jueves, 7 de julio de 2016

Travesuras y perrerías de Merlín, o Como en casa en ningún lado

Había prometido volver a Merlín, y como lo prometido es deuda sépase que, a decir del Libro del Graal, mientras los caballeros de la Mesa Redonda se preparaban a recibir el embate final de los sajones el sabio consejero se enredaba en la última y más peligrosa de sus aventuras, donde no solo no le valieron de nada sus diabluras y (como decía Cervantes) ciencia zoroástrica sino que con ellas mismas trenzó la soga que se puso a la garganta.
Es decir que estaba enamorado y era correspondido, y no de cualquier doncellica ingenua de las que están llenos los libros de caballerías, sino de la mismísima Niniana, Dama del Lago más poderosa que él como vino a saberse y que hablaba de tú a tú con la bella y cruel Diana cazadora, reina de los bosques y de la noche.
Edward Burne-Jones, Merlín y Nimue
Merlín, a pesar de la imagen que nos han legado ilustraciones y películas, era un hombre en la flor de la edad, nada mal parecido aunque un tanto atezado y peludo como correspondía a su naturaleza selvática.
Estos rasgos tampoco debían de preocuparle mucho, teniendo como tenía la virtud de cambiar de aspecto a su antojo gracias a la herencia diabólica de su padre el íncubo.
Diablo a medias y salvaje como era, los amores no habían sido capaces de sentarle del todo la cabeza ni de quitarle su inclinación a las burlas y a las faldas.
Como bromista salvaje se había dado el gusto de poner en danza a toda Roma favoreciendo a la prudente doncella Grisandola (que andaba ejerciendo de consejero áulico imperial en traje y opinión de hombre) y destapando de paso el escándalo sexual de la Emperatriz, que mantenía para su solaz una corte de efebos debidamente travestidos a los que hacía pasar por camareras de su servicio. 
Este episodio coincide con el de un roman en verso, el Roman de Silence, que permaneció desconocido durante siglos hasta su descubrimiento en 1927.
Para mayor impostura, la viciosa emperatriz les hacía pelarse rostro y cuerpo con una pasta depilatoria de la que el libro precisa los ingredientes: oropimente y cal, desleídos y hervidos en orina.
Dicho quede por si a algún curioso le interesa experimentar. Y también para refutar el tópico de que el detalle preciso, el toque realista, brillan por su ausencia en los relatos caballerescos. Los paladines y las damas de los libros de caballerías ¡claro que dormían, comían bebían y se aliñaban como cada hijo de vecino!
Por eso, cuando los señores levantiscos y felones tramaron raptar a Ginebra (recién casada con Arturo), sobornaron a una vieja dueña de su servidumbre para que la acompañase al jardín, desnuda -en camisa, suponemos- como para acostarse, a hacer una necesidad ("l'enmena el garding pour pissier", dice el Libro del Graal) antes de ir a la cama. E imagino que esta visita nocturna al jardín oscuro, primaveral o veraniego -porque es de creer que en la brumosa Logres dispondrían de un servicio para los meses de mal tiempo- sería un ritual cotidiano y ocasión de íntimas confidencias entre la joven reina y la experimentada dueña.
Parece que ya en aquellos remotos tiempos alentaba en el mundo artúrico un soplo celestinesco, un aire cervantino, del palacio de los Duques...
Albert Pinkham Ryder, Navegando bajo la luna.
El plan consistía en sustituir a la reina por otra doncella, tocaya suya y parecidísima (hija de Cleodalis el senescal), y huir con ella por el río. 
La escena se nos cuenta con viveza cinematográfica. Vamos a verlo.
En la oscuridad del jardín (imaginamos los perfumes de la primavera, el susurro del río) los traidores entregan a la Ginebra impostora a la dueña vendida. La verdadera quiere gritar; la vista de las espadas desnudas le corta la voz en seco. Y el susurro imperioso:
-Una palabra, un ruido, y eres muerta.
La van arrastrando  al río por un sendero oculto que se despeña entre zarzas; un barco está a la espera.
Prevenidos por Merlín, dos leales surgen de improviso a impedir el rapto. Los secuestradores se dividen: unos les hacen frente, otros se escabullen con la reina. Aprovechando la confusión, esta se deja caer al suelo, se retuerce entre las manos que la tienen presa, se suelta y huye corriendo jardín abajo hasta abrazarse con las fuerzas de la desesperación al tronco de un árbol. No son capaces de separarla de él los traidores a pesar de tirar de ella con tal fuerza que parecían irle a arrancar las manos, dejándolas aferradas al tronco.
Varios de los raptores han caído a manos de los defensores de Ginebra; los restantes huyen. Los leales desisten de la persecución. Rabiosos, se apoderan de la dueña y la arrojan por la hoz del río, rodando y rebotando de roca en roca sin parar hasta la misma orilla. Los cuerpos de los sicarios muertos van cayendo uno tras otro detrás.
La reina es acompañada a sus aposentos y acostada solemnemente. Su padre el rey Leodegante, a solas con ella, la destapa y le sube la camisa. Comprueba con alivio la mancha en forma de corona real que le adorna los reales riñones: se trata en efecto de su hija, la verdadera Ginebra. Carece la falsa de ese augusto antojo. Solo entonces Arturo es introducido en la estancia y los cónyuges consuman feliz y gozosamente el matrimonio.
Arturo, instrumento del destino, perdonará la vida a la falsa Ginebra, condenándola a perpetuo encierro en áspero y remoto monasterio. Poco sabía él los grandes males que se derivarían de su clemencia. Pero eso ya es harina de otro costal.
El que sí lo sabría sería sin duda Merlín, pero entre las muchas cosas que sabía el buen sabio, una de las principales era la futilidad de la resistencia humana al destino.
Merlín, pues, trae de cabeza al pueblo romano y a la corte con sus espantadas y disfraces de sabio, de salvaje, y de ciervo porque una de las características del caos (representado por el bosque) es la inestabilidad, lo variable, frente al aplomo y asentada firmeza del mundo ordenado, representado por la geometría nítida del claustro o de la portada de una iglesia.
Caza del ciervo. Manuscrito del siglo XV
Y contento de su aventura, regresa junto a Arturo. Son tiempos de regocijo. El rey, como es lo mandado, tiene al lado a su reina. Los sajones, derrotados, desamparan Bretaña. Los aliados regresan a sus países: los reyes hermanos Ban y Bohort, a Galia. Su amigo Merlín los acompaña. Al llegar a la región llamada de loa Pantanos, divisan un hermoso castillo.
-¿Qué castillo es ese? -preguntó Ban-. En tan espléndida morada no puede vivir más que una gran persona. ¡Cómo me gustaría pasar allí la noche y conocerla!
-No tienes más que tañer -contestó Merlín- el cuerno que pende de ese árbol. Este es el castillo de los pantanos de Agravadante el Negro y si avisamos nos darán hospitalidad.
Dicho y hecho. Reyes y mago fueron acogidos por Agravadante y servidos por tres graciosas, bellas y corteses mujeres: la hija y sobrinas del señor del castillo. Tres hadas probablemente en una primitiva versión de la leyenda, según apunta su comentarista, Anne Berthelot.
Tan hermosas eran que los huéspedes no les quitaban los ojos de encima, sobre todo a la hija de Agravadante, que era la más guapa. Ni ellas dejaban de fijarse en la apostura de los reyes y de Merlín, que por lo que pudiera suceder había adoptado el aspecto de un muchacho de quince años, luciendo los más selectos, lujosos y elegantes vestidos.
-¡Si no fuera por los amores de Niniana -se dijo Merlín-, esta doncella caía! Pero si no puedo yo, que no salga de nosotros tres esta gloria. ¡Vamos a hacerle un favor al cachondo de Ban ("Ban [...] qui molt estoit envoisiés et amourous")!
Y con blando acento y susurrantes palabras, tout suavet (dice el texto del libro), echó el mago un conjuro de pasión que enamoró instantáneamente a los dos jóvenes.
Tuvo Merlín, en forma de mancebito, la humorada de servir de paje y trinchante a los reyes; y mientras les presentaba las fuentes de rodillas y separaba con elegancia las tajadas, las sobrinas se lo comían a él con los ojos, pero no la hija de Agravadante, que los tenía prendados del rey Ban y en su confusión tan pronto lo miraba con descarada avidez como con azorada vergüenza. Porque, por obra del encantamiento, la obsesión de verse desnuda en la cama con él la desazonaba y le hacía la boca agua. Pues Ban, abrasado en amores de la dama de los Pantanos pero sabedor del respeto debido a su mujer (que era casado) y a su huésped, sudaba tinta; todo ello para risa y deleite del travieso mago.
Escena de banquete. Ilustración del siglo XIV
de las obras de Guillaume de Machaut.
El cual, a la hora de acostarse, echó un conjuro somnífero sobre todos los presentes menos los dos enamorados y presentándose en la alcoba de la joven, que rabiaba dando vueltas en la cama, la tomó de la mano.
-Levanta, bonita, ven con el que tanto deseas.
Tales fueron -las recoge el libro- las palabras de Merlín. 
La doncella salió de la cama desnuda en camisa, se puso un simple pellote (peliçon) y subyugada siguió al encantador.
Era el pellote una prenda interior de abrigo (de piel, como su nombre indica) que se llevaba bajo la saya o brial. Ir "en pellote" era no ir vestido: heredera de esa expresión es la nuestra actual "en pelota". Pero tampoco era ir desnudo y el pellote podía servir de vestido exterior para andar por casa: Lázaro Carreter cita el Libro de Buen Amor, donde Trotaconventos dice a doña Endrina que para recorrer una corta distancia por la calle "en pellote vos iredes como por vuestra morada". Así que el gesto de la apasionada sobrina sería equivalente al actual de vestir apresuradamente una bata.
Y así en tan informal atuendo cruza las estancias donde todos duermen aletargados, de la mano del mago que la entrega en brazos del insomne:
-¿Ves esta moza tan  buena y tan guapa? Pues de ella ha de salir un hijo así de bueno y de guapo, que dará que hablar por todo Logres. Así que ya lo sabes.
Y dice el libro que ella, sin empacho ninguno, se despojó de los dos vestidos que la cubrían y los amantes se miraron sonrientes y sin pudor, como si llevasen durmiendo juntos veinte años. 
Merlín volvió al alba para devolver a su alcoba a la mujer, que embelesada olvidó las ropas en el suelo; se llevaba a cambio un anillo, regalo del rey y recuerdo de aquel encuentro.

