miércoles, 29 de junio de 2022

El viaje de Citera. Una fantasía de Galdós.

    Por toda la cuarta serie de los Episodios nacionales de Galdós van desfilando distintos personajes de la familia Ansúrez, quintaesencia de la españolidad, o, como repite una y otra vez el novelista, de lo “celtíbero”. Parece que Galdós identifica así lo español con lo castellano viejo, ya que no puede ser casual la elección del apellido de este linaje, el de los infantes de Carrión, que hacen de malos en el poema y en la leyenda del Cid. Casa importantísima en el condado de Castilla, emparentada con los igualmente poderosos Banu Gómez y como ellos estrechamente relacionada con los musulmanes. También lo estarán los Ansúrez galdosianos a través de Gonzalo, que se establece en Marruecos, donde, convertido al Islam y perfectamente adaptado a aquella sociedad, lo encontramos en el episodio Aita Tettauen.

    Aparecen por primera vez estos Ansúrez en el episodio Narváez como una familia menesterosa, seminómada, establecida en las ruinas del castillo de Atienza. Allí llaman la atención del joven marqués de Beramendi, seguntino, tipo simpático de arribista característico de la época isabelina, que les concede su protección.


El castillo de Atienza, morada de los Ansúrez

    El hijo segundo de la familia, Diego, convertido en marino, será figura principal del episodio La vuelta al mundo en la Numancia.

    En el anterior, Carlos VI en La Rápita, es él quien facilita el barco para la fuga de los dos enamorados protagonistas, Donata y Santiuste, y en éste el destino le paga con la misma moneda: su idolatrada hija huye rumbo al Perú con un galán romántico y poeta nada del gusto del afligido padre.

    Diego Ansúrez, que había intentado en vano hacerse a la apacible vida agrícola, tras haber presenciado violentas revueltas campesinas y sufrir tan grave quebranto familiar sienta plaza en la marina tratando de dar alcance a la fugitiva. Y así, se ve metido de hoz y coz en la descabellada guerra del Pacífico y en la larga circunnavegación que da título a la novela.

    Tanto esta como la anterior son como dípticos de los que una parte transcurre en España y otra en tierras exóticas, aunque no siempre tan lejanas.

    Al hilo de la arriesgada navegación, La vuelta al mundo en la Numancia va narrando episodios bélicos y aventuras náuticas que, a modo de novela bizantina, alejan a los personajes unos de otros o los acercan como obedeciendo a un destino burlón. Si Galdós nunca deja de recordar a la narrativa cervantina y Carlos VI en La Rápita evoca la Historia del cautivo, en esta “historia austral” resonaría más el eco de Persiles, con sus paisajes y prodigios árticos, que el del Quijote.    

    A medida que avanza el relato, que se prolonga el periplo y que se esfuma la lucidez de los personajes, la novela se va apartando del realismo. Lo que se nos cuenta ya no es siempre lo que sucede, sino lo que viven o mienten aquellos: el mitómano Fénelon, el malayo Binondo, perdido en su locura mística, o el propio Ansúrez, obsesionado hasta el delirio por la ausencia de su hija.         Y así hasta la propia realidad –la naturaleza, los acontecimientos históricos- adquiere caracteres fantásticos.




Casto Méndez Núñez herido en el bombardeo del Callao; cuadro de Muñoz Degrain.


    Terminada ya la absurda aventura militar con los bombardeos de Valparaíso y Callao, la Numancia emprende el regreso, haciendo escala en el protectorado francés de Otaiti, que hoy llamamos Tahití (Otahití, según dice el navegante francés Bougainville, era la forma que daban los ingleses al nombre de la isla).

    Ese régimen de protectorado llevaba durando desde 1847, fecha en que concluyó la guerra franco-tahitiana, iniciada con un fútil pretexto, que fue a la vez guerra civil y pulso entre Inglaterra y Francia, ganado finalmente por esta. Los británicos, con todo, consiguieron preservar la soberanía del reino y evitar de momento su anexión por Francia. La reina Pomaré IV, que aparece en la novela de Galdós, pudo volver entonces de su exilio y recobrar el trono, en que se mantendría hasta su muerte en 1877.


La reina Pomaré IV en su juventud.

    Progresivamente, la administración francesa fue agrandando sus competencias a costa de las instituciones nativas, proceso que culminaría con la creación de unos consejos de distrito, electivos, que heredaron las funciones de los antiguos jefes tradicionales. Esto ocurría precisamente en 1866, año de la llegada de la Numancia. Pero no encontraremos en el episodio nacional apenas mención de estos trascendentales cambios sociales y políticos.  

    A los viajeros españoles se les ofrece un recibimiento de cine: concurren los nativos en distintas clases de embarcaciones obsequiando a los recién llegados con variedad de alimentos. La tripulación, en quien ha hecho presa el escorbuto, exhausta tras los combates y penalidades de la travesía, se lanza con golosa avidez sobre las cestas de naranjas y limones.

    Al bajar a tierra, encuentran en la capital, Papeete, entre las fuerzas vivas y en la corte un remedo cómicamente exagerado del fasto imperial metropolitano. Bailes, saraos y agasajos se multiplican. La flota española corresponderá a esto con un suntuoso banquete. El rey Arii Faite -ari’i se llamaban los jefes tradicionales de la isla- aparece como un personaje insignificante, obeso glotón y borracho, vicio que comparten otros importantes cortesanos y que, junto a la prostitución, había sido introducido por los europeos, lo que Galdós omite: Bougainville, uno de los primeros europeos en visitar la isla, cuenta cómo el simple olor de las bebidas alcohólicas causaba viva repugnancia a los nativos.



La reina Pomaré y el rey Ariifaité.


    Pomaré (que ya no era ninguna niña en aquel año), efectiva autoridad en el matrimonio más que en el reino, no tarda en convertirse en amante del jefe de máquinas, el francés Fénelon, que hizo estragos entre la población femenina de la isla, llamada “cuna de Venus” según señala el novelista y tierra propicia a tales lances. ¿Amores verdaderos o jactancia mitomaníaca del francés? No llegamos a saberlo a ciencia cierta.

    Los marineros que optan por dejar a un lado la ciudad y perderse en la naturaleza se encuentran en un auténtico edén. No ya es que el campo todo fuese un vergel donde crecían, sin cuidados ni labores agrícolas, limones, naranjas, guayabas, cocos y toda clase de frutas; no ya es que estuviesen a disposición del primero que quisiera cogerlas, sin que existiesen en aquel paraíso comunista las nociones de tuyo y mío; es que mujeres y niños nativos, por el gusto de complacerles, venían a ofrecérselas para que no tuviesen ni el trabajo de alargar la mano.

    En el río, las mujeres desnudas parloteaban y jugaban con el agua o se revolcaban en la hierba para secarse; los españoles se ocultan a espiarlas y ellas al percatarse escapan a la carrera, cubriéndose únicamente con sus holgados camisones. Pero no por huir, sino por la picardía juguetona de atraer a sus perseguidores a sus frescas moradas de plantas trenzadas, donde poderse entregar con discreción a sus retozos. “¿Estaban –se pregunta el novelista- en Otaiti o en el paraíso terrenal?”


Mujeres tahitianas vistas por Paul Gauguin. La de la derecha viste
la típica "amplia y flotante túnica".

    Esas “amplias y flotantes túnicas” que a Galdós le parecen muestra de la paradisíaca ingenuidad de aquellas gentes, y que ciertamente contrastaban con el complicado y prolijo atuendo de la mujer europea, no eran, sin embargo, algo de mucha tradición en esas islas. En tiempos de Bougainville, los tahitianos que no iban desnudos se cubrían desde la cintura hasta la rodilla con un pareo. De ahí, según el navegante francés, la belleza y proporción de los cuerpos femeninos, nunca sometidos a las prisiones y torturas a que eran sometidos en Europa.

