martes, 9 de diciembre de 2014

La Lucía del Norte

Narra un antiguo relato alsaciano -tan antiguo que según los eruditos se remonta al siglo X- que en tiempos del emperador Childerico fue duque de Alsacia el ilustre Adalrico, también llamado Ático o Ético, hijo del mayordomo de palacio Liuterico, oriundo de las Galias.
Hay aquí inexactitud histórica: Childerico II, rey merovingio al que se refiere el cuento, nunca fue emperador. Fue hijo de santa Batilde y rey de Austrasia. Cuando los de Neustria se quitaron de encima al rey Teodorico (títere del tiránico mayordomo Ebroíno), le ofrecieron el trono a este Childerico, que era su hermano y reinó sobre  todos los francos; por poco tiempo, ya que en seguida dio muestras de ser tan caprichoso y déspota como su antecesor, de manera que un día que estaba de caza varios nobles agraviados le tendieron una emboscada y lo mataron junto a su mujer Bilichilde, que estaba embarazada. Pero de imperio nada.
Además, el mayordomo de Childerico se llamaba Wulfoaldo y de aquel Liuterico nada recuerda la Historia fuera del relato que iba diciendo.
Pues bien: Adalrico, hijo de Liuterico, dice el cuento que era hombre lleno de devoción y que había mandado a sus cazadores recorrer sus dominios en busca de un lugar adecuado para la fundación de un gran monasterio. Lo hallaron en una montaña en cuya cima, fortificada, se encontraba una ciudad abandonada, edificada en tiempos de los paganos por el rey Marceliano.
Gustavo Doré. Monte de santa Otilia y
muro pagano
.

Tampoco hay noticia de quién fuese este rey, pero los arqueólogos han descubierto en el monte restos de ocupación desde tiempos muy remotos hasta la época merovingia. En cambio, del famoso "muro de los paganos" que lo rodea se discute la antigüedad. Podría ser contemporáneo de la fundación del monasterio.
Adalrico estaba casado con la noble Persinda o Bereswintha. Unas crónicas dicen de ella que era tía del gran Leodegario (hermana de su madre santa Sigrada), otras que su sobrina, hija de una hermana suya y del conde Garín de Poitiers. 
En otras partes se lee que es este conde, san Garín de Poitiers, mártir, el que era hermano de san Leodegario y estaba casado con Gunza de Tréveris. Pero Gunza de Tréveris aparece en fuentes distintas como hija de santa Sigrada, hermana de san Leodegario y mujer de san Liutvino. Todo esto es confuso.
Prosigue la leyenda contando que Persinda y Adalrico tuvieron una hija que nació ciega. 
-Hay que borrar esta deshonra -dijo el marido.
-Esto no es deshonra ninguna, sino una desgracia.
-En mi familia no ha habido nunca ciegos y esto es castigo de Dios por algún pecado que habré cometido sin darme cuenta o del que no me acuerdo. 
-Eso es un disparate. ¿Tú no sabes eso que sale en el Evangelio del ciego que no había pecado ni sus parientes tampoco, sino que había nacido así para que se manifestase el poder de Dios en él con su curación?
-No importa. Yo no puedo soportar el bochorno de que esa niña esté viva. Es necesario que la maten o al menos que la encierren donde nadie la vea ni se sepa de ella.
-Bueno, del mal el menos -dijo Persinda-: haremos eso.
Y se le ocurrió recurrir a una antigua criada de casa: una mujer que siempre la había servido con gran fidelidad pero a la que habían tenido que echar por alguna fechoría que había cometido. Luego había encontrado marido y vivía tranquilamente con su familia
Las dos mujeres, viejas amigas, se alegraron muchísimo de volverse a ver. Dijo la sirvienta:
-No te desesperes. Las cosas de la vista a veces se curan. Yo tengo un hijo pequeño y donde come uno comen dos. Trae que la críe a mis pechos y con toda tranquilidad, que no me voy de la lengua.
-Pues no sabes el favor que me haces.
Y como intuía que la niña era una santa, le reservó para ella solita el pecho derecho, y lo llevaba reverentemente envuelto en una tela de lino limpísima.
Al cabo de un año, sin embargo, los vecinos empezaron con chismes y cotilleos y las amigas decidieron cortar aquella situación peligrosa:
-Mira: yo tengo una amiga que vive cerca del monasterio de la Balma. ¿Por qué no os vais ahí con los niños y yo me encargaré de que no os falte de nada?
-Bueno.
Así se hizo.
San Erhard en un manuscrito del siglo XI. Agrándese
para ver la estampa pedagógica en el cuadrado
inferior izquierdo.
Lejos de allí, en Ratisbona, estaba de obispo san Erhard o Eberardo. De tres vidas latinas que recogen de san Erhard las Acta sanctorum dos lo hacen irlandés; la tercera godo. Escribiendo, no es muy difícil la confusión entre "Scottus" y "Gothus". Gougaud, especialista en los santos medievales en el continente europeo en la Edad Media, no lo menciona sin embargo en sus obras. Y es que lo que afirman las fuentes es enrevesado y chocaba ya a los bolandistas: que era de familia irlandesa, de la gentilitas de los nervios y de la ciudad de Narbona. Que hubiese irlandeses viviendo en las Galias no es muy de extrañar. Pero los nervios eran una nación belga que ocupaba parte del Brabante y Henao actuales; lo que queda muy lejos de Narbona.  
A Erhard se le apareció un ángel, que le dijo:
-Hay cierto monasterio que se llama la Balma. Ve a él: encontrarás una niña ciega de nacimiento que se cría allí. Está sin bautizar aún. Bautízala tú con el nombre de Otilia y verás cómo cobra la vista.
Erhard obedeció y todo sucedió como había dicho el ángel. 
Bautismo de santa Otilia. Relieve en su sepulcro en Mont-Sainte-Odile.
La recién bautizada, además, tenía unos ojos precioso, tan bonitos como pocas veces se ven.
Lleno de júbilo, el obispo recomendó a las monjas que velasen con el mayor cuidado por aquella niña, que era persona muy especial, y besándola se despidió así:
-Ojalá nos veamos en el Cielo.
-Lo que más me dolía de estar ciega -dijo la niña después- era no poder aprender a leer y estudiar las Escrituras. Ahora hay que recuperar el tiempo perdido.
Tal vez por eso se represente habitualmente a santa Otilia con un libro en la mano, y él dos ojos.
Santa Otilia, Lucas Cranach.
Otilia, decidida a perseverar en la vida religiosa, se pasaba los días en oración, estudio, devociones y obras de caridad. Sin embargo, algunas otras monjas envidiosas procuraban hacerle la vida imposible. Ella no les hacía caso, teniendo la vista puesta exclusivamente en las cosas divinas.