Cuando llegó para la regia comitiva la hora de la partida, la dama de los Pantanos se despidió de Ban con una mirada de amor y ruborizada bajó la frente. Ban comprendió entonces que se había desvanecido el hechizo pero no la memoria de lo ocurrido. Y debió de sentir una tristeza honda, porque era buen caballero y leal: no en vano fue su hijo el mejor de la tabla redonda, lanzarote del lago. 
-Dios me conserve la alegría de esta noche -le dijo la dama- pues nunca amores se departieron tan a deshora.
Y así fue concebido Héctor de los Pantanos, el esforzado caballero, más conocido en las novelas como Hector de Mares o de Maris (del francés marais, "pantano").
Sobre este episodio de amores imposibles y felicidad vislumbrada flota una bruma de magia céltica. El aletargar a todos los presentes en una noche de fiesta para favorecer la unión de dos amantes es algo que se repite con cierta frecuencia en los relatos medievales de Irlanda: lo encontramos en dos que guardan alguna relación temática con la leyenda de Tristán e Isolda, el de Cano mac Gartnáin (Scéla Cano meic Gartnáin) y el de Diarmad y Gráinne (Tóraíocht Dhiarmada agus Gráinne).
Iguales reminiscencias irlandesas nos trae la maravillosa descripción del arpista ciego que acude a ofrecer su arte a las bodas de Arturo y Ginebra, en el Libro del Graal. Leyéndola nos parece encontrarnos en el mundo de brillante colorido y exuberante sensualidad de las antiguas sagas de aquella tierra.
Sucede que para aguar el nupcial regocijo aparece un heraldo del rey Rion desafiando a Arturo si no consiente en entregarle su barba. Aquel Rion coleccionaba las barbas de los reyes a los que sometía para hacerse con ellas un abrigado manto; y lo peor era que las exigía con piel y todo, es decir que a los vencidos les desollaba la cara. Obvio es que esta humillante mutilación es una representación simbólica de la castración, mediante la cual el rey bárbaro se arroga la condición que tiene el padre tiránico en el mito fundacional de la cultura tal como Freud lo presenta en Totem y Tabú.
Por supuesto, Arturo recoge el guante de Rion y para sorpresa de todos el arpista exige en pago de su música de incomparable belleza que se le conceda el honor de llevar el estandarte en la batalla. 
Como el honor de ser alférez no es para ministriles ni mucho menos para ciegos, que  nunca se había un gonfalonero guiado por un perro lazarillo, no tardan en deducir los cortesanos de Arturo que el arpista era una vez más Merlín disfrazado.
Arpista y su perro. Vidriera de la catedral de Chester (1916)
(foto:Wolfgang Sauber, tomada de Wikimedia Commons)
Según Berthelot, los perros de Merlín no son unos animales como otros cualesquiera, sino que forman parte de una serie de canes sobrenaturales que aparecen por la mitología céltica y artúrica. A une se le ocurren el perro Husdenz, fiel compañero de Tristán (otro arpista) durante sus años de vida en el bosque. Y Bran, uno de los perros hermanos que acompañaban fielmente a Fionn mac Cumhail, pero que en la ocasión de la ira de este contra Diarmad, ayudó antes a los amantes que al viejo caudillo despechado que los perseguía. Bran y Sceolán eran primos de Fionn, hijos de su tía Tuirenn metamorfoseada en perra por un encantamiento.
Y cómo no pensar en en el perro terrible de Culann el herrero, al que nadie se atrevía hasta que lo venció el jovencísimo Cú Chulainn matándolo de un pelotazo. El perro de Culann formaba parte de una camada famosa. Uno de sus hermanos era Ailbe (Elvis en inglés), el perro de Mac Dathó, que vigilaba los confines del reino de Laiginn y por cuya posesión estalló entre los del Ulster y los de Connacht una descomunal trifulca en la sala de banquetes de Mac Dathó, rey de Laiginn o Leinster. El tercero era el perro de Celtchar. Este Celtchar fue un personaje muy relacionado con los perros. A su mujer, Brig Brethach, mujer traviesa, no se le ocurrió otra diablura que presentarse acompañada en casa de Blai Briugu.
En la antigua Irlanda había por los caminos albergues donde se acogía y obsequiaba magníficamente a los viajeros. Gentes de mucha riqueza mantenían a su costa tales establecimientos, lo que constituía para ellos un gran honor. Uno de aquellos era el anciano Blai Briugu, Blai el Hospitalario, en el Ulster o Ulad.
-Mujer -dijo Blai a Brig-, ¿cómo se te ha pasado esta idea por la cabeza? Si hubieras venido sola... pero ¿no sabes que yo estoy obligado por un mandato mágico a dormir con cualquier mujer que venga a mi albergue acompañada, salvo que lo esté por su propio marido?
-Claro que lo sé, pero nada de temo de ti, porque eres un pureta cargado de años que no podría atentar contra mi vergüenza ni aun abrasándose en deseos.
-Contra tu vergüenza, porque no la tienes ni quien te la ponga; pero aun  así conviene que duermas conmigo esta noche.
-Vamos, vamos -rió Brig, metiéndose en la alcoba del vejete- ¡Abuelo, tenga lástima de esta indefensa mujer y no me haga fuerza!...
Pero las nuevas de lo ocurrido llegaron a Celtchar y no le hicieron tanta gracia como a la bromista de su esposa.
-Ahora no tengo más remedio que matar a ese pobre hombre, ¡ya ves qué chiste!
Así lo hizo, y en consecuencia tuvo que expiar su crimen con tres servicios que le exigieron los del Ulster. El primero fue acabar con un enemigo invulnerable llamado Conganchnes. Para vencerlo, mandó a su hija que lo sedujese y se casase con él de manera que averiguase si tenía un punto flaco. El pobre marido se fue de la lengua y confesó que la única manera de matarlo era hincándole espetos a martillazos en las plantas de los pies.
La mujer lo traicionó, y así fue muerto y decapitado. Su cabeza se enterró bajo un túmulo de piedras.
Perros, escultura gótica.

