lunes, 29 de octubre de 2012

Un precursor

¿Quién no ha visto alguna vez uno de esos vídeos donde una mantis (indigna de su nombre) despistada por la pantalla de un ordenador se afana  en atrapar la flecha del cursor con esa terquedad ciega de los insectos?  En Youtube se encontarán tres o cuatro con teclear "mantis cursor". Tomando la traviesa sombra por alguna mosca jugosa y estrujable entre los brazos, la infeliz, con toda su fama de implacable y astuta, rasca una y otra vez la vítrea superficie sin darse nunca por vencida, para lo cual no debe de tener preparado el cerebro. 
Esa lucha contra una tecnología inconcebible es como una aventura de los molinos entomológica, con la ventaja para la mantis de que el cursor, si puede sacarla de sus casillas y desesperarla, no es capaz, siendo bidimensional, de darle ningún revolcón.


Mantis demostrando pocos poderes mánticos.
Como pasa con muchas cosas de risa, el vídeo en realidad maldita la gracia que tiene: y es que en el fondo uno se reconoce bastante bien en el pobre bicho obcecado en sus ilusiones e inasequible al desaliento. Como el iluso Manrique en la leyenda de la Soria medieval, antes de recobrar el juicio o de volverse loco, según se mire.
Pero a mí ahora en quien me hace pensar de verdad la mantis no es en Bécquer con su Rayo de luna, sino en un irlandés que vivió muchos siglos antes.
Ya apareció por estas entradas tiempo atrás el famoso rey Eochaid Muigmedón (ver Vida y milagros de San Berach), cabeza de dos estirpes ilustres en la historia de Irlanda: de su esclava Cairenn nació Niall de los Nueve Rehenes, antepasado de los O'Neill; con su mujer Mongfind tuvo a Brian, Fiachra y Ailill, de quienes descienden varios reyes y reyezuelos de Connacht.
Uno de éstos fue, a finales del siglo VI y principios del VII, Duach, que tenía por esposa a Righach y sus dominios cerca de la actual ciudad de Galway (Gaillimh en irlandés). Pertenecía a la nación de los Uí Fiachrach Aidhne (descendientes de Fiachra de Aidne: Aidne son las tierras de la ribera sur de la bahía de Galway). Estando la reina embarazada ya de varios meses, a Duach le fue profetizado que el niño que llevaba su mujer en el vientre sería el individuo más sobresaliente de todo su linaje. De acuerdo con el motivo edípico tan frecuente en los mitos, el rey Duach se aterrorizó pensando que su propio hijo lo destronaría o acabaría tal vez con su vida. En la tradición hagiográfica de las tierras celtas no podía faltar motivo tan extendido por todo el mundo y ahí está si no la leyenda del rey Conomor y la reina Santa Trifina, popularísima en Bretaña. 
El caso es que, sin compadecerse de la pobre Righach ni de su hijo por nacer, Duach mandó que la arrojasen a lo más hondo de un río con una gran piedra atada al cuello. La reina, enterada de las intenciones de su esposo y rey, se dio a la fuga. No contaba la desventurada con que el rey de Connacht (que mandaba sobre Duach), Colmán mac Cobthaigh, iba a tomar cartas en el asunto. Pues este rey era de la misma familia de los Uí Fiachrach Aidhne y por lo tanto la profecía le afectaba de lleno. De manera que envió sus sayones en persecución de Righach, la apresó y se encargó de cumplir en ella la cruel sentencia dictada por su marido.
Dios, que no quiso dejar de su mano a la inocente perseguida, cambió milagrosamente la naturaleza de la piedra que le habían atado al pescuezo, tornándola liviana como un corcho. Y así, en vez de hundir a Righach le sirvió de flotador y salvavidas para llegar a la orilla. La piedra, que todavía se conserva hoy, ha recobrado su peso original; pero guarda, eso sí, la huella de la soga con que la colgaron del cuello de la reina. 
Tan rápidamente como le permitían su avanzadísima preñez y el huir a salto de mata, se fue alejando ésta hasta que no pudo más y tuvo el niño, que dejó a la sombra de un fresno.
Toda la preocupación de la exhausta madre era que no se veía por allí alrededor arroyo ni charca con cuyas aguas poder bautizar a la criatura.
Una situación semejante a la que se da en el nacimiento de San Goulven (ver El oro de San Goulven).
-¡Ya tiene miga la cosa! ¡Con la de agua que he tragado y en las que me he visto para arrastrarme fuera del líquido elemento, y ahora que me hace falta, ni una gota!
Apoyada en el tronco de aquel árbol con el niño en el regazo esperaba resignadamente morir de extenuación cuando vio aparecer a lo lejos dos figuras que se le acercaban con paso vacilante. Hubiera huido, pero sus pocas fuerzas no se lo permitían.
Por fortuna, se trataba de dos santos monjes.
-¡Bienvenidos seáis; Dios os envía! Nada pido para mí, pero, por caridad, traed algo de agua aunque sea en las manos para esta criatura, no se vaya a condenar... 
-Ya -dijo uno de los dos-... Lo malo es que yo estoy cojo, que casi no me puedo mover, y aquí mi compañero es un pobre ciego. ¿Adónde vamos nosotros?
-También es mala suerte.
-Lo único es rezar por vosotros.
-Bueno; mal no hará.
Los monjes empezaron a rezar y al poco tiempo brotó, como es normal en estas narraciones, una fuente milagrosa, con que el recién nacido pudo ser bautizado. 
-¿Cómo quieres que le pongamos?
-Colmán.
-¿Como el rey?
-Sí, eso es.
Viendo en todo aquello la mano de Dios, los monjes andantes se lavaron con el agua de la fuente y recobraron el uno la vista y el otro el uso de las piernas.
-Creo que deberías darnos a este niño para que lo criáramos nosotros.
-Por mí, lleváoslo ahora mismo.
-¿Cómo? ¿No te da pena separarte de él el mismo día que lo has parido?
-No, porque comprendo que todo esto son misterios de la voluntad divina.
-Hija mía, así debía ser todo el mundo. No se hable más; nos lo quedamos.
Los frailes, felices con la salud recobrada y llevando el prometedor discípulo en brazos, regresaron a su monasterio donde se crió dando cada día mayores muestras de virtud y santidad.
Cuando ya fue algo mayor, se despidió de sus providenciales ayos y se embarcó a la isla de Inis Mór, en las Aran, donde desde un siglo atrás florecía la santidad de los monjes gracias al gran San Enda. Allí pasó una temporada; pero al cabo, buscando un lugar todavía más ascético y retirado, se quedó a vivir con un grupo escogido de frailes en los montes Burren, unas colinas junto al mar, ásperas y pedregosas.
Hasta aquí tomo la mayor parte de la información del libro de Jerome A. Fahey, (historiador de Galway que trabajó a finales del siglo XIX y principios del XX) Historia y antigüedades de la diócesis de Killmacduagh. (Dublin, 1893; puede leerse en línea).
John Colgan y Geoffrey Keating, que escribían en el siglo XVII, narran lo siguiente (hay traducción al castellano de los textos de Keating en Cuentos irlandeses medievales, editado por Toxosoutos). Estando en la soledad de Burren, San Colmán mac Duach hizo tres entrañables amigos. Estos serviciales amigos eran un gallo, un ratón y una mosca. Durante años, el gallo estuvo cantando para avisarle de que tenía que levantarse a rezar. Pero como, al parecer, el monje se debió de acostumbrar a sus llamadas y ya lo oía como quien oye llover, o si alguna vez se quedaba profundamente dormido por culpa de las muchas vigilias y ásperas penitencias agotadoras, venía en su auxilio el ratón, que lo arrancaba de su sueño -dice Colgan- royéndole la ropa o mordisqueándole suavemente (lamiéndole, según Keating) las orejas. En cuanto a la mosca, y aquí viene el recuerdo inicial de la mantis, el servicio que le hacía al santo era ir caminando entre los renglones de su libro a medida que leía, parándose cuando el santo se paraba e indicándole el punto en el que debía reanudar la lectura.
El animal de compañía de San Colmán en el Libro de Kells
Obviamente, como todos sus contemporáneos, San Colmán leía en voz alta; de lo contrario habría que suponer comunicación espiritual o telepática entre su mosca y él. Claro que tratándose de milagros no hay límites al portento.
Prodigios grandes, admite Colgan, pero mayor lo es el que un hombre trate como con un amigo amable y bondadoso con Dios, que está allá en las inconmensurables alturas con su terrible majestad y omnipotencia. Mayor distancia mil veces hay entre San Colmán y Dios, en suma, que entre la mosca y San Colmán...
En todo caso, no podemos dejar de ver en este monje del más apartado extremo de occidente un gran precursor de las nuevas tecnologías. Ya en el siglo VII se servía del ratón y de la flecha del cursor. Sólo le faltó dar el importante paso de gobernar el camino de la mosca, a distancia, moviendo con la mano al ratón sobre el tablero de su mesa. 
Quiso Dios poner a prueba al santo, y en poco tiempo se le murieron sus tres pequeños amigos. Quedó tan desconsolado que él, que se había retirado casi por completo del trato humano, escribió una carta a San Colum Cille, que se encontraba entonces ya en Í o Iona, en Escocia, lamentándose de su desgracia. San Colum Cille le contestó: "Sólo el que tiene riquezas y posesiones siente el dolor de su pérdida". Colgan dice que Colum Cille respondió "con humor y discreción a la vez" (jocose simul et prudenter); creo que hoy la salida resulta glacial e inhumana.
Acaso bajo los efectos de aquel desengaño, San Colmán se adentró más aún por la senda del ascetismo. Se retiró a otro yermo más apartado en compañía de un solo discípulo. Huían la compañía de las demás personas, vestían pieles de ciervo, bebían agua de los manantiales y comían berros y otras plantas del campo. Así permanecieron siete años.
Al cabo de ellos, un día de pascua, Colmán mac Duach dijo al fraile mozo:
-Hoy es la fiesta más grande; deberíamos celebrarla por todo lo alto.
