viernes, 13 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán (2): músicos, alquimistas y el celtismo del revés

En medio de la tormenta, la nave -el Polyphème- surca el Canal de la Mancha. Los acontecimientos se han sucedido con rapidez: un peligrosísimo prisionero ha huido lanzándose al mar proceloso por la borda; otro barco lo ha rescatado providencialmente a sus tripulantes; abriendo fuego, el Polyphème lo ha incendiado y hundido; también se ha mandado a pique a los botes de salvamento y tiroteado a sus tripulantes, sin perdonar más que a un niño de pecho, arrancado a los brazos de su madre.
Robert Salmon, Tormenta en el mar.

Los navegantes del Polyphème celebran consejo. Son corsarios bretones, juramentados italianos pertenecientes a lo más secreto del carbonarismo  y un músico irlandés que viaja a Francia con su hija en busca del trabajo y el porvenir que su "menesteroso país" les niega. Los acompaña, de incógnito, el novio de la irlandesa, un aristócrata de la más rancia nobleza bretona. La muchacha, Amelia, es una encantadora jovencita y toca el arpa con virtuosismo.
Padre e hija viajan bajo disfraz. Hemos visto en la anterior entrada que se trata de Dorff, relojero alemán fugitivo de la policía francesa; pero tras esta identidad se oculta otra más secreta, la de Luis de Borbón, hijo de Luis XVI y legítimo pretendiente al trono de Francia. Escalera de equívocos e imposturas.
Emilia Pardo Bazán (a cuya novela Misterio pertenecen personajes y lances) deja caer en alguna ocasión que ese par de extraños viajeros ha dado a veces pie a los más escandalosos comentarios. Como las otras que refería de la Quimera y de Un cura casado.
En todo caso, esa simpática pareja -el músico algo bohemio y su hija prodigio- recuerdan vivamente a otros dos personajes, reales estos: Sydney Owenson y su padre. 
Sydney Owenson, Lady Morgan. Cabeza, por
David d'Angers.
(foto Selbymay, tomado de Wikimedia commons).
Robert Mac Owen, actor irlandés de poca fortuna, que mudó su apellido por el de Owenson, de resonancia más inglesa, descubrió pronto el talento de su hija Sydney y supo convertirla en un fenómeno de la comunicación de masas. Sydney Owenson tocaba el arpa, recitaba, cantaba, bailaba, escribía poesías y novelas con éxito. De ellas proceden dos de sus nombres artísticos: Glorvina (del irlandés glór binn, "voz dulce"), aparentemente osiánico, y The Wild Irish Girl. Actuó en diversas ciudades y cortes y relataría sus experiencias en novelas y libros de viajes. Sus libros expresan ideas de exaltado liberalismo y favorables a las libertades de Irlanda. Andando el tiempo, haría fortuna y se ennoblecería casando con un Lord Morgan. Aparte de su éxito como "best seller", hay que reconocerle al menos una contribución importante a la literatura con la creación del género llamado national tale: narración de asunto nacional, a veces de tema histórico reciente, y cuyo propósito es contribuir a la construcción de la nación, Irlanda en su caso.
Yo estoy convencido de que el national tale de Lady Morgan, hoy generalmente olvidada por el público y aun los estudiosos en nuestro país, influyó en la idea de obras como las Historietas nacionales de Alarcón o los Episodios nacionales de Galdós, amén de otras en que la influencia no se revela desde el mismo título. Y desde luego en la narrativa histórica de hechos recientes de Benito Vicetto, otro autor tan influyente en su día como olvidado hoy, y bien conocido de Pardo Bazán.
Y supongo que un personaje del carácter de Lady Morgan, que ganó fama y reconocimiento por su literatura (lo único de su actividad creativa que hoy podemos juzgar), dio pruebas de independencia y conjugó ideas avanzadas con la devoción a una tradición nacional que ella creía milenaria, tuvo que despertar la simpatía de Emilia Pardo Bazán.
Los personajes de Lady Morgan muestran muchas veces propensión al disfraz, y yo creo que Pardo Bazán aquí disfrazó a Amelia de ella.
Estos irlandeses (fingidos) no son, de ninguna manera, los únicos que nos cruzamos por las obras de Pardo Bazán.
Vamos a ver otros que se me ocurren ahora.
La primera novela suya, Pascual López, es, como reza su subtítulo, la autobiografía de un estudiante de Medicina; estudiante de Santiago, pobre y que vive su pobreza con dolor y humillación.  