El segundo trabajo fue matar al Ratón Pardo (Luch Donn), un perrillo que  había encontrado  abandonado en el hueco de un árbol y adoptado una viuda. El falderito había crecido hasta convertirse en una bestia gigantesca y feroz.
Un año justo después de la muerte del Ratón Pardo, unos pastores oyeron ruidos raros en el túmulo de la cabeza de Conganchnes y escarbando encontraron en su interior tres magníficos cachorros. Celtchar se quedó con uno, y como era negro como el azabache le pusieron Dóelchú, que significa Perro-Escarabajo. Los otros fueron Ailbe y el perro de Cualann.
Dóelchú no tardó en mostrarse tan avieso y salvaje como el Ratón Pardo, y con gran pesar Celtchar tuvo que sacrificarlo de un lanzazo. Una gota de su malísima sangre corrió por el asta de la lanza abajo, y al tocar a Celtchar lo dejó muerto en el sitio. La lanza quedó envenenada para siempre, su herida era mortal; y estaba continuamente tan sedienta, que había que tenerla siempre en remojo en un caldero de sangre: si no, se abalanzaba sobre quien fuera con movimiento propio y hería sola.
Cabría recordar aquí a todos los dragones lacustres medio caninos de los relatos irlandeses medievales, y al onchú, y a aquella otra criatura que tantos quebraderos dio a los caballeros de la Mesa Redonda y en particular a Palamedes y Hector de los Pantanos, hasta que fue muerta por Galaad: La Bestia Ladrador.
No es perro la Bestia Ladrador, que es monstruo con cuello de serpiente, cabeza y cola de dragón y cuerpo de leopardo, pero va ladrando como si en su interior viviesen jaurías de perros y con los perros tiene que ver su origen.
Así lo cuenta la Demanda del Santo Graal portuguesa:
Resultó que el rey Hipómenes de Logres tenía una hija tan bella como sabia, dada a la magia y a la nigromancia. Y al llegar a los veinte años se enamoró perdidamente de su hermano y se le declaró. 
-Calla y no vuelvas a decir eso, desgraciada -le contestó el hermano-, o me encargaré de de que te quemen viva.
La doncella se quedó pasmada de la respuesta al pronto, pero no tardó en sobreponerse y empezó a emplear todo su arsenal brujeril contra el mozo. Pero en vano.
Ya se había decidido a acabar con sus días cuando se le apareció un demonio en forma de un joven apuesto.
-Yo sé lo que te pasa y no debes tomártelo así porque todo tiene solución.
-¿Tú qué vas a saber?
-Yo sé que tú quieres a tu hermano y no él quiere saber nada de ti; y si tú haces lo que yo te diga, te lo meteré en la cama.
-Si puedes eso, no habrá nada en que no te obedezca.
-Pues no es difícil: que me des tu amor.
-¿No ves que solo quiero a mi hermano y me muero por él?  -Y yo por ti: conque si no pasas por esto que te pido ya te aseguro que nunca lo conseguirás.
-Si no hay más remedio...
La muchacha se le entregó, según el libro, muy a regañadientes, "pero ayudaba mucho que el demonio le parecía muy bien" (todo hay que decirlo).
De modo que yació con ella como había yacido -siempre según el libro- con la madre de Merlín. Y esa unión tuvo tal efecto que todo el amor que había tenido hasta entonces la hechicera a su hermano se trocó en odio mortal y empezó a cavilar cómo podría darle muerte.
-Yo te sugiero un arbitrio muy viejo pero de eficacia probada -dijo el diablo.
-A ver.
-Procura quedarte a solas con él y sacarlo de quicio hasta que te levante la mano. Entonces das voces y dices que te ha ultrajado. 
-No está mal pensado.
Así lo hizo la princesa y para matar dos pájaros de un tiro le achacó al hermano su estado, pues entre tanto había quedado preñada del guapo demonio.
Furioso, Hipómenes lo mandó matar y la rencorosa despechada exigió que lo echasen a los perros hambrientos.
Así murió el infeliz, pero antes clamó:
-Cuando paras se verá mi inocencia, porque ningún hombre puede engendrar una bestia tan desasemejante como la que llevas en las entrañas: el demonio, con el que te has revolcado, sí. y en memoria de estos canes que me van a despedazar, has de saber que ese monstruo dará los más horribles ladridos que pueden imaginarse y se llamará la Bestia Ladrador.
Cuando nació la bestia, todas las parteras murieron del susto; el engendro huyó pegando sus horribles ladridos y el rey, comprendiendo su error, dio a la princesa una muerte más horrible que la que había padecido su otro hijo.

Llaman la atención algunas coincidencias de la leyenda de estos dos príncipes con la de san Ronan (santo bretón de origen irlandés) y Keben, la mala mujer (Ver El defensor de los bosques). También este, calumniado por una hechicera, fue condenado a morir devorado por perros hambrientos; pero Ronan los venció con su carisma. Las acusaciones de Keben, sin embargo, eran menos tópicas que las de la hija de Hipómenes: licantropía y asesinato de una niña.
San Ronan y el lobo.
Vidriera de la catedral de Quimper.
(tomado de la Base Mérimée)
El caso es que san Ronan es otro de esos personajes habitantes del bosque que pueden identificarse y con sus criaturas y hasta transformarse en ellas. Santo pelirrojo, por cierto, como indica su nombre, que viene queriendo decir "Bermejillo" (rua, la actual palabra irlandesa, es de la misma raíz, y Rónán es un diminutivo: los bretones dicen ruz, rhudd los galeses, en suma, es la misma palabra que el inglés red y el español rojo, rubio, eritreo).
Pero volviendo a Merlín, si fue rechazado como adalid en su figura de arpista ciego con sus lebreles, la corte recapacitó y en su siguiente aparición como niño salvaje, lleno de tiña y armado de cachiporra se lo aceptó. Y llevando él el estandarte fueron derrotados los gigantes.
Despidiose de Arturo y los suyos y en un vuelo, atravesando montes, bosques y mares se presentó en Tierra Santa, donde resolvió unos asuntos privados del rey sarraceno de allá, Flualis, antes de regresar al reino de Benoic. Aquel Flualis, andando el tiempo, se haría cristiano y moriría en España peregrinando el Camino de Santiago.
Otras aventuras esperaban a Arturo y Merlín. Una, la batalla contra el gigante del monte san Miguel, en los confines de Galia y Bretaña, donde luego se construiría la celebre abadía. Allí encontraron una dueña llorando junto a una tumba.
-¿A quién lloras o quién está sepultado ahí?
-Una doncella niña, Elena, sobrina de Hoel de Nantes, y yo fui su aya. Hace tiempo la raptó de su casa un gigante muy descomunal y horroroso para hacer de ella su concubina y a mí para que la sirviese. Solo que la pobrecita no le duró, que a la primera se le murió, no porque la destrozase como podía creerse de sus proporciones y ferocidad, sino porque la impresión y el susto bastaron a que se le saliese el alma huyendo. Entonces, en vista de que a falta de pan buenas son tortas, echó mano de mí, que como ya tengo mis años el cuerpo mío resiste (a duras penas) sus embates y así sacia en mí su lujuria, que es grande y feroz. Cada vez paso un martirio con lo feo, gigantesco y bestial que es el gigante y de esta manera voy arrastrando la vida.
Arturo tomó a su cargo la defensa de aquella pobre mujer y retó a su raptor. El combate fue largo y el jayán parecía ir a dar cuenta del rey cuando este, a la desesperada, recurrió a un ardid eficaz, si bien nada caballeresco: dejar al adversario fuera de combate con un certero rodillazo en en la entrepierna. La tierra retumbó al caer el bárbaro hecho un ovillo y Arturo aprovechó para cortarle la cabeza.
El islote de Tombelaine, donde se cree enterrada a Elena de
Nantes, y el monte San Miguel.

