martes, 19 de mayo de 2015

La maldición de la espina

Alguna vez he recomendado en estas entradas el libro La bruja del mar, seleccion, traducción y estudio muy bien hechos por Javier Cardeña de los cuentos orales de Duncan Williamson.

Duncan Williamson era un hojalatero y lañador nómada. Esta, en Escocia, es una comunidad con una cultura peculiar. El tesoro de cuentos que conservan desempeña una función educativa primordial, aparte de las de entretenimiento y cohesión social del grupo.
Los cuentos de Williamson muestran cómo los hojalateros, gente errante, han sido muy receptivos a la hora de añadir a su biblioteca narrativa historias de tradiciones distintas, incluso de la tradición culta, escrita.
Ahora acaba de llegar a mis manos un librito de cuentos tradicionales narrados por Cáit -o Bab- Feiritéar, acompañado de sus correspondientes grabaciones. Bab nació en Munster, en el extremo suroccidental de Irlanda, y aprendió sus cuentos de familiares y vecinos que vivieron en la segunda mitad del siglo XIX.
A diferencia de los de Williamson, representan el saber tradicional de una comunidad que se movió muy poco, manteniéndose mucho tiempo bastante aislada. Muchas de las personas que enseñaron a Bab sus cuentos no conocían más lengua que el irlandés ni tenían acceso directo a la cultura escrita por ser analfabetos.
Espigando al azar este libro, titulado Ó Bhéal an Bhab (De boca de Bab), tropiezo con el cuento nº 5, An Dealg Droighin (La espina de endrino) y veo que en parte coincide con el que lleva en La bruja del mar el título de Una espina en el pie del rey.
El cuento narrado por Bab da una impresión de incoherencia y desmenuzamiento onírico, muy propia del "relato primitivo", como lo llama Todorov, que  pone por ejemplo preclaro de él la Odisea (en Poética de la prosa). Suele perderse mucho esta sensación cuando la literatura oral se transforma en escrita o cuando, sin salir de la oralidad, se dirige a una audiencia distinta (asistentes a una conferencia, alumnos de una escuela...) con una actitud distinta, que es lo que les pasa muchas veces a los de Williamson.
Comienza Una espina en el pie del rey con un episodio bastante repetido en los cuentos y leyendas: a un matrimonio real, que llevaba largo tiempo esperando un heredero, le nace un hijo con algún defecto que lo hace odioso a su padre. Contra el parecer y la voluntad de la madre, lo manda matar. En este caso el hijo es jorobado; y como la joroba en los cuentos se asocia con la buena fortuna, suponemos que el cuento acabará felizmente para el desventurado príncipe.
Jorobado, por Jacques Callot.
No hace mucho que nos ha salido al paso, en una de estas entradas, otra versión de la misma leyenda: la del nacimiento e infancia de Santa Otilia (ver La Lucía del Norte).
Nada parecido hay en el cuento de Bab. Aquí los protagonistas no son reyes, sino una familia de labriegos pudientes: un matrimonio con su hijo pequeño y una hermana del marido. Como suele pasar en los cuentos, el hombre enviuda. Pero aquí no lo acucia la necesidad de volverse a casar, según es habitual, dado que la hermana cumple a pedir de boca las funciones de una madre y ama de casa. 
Sin embargo, es de todas maneras la irrupción de una nueva mujer lo que viene a descabalar la relativa felicidad de la familia.
Una mañana, yendo el labrador a la ciudad, le sale al camino una joven carroestopista. La sube y ella se le insinúa. El hombre al principio se muestra glacial ante sus tentativas. Pero ella le muestra, se supone que por arte de magia, los campos plagados de ratones, después plagados de ratas, y por último a sí misma convertida en la muchacha más hermosa del mundo. El labriego no puede resistirse a su hechizo, sucede lo que tenía que suceder y consumado eso no tiene más remedio que casarse con la desconocida y se la lleva a casa. 
No tarda la hermana en convertirse en la Cenicienta de la familia.
La Cenicienta, uno de los cuentos más
antiguos y difundidos del mundo.
