viernes, 13 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán (2): músicos, alquimistas y el celtismo del revés

En medio de la tormenta, la nave -el Polyphème- surca el Canal de la Mancha. Los acontecimientos se han sucedido con rapidez: un peligrosísimo prisionero ha huido lanzándose al mar proceloso por la borda; otro barco lo ha rescatado providencialmente a sus tripulantes; abriendo fuego, el Polyphème lo ha incendiado y hundido; también se ha mandado a pique a los botes de salvamento y tiroteado a sus tripulantes, sin perdonar más que a un niño de pecho, arrancado a los brazos de su madre.
Robert Salmon, Tormenta en el mar.

Los navegantes del Polyphème celebran consejo. Son corsarios bretones, juramentados italianos pertenecientes a lo más secreto del carbonarismo  y un músico irlandés que viaja a Francia con su hija en busca del trabajo y el porvenir que su "menesteroso país" les niega. Los acompaña, de incógnito, el novio de la irlandesa, un aristócrata de la más rancia nobleza bretona. La muchacha, Amelia, es una encantadora jovencita y toca el arpa con virtuosismo.
Padre e hija viajan bajo disfraz. Hemos visto en la anterior entrada que se trata de Dorff, relojero alemán fugitivo de la policía francesa; pero tras esta identidad se oculta otra más secreta, la de Luis de Borbón, hijo de Luis XVI y legítimo pretendiente al trono de Francia. Escalera de equívocos e imposturas.
Emilia Pardo Bazán (a cuya novela Misterio pertenecen personajes y lances) deja caer en alguna ocasión que ese par de extraños viajeros ha dado a veces pie a los más escandalosos comentarios. Como las otras que refería de la Quimera y de Un cura casado.
En todo caso, esa simpática pareja -el músico algo bohemio y su hija prodigio- recuerdan vivamente a otros dos personajes, reales estos: Sydney Owenson y su padre. 
Sydney Owenson, Lady Morgan. Cabeza, por
David d'Angers.
(foto Selbymay, tomado de Wikimedia commons).
Robert Mac Owen, actor irlandés de poca fortuna, que mudó su apellido por el de Owenson, de resonancia más inglesa, descubrió pronto el talento de su hija Sydney y supo convertirla en un fenómeno de la comunicación de masas. Sydney Owenson tocaba el arpa, recitaba, cantaba, bailaba, escribía poesías y novelas con éxito. De ellas proceden dos de sus nombres artísticos: Glorvina (del irlandés glór binn, "voz dulce"), aparentemente osiánico, y The Wild Irish Girl. Actuó en diversas ciudades y cortes y relataría sus experiencias en novelas y libros de viajes. Sus libros expresan ideas de exaltado liberalismo y favorables a las libertades de Irlanda. Andando el tiempo, haría fortuna y se ennoblecería casando con un Lord Morgan. Aparte de su éxito como "best seller", hay que reconocerle al menos una contribución importante a la literatura con la creación del género llamado national tale: narración de asunto nacional, a veces de tema histórico reciente, y cuyo propósito es contribuir a la construcción de la nación, Irlanda en su caso.
Yo estoy convencido de que el national tale de Lady Morgan, hoy generalmente olvidada por el público y aun los estudiosos en nuestro país, influyó en la idea de obras como las Historietas nacionales de Alarcón o los Episodios nacionales de Galdós, amén de otras en que la influencia no se revela desde el mismo título. Y desde luego en la narrativa histórica de hechos recientes de Benito Vicetto, otro autor tan influyente en su día como olvidado hoy, y bien conocido de Pardo Bazán.
Y supongo que un personaje del carácter de Lady Morgan, que ganó fama y reconocimiento por su literatura (lo único de su actividad creativa que hoy podemos juzgar), dio pruebas de independencia y conjugó ideas avanzadas con la devoción a una tradición nacional que ella creía milenaria, tuvo que despertar la simpatía de Emilia Pardo Bazán.
Los personajes de Lady Morgan muestran muchas veces propensión al disfraz, y yo creo que Pardo Bazán aquí disfrazó a Amelia de ella.
Estos irlandeses (fingidos) no son, de ninguna manera, los únicos que nos cruzamos por las obras de Pardo Bazán.
Vamos a ver otros que se me ocurren ahora.
La primera novela suya, Pascual López, es, como reza su subtítulo, la autobiografía de un estudiante de Medicina; estudiante de Santiago, pobre y que vive su pobreza con dolor y humillación.  
Este tipo, y pido perdón por volver una y otra vez a un autor que me interesa mucho, ya aparece retratado en el personaje de Aniano Oucei de Las tres fases del amor, conjunto de tres novelas cortas de Benito Vicetto, y creo que Pardo Bazán lo tuvo presente al idear a su personaje. 
No tarda Pascual en caer bajo la influencia de un genial y extravagante profesor, el irlandés O'Narr, apodado Onarro por los estudiantes. Ya es este O'Narr un científico con ribetes de místico y prometeico, de la categoría del Luz de La Quimera, cuyos precedentes vimos en el último Zola (Le docteur Pascal), Barbey, Balzac (Le chef-d'oeuvre inconnu, La recherche de l'absolu), Hoffmann (ver Lagunas malditas y rumores de incesto).
Karl Spitzweg, El alquimista (hacia 1860).