Erhard envió mensajeros al duque Adalrico para informarle de todo lo ocurrido; pero fue en vano: ya se lo habían contado los ángeles. Eso no le hizo cambiar de actitud.
Otilia escribió una carta a un hermano que tenía y se la mandó mediante un peregrino, envuelta en una bola de púrpura. El joven la leyó y rogó a su padre que aceptase de nuevo a Otilia en la familia, pero como el duque no quería dar su brazo a torcer, organizó él en secreto el regreso de su hermana. Y estando un día la familia ducal reunida en su palacio, en lo más alto de la ciudad, vieron una muchedumbre arremolinada en torno a un carro que avanzaba penosamente. 
Era lo habitual que los carros fuesen tirados por bueyes y generalmente no viajaban en ellos más que las personas más débiles. El carro podía ser interpretado también como un signo de lujo o poder. 
El carro, signo de poder. Rey merovingio, ilustración del siglo XIX.
Aquella especie de manifestación popular tenía que irritar e inquietar al duque, y cuando su hijo le explicó de qué se trataba, estalló:
-¿Y cómo has sido tan tonto y tan irresponsable para organizar esto?
-Porque si se hubiera sabido que la teníamos reducida a tanta pobreza y como prisionera, hubiera sido una gran vergüenza para la casa. Ahora comprendo que he hecho mal en no haberte avisado.
-¡Pedazo de imbécil! -exclamó el duque, y en un impulso de ira le sacudió con el bastón que llevaba en la mano, con tan mala fortuna que lo derribó al suelo muerto.
Allí fueron los gritos, el mesarse los cabellos y todos los extremos de desesperación, ya inútiles. 
Adalrico se retiró a partir de entonces a hacer áspera penitencia. Algo compadecido de su hija, le puso una monja, que era por cierto britana, para que la sirviese.
Murió la buena amiga y ama de cría de Otilia, que con todo afecto se ocupó de su entierro. Y sucedió que al exhumarse el cadáver ochenta años después para enterrar a otro difunto, se lo encontró todo reducido a polvo, menos aquel pecho de donde había mamado la santa, que estaba como recién cortado de un cuerpo vivo.
Se dice también que un día entró en el convento de Otilia un rey inglés, que quedó prendado de la belleza de sus ojos. 
Es curioso que Otilia una y otra vez se encuentra en relación con personajes de las Islas Británicas: irlandés, inglés, britana... más adelante señala su Vida que se complacía en la conversación de las peregrinas que venían de aquellas partes, ya fuesen britanas o irlandesas.
Tan furioso era el deseo del rey enamorado que escribió al monasterio amenazando arrasarlo si no le entregaban a una monja que él quería. Otilia comprendió que era ella y lo que le había seducido, se sacó los ojos y se los mandó:
-Toma lo que querías y deja al convento en paz.
El rey quedó lleno de confusión y se marchó sin esperar a más.
Poco después, se le apareció un ángel a la muchacha nuevamente ciega mientras estaba rezando y le devolvió ojos y vista.
-Te has vuelto a quedar sin los ojos que te había dado Cristo -le dijo- y eran las arras de tu matrimonio. Toma estos nuevos para ver mientras no lo ves a Él eternamente, como Lo verás.
Cualquiera pensará que al autor medieval de la leyenda le pareció bien atribuir a esta santa relacionada con la vista y abogada para sus enfermedades (por motivo de su ceguera de nacimiento y milagrosa curación) un episodio bien popular de la leyenda de santa Lucía, cuya festividad se celebra el mismo día 13 de diciembre. Otilia sería pues una especie de Lucía del norte.
Pero sucede que el episodio de los ojos arrancados de santa Lucía no se encuentra hasta el siglo XV, mientras que la Vita sanctae Odiliae data del XI.
No mucho después de aquel rapto frustrado murió el duque Adalrico y, como se había merecido, fue de cabeza al Infierno. Esta desconsoladora noticia le fue revelada a su hija que, llena de dolor, se retiró a una cueva del monte donde estaba el monasterio, rezando sin cesar por el alma del condenado. Y aunque se dice que "in inferno nulla est redemptio" ("nula es retencio", como decía Sancho Panza, que bien sabía que "quien está en el Infierno nunca sale de él ni puede"), tanto oró que al final la cueva se llenó de una luz resplandeciente y una voz de las alturas anunció el perdón del condenado.
Las ideas sobre el asunto cambiaron bastante a lo largo de la Edad Media.
Otilia llegó a estar a la cabeza del convento; era abadesa de ciento treinta religiosas. Su vida era ascética. No comía más que pan y verdura, tenía por almohada una piedra y por manta una piel de oso.
Curación de un ciego por santa Otilia, Carl Jordan. 
Sin embargo, como el monasterio estaba en lugar difícilmente accesible para peregrinos y enfermos, accedió a que se trasladase al pie del monte, a un lugar ameno y abundante en manantiales.
Edificó también una iglesia consagrada a San Juan Bautista en el lugar que el propio santo le señaló, apareciéndosele una noche rodeado de un fulgor deslumbrante. En su construcción se vio el milagro de que, habiéndose precipitado al vacío un carro de bueyes desde una altura de más de setenta pies, las bestias quedaron ilesas y siguieron acarreando piedra para el templo.
Otra de las maravillas que obró esta santa fue la multiplicación del escaso vino que tenían las monjas para el convento, el cual un día hizo cundir hasta que todas tuvieron en él bebida y alimento para hartarse.  
Sintiéndose morir y deseando que el tránsito le ocurriese en soledad, mandó a sus monjas que se fuesen a la iglesia a rezar. Cuando volvieron y la encontraron sin vida, alertadas por una fragancia suavísima que se había extendido por todo el monasterio, rompieron en llantos y rezos vehementes, tanto que al final Otilia se incorporó en su lecho.
-¿Por qué me hacéis esta faena? Habéis rogado con tanto empeño y afán que Dios os ha escuchado. Yo ya me veía libre de este cuerpo y gozando lo que no podéis imaginar en compañía de santa Lucía. No me habéis hecho ningún favor con resucitarme, que lo sepáis. Y me vuelvo por donde he venido. En fin, para que os quedéis tranquilas, que me den la comunión, y así estaréis seguras de que voy a un sitio que no hay otro mejor.
Santa Otilia en su lecho de muerte, Charles Spindler.

