jueves, 14 de agosto de 2014

De príncipes, papas y porqueros

Al principio del segundo acto de Le père humilié, última de las obras que forman la trilogía centrada en Toussaint Turelure y sus descendientes, Paul Claudel introduce un diálogo que nos recuerda al tema del rey y el ermitaño al que me venía refiriendo en anteriores entradas.
Respecto de este (pensando por ejemplo en el diálogo en verso entre el rey Guaire y san Marbhán) hay en la obra, sin embargo, diferencias importantes.
El lugar donde se desarrolla la conversación es un claustro conventual, con su pozo central, espacio que (ver Frustración y revoltijo) simboliza y reproduce la estructura del Universo y el orden del Paraíso.
El soberano de Claudel, aparte de ser eso, es también autoridad espiritual, porque es el Papa. Y es precisamente esa doble condición el busilis de la situación dramática. Al Papa está encomendada una misión que trasciende a la Historia y que concierne a vivos y muertos, como le recuerda su interlocutor (y confesor); pero como (precaria) autoridad secular se encuentra metido de hoz y coz en una situación histórica sumamente apurada.
Este papa es Pío IX, asediado en Roma por las tropas italianas y apoyado por las tropas de Napoleón III, cuyo imperio se tambalea a su vez.
Pío IX de cuerpo presente, ocho años después
de la fiesta de Le père humilié.
Estampa de la época. 
Con la inminente caída de la ciudad papal, lo que se viene abajo no es solo un anacrónico estado pontificio, sino el símbolo estereotípico de una antigua organización imaginaria del mundo, cuya cabeza es precisamente esa urbe, caput mundi. Catastrófico desenlace de un largo desmoronamiento al que Claudel da por origen la Revolución Francesa con su final napoleónico personalizado por el primero de sus Turelure (así como Napoleón III presenciará el desplome final). 
Merece la pena reparar en que si la acción dramática se produce en la ciudad, en la Ciudad por excelencia, dentro de ella transcurre en lugares mixtos y teñidos de lo sobrenatural: el jardín donde se celebra el baile de máscaras, tema que, con sus connotaciones carnavalescas y eróticas, se repite hasta la saciedad en la imaginación romántica, sus precedentes y secuelas (se vienen a la cabeza los libretos de Scribe, el Claro de luna de Verlaine, el magnífico inicio de Flavio, de Rosalía Castro...);
Watteau, Fiestas venecianas.
el claustro, imagen y enclave del paraíso en la tierra (y, a partir de la entrada de las órdenes mendicantes en el espacio urbano, en la ciudad misma).
La idea que se desprende de ello es la misma que yace bajo la antigua poesía irlandesa de celebración de la vida eremítica: que nuestro mundo y el Otro no son universos incomunicados sino que viven uno en otro. Antes que el monasterio, la ermita es el estandarte que marca la santificación del caótico desierto.
En cuanto al interlocutor, no se trata exactamente de un ermitaño, sino de un monje franciscano (nada casual es la elección de esta orden) que trabaja como colmenero tras haberlo hecho en las cocinas y también de pastor, a lo que alude su nombre de Pecorello. La presencia del ermitaño resultaría un tanto anacrónica en este último tercio del siglo XIX. Este frailecico, muy joven y que parece una figura de los primeros tiempos de la orden seráfica, es, dentro del clero regular, lo más parecido por su aislamiento y comunión con la naturaleza, al ermitaño de la literatura hagiográfica irlandesa que vengo comentando. 
La conversación, aunque tiene por núcleo temático (no podía ser de otro modo) el contraste entre la vivencia religiosa del fraile, sencilla, inmediata y casi mística y la experiencia del pontífice, vapuleado por un largo reinado lleno de escollos, versa sobre asuntos teológicos de mucho mayor calado que el lírico diálogo del antiguo poema irlandés.
¿Pudo conocer Claudel esta obra? Es posible. King and Hermit apareció publicado por Kuno Meyer en Ancient Irish Poetry en 1913. La obra de Claudel es de 1916. Sin embargo, no me parece probable (no sé por qué, es una impresión) ni, desde luego, necesario para explicar la aparición en la obra de ese motivo: el diálogo del rey y el ermitaño pastor.
De este diálogo teatral se ocupa Jacques Lacan en el volumen VIII del Seminario. Lacan era admirador del teatro y de la poesía de Claudel. Lo interesante aquí es que al referirse al monje jovencito no recuerda que fuese colmenero; dice que cuidaba cerdos u ocas, 
Durero: La locura predicando a gansos y cerdos.
Ilustración de La nave de los locos, de Brandt.
de lo cual no encuentro mención en la obra, al menos a primera vista.
Santos y santas colmeneros no faltan en la Irlanda medieval, como santa Gobnat y san Modomnoc, a quien la leyenda atribuye la introducción de la apicultura en la isla. Gansos sabemos que tenía san Winwaloe o Guenolé, aunque de entre los cuidadores de ocas el santo más famoso es oriental, san Trifón, natural según se dice de un lugar llamado Kampsade en Asia Menor, en Frigia. El significado simbólico del ganso, como se sabe, relacionado con la rueda de las estaciones y el ciclo cósmico de muerte y resurrección se remonta, de creer a Gimbutas, al menos a los tiempos del neolítico con el culto a la diosa pájaro.
