lunes, 3 de enero de 2022

Cosas de los Reyes

 

Estaba yo casualmente leyendo unos artículos de Carmen Laforet sobre las fiestas de estos días. Forman parte de los que publicó en la sección “Puntos de vista de una mujer” de la revista Destino, ahora recopilados en libro por la editorial del mismo nombre, con ocasión del centenario de la autora. Dice esta en uno de ellos: “No hay nada en el mundo que me guste más que la mentira, si la mentira, como en este caso, se llama ilusión”. Se refiere al prodigio anual de los Reyes Magos, “mentira mezclada a realidades tangibles”; y algo más adelante, añade que esta ilusión es “en tantas, tantísimas casas, una verdad asombrosa”.


Noche de reyes en Madrid, 1839. Cuadro de José Castelaro.
(de la Wikipedia).


Un niño tarda pocos años en comprender que los Reyes no existen. Mucho más tiempo le cuesta, si es que lo consigue, deshacerse de esa pueril incredulidad. Al menos en esta época, porque la fe en los Reyes Magos ha movido desde el siglo XIII a miles y miles de peregrinos hasta Colonia, donde han ido a parar sus reliquias por caminos complicados y misteriosos, para reunirse con las de otros santos peregrinos de gran fuste y resonancias épicas: Carlomagno y santa Úrsula con sus once mil vírgenes y demás comitiva.  

Cuando llegaron los Reyes Magos a Belén, el Mesías ya se había manifestado por lo menos –según los evangelios canónicos o apócrifos- a las dos comadronas (o a santa Brígida en la tradición bretona) y a los pastores: a estos con aparición de ángeles y músicas celestiales; y había sido adorado por unos y otras. Sin embargo, la epifanía por antonomasia, como si solo con ella se hubiese revelado al mundo su venida, es la adoración de los Reyes, asombro anualmente conmemorado y repetido. Pues, como dice Juan de Hildesheim, escritor carmelita del siglo XIV, es en ese momento cuando Cristo une como techumbre los dos muros de su edificio: el pueblo judío representado por los pastores y el de los gentiles representado por los reyes de Oriente.

Pero no es de esto, en realidad, de lo que quería yo hablar.

Vamos de centenario a centenario. El volumen Cuentos dispersos II, duodécimo de las obras completas de Emilia Pardo Bazán editadas por González Herrán en la Biblioteca Castro, recoge relatos aparecidos en distintas revistas entre 1911 y 1921. Varios de entre ellos, encargados seguramente para álbumes, almanaques o números especiales navideños, se refieren a este ciclo festivo: los hay de nochebuena, de año nuevo y de Reyes. Cuentos “de calendario” los llama González Herrán, como también a los que constituyen la serie Cuentos de Navidad y Reyes (1902) en el volumen noveno de su edición, u otros que la autora incluyó en diferentes libros.

La visión de los Reyes Magos que ofrece Pardo Bazán es interesante en varios aspectos.

La tradición cristiana fijó desde fecha bastante temprana el número y nombres de los Reyes Magos. 


Adoración de los Reyes. Libro de horas del siglo XV
en la Biblioteca Nacional de Irlanda.


Las Excerptiones patrum, atribuido falsamente a Beda, establecen que Melchor, que regala el oro, era viejo y de larga cabellera y barba blanca; Gaspar, a quien corresponde el incienso, joven imberbe y pelirrojo y Baltasar, el de la mirra, atezado y con toda la barba (fuscus, integre barbatus). Un famoso poema irlandés sobre los Reyes Magos, Aurilius humilis ard, repite esto mismo añadiendo pintorescos y coloridos detalles:

 

Aurilius Humilis, alto.
Malgalad Nuntius, fuerte y fiero,
Melcho, de cabellera canosa, sin reproche, 
Con luengas barbas grises: 
Un anciano, de manto amarillo
Sobre túnica verde de exactas medidas,
Con cómodas sandalias de verdes correas moteadas;
 No faltó el oro en su dádiva al rey. 