Así que hubo comulgado, cerró los ojos, muerta ya definitivamente para este mundo.
La fiesta de santa Otilia, como queda dicho, se celebra el mismo día que la de Santa Lucía, el 13 de diciembre.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Diosas marinas y fenómenos de feria

Acaban de caerme en las manos dos continuaciones del Lazarillo editadas juntas, una anónima y otra la de Juan de Luna. La primera se dedica principalmente a contar las andanzas de Lázaro en el mundo de los atunes, transformado en atún él mismo. El editor se fija en el parecido de estas aventuras con algunos lances de las novelas caballerescas. Y, en efecto, su episodio principal, el rescate por Lázaro, a la cabeza de una tropa de descontentos, de su amigo y benefactor traidoramente calumniado ante el rey y a pique de ser ajusticiado, nos trae a la memoria otro del Lancelot en prosa, donde se produce un levantamiento para salvar a dos príncipes cautivos del injusto rey Gaunas. Tampoco en este falta el elemento sobrenatural de la metamorfosis, ya que los jóvenes pueden huir transformados en perros por las artes mágicas de la Dama del Lago mientras dos lebreles de Gaunas adquieren temporalmente el aspecto de los príncipes.
El disfraz animal ya fue usado por grandes santos, entre ellos el mismo san Patricio, que se transformó en ciervo junto con sus monjes para escapar de la emboscada tendida por sus enemigos. Y ya que estamos en el mundo legendario irlandés, los perros humanos más famosos que por él corren y cazan son los favoritos de Fionn mac Cumhail, Bran y Sceolang, hijos de la tía del héroe, Tuiren, y por tanto primos suyos.
Perros ossiánicos. Abildgaard, El fantasma de Culmin.
Pero de los santos irlandeses al que más nos recuerda la continuación anónima del Lazarillo es a san Comgall de Bangor, que pescó a la mujer pez Lí Ban y la bautizó como Muirgen o Muirgeilt (es difícil no relacionar a esta Muirgen con la Marimorgane, sirena de Bretaña) tras haberla sacado a tierra firme en un gran barril o tina llena de agua. Una gran muchedumbre se agolpaba en la orilla para presenciar el prodigio (ver Antigüedad de Dahut), exactamente como a Lázaro. 
Las historias se separan aquí: Muirgeilt opta por morir inmediatamente tras recibir el bautismo, ganándose así un lugar en el paraíso, mientras a Lázaro se le devuelve su apariencia y naturaleza humana arrancándole la piel de atún que lo envuelve.
Claro que esto es un motivo folclórico más, y no sin sus paralelos septentrionales. Las leyendas escocesas de los silkies o "sedosos", medio hombres medio focas, mencionan una y otra vez los extraños y magníficos abrigos que gastan estas gentes marinas y que no son sino la forma que adquieren sus pieles de foca cuando ellos adoptan el aspecto humano. Privar a un silky de su abrigo es tanto como desterrarlo (desmarearlo) de su mundo nativo. 
Javier Cardeña, en su libro La bruja del mar (ameno y muy interesante), nos ofrece unas cuantas de estas leyendas de silkies traídas del repertorio del gran narrador oral Duncan Williamson, al que tiene profundamente estudiado.
Esto de los abrigos no es una cuestión sin importancia. Cuando pescaron y sacaron a tierra a la que había de ser santa Muirgeilt, ella, desde su barril, se quedó mirando el hermoso manto que llevaba un elegante de entre los muchos espectadores que habían acudido atraídos por la curiosidad. El joven, seguramente halagado por la insistencia de las miradas de la sirena, se lo ofreció con galantería, y ella le contestó que no era que le gustase en particular la prenda:
-Es que el día de la riada, en que yo me convertí en pez, mi padre llevaba uno igualito... 
Podría compararse la catástrofe de aquella riada con la debacle militar que da origen a la metamorfosis marina de Lázaro. En todo caso, al regresar la sirena del mundo subacuático su atención se fija en la envoltura artificial, en el vestido humano.
Pero esto de la piel (o, en sentido inverso, la ropa) robada es un riesgo que los silkies comparten con las razas híbridas de las mujeres-pájaro y los hombres lobo. 
Claude Lecouteux, en su libro sobre brujas y hombres lobo medievales, trata este asunto suponiendo que en este caso las ropas representan al cuerpo, que queda sumido en un estado de letargo mientras su doble se desplaza, como en los viajes chamánicos.
La leyenda bretona de Mari Morgane está relacionada con la de la ciudad inundada de Ys, cuya actividad se supone que continúa bajo las aguas como antes del gran cataclismo que la sumergió. Pero los mundos submarinos también aparecen en Oriente. Fue narrada una y otra vez en la Edad Media la excursión de Alejandro Magno al fondo del mar en una especie de batiscafo. 
Alejandro Magno descubriendo que el pez gordo se come al chico.
Miniatura del siglo XIV.
Lo que descubre Alejandro es la gran semejanza entre el mundo submarino y el nuestro, ya que, a decir del Libro de Alexandre castellano, 
"non vive en el mundo ninguna criatura
que non cría el mar semejante figura": 
idea, por cierto, bastante extendida en la Edad Media y que se encuentra, por ejemplo, en los Otia Imperialia de Gervasio de Tilbury, según el cual existen peces frailes, peces guerreros, peces reyes, peces perros y peces puercos. En el siglo XIV, el Perceforest vuelve a narrar el paseo de Alejandro bajo el mar, refiriendo la existencia de peces caballeros con la cabeza en  forma de yelmo, dotada de una espada natural, y el lomo defendido por un fuerte escudo. Una imagen que no deja de recordar al Lázaro pescado, convertido en héroe civilizador de los atunes a los que enseña a manejar la espada con la boca.
Señala Hélène Bellon-Méguelle en un artículo que veo ahora aquí (y donde encuentro estas noticias sobre Gervasio de Tilbury y Perceforest) que la similitud del mundo submarino con este se extiende en el Roman d'Alexandre francés (y otro tanto en el castellano, añadiremos) a las relaciones sociales, que es lo que permite al autor convertir el episodio submarinístico en un "espejo de caballería". Y esto es exactamente lo que hace la continuación anónima del Lazarillo: valerse de la fantasía subacuática para exponer su sátira moral, defendiendo por cierto valores poco o nada innovadores para su tiempo.
La civilización de los hombres marinos tampoco falta en Las mil y una noches. En el cuento de Abdallah del mar y Abdallah de la tierra, el pescador Abdallah se hace amigo de un tocayo suyo habitante del mundo del mar, que lo colma de presentes y le sirve de guía por su reino. Los hombres de mar tienen cola de pescado y se asombran de la anatomía de los terrestres. Abdallah, antes de entrar en el agua, tiene buen cuidado de enterrar su ropa para que no se la roben (lo que parece un vestigio del tema que antes comentaba acerca de silkies y hombres lobo). Y, como en los relatos sobre Alejandro, no deja de aparecer la reflexión sobre cómo el pez grande se come al chico. 
Al contrario de lo que sucede en las continuaciones del Lazarillo, en Las mil y una noches es  en el mundo marino donde el hombre es causa de admiración y objeto de la pública curiosidad.
En la época en que aparece la continuación anónima del Lazarillo el hombre marino está de moda. Pero Mexía les dedica un capítulo de su Silva y representaciones de monstruos mixtos de hombre y pez empiezan a aparecer en cuadros y grabados. El tríptico de El carro de heno, de El Bosco, retrata a uno de ellos con espada al cinto (como el Lázaro atún), una cáscara de gamba protegiéndole el lomo y, detalle para mí significativo, con una pierna calzada y otra descalza, que suele ser señal, como hemos visto otras veces, de tener un pie en este mundo y otro en otro.
Detalle de El carro de Heno. El Bosco.
Indica Baltrusaitis que el epicentro de estas representaciones fantásticas y grotescas se encuentra en Flandes, que es precisamente donde se publica y tal vez se haya escrito la continuación del Lazarillo.
Tiempo después, en La tempestad, de Shakespeare, el espíritu Ariel se refiere a una transformación marina ocasionada también, como la de Lázaro, por un naufragio, que convierte a la víctima en una especie de retrato manierista arcimboldesco:
"Full fathom five thy father lies;
Of his bones are coral made;
Those are pearls that were his eyes:
Nothing of him that doth fade
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange".
Arcimboldo: El agua.
En esta extraña obra de Shakespeare el personaje más afín a los hombres marinos es Caliban, misterioso hijo de Sycorax. Caliban es hombre pez: lo delata hasta el olor. Pero también comparte muchas características con el hombre salvaje; y no sólo con el salvaje mitológico, espíritu del bosque y frecuente personaje heráldico del gótico, sino con el salvaje verdadero, el hombre supuestamente primitivo con el que se tropieza la asombrada Europa en la época de los descubrimientos.
Se ha señalado la semejanza del nombre Caliban con caníbal. Del salvaje tiene Caliban la lujuria desenfrenada (los salvajes se suelen confundir a veces con los sátiros con los que tienen en común la afición a perseguir a las ninfas) tanto como la ingenuidad que cae en el ridículo.
El espacio virgen de la isla es terreno propicio a las utopías, como muestra el discurso de Gonzalo, el viejo filósofo lleno a la vez de ilusiones y de desengaños; pero hay que ver que, en un espíritu plenamente colonialista, son los forasteros los que quieren implantar la sociedad ideal sin más proyecto para los calibanes locales que el de esclavizarlos cada uno a su modo.
Es lo que hace con Caliban Próspero, que por otra parte tanto recuerda a los desterrados calderonianos (ver La desdicha de moverse). 
Hogarth, personajes de La Tempestad. A la derecha, Caliban, con pies
palmípedos y aletas en los hombros.
A Caliban los marineros que lo encuentran lo comparan de inmediato con un indio y el primer proyecto que se les ocurre es domesticarlo y lucrarse vendiéndolo a algún emperador o enseñándolo por los pueblos como prodigio de circo.
La exhibición del alienígena tiene su función religiosa (caso de santa Muirgelt), política, como ostentación del poder imperial (Zumthor menciona estas procesiones de salvajes al principio de la era de los descubrimientos, no muy distintas en su función de las exposiciones coloniales de fines del XIX) y su utilización comercial. Porque, como dice Shakespeare, hay quien no daría un céntimo a un pobre que le pidiera limosna pero pagaría gustosamente mucho más por ver el cadáver de un indio en una feria. También este uso circense se prolongaría mucho: no hay más que acordarse del espectáculo de Buffalo Bill con sus pieles rojas.
La conexión entre el hombre salvaje y el hombre marino se establece naturalmente: el mar y el bosque son medios equivalentes, que corresponden al fondo de caos tachonado de islas de cosmos ordenado, unidas entre sí por redes de caminos o derroteros.
Fray Antonio de Guevara, al presentar a su villano del Danubio, refleja su naturaleza anfibia. Vestido de piel de cabra y ceñido de juncos marinos, relata el bárbaro cómo su pueblo ripario o ribereño es capaz de aprovechar las ventajas de la tierra seca o del agua húmeda para protegerse en una de las amenazas de la otra. La caverna es un espacio mixto o compartido en que participan elementos del agua y de la tierra. 
Lo que el marinero Stefano se propone hacer con Caliban en La Tempestad es lo que en efecto llevan a cabo con Lázaro los pícaros de la continuación del Lazarillo, pero ya no la anónima, sino la de Juan de Luna. Estamos en una época más barroca que la de aquella primera y lo que se exhibe ya no es un prodigio, un monstruo de la naturaleza, sino un engaño artificioso. Y es curioso que el disfraz de Lázaro consiste principalmente en una peluca, bigote y barba postizos de moho (hemos de entender "musgo", según la definición de  Covarrubias). Los pies van envueltos en espadañas, que aluden más al medio acuático, recordando a esos personajes grotescos de la escultura del Renacimiento cuyas piernas rematan en volutas vegetales. Viene envuelto en hojas como un pescado, como una "trucha montañesa", pero más parece "salvaje de jardín": un árbol podado en forma de salvaje, opina nuestro editor. Los salvajes míticos iban cubiertos de su propio pelo y este hombre de musgo evoca más a los hombres vegetales del folclore europeo, espíritus de los bosques, silvanos, númenes nemorosos de Mannhardt y de Frazer.
Mujer a hombros de un tritón. Relieve renacentista.
Roger Bartra, en sus estudios sobre los salvajes, recuerda la importancia del elemento celta, del loco del bosque irlandés y galés en la configuración del mito artístico y literario medieval del salvaje. Que el salvaje lo puede ser de bosque o de mar lo demuestra un hecho: frente a Suibhne Geilt, el loco boscoso por excelencia de la literatura irlandesa, relacionado con san Marbán por un lado, con Merlín por otro, surge de entre las olas la santa Muir-geilt, "la loca del mar".

