martes, 28 de abril de 2015

El nórdico Pegaojos y el español Fernandillo, duendes de la pesadilla.

Quiero empezar por una coletilla o estrambote que se refiere a la entrada anterior. En ella, entre un batiburrillo de ocurrencias variadas, se comentaba con cierto asombro la semejanza  entre una antigua leyenda irlandesa, redactada en época medieval, y un cuento fantástico de Fernández Flórez.
Las tres Parcas, Sodoma. Con ellas, el amor, la sexualidad (los cisnes
de Venus, la liebre lunar y lasciva) y la muerte.
Ahora añado a la serie una película italiana de 1970, Venga a tomar café con nosotras, dirigida por Alberto Lattuada, en la que trabajan el actor cómico Ugo Tognazzi y un trío de grandes actrices: Francesca Romana Coluzzi, Angela Goodwin y sobre todo la gran Milena Vukotic.
La película adapta una novela de Piero Chiara, curioso escritor al que no he leído (pero espero hacerlo si Dios quiere), y transcurre en los ambientes y paisajes alpinos caros al novelista.
Se trata de un funcionario un tanto arrogante y farolero que aparece destinado a un juzgado u oficina por el estilo en una gélida y provinciana ciudad del Norte de Italia. Con la información de que dispone, decide ponerles los puntos a tres hermanas solteronas que viven juntas en una antigua mansión, huérfanas y dueñas de una respetable herencia, casándose con la mayor y menos atractiva pero reservándose el derecho de disfrute de las otras dos.
A pesar de su muerte, desde más allá de la tumba el patriarca ejerce poderosa influencia sobre la doméstica ginecocracia.
Cada  una de las hermanas es una figura caricatural; la mayor, verdadera reina de la casa; la mediana que revienta en un estallido de pasión sexual, la que presenta carácter y complexión auténticamente serraniles; y la menor, histérica y enloquecida por la frustración asfixiante de los deseos.
El triunfo del gallo y dueño del harén en su opinión resulta tan breve como las mieles del tálamo para el macho araña. La luna de miel concluye con él apoplético, baldado en silla de ruedas, mudo, paralítico y sometido para toda la vida a la protección tiránica y capricho de sus tres dulces esposas.
Suerte universal, si como creo las tres hermanas son las Hilanderas, las Parcas.
No me parece probable que Chiara conociese el cuento de Fernández Flórez ni el de Stephens ni que las semejanzas, con ser obvias, sean tan cercanas que permitan pensar en la inspiración directa.
Dos Parcas, hilanderas, en el relieve de un
sarcófago romano del siglo III. 
Lo que sucede es que los arquetipos forman parte de la realidad, que andan por ahí revoloteando alrededor de los escritores y que a la menor ocasión se les cuelan por los puntos de la pluma sin comerlo ni beberlo ellos. Lo dicho: para mí que los creadores crean muy poco.
Pero a otra cosa. Uno de los libros más pavorosos de mi niñez era una selección de cuentos de Andersen, de la editorial Calleja. Corría parejas en el miedo que me daba con el Pinocho de Collodi, de la misma colección, ambos ilustrados por Salvador Bartolozzi. Calleja no solía mencionar los nombres de los traductores; es posible que este de Andersen (traductor muy libre y casi más adaptador) fuera el propio ilustrador y director artístico de la editorial, o su compañera, la polifacética Magda Donato, que era por cierto hermana de la jurista y política Margarita Nelken.
Ahora hay traducciones fieles de los cuentos de Andersen al castellano, traducciones hechas con todas las de la ley. Entre las recientes, están la de Enrique Bernárdez y la de Blanca Ortiz Ostalé. El que quiera enterarse de lo que dijo Andersen de verdad, puede acudir a ellas con confianza.
Pero yo no. Yo ahora me quedo con la de Calleja, que era la que me puso los pelos de punta y la que ha añadido su granito de arena al edificio de mi desvarío. 
Se encuentra entre los cuentos de esa selección el titulado "Los príncipes encantados", una recreación más del fecundísimo mito de los hermanos transformados en cisnes u otras aves, cuya versión irlandesa es el  célebre relato de Los hijos de Lér.
Yo, sin embargo, me quiero parar ahora en otro, que lleva aquí el título de "Los cuentos de Fernandillo". Uno se extraña del nombre tan castizo, Fernandillo, que le pusieron al Ole Lukøje, Ole Pegaojos, del cuento original. 
