miércoles, 29 de junio de 2022

El viaje de Citera. Una fantasía de Galdós.

    Por toda la cuarta serie de los Episodios nacionales de Galdós van desfilando distintos personajes de la familia Ansúrez, quintaesencia de la españolidad, o, como repite una y otra vez el novelista, de lo “celtíbero”. Parece que Galdós identifica así lo español con lo castellano viejo, ya que no puede ser casual la elección del apellido de este linaje, el de los infantes de Carrión, que hacen de malos en el poema y en la leyenda del Cid. Casa importantísima en el condado de Castilla, emparentada con los igualmente poderosos Banu Gómez y como ellos estrechamente relacionada con los musulmanes. También lo estarán los Ansúrez galdosianos a través de Gonzalo, que se establece en Marruecos, donde, convertido al Islam y perfectamente adaptado a aquella sociedad, lo encontramos en el episodio Aita Tettauen.

    Aparecen por primera vez estos Ansúrez en el episodio Narváez como una familia menesterosa, seminómada, establecida en las ruinas del castillo de Atienza. Allí llaman la atención del joven marqués de Beramendi, seguntino, tipo simpático de arribista característico de la época isabelina, que les concede su protección.


El castillo de Atienza, morada de los Ansúrez

    El hijo segundo de la familia, Diego, convertido en marino, será figura principal del episodio La vuelta al mundo en la Numancia.

    En el anterior, Carlos VI en La Rápita, es él quien facilita el barco para la fuga de los dos enamorados protagonistas, Donata y Santiuste, y en éste el destino le paga con la misma moneda: su idolatrada hija huye rumbo al Perú con un galán romántico y poeta nada del gusto del afligido padre.

    Diego Ansúrez, que había intentado en vano hacerse a la apacible vida agrícola, tras haber presenciado violentas revueltas campesinas y sufrir tan grave quebranto familiar sienta plaza en la marina tratando de dar alcance a la fugitiva. Y así, se ve metido de hoz y coz en la descabellada guerra del Pacífico y en la larga circunnavegación que da título a la novela.

    Tanto esta como la anterior son como dípticos de los que una parte transcurre en España y otra en tierras exóticas, aunque no siempre tan lejanas.

    Al hilo de la arriesgada navegación, La vuelta al mundo en la Numancia va narrando episodios bélicos y aventuras náuticas que, a modo de novela bizantina, alejan a los personajes unos de otros o los acercan como obedeciendo a un destino burlón. Si Galdós nunca deja de recordar a la narrativa cervantina y Carlos VI en La Rápita evoca la Historia del cautivo, en esta “historia austral” resonaría más el eco de Persiles, con sus paisajes y prodigios árticos, que el del Quijote.    

    A medida que avanza el relato, que se prolonga el periplo y que se esfuma la lucidez de los personajes, la novela se va apartando del realismo. Lo que se nos cuenta ya no es siempre lo que sucede, sino lo que viven o mienten aquellos: el mitómano Fénelon, el malayo Binondo, perdido en su locura mística, o el propio Ansúrez, obsesionado hasta el delirio por la ausencia de su hija.         Y así hasta la propia realidad –la naturaleza, los acontecimientos históricos- adquiere caracteres fantásticos.




Casto Méndez Núñez herido en el bombardeo del Callao; cuadro de Muñoz Degrain.


    Terminada ya la absurda aventura militar con los bombardeos de Valparaíso y Callao, la Numancia emprende el regreso, haciendo escala en el protectorado francés de Otaiti, que hoy llamamos Tahití (Otahití, según dice el navegante francés Bougainville, era la forma que daban los ingleses al nombre de la isla).

    Ese régimen de protectorado llevaba durando desde 1847, fecha en que concluyó la guerra franco-tahitiana, iniciada con un fútil pretexto, que fue a la vez guerra civil y pulso entre Inglaterra y Francia, ganado finalmente por esta. Los británicos, con todo, consiguieron preservar la soberanía del reino y evitar de momento su anexión por Francia. La reina Pomaré IV, que aparece en la novela de Galdós, pudo volver entonces de su exilio y recobrar el trono, en que se mantendría hasta su muerte en 1877.