viernes, 7 de noviembre de 2014

Claro del bosque

Ahora se ha cruzado en el camino un santo del que poco se sabe y se cuenta, muy venerado sin embargo, pero que no destaca por lo original de su vida y milagros.
Es un tópico más que secular, de hecho, al hablar de san Claro (que este es el santo), comentar que todo lo que tuvo él de claro en el nombre, figura y virtudes, lo tienen de nebuloso y oscuro las circunstancias de su vida.
Y es que Claro fue un santo de suma modestia, que siempre procuró huir del peligroso trato de los hombres y más del de las mujeres.
Como si hubiese querido perderse entre la multitud, lleva un nombre frecuente en la hagiografía, de manera que a menudo se lo confunde con uno u otro de sus tocayos. Este de que me voy a ocupar es san Claro de Epte, venerado principalmente en Normandía.
San Claro, pues, aparece mencionado en el martirologio de Usuardo, de época carolingia, lo que atestigua que su culto ya estaba bien vivo en Normandía en el siglo IX. Dice allí que vivió "in pago Vilcassino", es decir en la comarca normanda del Vexin, nombre debido a la tribu gala de los Velliocasses, que pudiera significar "los de buenos rizos".
Pero así como no cabe duda de que allí vivió y murió mártir, más incierto es el lugar de su nacimiento.
La vida más antigua de este santo, obrita muy breve, data de época medieval. Las Acta sanctorum no se atreven a datarla con más precisión que suponerla posterior al IX y anterior al XIII; probablemente sea obra de finales del XI o ya del XII. En ella se menciona como su lugar de nacimiento la ciudad, desconocida, de Orchestria, en Inglaterra: ¿Rochester? ¿Worcester? 
Rochester a mediados del siglo XIX. Paisaje de Frederick Nash.
Lo ignoto de aquel lugar ha permitido que hagiógrafos de distintas naciones se lo apropiasen. Thomas Dempster, en su Historia ecclesiastica gentis scotorum, lo hace escocés; y Juan Tamayo de Salazar, agarrándose a cómo suena lo del pago Vilcassino, lo hace carpetano de Villacastín.     
Según esa Vida antigua, Claro nació en tiempos del rey Edmundo. De ese nombre ha habido más de un rey en Inglaterra, pero todos demasiado tardíos para el Martirologio de Usuardo. El rey san Edmundo el Mártir, de East Anglia, murió decapitado por invasores vikingos, tras haber sido torturado y asaeteado. Cuando se recobró su cuerpo para enterrarlo, la cabeza cercenada se había perdido por el bosque. 
Apoteosis de san Edmundo Mártir.
Miniatura del siglo XII.
Fue un lobo quien reveló su paradero, gañendo: "¡Hic, hic, hic! (¡Aquí, aquí, aquí!)". Es curioso que aquella alimaña políglota utilizase el latín. Pero es el caso que se encuentran en el relato de este martirio algunos elementos que comparte el de san Claro: el bosque, la decapitación, el destino extraño de la cabeza, la relación con ritos funerarios.
De san Claro se lee en una versión de la vida de san Nicasio de Rouen (Passio Nicasii) que fue él  quien ayudó a santa Piencia a recoger y sepultar los restos de aquel mártir, al que la tradición eleva (sin fundamento histórico) al rango de primer obispo de Rouen. San Nicasio es uno de esos mártires decapitados que caminaron con la cabeza en la mano hasta el lugar predestinado para su sepultura y culto. Suele representársele, sin embargo, solo con la parte superior de la cabeza, tocada con su mitra, en la mano. 
También a San Claro, por cierto: y es que la vida de este santo normando se inspira y toma muchos elementos de la de su predecesor. El motivo de tan peculiar cefaloforia lo explica la leyenda: sobrecogido por el pecado que estaba a punto de cometer, el verdugo falló el golpe y en vez de herir en el cuello lo hizo en el colodrillo.
Este es el san Nicasio que los habitantes de Leganés, en Madrid, eligieron por patrón, pidiendo su intercesión con ocasión de alguna pestilencia. Por lo que veo en Internet, las imágenes de Leganés lo representan con traje episcopal y antes de su martirio, con la cabeza en su sitio.
San Nicasio de Rouen. Estatua en Leganés.