También el niño soñador del cuento de Hjalmar pasa a Rafaelito. En fin. Fernandillo es el que pone a los niños a dormir, cerrándoles los ojos con un chorro de arena fina que lleva en una jeringuilla (el original dice que es leche dulce, pero lo de la arena tiene su aquel). Como sabe el lector de Andersen, el duendecillo de los sueños tiene dos paraguas, uno estampado -rojo en la versión de Calleja (como el famoso paraguas de Azorín)- y el otro negro. 
El duende de los sueños visto por Bartolozzi.
Cuando abre el paraguas estampado, el niño, que ha sido bueno, disfruta sueños deliciosos; cuando el negro, el niño, que se ha portado mal, se despierta sin haber soñado.
Yo recuerdo perfectamente que lo que más me impresionaba de aquel Fernandillo eran sus zapatillas silenciosas y, sobre todo, la chistera chimenea, invención de Bartolozzi, supongo.
Otra aportación de la versión de Calleja: los niños que han sido malísimos son castigados con horribles pesadillas. Para Andersen, la ausencia de bonitos sueños es suficiente.
Sin saberlo ni quererlo sin duda, el adaptador está acercando al elfo de Andersen a la espantosa criatura autora de las pesadillas que aparece acá y allá en el folclore. Y un detalle más: este Fernandillo tiene zapatillas de pluma, que no pertenecen a Ole Lukøje (el cual va en calcetines) pero recuerdan por la materia prima al Sueño mitológico grecolatino y a los almohadones de Quiroga, Rey Soto y Fernández Flórez. En todo caso, la adaptación de Calleja elimina las referencias al dios del sueño de los paganos, que sí aparecen explícitamente en el cuento original.
Esta adaptación es insistente en la idea de castigo inherente al placer. Las golosinas soñadas tienen en ella la virtud de no producir indigestión ni molestias, inevitables al atiborrarse uno de confites en la realidad (consecuencia del festín prohibido y como remedo infantil del relato de la caída de los primeros padres). Esta prerrogativa onírica moralizante está, repito, ausente del cuento de Andersen.
Por si no bastase, el traductor pone por su cuenta a Rafaelito a corregir los deberes que tenía mal hechos de la víspera (despertar amargo que Andersen no le inflige a Hjalmar) para tener buenas notas en la escuela.
En el segundo de sus sueños, Andersen recurre a un motivo frecuente entre los románticos: la animación de los seres inanimados. Lo vimos en el cuento de la cafetera, de Gautier. Y es el suspiro de Lamartine: 
"Objets inanimés, avez-vous donc une âme 
qui s'attache à notre âme et la force d'aimer?"
"Objetos inanimados, ¿es que tenéis un alma
que se apega a nuestra alma obligándola a amar?"
Ole Lukøje en una ilustración romántica.
La versión de Calleja se explaya en la conversación de los muebles, apenas esbozada por Andersen, solo que, acaso por pudor (más tarde suprime los apasionados besos de unos novios ratones e incluso sustituye unas pastas en forma de cerdo por otras que imitan estrellas, peces, flores, conchas o corazones), pudorosamente, digo, omite la mención de la escupidera, que sí figura en el original. Esta ampliación le permite introducir una serie de pinceladas costumbristas. También cuando el elfo anima el cuadro del dormitorio, la adaptación castellana se recrea en el diálogo de los personajes, que no existe en el cuento inicial, y añade a placer toques realistas, coloristas y sensuales. En esta ampliación, por ejemplo, donde a Hjalmar se le reparten pasas y soldaditos de plomo, a Rafaelito "Caramelos, soldaditos de plomo, pelotas de celuloide y piñoncitos en dulce". Las pelotas de celuloide pertenecen, por supuesto, al ambiente infantil de los años veinte y treinta (se popularizaron bastante después de morir Andersen), al igual que española y tradicional es la canción de cuna que le canta su vieja niñera.
Estas características: ampliación, introducción de detalles familiares al lector contemporáneo, insistencia en el contenido ético, se repiten en los relatos de las siguientes noches. La del jueves y sobre todo la del viernes, por ejemplo, se dilatan con detalladas narraciones de bodas de ratones y muñecos y un breve episodio matinal (la vida de la vigilia está, sin embargo, completamente ausente en el original).