 

Arénus Fidelis, generoso,
Galgalad Devotus, esforzado,
Hombre colorado Caspár, de perfecta hechura, 
Mozo imberbe de rozagante juventud, 
Bello guerrero envuelto en manto púrpura 
Sobre túnica amarilla lisa,
Con magníficas sandalias de correas verdes: 
Incienso a Dios apropiado ofreció. 

 

Damascus -el último de los tres- Misericors infatigable,
Sincerna Gratia sin límites, 
Patifarsat, todo majestad,
Hombre moreno, ilustre,
En manto de púrpura con lunares blancos 
-Púrpura superior a cualquier belleza-, 
Con sandalitas amarillas,
Al gran hombre regaló mirra. 

 

Estos son los nombres de los magos 
En hebreo, en griego de grata vivacidad, 
En latín, de gravedad pausada,
En el árabe noble y elegante. 
Escuchad los colores de sus vestidos, 
Según los dicen los distintos pueblos: 
“Selua for gaaessa gala
Debdae aesae éscidae”
... 

Las siguientes estrofas, muy corruptas, prosiguen llenas de palabras incomprensibles.

Otro apócrifo irlandés, en prosa este, también temprano aunque conocido por una copia del siglo XII, las Historias de los Magos (Scelaib na nDruad), cambia un poco las cosas: “Encabezaban aquella compañía tres guerreros; un soldado hermoso, venerable, de barba gris, ágil como un cervatillo, llamado Melcisar, que es el que dio el oro a Cristo. Otro guerrero barbado, de largos cabellos castaños, llamado Balcisar, que es el que le dio a Cristo el incienso. Por fin, un tercer guerrero, rubio, sin barba, llamado Hiespar, el que le dio a Cristo la mirra. Otros nombres de estos reyes son Malco, Patifaxat, Casper. Malco era Melcisar; Patifaxat, Balcisar, y Casper Hiespar”. Balcisar –nuestro Baltasar- sigue siendo barbudo, pero nada se dice del color de su piel y su ofrenda ya no es la de la mirra, sino la del incienso.

De aquel Baltasar hosco, de tez oscura, procede, en todo caso, el rey negro de nuestra tradición.

Pues bien: en los cuentos de Emilia Pardo Bazán, contra la creencia generalmente aceptada, el rey negro es, sistemáticamente, Melchor.

El libro de Juan de Hildesheim, mencionado antes, Historia trium Regum, ayuda en parte a comprender esto. Los tres reyes –explica- lo eran de la India, pero hay que saber que Indias hay tres. 

En la tercera India, que incluía la provincia de Tarsis (donde se encontraba la tumba del apóstol santo Tomás), reinaba Gaspar, que era un negro etíope y que hizo la ofrenda de la mirra. Gaspar –dice el libro- “era un negro etíope (Ethiops niger), de lo cual no hay ninguna duda”. Bajo el nombre de Tarsis se confunden, al parecer, Tarso de Cilicia –la patria de san Pablo-, Tabriz –la ciudad azerí- y la opulenta Tarsis de la Biblia.


Los Reyes Magos en una ilustración de la
Historia Trium Regum(Estrasburgo, 1483).
(Ilustraciones de esta edición traídas de Gallica bnf)
.


La segunda India era el reino de Baltasar, que ofreció el incienso, y en ella estaban Godolia y Saba, cuya famosa reina, siglos atrás, visitara al rey Salomón.

La India primera era la que tenía por rey a Melchor, cuyo regalo fue el oro, y abarcaba Arabia y Nubia.

En esta tripartición de la India, que se extendía por el occidente hasta el África oriental, Juan de Hildesheim sigue a san Jerónimo, a San Isidoro y toda una tradición medieval.