Puesto a limpiar el mundo de monstruos, su siguiente objetivo, dictado por Merlín, fue un animal pavoroso, ya no perro sino gato, enorme y diabólico: el de Lausana. Otro más de la serie de monstruos lacustres que han ido apareciendo por estos Retazos.
Se contaba, pues, que un pescador salió en su barca el día de la Ascensión, ación ya pecaminosa, prometiendo entregar a Dios lo primero que cogiese. Cogió un pescado tan hermoso que se dijo: "Este para mí; ya se contentará Dios con el segundo". El segundo fue más grande y mejor que el primero y el pescador decidió guardárselo del mismo modo y ofrendar el siguiente. Lo que a continuación cayó en las redes fue un gatito negro, tan mono que el pescador optó por quedárselo. Pero aquella criatura no tardó en convertirse en un monstruo gigantesco que se enmontó y empezó a devastar la comarca devorando rebaños y personas.
¿No parece acaso esta criatura una versión felina del Luch Donn, el perrito faldero de la viuda irlandesa que mencionábamos antes?
Arturo, guiado por Merlín, ascendió a la caverna donde vivía el gato, en la montaña. El monstruo acudió a los silbidos del encantador y se abalanzó sobre el rey. Arturo lo pasó mal para vencerlo, pero cuando la bestia se quedó clavada de uñas en su escudo y armadura, pudo cortarle las patas y acabar con su vida.
Esta última victoria fue el final de las hazañas de Merlín, conocedor de su hado ineluctable: "lo que tenga que pasar pasará (tout avenra ce qu'il doit avenir)". El monstruo que lo esperaba a continuación era más grato y peor de vencer: Niniana y sus amores.
En textos posteriores se ve a Merlín desesperado de su prisión, rabiando y pataleando y estremeciendo al mundo con su famoso baladro anual. El Libro del Graal nos lo pinta feliz y enamorado, colmado de ventura y, en el sentido más habitual, encantado de su destino: su amor es su más verdadera prisión. Y en cuanto a Niniana, ninguna malicia en ella, más allá de una malicia retentiva y femenina que solo figuradamente merece el nombre de magia o hechizo. Eso sí, dice el libro que Niniana salía poco, pero que Merlín no salía nunca. ¡Como en casa en ningún lado! Y la casa de los Merlín era palacio de encantamiento: Niniana había trazado con su toca o impla un círculo
alrededor del majuelo a cuya sombra dormían, Merlín con la cabeza apoyada en su regazo, y el encantador se veía en la más bella torre del mundo y acostado en la mejor cama. 
-Me has engañado, traidora -dijo Merlín,- si te vas y me dejas. Porque esta torre solo puedes hacerla y deshacerla tú.
Pero Niniana no lo engañó, porque no se fue.
Es cierto que, al revés de algunos de los antiguos mitos cuyos vestigios contiene, El libro del Graal es misógino. Y el fin de las andanzas de Merlín aparece acompañado de otras asechanzas femeniles de sentido semejante: las que convirtieron, temporalmente, en enanos al mismísimo don Galván y al príncipe de Estrangorra (poder de estirar y encoger de obvio simbolismo fálico, como el de las pócimas encontradas por Alicia en el País de las Maravillas). El príncipe en cuestión, llamado Evadeam en otras versiones del cuento, fue convertido en un enano cargado de años por una hechicera despechada cuyos amores había rechazado. El verdadero amor que él y su amiga se mantuvieron fue causa de su curación.
Pero el cuento no deja de recordar el episodio de la vejez prematura de Fionn mac Cumhail, engatusado y encantado por un hada maléfica y lacustre en Sliabh gCuillin.
Sliabh gCuillin, donde fue embrujado Fionn mac Cumhaill
Galván (el mujeriego Galván) es víctima de su propia descortesía con las mujeres. Su transformación le ocurre en castigo por esa falta, y mientras no se manifestó como protector de doncellas indefensas, no recobró su original apostura. Para lo cual, su encantadora tuvo que fingir y escenificar su propia violación, llegando a encantar a sus falsos agresores para que resultasen invulnerables frente al enano caballero...
En fin, ¡ojo con la mujer! como dice en otra parte del ciclo novelesco del Graal: "yo no sé si sería doncella o diablo, pero de mujer tenía la apariencia (je ne sai se ce fu damoisele ou diables, mais de feme avoit ele semblance".

viernes, 6 de mayo de 2016

Danzad, danzad, malditos

Cuando el rey Arturo estaba recién casado y su reino querían arrebatárselo sajones y gigantes y se lo disputaban caudillos y régulos levantiscos, envió a sus caballeros por Britania adelante para recabar de todos los señores una tregua y alianza contra la invasión. 
En esa misión iba el rey Bohort de Gaunes con su hermano Guinebaut, que vendrá siendo en castellano Winibaldo, cuando, al adentrarse en lo más profundo de un bosque, les ocurrió una aventura del todo maravillosa, y fue que se encontraron de pronto en un gran prado donde estaban danzando muchas damas, doncellas y caballeros. A un lado, en sendos sillones, contemplaban el sarao un caballero cincuentón y una joven que se levantó a saludarlos retirando la impla que le velaba el hermoso rostro. Bohort y los suyos se sentaron cerca de ellos sobre la hierba; pero Guinebaut en vez de mirar el baile no tenía ojos más que para la dama, porque era tal su belleza que se le había entrado por los ojos robándole el corazón.


"Lors veissiez karole aler
et gens moult noblement baller"
Carole, miniatura del Maestro del Roman de la rose, siglo XIV.
-¡Qué bien se está aquí! -dijo la mujer- ¡Ojalá pudiese esta felicidad durar toda la vida!
-Y puede -replicó Guinebaut-. Si tú haces lo que yo te diga, yo conseguiré que esta ventura la goces para siempre.
Porque Guinebaut era hombre experto en la magia.
-Pues ¿qué tengo que hacer?
-Darme tu amor. Y yo haré que estas danzas nunca cesen, y que al contrario, todo el que pase por aquí, ya sea hombre o mujer, se quede preso para siempre en este prado bailando sin parar, no siendo por la noche para cenar y dormir. Y permanecerá este encantamiento mientras no lo deshaga el caballero que nunca haya cometido la menor deslealtad en amores. Pero dime una cosa: ¿eres o has sido casada?
-No: soy tan doncella como cuando me parió mi madre; soy de un reino que se llama la Tierra Extraña Sostenida y me parecen de maravilla tus condiciones.
Cerraron, pues, el trato y desde entonces aquel bosque se llamó el Bosque sin Retorno porque todo el que entraba se quedaba en él, condenado a su baile perpetuo, hasta que vino el buen caballero Lanzarote y dio fin al encanto. 
Así cuenta esta aventura el libro de Los primeros hechos del rey Arturo.
Al leerlo, me vino de pronto a la cabeza una novela escrita muchos siglos después. Se trata de Flavio, de Rosalía Castro (1867). Al principio del cuento, Flavio, que se ha criado en soledad y retiro en el pazo de sus padres, a la muerte de estos sale libre al desconocido mundo y al cruzar un bosque tropieza en un calvero con una fiesta empapada de música y luz espectral, poblada de sílfides, ondinas y toda una abigarrada y feérica multitud como salida de El sueño de una noche de verano. Estos seres de misteriosa belleza tan pronto le parecen angelicales como traidoramente perversos y el contacto con ellos y su ambiente irreal le provoca más terror que otro afecto.
A pesar de la inocencia de Flavio, lo que ve no le resulta del todo extraño: lo interpreta a la luz de las leyendas que le llegan a través de la tradición oral y de la épica caballeresca de Tasso.
Coincidencia o no, que es lo que menos me importa, hay en estos dos episodios semejanzas significativas que los unen y que se imponen a la imaginación, resonando hondo y conmoviendo la sensibilidad del que lee u oye: el personaje que, vagando más o menos a la aventura, se interna en el espacio incontrolable del bosque donde se encuentra con un espanto -un espanto primordial, el miedo a la mujer- en un ambiente de fiesta donde el baile es placer y prisión, encanto y condena.
No hay que olvidar que la danza es una de las puertas a lo sagrado más transitadas.
Y en uno y otro relato llama la atención la mezcla de realidad y fantasía: esos danzantes artúricos que tienen que parar cada noche para reponer fuerzas comiendo y descansando, o esa música celestial que, en la novela de Rosalía Castro, proviene de un coro de niñas de aspecto famélico y de una orquesta de músicos de pueblo con carrillos hinchados de soplar. Detalles que, lejos de aminorar lo maravilloso, lo hacen más creíble atrayéndolo a nuestro mundo y desdibujando su límite con la realidad.
Claro que, para la mentalidad del siglo XIX, el baile nocturno en el bosque no puede dejar de evocar al pueblo mitológico de las willis, enormemente popularizado por el ballet de Adam, con libreto de Téophile Gautier, estrenado en el año 1841 (ver El otro almohadón).
Las willis en una litografía de Auguste Gendron.
Ya antes había hablado Heinrich Heine de las willis en su libro Los espíritus elementales, publicado en francés en 1835 y dos años más tarde en alemán. Heine refiere a Austria la tradición, aunque admite su origen eslavo. "Las willis -dice Heine; cito la traducción anónima publicada por Revista de Occidente en 1932- son las novias que han muerto antes de la boda. Las pobres criaturas no pueden descansar tranquilas en el sepulcro: en sus corazones muertos, en sus pies muertos, alienta aún aquel afán de baile que no pudieron satisfacer en vida; y a media noche salen de sus tumbas, se reúnen en bandadas sobre las calzadas"... y al primer joven que se cruce con ellas lo obligan a bailar hasta matarlo de extenuación... "Las willis bailan al resplandor de la luna, como los silfos. Su cara, aunque blanca como la nieve, es juvenilmente bella. Ríen con alegría que estremece, son de una amabilidad desenfrenada, hacen señas misteriosamente voluptuosas y prometedoras. Estas bacantes muertas son irresistibles".
Sabida es la influencia grande de Heine en Rosalía Castro; también estaba entre sus lecturas el novelista francés, hoy muy olvidado, Alphonse Karr, que se ocupó a su vez de las willis en un cuento muy breve aparecido en 1856 en una colección de Contes et nouvelles (puede leerse en francés aquí). Otra vez el solitario que se adentra en el bosque, que se ve sorprendido por una mágica, tenue música irreal, susurro de alas y de pasos levísimos sobre la hierba y contempla a la luz de la luna la danza fantástica de esas criaturas femeninas tan bellas y virginales como espectrales y malignas...
Las willis en una ilustración
decimonónica para la ópera de Puccini.
¿Leyó Rosalía Castro el cuento de Karr? Lo creo más que posible.
El que lo leyó con seguridad fue el poeta socialista y bohemio Ferdinando Fontana, milanés, que sacó de él el asunto de un libreto al que puso música Puccini: el de Le villi, del 1884, primera ópera de este compositor.
Las willis tienen su parecido con las sílfides: los espíritus aéreos, afirma Heine, aman la danza.
Pero estas bailarinas fantasmales y bellísimas, aterradoras, es fácil tropezárselas en la literatura, igual que en una montiña caballeresca o en un teatral bosque germánico del Romanticismo.
Tanto, que uno piensa si las musas con las que bailaba y se esparcía Du Bellay en Roma a la luz de la luna, pero que se marcharon dejándolo burlado, esclavo de la Fortuna, desnudo de ilusiones y cargado de achaques no serían más bien unas traviesas hadas travestidas en disfraz humanístico:
"Où sont ces doux plaisirs qu’au soir sous la nuit brune
Les Muses me donnaient, alors qu’en liberté
Dessus le vert tapis d’un rivage écarté
Je les menais danser aux rayons de la Lune ?"