En cuanto a santos porqueros, la lista se amplía e incluye a figuras más ilustres aún que el propio san Marbhán, empezando por el mismísimo san Patricio en su servil juventud.
Con más motivo que Claudel pudo Lacan tener en la cabeza algún precedente literario del diálogo entre papa y pastor que lo llevase a confusión, pero tampoco esta vez me parece preciso suponerlo.
Por supuesto, entre los ermitaños porqueros el más famoso es el egipcio san Antonio abad. El hombre del Occidente medieval llevó rápidamente a cabo la identificación del desierto egipcio, difícilmente imaginable, con el bosque, puesto que de lo que se trata no es de la desnudez, sino de la ausencia de norma. Sin embargo, aunque el folclore le presta esa ocupación de guardador de cerdos, su vida escrita por Atanasio a mediados del siglo IV no menciona tal actividad y es dudoso el motivo por el cual se lo asocia a ese animal y su ganadería. Se aduce que el tocino era muy usual en el tratamiento de las enfermedades cutáneas, contra las que es invocado. Se dice también que los monjes hospitalarios de san Antón, orden dedicada al cuidado de los enfermos y en particular de los de erisipela o fuego de san Antón, tenían por principal fuente de ingresos la cría de cerdos. La orden en cuestión no fue fundada hasta casi el siglo XII ni reconocida oficialmente hasta el XIII. Pero su relación especial con esa ganadería sigue sin explicación.
Jean Dreux, San antonio y un orante.
Por lo que veo ahora paseando por Internet (http://www.annesitaly.com/blog/st-anthonys-fire-st-anthonys-blessings/), en Sicilia y otras partes se presta a san Antón la función prometeica de haber introducido el fuego en el mundo. Esto cuadra con la protección que se le pide frente a enfermedades ígneas y que provocan escozor, como el famoso fuego de san Antón. Parece que el santo viajó al Infierno acompañado de su cerdo y que este fue el que le franqueó la entrada o bien se coló dejando al ermitaño a la puerta y robó una brasa. Según otra versión más cercana al mito clásico, fue el báculo del santo el que ardiendo sin llama trajo el preciado contrabando. En cualquier caso, queda claro el papel del cerdo como intermediario entre nuestro mundo y los infiernos (ver Porquero contra poetas). Y sucede que a veces no se sabe cuál es más importante para la devoción popular, si el ermitaño o su compañero. 
En Plurien, pueblo de Bretaña, como la imagen de san Antón venerada desde tiempo inmemorial estaba en pésimas condiciones, un cura en el siglo XIX decidió renovarla y de paso cambiarla por la de un tocayo menos rústico y más acorde con la piedad de su tiempo: san Antonio de Padua. A veces los párrocos en Bretaña actuaban así, procurando sustituir los cultos locales o sospechosos de lindar con la superstición por otros más universales y espirituales. Los fieles no se opusieron al trueque de santos; pero cuando vieron la nueva imagen sin trazas de cerdito estuvo a punto de estallar un motín. Asustado, el cura cedió y por eso se reza hoy en Plurien a un san Antonio iconográficamente híbrido, con el imprescindible cochinillo de su homónimo egipcio.
El cerdo, dice Zumthor en su libro La mesure du monde, es animal del bosque, animal errante que busca su alimento vagando de acá para allá en ese espacio sin leyes. Por eso pertenece a dos mundos, es a la vez salvaje -selvático- y doméstico. 
Vareando bellotas. Las muy ricas 
horas del duque de Berry, siglo XV. 
Y esa naturaleza ambigua la comparte el hombre del bosque, medio hombre medio animal como el Suibhne de la leyenda irlandesa, fuera de la razón y juicio humanos como el propio Suibhne, o Tristán, o Merlín, llamado a veces Lailoken, con su cerdito mascota, o, en ya lejana derivación, Orlando, que descarga la furia de su locura contra los árboles del bosque. 
Y, ya que va de locos paladines vagando por las florestas, por qué no Don Quijote, tardío heredero de los caballeros artúricos.
En esta relación entre rey y porquero puede suceder también que uno y otro sean la misma persona, es decir, que el antiguo pastor haya acabado por ascender al trono. Tal es la historia de Tamerlán, a la que Pero Mexía dedica un capítulo de la Silva de varia lección, aunque, contrariamente a la tradición, diga allí que comenzó como boyero. De la Silva de Mexía, fundamentalmente, depende la obra Tamburlaine the Great, de Marlowe. 
Gran impacto causó en la Europa de su tiempo la historia de Sixto V, monje franciscano, que fue papa de 1585 a 1590. Su familia, originaria de Dalmacia, pasó a Italia huyendo de los turcos, y es fama que de joven se ocupó cuidando cerdos.
De estos y otros casos semejantes se encuentra noticia en las notas de Diego Clemencín al capítulo XLII de la segunda parte del Quijote, en el que Sancho Panza es aconsejado antes de  empezar a gobernar la ínsula Barataria. Allí nos enteramos de que el buen escudero antes de gobernador fue pastor, primero de gansos y después de cerdos: curiosamente, las dos clases de animales que menciona Lacan. Una vez más: ¿influiría este recuerdo literario en él, que indudablemente conocía la obra de Cervantes?