Fueron los misioneros protestantes quienes escandalizados del impudor de las nativas habían introducido a principios de siglo tan castísimos ropones. Mother Hubbard era el nombre que se les daba en inglés.

    No es de extrañar que después de los trabajos pasados y de tan gozosa e inesperada recompensa, los españoles partieran “con vivo desconsuelo” rumbo a la lejana patria.

    La fama de tierra paradisíaca que alcanzó Tahití desde los primeros contactos con los europeos se debe en gran parte a la relación de su viaje (Voyage autour du monde, 1771) publicada por Louis Antoine de Bougainville, que la visitó casi un siglo antes que la Numancia, en 1768. Galdós, sin duda, conocería este libro, que gozó de gran difusión. Las impresiones de Bougainville son fruto de una breve estancia. Luego las corregiría: sus conversaciones con su amigo Ahutoru, el tahitiano que lo acompañó en su viaje de regreso a Francia, lo ayudarían probablemente a ello. El Tahití rococó de Bougainville es, en ciertos aspectos, menos idílico que el imaginado por Galdós. El recibimiento que les deparan los isleños a los franceses es similar al que narra el episodio nacional, pero no les mueve el placer de obsequiar al forastero, sino el interés de intercambiar mercancías y, sobre todo, conseguir hierro. Los nativos son incorregibles ladrones, aunque no por codicia, ya que entre ellos la propiedad no existe, sino por curiosidad y capricho. Practican sacrificios humanos. Las diferencias de clase son notables y los jefes ejercen un poder despótico, igual que los maridos sobre sus varias esposas.


Nativos de Tahití obsequian frutos a Bougainville.
Ilustración del siglo XVIII.

    En lo que la relación y la novela coinciden es en que la isla es un paraíso dominado por el signo de Venus. Al pasear por sus campos, descritos de un modo muy parecido a los de la novela, con su exuberancia de frutos sin dueño, Bougainville, que había pensado al principio bautizarla como Nueva Citera –de ahí la “Cuna de Venus” de Galdós-, se creía transportado al jardín del Edén o a los Campos Elíseos.

    El aire, el clima y las costumbres sencillas y naturales son tan sanos que producen cuerpos rebosantes de salud y belleza. La dieta de los nativos es simple; su gusto de la limpieza, notable: pasan muchos ratos jugando en el agua, como las mujeres de La vuelta al mundo en la Numancia.

    Los tahitianos viven para el placer y entre placeres están acostumbrados a pasar su existencia. Se agasajan unos a otros con convites. Se apasionan por la música y la danza, improvisando conciertos que recuerdan en su bucólico encanto a un cuadro de Boucher. Ninguna restricción pone freno a “la inclinación del corazón ni la ley de los sentidos”, y en las muchachas los escarceos amorosos son aplaudidos como cosa meritoria. El hábito del gozo y la superfluidad del esfuerzo confieren a la mente frivolidad y espumosa inconstancia.

    El Viaje de Bougainville inspiró el opúsculo de Diderot Suplemento al Viaje de Bougainville, escrito al parecer en 1772 y publicado en 1796, donde las noticias del navegante, enriquecidas con otras de la cosecha del filósofo, sirven para establecer la comparación entre la sociedad tahitiana, acorde con la naturaleza, y la corrupta sociedad dieciochesca francesa, que amenaza contaminar a la isla, virgen de las lacras de la civilización. Diderot hace especial hincapié en lo sexual y en el matrimonio.

    En 1795 aparece Aline y Valcour, del marqués de Sade, escrita casi diez años antes y adaptada a los nuevos tiempos revolucionarios, que contiene la Historia de Sainville y de Léonore, también inspirada en las relaciones de navegaciones por los mares del Sur. La sociedad tahitiana descrita por Bougainville tenía aspectos malos y buenos. Sade descompone esta mixtura atribuyendo todo mal al reino africano de Butua y todo lo bueno al país de Zamé, al que los vientos llevan a Sainville desviándolo de su meta, Tahití. En la isla de Zamé, Sainville descubrirá una utopía paternalista donde todo está regulado a la vez por el estado y la naturaleza y las leyes e instituciones coercitivas reducidas al mínimo.

    Las grandes exploraciones marítimas del siglo XVIII, posibles gracias a los avances de la técnica en óptica y relojería, pusieron de moda estos relatos de utopías australes. El descubrimiento austral por un hombre volador, de Restif de la Bretonne, que narra viajes extraordinarios y fantásticos al sur de la Patagonia, es de 1781; Candide, de Voltaire, de 1759, con su Eldorado y el país de los orejones, donde las costumbres sexuales son tan libres que las muchachas eligen por amantes, sin mayor empacho y si tal se les antoja, a algunos simios.



En el país de los orejones. Ilustración de 1803 para Candide,
de Voltaire. 


    Pero más allá de estos paraísos terrenales dieciochescos, hay otro precedente más antiguo de la isla vacacional de Galdós: está en el canto IX de Os Lusiadas, de Camões. Cumplida su misión de abrir la ruta comercial de la India, los descubridores con Vasco da Gama al frente emprenden el regreso a la patria. La  diosa Venus, que tiene por favorita a su nación (era proverbial en el siglo de oro la condición enamoradiza de los portugueses, a los que se motejaba por eso de  “derretidos” y “sebosos”), decide 

“pera prémio de quanto mal passaram,

buscar-lhe algum deleite, algum descanso,

no Reino de Cristal, líquido e manso”.

    A tal fin, resuelve preparar alguna “ínsula divina / ornada de esmaltado e verde arreio” y reunir en ella buena copia de las más hermosas “aquáticas donzelas”, nereidas, para solaz de los sufridos exploradores, esperándolos con músicas y danzas… y previamente asaeteadas a conciencia por Cupido

“para com mais vontade trabalharem

de contentar a quem se afeiçoarem”.

    La diosa dispone un paisaje adecuado a sus propósitos. Diferentes épocas, diferentes sensibilidades: la ínsula de Camões se asemeja al lugar ameno de las bucólicas renacentistas o a las abigarradas representaciones del paraíso terrenal. De tres cerros alfombrados de verde hierba bajan sendos arroyos cristalinos que, en el valle, confluyen en un remanso arbolado. Toda clase de flores lo adornan y variados árboles brindan allí sus frutos sin necesidad de cultivo; entre ellos

“Os fermosos limões ali, cheirando

estão virgíneas tetas imitando”:

que, no lo olvidemos, estamos en la isla de Venus.


Los portugueses en la Isla de los Amores. Grabado según
un dibujo de Alexandre-Joseph Desenne (1817).

    Ciervos, cisnes, liebres, pájaros de distintas clases corretean o revolotean.

    A la llegada de los portugueses, las ninfas se hacen las distraídas; unas cantan y bailan, otras simulan perseguir a los animales; otras, desnudas, se bañan. Ellos, que armados de arcabuces y ballestas buscaban algo que echar al puchero, ¡qué distinta caza se encuentran! Comienza la persecución y las nereidas, con coquetería, simulan huir a esconder su desnudez entre las frondas o bajo las aguas para enardecer más a los perseguidores, teniendo buen cuidado de dejarse alcanzar llegado el momento. ¿No dice Fray Luis de León, comentando el Cantar de los cantares, que estos traviesos escondite son “regalos y juegos graciosísimos del amor”?

    Ya no se ve a los amantes: han buscado cobijo acá y allá, entre las matas, bajo los árboles. Ahora prestemos oído:

“Oh! Que famintos beijos na floresta,

e que mimoso choro que soava!

Que afagos tão suaves, que ira honesta,

Que en risinhos alegres se tornava!

O que mais passam na menhã e na sesta,

Que Vénus con plazeres inflamava,

Milhor é esprimentá-lo que julgá-lo;

Mas julgue-o quem não pode esprimentá-lo”.