"¿Dónde están esos dulces placeres que, al caer el sol, en la noche negra,

Me daban las Musas, cuando en libertad
sobre la verde alfombra de una orilla apartada
las llevaba a bailar a la luz de la luna"?
Yo me he topado ahora con una, hojeando un librito de poemas de Liam S. Gógan.
Liam S. Gógan fue lexicógrafo, estudioso de las antigüedades irlandesas. Fue también activista, represaliado por su lucha a favor de la independencia de su país. Como poeta, aunque conocedor de la moderna literatura europea, que tradujo frecuentemente, manejó la lengua con minucioso cariño y esmero, procurando preservar el tesoro del léxico y engastarlo en formas clásicas, en la tradición de los antiguos bardos.
Esto le granjeó el ser tildado de apolillado y pedante.
En su segundo libro, Dánta agus Duanóga (Poemas e himnos), de 1929, encontramos el que narra su encuentro nocturno con el hada danzarina: "An rinnceoir sídhe", "El hada danzarina", o "La bailarina del síd"

Síd es el nombre que dan, por sinécdoque, los irlandeses al mundo de los antiguos dioses, los Tuatha dé Danann: con propiedad, se refiere solo a los túmulos megalíticos que le sirven de acceso.

Imposible para mí dar idea en castellano de la rica y sabia combinación de acentos y aliteraciones que confiere al poema su música especial. Pero vaya esta traducción apresurada para hacerse una idea de lo que dice (y, hasta cierto punto, de su ritmo):


EL HADA BAILARINA
Ayer noche, viniendo hacia el sur,
vi acercárseme al hada traviesa
que danzaba contenta y alegre
a la luz azul de la luna.
¡Qué veloz se movía,
ágil, leve, alocada
con sus pasos extraños, insólitos,
a la luz azul de la luna!

No oí más melodía ni música
que un secreto revuelo de viento
al doblar las ramas el serbal desnudo
y susurrar los sauces
y latir mi corazón,
y batir sus pies la grama,
ardiente bailando y altiva
a la luz azul de la luna.
El hada bailarina, cubierta de Dánta agus Duanóga
de Liam S. Gógan (1929).

Vi la beldad clara de sus miembros gráciles,
su cuerpo gentil, de cándida espuma,
sus piernas de nieve, prodigio de gracia,
llama loca, de brizna
de hierba ardiendo en brizna,
torbellino de gozo y delirio
danzando sin prisa ni miedo
a la luz azul de la luna.

Duró la visión irreal,
Perversa, feérica, mentirosa mil veces, callada,
Hasta helar la más mínima gota
De mi sangre en su curso,
Y bajó un gran nublado
Tras de mí, de lo alto,
Y dejándome fuese la mujer del delirio
A la luz azul de la luna.
El hechizo de la danza lo encontramos también en un cuento muy repetido en las colecciones de ejemplos de la Edad Media: el de los danzantes malditos, que perdura hoy en el folclore en forma de canciones. Michela Scattolini lo ha estudiado en un erudito artículo que voy a seguir.
Las primeras menciones de este suceso aparecen en Alemania y lo localizan con bastante precisión en Sajonia, en la localidad de Kölbigk entre los años 1012 y 1025. Se trata de un grupo de juerguistas que está bailando en un lugar sagrado, iglesia o camposanto, durante alguna festividad importante, generalmente de invierno. Con sus bailes interrumpen la liturgia, o acaso se mofan de ella o del viático que ven pasar. En castigo, se ven condenados a bailar sin descanso hasta que algunos mueren o sufren mutilaciones y amputaciones en sus miembros y otros, arrepentidos, se dedican a hacer vida de penitencia.
Una de las versiones recoge incluso, en latín, la letra de la canción que cantaban:
"Equitabat Bovo per silvam frondosam,
Ducebat sibi Mersuindem formosam,
Quid stamus? Cur non imus?
"Cabalgaba Bovón por el bosque frondoso,
llevaba consigo a la hermosa Mersuinda.
¿Qué hacemos parados? ¿Por qué no vamos?",
Pareja a caballo. Marfil del siglo XIV.
que es un temprano ejemplo de poesía lírica, tal vez el estribillo de una de aquellas baladas que se danzaban en círculo y de las que, dicen, conservan el vestigio las baladas feroesas...
La leyenda fue recogida por William de Malmesbury en su crónica, que fue un libro muy leído por toda Europa, y eso le dio gran difusión.
Este suceso se ha relacionado con las epidemias medievales de corea. Pero aunque corresponda a hechos reales, que puede ser, su repercusión me parece deberse a que conecta con unas fantasías muy hondamente arraigadas en la tradición.
La danza, aparte de la lubricidad que le era inherente, era relacionada, una y otra vez, con el paganismo y lo diabólico. El Purgatorio de san Patricio reserva a los bailarines horribles tormentos. Las danzas en corro, caroles en francés, que es lo que se bailaba en el prado de Guinebaut, sufrieron repetidamente la censura de la Iglesia.
Baile y paganismo. Bock el Viejo, Danza en torno a la estatua de Venus
Es cierto que se condenaba lo que tuviera el más mínimo tufillo de paganismo. Juan de Pineda refiere el que el concilio Altisiodorense (o sea de Auxerre) prohibió "los aguinaldos diabólicos en e día de año nuevo", aunque excluyendo de la prohibición a los que se daban por limosna caritativa o por "amicabilidad y gracia".
Acaso el más famoso ejemplo del baile como maldición y castigo se encuentre en el cuento de Los zapatitos rojos de Andersen. En una entrada anterior (ver El nórdico Pegaojos y el español Fernandillo) remitía a las modernas traducciones excelentes -Ortiz Ostalé, Bernárdez- de los cuentos de Andersen. Y ahora hago lo mismo.
En el cuento, el baile es solo castigo: no transgresión; esta consiste en los zapatos rojos que le dan título.
Karen es una niña pobre que no tiene zapatos; una zapatera se apiada de ella y con retales de tela le confecciona unos zapatos colorados. La pequeña, tan feliz, no vuelve a separarse de ellos.
El calzado, de por sí, despierta en la imaginación evocaciones de pecado. Se viene al recuerdo el cuento de Emilia Pardo Bazán "Medias rojas", donde la simple visión de esa mancha de color vivo, las pantorrillas de la muchacha en la negrura de la pobre vivienda campesina -las piernas enfundadas en sus medias encarnadas- despierta en su padre la ira ciega que lo lleva a deslomarla, desfigurarla y dejarla tuerta en un arrebato. 
Winslow Homer, Muchacha con medias rojas.
O la novela corta de la misma autora, Finafrol, donde el inocente regalo de unos zapatos y medias a una muchacha pobre desencadena un terrible conflicto de pasiones con trágico desenlace.
Karen, pues, queda huérfana y acude al entierro de su madre con los zapatitos rojos (los únicos que tiene) a pesar de la irreverencia que eso constituye y de la que la niña ni se da cuenta. Allí la ve y adopta una señora anciana, acomodada, que le compra, para sustituir a los suyos, otros excelentes zapatos pero ¡ay! rojos de nuevo. Medio ciega por los años, la anciana no se da cuenta de su color y permite a la niña que acuda a la iglesia e incluso a su confirmación con ellos.
En esa ocasión se encuentra con un mendigo, cojo y de barba medio roja medio blanca, que le echa en cara su calzado y se lo toca con la punta de la muleta.
Karen y el mendigo. Ilustración de Yan D'Argent
Es interesante el detalle este del color de la barba. El pelirrojo ya es un color aciago, pero la mezcla del pelirrojo con otro es señal de que estamos ante un personaje maléfico. Así lo indica Anne Berthelot en la edición del Libro del Graal de La Pléiade, refiriéndose al malvado rey Claudas (p. 1726).
Parece que el toque del mendigo encanta los zapatos de Karen.
Es invitada, por fin, la jovencita a un baile; su protectora está enferma pero no de tanta gravedad que ello impida a Karen calzarse sus zapatos rojos y acudir a la fiesta.
Por el camino, los zapatos parecen cobrar vida propia y arrastran a la pecadora en frenética danza por las calles del pueblo. Bailando vuelve a la iglesia y al cementerio, de donde un ángel la expulsa por pecadora. Por último, recurre al verdugo, que le corta los pies con el hacha. El verdugo ya estaba sobre aviso porque el hacha cantaba cuando se le avecinaba faena: un detalle este que aparece con cierta frecuencia en las sagas medievales nórdicas (ver La malvada tocaya).
Esta utilización es eco de las que relatan las distintas versiones del cuento de los danzantes malditos, y parece remitir a la constelación imaginaria de la castración.
En el caso de Karen, sin embargo, el sacrificio es inútil porque los pies bailan solos y se interponen en su camino cada vez que intenta acercarse a terreno sagrado.
Solo una vida de recogimiento y penitencia logrará conseguirle el perdón y que un ángel descienda a conducirla al paraíso.
La maldición de los zapatos del cuento de Andersen se ha abierto paso en el mundo del cine. En 1948 Los zapatos rojos, película inglesa de gran éxito, presentaba la trágica historia de una bailarina que danza un ballet inspirado en el cuento y que acaba arrojándose al vacío con los zapatos puestos.
(Foto de Ballerinailina, tomada de Wikimedia Commons)
La película surcoreana del mismo título, del año 2005, escrita y dirigida por Kim Yong-Gyun, tiene una relación más indirecta con el cuento infantil, de que pretende recoger el aspecto aterrador.
He aquí lo esencial de la trama: durante el dominio japonés en Corea, un drama de celos termina con el asesinato de una bailarina a manos de su rival, en una compañía de ballet.
Los zapatos de la víctima -de color rosa, a pesar del título de la película- son hurtados por la asesina y quedan malditos; inspiran un deseo morboso de poseerlos en la mujer que los ve; a la que los encuentra y se los pone nada le ocurre pero la desdichada que cae en la tentación y los roba no tarda en morir de un modo horrible y con los pies amputados. Pasados los años, en la actualidad, una mujer que cae bajo el hechizo de los zapatos, acaba comprendiendo con horror que es la reencarnación de la protagonista de aquellos pavorosos sucesos y que atrae la desgracia y la muerte sobre sus seres queridos.
Con Andersen, la maldición deja de estar únicamente consecuencia del pecado para pasar a residir en un objeto que se carga de una fuerza mágica maléfica: el motivo del baile de los réprobos se confunde con el de las zapatillas que traen la desgracia y cuyo dueño no ve la manera de quitarse de encima: cuento de las babuchas de Abu Kasim recogido en Las mil y una noches (noche 794 en la traducción del doctor Mardrus).
En la citada entrada de El otro almohadón nos referíamos, a propósito de un poema de Antonio Rey Soto, a otras narraciones románticas donde el baile tiene ese carácter de maldición: el cuento La cafetera, del mismo Théophile Gautier, el poema Fantasmas, de Victor Hugo y la novelita Adoración de Carolina Coronado y Benito Vicetto. En el poema de Rey Soto se menciona incluso, pincelada digna de una alegoría barroca de la vanidad, el zapatito de baile que asoma bajo la mortaja de la joven difunta.
Pero ya esta entrada, que iba a versar sobre las correrías de Merlín, se alarga mucho y de la Gaula o Gaunas medieval nos ha traído a la Europa del Romanticismo pasando por la fantasía oriental.
Será mejor cortar aquí para volver dentro de poco a coger el hilo artúrico.