La recién llegada resulta ser incompatible con la familia del pobre hombre y no para hasta que consigue sumir al hijo en un letargo mágico (clavándole en la espalda una "espina de sueño") y echar las culpas a la hermana para que el labriego se deshaga de ella o la mate. Lo que dócilmente pone por obra.
Mientras uno lee y oye el cuento, se está preguntando: "¿A qué me suena esto?... ¿A qué me suena?"...
Ya está: suena a Aided Muirchertaig meic Erca. El rey Muirchertach va a cazar y se encuentra a una bella joven, que resultará ser un hada. Queda perdido por ella y ella cede a sus solicitaciones con dos condiciones: que destierre a su mujer y a sus hijos (y también al clero cristiano) y que no pronuncie jamás su nombre, que es Sín (Tempestad). ¿Lejana antecesora del tipo de la vampiresa?
¿Un poquito de los lados?...
El tipo de la mujer fatal es más viejo que la tos.
Francesco Morone, Sansón y Dalila.
 A partir de ese momento comienza una serie de transformaciones mágicas mediante las cuales Sín metamorfosea a las plantas del campo en guerreros que combaten entre sí y retan a Muirchertach que va extenuándose en sucesivas batallas. Con eso y un vino mágico que le administra, va abocándolo rápidamente a la muerte.
Si se trata, como creo, de variantes del mismo cuento, la versión que ha llegado a Bab Feiritéar ha sufrido una transformación realista: ya no se trata de reyes y príncipes sino de granjeros; no de ejércitos mágicos, sino de ratas y ratones.
Es el caso que el buen labrador decide llevar a su hermana al bosque y abandonarla allí.
En el cuento de Duncan Williamson, es el príncipe jorobado el que es abandonado en el bosque gracias a la compasión de los verdugos que no se atreven a darle muerte, motivo frecuentísimo en los cuentos. En este, el niño es recogido por una anciana, de aspecto repugnante por culpa de una enfermedad cutánea llamada "la enfermedad del rey".
Una vieja asquerosa que habita en el bosque aparece en varias leyendas irlandesas relativas a la soberanía, como por ejemplo la del acceso de Niall Noígiallach al trono. Es un motivo que se encuentra también en la literatura artúrica. Y uno se pregunta si esta vieja del bosque no tendrá que ver con el numen nemoroso de los cuentos, la bruja de la casita de dulces de Hansel y Gretel, personaje relacionado con antiquísimos ritos iniciáticos.
Hansel, Gretel y la bruja del bosque vistos
por Alexander Zick.
La enfermedad de la vieja no puede ser curada más que con el contacto de las manos del rey. Este del poder curativo que emana de la soberanía, como energía sagrada, está también bastante difundido. El ejemplo más conocido es probablemente el de los reyes de Francia, que tenían la virtud de curar las escrófulas por imposición de manos, debido al poder que les conferían los olios de su consagración.
El rey de Francia Enrique IV curando a los escrofulosos.
Viendo la maldad del rey, la vieja del bosque lo maldice. En consecuencia, el rey se clava en un pie una espina que prende y crece convirtiéndose en un árbol, le provoca horribles dolores y es imposible de extirpar.
Resulta lógico que un crimen boscoso reciba un castigo arbóreo. Esto queda aún más patente en el cuento irlandés.
En él, el labriego conduce a su hermana al bosque y, tras serrarle las manos, la deja atada a un árbol. Ella lo maldice: 
-¡Así te claves una espina de endrino que no te la puedas quitar tú ni nadie como no sea yo con mis manos blancas reblancas!
Por supuesto, la maldición se cumplirá.
El endrino es un arbusto que en la imaginación de muchos pueblos, los irlandeses e ingleses entre ellos, tiene connotaciones muy negativas. Se asocia con la noche y el invierno, lo oscuro. Sus espinas son en efecto temibles porque son quebradizas, malas de sacar y clavadas se infectan fácilmente. La tradición en varios lugares de Europa dice que de endrino se hizo la corona de espinas de la pasión de Cristo. Poder ser, pudo porque el endrino se da en el Mediterráneo oriental.