-Ya lo había pensado; por eso he puesto unos lazos en el bosque y he visto que ha caído una avecilla que podemos echar a hervir con las verduras. ¡Todo un banquete!
-Un día es un día.
Así lo cuenta Colgan; Keating dice que al discípulo, de modo insólito, le entró un vivísimo antojo de carne para celebrar la festividad y resolvió encaminarse al palacio real, que no estaba lejos, para pedir un poco de ella por amor de Dios.
Preparando el cocido. Relieve gótico. 
El maestro se lo prohibió, aconsejándole que rezase a Dios en vez de pedir limosna al rey.
Ya no reinaba Colmán, el que había querido matar al santo en el vientre de su madre. Lo había sucedido uno de sus hijos, que murió al poco de subir al trono, y tras éste otro hermano, Guaire. Keating afirma que Guaire también era hermano de Colmán (o de Mochua, como se llamaba cariñosamente a aquel santo), pero la mayoría de los hagiógrafos lo niegan. Lo que todos admiten es que eran parientes.
Guaire fue uno de los reyes más importantes de Connacht y es proverbial por su generosidad. Se decía de él que, a fuerza de repartir dádivas, se le había hecho el brazo derecho más largo que el izquierdo. Es un personaje que aparece citado con frecuencia en los relatos medievales. 
Uno breve del siglo X (publicado en el volumen XXVI de la Revue Celtique  y en el primer número de la revista Ériu, ambas ediciones -por Whitley Stokes aquélla y O'Keeffe ésta- con traducción consultables en línea) cuenta este cuento del frailecillo goloso.
Guaire, pues, en su castillo -Durlas-, se aprestaba a celebrar un festín de pascua con sus convidados. Cocido era lo que tenían para comer. Según el texto más antiguo, llevaba un cerdo y un ternero; según Colgan, un cerdo y un ciervo. Guaire, como otros reyes de la antigua Irlanda, poseía un famoso caldero de enorme tamaño. Éste tenía cuatro argollas por las que se pasaban dos astas de lanza, y así lo venían cargando a hombros entre cuatro sirvientes, que lo posaron en el suelo ante los comensales.
Guaire se quedó pensativo al ver la comida. Cuánto mejor empleada estaría en algún buen siervo del señor que en aquella caterva de cortesanos, bardos y gorrones.
En aquel momento, el caldero le levantó en el aire con lanzas y todo. Se puso en movimiento y volando salió de la casa. Cuatro ángeles invisibles lo llevaban en andas.
Otros dicen que ya estaba la comida servida en las escudillas y que fueron éstas y las fuentes las que salieron en procesión aérea por la ventana, para asombro de los invitados.
Atónito, Guaire mandó que ensillasen caballos y la corte, estupefacta y divertida, emprendió la persecución del cocido fugitivo. Estuvieron galopando un rato sin poderle dar alcance hasta que llegaron a un calvero del bosque donde vieron a dos monjes, joven y viejo, que se aprestaban a hincarle el diente.
Así que este santo precursor también lo fue de los restaurantes a domicilio y puede decirse que fue el suyo el primer telecocido del mundo. Ahí queda el dato para algún continuador de Polidoro Virgilio.
-¡Eh! ¿Qué es esto? ¡No toquéis ese cocido, que es nuestra comida! ¡Venga, traed esos platos para acá!
¡Venga acá ese caldero! Capitel románico.
Pero la orden no pudo ser obedecida, porque ni los caballos podían dar un paso, como si tuvieran las pezuñas soldadas al suelo, ni los jinetes eran capaces de despegar las asentaderas de las sillas.
-¿Quién sois vosotros dos?
-Ya lo ves: dos recoletos de este bosque.  
-¿Lleváis aquí hace mucho?
-Siete años, y en todo este tiempo es la primera carne que íbamos a catar.
-Pues para vosotros, que os la tenéis ganada. Ya nos prepararán cualquier cosa en palacio.
-No digáis eso, que de aquí comemos todos y sobra.
Caballos y caballeros recobraron el movimiento.
Guaire se enteró de su parentesco con aquel monje y admirado de su vida austera y virtuosa lo quiso hacer obispo de su reino. Colmán pretendió negarse, pero llegó un ángel con órdenes superiores de que aceptase el anillo.
-¿Y dónde pongo la catedral?
-Será de nueva fundación. Cíñete este cinto bien apretado, y donde veas que se te suelta solo y se caiga al suelo, allí tienes que edificarla.
El cinturón se cayó en donde luego se levantaría Cill Mhic Dhuach, la Iglesia de Mac Duach, Kilmacduagh en inglés. Era un cinto adornado de piedras preciosas que se conservó durante siglos en la familia de los O'Shaughnessy, (originarios, como San Colmán, con quien están emparentados, del Sur de la bahía de Galway) como preciada reliquia, y servía también para ordalías. A la persona que intentaba ponérselo, si era casta, le sentaba perfectamente, ya fuese gorda o flaca; la que no lo era no había modo de que se lo pudiese abrochar.
Guaire se entusiasmó con la construcción de la catedral y otros edificios de Cill Mhic Dhuach; su munificencia estuvo a la altura de su renombre e incluso se las arregló para contar con el mejor arquitecto de Irlanda, el célebre San Gobán (ver la vaca de la Roja y San Moling, libertador de Laiginn).
La catedral quedó fundada hacia el año 620. No fue el único edificio religioso que se le debe. Y también le están consagrados varios pozos y fuentes milagrosos. En uno de ellos se dice que cayó de bruces un niño que se había perdido de su familia. Cuando lo encontraron llevaba varias horas con la cabeza debajo del agua. Cuáles no serían la sorpresa y la felicidad de los padres cuando, al sacarlo, abrió los ojos como si saliera del más plácido sueño. Despertó preguntando por aquel anciano tan amable que había estado a su lado, cuidándolo y tranquilizándolo, durante todo aquel tiempo que había pasado a remojo.
Sin embargo del éxito de su labor pastoral, del favor regio y de la estima de los fieles, San Colmán, que tenía madera de anacoreta y no de obispo, se encontraba a la cabeza de su diócesis como gallina en corral ajeno, y en cuanto obtuvo licencia de su ángel, se apresuró a regresar al yermo. 
Allí, en Corca Mrua (Corcomroe en inglés), al Sur de la bahía de Galway, pasó sus últimos años y murió, según es fama, en el de 632.
Aunque no hay acuerdo sobre el día de su festividad, en Kilmacduagh se celebra el 29 de octubre.





  


sábado, 20 de octubre de 2012

Más de princesas y osos

El culto de unas importantes santas mártires en Colonia está atestiguado desde fecha antigua. Una inscripción, que parece remontarse al siglo V (aunque su antigüedad o la de, al menos, parte de ella, ha sido repetidamente puesta en duda), en la basílica de Santa Úrsula de aquella ciudad, conmemora la reedificación por un importante personaje oriundo de Oriente y llamado Clematio de una basílica en su honor, situada en el mismo lugar de su martirio. 
La famosa inscripción de Clematio en Santa Úrsula de Colonia
http://commons.wikimedia.org/wiki/File:St._Ursula_K%C3%B6ln_-_
Clematius-Inschrift_(3218-20).jpg
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© Raimond Spekking / CC-BY-SA-3.0 (via Wikimedia Commons)
La devota obra de este Clematio fue consecuencia de ciertas visiones llameantes (divinis flammeis visionibus). La inscripción amenaza con el fuego del infierno a quienes osaren mandarse enterrar en la basílica martirial, lo que indirectamente revela que existía la piadosa costumbre de inhumar a los difuntos a la mayor proximidad posible de las santas para que gozasen de su sagrada protección. 
Entre los siglos VIII y IX, según las Acta sanctorum, se redactó un sermón anónimo en honor de las mártires de Colonia (suele citarse como Sermo in natali). En él se menciona sólo, como más principal, a Santa Pinosa. No se precisa tampoco el número de las santas. Pero al decir el predicador que si Cristo, en su prendimiento, hubiera podido concitar más de doce legiones de ángeles, mucho más fácil le resultaba reunir a menos de doce mil vírgenes, parece haber tenido en la cabeza la cantidad de once mil.
Al autor del sermón no se le pasa por alto la semejanza entre la pacífica hueste de las mártires y la otra, guerrera, de las amazonas: ¡cuán superior a ésta, que repartía la muerte, aquélla, que navegaba resuelta a aceptarla por amor de Dios! También es verdad (concede el autor) que entre tanta multitud de doncellas se pudo contar también, por excepción, alguna casada o viuda...
Otro dato importante de este texto es el de la procedencia británica de las mártires. Según él, la virginal expedición fue consecuencia de la persecución de Maximiano en Britania.
En el siglo IX se multiplican las menciones de estas santas y empezamos a conocer algunos otros de sus nombres: Marta, Saula, Sambacia, Saturnina, Gregoria, Sencia, Rabacia, Brítula, Paladia. En varios textos se dice que fueron once las que padecieron martirio en aquella ocasión.
Wandalberto de Prüm las menciona en su Martirologio en verso:
"Allí a la vez por las orillas del Rhin refulgen
numerosos trofeos erigidos por las virginales compañías de Cristo,
en la ciudad de Agripina [Colonia se llamaba Colonia Agrippina en la antigüedad], de las           [cuales el furor impío
mató a millares, ínclitas, conducidas por santas..." 
En la Vida de San Cuniberto, obispo de Colonia, se lee que estando este santo en la iglesia de las mártires, diciendo misa, entró revoloteando una paloma y fue a posarse en una capilla. Excavándose allí se encontraron restos humanos que se consideraron como los de una de las santas.
Ya en el siglo X aparece en dos versiones la Passio Sanctarum undecim millium virgines, redactada probablemente en Colonia, pero que recoge elementos de origen británico. Según esta vida, fue santa Úrsula hija del rey Deonoto. Aunque el nacimiento de una hija decepcionó un poco a los padres, que esperaban descendencia masculina, pronto se alegraron viendo cómo la niña crecía llena de virtudes y de belleza: "de una hermosura incomparable y una belleza gloriosa a los ojos de todos". 
Carlo Crivelli, Santa Úrsula. La bandera de Inglaterra
que porta alude a sus origen británico.
