lunes, 4 de noviembre de 2013

Manantiales milagrosos y dramas sutorios

Yo no sé si se representará mucho hoy día o tendrá muchos lectores el teatro de William Rowley, autor inglés de la época llamada jacobea, correspondiente al reinado de Jaime I de Inglaterra, que abarca el final del siglo XVI y el principio del XVII. 
Si no es así, es lástima grande, a juzgar por la tragicomedia que cayó en mis manos el otro día, A Shoemaker a Gentleman, Cada zapatero un hidalgo. Se trata de una obra barroca que transcurre en distintos lugares, mezcla personajes de sangre real y ambientes áulicos con las casas y talleres de los menestrales, cuyo jugoso lenguaje y ambientes cotidianos trata de reproducir con irónico realismo (y en ello está lo más sabroso de la obra);  escenas de comicidad costumbrista y otras de batallas o martirios horrorosos, y todo ello en loor del gremio de los zapateros y de sus patrones San Hugo, San Crispín y San Crispiniano, para cuya festividad es probable que se escribiese.
San Crispín y San Crispiniano de zapateros.
El camino por el que llegó a las tablas la narración en cuestión es largo y merece la pena recorrerlo.
Yo me incorporo a él (no sé si inicia ahí o antes) en la vida de Santa Winefrida que figura en las Lives of Cambro-British Saints y que parece ser anterior al siglo XI.
Las vidas de santas en Gales no son frecuentes; probablemente existieron numerosas en tiempos medievales y se recitarían con ocasión de sus festividades en los centros de su culto; pocas de ellas han atraído tanta atención como para ser puestas por escrito. Las de los santos varones, por el contrario, ligadas a los intereses políticos de las grandes familias y monasterios, han merecido con mayor frecuencia pasar de la oralidad a la literatura libresca. Que el relato de la vida y martirio de esta santa se haya conservado, y en distintas versiones, se explica por la enorme popularidad de su fuente milagrosa y curativa como centro de peregrinaciones.
Ya ha aparecido esta santa en estas entradas al ocuparnos de San Beuno, en cuya vida también se encuentra un resumen de lo más importante de la de Winefrida, que fue su discípula.
Es sabido, por otra parte, que la abundancia de las fuentes curativas dedicadas a santos prolonga un antiguo culto precristiano y una fe y devoción no menor entre los paganos. A éstos los númenes de las fuentes, de las mismas fuentes en bastantes casos, procuraban la salud con idéntica solicitud paternal que a los otros los santos de la Iglesia.
Dice pues la Vida que en tiempos del rey Cadfan de  Gwynedd, es decir el Noroeste de Gales,(en el primer tercio del siglo VII), hubo un noble, de sangre real, llamado Teuyth ap Eylud, padre de una hija única de nombre en galés Gwenfrewi, en latín Winefrida y en inglés Winifred. Su padre, como era natural, deseaba para ella un buen matrimonio, para lo que n0 le faltaban a la muchacha nobleza, prendas ni hacienda; pero cuando le insinuó algo en ese sentido, la doncella declaró que se había consagrado a Cristo y su firme deseo de permanecer casta.
Teuyth, comprensivo, accedió a los deseos de su hija y no contento con ello le proporcionó una esmerada instrucción, tarea que encomendó al sabio y virtuoso monje San Beuno. Para que maestro y discípula estuvieran en permanente comunicación, convidó al santo a mudarse a su casa, cediéndole unos terrenos para levantar en ellos una pequeña iglesia.
Aquellos tiempos primitivos no eran aún los de Eloísa y Abelardo ni Paolo y Francesca, y la educación de Winefrida transcurrió sin amorosos sobresaltos. 
Un domingo, estando Teuyth y su mujer (de la que apenas dice nada la historia) en la iglesia donde esperaban que los alcanzase la pequeña, que se había demorado arreglando la casa y recogiendo agua, sal y lumbre para el culto, apareció de manera imprevista en el domicilio un joven y apuesto cazador, llamado, según se nos dice, Caradoc ap Elauc. Venía exhausto y sediento del ejercicio y pedía la merced de un vaso de agua.
Caza del ciervo. Manuscrito del siglo XIV.
Gentilmente, Winefrida le da de beber y con ingenuidad conmovedora justifica el corto servicio con la disculpa de encontrarse sola en la casa.
La belleza de la muchacha y lo propicio de la ocasión inflaman instantáneamente los deseos del cazador cazado, como si se tratase de unos Calisto y Melibea mil años anteriores a los de la Celestina. Pero con Caradoc no valen retardaciones ni filaterías platerescas:
-No me vengas con esos remilgos; niña de mi alma, trátame como si fuese tu novio. ¿No notas cómo te deseo con todas mis fuerzas?
-Te burlas de mí porque soy una pobre sierva -repuso ella con defensiva modestia retórica-; pero aunque hablases en serio yo ya estoy comprometida con otro.
-Mira: déjate de bobadas y de excusas que están ya muy sobadas. Más en serio no puedo hablar y para que veas estoy dispuesto a hacerte mi mujer.
-Bien, a eso no puedo resistirme: pero no me hagas pasar la vergüenza de estarte desposando con estos trapos de trajinar por casa. Una  ocasión como ésta merece solemnizarse con galas de novia, por lo menos. Déjate que me cambie, verás cómo das por buena la espera. Ahora mismo estoy de vuelta.
-No tardes, que me abraso.
Al cabo de un rato, el impaciente amador, maldiciendo la eterna lentitud e irresolución femeninas a la hora de aviarse, se resuelve a sacar su presa del mismo fondo de su madriguera, así sea de una oreja o de los pelos. Encuentra la alcoba vacía, la ventana abierta; asomándose a ella, ve a la muchacha huir desalada rumbo al convento de San Beuno.