El endrino viene a ser el negativo del espino albar o majuelo, con sus flores blancas y frutos rojos, sus ramas que defienden del rayo, planta alegre, festiva y solar.
Ese detalle de las manos es el que ha llevado a los editores de Bab Feiritéar a clasificar la leyenda en el tipo 706 del índice de Aarne y Thompson, La muchacha sin manos. 
Este ensañamiento de cortar las manos a la niña se le ocurre a uno que remite a la idea de castración, de castración como castigo, idea que al parecer se da en los niños como explicación de la diferencia entre los genitales de uno y otro sexo.
Con ella casa bien el castigo del árbol, árbol fálico de fecundidad que brota del hombre y que simboliza la paternidad. Ejemplo sublime de este símbolo es, por supuesto, el árbol de Jessé, que es también la columna central que une a nuestro mundo con el de lo sagrado (en ese caso mediante la venida del mesías y la redención).
Árbol de Jessé. Miniatura del
siglo XIV en el Speculum humanae
salvationis.
Lo curioso es que el sueño de Jessé, sueño venturoso y promesa de gloria, es en esta leyenda lo contrario: penitencia y martirio, aunque conduce a la salvación final.
El árbol tiene ese carácter ambiguo, majuelo y endrino, manzano de la caída y cruz de la redención.
Pero ya nos vamos mucho -nunca mejor dicho- por las ramas. 
Ese tipo de cuento, La doncella sin manos, tiene más relación con otras leyendas que han aparecido en estas entradas, como la de santa Azenor abandonada en su tonel a la deriva (ver El culebrón de la condesa), que con esta que cuentan Feiritéar y Williamson.
Claro que la leyenda de Azenor también tiene puntos de contacto con el cuento de La espina de Endrino, como es el de la esposa (hermana aquí) calumniada e injustamente castigada por el crédulo marido. 
Se mezclan y enmarañan los motivos porque la función que predomina en los relatos es la de puro entretenimiento o, más en el caso de Duncan Williamson, la moralizante y educativa. Así se echa mano de cuanto pueda contribuir al interés del cuento.
En todo caso, estando la inocente hermana sin manos colgada de su árbol, aparece por allí una mujer con un haz de juncos, la desata y con ayuda de los juncos vuelve a pegarle las manos y se las deja como estaban.
Se dice que la buena mujer era la Virgen María. 
En todo caso, es equivalente de la vieja del cuento hojalatero y su carácter sobrenatural es lo que recalca esta identificación mariana.
Jorobado, por Jacques Callot.
En el cuento de Williamson, el rey, sanado por su hijo, accede a curar a su vez a la anciana, que al cobrar la salud se convierte en una viejecita muy simpática y bonita. Todo esto parecen reminiscencias de la vieja leyenda en que un hombre se encuentra con una vieja repulsiva, consiente en acostarse con ella y al hacerlo la ve transformarse en una hermosa joven que a la vez es y confiere la Soberanía.
En aras de una cierta verosimilitud, la vieja recobra aquí la hermosura, pero no la juventud. Por otra parte, el rey no adquiere la soberanía, sino que la pierde temporalmente: es en su hijo ahora reconocido en quien va a recaer.
Pero el motivo de la espina clavada por efecto de una maldición, que crece hasta convertirse en árbol y atormenta al criminal hasta que su víctima le levanta el castigo y lo cura con sus propias manos es idéntico en ambas tradiciones.
Como me parece descartable que los narradores tuviesen conocimiento el uno de lo que contaba la otra, y al revés; como también me parece harto improbable que uno y otra, cada uno por su lado, hayan tomado los elementos coincidentes de alguna fuente común; como las coincidencias son muchas y malamente atribuibles al acaso y como las diferencias son tantas y tan notables que también disuaden de pensar en una influencia directa, creo que no es disparate creer que hubo un cuento antiquísimo, anterior a la colonización irlandesa de Escocia, que ha andado rodando y modificándose hasta llegar a nosotros, ya por escrito, en estas dos formas distintas.