La fama de tan preclara princesa llegó a oídos de cierto tirano bárbaro y poderoso por sus conquistas, que la codició para mujer de su hijo. Fueron enviados de su parte mensajeros a Deonoto, prometiéndole el oro y el moro si concedía la mano de la hija y amenazándole guerra y destrucción en caso contrario.
El buen rey se vio en un mar de dudas, sin poder resolver qué respuesta sería menos dañosa, y consultó a la princesa. A ésta se le ofreció la respuesta en un sueño, y a la madrugada siguiente Úrsula acudió sonriente al rey su padre con el consejo de que consintiese a la petición para ganar tiempo, con la condición de que la prometida, acompañada de diez doncellas escogidas por su virtud, nobleza y hermosura, cada una con un séquito de mil vírgenes, hiciese una peregrinación marítima de tres años, al término de los cuales se haría lo que Dios fuese servido. Entre tanto, el novio se haría cristiano y sería instruido en la fe durante todo aquel tiempo.
Los bárbaros padre e hijo escucharon estas rebuscadas condiciones con el mayor alborozo (lo que ya de por sí puede tenerse por estupendo milagro) y decretaron que se celebrasen fiestas y regocijos por todo el reino. El prometido se apresuró a bautizarse y a seleccionar las doncellas más excelentes de sus dominios, mientras se les confeccionaban ajuares, se construían las naves y se pintaban, esculpían y adornaban con oro, plata y bronce. Capitaneadas por Pinosa, doncella nobilísima, las jóvenes se reunieron con la princesa Úrsula, organizándose a la manera de un verdadero ejército.
De modo que, si el autor del sermón In natali ya las comparaba a las amazonas, aquí se insiste en ese aspecto de milicia femenina. Incluso en sus detalles, como el juramento común y los ejercicios bélicos a los que cada día se dedicaban, aunque de manera adaptada a su condición de muchachas ("puellariter palaestrizantes"), ante los ojos complacidos de los reyes.
Esta organización de doncellas no deja de recordarnos a una cofradía guerrera al modo de las que existían entre los germanos, los irlandeses (los fianna) y otros pueblos indoeuropeos.
Claudio de Lorena, El embarque de Santa Úrsula (detalle).
Las doncellas aparecen como guerreras, armadas con sus arcos. 
También a las doncellas osas de Grecia, que adoptaban temporalmente la naturaleza de ese animal y su fiereza durante las fiestas de Artemisa Brauronia (ver Huyendo al bosque y La emperatriz y los osos) como condición para pasar a ser verdaderas mujeres. La tropa de la que aquí se trata estaba comandada por Úrsula, es decir "Osita", al igual que el nombre de Artemisa se asociaba entre los griegos con el del oso (artos o arktos). El nombre de la princesa ya había llamado la atención del autor de la vida, que le da una rebuscada explicación: sus padres se lo pusieron porque estaba destinada a enfrentarse con el Oso, es decir el Demonio. Que el oso representa a Satán ya lo habían dicho entre otros San Euquerio de Lyon en sus Formulae (donde se refiere a los osos que hizo salir el profeta Eliseo del monte para que se comiesen a los arrapiezos burlones que se estaban riendo de él por calvo), y san Agustín en el sermón XXXVII, De David y su padre Isaí, y de Goliat. Ahí afirma san Agustín que tanto el oso como el león son figuración del Diablo en dos modalidades distintas, porque éste daña con la cabeza y aquél con la mano. 
La lucha contra el oso representa, según San Agustín, la lucha contra el
Demonio.  Capitel románico.
Se ve que no ha llegado al Infierno el maoísmo, con la superación de la contradicción entre el trabajo manual y el intelectual (cuyo remoto precedente -nihil novum- está en el ora et labora monacal).
Relaciones particulares y privilegiadas de santas con osos ya las hemos encontrado en Santa Ricarda, que asustada primero por una osa salvaje con sus crías, la dominó y convirtió en animal favorito de compañía. Ciertamente, Úrsula no huye de su matrimonio por el bosque, como Santa Ricarda, sino por el mar como Santa Dymphna y su paisana, Santa Noyala. Claro que el mar y el bosque son espacios muy semejantes para la imaginación medieval: espacios caóticos, ajenos al cosmos, por los que se atraviesa de isla en isla o de calvero en calvero entre peligros desconocidos.
Mujeres guerreras no faltan en la tradición céltica insular: Scáthach, instructora de Cú Chulainn en las artes bélicas, es la primera que se me ocurre. Luego piensa uno en la enigmática Dama del Lago, educadora de Lanzarote y guardiana de la espada Excalibur. Pues la tal Dama del Lago, que para algunas leyendas es Nimue, o sea la llamada en Irlanda Niamh, amante de Oisín y princesa de Tír na nÓg, en otras se identifica con Morgana, cabeza de la sociedad femenina de Avalon, figura misteriosa en que se funden la irlandesa Mór Rígan, diosa de los combates, y la antigua diosa británica Modron. Por no hablar de las  mari-morganas, sirenas bretonas de las que la más famosa es, sin duda la princesa Dahut, de la que ya se ha hablado en estas entradas varias veces (ver Antigüedad de Dahut, La revancha de Dahut).
Juramentadas para conservar su virginidad a toda costa, zarparon y en un día y una noche llegaron al puerto de Tiel, donde, como unas actuales turistas, desembarcaron a hacer sus compras porque era día de mercado; tras lo cual, remontando el río, se dirigieron a Colonia.
Hans Memling. Llegada de las vírgenes a Colonia. Llevan las compras.
En Colonia, se le apareció en sueños a Úrsula un hombre de claridad y autoridad angélicas. La princesa se llevó un susto tremendo, como muchacha que era, de verlo a aquellas horas en la soledad de su alcoba, pero el ángel la tranquilizó y le ordenó que viajase a Roma con su comitiva. Tras lo cual debía regresar a Colonia para recibir el martirio. A la mañana siguiente fue convocado el virginal ejército; se le comunicaron las profecías y todas, llenas de contento, emprendieron camino: navegando por el río hasta Basilea (¡complicada travesía fluvial!) y desde allí a pie a Roma, donde permanecieron el tiempo indispensable.
A su vuelta, encontraron la región de Colonia devastada por los hunos y la ciudad asediada. Aquella multitudinaria expedición femenina no les pasó desapercibida por mucho tiempo y los bárbaros cayeron sobre ella como lobos en redil. Pero al ver la belleza maravillosa de Úrsula, reprimieron su furor homicida y la reservaron para regalo de su caudillo, pues es sabido, dicen los Bolandistas, que los hunos eran extremadamente rijosos.
El cabecilla de los bárbaros, conmovido por la hermosura de la princesa, le ofreció la vida a cambio de su mano, lecho e imperio. Ofendido e irritado por la negativa de Úrsula, mandó que la asaeteasen sobre el montón de los cuerpos de sus compañeras martirizadas. 
No se libró por entonces del martirio más que una de las vírgenes, llamada Córdula, que se quedó toda la noche escondida en su barco. Sin embargo a la mañana, abrasada en sed de martirio, salió a la luz y se entregó a los verdugos.
Allí sucedió un prodigio: los hunos, alucinados, creyeron ver un ejército de feroces guerreros igual en número al de vírgenes que habían masacrado; fulminados de pánico, se dieron a la fuga desatentadamente. 
Cuando se aseguraron de lo que había pasado, los vecinos de Colonia se atrevieron a salir del cerco de sus muros, reconocieron a las vírgenes, cuyos cadáveres desnudos estaban esparcidos por el campo, y rápidamente las amortajaron y les dieron sepultura con honra y veneración.
La conexión de la leyenda de Santa Úrsula con la materia bretona se hace explícita en la Historia Regum Britanniae  de Monmouth, ya en el primer tercio del siglo XII.
Según éste, a Dianoto, rey de Cornualles y sucesor de Caradoc, el emperador Maximiano le había encomendado el gobierno de Britania, al igual que le había concedido a Conan Meriadec la Bretaña armoricana (la tradición más común difiere de Monmouth en que es Magno Máximo -el Macsen de los Mabinogion-, y no Maximiano, el amigo y favorecedor de Conan). Conan deseaba colonizar Armórica con britanos y a tal fin solicitó a Dianoto un envío de mujeres para sus soldados, pidiendo para sí mismo la mano de la princesa Úrsula (no todas las versiones de la Historia Regum Britanniae mencionan su nombre), a la que siempre había deseado. El convoy de doncellas zarpó de Londres; las tormentas arrastraron las naves que se libraron de ir a pique hasta unas islas pobladas de bárbaros pictos y hunos a sueldo de un emperador rival de Maximiano, Graciano. Asombrados de la belleza de las doncellas britanas, los bárbaros quisieron gozarlas; ante su resistencia, mataron a la mayor parte sin piedad. 
Los hunos tenían fama de rijosos. Cuadro de Rochegrosse.
Después intentaron invadir Britania, aunque sin conseguirlo, y acabaron su aventura en Irlanda. Maximiano, en tanto, había sido asesinado en Roma por los partidarios de Graciano y todos los britanos de su ejército que pudieron buscaron la salvación en Bretaña armoricana.
Según Léon Fleuriot y Christian Y. M. Kerboul, esta leyenda conserva recuerdos de los inicios de la colonización britana de Armórica. Es curioso que el destino de las doncellas, la región de Colonia, también contaba en la época con una importante población británica. También se encomendó a britanos la defensa del litoral del Mar del Norte frente a los piratas germanos.
Pero, aparte de arrojar una dudosa penumbra sobre los orígenes de Bretaña, la versión de Monmouth nos dirige a otra dimensión. El desenlace se sitúa ahora en unas desconocidas islas, espacio mítico de una magia bien superior a las reales y pantanosas tierras del delta del Rhin o la ciudad de Colonia. Monmouth nos dice, además, los nombres de los caudillos bárbaros autores de la cruel matanza: Guanius y Melga. Baring-Gould señala que esto de Melga es latinización del galés Melwas, y Melwas es un personaje bien conocido en la leyenda artúrica. Caradoc de Llancarfan, autor de la Vida de San Gildas, en el siglo XII, cuenta que el pájaro de Melwas violó y raptó a la reina Ginebra (¡nada menos!), a la que tenía secuestrada en la inexpugnable Glastonia. Arturo tenía asediada a la ciudad desde hacía tres años cuando San Gildas puso paz entre los dos reyes con la entrega de la prisionera a su legítimo esposo. Sin embargo, lo que dicen otras versiones del cuento es que Lanzarote retó a Melwas, al que los textos franceses e ingleses llaman Meleagant o Meleagaunce y le dio muerte.