domingo, 20 de marzo de 2016

Divagaciones selváticas y la serpiente de bronce

No hay modo de esquivar a san Marbhán en las novelas de Austin Clarke.
Marbhán, junto al novelesco rey Guaire, hace las veces de los antiguos druidas, combatiendo a los poetas gorrones con sus propias armas. Y los derrota imponiéndoles una búsqueda casi imposible, una "demanda": no la de un vaso místico, como los caballeros de Arturo, sino la de un poema perdido siglos atrás. Marbhán se convierte así en el sostén de la soberanía, consejero y tabla de la salvación del monarca.
El joven Arturo entre Merlín y su padre adoptivo, en un
grabado dieciochesco.
Marbhán es a Guaire lo que Merlín es al rey Arturo. Al filólogo James Carney, al que ya me he referido varias veces en estas entradas, no le pasó la coincidencia desapercibida. Y a esta pareja de videntes sumó al rey loco Suibhne Géillt, "Suibhne (pronunciar "Suiñe") el loco". Pues el adjetivo gwyllt, equivalente del irlandés geillt, suele calificar en los textos galeses a Merlín: Myrddyn Wyllt. Ahora bien -arguye Carney-, geillt no puede ser una forma originariamente irlandesa porque al galés gw- corresponde en irlandés f-. A Gwrgust corresponde Fergus. A gwlad, flaith. A gwyl -del latín vigilia-, féile. Lo que quiere decir que el Geillt irlandés fue tomado del galés. Y si se tomó el nombre, ¿por qué no el personaje? Por qué el rey Suibhne no iba a ser una adaptación irlandesa del Merlín (Myrddyn) galés?
Si Marbhán salva in extremis el trono de su hermano Guaire ante el acoso de la pedigüeñería bárdica y la proverbial prodigalidad regia, Merlín es el auténtico creador de la monarquía artúrica. 
En la posterior construcción teleológica y monumental del ciclo de la Demanda del Graal, imponente y aéreo como una catedral gótica (la comparación proviene de Zumthor), Merlín es piedra angular sobre la que reposa toda la estabilidad del edificio. Sin las artes de Merlín, sencillamente, no habría sido concebido Arturo ni habría materia de Bretaña. Él es el mago alcahuete que injerta a la estirpe de Arturo en el árbol de la soberanía, representada por Ygerna, haciéndola yacer por engaño con Uter, llamado después Uterpendragón. 
Uterpendragón, miniatura del siglo XIII.
Por el Libro de Merlín sabemos que Ygerna ya había tenido un primer marido antes del duque de Tintagel. De los tres tuvo hijos... Tres maridos, curiosamente, como la reina Gormlai de la leyenda irlandesa. Anne Berthelot, anotando la edición del libro publicada en la colección La Pléiade, señala que es como la soberanía, que siendo siempre la misma va pasando de rey en rey... Arturo, el hijo concebido en aquella noche de magia y muerte, volverá a entroncarse en ese mismo linaje al yacer con su media hermana Morgana, futura mujer del rey Loth, engendrando en ella a Mordred. El nombre de Ygerna, no sé con qué fundamento científico, se ha relacionado con el de Irlanda, Éire, procedente de una antigua forma *iwerjion-. Y es de notar que varias diosas de la soberanía en Irlanda llevaban nombres que se aplicaron a la isla, como Fothla y Banba.
Sin las artes de Marbhán, por cierto, no habría Táin bó Cuailgné ni ciclo del Ulster, que es el núcleo esencial de la épica irlandesa.
Así que son dos sabios generadores de tradiciones literarias. Marbhán obliga al archipoeta Senchán Torpéist a descubrir el texto perdido de la Táin bó Cuailgné. Para ello, Senchán tiene, nada menos, que sacar a un muerto de la tumba mediante conjuros y hacerle recitar el poema entero, los hechos en los que él mismo participó. Es como si Menéndez Pidal, valiéndose de un médium, hubiese invocado al espíritu de Martín Antolínez para que le dictase el Cantar de Mío Cid.
Merlín, por su lado, según cuenta el Libro del Graal, de vez en cuando desaparece y se reúne en el bosque con el ermitaño Blas, que lo crió en su infancia y tiene encomendada la misión de poner por escrito sus hazañas, que son la gran gesta del Graal. Blas, al dictado, las pone en el pergamino y ese mismo texto, como se encarga de repetir una y otra vez el Libro del Graal, es el que el lector tiene en la mano.
El ermitaño Blas, grabado de Wenceslaus Hollar
Es de notar, de paso, que la Táin pertenece a una época donde la oralidad impera plenamente. El espíritu resucitado recita; el poeta va memorizando a medida y repetirá de viva voz su cuento decorado. El ciclo del Graal, en su estado definitivo, es, como digo, una colosal edificación gótica. Ya pertenece a la edad de la escritura. Merlín dicta a un escriba que recoge sus palabras fielmente, para que las gentes del futuro las puedan oír leer. 
Tanto Merlín como Marbhán son salvajes, es decir selváticos, criaturas del bosque. El Libro de Merlín explica claramente, en el caso de este, el porqué: "par la nature de celui de qui je fui engendrés car il n'a cure de nule compaingnie qui de par Dieu soit" ("por la naturaleza de aquel por quien fui engendrado, ya que no le importa la compañía de nadie que tenga que ver con Dios"). 
Hay que recordar que Merlín es hijo de un demonio. 
Este es el cuento: Los diablos se reunieron en cabildo y pensaron que un hombre con sabiduría y poderes diabólicos, pero naturaleza humana, sería de gran ayuda en sus planes de perder a la Humanidad. Pero ¿cómo hacerlo?
Uno dijo: 
-Yo no crío esperma ni, por lo tanto, puedo fecundar con él a ninguna mujer. Si lo tuviera, otro gallo cantaría. Porque, no es por presumir, pero hay una que la tengo loquita y haría por mí lo que le pidiese.
-Pero algunos sí podemos, ¿qué te crees? -saltó otro- Tú ve preparando el terreno y cuando llegue el momento quítate de en medio y dejas vía libre al que sea capaz...
-¡Vaya: esto no es justo: unos levantan la liebre y otros la llevan a casa!
-Hermano, todo sea por el proyecto.
Asegura el Malleus maleficarum que  no hay demonio que pueda engendrar por sí mismo criatura en ninguna mujer. Lo que hacen, dice su autor, es inseminarlas artificialmente, habiendo antes recogido la simiente de un hombre. Para esto o bien adoptan forma de mujer y yacen con él, o bien recogen el producto de una polución nocturna, acaso instigada por ellos mismos. Después, un incubo se encarga de fecundar con ella a una mujer. Es, sin duda, el trasiego por tantos intermediarios diabólicos el culpable de que la criatura engendrada de un esperma en principio normal suela salir monstruosa y con su punto de diablura.
Sea esto como sea, el demonio estéril se aguantó y cumplió bien su cometido. 
En el infierno reina un orden estricto y se respetan escrupulosamente la jerarquía y la cadena de mando. Para eso es el Infierno y por eso es el reino del Caos.
A fuerza de calamidades y disgustos que descargó sobre ellos, llevó al suicidio a su enamorada y al marido de ella, que en su frenesí mató a su hijo pequeño. De tres hijas que quedaban, con la inestimable ayuda de una celestina, emputeció a dos, de las cuales una acabó en la hoguera y la otra rodando de burdel en burdel. Esas por lo menos se lo pasaron bien mientras pudieron. Pero la última, la mayor, era virtuosa y se resistía. 
-Tú eres tonta de capirote -le reñía la hermana pequeña-. ¿Tú sabes lo que te estás perdiendo? Que sepas que de esta vida lo único que vas a sacar en limpio es el gusto que le des al cuerpo. ¡Cacho lila!