    Finalmente, la más principal de las ninfas conduce al capitán de los portugueses a u palacio de cristal y oro, donde pasan el resto del día “en dulces juegos y en placer continuo”, mientras las demás hacen otro tanto “por las sombras, entre las flores”. Al llegar la noche, todas las parejas suben en procesión a reunirse en el suntuoso edificio, donde se les ofrece un magnífico banquete al son de la música.

    La sensualidad en todo este episodio es intensa, a pesar de que prudentemente se nos explica que en realidad todo es una visión alegórica y que las ninfas tan acogedoras no son más que la gloria y las honras que los audaces navegantes se han ganado con su proeza. Y las coincidencias con el episodio de Galdós saltan a la vista.

    Para el de la Isla de los Amores de Os Lusiadas se han señalado muy variadas fuentes: leyendas orientales, relaciones de viajeros portugueses por la India, el Orlando Furioso de Ariosto, con su breve referencia a Pafos, isla de Afrodita, “La terra d’amor piena e di piacere” (XVIII, 138-139):

“Dal mar sei miglia o sette, a poco a poco
si va salendo inverso il colle ameno.
Mirti e cedri e naranci e lauri il loco,
e mille altri soavi arbori han pieno.
Serpillo e persa e rose e gigli e croco
spargon da l’odorifero terreno
tanta sua vita, ch’in mar sentire
la fa ogni vento che da terra spire.

Da limpida fontana tutta quella
piaggia rigando va un ruscel fecondo.
Ben si può dir che sia di Vener bella
il luogo dilettevole e giocondo;
che v’è ogni donna affatto, ogni donzella
piacevol piú ch’altrove sia nel mondo:
e fa la dea che tutte ardon d’amore,
giovani e vecchie, infino all’ultime ore.”


O la llegada de Astolfo al paraíso terrenal (XXXIV, 49 ss.).

    Pudo inspirarse también Camões de distintas obras de la literatura clásica. Luciano de Samosata, por ejemplo, en su Historia verdadera (II, 46), trata de la isla Cabbalusa (capital Hydramardia), habitada exclusivamente por mujeres jóvenes y bellas. Eran seres acuáticos, que al morir se deshacían en agua. Aquellas isleñas hablaban griego y vestían y se arreglaban como cortesanas, con unos ropones holgados que les llegaban a los pies. Recibían a los forasteros con besos y otras muestras de cariño y los llevaban a sus casas, donde les servían y los convidaban a vino. Claro que todo eso era con el fin de emborracharlos y comérselos, porque de los marineros se mantenían.


La isla de Cabbalusa. Ilustración de William Strang.

    También se encuentran en el episodio en cuestión ecos de otro tema muy presente en la ficción medieval: el de una tierra, más o menos paradisíaca, habitada solo por mujeres. María Rosa Lida, en “La visión de trasmundo en las literaturas hispánicas”, apéndice de El otro mundo en la literatura medieval, de Howard Rollin Patch, llega a decir de este episodio de Os lusiadas que es “La más lograda ‘tierra femenina’ de la literatura”. Tierras, islas o castillos de las mujeres (por no hablar del país de las amazonas, que es harina de otro costal) aparecen acá y allá en el mundo imaginario del medievo: en Flores y Blancaflor, en Floriant et Florete, el Roman d’Alexandre y otras varias obras que estudian Patch y Lida en dicho libro, pero principalmente en la narrativa del ciclo artúrico y la novela caballeresca.

   Las tierra femeninas más famosas en la leyenda artúrica son sin duda la isla de Avalon, morada de Arturo entre la muerte y la vida, y el lago donde Nimue –o Niniana, o Viviana- acoge al huérfano Lanzarote durante su infancia. Niniana -la Dama del Lago- y sus hadas, criaturas acuáticas, seguirán ayudando a su protegido después de separarse de él al hacerse hombre.

    A pesar de la racionalización que introducen las narraciones del Lanzarote en prosa, sigue trasluciéndose claramente que tanto la Dama y sus mujeres como su tierra sumergida pertenecen a lo sobrenatural.

    Se ha señalado la semejanza del nombre de Nimue con el de Niamh, personaje mitológico irlandés, hija del dios marino Manannán, que galopando en su caballo sobre las aguas se llevó a vivir consigo a Tír na nÓg -el País de los Jóvenes- a Oisín, hijo de Fionn mac Cumhail, el Fingal de la poesía ossiánica. 


En Tír na nÓg, por Jack B. Yeats

Y es que en la antigua literatura irlandesa aparece repetidamente la tierra femenina. En La navegación de Bran, por ejemplo, Bran mac Febail, navegando con los suyos, llega a una isla sin hombres: Tír na mBan (o sea eso: País de las Mujeres). Desde la orilla, una de ellas le arroja un ovillo; Bran lo agarra; el ovillo se le queda pegado a la mano y así el barco es remolcado a tierra. Las mujeres los llevan a un palacio donde cada una ocupa una alcoba con su viajero. Se les sirve un opulento banquete con platos de todos los sabores, que nunca disminuyen por más que se coma de ellos. Allí permanecen largo tiempo, breve a su parecer. Cuando regresan, comprueban que en su tierra han pasado muchísimos años, tantos que apenas queda una vaga memoria del navegante Bran. Al poner uno de los tripulantes del barco el pie en tierra, desoyendo el consejo de la que mandaba entre las mujeres, los siglos se le echan encima y cae deshecho en cenizas. Algo parecido le ocurrió a Oisín cuando volvió del país de Niamh.

    Otro navegante, Maeldúin (en el relato La navegación de Maeldúin), recorre numerosas islas. En una de ellas, habitada por mujeres, la reina tiene el poder de conceder la inmortalidad. Maeldúin es convidado a un palacio donde agasajan y bañan (el baño era parte importante de la hospitalidad irlandesa) a él y a sus compañeros. 

    ¿No nos viene inmediatamente a la cabeza –digamos de paso- la estampa de don Quijote, desarmado y con la celada puesta, servido solícita y burlonamente por las doncellas y criadas de la venta, cuando recordaba aquel romance viejo de “nunca fuera caballero / de damas tan bien servido”… que, por cierto, se refiere a Lanzarote?



Don Quijote en la venta.
Ilustración de Pierre Gustave Eugène Staal, 1866


    Tierra de mujeres es también Mag Mell, el país de las sobrenaturales Fand y Lí Ban, al que estas atraen al héroe Cú Chulainn en el relato La postración de Cú Chulainn. Y en el de El robo de los ganados de Fróech, este otro guerrero, maltrecho tras su combate con un monstruo acuático, es rescatado por una comitiva de ciento cincuenta mujeres que lo llevan al otro mundo con grandes sollozos, para allí sanarlo en una sola noche.

    Los recuerdos acuden enredados como las cerezas del cesto: porque también es una comitiva de mujeres, llegadas en barco, la que se lleva al rey Arturo moribundo tras la batalla de Salesbières en La muerte del rey Arturo del ciclo de Lanzarote. A la cabeza de ella va una desconocida que lleva de la mano a Morgana, la hermana del rey.


El último sueño de Arturo en Avalon, por Edward Burne-Jones.


    En el libro antes citado, resume Rollin Patch que al Otro Mundo se le llama a menudo, en estos relatos, País de las Doncellas; que es notable por sus hermosas mujeres, y que “los goces del amor se comparten libremente en este reino feliz”.

   ¡Qué lejos nos ha traído nuestra divagación de Galdós, de Tahití y de los años finales del reinado de Isabel II! ¡Tír na mBan, isla de las nereidas, Isla de Venus, sabrosa recompensa de navegantes, tierra feliz e incorrupta del buen salvaje, colonia tristemente infectada por la civilización! Como la isla flotante de Os Lusiadas, el mito va a la deriva por los tiempos y apareciéndose acá y allá, vago y cambiante, con las distintas formas que le prestan los ojos de los que lo divisan.