La reina Pomaré IV en su juventud.

    Progresivamente, la administración francesa fue agrandando sus competencias a costa de las instituciones nativas, proceso que culminaría con la creación de unos consejos de distrito, electivos, que heredaron las funciones de los antiguos jefes tradicionales. Esto ocurría precisamente en 1866, año de la llegada de la Numancia. Pero no encontraremos en el episodio nacional apenas mención de estos trascendentales cambios sociales y políticos.  

    A los viajeros españoles se les ofrece un recibimiento de cine: concurren los nativos en distintas clases de embarcaciones obsequiando a los recién llegados con variedad de alimentos. La tripulación, en quien ha hecho presa el escorbuto, exhausta tras los combates y penalidades de la travesía, se lanza con golosa avidez sobre las cestas de naranjas y limones.

    Al bajar a tierra, encuentran en la capital, Papeete, entre las fuerzas vivas y en la corte un remedo cómicamente exagerado del fasto imperial metropolitano. Bailes, saraos y agasajos se multiplican. La flota española corresponderá a esto con un suntuoso banquete. El rey Arii Faite -ari’i se llamaban los jefes tradicionales de la isla- aparece como un personaje insignificante, obeso glotón y borracho, vicio que comparten otros importantes cortesanos y que, junto a la prostitución, había sido introducido por los europeos, lo que Galdós omite: Bougainville, uno de los primeros europeos en visitar la isla, cuenta cómo el simple olor de las bebidas alcohólicas causaba viva repugnancia a los nativos.



La reina Pomaré y el rey Ariifaité.


    Pomaré (que ya no era ninguna niña en aquel año), efectiva autoridad en el matrimonio más que en el reino, no tarda en convertirse en amante del jefe de máquinas, el francés Fénelon, que hizo estragos entre la población femenina de la isla, llamada “cuna de Venus” según señala el novelista y tierra propicia a tales lances. ¿Amores verdaderos o jactancia mitomaníaca del francés? No llegamos a saberlo a ciencia cierta.

    Los marineros que optan por dejar a un lado la ciudad y perderse en la naturaleza se encuentran en un auténtico edén. No ya es que el campo todo fuese un vergel donde crecían, sin cuidados ni labores agrícolas, limones, naranjas, guayabas, cocos y toda clase de frutas; no ya es que estuviesen a disposición del primero que quisiera cogerlas, sin que existiesen en aquel paraíso comunista las nociones de tuyo y mío; es que mujeres y niños nativos, por el gusto de complacerles, venían a ofrecérselas para que no tuviesen ni el trabajo de alargar la mano.

    En el río, las mujeres desnudas parloteaban y jugaban con el agua o se revolcaban en la hierba para secarse; los españoles se ocultan a espiarlas y ellas al percatarse escapan a la carrera, cubriéndose únicamente con sus holgados camisones. Pero no por huir, sino por la picardía juguetona de atraer a sus perseguidores a sus frescas moradas de plantas trenzadas, donde poderse entregar con discreción a sus retozos. “¿Estaban –se pregunta el novelista- en Otaiti o en el paraíso terrenal?”


Mujeres tahitianas vistas por Paul Gauguin. La de la derecha viste
la típica "amplia y flotante túnica".

    Esas “amplias y flotantes túnicas” que a Galdós le parecen muestra de la paradisíaca ingenuidad de aquellas gentes, y que ciertamente contrastaban con el complicado y prolijo atuendo de la mujer europea, no eran, sin embargo, algo de mucha tradición en esas islas. En tiempos de Bougainville, los tahitianos que no iban desnudos se cubrían desde la cintura hasta la rodilla con un pareo. De ahí, según el navegante francés, la belleza y proporción de los cuerpos femeninos, nunca sometidos a las prisiones y torturas a que eran sometidos en Europa.