Lovis Corynth, Bacantes
Una noche, llegó a casa su hermana con una cuadrilla de trapisondistas borrachos y empezaron a burlarse de ella por estrecha y mogigata. De las burlas pasaron a los insultos y de estos, el alcohol mediante, a los ultrajes y a los golpes. 
El incubo comprendió que esa era la suya.
-Tú déjame a mí ahora. Verás lo que es trabajo fino.
Subió desde el infierno hasta donde los juerguistas habían dejado a la infeliz acurrucada llorando y con cuatro carantoñas y dos besos la tuvo a su merced. Así nació Merlín, mixto de mujer y demonio.
De manera que, si uno se para a pensarlo, sin obra diabólica no habría existido la Mesa Redonda, ni Perceval hubiera visto el Graal ni Galaad hubiera acabado la Demanda...
Para el hombre medieval, y no solo para el hombre medieval, sino allí donde la tradición no se ha extinguido del todo, la existencia de los seres del bosque, de todo un pueblo misterioso, pero entre penumbras conocido, como la silueta de un animal que cruza rauda y sigilosa entre ramas o el susurro momentáneo de una presencia huidiza en la hojarasca, no es cuestión de fe, es cuestión de simple conocimiento del mundo. 
En el pueblo de mi abuelo se oían cantar los autillos. Nadie sabía qué era un autillo, ni si era cosa de este mundo o del otro. Pero si se preguntaba a cualquiera por aquella nota triste y aflautada, la respuesta era siempre infalible: "son los autillos". La gente sabía de la existencia de los autillos como sabía que el pueblo de más allá estaba abandonado desde que todos los vecinos habían muerto envenenados en una boda por una pareja de salamandras que cayó en la comida. Sin dudar ni intrigarse, como cosa cierta y conocida de todos.
Los campesinos con los que hablaba Yeats y que aparecen en las páginas de su Celtic twilight conversaban con las gentes del bosque o las veían con cierta frecuencia. Los marinos de la Alta Bretaña relataban a Sébillot historias de hadas a las que habían visto recorrer las carreteras en automóvil. 
Richard Dadd, The fairy Feller's master-stroke.
Los duendes variopintos que hormiguean en El sueño de una noche de verano no eran para Shakespeare y sus espectadores unas criaturas imaginarias como lo son para nosotros las razas de La guerra de las galaxias o los marcianos babosos de los Simpsons. Nunca se insistirá bastante en esto si se quiere entender un poco de la literatura escrita hace más de dos siglos.
La existencia, no dudosa, de esas gentes, planteaba problemas teológicos: si tenían alma racional o no, si les afectaba el pecado original y Cristo había muerto también por su redención, si eran de naturaleza angélica... La creencia de los informantes de Yeats era que al no ser de Dios ni del Demonio, el Día del Juicio se desharían en niebla.
Y es lo cierto que de Merlín no se sabe qué sentencia dictaría Dios: que no está ni muerto ni vivo, sino encerrado para siempre en su árbol o su roca...
Sobre la naturaleza de Merlín, el Libro del Graal no deja lugar a dudas: "Un hom sauvages (...) qui a nom Merlins", se lee en la p. 856 de la edición que manejo, que es la de La Pléiade. Más tarde se nos dice que era flaco y oscuro de tez y que, a fuer de salvaje, criaba más pelo que ningún hombre.
Merlín no es el único salvaje que aparece en el libro. También aparece el caballero Dodinel. Los salvajes, para el autor o autores del Libro del Graal, no eran criaturas fantásticas. Podían unirse a las personas y tener descendencia viable de ellas.
Los salvajes, además de su aspecto, eran conocidos por ciertas características psicológicas que comparte Merlín: eran gente solitaria, amante de los bosques y amiga de burlas, inclinada  sobremanera a la lascivia. 
Salvaje. Santa Gadea, Burgos.
Merlín, al que hoy comúnmente imaginamos como un anciano pasado de calores, de luenga melena y barba florida, era en la antigua leyenda un hombre dado a los amoríos y que se valía del prestigio de su ciencia para camelar a las mozas, especialmente a las doncellas, por las que estaba pirrado. A ellas las perdía la curiosidad, vicio arquetípicamente femenino. También la ambición del poder que la magia concede. La magia es un territorio eminentemente mujeril.
El enamoradizo mago encontró la horma de su zapato en Niniana (identificada con la Dama del Lago), que le sacó todo lo que sabía sin pagar nada a cambio y encima lo aprisionó como se sabe; y el arte de que se valió fue arrancarle ciertas palabras mágicas que, escritas en las ingles, hacían imposible a cualquier varón por hechicero que fuese tener acceso carnal con ella.
La mujer dice repetidamente el Libro del Graal que es más astuta que el diablo, y este era solo medio diablo. Es verdad que con esa mitad le sobraba para conocer las intenciones de la muchacha, pero (qué se le va a hacer) estaba enamorado.
Parece ser que lo que más miedo le daba a Niniana era la parte de diablo que tenía el hombre. Pues no es ningún secreto que los amores diablescos son dolorosos y pueden dejar amarga huella, sin hablar de los engendros que pudieran proceder de ahí.
No se necesitaba para vencer al nemoroso Merlín menos que la selvática Niniana, que vivía en mitad del bosque dedicada a la caza en una especie de pabellón donde solía acudir de visita la mismísima Diana cazadora.
Así que no es muy temerario pensar que tanto Merlín como su carcelera ocultan a sendas deidades boscosas muy anteriores a la cristianización de la leyenda: al menos así lo opina Anne Berthelot.
Merlín es más que un salvaje normal. Aparte de las constantes metamorfosis y los viajes relámpago a Roma (prodigio muy repetido), puede a su antojo convertirse en ciervo y volver a su apariencia de hombre salvaje. En cierta ocasión, se aparece a don Galván -Gauvain- en forma de un anciano pastor cubierto de harapos, corcovado, de cabellos y barba hirsutos, armado (a modo de salvaje) de una gran cachiporra y pastoreando un rebaño de fieras. Este es un aspecto que a Merlín le gusta adoptar. Cuando se le dirige al caballero, lo hace -quedémonos con este detalle- rechinando los dientes y con un ojo abierto y otro cerrado. ¡Otra vez el tuerto furioso -como Cú Chulainn, como Odín- que tantas veces asoma por estas entradas!
Cachiporra fálica que de los salvajes pasó en herencia a los hombres primitivos del imaginario popular y a los gorilas. Tenía yo en la infancia una figurita de un gorila apoyado en su porra, perteneciente a una colección de animales de plástico. Estaba bien porque, con sus tres puntos de apoyo, siempre se tenía de pie.
El gorila raptor de mujeres es un personaje arquetípico cuya eficacia en la imaginación colectiva reavivó el colonialismo y que va a terminar en la famosa canción de Brassens. Uniéndolo al del gigante, de horrendas reminiscencias paternales, al de la rubia sin seso y al motivo de la bella y la bestia, todo bien mezclado, obtenemos a King Kong, de psicología ciertamente más compleja que su para él diminuta e imposible amada. 
La expresión del horror infantil ante la supuesta violencia sexual destructora del padre es el inigualable alarido de la rubia de King Kong. 
Tampoco es manca esta imagen de El signo de la Cruz, de
Ceil B. de Mille, 1932. La bella, encadenada a un
herma por si quedase alguna ambigüedad...