Pero es obvio que el martirio de san Nicasio no cuadra con la fecha de ningún rey de Inglaterra, ya que para entonces, en tiempos del papa san Clemente, no habían asomado aún los ingleses por Britania. Esto ha dado pie a variadas conjeturas.
En todo caso, en tiempos de aquel rey Edmundo, dice la Vida de san Claro, había en Orchestria, Inglaterra, un noble señor llamado Eduardo que no conseguía tener hijos en su matrimonio, hasta que, después de muchas oraciones, su mujer (cuyo nombre no conserva la Historia) le dio uno. Y fue un niño tan hermoso, tan resplandeciente de tez y de tan esplendorosa belleza, que le pusieron Claro. Dempster, al que hemos mencionado antes, afirma sin embargo, sin que se sepa el porqué, que el nombre que le dieron fue el de Guillermo y que solo después adquirió el de Claro. 
Claro fue un niño y un joven sabio, descolló en los estudios. Algo escamado por esta inclinación, su padre decidió casarlo cuanto antes, buscando para ello a una noble doncella de las más altas prendas. Comunico su designio a su hijo que, obediente y de buena gana, aceptó la decisión paterna.
Claro fue un santo que no se dejaba llevar por sus primeros impuls0s. Empezó a rumiar las consecuencias del paso que iba a dar y se convenció de que era un error. Se entregó a la oración y un ángel del Cielo le habló aconsejándole la huida y encaminándolo a la costa, donde un barco preparado por medios sobrenaturales lo esperaría para conducirlo a Neustria, región donde florecía esplendorosamente la fe.
Pierre Mouffle, modesto dramaturgo francés del siglo XVII autor de una tragicomedia sobre este santo, Le fils exilé ou le martyre de Saint Clair (1647), añade el detalle de que la voluntaria desaparición del joven se produjo la misma noche del banquete nupcial. Ninguno de los autores que trataron de san Claro, ni la Vida ni el muy posterior Denyaud en una biografía harto más extensa pero poco más informativa, del siglo XVII, se interesan por el destino de la ilustre novia abandonada casi ante las gradas del altar. Mouffle, en cambio, le presta un sentido monólogo donde, tras expresar su decepción y su congoja, se resigna y desengañada del mundo decide hacerse religiosa como su voluble prometido.
San Claro. Imagen popular bretona
(san Claro no fue obispo).
Según la Vida antigua, Claro zarpó solo. Denyaud sospecha que lo acompañaban tres compatriotas: Cirino, una especie de fiel criado, y otros dos clérigos decididos a hacer vida de ermitaños en lejanas tierras.
Claro desembarcó en Cherburgo y se adentró en la espesura del bosque. En el camino se encontró con un mozo caído, herido mortalmente. Era el criado de unos ermitaños de aquellos bosques, que lo habían enviado a mendigar comida; unos bandoleros lo habían asaltado y, rabiosos de no encontrarle nada de valor encima, le habían dejado por muerto de un hachazo. No fue difícil a Claro sanarlo.
-Pero no le digas a nadie lo que ha pasado, que la gente es muy amiga de hablar lo que no debe.
-Descuida.
Naturalmente, al mozo le faltó tiempo para contar lo ocurrido a los ermitaños.
Claro no debía de encontrarse preparado del todo para la vida eremítica, porque en primer lugar se digió a cierta abadía llamada Malduin, cuyo abad era Odeberto, santo que no aparece mencionado en ninguna otra fuente medieval. Allí se presentaron al poco tiempo los ermitaños con el mozo, admitiendo por maestro, a pesar de su juventud, a Claro y venerándolo de rodillas. Lo habían reconocido, sin haberlo visto antes nunca, por la expresión alegre y serena de su rostro. Otros dicen que estos discípulos eran los que habían pasado la mar con él. 
Claro buscó un lugar adecuado para instalarse en una ermita junto a un río, pero no vivía en total aislamiento sino que se comunicaba regularmente con sus compañeros y Odeberto. Sin embargo, como dice Mouffle, buscaba la soledad de "les bois les plus touffus de leurs feuillages verts" ("los bosques de más espesas frondas verdes"), como quien sabía que
"les druides gaulois et tous les autres sages
qui nous ont précédés ne se voyaient jamais
que pour dogmatiser ou pour donner des lois"
("Los druidas galos y demás sabios que fueron antes que nosotros no se veían nunca, a no ser para dogmatizar o legislar").
No deja de ser curioso cómo este san Claro, visto por un autor barroco, considera a los druidas unos sabios precursores y no, como hubiera hecho el san Claro medieval, unos sacerdotes del Demonio.
Antes de que partiese de la abadía, san Odeberto le dirigió un discurso de despedida advirtiéndole que huyese del agradable trato de las mujeres. Pues hasta por los lugares más recónditos y solitarios sopla el espíritu inmundo del Demonio y so capa de devoción monta un armadijo al más advertido.
-No vaya a ser que después de haber huido de casa y dejado a la novia plantada al pie mismo del altar, ahora que has llegado a puerto vayas a ser presa de Satanás por medio de una de esas encantadoras sirenas...
-No temas.
Dos años permaneció haciendo allí vida retirada. Fueron bastantes los milagros que hizo: expulsaba demonios, sanaba enfermedades e incluso resucitó a un niño, hijo de una pobre viuda.
Tanto se extendió la fama de su santidad que llegó a oídos de una mujer de lo más rico, noble y hermoso de aquellas partes. Según Mouffle, era nada menos que la mujer del duque que mandaba en toda la región.
En versiones modernas de la vida del santo, se lee que era una princesa galesa, precisión que no se encuentra en las antiguas. Probablemente se trate de una confusión con la novia frustrada que se dejó en Inglaterra.
El caso es que al verlo quedó prendada de sus encantos y resuelta a gozarlos al precio que fuese. No hay ni que decir que tropezó con el muro inexpugnable de la castidad de Claro. 
Lievem van Lathem. Tentación de san
Antonio
.
Y no es que la bella desvergonzada no emplease todos los medios a su alcance. Porque, dice Denyaud, el amor es ingenioso, máxime cuando se ha adueñado del corazón de una mujer, trapacera por naturaleza... 
Claro, viendo lo mal que pintaba aquel negocio, pensó que el mejor consejo era darse a la fuga. Entonces comenzó su verdadera vida eremítica y de hombre del bosque. 
Ciertamente, Claro se zambulle en el bosque huyendo de la sociedad humana con sus peligros y tentaciones. Pero no se percibe en la vida de este santo el horror de ese espacio dejado de la mano de Dios, donde el orden Divino parece suspendido y habitan salvajes y solitarios que son casos límites de la humanidad. Ese bosque espantoso de los cuentos que no deja de causar su efecto (estoy pensando ahora en la reciente serie de películas Wrong turn, que cuentan los horrores de los bosques norteamericanos, con ogros y todo).
De hecho, ya se ve que la vocación de Claro no es la de la absoluta soledad. Cuando puede, busca el consejo de un abad y la sociedad de otros espirituales. No le hace ascos a la presencia femenina, cuando no advierte en ella grave peligro de pecado. 
Abochornada y rabiosa por el desdén de Claro y, según Mouffle, también irritada por los juiciosos consejos de su camarera, la enamorada se volvió una auténtica fiera. Mandó llamar a dos criados de toda su confianza.
-Traedme a ese Claro a mi cama por las buenas o por las malas. Pero si veis que no podéis de ninguna manera, dejadlo tieso. ¡Que no haya nadie que pueda ir dándoselas de haberme dicho que no a mí!
Soldado por el bosque. Rinaldo, por Edward Hooker.
Esta decisión furiosa es lo que la camarera de la duquesa, en la obra de Mouffle, llama no sin indulgencia  "jouer un tour", "gastar una jugarreta".
Acompañado de san Cirino, ya hubiese venido con él de Inglaterra o fuese el criado salvado del hachazo, san Claro estuvo ocultándose por lo más profundo de los bosques, viviendo en cavernas y madrigueras. Anduvo por parís, por Pontoise y al final se instaló en Gisors. Allí es donde se hizo amigo de santa Piencia, que fue para él, dice Denyaud, lo que santa Tecla para san Pablo o santa Eustoquia para san Jerónimo.
Como decíamos, santa Piencia, según la tradición fue convertida por san Nicasio, de manera que para coincidir con san Claro tenía que haber vivido siglos. No importa: Denyaud resuelve la dificultad con elegancia. Simplemente, hubo en la Historia dos santas Piencias. La primera fue virgen, y fue la que sepultó a san Nicasio, presbítero y no obispo de Rouen, como dice equivocadamente la tradición. La segunda fue matrona, vivió siglos después de la anterior, y también se distinguió por la veneración y culto a las reliquias de san Nicasio. 
San Nicasio de Rouen.
escultura gótica francesa.
Pero en este caso de san Nicasio, obispo de Rouen, que debe ser distinguido del primero. ¿Cuál de ambas fue la amiga de san Claro? ¡Las dos!, responde Denyaud. Porque también hubo dos santos Claros. Dos Claros, dos Piencias y dos Nicasios, mártires los seis... Al cabo de los seis o siete siglos, no solo la Historia, sino los nombres de sus protagonistas se repetían en una refutación borgiana del tiempo...
En fin, volviendo al Claro de Orchestria, del que ahora hablamos, los sicarios enviados por la ardorosa duquesa, hartos de buscar sin éxito, se resignaron a volver con las manos vacías. Ya emprendían el regreso cuando vieron a un ermitaño labrando su pobre huerto.
-Vamos a hacer un último intento.
-Ea.
-¡Eh, hermano,  Ave María Purísima!
-Sin pecado concebida. Ustedes dirán.
-Digo... ¿Le sonará a usted por casualidad un compañero de usted así... guapo, de fuera, con acento como de Inglaterra, llamado Claro?
-Ni idea. No le he oído nombrar en mi vida.
-Era por probar -dijo uno de los asesinos-. Gracias. Vamos -le dijo a su cómplice-, que cuanto más tardemos peor.
-Verás la duquesa cómo se va a poner.
Pero cuando ya se perdían de vista en el camino, oyeron las voces a su espalda:
 -¡Eh, eh, vosotros: volved acá!
-¿Qué pasa ahora?
-Que ese Claro que buscáis soy yo. Y lo he pensado dos veces y no quiero parecer san Pedro, que por ser tan gallina hasta le cantaban los gallos.
-¿Que tú eres el Claro que andaba predicando con san Odeberto ahí atrás?
-En efecto.
-Pues tienes que venirte con nosotros adonde nuestra ama. No tengas miedo, que no te quiere hacer mal: al revés. Y si no, si no vienes, tenemos orden de cortarte el pescuezo. Tú verás.
-Esto es para hablarlo con más calma.
-Si ya vamos mal de tiempo. Coge tus cosas, lo imprescindible, y andando. O si no, trae esa garganta.
-Si tiene que ser así...
-Cura chiflado, ¿tú sabes lo que pagarían muchos por eso que tú le haces ascos?
-Esos querrían ir al Infierno pagando el billete de su bolsillo.
-Pues vamos que nos vamos. Siéntate ahí.
-No, no; yo quiero morir y que me entierren en aquel convento que veis allá.
-No enredes, que cuanto antes empecemos antes acabamos.
Y sin más palabras, le cortaron la cabeza, que cayó rodando por el suelo.
-¡Mirad cómo me habéis dejado de sangre y barro! ¿No podíais poner más cuidado? No hay respeto ni para los muertos.
Una fuente milagrosa de san Claro en
Bretaña: Limerzel en el Morbihan.