Este tipo, y pido perdón por volver una y otra vez a un autor que me interesa mucho, ya aparece retratado en el personaje de Aniano Oucei de Las tres fases del amor, conjunto de tres novelas cortas de Benito Vicetto, y creo que Pardo Bazán lo tuvo presente al idear a su personaje. 
No tarda Pascual en caer bajo la influencia de un genial y extravagante profesor, el irlandés O'Narr, apodado Onarro por los estudiantes. Ya es este O'Narr un científico con ribetes de místico y prometeico, de la categoría del Luz de La Quimera, cuyos precedentes vimos en el último Zola (Le docteur Pascal), Barbey, Balzac (Le chef-d'oeuvre inconnu, La recherche de l'absolu), Hoffmann (ver Lagunas malditas y rumores de incesto).
Karl Spitzweg, El alquimista (hacia 1860).

Quiere esto decir que desde el principio hasta el fin de su carrera de novelista el personaje le estuvo interesando. 

En el Santiago de aquella época, donde, con la Universidad, convivían las ideas más avanzadas con las más retrógradas, O'Narr pasaba por alquimista, buscador de tesoros y punto menos que nigromante. Su empeño es la transmutación de la materia y la obtención de diamantes a partir del carbono.
No es un tipo del todo fantástico, aunque sí anacrónico, este O'Narr. La ciencia del Romanticismo estaba empapada de un mágico espiritualismo; el eminente químico irlandés Peter Woulfe (muerto en 1803), cuyas contribuciones a la ciencia fueron varias y notables, era adepto de la Alquimia y seguidor de Richard Brothers, que quería fundar un estado judío en Palestina con los miembros de las tribus perdidas de Israel que andaban desorientados por Inglaterra sin saber siquiera quiénes eran.  
Y bien puede que guardase memoria la novelista del caso  -muy anteror- de Patrick Sinnot, condiscípulo de O'Sullivan Beare (el historiador y hagiógrafo al que he citado ya alguna vez en estas entradas), uno de los primeros exiliados irlandeses del siglo XVII, que fue profesor en la Universidad de Santiago y acabó procesado por la Inquisición por sus ideas e investigaciones astrológicas. Luis Seoane escribió sobre él su obra O irlandés astrólogo.
Acosado por la necesidad, pero también por la curiosidad, Pascual se asocia a los experimentos del irlandés, cuya personalidad le fascina. Como el doctor Luz de La Quimera, cíclope de un nuevo fuego que no sospechaba la joven novelista al idear Pascual López, O'Narr es una especie de salamandra o genio ígneo (a la manera de Coppelius) y morirá víctima de sus indagaciones en una explosión. Una apoteosis a la manera de Empédocles. Y al igual que sucede con el oro de los duendes, nada de valor saca Pascual López de su pavoroso intento de enmendar la plana al tejedor del mundo. 
Irlanda es un país al que se asocia con lo mágico y lo misterioso, y uno imagina que la nacionalidad de O'Narr contribuyó a su fama de brujo.
Pero ahora voy a saltar de las primeras a las últimas novelas de Pardo Bazán. Una de ellas, El niño de Guzmán, quedó inconclusa, o mejor dicho falta de una segunda parte: la narración del anunciado viaje por España del protagonista, relato que prometía ser de un curioso noventayochismo. Pero la narración queda interrumpida bruscamente -original efecto- por el último acontecimiento narrado, que no pertenece al cuento: el asesinato de Cánovas.
Angiolillo, autor de la muerte de Cánovas,
ante el tribunal. Litografía del siglo XIX
Su asunto es semejante al de la gran novela La feria de los discretos de Baroja: el choque con la realidad patria de un joven español educado en Inglaterra.
Anita, la madre del Niño de Guzmán, se crió con un aya irlandesa, recomendada a la familia por su pariente don Leopoldo O'Donnell y apodada por ello la Odónela. Esta le hizo las veces de madre y supo ganarse todo su cariño. Anita se casó, enviudó y marchó a Inglaterra, donde murió de pleuresía por causa del clima dejando un niño de corta edad, cuya educación quedó encomendada a un cuñado de la Odónela, personaje quijotesco de apellido O'Neal.
La influencia de este irlandés estrambótico y medio místico, que había estado a punto de ingresar en los jesuitas, fue crucial en la educación del Niño de Guzmán. 
Emilia Pardo Bazán cree en el destino de las naciones y para ella el de Irlanda es odiar a Inglaterra. Dada la época en que sucede la acción, esto es sinónimo de odio al moderno y zafio capitalismo, apisonador de los nobles y antiguos valores de las naciones: un sentimiento nada extraño en España, por otra parte, en vísperas del desastre del 98. 