 

lunes, 3 de enero de 2022

Cosas de los Reyes

 

Estaba yo casualmente leyendo unos artículos de Carmen Laforet sobre las fiestas de estos días. Forman parte de los que publicó en la sección “Puntos de vista de una mujer” de la revista Destino, ahora recopilados en libro por la editorial del mismo nombre, con ocasión del centenario de la autora. Dice esta en uno de ellos: “No hay nada en el mundo que me guste más que la mentira, si la mentira, como en este caso, se llama ilusión”. Se refiere al prodigio anual de los Reyes Magos, “mentira mezclada a realidades tangibles”; y algo más adelante, añade que esta ilusión es “en tantas, tantísimas casas, una verdad asombrosa”.


Noche de reyes en Madrid, 1839. Cuadro de José Castelaro.
(de la Wikipedia).


Un niño tarda pocos años en comprender que los Reyes no existen. Mucho más tiempo le cuesta, si es que lo consigue, deshacerse de esa pueril incredulidad. Al menos en esta época, porque la fe en los Reyes Magos ha movido desde el siglo XIII a miles y miles de peregrinos hasta Colonia, donde han ido a parar sus reliquias por caminos complicados y misteriosos, para reunirse con las de otros santos peregrinos de gran fuste y resonancias épicas: Carlomagno y santa Úrsula con sus once mil vírgenes y demás comitiva.  

Cuando llegaron los Reyes Magos a Belén, el Mesías ya se había manifestado por lo menos –según los evangelios canónicos o apócrifos- a las dos comadronas (o a santa Brígida en la tradición bretona) y a los pastores: a estos con aparición de ángeles y músicas celestiales; y había sido adorado por unos y otras. Sin embargo, la epifanía por antonomasia, como si solo con ella se hubiese revelado al mundo su venida, es la adoración de los Reyes, asombro anualmente conmemorado y repetido. Pues, como dice Juan de Hildesheim, escritor carmelita del siglo XIV, es en ese momento cuando Cristo une como techumbre los dos muros de su edificio: el pueblo judío representado por los pastores y el de los gentiles representado por los reyes de Oriente.

Pero no es de esto, en realidad, de lo que quería yo hablar.

Vamos de centenario a centenario. El volumen Cuentos dispersos II, duodécimo de las obras completas de Emilia Pardo Bazán editadas por González Herrán en la Biblioteca Castro, recoge relatos aparecidos en distintas revistas entre 1911 y 1921. Varios de entre ellos, encargados seguramente para álbumes, almanaques o números especiales navideños, se refieren a este ciclo festivo: los hay de nochebuena, de año nuevo y de Reyes. Cuentos “de calendario” los llama González Herrán, como también a los que constituyen la serie Cuentos de Navidad y Reyes (1902) en el volumen noveno de su edición, u otros que la autora incluyó en diferentes libros.

La visión de los Reyes Magos que ofrece Pardo Bazán es interesante en varios aspectos.

La tradición cristiana fijó desde fecha bastante temprana el número y nombres de los Reyes Magos. 


Adoración de los Reyes. Libro de horas del siglo XV
en la Biblioteca Nacional de Irlanda.


Las Excerptiones patrum, atribuido falsamente a Beda, establecen que Melchor, que regala el oro, era viejo y de larga cabellera y barba blanca; Gaspar, a quien corresponde el incienso, joven imberbe y pelirrojo y Baltasar, el de la mirra, atezado y con toda la barba (fuscus, integre barbatus). Un famoso poema irlandés sobre los Reyes Magos, Aurilius humilis ard, repite esto mismo añadiendo pintorescos y coloridos detalles:

 

Aurilius Humilis, alto.
Malgalad Nuntius, fuerte y fiero,
Melcho, de cabellera canosa, sin reproche, 
Con luengas barbas grises: 
Un anciano, de manto amarillo
Sobre túnica verde de exactas medidas,
Con cómodas sandalias de verdes correas moteadas;
 No faltó el oro en su dádiva al rey. 

 

Arénus Fidelis, generoso,
Galgalad Devotus, esforzado,
Hombre colorado Caspár, de perfecta hechura, 
Mozo imberbe de rozagante juventud, 
Bello guerrero envuelto en manto púrpura 
Sobre túnica amarilla lisa,
Con magníficas sandalias de correas verdes: 
Incienso a Dios apropiado ofreció. 

 

Damascus -el último de los tres- Misericors infatigable,
Sincerna Gratia sin límites, 
Patifarsat, todo majestad,
Hombre moreno, ilustre,
En manto de púrpura con lunares blancos 
-Púrpura superior a cualquier belleza-, 
Con sandalitas amarillas,
Al gran hombre regaló mirra. 

 

Estos son los nombres de los magos 
En hebreo, en griego de grata vivacidad, 
En latín, de gravedad pausada,
En el árabe noble y elegante. 
Escuchad los colores de sus vestidos, 
Según los dicen los distintos pueblos: 
“Selua for gaaessa gala
Debdae aesae éscidae”
... 

Las siguientes estrofas, muy corruptas, prosiguen llenas de palabras incomprensibles.

Otro apócrifo irlandés, en prosa este, también temprano aunque conocido por una copia del siglo XII, las Historias de los Magos (Scelaib na nDruad), cambia un poco las cosas: “Encabezaban aquella compañía tres guerreros; un soldado hermoso, venerable, de barba gris, ágil como un cervatillo, llamado Melcisar, que es el que dio el oro a Cristo. Otro guerrero barbado, de largos cabellos castaños, llamado Balcisar, que es el que le dio a Cristo el incienso. Por fin, un tercer guerrero, rubio, sin barba, llamado Hiespar, el que le dio a Cristo la mirra. Otros nombres de estos reyes son Malco, Patifaxat, Casper. Malco era Melcisar; Patifaxat, Balcisar, y Casper Hiespar”. Balcisar –nuestro Baltasar- sigue siendo barbudo, pero nada se dice del color de su piel y su ofrenda ya no es la de la mirra, sino la del incienso.

De aquel Baltasar hosco, de tez oscura, procede, en todo caso, el rey negro de nuestra tradición.

Pues bien: en los cuentos de Emilia Pardo Bazán, contra la creencia generalmente aceptada, el rey negro es, sistemáticamente, Melchor.

El libro de Juan de Hildesheim, mencionado antes, Historia trium Regum, ayuda en parte a comprender esto. Los tres reyes –explica- lo eran de la India, pero hay que saber que Indias hay tres. 

En la tercera India, que incluía la provincia de Tarsis (donde se encontraba la tumba del apóstol santo Tomás), reinaba Gaspar, que era un negro etíope y que hizo la ofrenda de la mirra. Gaspar –dice el libro- “era un negro etíope (Ethiops niger), de lo cual no hay ninguna duda”. Bajo el nombre de Tarsis se confunden, al parecer, Tarso de Cilicia –la patria de san Pablo-, Tabriz –la ciudad azerí- y la opulenta Tarsis de la Biblia.


Los Reyes Magos en una ilustración de la
Historia Trium Regum(Estrasburgo, 1483).
(Ilustraciones de esta edición traídas de Gallica bnf)
.


La segunda India era el reino de Baltasar, que ofreció el incienso, y en ella estaban Godolia y Saba, cuya famosa reina, siglos atrás, visitara al rey Salomón.

La India primera era la que tenía por rey a Melchor, cuyo regalo fue el oro, y abarcaba Arabia y Nubia.

En esta tripartición de la India, que se extendía por el occidente hasta el África oriental, Juan de Hildesheim sigue a san Jerónimo, a San Isidoro y toda una tradición medieval.