El cuento del viernes, en su introducción, es el que más nos recuerda a las pesadillas mitológicas, que aquí resultan ser la materialización de las malas acciones de sus víctimas, fechorías que transformadas en trolls escaldan con agua hirviendo a los durmientes adultos malos. En la versión de Calleja, son demonios y brujas, y sus tormentos se enumeran con superior sadismo. 
Es curioso cómo en él se subraya una visión bastante triste y antipática del matrimonio, que coincide con la de Magda Donato. Algo de eso hay ya en Andersen, pero de modo mucho más difuso.
Se llega a la noche del domingo, que no tiene cuento, y que era la que me ponía la carne de gallina porque en ella se revela que el sueño tiene por hermano nada menos que a la muerte.
Hjalmar ve a la Muerte por la ventana en forma de un húsar que galopa recogiendo a los muertos y colocando a los buenos ante sí y a los malos a la grupa. Aquellos escuchan un cuento maravilloso, horrible estos: ambos inefables en lo delicioso o en lo espantoso.
La imagen tiene un no sé qué característicamente germánico, recordando a Odín a la cabeza del cortejo celeste de los muertos, la "Mesnie Hellequin", que dicen los franceses.
Los malos tiemblan y lloran en Andersen, pero en nuestra versión se añade el detalle gráfico, barroco, de que "ponían cara de espanto y de desesperación", como en alguna representación del juicio final, a la que cuadra bien la desesperación de los condenados que ya no pueden esperar redención alguna.
El espeluznante Ginesillo. Ilustración de Bartolozzi.
Y sin embargo, la adaptación española atenúa la severidad del original, en el que solo escuchan el cuento hermoso los que llevan apuntado en el libro de su vida "bien" o "sobresaliente". Un aprobado raspado no sirve. En nuestra versión de Calleja hace falta un "mal" para sufrir el castigo. 
El jinete del cuento original lleva el mismo nombre de su hermano (sugiriendo que, en el fondo, se trata de un mismo personaje). La versión de Calleja opta por llamarle Ginesillo, nombre de resonancias cervantinas y picarescas que añade barroquismo a la visión de la muerte y que, al menos en mi caso, lejos de quitarle hierro y hacerla familiar y cercana, la tornaba grotesca y espeluznante como una momia de Guanajuato o un grabado de Posadas.
Y es que el cuento de Andersen dice explícitamente que no tiene el aspecto aterrador que le prestan los libros de estampas, que lo pintan como un esqueleto. Bartolozzi no se contentó con la pulcra mineralidad esquelética y pinta un cadáver momificado con rojos, vampirescos labios y tirabuzones al viento.
No sé en qué consiste, pero lo hispánico pone un sello característico en lo que toca.
Releyendo ahora el final de este cuento, se me viene a la cabeza la caja de música de Archibaldo de la Cruz, en la película de Buñuel, y, cómo no, las ligas de su institutriz muerta, fulminada en el suelo del salón por una bala perdida en la Revolución mejicana. Y la mirada del niño que la contempla, fascinado por el erotismo y la muerte.

lunes, 6 de abril de 2015

La venta de las pesadillas

No salgamos de Galicia. Vamos a seguir por aquí nuestro paseo por la pesadilla. No muy posterior al poema de Rey Soto del que hablaba en la última entrada es el libro de cuentos Tragedias de la vida vulgar (1922), de Wenceslao Fernández Flórez, al que pertenece "El claro del bosque".

Roelof Janz van Vries, Figuras en un claro
del bosque.
Ya desde el título, el relato nos sitúa en este espacio liminar, fronterizo, indeciso, que pertenece a dos mundos sin pertenecer a ninguno de ellos.
El bosque, por cierto, tiene una presencia muy visible en algunos narradores gallegos: Fernández Flórez, Cunqueiro, Mendez Ferrín... Es un elemento del paisaje gallego de una importancia tan grande en la realidad y en el mundo imaginario que es difícil que no acabe asomando acá y allá.
Pero al cuento. Se trata de un peregrino que va perdido por el bosque. Como en el maravilloso soneto de Góngora: "Descaminando, enfermo, peregrino..." Como la madre de la leyenda de Rosalía Castro (ver Por estos pagos), va peregrinando a implorar del Apóstol la curación de una enfermedad (o maldición) que lo tiene desde hace meses sin dormir. 