viernes, 8 de mayo de 2015

El elfo del sueño danés y el alemán.

Decía en la anterior entrada que el elfo de los sueños del cuento de Andersen, Ole Lukøje (Fernandillo en la versión española de la editorial Calleja) hace dormir a los niños inyectándoles en los ojos leche con una jeringuilla.
El elfo de los sueños en Andersen. Ilustración francesa del siglo XIX
(procede de Gallica).
Según Régis Boyer, autor de la edición de los cuentos de Andersen de la colección La Pléiade y profundo conocedor de la literatura escandinava, esto de la leche es fruto de la imaginación de Andersen.
Imposible no evocar la imagen del lactante que se adormece satisfecho con el estómago lleno del líquido, dulce, tibio alimento que es a la vez, como observa sagazmente Bachelard, el primer calmante. Impresión imborrable de bienestar que, según el mismo Bachelard, da origen a toda la constelación imaginaria de los líquidos, de las aguas. El agua es el único elemento, señala el mismo filósofo, que es capaz de acunar.
El paso del agua de Ole a la arena fina de Fernandillo parece que tiene lugar en tierras británicas. La traducción de los cuentos de Andersen por Mary Howitt, en 1846, todavía trae la "leche dulce". Caroline Peachey, en el mismo año, ya nos habla de polvo. Claro que esto del polvo o arena cuadra mal con el instrumento del elfo. Una jeringuilla no es lo más adecuado para administrar un producto árido, por sutil y fino que sea. Lo que la arena evoca en nosotros son sensaciones totalmente opuestas a las del agua, salvo una -cierto es que muy importante-: la de lo que fluye, que ha hecho adecuadas a ambas para la medición del tiempo. 
Y el tiempo, dicho sea de paso, es fundamental en este cuento que se articula según el calendario y que va a dar en el morir.
Hjalmar ve pasar a la Muerte en brazos de un
elfo que parece el Dante. Ilustración del
siglo XIX.
Hay total oposición entre la arena y el agua, pero no enemistad, como se decía que la había entre esta y el aceite, puesto que una y otra se compenetran en el barro, de tan ricas y diversas posibilidades simbólicas. Y con la harina, que es polvo o arena cereal (el inglés sand, el latín sabulum y el griego psammos parece que se remontan a una raíz que significa "lo triturado, lo molido") y la leche se hace la papilla de los niños y con el agua la masa, materia prima de esa alfarería comestible que son el pan y sus variedades.
Y el barro nos devuelve al insoslayable ciclo de la muerte y resurrección, puesto que barro es el cadáver que se disuelve en la tierra y la fertiliza igual que ese otro barro que viene siendo el estiércol.
Pero probablemente lo que impulsó a los traductores de Andersen a cambiar el líquido lácteo por el sólido, aunque fluido, arenoso fue la existencia de un personaje en el folclore, al menos en el folclore infantil, que es el sandman o dustman inglés, sandmann de los alemanes y marchand de sable o vendedor de arena en Francia, especialmente en la Francia del Norte. La función de este poético personaje es la misma que la del elfo de Andersen, al menos en su primera parte, porque no creo que inspire sueños sino solo sueño. Menos sofisticado que el elfo danés, este reparte su mercancía sin el auxilio de jeringuilla ni otro artefacto, a puñados vivos.
No cabe duda de que este es un personaje de utilidad familiar patente cuya necesidad se echa de ver en la de recurrir (donde falta en el folclore) a familias Telerines u otros entes expulsores facticios, cuando no a la simple violencia, para quitarse de encima a los angelitos.  Como hay gente para todo, la habrá también entre los españoles para sentir nostalgia de esa ringlera de criaturas y de los tiempos pajosos que la engendraron.
Con todo, aparte de la presencia de este personajillo del mundo imaginario infantil, debió de influir mucho en los traductores el popularísimo cuento de Hoffmann que lleva su nombre. La popularidad se echa de ver en la frecuencia con que fue llevado a las tablas, y más adaptado al ballet que a la ópera (el ballet era en la época romántica un género más popular, por su espectacularidad visual, y no la menor la de las bailarinas y sus piernas).
El Sandmann de Hoffmann tiene poco que ver con el simpático, aunque al final fúnebre, elfo de Andersen. Es de todo punto siniestro e inquietante hasta el extremo de merecer especialísima atención en el artículo de Freud sobre lo Unheimlich, de 1919.
Esto de "unheimlich" es un concepto difícil de traducir. Muchas cosas miedosas y terribles son "unheimlich" y otras no, y lo "unheimlich" no presupone el terror. La sensación de encontrarse en una situación ya vivida o la de levantarse medio dormido en la oscuridad y sentirse emparedado entre cuatro muros son ejemplos de lo "unheimlich". Es lo que descoloca, lo que choca con las reglas que rigen el mundo, lo que no es "de casa".
El Sandmann de Hoffmann, pues, ataca a los niños que no se quieren ir a dormir arrojándoles arena a los ojos hasta hacérselos sangrar y se los salta por ese bárbaro y abrasivo procedimiento.
Luego los mete en una bolsa, redondas golosinas, y los lleva a sus hijos, que son semejantes a lechuzas y esperan hambrientos en su nido para cebarse con ellos.
Goya. ¿No hay quien nos desate?