En tal situación espiritual, lo lógico sería buscar refugio en las pasadas glorias de la Historia nacional, pero -dice Pardo Bazán- hasta ese consuelo le está vedado a O'Neal, porque... ¡la Historia de Irlanda apenas existe!
Tan desconcertante opinión se comprende mejor al ver que Pardo Bazán lo que está haciendo es extrapolar a Irlanda una polémica apasionada que se había dado en Galicia en los años 60 de su siglo. La existencia de una Historia nacional gallega era uno de los asuntos que se debatieron en los Juegos Florales que cuajaron en el fundacional Álbum de la Caridad y su construcción tarea ardua a que se dedicaban ingenios como Martínez Murguía, el marido de Rosalía Castro, y Benito Vicetto, entre otros.
Muchos escritores y pensadores gallegos encontraron la respuesta a ese vacío histórico, en que veían esfumarse su pasado (y por lo tanto su identidad), en una mítica antigüedad céltica, donde Irlanda y Escocia ocupaban un lugar muy principal: fueron los autores de la llamada cova céltica, encabezados por Murguía, fundamentales en la construcción (¿invención?) de la ideología nacional de Galicia.
Emilia Pardo Bazán idea en esta novela el fenómeno contrario. O'Neal el irlandés busca su tabla de salvación en España. Pero no la España real, sino otra idealizada, imaginaria, edificada a base de lecturas de los románticos y del Romancero Viejo y libros de caballerías (como un nuevo Quijote). La amistad que mantuvo en su juventud con Fernán Caballero y que siempre recuerda con nostalgia no hace sino confirmarlo en sus sueños caballerescos, que son la imagen de España que transmite a su pupilo.
El Cod Campeador, por Philipp Foltz

Es verdad que en Irlanda existía en la época esa visión novelesca de España: alguna poesía de Moore o de Samuel Ferguson (uno de los que redescubrieron los mitos irlandeses como fuente de inspiración poética) lo demuestran. La feria de los discretos, la novela de Baroja que antes citaba, la caricaturiza en un matrimonio de turistas franceses que recorrer Córdoba ávidos de ese pintoresquismo exótico y fantasioso.

Como se puede suponer, el choque del Niño con la realidad, degenerada y decrépita, de España y su sociedad, es cruel y llega a provocarle un serio desequilibrio nervioso. El Niño de Guzmán es el relato de un cruel desengaño, y no es casual que su final atropellado sea un asesinato que, simbólicamente, señala la muerte de un régimen exangües y fantasmal sostenido, como el Caballero Inexistente de Italo Calvino, por fuerza de voluntad.
La justificación científica -rasgo de ironía de la novelista- de los delirios de O'Neal es la misma de que se valían los celtómanos gallegos de finales del XIX: la identidad racial de Irlanda y "ciertas provincias españolas", perceptible en una mutua simpatía, en un sentido de familiaridad inmune al paso del tiempo: "Los celtas ibéricos y los irlandeses no han cesado de sentir que corre por sus venas la misma sangre".
Pardo Bazán continúa bromeando con la ideología celtizante de los regionalistas gallegos: para ellos, la ruina de la nacionalidad gallega vino del contacto con otros pueblos que desvirtuaron su pura esencia céltica, conservada acaso en el santuario de la Galicia más aislada. O'Neal, por el contrario, deplora el aislamiento de Irlanda envidiando una Hispanidad formada por distintas razas fundidas en el crisol de la Historia sin que hayan perdido sus valores propios al unificarse. 
Una y otra visión igualmente fantásticas.  

domingo, 8 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán: los bretones de Misterio

A la vuelta del verano traía yo a colación algunas parejas insólitas de novelas de Pardo Bazán que, remontándonos a través de Barbey d'Aurevilly y del Hombre de la Arena de Hoffmann acababan conduciéndonos al antiguo elfo de los sueños.
Ahora me llama la atención por el mismo motivo otra novela de la misma autora. Se trata de Misterio, largo relato cuya rápida y ágil acción transcurre durante el reinado de Luis XVIII de Francia.
Por su asunto, se trata de una novela histórica de acontecimientos recientes, género que en España cultivaron no poco los románticos y culminaría en los Episodios nacionales de Galdós y, más tarde, en las Memorias de un hombre de acción, de Baroja. Por lo variado y sorprendente de los lances, se acerca a la novela popular de tema histórico, a la manera del Dumas de El collar de la reina.