No es que su mal le provoque insomnio: al contrario. Él es quien se lo provoca a sí mismo por miedo a las pesadillas, "por miedo al miedo", como dice la expresión irlandesa. Conducta nada rara en los que suelen padecer estos sueños regularmente: ¿quién no ha visto la importancia que adquiere en relatos como Pesadilla en Elm Street, la película de Wes Craven de 1984, con sus varias continuaciones?
El claro del bosque alberga una casa. La casa del bosque: la morada del forestero de las novelas medievales, del leñador de los cuentos de hadas. Pero es este un claro muy singular. Perfectamente circular, da la impresión de que los árboles, como falanges de guerreros, se han detenido por la virtud de algo que hubiese en su centro. Mantenidos a raya por la casa o sus moradores.
Esto de las falanges de árboles tiene su importancia. El que los árboles u otros vegetales se conviertan en guerreros y combatan entre sí o a favor de los humanos es un antiguo mito celta, que por cierto estudió Robert Graves en La diosa blanca. Son los árboles del bosque de Birnam subiendo al asalto de Dunsinane en Macbeth, los ejércitos vegetales que combatían contra el rey Muirchertach mac Erca, que había repudiado a su mujer y apostatado del crsitianismo por amor del hada Sín, en el relato medieval irlandés... y, en fin, hay muchos otros ejemplos.
El bosque está lleno de voces, que son las de las hojas y las de los miles de animalillos que lo habitan, que lo convierten en un único ser vivo, y que a la vez son almas, espíritus, tal vez de los difuntos...

El bosque animado. Gustave Doré, El sueño de
una noche de verano. 
Cuando Fernández Flórez puso a su novela más conocida (hoy, creo yo, gracias al cine: antes lo era Volvoreta) el título de El bosque animado, le dio pleno significado a ese adjetivo. Es animado porque tiene alma y aun almas, y porque está hecho de almas.
La estancia I de El bosque animado lo afirma desde el principio: el bosque es como un cuerpo formado de muchas células, que son sus habitantes, y tiene un espíritu formado de muchos, con el cual el del hombre -el de cada uno de nosotros- entra inevitablemente en contacto al penetrar en su espacio. Ese contacto no puede dejar indiferente y provoca distintas sensaciones de angustia, desasosiego, turbación.
Este espiritualismo es completamente opuesto al mecanicismo de De Gourmont, que afirma que la conciencia de la Naturaleza es igual que la de una báscula, pero sí coinciden ambos en la visión del cosmos como un ser único del que el hombre es partícipe, un miembro un tanto especial pero uno más al fin y al cabo. 
Yo tengo la sensación de que a Fernández Flórez la conciencia de sus raíces galaicas lo empujó un poco a adoptar este sistema animista. A principios del siglo XX era una idea que había calado no solo entre historiadores y otros intelectuales la de la esencia celta de los gallegos, a la que se asociaba un sentimiento religioso animista de la Naturaleza. La extensa e interesante introducción al libro Galicia, de Martínez Murguía, nos da idea de lo que se opinaba sobre esta religiosidad y su calado en el alma gallega hasta los tiempos contemporáneos. Menéndez Pelayo, en la última versión de Los heterodoxos, se lamentaba de haber cedido en su juventud a la creencia del panteísmo celta adorador de las fuerzas de la naturaleza, que era moneda corriente entonces.
Uno ve, sin embargo, que son opiniones que no han desaparecido aún de la imaginación colectiva. No digo las creencias, sino las creencias acerca de las creencias.
En todo caso, ya observamos que estos humos brumosos panteísticos flotaban en el aire de aquel fin de siglo.
Esta creencia de la eterna renovación del organismo cósmico tenía su parte optimista (como puede verse en el epílogo o "ultílogo" de El bosque animado), pero también su parte amarga porque la renovación tiene que pasar por la muerte.
Como el pensamiento (ya que hablábamos de insectos) revolotea mucho y a lo loco, se me ocurre ahora volver a Salvador Rueda. ¿Qué podrá tener en común la idea de la Naturaleza del malagueño y sensualista Rueda con la del melancólico, nebuloso y galaico Fernández Flórez?