Uno piensa, no sé por qué, en la lechuza con gafas del capricho de Goya ¿No hay quien nos desate? y en sus primas de El sueño de la razón produce monstruos, relacionadas también, como buenas lechuzas, con la vista (el desdichado soñador de ese capricho, por cierto, está sentado delante de un lince...).

También todo tiene que ver con la vista y con los ojos en el cuento de Hoffmann.
Este Hombre de la Arena de las terroríficas creencias infantiles del protagonista Nathanael se confunde con otros personajes del cuento: el alquimista Coppelius, que amenaza quemarle con ascuas los ojos a Nathanael; el óptico Coppola, que presume de vendedor de ojos y suministra al físico Spalanzani los de su obra maestra: el autómata femenino Olimpia. Con esos mismos ojos (que son los suyos, robados) agrede al protagonista, quemándolo como si fuesen ascuas.
Según Freud, el Hombre de la Arena es el padre y la ceguera constantemente vinculada a a él o a sus avatares viene siendo la castración.
La vista es rayo, es dardo o flecha o fuego en la imaginación: y todo eso son elementos que remiten a lo fálico y también a lo prometeico.
Surge inevitable la evocación de la ceguera voluntaria de Edipo.
Como dice Lacan, la sabiduría de Edipo es de las de visto y no visto, porque en cuanto llega a saber, con la rabia que le da lo que ve se arranca los ojos y queda a buenas noches.
Es como la sabiduría serpentina del Árbol de la Ciencia: que cuando la aprendes, resulta que sólo sabes que con saberla has perdido lo que sabías.
La atmósfera imaginaria del cuento de Hoffmann no puede ser más diferente de la del de Andersen. En este todo es lácteo, lunar, fluctuante y líquido: todo ígneo, árido, arena, cenizas, vidrios, en el de Hoffmann. Todo solar como corresponde, ya digo, a lo visual y óptico.
Dice Freud que lo unheimlich procede de la repetición de lo reprimido o de la represión de lo repetitivo, acostumbrado, familiar. Nada más repetitivo y hogareño que la aterradora oscuridad impuesta cada noche al niño. Yo no sé si habrá algún niño que se libre de padecer terrores nocturnos. Pero el miedo a la oscuridad no es miedo a no ver, sino a ver lo que la luz no deja ver. Igual que la luna y las estrellas se hacen visibles al ocultarse el sol, una muchedumbre de espantos emerge de nuestro deslumbramiento al atenuarse la claridad cegadora del día.
Nathanael y Olimpia en el cuento de
Hoffmann. Ilustración francesa del
siglo XIX (procede de Gallica).

El miedo al Hombre de la Arena, al Coco (que se lleva a los niños que duermen poco), al Ogro y otros disfraces que mal disimulan a la figura del padre no se va más que con la renuncia a tomar su castillo por asalto. ¡Triste y frustrante remedio!
Nathanael, en cambio, no sé si porque con su curiosidad desmedida provoca la muerte del padre, no renuncia nunca; no pone los pies en el suelo de la realidad y nunca se desprende de los terrores infantiles ni de la afición a jugar con muñecas, que para él son seres animados.