El delfín Luis XVII en el busto de Bélanger.
Personajes principalísimos de la novela son Dorff y su hija Amelia, emigrados en Londres y perseguidos porla policía francesa, a los que se nos presenta desde el principio de la novela en una vibrante escena de asesinato frustrado con nocturnidad, frustrado por la aparición del joven protagonista.  
Tras el transparente disfraz de Dorff se oculta el personaje histórico de Naundorff, uno de los varios aventureros que, en la Restauración francesa, aparecieron afirmando ser el Delfín Luis XVII y reclamando su derecho a la corona.
Este padre y esta hija fugitivos nos traen a la memoria a otra pareja similar de la novela española: el doctor Aracil y su hija María en el Londres de La ciudad de la niebla. Como en la novela de Pardo Bazán, también en la de Baroja resulta ser la hija la que se muestra decidida y audaz, mientras el padre, acobardado y perdido en sus fantasías e ilusiones, resulta incapaz de dar un paso en el mundo real.
Dorff no es médico como los doctores Aracil de La dama errante y La ciudad de la niebla, Luz de La quimera y Sombreval de Un cura casado de Barbey d'Arevilly. Es relojero y mecánico, como el verdadero Naundorff y como los intrigantes personajes de Copelius y Coppola en El hombre de la arena de Hoffmann.
Tras el ataque de que es objeto, Dorff tiene que huir de Inglaterra con su hija, lo que consigue gracias a la ayuda del prometido de esta, el marqués de Brézé, que les proporciona pasajes a Francia y disfraces de Irlandeses: trajes grises y raídos, amplio levitón para Dorff y un calesín de paja con cinta de terciopelo para Amelia. 
Si el calesín era similar al sombrero de calesa, se trataba de un gorro plegable inspirado en las capotas de esos carruajes. Montado sobre varios aros rígidos, se aplastaba en acordeón.
Familia irlandesa desahuciada, hacia 1845.
Grabado de la época. 
Era frecuente ya -dice la novela- la emigración a Francia desde Irlanda, ese "menesteroso país".
La travesía se efectúa a bordo del Polyphème, barco que parece un congreso de celtas, pues además de aquellos dos, fingidos, lo son el capitán, Soliviac -armoricano- , el simpático novio de Amelia y buena parte de la marinería.
Este de Soliviac no es apellido bretón sino más propio de Aquitania y Dordoña. En el Sudoeste encontramos Salviac, Solviac y Souviac. La fisionomía del marino, miembro de la sociedad secreta carbonaria, revela tanto su carácter de hombre de acción como su identidad racial. En la noche, se ven brillar fosforescentes "sus verdes ojos célticos".
A Bretaña, pues, se encamina el navío, fletado por los revolucionarios conjurados, y toma tierra junto al castillo de Picmort, entre Saint Brieuc y Dinan, cabeza del señorío de Guyornarch (es error por Guyomarc'h u otro apellido semejante, como el del famoso celtista Guyonvarc'h) y del marquesado de Brézé, tierras que Emilia Pardo Bazán cree, equivocadamente, pertenecientes a la Baja Bretaña. Es el solar, por tanto, del prometido de Amelia.
Un castillo bretón en el bosque. Elven,
en Morbihan. 
El castillo de Picmort se encuentra en el límite de tres espacios, todos ellos representativos de lo que está fuera del cosmos, del mundo regular y organizado: el mar, las dunas y pantanos y el bosque. Estos tres dominios de la naturaleza indómita, digámoslo de paso, son los mismos que encontramos en las novelas de ambiente normando de Barbey d'Aurevilly, especialmente Una antigua querida (Une vieille maîtresse).
Aumentando el aura fantástica y misteriosa de esos parajes, siguen vivos en ellos el espíritu y la raza de sus antiquísimos pobladores los celtas, cuyos venerables monumentos -los inevitables megalitos, "rudos pedruscos célticos"- alzan sus hitos negruzcos y cubiertos de líquenes; y cuya tenacidad en el apego a las tradiciones explica la terquedad y la saña de la Chuanería, guerra popular de resistencia a la Revolución Francesa.
La continuidad de aquella población, su carácter, creencia e instituciones desde los tiempos más remotos tiene su símbolo en el sepulcro del antiguo rey bretón Erispoë (Erispol dice Pardo Bazán), sobre el cual se erige el castillo de los Brezé. Según la novela, dice la leyenda que los restos de Erispol tenían su sepultura en la Bastilla: no conocía esa creencia.