A partir de finales del siglo XII, debido sobre todo a las cruzadas, se tenía conocimiento de los nubios, con los cuales se había entrado en contacto en Tierra Santa, donde acudían en peregrinación, así que se sabía qué aspecto y color tenían, amén de otros detalles sobre sus costumbres y ritos. Pero la confusión entre la India, los reinos cristianos del África oriental y el del mítico Preste Juan de las Indias era grande. Jacopo da Verona, peregrino a Tierra Santa a principios del XIV, por ejemplo, afirma que los nubios eran “etíopes negros de la gente del Preste Juan”. Tomo estos datos de un artículo de Camille Rouxpetel, “« Indiens, Éthiopiens et Nubiens » dans les récits de pèlerinage occidentaux : entre altérité constatée et altérité construite (XIIe-XIVe siècles)” (Annales d’Éthiopie, 2012). 


En esta xilografía que ilustra la Historia Trium Regum (Estrasburgo, 1483)
aparece el rey negro.

El mismo Juan de Hildesheim, en su popular obrita, indica que santo Tomás, enviado a predicar el Evangelio en la India, bautizó a los Reyes Magos e instauró las instituciones del Patriarca Tomás y el Preste Juan, como cabezas religiosa y política de aquellos enormes reinos. Entre los portugueses, cristãos do Preste João era una expresión corriente para referirse a los etíopes y otros pueblos cristianos del Sur del Nilo y África oriental, en que se veía a posibles aliados contra el Islam. Fueron las navegciones portuguesas de finales del siglo XV y del XVI las que acabaron arrojando claridad sobre las tierras y gentes de esas partes del mundo.


Santo Tomás consagra a los tres Reyes.
(Historia Trium Regum. Estrasburgo, 1483).

Emilia Pardo Bazán, es de suponer, se sumaba a esa tradición de un rey Melchor indio, pero africano y negro.

En Juan Valera, por cierto, también aparece, aunque de pasada, un Melchor indio. Es personaje que cumple una función esencial en su largo cuento La buena fama (1894) un hindú, de nombre Crisayacti, persona tan sabia como bondadosa y amiga de donaires y burlas, siempre que fuesen amables e inocuas. De este Crisayacti, pues, se nos dice que tenía gran simpatía a los cristianos (sin serlo él mismo) por ser el cuadragésimo –y último, ya que murió sin descendencia- nieto de Melchor, “el más ilustre” de los Reyes Magos. No es un indio nada nubio, sino muy indoiranio.

La India debía de estar de moda por aquellos tiempos de fin de siglo. Unas fechas al tuntún: las óperas El rey de Lahore, de Massenet, y Lakmé, de Delibes, son de 1877 y 1883. El libro de la selva, de Kipling, de 1894. La leyenda El caudillo de las manos rojas,de Bécquer, de 1871. Y la propia Emilia Pardo Bazán escribiría varios cuentos de temática hindú. 


Un momento de la ópera Lakmé.

En Madrid, la primera cátedra de sánscrito se abrió en la Universidad en 1856; fue para Manuel de Assas, que ya lo explicaba anteriormente en el Ateneo. En 1877 fue adjudicada al diplomático Francisco Rivero Godoy, hijo del político republicano Nicolás Rivero, para gran despecho de Francisco García Ayuso, erudito orientalista y furibundo polemista católico, impugnador de Darwin y otros osados pensadores modernos, que aspiraba a ella. Probablemente con más títulos para ejercerla que su rival. Pero en aquellos tiempos la Universidad estaba en el centro de la tormentosa contienda política y los estudios de sánscrito pagaron el pato. García Ayuso era, por cierto, amigo de Valera, a quien dedicó su libro El estudio de la filología en su relación con el sanskrit. La historia de esa disputada cátedra es interesante y divertida, pero quede en todo caso para otra ocasión porque nos alejaría ya mucho de los Reyes Magos.

En estos, en quienes queda simbolizada la raza humana entera, vio la imaginación medieval representadas distintas categorías en que se podía dividir a la humanidad, como señala Franco Cardini en su libro Los Reyes Magos: las tres estirpes de Sem, Cam y Jafet, las tres edades –siendo Baltasar el joven, Gaspar el maduro y Melchor el viejo-, las tres partes del mundo y, cómo no, las tres funciones sociales –oratoresbellatores laboratores- que, como se sabe, derivan en última instancia del sistema tripartito de la sociedad indoeuropea descubierto por Georges Dumézil.