Lanzarote rescata a Ginebra. Ilustración de N. C. Wyeth (1922).
Se supone que, en el fondo, el reino de Melwas es el Más Allá, de donde Arturo, con la ayuda de Lanzarote, logra rescatar a su mujer arrebatada por el rey de la Muerte.
Y aquí viene a cuento que, curiosamente, las Acta sanctorum refieren un ritual en el que una figurada Santa Úrsula era paseada en procesión en un barco sobre ruedas. Ahora bien, fiestas semejantes se celebraban en muchas partes de Europa del Norte, en tierras antes gálicas o germanas. Pamela Berger, a cuyo libro me refería precisamente en la anterior entrada, las hace remontarse a un antiquísimo culto de la Madre Tierra y las relaciona con el famoso texto de Tácito, en la Germania, acerca de las procesiones con que se rendía culto a la diosa Nerthus. Ésta es una deidad ambigua, no diosa sino dios -Njördhr- entre los escandinavos, y fundamentalmente marina. 
Las procesiones sobre barcos rodantes recuerdan al viaje naval de Santa Úrsula y demás doncellas Rhin arriba, que tanta extrañeza causaba en los compiladores de las Acta sanctorum. Y el pánico que sacude a los bárbaros tras la matanza de las mujeres recuerda a los efectos del seidhr, la magia femenina de que los germanos sabían valerse en el combate (femenina, sí, pero utilizada por el mismo Odín, cosa que el dios Loki no deja de reprocharle). Dentro siempre del mundo mítico germano, el hagiógrafo Baring-Gould apunta la semejanza del viaje de Santa Úrsula con el de Brunilda y su séquito de doncellas  hasta las tierras renanas, donde muy a su pesar ha de casarse con Gunther, en la leyenda de Sigfrido. Conflicto que también acaba en una guerra con los hunos.
Fuese como fuese, el siglo XII fue el de mayor auge del culto a estas mártires. Haciendo obras para la construcción de las murallas de Colonia, a proximidad de la basílica de las mártires, comenzaron a aparecer huesos y más huesos (cosa lógica, ya que había existido allí un cementerio desde siglos atrás). Isabel de Schönau data estos hallazgos en 1156. Muchos de ellos lucían por la noche con una claridad fosfórica (fenómeno que puede ocurrir por causas naturales) y el caso es que dieron origen a un importante tráfico de reliquias.
En aquel mismo siglo, Santa Isabel de Schönau, monja visionaria y amiga de Santa Hildegarda de Bingen, recibió importantes revelaciones acerca de Santa Úrsula y su aventura. las autoridades eclesiásticas, ante la sospechosa proliferación de santos restos, solicitaron la asesoría de Santa Isabel, no fuese que algunos avispados estuviesen falsificando sepulcros y reliquias de santas.
Las primeras en aparecer fueron las de Santa Verena, con ocasión de cuyo traslado Santa Isabel vio por la región del aire un globo de fuego blanquísimo precedido de un ángel de la mayor belleza, portador de un incensario y una vela. Después se le apareció la propia mártir, radiante, coronada y empuñando la palma del martirio, que le aseguró ser exacto el nombre que aparecía en su lápida, el cual ella misma se había encargado de que el lapicida escribiera correctamente (un cuidado que ya habíamos visto en el irlandés San Merolilán). La santa iba acompañada de otro glorioso mártir.
-¿Y tú quién eres?
-Yo soy Cesario; soy primo de Venera, hijo de una tía suya, y tanto la quise desde chico que me empeñé en acompañarla en su periplo, y fortalecido por ella en la fe, padecí martirio. Nuestros huesos quedaron separados y al cabo de los siglos volvemos a podernos reunir.
-¿De manera que había hombres con las once mil vírgenes?
-Sí, señora.
-¿Y cómo es que han salido también tumbas de obispos y perlados?
El papa Ciriaco y varios obispos acompañaban a las
vírgenes. Manuscrito alemán del siglo XV.
-Atiende, que yo te contaré -le dijo la mártir estando Isabel en éxtasis-. Movidos de nuestra santidad, se nos unieron varios obispos de Britania y también San Pantulo, de Basilea,  vino a morir mártir con nosotras. Además, el padre de Úrsula, el rey Mauro de la Britania irlandesa, permitió que acompañasen a la comitiva algunos hombre de confianza, necesarios. A todos ésos hay que sumar el papa Ciriaco, décimo nono pontífice de Roma, que por mandato divino colgó la tira y se nos unió. Y los cardenales decían que era locura dejarse enredar por una caterva de mujercillas noveleras, muchas de ellas paganas, que tuvo que bautizarlas él. Le sucedió el papa Antero.
-No he oído yo hablar del papa Ciriaco ni lo he visto citado.
-Eso es la tirria que le cogieron los cardenales por despreciar el papado; por eso lo han borrado de la lista.
El nombre del rey Mauro, según los comentarios de las Acta sanctorum, bien podría ser un adjetivo, ya que mawr en galés es "grande". En cuanto a la Bretaña irlandesa como patria de Úrsula, no es tan gran disparate como puede parecer a simple vista, dado que parte de Gales estuvo colonizada por irlandeses cuyas estirpes dieron grandes reyes y santos, como el propio Brychan, de que no hace mucho se hablaba aquí.
-También estaba el obispo Jacobo, paisano nuestro que emigró para Antioquía, y al saber de nuestra caravana se nos unió; era el que iba escribiendo los nombres en las lápidas de las mártires, pero no le dieron tiempo a terminar su labor; por eso unas vamos identificadas y otras no. 
-Es que ¡ya tenía trabajo!...
-Bueno, pero lo ayudaban once sacerdotes, uno por cada millar de mártires. Y aparte de tallar la piedra tenían que ir averiguando los nombres, que algunos hubo que sacarlos por revelación divina y otros ni por ésas... Otro emigrante britano que venía era San Mauriso, abuelo de dos de nosotras: gran predicador que convirtió a muchos paganos y judíos. ¡Pero no te vayas a creer! Los obispos y otros varones hacían su vida aparte durante todo el viaje y no se nos reunían más que para la predicación y la liturgia. 
Hans Memling, Llegada de las vírgenes a Basilea.
Obsérvese que los peregrinos van castamente
separados en dos barcos: hombres a la izquierda,
mujeres a la derecha.
Allí se encontraron enterrados San Foilán de Lugo y San Simplicio de Rávena. Allí también el infeliz prometido de la princesa, Eterio, con su madre Demetria, su prima Axpara y su hermana niña, Florentina. 
-¿Qué pintan aquí éstos, si precisamente Úrsula organizó toda su expedición para huir de casarse con él?
-Pero Dios le ordenó que se convirtiese y convirtiese a su madre y que viniesen a reunirse con la novia.
-Dime más historias de las mártires.
-Estaba la princesa Constanza, que se quedó huérfana de padre y madre, virgen y sin compromiso; un tío suyo obispo se ocupó de tratar su casamiento con otro joven de sangre real, y poco antes de formalizar los esponsales, el prometido estiró la pata. Ella oyó entonces hablar de nuestra virginal sociedad y se sumó a nosotras. Y en su tumba, por descuido, pone en vez de Constanza Firmindina, que es como se llamaba su madre.
-Pues qué despiste.
-Con las prisas... ¡Venían los hunos arreando! 
Otra vez se le apareció otro mártir llevando un grueso memorial con la explicación de quién era, de sus hermanas y demás familias, con las señas por las que podían ser distinguidos e inhumados en sepulturas identificadas con sus nombres. Famosos santos se dirigían a Santa Isabel, hablándole de sus mártires recomendadas. San Nicolás se interesaba por Santa Gerasina, reina de Sicilia pero de origen britano y tía materna de Úrsula. Y venía siendo abuela del rey Doroteo de Grecia, padre de Santa Constanza... 
-El que se murió dejándola casadera...
-Ése. Pues el padre de Úrsula, que se fiaba mucho de Gerasina, le escribió contándole el intento temerario de su hija y pidiéndole consejo en tal zozobra; pero Gerasina lo que hizo fue aunarse con toda su familia a la comitiva.
-Óyeme una cosa. Y el que os martirizó ¿fue de verdad Atila?
-No, sino otro huno que se llamaba Julio, instigado por dos políticos de Roma: Máximo y Africano, defensores del paganismo.
Como se ve, a Santa Isabel de Schönau se le agolpaban las visiones a la cabeza, a borbotones y atropelladamente, enredándose y tropezando unas con otras como las cerezas del cesto. Una vez se le mostró el ejército completo de las doncellas, con coronas de oro y palmas brillantísimas, vestidos blancos y deslumbrantes como la nieve bajo el sol, las frentes ornadas de púrpura en memoria de la sangre vertida, acompañadas de bastantes varones no menos gloriosos. Al frente estaban Úrsula y su prima Verena que le contaron cómo varios obispos habían recibido la revelación del martirio colectivo y la orden divina de enterrar a las santas.
-¿Cuál fue el motivo de que os matasen?
-¿No te lo imaginas? Que querían unirse a nosotras en bárbaros abrazos: y unas veces nos agobiaban con sus empalagosos halagos, otras nos aterrorizaban con sus amenazas. Y nosotras: "Pero bueno, ¿en qué cabeza cabe que hayamos hecho un viaje tan largo para acabar consintiendo en ser vuestras amigas? ¿No veis que sois unos bárbaros y nosotras unas princesas y patricias del Imperio Romano, esposas de Cristo?"  
-¿Qué muerte os dieron?
Martirio de las Once Mil Vírgenes. Maestro de la Pequeña Pasión,
siglo XV.  Atila aún intenta convencer a Úrsula.