A partir de finales del siglo XII, debido sobre todo a las cruzadas, se tenía conocimiento de los nubios, con los cuales se había entrado en contacto en Tierra Santa, donde acudían en peregrinación, así que se sabía qué aspecto y color tenían, amén de otros detalles sobre sus costumbres y ritos. Pero la confusión entre la India, los reinos cristianos del África oriental y el del mítico Preste Juan de las Indias era grande. Jacopo da Verona, peregrino a Tierra Santa a principios del XIV, por ejemplo, afirma que los nubios eran “etíopes negros de la gente del Preste Juan”. Tomo estos datos de un artículo de Camille Rouxpetel, “« Indiens, Éthiopiens et Nubiens » dans les récits de pèlerinage occidentaux : entre altérité constatée et altérité construite (XIIe-XIVe siècles)” (Annales d’Éthiopie, 2012). 


En esta xilografía que ilustra la Historia Trium Regum (Estrasburgo, 1483)
aparece el rey negro.

El mismo Juan de Hildesheim, en su popular obrita, indica que santo Tomás, enviado a predicar el Evangelio en la India, bautizó a los Reyes Magos e instauró las instituciones del Patriarca Tomás y el Preste Juan, como cabezas religiosa y política de aquellos enormes reinos. Entre los portugueses, cristãos do Preste João era una expresión corriente para referirse a los etíopes y otros pueblos cristianos del Sur del Nilo y África oriental, en que se veía a posibles aliados contra el Islam. Fueron las navegciones portuguesas de finales del siglo XV y del XVI las que acabaron arrojando claridad sobre las tierras y gentes de esas partes del mundo.


Santo Tomás consagra a los tres Reyes.
(Historia Trium Regum. Estrasburgo, 1483).

Emilia Pardo Bazán, es de suponer, se sumaba a esa tradición de un rey Melchor indio, pero africano y negro.

En Juan Valera, por cierto, también aparece, aunque de pasada, un Melchor indio. Es personaje que cumple una función esencial en su largo cuento La buena fama (1894) un hindú, de nombre Crisayacti, persona tan sabia como bondadosa y amiga de donaires y burlas, siempre que fuesen amables e inocuas. De este Crisayacti, pues, se nos dice que tenía gran simpatía a los cristianos (sin serlo él mismo) por ser el cuadragésimo –y último, ya que murió sin descendencia- nieto de Melchor, “el más ilustre” de los Reyes Magos. No es un indio nada nubio, sino muy indoiranio.

La India debía de estar de moda por aquellos tiempos de fin de siglo. Unas fechas al tuntún: las óperas El rey de Lahore, de Massenet, y Lakmé, de Delibes, son de 1877 y 1883. El libro de la selva, de Kipling, de 1894. La leyenda El caudillo de las manos rojas,de Bécquer, de 1871. Y la propia Emilia Pardo Bazán escribiría varios cuentos de temática hindú. 


Un momento de la ópera Lakmé.

En Madrid, la primera cátedra de sánscrito se abrió en la Universidad en 1856; fue para Manuel de Assas, que ya lo explicaba anteriormente en el Ateneo. En 1877 fue adjudicada al diplomático Francisco Rivero Godoy, hijo del político republicano Nicolás Rivero, para gran despecho de Francisco García Ayuso, erudito orientalista y furibundo polemista católico, impugnador de Darwin y otros osados pensadores modernos, que aspiraba a ella. Probablemente con más títulos para ejercerla que su rival. Pero en aquellos tiempos la Universidad estaba en el centro de la tormentosa contienda política y los estudios de sánscrito pagaron el pato. García Ayuso era, por cierto, amigo de Valera, a quien dedicó su libro El estudio de la filología en su relación con el sanskrit. La historia de esa disputada cátedra es interesante y divertida, pero quede en todo caso para otra ocasión porque nos alejaría ya mucho de los Reyes Magos.

En estos, en quienes queda simbolizada la raza humana entera, vio la imaginación medieval representadas distintas categorías en que se podía dividir a la humanidad, como señala Franco Cardini en su libro Los Reyes Magos: las tres estirpes de Sem, Cam y Jafet, las tres edades –siendo Baltasar el joven, Gaspar el maduro y Melchor el viejo-, las tres partes del mundo y, cómo no, las tres funciones sociales –oratoresbellatores laboratores- que, como se sabe, derivan en última instancia del sistema tripartito de la sociedad indoeuropea descubierto por Georges Dumézil.


Los Reyes Magos representan las edades del hombre.
          Adoración de los reyespor Franco dei Russi.

En este aspecto insiste una y otra vez Emilia Pardo Bazán.

Como faltaban muchos años para que Dumézil empezara a arrojar luz sobre aquella estructura ternaria que se refleja en religión, poesía e instituciones, piensa uno con asombro en la capacidad de ciertos autores, como aquí Pardo Bazán, de conectar con la esencia y la forma del mito.

Así, en el cuento “El triunfo de Baltasar” (p. 425 de la edición de González Herrán), Gaspar aparece vistiendo una armadura o “coselete militar” formado de láminas y se presenta como caballero paladín de causas justas. Baltasar, tocado con una especie de mitra, se pasa los días estudiando en sus libros, su observatorio o su laboratorio alquímico. Aunque todos tres son opulentos, Melchor se caracteriza por reinar “en el país donde se recogen las perlas a espuertas y las plumas y el oro a montones”. La moraleja del cuento –es curioso- es la misma reflexión que encontrábamos en Carmen Laforet y sirve de arranque a esta entrada: “hay engaños de belleza, de bondad, de compasión profunda hacia los males del hombre”, y el milagro de los Reyes Magos consiste en la mentira misma, engaño engañoso en que chicos y grandes fingen caer para no privar de la ilusión a los demás.

Parecido mensaje encierra el cuento “El error de los Magos” (p. 397), donde estos, hartos ya de verse relegados a la función de “distribuir monigotes a monigotillos”, obtienen la gracia de obsequiar a los hombres regalos de verdad, mientras los ángeles se ocupan de los jugetes infantiles. El experimento, como era de suponer, no puede acabar peor. El cuento está fechado en 1917 y marcado por el trauma de la guerra mundial. Baltasar, el sabio, va repartiendo a manos llenas ciencia, que los hombres se apresuran a emplear en la destrucción del enemigo y ruina y devastación universal. Gaspar lleva el don de la victoria militar y casi sucumbe al furor de las hordas guerreras que pretenden arrebatárselo. Melchor, cuyo regalo –típico de la tercera función- es la salud, comprueba desolado que las gentes solo la desean para luchar y machacarse mutuamente con más denuedo y brío. En esto de los regalos no puede haber más que mentira e ilusión. “¡Juguetes y niños!” acaban reivindicando los desengañados Reyes.

En “Los santos Reyes” (p. 71), estos, que van siguiendo la estrella sin saber aún a ciencia cierta qué es lo que señala tal fenómeno, se cuantan unos a otros lo que esperan conseguir del anunciado Rey. Repítese la misma división funcional. Baltasar, figura de sabio fáustico, aspira a la juventud, viendo al acercarse la muerte que ha malgastado la vida en sus investigaciones. Gaspar, el guerrero, sueña con derrocar el imperio de Roma y conquistarla. Melchor suspira por la belleza física -de la que, como negro, carece- que le granjeará el amor de las mujeres, a las que su actual aspecto repugna. Tras la adoración, cada uno queda satisfecho sin haber, en suma, obtenido nada más que ilusión y fe.

En “Sueños regios”, de los Cuentos de Navidad y Reyes (p. 509 de la edición de González Herrán), tras su visita de adoración anual al Niño Jesús los Reyes se aparecen en sueños al poderoso soberano de Circasia, una especie de sultán cínico, regalado y cruel, en sus nevados alcázares. Traen encomendadas sendas misiones. Baltasar, con su mitra sacerdotal, debe ir esparciendo polvo de oro “allí donde vea que el hombre atenta a la libertad del hombre”. Dondequiera que el oro cae, el hielo se resquebraja, el suelo tiembla y con él los cimientos de los soberbios palacios. Una siembra muy conveniente a la primera función, la que atañe a la soberanía, el gobierno y los pactos y contratos entre las personas. Por supuesto, ante tan subversiva labor el circasiano manda apresar a su colega de Oriente, que debe hacer uso de su magia para escapar.

