, con promesa, según se escribe, que tenía recabado que cumpliría su voluntad una dama de quien era servidor, y en su lugar púsole en la cámara de la reina: y en aquella noche que tuvo participación con ella quedó preñada de un hijo, el cual parió en Mompeller. 

Según Muntaner, el "muy hermoso engaño" (en palabras de Pero Mexía) no se le ocurrió a la reina, sino al consejo de los patricios de Montpellier.
Como decía antes, Desclot aporta algunos pormenores: las entrevistas de Don Pedro y de Doña María con el caballero que hacía de alcahuete real, cómo el rey, habiéndose echado el manto por encima de la camisa de dormir, entró a la alcoba donde lo esperaba la reina en el lecho, desnuda y (es de suponer) tapada hasta la nariz, cómo supo ésta callar para que no se descubriese el pastel y cómo conoció en el instante de la concepción (intuición femenina) que el heredero había sido engendrado.
Fueron llamados entonces testigos de que efectivamente el rey había tenido con la reina "la conversación que era obligado" (Pero Mexía).
Grabado en madera del siglo XV.
Don Pedro, buen perdedor, al desvelarse la burla, se comportó como caballero y hombre galante; pero a la mañana salió de Montpellier a uña de caballo resuelto a negociar la anulación matrimonial; en cuanto al príncipe, se salvó milagrosamente de un intento de asesinato (alguien dejó caer desde una trampilla en el techo una gran piedra sobre su cuna) tras el cual estaba la facción de la nobleza más enemiga de la reina.
En esta variante de la leyenda, en vez de hurtarse la mujer a las caricias conyugales por miedo, como Berta del Gran Pie, es ella la que hace de impostora en el papel de la amante, amparándose en la tiniebla, y roba las efusiones destinadas a otra.
Aquella María de Montpeller, que como dice discretamente Bernat Desclot ya había estado casada,  también tenía una historia personal y familiar novelesca.
A sus veintidós años ya había sido mujer de Godofredo de Marsella (con quien la casaron de diez u once años y del que enviudó en seguida) y de Bernardo de Comminges, uno de los caballeros que lucharon contra los franceses en la cruzada contra los albigenses. Bernardo de Comminges se había casado con ella en terceras nupcias, habiéndose separado de sus dos primeras mujeres. También de ésta se separaría poco antes (y sin duda a causa) de su matrimonio con Pedro II. Bernardo de Comminges y María de Montpellier tuvieron dos hijas.
Ante el intento de Pedro de Aragón de descasarse, María se encaminó a Roma para defender su causa directamente ante el Papa, el poderoso Inocencio III, en quien encontró apoyo. En Roma enfermó y murió en 1213, no faltando quien diga que envenenada por sus enemigos. Pedro II murió el mismo año en la batalla de Muret e Inocencio III poco después, en 1216.
Inocencio III. Fresco en Subiaco, pintado hacia la época de su muerte.
La mala suerte de María en sus matrimonios parece que era herencia materna.
María era hija del señor de Montpellier, Guillem VIII, y de una princesa bizantina, Eudoquia o Eudoxia, de la dinastía de los Comnenos.
Charles Diehl, en su ameno libro Figures byzantines, dice que aquellas princesas bizantinas enviadas a casarse a occidente vivieron siempre como desterradas, sin adaptarse del todo y no tuvieron destinos muy envidiables. Esto fue cierto en el caso de la madre de la astuta María de Montpellier. 
Eudoquia Comnena era hija del sebastocrátor (la mayor dignidad imperial después de la emperador) Isaac Comneno, hijo del emperador de Bizancio. Isaac, por edad, hubiera debido heredar el imperio, pero fue su hermano menor, Manuel Comneno, el designado.
La obsesión  de Manuel Comneno era afianzar y acrecentar el poder bizantino en Occidente. Ello le condujo a descuidar el flanco oriental del Imperio, lo que los turcos selyúcidas no dejaron de aprovechar para aumentar el suyo en Asia Menor.
Isaac siempre fue fiel a su hermano y Manuel se valió de sus sobrinas, hijas de Isaac, para su política de estrechar relaciones con las monarquías occidentales.
Y así fue como Eudoquia emprendió viaje rumbo a España para casarse con Alfonso II de Aragón.
Cuando llegaron los enviados con la novia, se encontraron con la desagradable 
Sancha de castilla y Alfonso II de Aragón. Miniatura del siglo XII.
sorpresa de que el rey ya se había casado con la princesa Doña Sancha de Castilla. No había más remedio que colocar a la princesa como fuera y se recurrió a Guillem de Montpellier, hombre culto y amigo de trobadores, aunque señor modesto. 