-Varios géneros de muerte. A mí, de un flechazo en el corazón. Y luego vino Clematio y nos enterró con grandes honores.
-¿El Clematio de la inscripción?
-No, mujer, otro. El de la inscripción, otra buena persona, fue muchos años después.
Esto fue revelado a Santa Isabel. Pero no acaban aquí las comunicaciones de las santas. También revelaron nuevos detalles a San Hermann Joseph, monje místico y visionario premostratense, natural de Colonia, allá a finales del siglo XII o principios del XIII.
Precisa éste que las doncellas eran principalmente de origen británico, inglesas, bretonas, galesas e irlandesas, pero que no faltaban de otras naciones, ni tampoco matronas y varones clérigos y legos.
Según Hermann Joseph, el padre de Úrsula era rey de la Pequeña Bretaña y, como en los cuentos, tras una larga y desesperante esterilidad de su matrimonio, tuvo aquella hermosa hija. Cuando fue casadera la pidió, como sabemos, un rey bárbaro que, aunque severo y pagano, había educado a su hijo en principios de honradez y buenas costumbres. El príncipe bárbaro -futuro San Holofernes pero también conocido por Eterio- no dejaba nada que desear como buen mozo. Un ángel bajó del Cielo a convencer a Úrsula y su padre del partido que debían tomar. Se reunieron los miles y miles de doncellas. Frecuentemente las visitaban los ángeles y también los demonios, tentándolas éstos con el cebo de casamientos normales, que les permitiesen gozar lícitamente de los deseos de la carne y de sus maridos, familias y casas. Entre aquellas doncellas había niñas de siete y cinco años, y hasta de dos meses que tomaban el pecho; algunas se hacían acompañar de sus familiares y amigas. No faltaban nodrizas, tan ansiosas del martirio como las demás. Se sumaban a su cortejo caballeros, príncipes y prelados.
El padre de Úrsula tenía tres hermanas: Josipa, Telindre y Eulalia, y tres hermanos: Elvidio, Luis y Hervico. Luis estaba casado con Hermengarda y sus hijas eran Pinosa y Evodia. Hervico y su mujer Hadevigis tuvieron a Sapiencia (que era la maestra de las Once Mil), Serena y Eulalia. Elvidio, de su mujer Malca, tuvo a Elvidio el Mozo. éste se casó con Ana y tuvieron a Esperanza y Eufrosina, que fueron de la comitiva. La tía Josipa tuvo con su marido Eusebio a Eleuteria y Josipa. Nestoria nació a Eusebio de un segundo matrimonio. Iban también Florencia y Placencia, hijas del rey Gil y la reina Helena, mocitas que tenían ya novio: el de Placencia, Florino, quiso acompañarlas y así lo hizo. La hija de la tía Telindre era Plácida. La tía Eulalia se apuntó al viaje. Celindre y Virgilia, primas segundas del rey, se presentaron con mil vírgenes. También iba allí la famosa Córdula, hija del conde Quirino y la condesa Eduvigis, cuya padre fuera el famosísimo conde Harderico. A la muerte de Quirino, Eduvigis se casó con el tío de Úrsula Elvidio. Pues el conde Harderico venía siendo tío de la madre de Úrsula. Su mujer, que también se llamaba Úrsula, era danesa, hija del gran Ebbo, de sangre real. Tuvo por hijas a Julia y Ebbina.
Santas Lucía y Sapiencia eran cuñadas de santa Córdula, hijas de un rey pagano. Eran primas del papa Ciriaco. Osanna era hija de Rogelio, un cuñado de Santa Pinosa. 
La prima Sapiencia (hija de Hervico) iba con sus tíos Eustaquio y Sibilia. Seis hijas de este matrimonio acompañaban la hueste doncellil (la séptima, pobrecita, murió en tierra antes de zarpar). De ellas, tres estaban casadas y tres solteras y, caso curioso, dos se llamaban igual: Margarita. Y el famoso obispo Eleuterio era hermano de Eustaquio. El hermano de Sibilia, Macario, aportó otras cuatro hijas: Margarita, Serena, Aleida y Micronia. No faltaban las hijas de Elvidio el Mozo y Ana, ni la sin par Blándula, hija de un ilustre conde y de la noble Sapiencia. Estaba Resinde, irlandesa, hija del rey de Corchania (será Cruachan, la corte de Connachta). Paisanas suyas Eustora y Mabinorach. Natalia era hija del rey Arturo.
Hans Memling, Martirio de las vírgenes. Según San Hermann
 Joseph, el número total de víctimas superó las 26 000. 
Lo dejo por cansancio. San Hermann Joseph continúa enumerando doncellas, con los cargos que ocupaban en la armada de mártires: Jota, Justicia, Inducta, Mobilia, Carpófora, Palodora, Ursticia... Muchas estaban prometidas, pero el Cielo nunca permitió que se celebrasen sus casamientos. Había duquesas, condesas, princesas y hasta reinas. 
El pretendiente de Santa Úrsula tenía dos hermanas, una muy pequeña y otra ya con novio. Ésta no quiso saber nada de la comitiva de vírgenes.
-Madre, ¡a buenas horas me embarco yo en esa pajarera de mujeres! ¿Para qué me habéis buscado un novio honrado, bien plantado y con medios para darme una vida como espero? Yo me quedo aquí a cuidar de mi casa y de mis hijos que Dios mande.
-Tú -le dijo su hermano- prefieres la felicidad del mundo a la del Cielo, y es locura: porque la felicidad del mundo pronto verás cuál es.
Efectivamente, la princesa se quedó en tierra y a poco de zarpar las naves murió repentinamente sin haber gozado las mieles del matrimonio, que se prometía.
Prosigue Hermann Joseph con la enumeración de los obispos y reyes de la expedición: Olivero hijo de Olivero, casado con Oliva, hija de Cleopatro; Cróforo, Clodoveo, marido de Blandina; Canuto, Avito, Sirano, Refrido... Son tantos los reyes que San Hermann Joseph cree necesario justificarse: en aquellos tiempos los reinos eran muchos y muy pequeños; además, se llamaban reinos los que luego fueron condados y ducados...
Esta acumulación de nombres exóticos y sonoros no cabe duda de que tiene un fuerte efecto poético, que lo emborracha a uno como un conjuro. Por otra parte, la profusión de detalles ociosos, de información genealógica, tiende a crear ese efecto de veracidad, esa "enárgeia" de los retóricos clásicos que presenta la historia como iluminada por una viva luz que parece situar lo narrado ante nuestros propios ojos.
La narración de Hermann Joseph es pintoresca y animada. Al zarpar las naves, las envuelven dos nubes, una de ángeles alborozados, otra de demonios que se afanan en tentarlas para desanimarlas e impedir su viaje. ¡Qué llantos y lamentos de duelo entre los familiares venidos a despedirlas al puerto! Los ángeles, como los modernos psicólogos en las grandes catástrofes, atienden y consuelan a las que se van y a los que se quedan. Muchas niñas de teta se habían quedado sin sus madres; pero metiéndose los deditos en la boca, mamaban de ellos un divino rocío con que se alimentaban perfectamente; y no sólo eso, sino que ni mojaban los pañales ni se hacían caca ni siquiera lloraban molestando a los demás. En brazos de otras mujeres o en su regazo, gozaban sin comprenderlas de las continuas visitas de santos y ángeles, y sonriendo levantaban los brazuelos al cielo con alegres voces: "¡Ha, ha!" Y estas vírgenes niñas no se cuentan en el número de las once mil, sino que van por añadidura. No eran pocas las criaturas, porque en la comitiva iban mujeres que habían partido embarazadas y otras quedaron encintas durante la travesía ("noviter in utero concipientes, amore Christi": no sé cómo se deba entender esto). Los niños que murieron en el vientre de sus madres mártires se consideran mártires a la vez.
La presencia de fetos, niños pequeños, hombres robustos, mujeres ancianas y toda clase de personas entre las once mil vírgenes es consecuencia directa del tráfico de reliquias organizado a partir de las exhumaciones del cementerio de Colonia, donde, como es natural, se enterraban difuntos de toda condición.
Hermann Joseph, ya alejado del mito de las doncellas guerreras, se pregunta cómo una tropa exclusivamente femenina podía navegar tantos días, encargarse de las duras y difíciles maniobras de los barcos, defenderse de los posibles enemigos: y concluye, como hombre de su época, que forzosamente debía haber hombres, no menos de trescientos, en la expedición. 
Joan Reixach, Retablo de santa Úrsula. Efectivamente,
son marineros los que se encargan de la maniobra del barco.
¡Es llamativo cómo va disminuyendo la autonomía de las vírgenes en cada sucesiva versión de la leyenda! De manera que ya en la Leyenda áurea (que depende en gran medida de Isabel de Schönau), a mediados del XIII, Jacobo de Vorágine afirma que eran los caballeros solos, y no las doncellas, los que realizaban justas y hechos de armas para lucirse ante los reyes, como en un torneo de la época feudal.
Pero Hermann Joseph aún no había llegado a ese extremo. Y eso que en sus visiones las doncellas, por milagro, ni enfermaban, ni se cansaban, ni tan siquiera se les rozaban las ropas ni se les hacían tomates en las medias ni agujeros en los zapatos. Ni una sola vez les llovió. Dormían por los prados como si fuesen blandos colchones y cuando necesitaban luz se encendía en los cielos una claridad sobrenatural. Nunca se les atrevieron ladrones, bandoleros ni violadores.
Siguieron su viaje a Roma, donde fueron recibidas por una multitud entusiasta, y regresaron pasando por Basilea y Maguncia, donde se reunieron con el novio de Úrsula, antes de volver a Colonia, que encuentran, como se sabe, cercada por los hunos.
Cuando los bárbaros, incapaces de doblegar a las mujeres, ordenaron la matanza, se vieron innumerables demonios recorriendo el campo, armados con fantásticas y variadas armas, azuzando a los salvajes contra las vírgenes, mientras el cielo se llenaba de una muchedumbre de ángeles y santos, acudidos a contemplar el triunfo de las mártires. Y a medida que iban cayendo, las iban conduciendo en triunfo a los cielos, con algazara, músicas y profusión de perfumes exquisitos. ¡Ya les tenían preparados sus aposentos en el Paraíso!