Pues Salvador Rueda escribió un poema titulado "Galop". Galop era un baile animado y alegre: el más popular de ellos hoy acaso sea el mil veces oído de Orfeo en los infiernos de Offenbach. 
Orfeo en los Infiernos. Grabado de Edmond Morin.
El vivo ritmo de los dodecasílabos de Rueda imita el  rápido compás de la danza.
Valiéndose de la antiquísima metáfora de la armonía cósmica, Rueda convierte a la Naturaleza en un instrumento musical, que vibra en cromático rasgueo:
"Toda la tierra abarca tu arpa gigante,
tu ritmo es de colores, no de sonidos,
y exaltan tus estrofas himno vibrante
de aires, olas, cañadas, selvas y nidos"
Llega el otoño y todo este abigarrado mundo sigue agitado en rápido y alocado baile, como revoloteo de mariposas o tolvanera de hojarasca y briznas de paja: es la carrera atropellada de las hojas muertas camino de "se acabar y consumir", aunque no vayan derechas sino a vueltas y tumbos:
"es la tétrica danza de hojas ligeras,
la danza en que la muerte pasa bailando,
y desde su sepulcro las calaveras
ven la galop siniestra que va pasando..."
Total: la rueda de los tiempos, al girar, no traza un eterno ciclo sino la espiral de un sumidero por el que todo se va yendo constantemente sin meta, "el remolino macabro de las cosas", como dice en otro poema, "Organismos de papeles".
Fernández Flórez lo expresa de un modo menos truculento, pero la presencia de esa vertiente pavorosa de la realidad -la realidad caótica- es constante. 
(Hace tiempo me refería a la angustia ante tan abrumador desorden que se ve en las novelas de Austin Clarke: ver Frustración o revoltijo).
En el mismo libro donde se lee "El claro del bosque", se encuentra otro cuento, "La onza de chocolate", cuyo final representa muy bien ese miedo al alma múltiple y misteriosa de la naturaleza, frente a la que el adulto no es mucho menos vulnerable que el niño. 
Este pavor es el que experimenta el peregrino de "El claro del bosque" y del que se libra con notable alivio al entrar en la morada del claro, la de Ricardo Mans y sus tres hijas.
El lector se zambulle con él en un ambiente de sombra y claridad temblorosa, a la luz de la lumbre. Es el tenebrismo de algunos de los cuadros del pintor lugués Xesús Corredoira. Su paisano (de Corredoira) Ánxel Fole decía de él con acierto que pintó la luz del Valle Inclán de las Comedias bárbaras. La luz de un ayer intemporal y mítico. La luz de las llamas es mitógena (Ánxel Fole dio a uno de sus libros el título de Á luz do candil; Valle Inclán escribió El resplandor de la hoguera). 
Gaston Bachelard, por cierto, dedicó un hermoso librito a la luz de las llamas y su efecto en la imaginación: La llama de una vela (La flamme d'une chandelle), en 1961. Puede leerse en línea (en francés) aquí.

Recuerdo ahora de pronto una obrita de teatro de Valle Inclán, Ligazón, con una venta regentada por una bruja a la que visita el trasgo (la pesada) todas las noches, celestina de su propia hija, y otra alcahueta llamada la Raposa. 
Ilustración de Ligazón, de Valle Inclán, por
Rivero.
Como Valle Inclán, Fernández Flórez presta a sus personajes un castellano peculiar, utópico y ucrónico, teñido de artificiosos arcaísmos: lengua propia de una acción que sucede (¿cómo decir transcurre?) fuera del tiempo y el espacio, en el mundo onírico.
En esa casa del claro del bosque vive Mans con sus tres hijas, Octavia, Ofelia y Otilia: semejanza de nombres que apunta a una unidad esencial. Las tres silenciosas, moviéndose como sonámbulas, con los párpados entornados. Son la personalización del sueño. Una de ellas -Octavia- llama desde el primer momento la atención del peregrino, como si emergiese de lo profundo de su memoria.
A Octavia se nos la pinta con todos los rasgos típicos de la vampiresa: la tez exangüe, el cabello negro, los labios sanguíneos, que parece que van a dejar húmedos de sangre los de quien la bese. Una característica particular, sin embargo: la blandura. Octavia es completamente fofa y su flacidez es a la vez causa de atracción y de repulsión y provoca algunos de los síntomas característicos de la pesadilla: afasia, parálisis.