Tras este aparece Baltasar con su armadura. Su misión es derramar gota a gota por donde reina la guerra la sagrada mirra, que actúa como bálsamo de paz y fomenta la prosperidad de los pueblos.

Por último, llega el rey negro, Melchor, rutilante de pedrería y cubierto de ceñidos ropajes que acusan y realzan sus formas, sensuales, como las calzas “que ostentan los donceles en los cuadros de Carpaccio”. 

Su tarea corresponde a la tercera función y tiene que ver con la mujer: debe ir incensando donde vea que se la trata “como esclava y no como compañera”. El de Circasia, hospitalario, manda a dos bellas odaliscas que preparen al negro un baño de agua de rosas, y despidiendo a patadas a la cautiva que le servía de apoyo a sus pies, le aconseja:

-¡Pues vuélvete con tu incensario a tierra de cristianos, que ahí tienes todavía mucha tarea por hacer!


Esclavitud, por Ernest Normand (1890).


En “La visión de los Reyes Magos”, que viene a continuación (p. 517), no aparece el esquema con tanta claridad, puesto que Pardo Bazán incorpora un cuarto término que completa y sintetiza a los otros tres. De regreso de Belén, los Reyes se encuentran decepcionados y descontentos de los dones que han ofrendado al Niño. Gaspar sí representa con claridad a la función militar e imagina a Jesús como un gran guerrero, vencedor de dragones y conquistador de pueblos. Baltasar ofrece el oro, “símbolo de la autoridad real” (función primera), pero en su premonición ve ante todo al Mesías como rey opulentísimo a cuyas arcas acuden ríos y ríos de oro. Este aspecto es propio de la función tercera, que en otros cuentos, como hemos visto, se le asigna a Melchor, el cual, aquí, más representa a la primera al venerar al Niño como Dios. Y la función tercera corresponde a la cuarta oferente, María Magdalena, cuya ofrenda de amor –el aceite de nardo- aúna los tres aspectos de hombre, rey dios.  

En el esquema tripartito de la sociedad tal como existe en la ideología indoeuropea, si bien las tres funciones son indispensables y de igual importancia, hay una, la tercera, que recibe menor consideración y jerárquicamente parece situarse por debajo de las otras dos. Los dioses que la representan solo se incorporan con plenos derechos al panteón tras una guerra.

Y también en estos cuentos de Reyes de Pardo Bazán recae en personajes socialmente inferiores: una mujer –mujer pública por si fuera poco- y un negro.

El Melchor de Pardo Bazán, sin que por ello sea una figura menor respecto de sus compañeros (muy al contrario), adolece de los prejuicios raciales generalmente asumidos en su tiempo. En lo físico, aparece exageradamente caracterizado por rasgos arquetípicos: la cabeza lanosa, los grandes y redondos ojos que destacan por su blancura, igual que los dientes, sobre su tez oscura, la musculatura resaltada por el vestido ajustado. Tanto es así que fácilmente lo confunden los niños con su propia caricatura, con un rey negro de pega, un anciano tiznado de hollín (“El triunfo de Baltasar”). Lo oímos, en este mismo cuento, hablar al modo de los negros caribeños (tal como sonaría, al menos, a oídos de doña Emilia) y dirigirse a los otros Magos con el respetuoso y anacrónico tratamiento de “su mercé”. Destaca por su humildad, la ingenuidad que le rebosa, su puerilidad y su sensualidad. Esa sensualidad exacerbada que suele achacarse, con parte de asco y parte de envidia, a los demás: al moro, al judío… La conciencia que tiene de su inferior condición lo lleva al menosprecio de sí mismo: su mayor anhelo es que desaparezcan sus rasgos raciales para verse convertido en un blanco rubio y de ojos azules y merecer así el amor de las mujeres (“Los santos reyes”). El negro está más cerca de la naturaleza, menos afectado por la civilización con lo que esta tiene de refinamiento, pero a la vez de corrupción.

Otro cuento, que no tiene que ver con los Reyes, refleja bien estas ideas; un cuento que resulta un precedente curioso de la novela de Maurice Renard Las manos de Orlac(1920), que ha sido llevada al cine varias veces: esa donde las manos de un asesino, trasplantadas a un famoso pianista, dominan a su cerebro y van cometiendo crímenes por su cuenta. Se trata de “La pierna del negro” (p. 633), inspirado por una talla que existe en el Museo de escultura de Valladolid atribuida a Isidro Villoldo, que representa un milagro de san Cosme y san Damián narrado en la Leyenda Áurea de Jacobo de Voragine. Aquel en que un devoto de los santos médicos, aquejado de cáncer en una pierna, ve en sueños cómo estos se la amputan y reemplazan por la de un etíope recién muerto y enterrado. Al despertar se encuentra sano con una flamante pierna negra, y exhumando el cadáver del involuntario donante se descubre injerta en él la otra, cancerosa. En el relieve y en el cuento el etíope no está muerto, sino bien vivo y retorciéndose de dolor y de indignación por el robo del miembro sano. 


Milagro de san Cosme y san Damián, por Isidro Villoldo.


Lo que sucede a continuación es que la pierna trasplantada empieza a actuar con personalidad propia y acorde a la índole de su primer dueño: es aficionada a la danza, las faldas la atraen irresistiblemente y da pruebas de una agresividad salvaje, repartiendo coces y puntapiés a diestro y siniestro. Rápidamente doblega la voluntad de su receptor y lo arrastra a tabernas de lo peor, forzándolo a jugar y emborracharse; y por último a una procesión –estamos en la Sevilla del siglo XVI- donde su provocativa irreverencia (la pierna no respeta más religión que el culto primitivo de ídolos y fetiches) acaba por causar su linchamiento a manos de la multitud.

En esa misma bajeza y humildad de Melchor encuentra Pardo Bazán su grandeza y ensalzamiento. En “La visión de los Reyes Magos”, el rey negro, ignorante, humilde y cortado ante sus compañeros blancos, es sin embargo el único de los tres en constatar que su don ha sido acepto al Niño.

En “Los Magos”, de los Cuentos de Navidad y Reyes(p. 501), Pardo Bazán se vale de un episodio que ya figura en el libro de Juan de Hildesheim: la desaparición temporal de la estrella, que deja a los Magos sin guía y desorientados. A Gaspar y Baltasar, perdidos en las brumas de su ensueño, que les finge un mesías más poderoso y opulento que Salomón cuando recibió la visita y ofrendas de la reina de Saba, se les empaña y desdibuja el brillo de la estrella; en cambio a Melchor siempre lo alumbra con creciente brillo mientras sumido en místico arrobo goza por adelantado de la visión del niño Dios. 


Salomón y la reina de Saba, por Edward John Poynter.


Solo él, desde su pequeñez, puede comprender el verdadero significado de la encarnación; sus compañeros andan tan ciegos como los mismos paganos. Como se lee en “La visión de los Reyes Magos”, no pueden reconocerlo porque es un dios diferente a todos los demás, que viene a instaurar una era de igualdad, borrando las diferencias entre los hombres: “desde el primer instante, no existía diferencia de razas”, dirá en otro cuento, “El panteón de los años” (p. 413); lo cual queda gráficamente simbolizado en la imagen de las manos negras del rey negro tendidas para recibir el cuerpecillo blanco del niño Jesús, ofrecido un momento por la Virgen. Y de nuevo en “La visión de los Reyes Magos”, “mi progenie –proclama Melchor-, la obscura raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet”.  Y por eso piensa, a su regreso, hacer una verdadera revolución en su reino: disolver el ejército, abrir las cárceles, eliminar los impuestos, acabar con la servidumbre de las concubinas y, por último, con su propia monarquía. Para los otros dos reyes estas ideas de Melchor son un delirio, una locura afeminada. Tan afeminada que les es precisa la aparición mística de María Magdalena –cuarta y suprema oferente- para poder acceder al significado del misterio que acaban de presenciar. El negro, la mujer, los humillados del  mundo son los que tienen la clave. 

miércoles, 27 de octubre de 2021

Un poeta con mala idea y un muerto vengativo (más historias de Ben Edair).