Y la festividad de Santa Úrsula se celebra el 21 de octubre.

lunes, 8 de octubre de 2012

Dos ermitañas discretas

El día 8 de Octubre se celebra la festividad de varias santas dignas de comentario. De dos de ellas, orientales, pecadoras arrepentidas y penitentes heroicas, el culto se extendió por toda la Cristiandad. Una ha inspirado obras maestras de la literatura y de la música. 
La meretriz Thais. Ilustración de Mariette Ygdis para Thaïs,
de Anatole France.
Otras dos, en cambio, apenas si son veneradas fuera de las tierras donde nacieron.
Pero ya se sabe aquello de Alberto Caeiro:
 "O Tejo é mais belo que o rio que corre pela minha aldeia
mas o Tejo não é mais belo que o rio que corre pela minha aldea
porque o Tejo não é o rio que corre pela minha aldeia"...
De manera que voy a dejar para otro día a las santas famosas y universales y dedicar un rato a las otras, más modestas, de Occidente.
Ya ha aparecido en estas entradas (ver Lo que no se haga por un hijo...) el famoso rey Brychan Brycheiniog, de abundantísima descendencia, padre entre otros de Santa Gladys (o Gwladus en galés) hija y de Santa Dwynwen, patrona galesa de los enamorados. A este Brychan, de linaje irlandés, algunos lo tienen por santo; otros sólo por patriarca y progenitor de santos.
Brychan fue abuelo de San Cadoc (hijo de Santa Gladys) y, según algunas fuentes, de San David de Gales (hijo de Santa Meleria, la cual, como dicen las Acta sanctorum, debió de tener dos nombres, puesto que es bien sabido que la madre de San David fue Santa Nona).
Santa Keina, la que nos ocupa hoy, tiene en galés varios nombres: Cain, Cain Wyry (la Virgen Keina) y Ceinwen (Keina la Blanca). Cain significa en galés "claro" y "hermoso", así que el nombre Cainwen es redundante. No se sabe a ciencia cierta qué puesto ocupa entre los hijos de Brychan; unos dicen que es la décima sexta, otros que la vigésima tercera. Imagino que habrá más opiniones todavía.
Una breve vida medieval de Santa Keina aparece recogida en las Acta sanctorum. 
Antes de que la santa naciese, su madre tuvo en sueños una extraña visión. Se vio a sí misma con el vientre repleto de mirra y bálsamo y los pechos refulgentes de una luz celestial. Daba entonces a luz y lo que nacía de su vientre era una paloma blanquísima.
La niña, desde que nació, mostraba en la cara "el encanto asombroso de no sé qué gracia espiritual" (son las palabras de la vita), que resplandecía unas veces como la nieve y otras como la claridad del sol. Y cuando fue muchacha casadera eran tantos los pretendientes que mosconeaban a su alrededor que decidió escapar adonde nadie la conociese, porque había hecho voto de consagrarse al Señor.
Llegó pues a cierto país que le pareció oportuno para quedarse y solicitó audiencia al rey para pedirle permiso y un terreno pequeño donde levantar su ermita.
-¡Por supuesto! ¡Petición concedida!
-¡Gracias, buen rey!
-No te precipites a dármelas -le contestó con risas- hasta que sepas una cosa: y es que el terreno que te he concedido está tan infestado de serpientes venenosas que no sólo las personas lo tienen por inhabitable y huyen de él, sino que los mismos animales, espantados, ponen pies en polvorosa.
-Con la ayuda de Dios no temo yo a ninguna serpiente.
Keina, llegada al terreno donado por el rey, se arrodilló a orar y las serpientes que andaban rebullendo a su alrededor quedaron petrificadas. Todavía puede vérselas en memoria del milagro. Milagro que, por cierto, también se atribuye a Santa Hilda de Whitby (ver San Colmán y los irlandeses en Northumbria).
Estas serpientes enroscadas y petrificadas son fósiles de ammonites.
Ídolo femenino y serpiente petrificada (ammonites).
Virgen, paloma y serpiente: tres símbolos que, más allá de la iconografía cristiana (y de la simbología mariana) se remontan a la mayor antigüedad. Tres símbolos cargados de ambigüedad, como la propia diosa a la que se refieren, si hemos de creer a Marija Gimbutas. La paloma, símbolo vital donde los haya (la paloma de Afrodita, de Astarté, de Semíramis), significa a la vez la muerte, el vuelo del alma al Más Allá. 
Esta ave, de todos modos es exótica en las leyendas de tierras occidentales, donde es el cisne el que desempeña su papel. La paloma ni siquiera tiene nombre nativo entre los celtas, que lo tomaron del latín -colum, colomen- (y adoptaron el de la paloma doméstica), salvo el bretón, que tiene un vocablo de origen germánico (dube, como el inglés dove).
En cuanto a la serpiente, de tan siniestras connotaciones en el cristianismo, dista de ser tan aciaga para otros. Por el hecho de mudar la piel, es jeroglífico de renovación, de renacimiento. En el universo imaginario, la serpiente, que se desplaza fluyendo como un líquido, pertenece al elemento acuático (a su vertiente más inquietante y sombría); pero por otra parte, se cree que surca las profundidades de la tierra como los peces el agua, que se nutre de ella y que es ella misma medio mineral. No es de extrañar que los ammonites se hayan percibido en la imaginación popular como serpientes enrolladas y no como caracoles, que es a lo que más se parecen, porque el caracol es animal líquido y la serpiente participa de la naturaleza de la piedra y de la tierra.
Deméter, la Tierra madre, se representaba con una serpiente (o dos, como la diosa minoica); Perséfone concibe a Zagreo de Zeus transformado en serpiente. En Las mil y una noches, la reina de las serpientes habita en una caverna subterránea y sus tesoros son los metales y gemas de la tierra. 
Pamela Berger, en su libro The Goddess obscured, estudia la evolución iconográfica e ideológica que lleva al genio de la tierra, Tellus, con su serpiente protectora, a convertirse en el símbolo medieval de la lujuria: una mujer desnuda con un par de serpientes mordiéndole los pechos o amamantándose de ellos. Otras veces la serpiente brota del sexo de la mujer.
Mujer con serpiente. Canecillo románico.
Se le viene ahora uno a la cabeza el prólogo de la novela de Barbey d'Aurevilly Un cura casado, donde dice el narrador que antiguas ansias amorosas suyas permanecían enredadas como serpientes petrificadas en los hierros de cierto balcón; y una señora ciertamente deseable (con quien estaba manteniendo una placentera conversación), acodándose en el antepecho, posaba sin saberlo el antebrazo desnudo sobre aquellos fósiles de pasados afanes. Al buen hombre se le iban los ojos al exuberante escote, realzado por la presión del corsé; pero no con ardores lascivos, sino fascinado por el retrato de un enigmático medallón que campaba en el voluptuoso pecho. Aquella mujer aplastando, neutralizando a las serpientes...
Santa Keina, pues, por volver a nuestro asunto, llegó con el tiempo a ser tan venerada y querida en aquel reino que cuando San Cadoc, su sobrino, se la encontró en el Monte de San Miguel, donde había ido en preregrinación, y le propuso que regresasen juntos a su tierra natal, los lugareños se lo impidieron.
Hizo Santa Keina, entre otros milagros, brotar una fuente dotada de un extraño poder: de un matrimonio, el primero de los cónyuges que beba de ella tendrá, desde ese mismo momento, la sartén por el mango y llevará los pantalones en la casa.
Robert Southey, el romántico inglés, narra en un poema la historia de un novio que, terminada la boda, salió de la iglesia como una exhalación a echar unos tragos de la fuente maravillosa. No habían pasado por la puerta los primeros invitados cuando él ya se había llenado el buche y empezaba a cantar victoria, sin saber que la novia había tomado la precaución de llenar una botella que había conservado consigo ante el altar durante toda la ceremonia y de esa manera se le había adelantado con la mayor facilidad.
Aparte de esa virtud, la fuente también es curativa para muchas enfermedades.
La santa solía dormir sin más cama que unas brazadas de ramas que esparcía por el suelo. Una noche vio elevarse desde ese ascético lecho hasta el cielo una columna como de fuego y se le aparecieron dos ángeles que, desnudándole la camisa de crin que vestía, le pusieron una de púrpura, un vestido de hilo finísimo y un manto de brocado.
-Prepárate a venir con nosotros, que te acompañaremos al reino de tu Padre.
Keina se puso en pie para seguirlos, pero se despertó y se desvaneció la visión. De todos modos, se encontró con una gran calentura y comprendió que su fin se acercaba. Mandó venir a su sobrino San Cadoc:
-Éste es el sitio que al que más cariño he tenido y quiero que me entierren aquí. Creo que mi ánima volverá a menudo a visitarlo. Preveo que vendrán invasores bárbaros y mi tumba permanecerá olvidada mucho tiempo, pero al final traeré a otros que la descubrirán, restaurarán y restablecerán aquí el culto. ¡Mirad! ¿No lo veis? Ha venido un ejército de ángeles a llevarme hasta los palacios celestiales y no es cosa de hacerlos esperar.
Entonces murió Santa Keina. Una encantadora sonrisa se dibujó en su rostro nuevamente lozano y sonrosado, cuando llevaba tantos años macilento de las penitencias; y de su cuerpo brotaba un aroma tan suave y perfumado que los presentes creían que ellos, y no Keina, habían sido transportados al Paraíso.
Lo que se sabe de la otra santa, Santa Triduana, se encuentra casi todo en la muy breve vida que recogen las Acta sanctorum del mismo día 8.
Dice ésta que era natural de Colosia, acaso la ciudad de Frigia a cuyos habitantes dirigió una epístola San Pablo. Otros dicen que se trataba de Rodas, famosa por su Coloso, o incluso una localidad escocesa llamada Collace. Por último, hay quien la hace natural de Constantinopla. Por dictado de un ángel, viajó a Escocia junto con San Régulo, uno de los primeros evangelizadores de aquel país (y el que llevó allí las reliquias de San Andrés desde Constantinopla), en compañía de otras dos vírgenes: Potencia y Eremia. Las tres se retiraron a un lugar desierto.