Viene a la memoria la inútil resistencia al sueño del timonel Palinuro en el libro V de la Eneida (el Sueño, en la mitología grecolatina, era hermano de la Muerte). El sueño es la tentación mortal en los dos casos. En ambos, la víctima sucumbe a sabiendas del destino trágico que la espera. Al peregrino se le ofrece -casi se le impone- cómoda alcoba para descansar: tibia oscuridad, espesos cortinajes que absorben el menor ruido (el silencio representa por sinécdoque a la Muerte), los más mullidos colchones de plumón (como los almohadones de las anteriores entradas). Octavia lo guía y le alumbra. La casa es la materialización del sueño.
El relato juega con los recuerdos del lector: recuerdos de leyendas, de cuentos de posadas donde se mata y desvalija a los huéspedes (como en la obra El malentendido, de Camus).
Por lo mismo, las tres hermanas suscitan inmediatos ecos: los de las parcas, las greas, las gorgonas, las nornas, y todas estas divinidades femeninas que aparecen de tres en tres y que muchas veces son unas hermanas terribles. 
Existe una antigua leyenda irlandesa, la de Conarán y sus tres hijas, que no deja de recordarnos a la aventura de este peregrino. El relato está recogido en los Celtic Myths and legends de T. W. Rolleston y, en irlandés medieval e inglés, en la Silva Gadelica de Standish O' Grady (uno y otro se pueden leer en línea).
De ahí, de O'Grady, supongo que la tomaría James Stephens para incluirla en sus Irish Fairy Tales, pasada por el crisol de su imaginación y excelente prosa. Y de Stephens llega al castellano en la Antología de leyendas de García de Diego, que traduce o adapta buena parte del libro de Stephens. 
En el relato irlandés, Conarán vive con sus tres hijas en un monte. Son de horrible
aspecto, fuertes y sumamente diestras en el manejo de las armas. Traen a las mientes a las serranas del Arcipreste de Hita, en quien no puedo dejar de ver a seres mitológicos, númenes telúricos...
Cuando Fionn mac Cumhaill aparece por allí de cacería, Conarán decide tenderle una trampa. Pone a sus tres hijas a devanar unas madejas a la puerta de la cueva donde viven, en sentido contrario a las agujas del reloj. Como el hilo es mágico y el ritual también, los guerreros de los fianna van cayendo presos uno por uno; quedan sin fuerzas y las mujeres los van llevando presos al interior de la cueva. Al final, será Goll mac Morna, compañero y rival de Fionn, el que pueda vencer a las ogresas y salvar a sus cautivos.
Es patente y ha asomado una y otra vez a lo largo de estas entradas la relación simbólica entre las actividades textiles y el poder femenino sobre los grandes acontecimientos de la vida humana. Aquí la asociación obvia es con la araña, cuya hembra paraliza, enreda y devora al macho durante el apareamiento o justo después. 
Conducta esta que llamó la atención de De Gourmont en la Física del amor tanto como la de James Stephens en la novela Los semidioses (The demi-gods).
La magia de los nudos, de las ataduras paralizantes, es la magia femenina por excelencia. Así se ve en el seidhr de los antiguos nórdicos, magia sexual, originaria de los dioses Vanes (los que dominan la fertilidad, la producción) y en particular de Freija, considerada contraria a lo viril.
Freija vista por Arthur Rackham.
El nudo, en la antigua Grecia, era algo tan íntimamente unido a la naturaleza femenina, que la mujer se caracterizaba por el uso del ceñidor, objeto de la mayor importancia en el amor -el famoso ceñidor de Afrodita- y en el nacimiento. Se ha señalado, por otra parte, que cuando la mujer se quitaba la vida, elegía casi siempre para ello el ahorcamiento. Veo ahora, releyendo el libro de Tobías, que Sara, la viuda de siete maridos, también pensaba suicidarse ahorcándose. Acaso también entre los hebreos funcionase esa conexión.
Nada casual es que una de las formas de magia malévola más temidas en el Renacimiento, obra casi siempre de mujeres, Celestinas y otras Canidias, era la atadura o ligadura de la agujeta, hechizo que provocaba la impotencia en el varón ("ligar por modo de fascinio -dice el Tesoro de Covarrubias- es hacer impotente a alguno para el concúbito y generación"). Colin de Plancy, en el Diccionario infernal, aporta abundantes y curiosas noticias sobre este antiguo ritual, s. v. ligatures. El miedo a la castración, en suma.