Los Reyes Magos representan las edades del hombre.
          Adoración de los reyespor Franco dei Russi.

En este aspecto insiste una y otra vez Emilia Pardo Bazán.

Como faltaban muchos años para que Dumézil empezara a arrojar luz sobre aquella estructura ternaria que se refleja en religión, poesía e instituciones, piensa uno con asombro en la capacidad de ciertos autores, como aquí Pardo Bazán, de conectar con la esencia y la forma del mito.

Así, en el cuento “El triunfo de Baltasar” (p. 425 de la edición de González Herrán), Gaspar aparece vistiendo una armadura o “coselete militar” formado de láminas y se presenta como caballero paladín de causas justas. Baltasar, tocado con una especie de mitra, se pasa los días estudiando en sus libros, su observatorio o su laboratorio alquímico. Aunque todos tres son opulentos, Melchor se caracteriza por reinar “en el país donde se recogen las perlas a espuertas y las plumas y el oro a montones”. La moraleja del cuento –es curioso- es la misma reflexión que encontrábamos en Carmen Laforet y sirve de arranque a esta entrada: “hay engaños de belleza, de bondad, de compasión profunda hacia los males del hombre”, y el milagro de los Reyes Magos consiste en la mentira misma, engaño engañoso en que chicos y grandes fingen caer para no privar de la ilusión a los demás.

Parecido mensaje encierra el cuento “El error de los Magos” (p. 397), donde estos, hartos ya de verse relegados a la función de “distribuir monigotes a monigotillos”, obtienen la gracia de obsequiar a los hombres regalos de verdad, mientras los ángeles se ocupan de los jugetes infantiles. El experimento, como era de suponer, no puede acabar peor. El cuento está fechado en 1917 y marcado por el trauma de la guerra mundial. Baltasar, el sabio, va repartiendo a manos llenas ciencia, que los hombres se apresuran a emplear en la destrucción del enemigo y ruina y devastación universal. Gaspar lleva el don de la victoria militar y casi sucumbe al furor de las hordas guerreras que pretenden arrebatárselo. Melchor, cuyo regalo –típico de la tercera función- es la salud, comprueba desolado que las gentes solo la desean para luchar y machacarse mutuamente con más denuedo y brío. En esto de los regalos no puede haber más que mentira e ilusión. “¡Juguetes y niños!” acaban reivindicando los desengañados Reyes.

En “Los santos Reyes” (p. 71), estos, que van siguiendo la estrella sin saber aún a ciencia cierta qué es lo que señala tal fenómeno, se cuantan unos a otros lo que esperan conseguir del anunciado Rey. Repítese la misma división funcional. Baltasar, figura de sabio fáustico, aspira a la juventud, viendo al acercarse la muerte que ha malgastado la vida en sus investigaciones. Gaspar, el guerrero, sueña con derrocar el imperio de Roma y conquistarla. Melchor suspira por la belleza física -de la que, como negro, carece- que le granjeará el amor de las mujeres, a las que su actual aspecto repugna. Tras la adoración, cada uno queda satisfecho sin haber, en suma, obtenido nada más que ilusión y fe.

En “Sueños regios”, de los Cuentos de Navidad y Reyes (p. 509 de la edición de González Herrán), tras su visita de adoración anual al Niño Jesús los Reyes se aparecen en sueños al poderoso soberano de Circasia, una especie de sultán cínico, regalado y cruel, en sus nevados alcázares. Traen encomendadas sendas misiones. Baltasar, con su mitra sacerdotal, debe ir esparciendo polvo de oro “allí donde vea que el hombre atenta a la libertad del hombre”. Dondequiera que el oro cae, el hielo se resquebraja, el suelo tiembla y con él los cimientos de los soberbios palacios. Una siembra muy conveniente a la primera función, la que atañe a la soberanía, el gobierno y los pactos y contratos entre las personas. Por supuesto, ante tan subversiva labor el circasiano manda apresar a su colega de Oriente, que debe hacer uso de su magia para escapar.