Parece ser que formó parte de la expedición evangelizadora de San Bonifacio Curitan, solicitada por el rey picto Nechtan (futuro San Nechtan) para que explicase a sus súbditos las nuevas costumbres eclesiásticas aprobadas en el sínodo de Whitby (ver Los irlandeses en Northumbria). Esto no cuadra con que llegase a Escocia junto a San Régulo, a menos que hubiese vivido bastante más de dos siglos.
El caso es que el rey Nechtan se prendó de Santa Triduana. Nechtan es un personaje semilegendario y lleva el nombre del dios irlandés del mar, equivalente del latín Neptuno. "Presa del amor -dice la vita- se abrasaba en deseos libidinosos" y, como suele suceder, el amor no correspondido se tiñó de despecho y de inquina; Rabioso, envió sus terceros a requerirla de amores. La ermitaña, que se enteró a tiempo, huyó; pero era cuestión de tiempo que los pesquisidores del rey dieran con ella.
-¿Qué puede querer un rey tan poderoso de una pobrecilla monja?
-¡La belleza y la luz de tus ojos! Y ten por seguro que si no la consigue se morirá de amor.
-Tenía que haber empezado por ahí. ¡Si no es más que eso...! Esperadme aquí, que en seguida vuelvo.
Triduana se retiró a un secreto aposento y no tardó en venir tentando la pared, vacías las cuencas de los ojos y éstos pinchados en una larga espina a manera de brocheta.
-Llevadle a vuestro rey esto, que era lo que le apetecía. No dirá que no le he complacido.
Los emisarios volvieron a la corte con los lindos ojos espetados en su pincho, aterrorizados del encargo que les tocaba cumplir. Sin embargo, al ver la horrible prenda de la ermitaña, toda la tirria de Nechtan se transformó en admiración y no volvió a molestar más a la santa recoleta, que pasó el resto de sus días en la iglesia de Restalrig, donde aún hoy, en un pozo milagroso, los peregrinos buscan la curación de las enfermedades de la vista.
Santa Triduana en Restalrig. El edificio hexagonal de la izquierda alberga
el pozo milagroso. Dibujo del siglo XVIII.
En las islas Orcadas se la restituyó a un obispo de Caithness, al que un jefe perverso, Harald, había cortado la lengua y sacado los ojos con la punta de un cuchillo.   


lunes, 1 de octubre de 2012

La inversión de los pollinos

Poco es lo que se sabe del santo que me entretiene estos días, a pesar de que no es pequeña su popularidad en Gales y Bretaña armoricana. Los galeses le llaman Tysilio; los bretones Suliau o Suliac; en latín se lo conoce por Sulivo o Sulino. La mayor parte de las noticias que nos han llegado sobre él están en los hagiógrafos bretones de la época clásica: Albert le Grand en el siglo XVII y Dom Alexis Lobineau en el XVIII, que tuvieron acceso a fuentes latinas hoy perdidas.
San Suliau, estatua en la iglesia de Saint Suliac, Bretaña.
Dice Lobineau que Suliac era hijo del rey Brochmael (algo así como "El Príncipe Tejón") de Gales y que tenía tres hermanos: Mayán, Jacob y Canaán.
En las crónicas galesas e inglesas no es ningún desconocido aquel Brochmael: fue un rey infortunado, que hubo de vérselas con uno de los más exitosos conquistadores germánicos de Britania, el rey Ethelfrith. Ethelfrith unió al trono de Bernicia (el pequeño reino que ocupaba la costa Este de Gran Bretaña al sur la frontera picta, entre los muros de Adriano y de Antonino) al de Deira, su vecino del sur, que se extendía hasta el río Humber. De la unión de ambos resultó el de Northumbria.
Para lograr esta unidad, Ethelfrith había tomado por esposa a la princesa de Deira, desterrando a su hermano pequeño y posible heredero de la corona, Edwin.
Edwin huyó a tierra de britanos. Ethelfrith, temiendo que éstos lo apoyasen en su pretensión al trono, decidió ganarles por la mano y se apresuró a entrar en son de guerra por los reinos británicos. Los britanos se coaligaron para hacerle frente. Brochmael reinaba en Powys, al Noreste de Gales. La batalla se dio junto a Chester. Una gran multitud de monjes se había reunido en una colina cercana para rezar por la victoria britana. Ethelfrith, que era pagano, conocía bien la fuerza de los sacerdotes y de la magia
en el éxito de los combates. Lo primero que hizo fue cargar contra los orantes, de los que masacró a mil doscientos. Del resultado de aquella jornada sólo están de acuerdo los cronistas en que fue una terrible matanza para ambas partes. Godofredo de Monmouth afirma que la victoria fue de los britanos; Beda, que triunfaron los northumbrios y que Brochmael huyó cobardemente, desamparando a los monjes. para Beda, fue un castigo de Dios por haberse negado los britanos a seguir la disciplina de Roma en las cuestiones del cómputo de la Pascua y de la tonsura. Cada cual arrima el ascua a su sardina. La opinión más común entre los modernos es que fue una catástrofe para los britanos porque su territorio quedó desde entonces dividido en dos, lo que significaría a largo plazo la desaparición de estados británicos al norte del país de Gales. Otros matizan esta opinión: por un lado -recuerdan-, los reinos britanos del Norte sobrevivieron tres siglos más; por otra, tratándose de una talasocracia que abarcaba el archipiélago británico y Armórica, las comunicaciones marítimas eran mucho más importantes que las terrestres, cuya interrupción no podía constituir un jaque mate.
La vocación monástica de San Suliau se reveló repentinamente, de una manera que recuerda al despertar de la vocación caballeresca en el Perceval del "roman". Estaba jugando, o cazando, con sus hermanos cuando llegó a sus oídos una armonía nunca oída y maravillosa.
-¿Vosotros oís eso? ¿Qué será?
-¿Tú estás tonto o qué? ¡Canturías de frailes son ésas!
-¿Ah?
Efectivamente, se trataba de San Guimarc'h (Gwyddfarch, "Caballo del Bosque", según los galeses) que pasaba por allí en compañía de sus monjes. San Suliau quedó tan prendado de sus voces que, encantado por ellas, los siguió, decidido a no separarse jamás de su celestial compañía. Los hermanos, habiendo tratado inútilmente de hacerlo volver a casa con ellos, contaron al rey lo que sucedía. Brochmael, que tenía otros planes para su hijo, se enfureció.
-Que vayan trescientos hombres de a caballo y me lo traigan de una oreja; pero si se opone ese Guimarc'h, que me traigan también la cabeza de Guimarc'h.
El escuadrón llegó al convento interpelando al santo abad de mala manera.
-¿Qué es esto de raptar y seducir a niños sin experiencia?
-Yo no retengo a Suliau por la fuerza pero tampoco permitiré que os lo llevéis por la fuerza vosotros.
-Cuando tengas la cabeza por un lado y el cuerpo por otro, ¡a ver cómo nos lo estorbas!
-Si hay que cortar cabezas -dijo el muchacho, entrando entonces en hábitos de monje-, llevadle a mi padre la mía. Yo tengo la culpa (si es que es culpa) de lo que pasa aquí, y nadie más que yo.
Los soldados se fueron con las manos vacías y el rey, cuando se lo contaron, pareció resignarse, pero Suliau, por lo que pudiera suceder, se ocultó en otro convento, hasta que le contaron que San Guimarc'h había decidido peregrinar a Roma. San Guimarc'h era muy anciano para tal viaje, pero había hecho voto de orar ante la tumba de los apóstoles y no había quien lo apease de su determinación.
San Suliau tomó cartas en el asunto.
-¿Cuál es exactamente la promesa: el rezo o el viaje?
-El rezo.
-Pues como tú no estás en condiciones de mucho moverte, hagamos que peregrine Roma a ti en vez de tú a Roma.
Los dos monjes subieron a un cerro cercano y allí, de pronto, se vieron en una de las siete colinas. Recorrieron y visitaron todos los templos, las calles, los antiguos monumentos de la época de esplendor del Imperio, las reliquias, rezaron ante las tumbas de los apóstoles y sólo entonces la visión se desvaneció.
-Ahora ya puedo morir tranquilo y dejaré dicho que seas tú mi sucesor -declaró el anciano fraile- porque no me queda mucho de vida.
San Suliau fue nombrado abad pocos meses después, cuando murió Guimarc'h. También recibió el honor de ser consagrado obispo, ceremonia que ofició el famoso San Dubricio, el que casó a Ginebra y el rey Arturo.
Poco después de la desastrosa batalla de Chester pasó a mejor vida Brochmael y subió al trono su hijo Jacob. Al morir éste dos años más tarde, como ya había fallecido Canaán, no quedaba otro heredero al trono que Suliau. Hajarmé (Haearnwedd en galés), la viuda de Jacob, reunida en consejo con los hombres principales del reino (que la habían nombrado regente), se resolvió a sacarlo del convento y concederle juntamente su mano y el trono de Powys. Hajarmé era una mujer decidida y fuerte, que hacía honor a su nombre (cuyo origen está en el britano *Isarno-suesuo, "Hierro bueno", el mismo que el francés Hervé).
Suliau que no había renunciado al siglo para volver a sus peligros y tormentas, declinó la oferta de su cuñada. Ésta, no tanto por la gravedad de la situación política como por sentirse despreciada y humillada, se cegó de despecho. Primero, decidió rendir a Suliau por hambre y secuestró todas las rentas del monasterio. Viendo que los monjes resistían heroicamente los embates de la pobreza, ella misma se puso a la cabeza de una tropa de jinetes y se encaminó al monasterio dispuesta a llevarse al cuñado como novio o como reo de muerte.
-Aquí no hay más salvación, hermanos -dijo el santo-, que poner pies en polvorosa. Huido yo, imagino que os dejará en paz esta obsesa. Los que quieran venirse conmigo, que se vengan.