A pesar de todas las revoluciones y cambios políticos, los Brezé son soberanos indiscutidos en sus territorios porque la población reconoce y venera casi fanáticamente la soberanía que reside en su familia desde los primeros pobladores.
Es esta una idea que otros autores gallegos habían desarrollado antes que Pardo Bazán -referida a Galicia-, y de hecho uno de los fundamentos ideológicos de la Historia de Galicia de Benito Vicetto.
La identidad celto-bretona, defendida con uñas y dientes por la población, se ostenta en el traje, que siempre fue causa de extrañeza, curiosidad e intriga para los franceses.
Según el historiador Benito Vicetto, bien conocido de la autora, el traje bretón se remontaba en parte a la más remota antigüedad: bragas, zuecos y guedejas ya caracterizaban al pueblo del rey Brigo, antecesor de los celtas. Completan este atuendo la chaqueta bordada, blanco chaleco, el bastón garrote, arma primitiva de los brigantinos y, leeremos más tarde, el ancho sombrero de fieltro. La mujer se toca con la cofia "de austeras líneas monacales": el gallardo tocado que hoy conocemos, con sus enormes cogoteras, orejeras y visera de encaje almidonado, más o menos desarrolladas según las comarcas, es fruto de una evolución reciente, de los dos últimos siglos. Más adelante se detendrá también la novelista en describir los trajes típicos de boda.
Adolphe Leleux, Boda en Bretaña, 1863. Aún se gastaba la cofia
de austeras líneas monacales. 
Dos son en Misterio los personajes que aparecen luciendo el traje bretón; bien misteriosos ambos. El primero un anciano heroico veterano de la chuanería, que a impulso de las visiones que lo atormentan se atreve a plantarse ante las ventanas del rey, solicitando audiencia con tácita y britónica terquedad. Un aura de divinidad lo rodea: "su cabeza, descubierta al sol y que envolvía copiosa melena ondeada, ardía en un incendio de plata refulgente" (detalle lo extraño en un bretón, que tenían a gala permanecer cubiertos hasta dentro de las casas). Sus "ojos verdes, gatunos, fatídicos" son como los de su paisano el capitán Soliviac: los ojos verdes debían de parecerle a Pardo Bazán características de los celtas.
Charles Loyeux, Centinela chuan en
una iglesia
. 
Aquel anciano encarna el pasado, la tradición, y parece directamente venido de los tiempos en que "los antiguos druidas bajo el árbol afilaron la segur". Y por eso mismo, obediente, comunica su oráculo: el rey usurpador , Luis XVIII, debe ceder el trono al legítimo, encarnación de la soberanía patriarcal, que se oculta bajo la personalidad de Dorff.
La lealtad casi idolátrica del viejo guerrillero es ese "extraño y decidido amor del bretón a sus señores", que dice Pardo Bazán: a los propios, no a los impuestos desde fuera. Es rasgo que comparte con Juan Vilain, pastor y guardés del señor de Brezé, personaje de importancia crucial en la novela.
Este principio, sentimiento o instinto de lealtad a los principios, a las personas y linajes que los encarnan, por encima de los más vitales intereses del individuo, lo encontraremos una y otra vez en Barbey, asociado a la chuanería, a la devoción de los campesinos y gente del pueblo y a los ideales caballerescos de la aristocracia.
No faltaron autores, entre ellos Michelet, que vieron en la chuanería un último y supremo esfuerzo, chisporroteo final de la vela, arranque suicida de energía de los celtas de Galia ante el empuje victorioso de la civilización representada por los valores clásicos, tan aplastantemente dominantes en la ideología revolucionaria y su gélido neoclásicismo.
No es de extrañar que haya suscitado, pues, el interés de Pardo Bazán, persuadida de los orígenes celtas de Galicia. También el carlismo popular despertó simpatías entre escritores gallegos nostálgicos de un pasado de gloriosa independencia, o, como decía Vicetto, "nacionalidad".
Volviendo a Misterio, al celta Juan Vilain precisamente por su fidelidad perruna encomienda Brezé la defensa y custodia de su prometida.
Juan Vilain es uno de esos personajes "semi-reales y semi-fantásticos" caros a la imaginación romántica, semejante a un "duende de las viejas torres y que a veces parece pertenecer al reino mineral", "inmóvil y derecho como las piedras druídicas". Con este ser pétreo, pero capaz de las más volcánicas pasiones, busca refugio Amelia en los dominios de Brézé.