Tras este aparece Baltasar con su armadura. Su misión es derramar gota a gota por donde reina la guerra la sagrada mirra, que actúa como bálsamo de paz y fomenta la prosperidad de los pueblos.

Por último, llega el rey negro, Melchor, rutilante de pedrería y cubierto de ceñidos ropajes que acusan y realzan sus formas, sensuales, como las calzas “que ostentan los donceles en los cuadros de Carpaccio”. 

Su tarea corresponde a la tercera función y tiene que ver con la mujer: debe ir incensando donde vea que se la trata “como esclava y no como compañera”. El de Circasia, hospitalario, manda a dos bellas odaliscas que preparen al negro un baño de agua de rosas, y despidiendo a patadas a la cautiva que le servía de apoyo a sus pies, le aconseja:

-¡Pues vuélvete con tu incensario a tierra de cristianos, que ahí tienes todavía mucha tarea por hacer!


Esclavitud, por Ernest Normand (1890).


En “La visión de los Reyes Magos”, que viene a continuación (p. 517), no aparece el esquema con tanta claridad, puesto que Pardo Bazán incorpora un cuarto término que completa y sintetiza a los otros tres. De regreso de Belén, los Reyes se encuentran decepcionados y descontentos de los dones que han ofrendado al Niño. Gaspar sí representa con claridad a la función militar e imagina a Jesús como un gran guerrero, vencedor de dragones y conquistador de pueblos. Baltasar ofrece el oro, “símbolo de la autoridad real” (función primera), pero en su premonición ve ante todo al Mesías como rey opulentísimo a cuyas arcas acuden ríos y ríos de oro. Este aspecto es propio de la función tercera, que en otros cuentos, como hemos visto, se le asigna a Melchor, el cual, aquí, más representa a la primera al venerar al Niño como Dios. Y la función tercera corresponde a la cuarta oferente, María Magdalena, cuya ofrenda de amor –el aceite de nardo- aúna los tres aspectos de hombre, rey dios.  

En el esquema tripartito de la sociedad tal como existe en la ideología indoeuropea, si bien las tres funciones son indispensables y de igual importancia, hay una, la tercera, que recibe menor consideración y jerárquicamente parece situarse por debajo de las otras dos. Los dioses que la representan solo se incorporan con plenos derechos al panteón tras una guerra.

Y también en estos cuentos de Reyes de Pardo Bazán recae en personajes socialmente inferiores: una mujer –mujer pública por si fuera poco- y un negro.

El Melchor de Pardo Bazán, sin que por ello sea una figura menor respecto de sus compañeros (muy al contrario), adolece de los prejuicios raciales generalmente asumidos en su tiempo. En lo físico, aparece exageradamente caracterizado por rasgos arquetípicos: la cabeza lanosa, los grandes y redondos ojos que destacan por su blancura, igual que los dientes, sobre su tez oscura, la musculatura resaltada por el vestido ajustado. Tanto es así que fácilmente lo confunden los niños con su propia caricatura, con un rey negro de pega, un anciano tiznado de hollín (“El triunfo de Baltasar”). Lo oímos, en este mismo cuento, hablar al modo de los negros caribeños (tal como sonaría, al menos, a oídos de doña Emilia) y dirigirse a los otros Magos con el respetuoso y anacrónico tratamiento de “su mercé”. Destaca por su humildad, la ingenuidad que le rebosa, su puerilidad y su sensualidad. Esa sensualidad exacerbada que suele achacarse, con parte de asco y parte de envidia, a los demás: al moro, al judío… La conciencia que tiene de su inferior condición lo lleva al menosprecio de sí mismo: su mayor anhelo es que desaparezcan sus rasgos raciales para verse convertido en un blanco rubio y de ojos azules y merecer así el amor de las mujeres (“Los santos reyes”). El negro está más cerca de la naturaleza, menos afectado por la civilización con lo que esta tiene de refinamiento, pero a la vez de corrupción.