Fueron los misioneros protestantes quienes escandalizados del impudor de las nativas habían introducido a principios de siglo tan castísimos ropones. Mother Hubbard era el nombre que se les daba en inglés.

    No es de extrañar que después de los trabajos pasados y de tan gozosa e inesperada recompensa, los españoles partieran “con vivo desconsuelo” rumbo a la lejana patria.

    La fama de tierra paradisíaca que alcanzó Tahití desde los primeros contactos con los europeos se debe en gran parte a la relación de su viaje (Voyage autour du monde, 1771) publicada por Louis Antoine de Bougainville, que la visitó casi un siglo antes que la Numancia, en 1768. Galdós, sin duda, conocería este libro, que gozó de gran difusión. Las impresiones de Bougainville son fruto de una breve estancia. Luego las corregiría: sus conversaciones con su amigo Ahutoru, el tahitiano que lo acompañó en su viaje de regreso a Francia, lo ayudarían probablemente a ello. El Tahití rococó de Bougainville es, en ciertos aspectos, menos idílico que el imaginado por Galdós. El recibimiento que les deparan los isleños a los franceses es similar al que narra el episodio nacional, pero no les mueve el placer de obsequiar al forastero, sino el interés de intercambiar mercancías y, sobre todo, conseguir hierro. Los nativos son incorregibles ladrones, aunque no por codicia, ya que entre ellos la propiedad no existe, sino por curiosidad y capricho. Practican sacrificios humanos. Las diferencias de clase son notables y los jefes ejercen un poder despótico, igual que los maridos sobre sus varias esposas.


Nativos de Tahití obsequian frutos a Bougainville.
Ilustración del siglo XVIII.

    En lo que la relación y la novela coinciden es en que la isla es un paraíso dominado por el signo de Venus. Al pasear por sus campos, descritos de un modo muy parecido a los de la novela, con su exuberancia de frutos sin dueño, Bougainville, que había pensado al principio bautizarla como Nueva Citera –de ahí la “Cuna de Venus” de Galdós-, se creía transportado al jardín del Edén o a los Campos Elíseos.

    El aire, el clima y las costumbres sencillas y naturales son tan sanos que producen cuerpos rebosantes de salud y belleza. La dieta de los nativos es simple; su gusto de la limpieza, notable: pasan muchos ratos jugando en el agua, como las mujeres de La vuelta al mundo en la Numancia.

    Los tahitianos viven para el placer y entre placeres están acostumbrados a pasar su existencia. Se agasajan unos a otros con convites. Se apasionan por la música y la danza, improvisando conciertos que recuerdan en su bucólico encanto a un cuadro de Boucher. Ninguna restricción pone freno a “la inclinación del corazón ni la ley de los sentidos”, y en las muchachas los escarceos amorosos son aplaudidos como cosa meritoria. El hábito del gozo y la superfluidad del esfuerzo confieren a la mente frivolidad y espumosa inconstancia.

    El Viaje de Bougainville inspiró el opúsculo de Diderot Suplemento al Viaje de Bougainville, escrito al parecer en 1772 y publicado en 1796, donde las noticias del navegante, enriquecidas con otras de la cosecha del filósofo, sirven para establecer la comparación entre la sociedad tahitiana, acorde con la naturaleza, y la corrupta sociedad dieciochesca francesa, que amenaza contaminar a la isla, virgen de las lacras de la civilización. Diderot hace especial hincapié en lo sexual y en el matrimonio.

    En 1795 aparece Aline y Valcour, del marqués de Sade, escrita casi diez años antes y adaptada a los nuevos tiempos revolucionarios, que contiene la Historia de Sainville y de Léonore, también inspirada en las relaciones de navegaciones por los mares del Sur. La sociedad tahitiana descrita por Bougainville tenía aspectos malos y buenos. Sade descompone esta mixtura atribuyendo todo mal al reino africano de Butua y todo lo bueno al país de Zamé, al que los vientos llevan a Sainville desviándolo de su meta, Tahití. En la isla de Zamé, Sainville descubrirá una utopía paternalista donde todo está regulado a la vez por el estado y la naturaleza y las leyes e instituciones coercitivas reducidas al mínimo.