Quiere esto decir que desde el principio hasta el fin de su carrera de novelista el personaje le estuvo interesando. 

En el Santiago de aquella época, donde, con la Universidad, convivían las ideas más avanzadas con las más retrógradas, O'Narr pasaba por alquimista, buscador de tesoros y punto menos que nigromante. Su empeño es la transmutación de la materia y la obtención de diamantes a partir del carbono.
No es un tipo del todo fantástico, aunque sí anacrónico, este O'Narr. La ciencia del Romanticismo estaba empapada de un mágico espiritualismo; el eminente químico irlandés Peter Woulfe (muerto en 1803), cuyas contribuciones a la ciencia fueron varias y notables, era adepto de la Alquimia y seguidor de Richard Brothers, que quería fundar un estado judío en Palestina con los miembros de las tribus perdidas de Israel que andaban desorientados por Inglaterra sin saber siquiera quiénes eran.  
Y bien puede que guardase memoria la novelista del caso  -muy anteror- de Patrick Sinnot, condiscípulo de O'Sullivan Beare (el historiador y hagiógrafo al que he citado ya alguna vez en estas entradas), uno de los primeros exiliados irlandeses del siglo XVII, que fue profesor en la Universidad de Santiago y acabó procesado por la Inquisición por sus ideas e investigaciones astrológicas. Luis Seoane escribió sobre él su obra O irlandés astrólogo.
Acosado por la necesidad, pero también por la curiosidad, Pascual se asocia a los experimentos del irlandés, cuya personalidad le fascina. Como el doctor Luz de La Quimera, cíclope de un nuevo fuego que no sospechaba la joven novelista al idear Pascual López, O'Narr es una especie de salamandra o genio ígneo (a la manera de Coppelius) y morirá víctima de sus indagaciones en una explosión. Una apoteosis a la manera de Empédocles. Y al igual que sucede con el oro de los duendes, nada de valor saca Pascual López de su pavoroso intento de enmendar la plana al tejedor del mundo. 
Irlanda es un país al que se asocia con lo mágico y lo misterioso, y uno imagina que la nacionalidad de O'Narr contribuyó a su fama de brujo.
Pero ahora voy a saltar de las primeras a las últimas novelas de Pardo Bazán. Una de ellas, El niño de Guzmán, quedó inconclusa, o mejor dicho falta de una segunda parte: la narración del anunciado viaje por España del protagonista, relato que prometía ser de un curioso noventayochismo. Pero la narración queda interrumpida bruscamente -original efecto- por el último acontecimiento narrado, que no pertenece al cuento: el asesinato de Cánovas.
Angiolillo, autor de la muerte de Cánovas,
ante el tribunal. Litografía del siglo XIX
Su asunto es semejante al de la gran novela La feria de los discretos de Baroja: el choque con la realidad patria de un joven español educado en Inglaterra.
Anita, la madre del Niño de Guzmán, se crió con un aya irlandesa, recomendada a la familia por su pariente don Leopoldo O'Donnell y apodada por ello la Odónela. Esta le hizo las veces de madre y supo ganarse todo su cariño. Anita se casó, enviudó y marchó a Inglaterra, donde murió de pleuresía por causa del clima dejando un niño de corta edad, cuya educación quedó encomendada a un cuñado de la Odónela, personaje quijotesco de apellido O'Neal.
La influencia de este irlandés estrambótico y medio místico, que había estado a punto de ingresar en los jesuitas, fue crucial en la educación del Niño de Guzmán. 
Emilia Pardo Bazán cree en el destino de las naciones y para ella el de Irlanda es odiar a Inglaterra. Dada la época en que sucede la acción, esto es sinónimo de odio al moderno y zafio capitalismo, apisonador de los nobles y antiguos valores de las naciones: un sentimiento nada extraño en España, por otra parte, en vísperas del desastre del 98. 
En tal situación espiritual, lo lógico sería buscar refugio en las pasadas glorias de la Historia nacional, pero -dice Pardo Bazán- hasta ese consuelo le está vedado a O'Neal, porque... ¡la Historia de Irlanda apenas existe!
Tan desconcertante opinión se comprende mejor al ver que Pardo Bazán lo que está haciendo es extrapolar a Irlanda una polémica apasionada que se había dado en Galicia en los años 60 de su siglo. La existencia de una Historia nacional gallega era uno de los asuntos que se debatieron en los Juegos Florales que cuajaron en el fundacional Álbum de la Caridad y su construcción tarea ardua a que se dedicaban ingenios como Martínez Murguía, el marido de Rosalía Castro, y Benito Vicetto, entre otros.
Muchos escritores y pensadores gallegos encontraron la respuesta a ese vacío histórico, en que veían esfumarse su pasado (y por lo tanto su identidad), en una mítica antigüedad céltica, donde Irlanda y Escocia ocupaban un lugar muy principal: fueron los autores de la llamada cova céltica, encabezados por Murguía, fundamentales en la construcción (¿invención?) de la ideología nacional de Galicia.
Emilia Pardo Bazán idea en esta novela el fenómeno contrario. O'Neal el irlandés busca su tabla de salvación en España. Pero no la España real, sino otra idealizada, imaginaria, edificada a base de lecturas de los románticos y del Romancero Viejo y libros de caballerías (como un nuevo Quijote). La amistad que mantuvo en su juventud con Fernán Caballero y que siempre recuerda con nostalgia no hace sino confirmarlo en sus sueños caballerescos, que son la imagen de España que transmite a su pupilo.
El Cod Campeador, por Philipp Foltz