En su viaje, tan lleno de peligros como preñado de significados simbólicos, Amelia atraviesa el pavoroso y caótico mundo del bosque para adentrarse en un laberinto subterráneo, ascensión contra corriente por los intestinos de la tierra cuyos horrores desembocan en el lugar paradisíaco, ajeno al espacio y al tiempo, "mágico aposento y decorado de ópera" (la ópera, en el Romanticismo, no había perdido del todo el carácter mágico y fantasmagórico que tuvo en sus orígenes y destaca Rousset en Circé et le paon). Todo en él remeda o conserva el lujo y el bienestar hedonista de setenta años atrás: un mundo que, para unos aristócratas que acababan de sobrevivir a las tormentas de la Revolución -los personajes-, debía de teñirse con los tonos pastel de un paraíso perdido rococó, y que para la novelista de fines del XIX era el de las fiestas galantes de Verlaine y el Modernismo.
Un lujoso interior a mediados del siglo XVIII. La marquesa
de Pompadour
, por Boucher.
Ahora bien, como muchos mundos paradisíacos del mito, hay una pega: es un mundo estanco sin escapatoria. 
La inocente virgen, sola y desamparada, a cargo de una reducidísima servidumbre leal hasta la muerte... a otros amos, en el ombligo del laberinto tenebroso, responde perfectamente al estereotipo de la novela gótica y sádica, descrito y estudiado or Annie Lebrun en Les Châteaux de la subversion. Con la diferencia de que, a lo largo de su vida breve pero asendereada Amelia va dejando de ser la indefensa tórtola en las garras del azor, como terriblemente demostrará al final de la novela.
No deja de tener este castillo de Picmort sus semejanzas con el otro, normando, de Un cura casado  de Barbey d'Aurevilly. Y también Amelia tiene mucho que ver con la protagonista de esa novela. El mayor parecido, la angustia de vivir agobiada por el sentimiento de una culpa que, no por ser ajena, deja de exigirle una cruel expiación. Y en el caso de Amelia, la coqueta y refinada estancia de su encierro representa y le recuerda a cada momento el motivo de su penitencia: la degeneración y abandono a los placeres y frivolidades de la dinastía de donde desciende. Ambas mujeres ofrecerán en sacrificio sus amores, su vida, su razón, tal vez la salvación de su alma. La de Un cura casado entra en religión; la de Misterio se encadena primero a un hombre aborrecido y temido y después, fallecido este, a su memoria. 
La saña implacable del destino es la que encontramos en la novela gótica, en el Sade de Juliette  y de Aline et Valcour.
Y, para colmo de males, en la jaula dorada del centro de la tierra Amelia se encuentra por sorpresa (como deleitaría a Melanie Klein), no con la imago de la madre mala, sino con ella en persona: la madre de su novio, que la pone diabólicamente en un trágico brete: elegir entre renunciar a sus amores y a su rango o traicionar a la causa de su propio padre: la Monarquía. Lo primero supone, además, unirse de por vida a un ser odioso, al menos por haberse aprovechado de las circunstancias para saciar su obsesión erótica.
Al campesino bretón se le suponen, tal vez como un arcaísmo más de su cultura, creencias conservadas desde la noche de los tiempos. Jean Vilain, enamorado y luego marido obligado de Amelia, cree en las hechiceras burlonas que se complacen en deslumbrar a sus víctimas con tesoros y deleites engañosos. Algunas de esas hechiceras, que más parecen hadas o ninfas, habitan en la fuente encantada del castillo de Picmort y es su principal diversión robar  el sentido y quemar la sangre de sus víctimas.
Juan Vilain, en quien se ceban, se abrasa en un fatal enamoramiento que lo ciega y acorralándolo entre su pasión, la fidelidad a su señor y la inviolabilidad del sacramento matrimonial lo conduce al suicidio.
Una deidad acuática bretona: el espectro
de los pantanos, dibujo por Yan d'Argent.

Estas deidades acuáticas, de antigua tradición céltica (madres, lavanderas, mensajeras de muerte en muchos casos, sanadoras en otros), son primas hermanas de las brujas del poema de Rosalía Castro Non hai peor meiga que unha gran pena (ver Por estos pagos...). 
Aunque mencionadas como de paso, el papel que desempeñan es crucial. Sin el matrimonio forzado e inmedita viudedad de Amelia no se explica el frenesí inexorable del desenlace, donde los personajes no obedecen a su propia voluntad, sino al impulso súbito de pasiones imprevisibles y que quedan fuera del orden racional. ¿Por qué no llamarlas dioses?