    Las grandes exploraciones marítimas del siglo XVIII, posibles gracias a los avances de la técnica en óptica y relojería, pusieron de moda estos relatos de utopías australes. El descubrimiento austral por un hombre volador, de Restif de la Bretonne, que narra viajes extraordinarios y fantásticos al sur de la Patagonia, es de 1781; Candide, de Voltaire, de 1759, con su Eldorado y el país de los orejones, donde las costumbres sexuales son tan libres que las muchachas eligen por amantes, sin mayor empacho y si tal se les antoja, a algunos simios.



En el país de los orejones. Ilustración de 1803 para Candide,
de Voltaire. 


    Pero más allá de estos paraísos terrenales dieciochescos, hay otro precedente más antiguo de la isla vacacional de Galdós: está en el canto IX de Os Lusiadas, de Camões. Cumplida su misión de abrir la ruta comercial de la India, los descubridores con Vasco da Gama al frente emprenden el regreso a la patria. La  diosa Venus, que tiene por favorita a su nación (era proverbial en el siglo de oro la condición enamoradiza de los portugueses, a los que se motejaba por eso de  “derretidos” y “sebosos”), decide 

“pera prémio de quanto mal passaram,

buscar-lhe algum deleite, algum descanso,

no Reino de Cristal, líquido e manso”.

    A tal fin, resuelve preparar alguna “ínsula divina / ornada de esmaltado e verde arreio” y reunir en ella buena copia de las más hermosas “aquáticas donzelas”, nereidas, para solaz de los sufridos exploradores, esperándolos con músicas y danzas… y previamente asaeteadas a conciencia por Cupido

“para com mais vontade trabalharem

de contentar a quem se afeiçoarem”.

    La diosa dispone un paisaje adecuado a sus propósitos. Diferentes épocas, diferentes sensibilidades: la ínsula de Camões se asemeja al lugar ameno de las bucólicas renacentistas o a las abigarradas representaciones del paraíso terrenal. De tres cerros alfombrados de verde hierba bajan sendos arroyos cristalinos que, en el valle, confluyen en un remanso arbolado. Toda clase de flores lo adornan y variados árboles brindan allí sus frutos sin necesidad de cultivo; entre ellos

“Os fermosos limões ali, cheirando

estão virgíneas tetas imitando”:

que, no lo olvidemos, estamos en la isla de Venus.


Los portugueses en la Isla de los Amores. Grabado según
un dibujo de Alexandre-Joseph Desenne (1817).

    Ciervos, cisnes, liebres, pájaros de distintas clases corretean o revolotean.

    A la llegada de los portugueses, las ninfas se hacen las distraídas; unas cantan y bailan, otras simulan perseguir a los animales; otras, desnudas, se bañan. Ellos, que armados de arcabuces y ballestas buscaban algo que echar al puchero, ¡qué distinta caza se encuentran! Comienza la persecución y las nereidas, con coquetería, simulan huir a esconder su desnudez entre las frondas o bajo las aguas para enardecer más a los perseguidores, teniendo buen cuidado de dejarse alcanzar llegado el momento. ¿No dice Fray Luis de León, comentando el Cantar de los cantares, que estos traviesos escondite son “regalos y juegos graciosísimos del amor”?

    Ya no se ve a los amantes: han buscado cobijo acá y allá, entre las matas, bajo los árboles. Ahora prestemos oído:

“Oh! Que famintos beijos na floresta,

e que mimoso choro que soava!

Que afagos tão suaves, que ira honesta,

Que en risinhos alegres se tornava!

O que mais passam na menhã e na sesta,

Que Vénus con plazeres inflamava,

Milhor é esprimentá-lo que julgá-lo;

Mas julgue-o quem não pode esprimentá-lo”.