Es verdad que en Irlanda existía en la época esa visión novelesca de España: alguna poesía de Moore o de Samuel Ferguson (uno de los que redescubrieron los mitos irlandeses como fuente de inspiración poética) lo demuestran. La feria de los discretos, la novela de Baroja que antes citaba, la caricaturiza en un matrimonio de turistas franceses que recorrer Córdoba ávidos de ese pintoresquismo exótico y fantasioso.

Como se puede suponer, el choque del Niño con la realidad, degenerada y decrépita, de España y su sociedad, es cruel y llega a provocarle un serio desequilibrio nervioso. El Niño de Guzmán es el relato de un cruel desengaño, y no es casual que su final atropellado sea un asesinato que, simbólicamente, señala la muerte de un régimen exangües y fantasmal sostenido, como el Caballero Inexistente de Italo Calvino, por fuerza de voluntad.
La justificación científica -rasgo de ironía de la novelista- de los delirios de O'Neal es la misma de que se valían los celtómanos gallegos de finales del XIX: la identidad racial de Irlanda y "ciertas provincias españolas", perceptible en una mutua simpatía, en un sentido de familiaridad inmune al paso del tiempo: "Los celtas ibéricos y los irlandeses no han cesado de sentir que corre por sus venas la misma sangre".
Pardo Bazán continúa bromeando con la ideología celtizante de los regionalistas gallegos: para ellos, la ruina de la nacionalidad gallega vino del contacto con otros pueblos que desvirtuaron su pura esencia céltica, conservada acaso en el santuario de la Galicia más aislada. O'Neal, por el contrario, deplora el aislamiento de Irlanda envidiando una Hispanidad formada por distintas razas fundidas en el crisol de la Historia sin que hayan perdido sus valores propios al unificarse. 
Una y otra visión igualmente fantásticas.  

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