San Suliau embarcó discretamente y con sus pocos compañeros cruzó el mar hasta desembarcar en Aleth, cerca de Dol. Allí se encontró con San Maclovio o Macuto, que daría su nombre a la ciudad de Saint Malo y, buscando un lugar apropiado para instalarse con sus monjes, lo encontró a pocos kilómetros de allí, en el estuario del río Rance, donde hoy se encuentra el pueblo de Saint Suliac.
La desembocadura del Rance en Saint Suliac.
Las tierras que el señor de aquellos territorios le había cedido eran fértiles, pero pantanosas. Lo peor era que el ganado de los vecinos, que andaba pastando por los alrededores, se le colaba en los sembrados y se le comía lo que tenía plantado. Con el báculo, trazó una raya en el suelo señalando la extensión de sus terrenos, pero los animales no entendían de lindes y los paisanos hacían la vista gorda. De manera que San Suliau pidió el auxilio de Dios. Al día siguiente, toda bestia que intentaba cruzar el lindero del predio de los monjes quedaba paralizada y hecha una estatua en mitad de la raya. Los campesinos, echando de menos a sus animales, fueron a buscarlos y los vieron, aterrorizados e inmóviles, todo alrededor del monasterio. Ni a tirones, ni a empujones ni a palos eran capaces de moverlos.
A los damnificados pronto se sumó una muchedumbre de curiosos.
Ante las súplicas de los lugareños y con la virtud de sus rezos, el castigo divino fue revocado y las bestias recobraron el movimiento, pero en adelante no les quedaron ganas de acercarse por aquellos parajes.
-Esto no lo hago porque me deis pena, sino porque me estáis molestando con vuestros gritos, llantos y juramentos y no me dejáis rezar. ¡Esto es un monasterio! Marchaos con viento fresco y procurad que no se meta vuestro ganado donde no debe.
Sin embargo, no todos los animales escarmentaron como era debido. Todo el mundo sabe que los burros son testarudos. En la orilla opuesta a Saint Suliac está el señorío de Rigourdaine, famoso por los que en él se criaban, animales magníficos y ejemplares en todas las cualidades asnales, sin excluir la terquedad. Todas las noches, los borricos de Rigourdaine cruzaban en manada el río Rance para banquetear en los huertos y mieses monacales. No había manera de desviarlos del camino que se habían fijado, ni mucho menos de hacerles dar la vuelta hasta que no se habían llenado la panza con las hortalizas de los frailes.
Saint Suliau actúa contra los voraces pollinos. Moderna vidriera en
Saint Suliac, Bretaña.
-A grandes males, grandes remedios -dijo San Suliau.
Y levantando la mano, fulminó una maldición sobre los asnos que avanzaban inexorablemente hacia su festín cotidiano. Inmediatamente se operó en ellos un cambio milagroso: las cabezas se les pusieron en el lugar de los rabos y los rabos en donde las cabezas.
Ésta fue la única manera de que los burros, avanzando siempre ante sí con la misma determinación, volvieran sobre sus pasos.
Es de creer, dicen los cronistas, que el estuario del Rance era más estrecho en tiempos del santo que en la actualidad. Con su anchura actual, es increíble que lo cruzasen los borricos. Y no eran los únicos, como luego se verá.
Atraído por la fama de San Suliau, acudió, se dice, a verlo San Sansón, el santo obispo de Dol. Esto cuadra mal con la cronología, dado que Sansón murió hacia el 565, mientras que Suliau era muy joven cuando la batalla de Chester, a principios del siglo VII. San Maclovio, antes mencionado, también era más o menos de la quinta de San Sansón, pero éste es fama que vivió muchísimos años y murió centenario.
Es el caso que, según la leyenda, cuando San Sansón fue a visitar a San Suliau, éste lo convidó a compartir durante su estancia la austera vida de sus monjes, que no comían más que verduras, lácteos y un pan negro y malo. Carne, jamás; pescado en las fiestas. Tan difícil era de pasar aquel pan que uno de los monjes de San Sansón prefería quedarse con hambre antes de tragarlo y para que no lo tildasen de remilgado lo escondía disimuladamente bajo los hábitos para tirarlo discretamente cuando nadie le viese.
Este pecado no quedó impune: al calor de los vestidos, el pan cobró vida convirtiéndose en una feroz serpiente que se enroscó al pecho del fraile como una boa constríctor, amenazando molerle los huesos. San Suliau, enterado de lo que pasaba, ordenó a la sierpe de pan, o nacida del pan, que soltase al monje y que se fuese a sumir para siempre en las profundidades de un monte cercano, lo que el animal obedeció con mansedumbre.
Había en el monasterio de San Suliau un cocinero excepcional (no es de extrañar que fuese necesario un profesional de primera categoría para hacer algo menos desabrido el ascético sustento de los monjes). El cocinero era un lego contratado, no un fraile, y tenía su novia viviendo en la orilla de enfrente del Rance. Como un nuevo Leandro (pero con más mérito, porque las frías aguas del Atlántico no son las de los Darbanelos), el cocinero cruzaba el río a nado todas las noches para reunirse con ella.
Imagino que lo recibiría en la cocina bien caliente, con la ropa seca y los fogones preparados, y que el galán prepararía alguna exquisitez reconstituyente que compartirían antes de pasar el resto de la noche en tiernos coloquios: un espeso velouté de pescado, bien cargado de pimienta y de nata, con su queso rallado estirándose en elásticos cabellos y las rodajas de andouilles burbujeando de grasa hirviente en el plato, con los buenos tazones de sidra...
En una de aquéllas, el hombre apareció demudado y dando diente con diente.
-¿Qué tienes? ¡No me asustes!
-He pasado el peor rato de toda mi vida. Creí que no lo contaba. Iba yo nadando como de costumbre cuando de repente noto que me tiran de un pie. Creí que me había enredado en un alga o cosa así, pero como no me podía soltar y cada vez me liaba más en aquello, miro y figúrate cuando veo que era un congrio. ¡Un congrio más largo que yo y más gordo que mi muslo, tirando de mí para abajo y mirándome con una cara de rencor y de odio...! Tenía los ojos como dos ascuas, una sonrisa malévola y enseñaba dos filas de dientecitos pequeños, puntiagudos y afilados como cuchillos de verdura... En seguida comprendí que era el vengador de los congrios que venía a cobrarse la vida de todos los congéneres suyos que llevo cocinados para el convento.
Renuncio a describir la lucha submarina; remito al capítulo famosísimo de Los trabajadores del mar, de Victor Hugo: el combate sobrehumano de Gilliat contra el pulpo...
-¿Qué hiciste entonces?
-Me encomendé al bendito San Maclovio de Aleth. No sé cuánto tiempo pasé forcejeando con aquel monstruo marino hasta que de repente vi una claridad sobre las aguas y dentro de ella la venerable figura del santo. Le pedí que me librase de aquella fiera. Me dijo: "No desperdiciemos milagros. Acuérdate más bien de que llevas un buen cuchillo al cinto". Era verdad. No sé cómo había podido olvidárseme: por el terror seguramente. Nunca salgo sin el cuchillo por lo que pueda pasar. Lo saqué y como para mí limpiar congrios es una cosa tan mecánica como sonarme, en tres segundos le había abierto la barriga; me soltó y salió huyendo. Dame del aguardiente.... Lo que más siento ahora es que he perdido el cuchillo. San Maclovio se me acercó y me dijo: "Te está bien empleado el susto, por ir a pasar las noches pecando. Te comprometes y comprometes a esa pobre muchacha. ¿Qué hubiera pasado si te ahoga el congrio? Vas al Infierno de cabeza. Y ella si le pasa cualquier cosa, igual; ahora mismo muere en pecado y se la llevan los demonios.
-Te lo he dicho muchas veces, que hay que casarse.
-Ahora lo veo claramente, y voy a dejar de venir a nado, que no sea que vuelva ése por la revancha.
Pero no volvió. Por el contrario, un día que estaba destripando un congrio magnífico recién pescado, un ejemplar fuera de lo corriente, el cocinero se encontró su cuchillo alojado entre las vísceras del pescado y entonces lo reconoció. Y sintió lástima: ¡había sido un noble adversario!
La vida conventual continuó con su monótona regularidad hasta que un buen día llegó por mar una delegación de monjes britanos preguntando por San Suliac.
-Padre venerable, la reina regente Hajarmé, tu cuñada, ha muerto. Dios la haya perdonado, que ella creía actuar defendiendo los intereses del reino.
-El despecho fue lo que la enrabietó. Yo la perdono. Muchas son así, que para ellas no hay peor ultraje que un "no".
-Ahora ya no hay obstáculo para que vuelvas a apacentar a tu rebaño, o sea nosotros, y venimos a rogarte que regreses a tu diócesis.
-Sí hay obstáculos: el primero los años, que ya no estoy para viajes y me cuesta andar hasta a la huerta del convento; el segundo y mayor la voluntad de Dios, que yo veo que es que mi cuerpo descanse aquí, donde ha vivido tantos años. Llevaos mis Evangelios y mi báculo y será como si yo mismo estuviese con vosotros.
-Si no hay más remedio...
Con estos dos atributos, el báculo y el libro, se representa al santo en estatua en la fachada de la iglesia de San Suliac.
-Si fuese yo a Powys -continuó el abad-, al tercer día tendríais que elegir otro obispo. Buscaos un pastor que os dure más.
La delegación se volvió a Gales, no muy consolada con las reliquias, pero el santo no se había equivocado. Al poco tiempo, se acostó con una suave fiebrecilla que no tardó en consumir sus fuerzas ya gastadas por la edad.
Como era su deseo, fue enterrado en San Suliac, donde se conserva su lápida tumbal.
Laude funeraria de San Suliau. Saint Suliac, Bretaña.
Los tercos vecinos, que se habían mantenido mucho tiempo aferrados a las antiguas creencias, se habían acabado por convertir casi todos a la fe de Cristo y tenían al abad fundador por hombre santo. El culto de sus reliquias comenzó casi inmediatamente después de su muerte.
Se dice que ésta ocurrió en el mes de Noviembre, pero la festividad de San Suliac se celebra el primero de Octubre.