Tampoco está ausente el sagrado promontorio de la materia épica del Ulster o de la Rama Roja, que cuenta las hazañas del rey Conchobar mac Nessa y sus guerreros. Vamos a ver cómo.

En la corte del rey Conchobar había un afamado poeta llamado Athirne. Los poetas, en la épica medieval irlandesa, eran personajes importantes y poderosos. Cualquier persona tenía el deber de acogerlos y agasajarlos y la obligación de pagar por sus poesías el pago que pidiesen, so pena de ser objeto de un vejamen que suponía la deshonra e incluso la enfermedad y la muerte (ver Porquero contra poetas). Los hijos de Tuirenn consiguieron algunas de las preciadas alhajas que les exigía Lugh (ver la entrada anterior) haciéndose pasar por poetas para introducirse en los palacios de los reyes.


El bardo, en la imaginación romántica
        del pintor John Martin (Wikipedia)


Aquel Athirne era persona reverenciada y temida por los precios exorbitantes que ponía a sus canciones. Peor aún: era un furibundo y sacrificado patriota. Su meta era establecer la superioridad de su provincia, el Ulster, sobre las demás de Irlanda. Y así, fue exigiendo a los otros reyes tan descomunales dones que o se arruinaban la vida concediéndoselos o lo mataban, dando así al Ulster motivo para declarar una guerra, que infaliblemente vencería, e imponer un pesado tributo al resto de los reinos.  

A Eochaid, Rey de Connachta del Sur, que era tuerto, le pidió el ojo que le quedaba sano.

-¿Pagas o qué?

-Pago, pago: ¡no faltaba más!

Y se sacó el ojo para dárselo. Después mandó que lo llevasen a un lago cercano para lavarse la cara. Las aguas quedaron tintas en sangre y desde entonces el lago se llama Lago Rojo, Loch Dearg.

-Decidme –preguntó Eochaid a sus cortesanos-: ¿está el ojo fuera?

-Nosotros mismos se lo hemos entregado en mano a Athirne.

-Pues es raro: veo mejor que con él…

Era que Dios, en premio a su honradez, le había devuelto aquel ojo y el otro que le faltaba.

Aquí se cobraba Athirne en joyas, allá en mujeres… Llegado a Laiginn, donde reinaba Mes Gegra, exigió pasar la noche con Buan, la reina.

-¡Te la dejo por una noche, pero porque me da la gana! –pataleó Mes Gegra- ¡Que quede claro! ¡A mí ningún cochino ulate me quita la mujer por la fuerza!

-¿Qué no? ¡El peor de nosotros! ¡La mujer y la cabeza, si se te ocurriera resistirte!

Al poeta debió de parecerle bien aquella provincia y se pasó en ella un año, al cabo del cual se volvió a su tierra llevando consigo ciento cincuenta cautivas escogidas entre las de más belleza e ilustre sangre.



Botín de guerra, por Évariste-Vital Luminais.
(Wikipedia)


En cuanto puso los pies fuera del territorio de Laiginn conduciendo su rebaño de mujeres, los ultrajados cayeron sobre él como lobos: cruzada la frontera, ya no los ataban las leyes de la hospitalidad. Athirne pidió auxilio a las huestes del Ulad (Ulster). ¡Había logrado su propósito! Furiosos, los de Laiginn persiguieron a los del Ulad hasta el mar, donde, derrotados, hubieron de huir en barcas. Pero bajaron a tierra poco más lejos y se hicieron fuertes en la península de Ben Edair.

El asedio fue una matanza para unos y otros. Mes Ded, hijo adoptivo de Cú Chulainn, que tenía siete años, guardaba tan bien la puerta de la fortaleza que se necesitaron trescientos guerreros de Laiginn a la vez para acabar con él: y fue la primera vez que se dio en Irlanda un combate desigual en una batalla. Finalmente, por temor al alcance de los de Ulad, los de Laiginn levantaron un muro rojo –un muro de cuerpos ensangrentados-  y se retiraron a su provincia.

Pero Conall Cernach, que había perdido dos hermanos en el combate, salió en su persecución y Mes Gegra, rey de Laiginn, se quedó rezagado; ambos coincidieron junto a la fortaleza de Claonadh (Clane).

-¡Al fin nos vemos las caras! –dijo Conall- ¡Ahora me pagarás la muerte de mis hermanos!

-¡Qué bonito! ¿Es que te vas a batir con un manco?

-¿Qué te ha pasado en la mano?

-Nada –explicó Mes Gegra-: que me la acaba de cortar mi criado por una miserable nuez; porque creía que no la quería compartir con él. Era una nuez muy grande, todo hay que decirlo.

-¿Y no le has hecho nada?

-No me ha dado tiempo; con su propia espada se ha matado él al comprender cómo había metido la pata. ¡Por precipitarse!

-¡Pues sí que lo arregló! ¡Eso se llama echar la soga detrás del caldero!

-Aquí van en mi carro los dos: el conductor y la mano.

-Bueno; pues para que no se diga, me voy a atar yo la mano derecha. Así  quedamos iguales.

Riñeron de esa manera los dos campeones y al rato era clara la ventaja de Conall.

-Tengo que admitirlo –dijo el rey-. Te vas a llevar tú la fama… y mi cabeza.

Y así fue.  

La sangre que goteaba del cuello de Mes Gegra agujereaba las piedras. Conall se puso la cabeza cortada por sombrero y ¡oh, sorpresa! él, que era bizco, se curó de pronto y nunca más volvíó a bizquear.

Siguió adelante conduciendo su propio carro mientras su conductor llevaba el de Mes Gegra y no tardaron en encontrarse de frente con una mujer que marchaba al frente de un numeroso séquito.

-¿De quién eres tú? –le preguntó Conall.

-Soy la reina Buan, la mujer de Mes Gegra.

-Ah, pues tienes que venirte conmigo.

-¿Quién lo ha dicho?

-Él mismo.

-¿Y qué prenda o señal te ha dado para que te crea?

-¿No ves aquí su carro y sus caballos?

-Ya; pero ¿y eso qué? Pueden haber llegado a tus manos de muchas maneras.

-Pues entonces a ver si reconoces esta –y le mostró la cabeza cortada-. ¿Vienes o no? Vamos, sube al carro.


La invasión, por Luminais ( Wikipedia)


La cabeza tan pronto se ponía blanca como la cal como colorada como una amapola.

-¿Por qué pasará esto?

-Yo te lo explico –dijo la reina-: mi marido le juró a Athirne que nadie del Ulad se me llevaría a la fuerza, y Athirne a él que sí. Y por eso un color se le va y otro se le viene.

-Pues ya ves quién tenía razón.

-Pues sí: él.

Y lanzando un aullido de dolor, cayó de espaldas, muerta.                                                                                                 

Sobre su tumba creció un avellano mágico; por eso se llamó a aquel lugar Coll Buana, que quiere decir El Avellano de Buan.

Conall mandó al criado que cogiese la cabeza: para los antiguos irlandeses la cabeza del enemigo muerto era una presa de la mayor importancia. Pero no había manera: aquella de Mes Gegra no quería moverse de donde estaba muerta su mujer.

-Bueno, vamos a hacer otra cosa –dijo Conall Cernach-: sácale los sesos y amásalos con cal para hacer con ellos una buena bala. Y la cabeza la dejamos.


Cabeza. Arte britano (siglos II-III).
         Estas representaciones, bastante frecuentes,
       podrían estar relacionadas con el culto
    a las cabezas de los enemigos.