Claro cogió la cabeza y echó a andar con ella en las manos. Se dice que por todo el camino fueron haciéndole cortejo Piencia, Cirino y un nutrido coro de ángeles. la cabeza cortada de Claro se unía a sus cánticos. Llegó al monasterio y en una fuente que había allí, se la lavó cuidadosamente. 
Piencia y Cirino le dieron sepultura.
Tres años después, un ciego que estaba durmiendo junto a ella recibió la revelación de que si se untaba los ojos con barro de la tumba, recobraría la vista, como comprobó al ponerlo por obra.
Aquí dio comienzo la gran pujanza del santuario de San Claro como centro de peregrinación, especialmente para los enfermos de la vista. El propio Denyaud, biógrafo del santo, escribió su obra en agradecimiento por haberlo curado san Claro de su ceguera. La devoción de San Claro, como abogado de estas dolencias, se extendió mucho por Bretaña, donde son varias las fuentes curativas consagradas a este santo.
El martirio de San Claro tuvo lugar el 4 de noviembre, día en que se celebra su festividad.



domingo, 14 de septiembre de 2014

La desdicha de moverse

Iba diciendo que viajar, en la Edad Media, no era ningún chollo, sino una desgracia, un sacrificio, un castigo o, especialmente al empezarse a abrir las grandes rutas de Oriente, una arriesgada empresa comercial, diplomática, religiosa. Pero para esto último hay que esperar casi al siglo XIV. 
Si no olvidamos esto, adquieren otro sentido a nuestros ojos historias como la huida a Egipto de Jesús, José y la Virgen, la travesía del desierto por el pueblo hebreo, el periplo de las  Santas Mujeres y otros personajes evangélicos hasta Francia o el viaje de santa María Egipcíaca (un viaje hasta más allá de la condición humana), el destierro del Cid o el de Reinaldos de Montalbán y sus hermanos.
Relato o cartografía: Vida de santa María Egipcíaca.
Estampa popular dell siglo XIX.