    Finalmente, la más principal de las ninfas conduce al capitán de los portugueses a u palacio de cristal y oro, donde pasan el resto del día “en dulces juegos y en placer continuo”, mientras las demás hacen otro tanto “por las sombras, entre las flores”. Al llegar la noche, todas las parejas suben en procesión a reunirse en el suntuoso edificio, donde se les ofrece un magnífico banquete al son de la música.

    La sensualidad en todo este episodio es intensa, a pesar de que prudentemente se nos explica que en realidad todo es una visión alegórica y que las ninfas tan acogedoras no son más que la gloria y las honras que los audaces navegantes se han ganado con su proeza. Y las coincidencias con el episodio de Galdós saltan a la vista.

    Para el de la Isla de los Amores de Os Lusiadas se han señalado muy variadas fuentes: leyendas orientales, relaciones de viajeros portugueses por la India, el Orlando Furioso de Ariosto, con su breve referencia a Pafos, isla de Afrodita, “La terra d’amor piena e di piacere” (XVIII, 138-139):

“Dal mar sei miglia o sette, a poco a poco
si va salendo inverso il colle ameno.
Mirti e cedri e naranci e lauri il loco,
e mille altri soavi arbori han pieno.
Serpillo e persa e rose e gigli e croco
spargon da l’odorifero terreno
tanta sua vita, ch’in mar sentire
la fa ogni vento che da terra spire.

Da limpida fontana tutta quella
piaggia rigando va un ruscel fecondo.
Ben si può dir che sia di Vener bella
il luogo dilettevole e giocondo;
che v’è ogni donna affatto, ogni donzella
piacevol piú ch’altrove sia nel mondo:
e fa la dea che tutte ardon d’amore,
giovani e vecchie, infino all’ultime ore.”


O la llegada de Astolfo al paraíso terrenal (XXXIV, 49 ss.).

    Pudo inspirarse también Camões de distintas obras de la literatura clásica. Luciano de Samosata, por ejemplo, en su Historia verdadera (II, 46), trata de la isla Cabbalusa (capital Hydramardia), habitada exclusivamente por mujeres jóvenes y bellas. Eran seres acuáticos, que al morir se deshacían en agua. Aquellas isleñas hablaban griego y vestían y se arreglaban como cortesanas, con unos ropones holgados que les llegaban a los pies. Recibían a los forasteros con besos y otras muestras de cariño y los llevaban a sus casas, donde les servían y los convidaban a vino. Claro que todo eso era con el fin de emborracharlos y comérselos, porque de los marineros se mantenían.


La isla de Cabbalusa. Ilustración de William Strang.

    También se encuentran en el episodio en cuestión ecos de otro tema muy presente en la ficción medieval: el de una tierra, más o menos paradisíaca, habitada solo por mujeres. María Rosa Lida, en “La visión de trasmundo en las literaturas hispánicas”, apéndice de El otro mundo en la literatura medieval, de Howard Rollin Patch, llega a decir de este episodio de Os lusiadas que es “La más lograda ‘tierra femenina’ de la literatura”. Tierras, islas o castillos de las mujeres (por no hablar del país de las amazonas, que es harina de otro costal) aparecen acá y allá en el mundo imaginario del medievo: en Flores y Blancaflor, en Floriant et Florete, el Roman d’Alexandre y otras varias obras que estudian Patch y Lida en dicho libro, pero principalmente en la narrativa del ciclo artúrico y la novela caballeresca.

   Las tierra femeninas más famosas en la leyenda artúrica son sin duda la isla de Avalon, morada de Arturo entre la muerte y la vida, y el lago donde Nimue –o Niniana, o Viviana- acoge al huérfano Lanzarote durante su infancia. Niniana -la Dama del Lago- y sus hadas, criaturas acuáticas, seguirán ayudando a su protegido después de separarse de él al hacerse hombre.

    A pesar de la racionalización que introducen las narraciones del Lanzarote en prosa, sigue trasluciéndose claramente que tanto la Dama y sus mujeres como su tierra sumergida pertenecen a lo sobrenatural.