No era excepcional en estos personajes de la epopeya irlandesa hacer esos macabros trofeos y llevarlos consigo para exhibirlos cuando se reunían a alardear de sus hazañas.

Y así acaba el cuento del asedio de Ben Edair, pero no las hazañas póstumas de Mes Gegra ni las fechorías del malintencionado poeta Athirne.

Una de las historias más conocidas, más tristes y poéticas de la antigua Irlanda es la de la bellísima Deirdré, que nació predestinada para el sufrimiento y para ser causa de discordia, despertó las más invencibles pasiones y los más furiosos deseos y murió de amor y de rabia con trágica determinación.

Pues bien: cuando el rey Conchobar, que la había hecho su mujer a la fuerza, la perdió, quedó transido de despecho –así lo cuenta el relato Tochmarc Luaine agus aided AithairneEl casamiento de Luaine y la muerte de Athirne- y sumido en la melancolía, tanto que los grandes del reino resolvieron escudriñar toda Irlanda hasta dar con otra mujer que lo pudiera consolar. Fueron enviados para ello mensajeros y tras larga búsqueda, en el Ulad mismo Leborcham, la recadera del rey, encontró a una doncella, Luaine hija de Domanchenn, de la estirpe de los Tuatha dé Danann, que podía rivalizar con la difunta tanto en belleza y prudencia como en las labores femeninas. Domanchenn aceptó negociar el precio de su hija.

Cuando Leborcham, de regreso a la corte, acabó de describir a la doncella, el rey tenía ya todas las trazas de haberse enamorado; pero una vez que la conoció en persona el fuego del amor encendió en brasas hasta el menor de sus huesos y el matrimonio se concertó rápidamente. Conchobar estaba tan radiante que hasta hizo las paces con Manannán, rey de las islas de Man y de los Extranjeros, que estaba corriendo el Ulad a sangre y fuego para vengar a Deirdré, a su marido y a sus hijos, a los que había adoptado. Conchobar pagó de buen grado la indemnización que le fue exigida por esas muertes.


Deirdré y Naoise.  
          Ilustración de Pamela Colman Smith (1903)


Tan pronto como tuvieron el malvado poeta Athirne y sus dos hijos conocimiento de estos esponsales cayeron sobre la novia para desplumarla con sus peticiones desmesuradas. Pero al verla se inflamaron de deseo, tanto que preferían morir a vivir sin gozarla. Así que fueron a verla uno tras otro, diciéndole:

-Si no te vienes a la cama conmigo, me muero; y antes te cantaré un glám dicinn, ¡de manera que tú verás!

Luaine se quedó aterrada, y con razón. Porque un glám dicinnsolía hacer brotar en la cara de su destinatario unas pústulas tan vergonzosas que se moría de pura vergüenza.

-¡Qué frescura! ¿Cómo os atrevéis a pedirme tal cosa? ¡Mirad que soy la mujer del rey!

-Verás: sin acostarnos contigo, no podemos vivir.

-Pues yo lo siento mucho pero aunque quisiera eso no puede ser. ¿No lo veis?

-Tú sabrás. ¡Luego no vengas diciendo…!

Encorajinados, compusieron sus sátiras. A cada vejamen iba brotando un bulto en el hermoso rostro de la desposada. El primero se llamaba Baldón y era negro; el segundo Afrenta y era rojo; el tercero Escarnio y era blanco. Y Luaine murió de vergüenza y de bochorno.

Temblando de impaciencia por consumar su matrimonio, Conchobar, que nada sabía, llegó a la morada de Luaine en pleno duelo. Los padres, tronchados por la pena, gritaban y se arrancaban los cabellos; no tardaría el dolor en matarlos y se celebraron solemnes funerales por los tres.

El rey, con sus guerreros, salió en persecución de los culpables, que se habían dado a la fuga y estaban refugiados en su reducto de Ben Athirne. Los nobles de Ulad habían determinado en consejo que solo su muerte sería suficiente venganza, así que se puso cerco al fuerte y se le prendió fuego. Aquel fue el fin del poeta y sus hijos; también de sus dos hijas, que de nada tenían culpa.

Conall guardaba la sesera de Mes Gegra como oro en paño y a veces incluso la llevaba a la guerra en su cinto por si se le brindaba la ocasión de usarla contra algún adversario muy especial. Tenía sumo cuidado con ella y la custodiaba como a las niñas de sus ojos, pues corría una profecía según la cual Mes Gegra, después de muerto, se cobraría la vida de Conchobar. Pero un día dos de sus bufones la cogieron de su estante y estaban jugando con ella cuando se la arrebató Cét mac Magach, un guerrero de Connacht que según algunos era tío carnal del propio Conall Cernach y que era la pesadilla del Ulad por las constantes correrías que hacía en su territorio.

En una de aquellas salieron los nobles en su alcance, con el rey a la cabeza, y los de Connacht en su defensa, con que se trabó una dura batalla. Cét pidió a las mujeres que se juntasen a piropear a voces a Conchobar, que era el más guapo de su reino y harto presumido, y se escondió entre ellas. Conchobar que las oyó se destacó de sus tropas para lucirse y pavonearse en todo el esplendor de su arnés guerrero escuchando los requiebros, momento que aprovechó Cét para dispararle con su honda los sesos petrificados.

Cayó alcanzado en la cabeza; lo retiraron del campo de batalla; los físicos declararon que el proyectil estaba incrustado en la cabeza y no se podía extraer sin riesgo de la vida. Pero que esta no corría peligro mientras el rey evitase todo exceso y se ajustase a un régimen de suma templanza y tranquilidad. ¡Mal lo debió de llevar!

Transcurridos para él siete años de este purgatorio, un día vio con espanto cómo la bóveda celeste se entenebrecía. Llamados sus magos a consejo, supo que en una remota provincia romana habían crucificado a un justo desatando la cólera de los cielos, que así mostraban su ceño. 


Tintoretto, Crucifixión (détalle) (Wikipedia).


El rey ya sabía de aquel hombre, que había nacido el mismo día que él, por su padrastro el druida Cathbad. Un legado de Roma, que andaba por Irlanda intentando cobrar unos impuestos para el emperador Tiberio (si bien con más suerte que el príncipe de Tesalia, porque no se lee que volviese con la cabeza fuera de su sitio) y que por más señas se llamaba Altus, confirmó la noticia aunque echando toda la culpa a los judíos.

Una oleada de indignación rompió en el ánimo de Conchobar. Se levantó del trono fuera de sí, asió de su espada, salió del palacio y la emprendió a tajos y cintarazos con todo lo que encontraba por delante, más que el paladín Orlando cuando se enteró de los amores de Angélica y Medoro.


La locura de Orlando en un fresco de Jean Boulanger.

(En ambos casos, y a pesar de los siglos transcurridos entre uno y otro, formas del primitivo furor heroicus que atacaba al guerrero, documentado una y otra vez en distintas culturas indoeuropeas).

Con tanta agitación, salió expulsada de su cabeza la bala entremedias de una espadañada de sangre y Conchobar cayó fulminado.

En el momento de su muerte, comprendió que aquel justo era el hijo de Dios y se convirtió en el segundo irlandés, después del juez Morann, que fue cristiano, siglos antes de que el Evangelio se predicase en Irlanda.

Se dice que cuando Cristo se encaminaba al cielo seguido de todas las almas que había rescatado del demonio, encabezadas por la de Adán, se tropezó con Conchobar, que era arrastrado por un diablo.

-¿Adónde llevas esa alma, tú?

-¡Al Infierno va de cabeza!

-¡Porque tú lo digas! Ea, buen rey, vente conmigo.

-No me quieras robar lo que es mío. Este pájaro ha muerto fuera de la Iglesia y me corresponde sin lugar a dudas.

-¡Que te lo crees tú eso! ¿Qué más bautismo que su sangre derramada por mí?

Y así se salvó Conchobar, rey del Ulad, de las calderas de Pedro Botero.