El viaje es muchas veces destierro, otras peregrinación. Peregrinación, nos recuerda Zumthor, lo es a menudo literalmente: el viajero, casi siempre caminante (vehículos y caballerías se suelen reservar para el transporte de cargas), ataja a campo traviesa (es decir, peregrina, va per agros) en cuanto puede. Los caminos, pocos y malos, solo son indispensables para los carruajes.
Y así, todo viaje era, en cierto modo, una peregrinación (en el sentido moderno de la palabra): implicaba una conmoción espiritual enriquecedora.
Tal vez subsistan trazas de ello hoy día. Álvaro Cunqueiro, a mediados del siglo pasado, hizo por encargo de un periódico el reportaje de un recorrido por el Camino de Santiago (pueden leerse recogidos en el libro El pasajero en Galicia). A tenor de los artículos, la peregrinación buscaba más lo pintoresco y lo gastronómico que otra cosa. Sin embargo, Cunqueiro declara no sin sorpresa que poco a poco se fue sintiendo empapado de cierta elevación espiritual jacobea. Es verdad que era hombre de prodigiosa fantasía.
Peregrinación y misión tienen rasgos comunes; en otros aspectos son lo contrario una de otra. Zumthor dice que la peregrinación es una avidez de espacios simbólicos: la ruta del peregrino está jalonada de etapas marcadas por la presencia de las reliquias, por la memoria de la aparición o del milagro. Es un ir recolectando, un recoger los vestigios a lo largo del camino, y en este sentido una lectura del espacio: como la del lector que construye la frase pronunciándola sílaba tras sílaba, pasando las cuentas de ese rosario escrito. El peregrino se va empapando de lo sagrado a medida que va tragando leguas y santuarios.
El misionero, al contrario, va creando él los espacios sagrados. Los centros de peregrinación serán la celda que él construya, los escenarios de su lucha espiritual, de sus milagros, el relicario de sus restos. El misionero desbroza camino, brega en un espacio desnudo de símbolos, es decir el desierto sin orden ni estructura. A menudo sin nombres, porque él mismo forja la toponimia, o se creará después a partir de su vida y milagros.
Dice Bachelard, en todo caso (lo tomo de Zumthor), que viajar es siempre romper el cascarón. Recalquémoslo con ayuda de Lacan. Romper el cascarón no es como abrir una puerta y evadirse de un encierro; es partirse en dos: desollarse y salir andando en carne viva dejándose el pellejo atrás. Se nace desgarrándose porque el que entra a la vida no siente su envoltura externa -cascarón o placenta- como cosa distinta de sí.
Por esto, el desterrado medieval se arranca de su tierra como, en el famoso pasaje del cantar, el Cid de su mujer e hijas: como la uña de la carne. A Jimena le queda el recurso del claustro, refugio de orden y armonía (ver Frustración o revoltijo) en un mundo caótico, desmoronado a su alrededor con la pérdida absurda del marido. 
Desolación de la reina Elaine. Ilustración de
Howard Pyle (1905).
La novela de Lancelot lo expresa más claramente: la reina Elaine, muerto repentinamente el rey, raptado su hijo, arrebatados sus estados, incendiada su casa, no tiene más que dos caminos: entrar en religión o lanzarse al bosque: "me iré por entre esos bosques salvajes como infeliz desatentada (comme chaitive et esgaree) y puede que no tardase en perder el cuerpo y el alma".
Representantes tardíos de ese personaje que buscando una última salvación en el apartamiento de la sociedad humana se enmonta y hace cimarrón son esas fieras humanas del teatro calderoniano, como la Yrífile de La fiera, el rayo y la piedra.
Pero si nacer -viajar- es rasgarse, también es tragar de golpe aire y luz, padecer la súbita y sofocante invasión del mundo exterior, henchirse con una perdurable sensación de elevación. Sensación, se dice, momentáneamente angustiosa. El vocablo alemán Reise (observa Zumthor) es el inglés rise, "amanecer, levantarse". Este es el sentido iniciático del viaje, el camino de la peregrinación. Esta dimensión adquiere tal importancia que el camino puede llegar a recorrerse sin desplazamiento espacial. Es el caso del "camino de perfección". San Buenaventura, en el siglo XIII, titula una obra mística Itinerarium mentis in Deum, "Camino de la mente hasta dentro de Dios". En él, denomina a ese viaje sursumactio, "impulso ascendente". Más que de una ruta se trata de una escala cuyos peldaños se representan simbólicamente por los tres pares de alas del ángel de la impresión de los estigmas a san Francisco.
Sursumactio: Beatriz y Dante en su viaje al Paraíso ven a san
Buenaventura. Miniatura de Giovanni di Paolo.
Camino metafórico del alma, como el del Cántico espiritual de san Juan, como ya el de Psique desterrada en El asno de oro (otra "chaitive et esgaree"), como más tarde el de Andrenio guiado por Critilo en El criticón de Gracián. Camino de la vida hacia la salvación o la muerte (por eso me fijaba antes en la metáfora del cascarón) figurado en el juego de la Oca. Y ya que se trata de anserinas, cómo no recordar los siglos de vida errante de los hijos del rey Ler (el Lear de Shakespeare) transformados en cisnes por un hechizo y que al cabo de los años mil recobran una nueva humanidad gracias al son de las campanas anunciadoras de la nueva fe llegada a Irlanda, el cristianismo. Los hijos de Ler tornan a su ser de hombres y adquieren la gracia del bautismo, pero los siglos que han vivido como cisnes se les echan encima de golpe y mueren de decrepitud.
Dice James Carney -del que venía hablando en recientes entradas- que el cuento de los hijos de Ler lo ideó y redactó algún clérigo inspirado en el de la locura de Suibhne (Buile Suibhne). Esto puede referirse a la forma literaria, escrita, en que nos ha llegado; pero me parece difícil de creer de un mito con correspondencias en tantos sitios como el de los príncipes transformados en cisnes por un maleficio, que es, en suma, la leyenda del Caballero del Cisne.
El mito es tan sabido que hasta lo sabe Piaget, quien lo utilizó para evaluar la capacidad infantil de entender y reproducir relatos, según explica en Lenguaje y pensamiento en el niño. Allí lo encontró Lacan, que, dejándose llevar por su justa indignación ante el estilo narrativo de Piaget y la -en sus palabras- "profunda maldad (méchanceté) de toda posición pedagógica", expresa algo asombroso: "que yo sepa -dice-, no hay ni un solo mito que deje transcurrir el envejecimiento durante la transformación" (esto se lee en el libro X del Seminario).
Los hijos de Ler. Ilustración de Helen Stratton
(1915).
Pues bien, una de las leyendas más conocidas de Irlanda es la de Oisín y Niamh Cinn Óir. Se cuenta a los niños, aparece en libros infantiles y a miles de irlandesas se les pone el nombre de Niamh en recuerdo de la bellísima nieta de Ler que en su caballo blanco vino en busca de Oisín para levarlo a su paradisíaco reino de Tír na nÓg. Oisín acabó sintiendo la nostalgia y quiso regresar a nuestro mundo (como Psique). El tiempo había transcurrido aquí mucho más deprisa y cuando Oisín tocó el suelo envejeció repentinamente todos los años que había pasado con su mujer.
La decrepitud repentina consiguiente al fin de una detención sobrenatural del tiempo o de sus efectos es tema frecuente en la literatura. El Dorian Gray del irlandés Wilde, la Ayesha de She, de Rider Haggard, el señor Valdemar de Poe son ejemplos que se vienen a la cabeza a bote pronto. Es una variante de los relatos tan difundidos donde el tiempo se contrae (el monje y el canto del pajarillo) o se dilata (el aprendiz de nigromante del ejemplo de El conde Lucanor).
Peregrinación -o misión evangelizadora- y destierro en ocasiones se dan a la vez. En Irlanda, el caso más ilustre es el de san Colum Cille, cuando expulsado de su isla natal emprendió la conversión de los pictos, inaugurando la gran aventura evangelizadora de los monjes irlandeses en la Europa pagana. San Petroc se impuso a sí mismo el destierro como penitencia por haberse comprometido en nombre de Dios a que cesase la lluvia. Su viaje, según la leyenda, duró años y lo llevó hasta la India. 
A menudo la peregrinación dura hasta que las prisiones impuestas al penitente se rompen y caen por sí solas, o aparece milagrosamente su llave perdida.
No era raro en la Edad Media que la justicia secular impusiese peregrinaciones como pena para determinados delitos. Hay testimonio de que esta práctica daba lugar a excesos y disturbios variados en esas rutas de peregrinación.
El origen de la peregrinación penitencial lo encuentra Zumthor en el éiric irlandés o wergild de los germanos: el pago de una compensación pactada con las víctimas de un crimen. Aquí volvemos a encontrarnos con san Marbhán, que era el punto de partida de estas divagaciones: cuando el santo decide hacer pagar a Senchus Torpeist, rey de los poetas, y a su caterva de gorrones todos los abusos perpetrados en la corte de su hermano el rey Guaire, y muy en particular el sacrificio de su animal de compañía favorito, el prodigioso cochinillo blanco (ver Porquero contra poetas), se las arregla para enviarlos en busca de la versión original de la Táin bó Cuailngé. El santo sabe que el relato está perdido y que su búsqueda supondrá una ausencia de años.
Esto de mandar a alguien por un objeto o una serie de objetos en un viaje que implica grave riesgo es motivo frecuente en la literatura irlandesa. Es el asunto del Oidheadh Chlainne Tuireann: los tres hijos de Tuirenn matan al padre de Lug, transformado en cerdo; Lug les exige en compensación diversos objetos mágicos y los tres hermanos mueren en el empeño de conseguirlos. El mismo argumento se encuentra en la Toraigheacht Diarmada agus Gráinne (La persecución de Diarmaid y Gráinne): en este caso es Fionn mac Cumhail quien impone la imposible compensación a los asesinos de su padre. 
Y aquí no puede pensarse en la creación personal de un clérigo especialmente inspirado: Bernard Sergent ha dejado claras las muchas concomitancias de la leyenda de los hijos de Tuirenn con la de Hércules y sus trabajos, que se remontan a una mitología indoeuropea. Y es que también a Hércules se le quita de en medio exigiéndole hazañas imposibles. Y a Jasón cuando se le pide el vellocino de oro, o a Perseo la cabeza de Medusa. 
En el folclore no faltan asuntos parecidos: Los hermanos Grimm recogen el de los tres pelos del diablo, mundialmente extendido, y el de la búsqueda de algún objeto impuesta a un héroe para deshacerse de él está catalogado entre los motivos universales de cuentos tradicionales.
Asalto de cruzados a Constantinopla. manuscrito del siglo XIII.
El viaje que es búsqueda de un objeto perdido o inalcanzable es una demanda. La máxima demanda y peregrinación a la vez fueron las cruzadas, cuyo fracaso hizo patente la toma de Constantinopla en 1204 (en realidad el fracaso lo marcó la de Jerusalén, al verse que ese gran anhelo colectivo, como suele suceder con todos los deseos, se cumplía desvaneciéndose en una gran desilusión: no pasó nada). La más famosa sin duda y puede que la más fecunda es la del Santo Graal, cuyas raíces célticas no me parece que se puedan dudar, aunque se entrelacen con otras de diferentes orígenes para formar el gran edificio artúrico.
Tomando la comparación de Zumthor, estos vastos ciclos de la narrativa medieval dejan la misma impresión que la arquitectura gótica, donde columnas, columnillas y nervaduras se trenzan formando un edificio formado, más que de piedra, de aire y luz y apresados en la envoltura diáfana de sus lacerías.
¿Será casual que broten a la vez el ideal de cruzada y el estilo gótico?
En realidad, siempre se trata de lo mismo, la sursumactio que decía antes, el empujón a lo alto... la sensación de abducción causada por el crucero de una iglesia, mirando hacia la cúpula, o por el camino de perfección de un caballero andante seguido a lo largo de una novela.
De este movimiento fue lejano precedente el de los monjes irlandeses cruzando Europa hacia Oriente, desde Escocia hasta Ucrania. Del mismo modo que la frescura con que los clérigos irlandeses de la edad media temprana sienten y describen la naturaleza no se volverá a encontrar en Europa hasta que surja escondida entre la hojarasca de los márgenes ilustrados de los códices góticos.
Un nuevo sentido de la naturaleza.
Manuscrito del siglo XV.