    Se ha señalado la semejanza del nombre de Nimue con el de Niamh, personaje mitológico irlandés, hija del dios marino Manannán, que galopando en su caballo sobre las aguas se llevó a vivir consigo a Tír na nÓg -el País de los Jóvenes- a Oisín, hijo de Fionn mac Cumhail, el Fingal de la poesía ossiánica. 


En Tír na nÓg, por Jack B. Yeats

Y es que en la antigua literatura irlandesa aparece repetidamente la tierra femenina. En La navegación de Bran, por ejemplo, Bran mac Febail, navegando con los suyos, llega a una isla sin hombres: Tír na mBan (o sea eso: País de las Mujeres). Desde la orilla, una de ellas le arroja un ovillo; Bran lo agarra; el ovillo se le queda pegado a la mano y así el barco es remolcado a tierra. Las mujeres los llevan a un palacio donde cada una ocupa una alcoba con su viajero. Se les sirve un opulento banquete con platos de todos los sabores, que nunca disminuyen por más que se coma de ellos. Allí permanecen largo tiempo, breve a su parecer. Cuando regresan, comprueban que en su tierra han pasado muchísimos años, tantos que apenas queda una vaga memoria del navegante Bran. Al poner uno de los tripulantes del barco el pie en tierra, desoyendo el consejo de la que mandaba entre las mujeres, los siglos se le echan encima y cae deshecho en cenizas. Algo parecido le ocurrió a Oisín cuando volvió del país de Niamh.

    Otro navegante, Maeldúin (en el relato La navegación de Maeldúin), recorre numerosas islas. En una de ellas, habitada por mujeres, la reina tiene el poder de conceder la inmortalidad. Maeldúin es convidado a un palacio donde agasajan y bañan (el baño era parte importante de la hospitalidad irlandesa) a él y a sus compañeros. 

    ¿No nos viene inmediatamente a la cabeza –digamos de paso- la estampa de don Quijote, desarmado y con la celada puesta, servido solícita y burlonamente por las doncellas y criadas de la venta, cuando recordaba aquel romance viejo de “nunca fuera caballero / de damas tan bien servido”… que, por cierto, se refiere a Lanzarote?



Don Quijote en la venta.
Ilustración de Pierre Gustave Eugène Staal, 1866


    Tierra de mujeres es también Mag Mell, el país de las sobrenaturales Fand y Lí Ban, al que estas atraen al héroe Cú Chulainn en el relato La postración de Cú Chulainn. Y en el de El robo de los ganados de Fróech, este otro guerrero, maltrecho tras su combate con un monstruo acuático, es rescatado por una comitiva de ciento cincuenta mujeres que lo llevan al otro mundo con grandes sollozos, para allí sanarlo en una sola noche.

    Los recuerdos acuden enredados como las cerezas del cesto: porque también es una comitiva de mujeres, llegadas en barco, la que se lleva al rey Arturo moribundo tras la batalla de Salesbières en La muerte del rey Arturo del ciclo de Lanzarote. A la cabeza de ella va una desconocida que lleva de la mano a Morgana, la hermana del rey.


El último sueño de Arturo en Avalon, por Edward Burne-Jones.


    En el libro antes citado, resume Rollin Patch que al Otro Mundo se le llama a menudo, en estos relatos, País de las Doncellas; que es notable por sus hermosas mujeres, y que “los goces del amor se comparten libremente en este reino feliz”.

   ¡Qué lejos nos ha traído nuestra divagación de Galdós, de Tahití y de los años finales del reinado de Isabel II! ¡Tír na mBan, isla de las nereidas, Isla de Venus, sabrosa recompensa de navegantes, tierra feliz e incorrupta del buen salvaje, colonia tristemente infectada por la civilización! Como la isla flotante de Os Lusiadas, el mito va a la deriva por los tiempos y apareciéndose acá y allá, vago y cambiante, con las distintas formas que le prestan los ojos de los que lo divisan.