(Ligar es también, en la hechicería, unir diabólicamente los destinos de dos personas en el amor y en el sexo, generalmente por el vínculo de la sangre: como en la Carmen de Mérimée, en Une vieille maîtresse de Barbey d'Aurevilly o en la obrita de Valle Inclán que decía más arriba).
Une vieille maîtresse. Ilustración
del siglo XIX. (procede de Gallica).
La araña, cuando no deja a sus víctimas enredadas en la tela, las arrastra (como aquí las hijas de Conarán) al fondo de su madriguera: otro de los pavores arquetípicos ligados a lo femenino: el ser devorado, englutido, enterrado, devuelto al seno original, es decir a la muerte.
Vienen a cuento aquí los episodios caballerescos de cautivos apresados por el poder mágico de alguna encantadora, encerrados como en un limbo (así los prisioneros de Morgana en el valle sin Retorno) así como la prisión del propio Merlín embaucado por Viviana. Y Reinaldos de Montalbán en los jardines de Armida...
Giovanni Battista Tiepolo, Reinaldo y Armida.
Pero ya nos hemos ido muy lejos del peregrino de Fernández Flórez y es hora de volver a él. Ricardo Mans, el dueño de la casa del bosque, al enterarse de su maldición de insomnio, lo echa de ella, enviándolo a un espacio completamente opuesto. Si el bosque causaba terror por el alma que lo animaba, producto de la amalgama de incontables espíritus, la ciudad a la que ahora llega aterra por lo contrario, por su ausencia absoluta de espíritu. Todo en ella está desierto y sin alma. Las luces y sombras se ven trazadas con cruel, geométrica nitidez. Reina el silencio, dejando adivinar al transeúnte aterrorizado las angustiosas voces de los habitantes encerrados en las casas. Uno piensa en la soledad nocturna de las arquitecturas de Chirico.
En la ciudad, y gracias al extraño personaje del peregrino sin piernas, precedido por el castañeteo macabro de sus veneras, el protagonista comprende quiénes son las hijas de Mans. Son las únicas que son dueñas de sus propios sueños; no solo eso mandan también en los sueños ajenos. Son, por tanto (Octavia, concretamente), las culpables de los sueños angustiosos del peregrino. Son sus pesadas, los genios maléficos de sus pesadillas. Por eso mismo se identifican con los vampiros y súcubos. Carecen de esos rasgos monstruosos de la pesadilla de Füssli (aunque los hereda, hasta cierto punto, el cojo, que, por fuerza, no puede estar ni de pie, ni sentado, ni tumbado), pero no de la fisonomía del vampiro.
La diferencia fundamental con las pesadillas, súcubos y vampiros tradicionales consiste, a mi parecer, en que actúan desde dentro del sueño. No se trata de seres externos que provocan terrores en el durmiente, sino que viven en su interior, aunque pueden materializarse fuera, como se ve en la casa del calvero.
El peregrino se duerme y sueña y en su sueño cae presa de la vampira Octavia; sin embargo el ataque de la vampira no es sólo soñado sino también real, como se verá al amanecer... Pero eso nos quedamos sin saberlo con certeza, porque ya se sale del cuento.
Estos son los mecanismos mentales de proyección y de internalización con los que nos han familiarizado el psicoanálisis y su técnica interpretativa de los sueños. Los conceptos del psicoanálisis divulgados por el cine y otras manifestaciones de la cultura de masas, asimilados (bien o mal) por el saber colectivo, creo que han cambiado nuestro modo de entender las relaciones entre el mundo interior, el del pensamiento, y la realidad exterior. Puesto que sabemos que hay una gran parte de nuestra mente que esta fuera del alcance de nuestra consciencia y que, en cambio, mucho de lo que percibimos fuera depende de lo que nos vive y rebulle dentro.
Cubierta de Daniel Gil para una obra
del psicoanalista Werner Kemper.

Ya salió al principio de esta entrada la serie de películas de Elm Street, con su permanente interacción de sueño y realidad. Es esta atenuación de las fronteras, esencial en el surrealismo, explotada una y otra vez, por ejemplo, en la narrativa de un Borges, característica del realismo mágico, la que constituye lo inquietante del cuento de Fernández Flórez.