lunes, 8 de septiembre de 2014

Juglaresas, lavanderas y otras odaliscas

Gérard Genette, en el tercero de sus libros de notas, recuerdos, ocurrencias y bosquejos variados, Apostille, vuelve a acordarse (ya lo hacía, me parece, en uno de los anteriores) de un grupo de gitanos que se había establecido no lejos de su casa, a la orilla de un río, y con los que hacía de chico muy buenas migas.
A mí esto me trae a la cabeza a la tribu de zíngaros que acampaba en el parque del palacio de Moulinsart, en Las joyas de la Castafiore de Hergé (1963). Pero a Genette, con sus vastos conocimientos, lo que se le ocurre es La leyenda de los siglos, de Victor Hugo, concretamente el poema El Cid desterrado, donde habla de los gitanos en tiempos de aquel caudillo y cuenta entre otras cosas cómo veían con cierto miedo supersticioso los cercos que dejaban los cubos húmedos en la piedra de los brocales, porque "todo círculo es la forma terrible de la noche". "Sus hijas -dice-, que van a lavar donde nacen los berros, hunden sus piernas rosadas en la corriente de los arroyos"...
Francis William Topham, Gitanos españoles (hacia 1855).
Hugo no se paraba en imaginaciones raras y anacronismos: en los días del Cid faltaban siglos para que los primeros gitanos asomasen por Valladolid (que es donde nos sitúa el poema). Aunque es dudoso, ya que no era gente muy dada a dejar trazas de su paso, parece que, oriundos del Noroeste del Indostán, aparecieron por la Península Ibérica en el siglo XV.
También parece que le falla aquí un poco la memoria a Genette: repasando el poema se ve que Hugo distingue a los gitanos de las demás "gentes del llano" y de las lavanderas en cuestión, tan sonrosadas de cutis, no se especifica que perteneciesen a aquel pueblo. 
Pero, opinión aún más extraña, para Hugo una cosa son las "gentes del llano" y otra distinta los "fríos españoles". La diferencia nace de que los llaneros son de sangre vasca y se manifiesta en que van cantando por los trigales un cantar extraño y loco, visten de lana y cuero y son de mucho rezar y más empinar el codo, que prefieren "el vino misterioso, del que nacen los cantares, al agua, ¡aunque sea del Tajo!" (las exclamaciones son mías). 
Normal: bastante misterioso es a veces el vino que le sirven a uno por ahí (hasta en tierra de tan ricos caldos), pero harto superfluo y trabajoso transportar agua del Tajo a Valladolid, y más en el siglo XI. 
La mujer llanera se ve en el poema que era bastante desinhibida, y si la muchacha gitana (gypsi) merodea por los trigales con la falda, ornada de guirnaldas de clavellinas, hecha jirones (dejando ver la pierna hasta el muslo, imaginamos), la honrada matrona, mientras da la teta a su criatura, ostenta con orgullo dos soberbios pechos de mármol y, hospitalaria, convida al viajero con los apetitosos torreznos del mostrador...
Francesco Hayez, Espigadora
(por este estilo debía de imaginar Victor Hugo
a la vallisoletana medieval).
Cosas del Romanticismo, que bien compensan hallazgos como ese "bouleversement farouche des nuées / quand les hydres de pluie ouvrent leurs noirs naseaux" ("conmoción zahareña de los nublados, cuando las hidras de lluvia abren sus negros ollares")...
Posiblemente, cuando Genette asigna las chapoteantes lavanderas a la raza calé pesa en su imprecisión la connotación erótica que da la tradición tanto al berro (ver Concepciones y partos raros) como al pueblo gitano. Basta recordar a la gitanilla cervantina o a la otra bailarina de Rubén Darío siglos después:
"...la gitana, embriagada de lujuria y cariño,
sintió cómo caía dentro de su corpiño
el bello luis de oro del artista de Francia"...
O, ya que de Valladolid se trata, las bellas acróbatas del romance de Góngora (Trepan gitanos...) que en esa ciudad  "desvanecen hombres" al ritmo y meneo de un disémico pandero, robando a la vez corazones y bolsas con el embeleco de la danza...
Aunque Cervantes y otros encomian la fidelidad de los gitanos en sus amores y matrimonios, no faltan quienes los tildan de promiscuos (entre ellos el propio Hugo y Collin de Plancy). 
Atribuirles esa libertad y falta de reglas es muestra clara de que ningún pueblo reconoce más ley que la suya. Vivir fuera de ella es vivir como los animales. Pero en fin, esta opinión infundada se extendió especialmente cuando, ya en el siglo XVII, se los empezó a distinguir mal de los moriscos, cuya gran fama de lujuriosos es sabida. La confusión llegó a los románticos como Potocky, que en el Manuscrito encontrado en Zaragoza mezcla a los gitanos de Don Avadoro con monfíes, judíos cabalistas y princesas granadinas. Y aún más tarde a Barbey d'Aurevilly, con su Vellini, la mujer fatal de Une vieille maîtresse, por cuyas venas corre sangre árabe y gitana, que enreda en una pasión diabólica e ineluctable al protagonista. 
Ya en el siglo XVII Juan de Luna, en su continuación del Lazarillo les negaba cualquier unidad étnica y afirmaba que, si había alguno que efectivamente fuese de origen egipcio, la inmensa mayoría la formaban fugitivos de la justicia y amantes de la vida libre, en particular monjas y frailes escapados de sus conventos.
Moriscos, judíos y leprosos (a los que en algún momento, allá a principios del siglo XIV, se supuso conjurados unos con otros para dominar al mundo y alguno acabó en la hoguera) comparten esta reputación de lascivia. 
Los judíos (tildados repetidamente, ellos y ellas, de exacerbada, perversa y a menudo interesada lujuria) son pueblo vagabundo, una y otra vez expulsados de acá y allá. Incluso cuando se establecen en su aljama bien delimitada, ocupan -a decir de Zumthor- un espacio fuera del espacio, lo que constituye otra manera de ser vagabundo. Su figura emblemática es el Judío Errante, castigado al vagabundeo perpetuo por haberse burlado de Cristo en su pasión. También de los gitanos decía la leyenda que estaban condenados por Dios a errar perpetuamente a causa de haber maltratado a la Virgen María durante su estancia en Egipto. Pues la creencia de que los gitanos eran originariamente judíos también existió y hasta la recoge como la más probable el Diccionario infernal de Collin de Plancy. 
Pierre Bonnaud, Salomé. La tópica piel de tigre
también era atributo de la Vellini de Barbey.
La fusión de lo gitano con el tipo de la bella judía encuentra su representación gráfica en la Salomé de Julio Romero de Torres.
Cuando el rey Mark decide castigar la infidelidad de su mujer Isolda, la condena a ser entregada a los leprosos del bosque: le inflige una pena adecuada a su delito: la destierra al mundo salvaje, dejándola a la merced de unos instintos indómitos.
En las novelas de Austin Clarke de las que hablaba en entradas recientes sucede que cuando los personajes emprenden el camino se adentran en el caos de lo no regulado, donde imponen su capricho los dioses Pan y Óengus (bastante parecido, por cierto, en alguna de sus apariciones, al peludo salvaje medieval). Y comienza su gozoso, pero aterrador a veces, descubrimiento del amor y la sexualidad.
Advierte Paul Zumthor en su libro La medida del mundo que el viajero, en la Edad Media, es siempre marginado. Victor Hugo ve acertadamente que el Cid desterrado comparte su marginación con los gitanos sin techo fijo y los demás llaneros, que habitan en chozas y madrigueras en vez de casas. 
El grado ínfimo de la humanidad lo ocupa el salvaje, habitante de países lejanos e incógnitos, cubierto de vello y armado con su cachiporra, heredada hasta no hace mucho por los gorilas de las ilustraciones populares. El salvaje, observa Zumthor, empieza a aparecer con profusión en el arte coincidiendo con el inicio de los grandes viajes a Oriente. Roger Bartra, que estudia profundamente a esta figura en El salvaje en el espejo, insiste en que en ella se encarnan todos los impulsos primitivos e incontrolados de la sexualidad. En La cárcel de amor, de Diego de San Pedro, el salvaje es la representación alegórica del deseo y el narrador se lo encuentra en unos fragosos e inaccesibles parajes boscosos de Sierra Morena, una Sierra Morena que prefigura la del Quijote. Es la representación visible de la irracionalidad, de la cara oscura del alma, imagen del sueño de la razón. Como dice el poeta Francisco López de Zárate:
"dos salvajes salieron, del dormido
entendimiento símbolo vistoso..."
Salvajes. Tapiz alemán del siglo XV.
Que al marginado se le suponga un apetito, unos poderes o un desenfreno sexual fuera de lo común no tiene nada de extraño, puesto que es por definición el que se sitúa fuera de la norma y a medio camino entre la naturaleza y la civilización.
El forastero, el viajero, siempre es peligroso y enemigo en potencia.
El pastor, ya lo hemos visto en la anterior entrada, pertenece a ese mismo mundo fronterizo: es hombre al que alguna parte le cabe de la índole natural de las bestias que pastorea. Hombre que vive al raso, que se mueve según las necesidades de su rebaño. Los pastores forman a veces comunidades cerradas y misteriosas, como los de Normandía que saca Barbey en La embrujada (L'ensorcelée), los cuales poseen los secretos de una terrible magia erótica (tal es el asunto de esa novela, por cierto: una mujer torturada hasta el suicidio por la maldición de una pasión sacrílega, consecuencia de una venganza).
El hombre medieval, sobre todo hasta el siglo XIII, aspira a la estabilidad. Como se lee una y otra vez en los textos irlandeses, ansía que la resurrección de la carne lo sorprenda donde nació. El viaje, que para muchos es hoy la más deseada realización del placer y del ocio, en la Edad Media es una desgracia o un sacrificio. La palabra inglesa travel, 'viaje', está tomada del francés travail (sigue apuntando Zumthor). ¿No dio Cervantes el título de Los trabajos de Persiles y Sigismunda al relato, fundamentalmente, de sus viajes? Así que en inglés un viaje es, en definitiva, una tortura: que es lo que designaba en latín el tripalium de donde viene nuestro trabajo.