Pero a fin de cuentas, como bien supo Merlín, es la mujer la que tiene en sus manos el poder de amansar a las fieras. 
Porque el hombre boscoso, como el fauno, es también el símbolo de la sexualidad desatada (y el destino de Merlín la ligadura de los instintos, primero en las letras del conjuro inguinal, luego en la cárcel perpetua). Este aspecto satírico del salvaje coincide exactamente con la sorpresa de la reina Gormlai (vuelvo a ella después de tan largo rodeo) en las soledades de Glendalough, cuando -recordemos- le sale al paso un ermitaño monstruoso y salvaje enarbolando, fuera de sí, su verga monumental como la sierpe de bronce de Moisés.
Los salvajes estos debían de ser cosa no muy rara en aquella Irlanda (nosotros tenemos al Busgosu asturiano y al Basojaun vasco), porque además de aquel falso salvaje, que era en realidad ermitaño con satiriasis, se encuentra también con el Fear Caille. Este personaje, por otro nombre Alladhán, es un gigante salvaje de la tradición escocesa, que acabó sus días arrojándose a una catarata. Lo curioso es que precisamente el rey loco Suibhne, del que hablaba al principio, y que James Carney identifica con Merlín, pasó una temporada en Escocia viviendo junto a este otro salvaje.
Merlín, igual que Suibhne, pasó una larga temporada de locura y de vida animal de resultas de una terrible batalla, la de Arthuret -en galés Arfderydd- donde murió el rey Gwenddolau, de Arfderydd, a manos de las huestes de Efrawc, que hoy es York. Durante aquellos tiempos de retiro pronunció algunas de sus profecías, recogidas en verso galés, y en las cuales se dirige a un dilecto interlocutor: su cochinillo faldero. ¡Exactamente igual que san Marbhán, a quien los perversos y gorrones poetas obligaron, en aras de la hospitalidad, a sacrificar a su queridísimo cochinillo albino!
San Antonio, Taddeo Crivelli.
La imagen del ermitaño con su cerdito amigo no puede sernos más familiar: es la de san Antón, la tan repetida en nuestras iglesias rurales. San Antón, anacoreta del desierto, se transformó naturalmente al llegar su culto a nuestros climas en eremita del bosque. El bosque es el más claro equivalente occidental del desierto egipcio o sirio, donde acaba la civilización y el cosmos. Criaturas nocturnas del desierto poblaban las pesadillas de los hebreos; nuestros espantos acechan en el bosque o se aventuran osadamente a salir de sus sombras. Como el homo silvaticus, el eremita tiene un pie en cada mundo; es en vida un hombre del Más Allá. De manera parecida, el cerdo es animal semidoméstico y semisalvaje, cargado de connotaciones mágicas e infernales y, como se ha visto una y otra vez en estas entradas el porquero que lo cuida comparte su ambigüedad: ser del cosmos y del caos, del pueblo y del bosque, de este mundo y del otro. ¿No era porquero el propio san Patricio, interlocutor habitual del ángel Víctor o Victorico, heraldo de Dios? De ahí que las figuras del ermitaño y del porquero se fundan en los personajes de  Marbhán y de san Antón. No de Merlín, a quien se lo impide su estirpe demoníaca y que para eso se desdobla en la figura del ermitaño Blas, su maestro y escribiente.
Nunca ha sido evidente el porqué de la asociación de san Antón con el cerdo. Esa asociación cobra tal importancia que se convierte en el rasgo pincipal del santo en nuestras tierras occidentales, sant Antoni del Porquet a levante, san Antón Lacoeiro a poniente. Es cierto que los monjes de san Antón, en algunas partes de Europa, tenían el monopolio de la cría de este animal y de la venta de sus productos. Pero ¿por qué precisamente a ellos se los había especializado en esa ganadería particular?
Libro de horas del duque Adolfo de Clèves:
san Antonio habla con el sátiro;
abajo, a la derecha, un porquero en el bosque.
Se ha dicho repetidamente que el jabalí y el cerdo son animales emblemáticos, entre los celtas, de la soberanía y en particular del aspecto sacerdotal y sagrado de esta. Como estudia detalladamente Bernard Sergent, el jabalí y el cerdo son constantemente asociados al dios Lug, como también lo son a Apolo entre los griegos. 
¿Quién va a negar que Arturo fuese buen caballero? 
Aunque probablemente no le fuese a la zaga Zurraquín Sancho el abulense, que por librar a unos villanos del cautiverio de los moros, mereció que los liberados, porqueros sin duda, le hiciesen ofrenda de cerdos (también de gallinas). Marchaba su comitiva por esos campos de Ávila adelante, conduciendo el obsequio de su piara, y a pesar de que la modestia de Zurraquín se lo había defendido, cundió el relato de su hazaña  y fue tal su fama que "cantavan cantilenas, con panderetes, las fembras: 
'Cantan de Oliveros, e cantan de Roldán,
e non de Zurraquín, ca fue buen barragán;
Cantan de Roldán, e cantan de Oliveros,
e non de Zuraquín, ca fue buen cavallero'".
Así lo cuenta Luis de Ariz, en su Historia de las grandezas de la Ciudad de Ávila (que se puede leer en línea aquí): y sería una escena de un encanto primitivo y bíblico la danza de las mujeres regocijadas, con sus panderetas... Esto fue en tiempos de don Alfonso VI, en 1107, cuando estando en Ávila doña Urraca, como desleal y mala tuvo amores con el moro Iezmin Hiaya en una noche "lubregecida e negra"...
Danza de María profetisa. Miniatura búlgara del siglo XIV.
Pero, en fin... Arturo no cabe duda de que fue buen caballero.
Sin embargo, y sin ánimo de quitarle méritos, de nada le hubiera valido su caballería sin dos talismanes facilitados por Merlín: la espada de la piedra, prueba de la verdad de su soberanía, y el estandarte del dragón. 
Merlín es el gonfalonero de Arturo, y desde su primera batalla se mostró enarbolando el Dragón. Veamos, porque merece la pena: "Y Merlín dio al rey Arturo una bandera que tenía gran significado porque dentro había un dragón y él lo había hecho encerrar en una lanza y al parecer arrojaba fuego y llamas por la boca; también tenía una cola muy larga que se retorcía. Este dragón que os digo era de bronce y nunca nadie supo de donde lo había sacado. Y era maravillosamente ligero y manejable" ("E Merlins donna au roi Artu une baniere ou il ot molt grant senefiance, car il i avoit un dragon dedens, et le fist fermer en une lance et il jetoit par samblant fu et flambe par la bouche, si avoit une keue tortice molt longe. Cil dragons dont je vous di estoit d'arrain, si ne sot onques nus ou Merlins le prist. Et il fu a merveilles legiers et maniables")...
Esta bandera animada, serpentina y flamígera, será desde el primer día determinante en las victorias de Arturo. Arturo, hijo del Cabeza de Dragón, es rey porque tiene el Dragón, y esta verdad de su soberanía es la que le concede la victoria cada vez que se manifiesta. Ese es el significado que dice el libro que hay en él. Y hay que darse cuenta de que no es un estandarte con un dragón pintado, sino un dragón auténtico encerrado y apresado en el asta de una lanza, de manera que sus poderes, a su pesar, están al servicio de quien con justicia lo posee...
¿Nos quiere sonar?... ¡¿Cómo no?! Es el Onchú, el mismísimo estandarte dragón o dragón estandarte, de los caudillos irlandeses y de los jinetes escitas (ver El dragón estandarte). Este dragón que campea en la bandera de Gales y que llega hasta nuestros días desde lo más profundo de la antigüedad indoeuropea...