Otro cuento, que no tiene que ver con los Reyes, refleja bien estas ideas; un cuento que resulta un precedente curioso de la novela de Maurice Renard Las manos de Orlac(1920), que ha sido llevada al cine varias veces: esa donde las manos de un asesino, trasplantadas a un famoso pianista, dominan a su cerebro y van cometiendo crímenes por su cuenta. Se trata de “La pierna del negro” (p. 633), inspirado por una talla que existe en el Museo de escultura de Valladolid atribuida a Isidro Villoldo, que representa un milagro de san Cosme y san Damián narrado en la Leyenda Áurea de Jacobo de Voragine. Aquel en que un devoto de los santos médicos, aquejado de cáncer en una pierna, ve en sueños cómo estos se la amputan y reemplazan por la de un etíope recién muerto y enterrado. Al despertar se encuentra sano con una flamante pierna negra, y exhumando el cadáver del involuntario donante se descubre injerta en él la otra, cancerosa. En el relieve y en el cuento el etíope no está muerto, sino bien vivo y retorciéndose de dolor y de indignación por el robo del miembro sano. 


Milagro de san Cosme y san Damián, por Isidro Villoldo.


Lo que sucede a continuación es que la pierna trasplantada empieza a actuar con personalidad propia y acorde a la índole de su primer dueño: es aficionada a la danza, las faldas la atraen irresistiblemente y da pruebas de una agresividad salvaje, repartiendo coces y puntapiés a diestro y siniestro. Rápidamente doblega la voluntad de su receptor y lo arrastra a tabernas de lo peor, forzándolo a jugar y emborracharse; y por último a una procesión –estamos en la Sevilla del siglo XVI- donde su provocativa irreverencia (la pierna no respeta más religión que el culto primitivo de ídolos y fetiches) acaba por causar su linchamiento a manos de la multitud.

En esa misma bajeza y humildad de Melchor encuentra Pardo Bazán su grandeza y ensalzamiento. En “La visión de los Reyes Magos”, el rey negro, ignorante, humilde y cortado ante sus compañeros blancos, es sin embargo el único de los tres en constatar que su don ha sido acepto al Niño.

En “Los Magos”, de los Cuentos de Navidad y Reyes(p. 501), Pardo Bazán se vale de un episodio que ya figura en el libro de Juan de Hildesheim: la desaparición temporal de la estrella, que deja a los Magos sin guía y desorientados. A Gaspar y Baltasar, perdidos en las brumas de su ensueño, que les finge un mesías más poderoso y opulento que Salomón cuando recibió la visita y ofrendas de la reina de Saba, se les empaña y desdibuja el brillo de la estrella; en cambio a Melchor siempre lo alumbra con creciente brillo mientras sumido en místico arrobo goza por adelantado de la visión del niño Dios. 


Salomón y la reina de Saba, por Edward John Poynter.


Solo él, desde su pequeñez, puede comprender el verdadero significado de la encarnación; sus compañeros andan tan ciegos como los mismos paganos. Como se lee en “La visión de los Reyes Magos”, no pueden reconocerlo porque es un dios diferente a todos los demás, que viene a instaurar una era de igualdad, borrando las diferencias entre los hombres: “desde el primer instante, no existía diferencia de razas”, dirá en otro cuento, “El panteón de los años” (p. 413); lo cual queda gráficamente simbolizado en la imagen de las manos negras del rey negro tendidas para recibir el cuerpecillo blanco del niño Jesús, ofrecido un momento por la Virgen. Y de nuevo en “La visión de los Reyes Magos”, “mi progenie –proclama Melchor-, la obscura raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet”.  Y por eso piensa, a su regreso, hacer una verdadera revolución en su reino: disolver el ejército, abrir las cárceles, eliminar los impuestos, acabar con la servidumbre de las concubinas y, por último, con su propia monarquía. Para los otros dos reyes estas ideas de Melchor son un delirio, una locura afeminada. Tan afeminada que les es precisa la aparición mística de María Magdalena –cuarta y suprema oferente- para poder acceder al significado del misterio que acaban de presenciar. El negro, la mujer, los humillados del  mundo son los que tienen la clave.