Los bizantinos exigieron, aunque no estaban en muy buenas condiciones para negociar, que los hijos de Eudoquia heredasen el señorío, fuesen varones o mujeres, y así es como María, la mujer de Pedro II, fue señora de Montpellier.
Sin embargo, Guillem VIII de Montpellier se hartó de la bizantina, que además no le daba un heredero varón, y la repudió en 1187 para casarse con una castellana llamada Inés, cuyos hijos estuvieron intentando (sin éxito) despojar a los descendientes de Eudoquia del señorío.
La infeliz de Eudoxia, en todo caso, aunque el Papa sentenció que la unión de Guillem e Inés era adulterio puro, acabó sus días recluida en el monasterio de Aniana.
A estos dos contratiempos matrimoniales de Eudoquia se refiere el trovador Peire Vidal cuando dice:
"E plagra·m mais de Castella
Una pauca jovencella
que d'aur cargat un camel
amb l'emperi Manuel",
"Y me gustaría más una jovencita humilde de Castilla que un camello cargado de oro con el imperio de Manuel [Comneno -el tío de Eudoquia-]"...
Alusión nada amable, cuando el camello, aparte de ser considerado un bicho feo y de connotaciones demoníacas, era, como dice el contemporáneo Robert de Clari "le plus orde beste et le plus foireuse et le plus laide du siècle": "el bicho más repelente, más cagón y más feo del mundo".
La segunda historia nada tiene que ver con esta primera y sucede varios siglos antes. La narra el humanista italiano Agostino Valier, obispo de Verona, y la recogen las Acta sanctorum. Su protagonista es otra princesa, Teuteria, ésta de Inglaterra, cristiana de padres paganos, que vivió en tiempos del rey Oswaldo u Osgualdo, como dice Valier. No se sabe muy bien qué rey fuese éste, que mal puede ser el rey Oswald de Northumbria, celebrado por Beda, impulsor de la cristianización de los ingleses, que reinó en el siglo VII.
Lo que sabemos por una biografía en verso, recogida también en las Acta sanctorum, es que
"Osgualdus hanc, rex Angliae clarissimus,
amabat perditissime",
lo que no era de extrañar por la belleza singular de la muchacha. Y como ella permanecía insensible a sus halagos y dádivas, al igual que un farallón se mantiene firme en el mar mientras alrededor rugen y espumean las olas que contra él se estrellan (sigue diciendo el poema) y despreciaba riquezas y honores, se dispuso a conseguirla por las malas.
Pero Teuteria, guiada por el Cielo, huyó, llevándola sus pasos hasta Verona a través de "los inhóspitos Alpes". 
El malvado y lujurioso rey, atacado de bárbaro furor, empezó a echar sapos y culebras al enterarse de la fuga y mandó unos agentes en su busca.
En Verona, cuando la doncella inglesa iba escapando aterrorizada con rapidísimos pasos, tropezó con la ermita donde hacía vida retirada Santa Tosca y allí, ya con los esbirros pisándole los talones, se coló por estrecho ventanuco.
Sucedió entonces el milagro de que las arañas, diligentemente, tejieron a toda velocidad una espesa tela velando la abertura; y los sabuesos, imaginando que aquella entrada llevaba tiempo precintada, pasaron de largo. Y así tuvieron que volver a Inglaterra con las manos vacías.
Santa Tosca, aunque poco inclinada a compartir la vida con ninguna persona, maravillada por el milagro de las arañas, acogió y prohijó a la joven fugitiva, que tras un tiempo de vida ascética y una cruel enfermedad entregó el alma a Dios.
Hoy las dos santas ermitañas son conmemoradas el mismo día, cinco de mayo.
El milagro de la telaraña se ha producido con bastante frecuencia. En el cristianismo, su aparición más famosa es en la leyenda de San Félix de Nola. El Diccionario de milagros de Cobham lo cuenta del rey David, de Mahoma y de un hugonote, el doctor Moulins, en el siglo XVI. 
Lo raro es que santa Tosca era hermana de San Próculo, obispo de Verona, que vivió 
San Próculo de Verona, obispo, sentado juntro a otros dos santos. Sebastiano Ricci.
la persecución de Diocleciano y murió, confesor, hacia el año 320, cuando los antepasados de los Anglos no habían abandonado su solar cerca de Jutlandia ni es probable que hubiera llegado a ellos noticia de Cristo.
   


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