-¿Será posible que me la haya dado con queso esta monicaca?
Furioso, Caradoc se arma, monta a caballo y sale en persecución de Winefrida. Ya la veía pisar el umbral del sagrado refugio cuando le arrojó la lanza (framea) y, por si fuera poco, llegando a ella le rebanó el cuello con tan recio tajo que la cabeza rodó dentro del templo mientras el cuerpo se desplomaba a la puerta.
Beuno, sorprendido por el alboroto, se volvió y acudió desde el altar, donde celebraba la eucaristía.
El caballero, fulminado por la cólera divina, empezó a derretirse como cera al fuego y en un abrir y cerrar de ojos quedó desleído y se lo bebió la tierra.
Beuno salió de la iglesia con la cabeza cercenada en las manos y la ajustó al cuello de Winefrida, que aún sangraba. Allí donde habían estado las manchas de sangre en el suelo, las piedras quedaron rojas, pero una fuente de agua fresquísima comenzó a brotar, y en ella abundante vegetación de ovas que exhalaban un suave perfume. 
Varios elementos aquí nos recuerdan a la leyenda de Santa Noyala (ver Tres fuentes que encierran sangre).
Además, en mitad del hervor del agua, se veían tres hermosos guijarros que subían y bajaban danzarines, como las pelotas (dice la crónica) con que juega un malabarista. Pero una vez una mujer por devoción o curiosidad robó una de ellas y desaparecieron las otras dos. Arrepentida, devolvió la que tenía y al depositarla en la fuente se perdió para siempre igual que las otras dos.
La doncella se levantó reviviendo. Una blanca cicatriz, a manera de gargantilla, recordaba la tragedia.
-¡Esta vez creí que no la contaba!
-¿Qué? ¡Menudo susto!, ¿no?
-Mis días en este mundo no tenían que acabar aún.
-Esto merece alguna recompensa -dijo San Beuno.
-¡Tu boca sea medida! -concedió la doncella resucitada.
-Poca cosa para tan gran beneficio. Cada año, hazme con tus manos un manto.
-¿Cómo haré que te llegue? Porque yo pienso volverme ermitaña.
-Toma, y yo.
 -Y no sabré de ti, ni tú de mí.
-No es difícil. Tú confía el manto a cualquier río, que con eso Dios sabrá ponerlo en mis manos.
Cada año, la noche de San Juan, Winefrida tenía el manto preparado: lo dejaba en una piedra del río y ésta zarpaba corriente abajo y, aunque fuese cruzando el mar, llegaba al lugar de meditación y retiro de Beuno. Aquellos mantos ofrecían una protección inmejorable contra el viento y eran impermeables, por lo que se llamaban Siccus, "Seco". ¡Qué buen nombre sería "Santa Winefrida" para una marca de prendas de abrigo!
Brueghel el Viejo, El misántropo.
San Beuno se fue a Roma y volvió para un sínodo convocado por Winefrida. En él, la santa defendió las excelencias de la vida cenobítica frente a la eremítica y, gracias a la esmerada educación que le había dado su maestro, brilló entre todos los teólogos por su honda doctrina.
Esta primitiva vida se completa con una colección de milagros no muy originales. Encontramos el de la cabra delatora que bala en el estómago del cuatrero que se la ha comido, el de los otros ladrones que mueren en castigo de su fechoría y los consabidos castigos a quienes desprecian el santuario: la señora tirana que queda desfigurada para siempre por levantarle la mano a su criada en el santo recinto, el dueño del campo donde se encontraba la piedra del manto de San Beuno, que le pegó una patada y se quedó cojo; la mujer de este blasfemo, que se bañó por burla en la fuente sagrada y salió de sus aguas estéril de por vida...
Otros tienen más interés. Se dice que la fuente era patriota y que conmemoraba las victorias de los galeses sobre los invasores manando leche durante algunos días. Se decía también que beber de sus aguas confería el don de profecía, lo que no deja de recordar al Pozo de la Sabiduría irlandés, que es el pozo de Nechtan (ver Antigüedad de Dahut), en cuyas aguas vivía el salmón cuyo jugo transmitió a Fionn mac Cumhail su don de visionario.
Cada vez más datos repartidos o repetidos por distintas leyendas me van convenciendo de que existe una conexión entre el mito irlandés de Nechtan y Bóand y varias leyendas hagiográficas de mártires cristianas cuya muerte se relaciona con fuentes ígneas o sangrientas.
Y no olvidemos, de paso, que en la fisiología antigua, la leche y la sangre representan dos fases en la evolución del mismo humor.
La segunda vida medieval de importancia se debe a la pluma de Roberto, prior de Shrewsbury, y se escribió hacia 1140. 
Según ésta, los hechos ocurren en tiempos del rey Eliud. Vemos allí a San Beuno que, impulsado por una misteriosa vocación divina, se acerca a visitar al noble Teuith. Como todo está ordenado por la Providencia, una gran amistad surge entre ambos y Teuith cede a Beuno unos terrenos donde construir su iglesia, mudándose él mismo a estancias desde donde puede tenerla constantemente ante los ojos. No contento con eso, eran constantes sus visitas al nuevo templo, y no sólo a las horas de culto, sino en cualquier momento del día o de la noche.
En la fatal ocasión en que el malvado Caradoc se coló en casa de Teuith, Winefrida estaba junto a la lumbre, enferma, mientras el resto de la familia asistía a la misa. 
Caradoc actúa más por la indignación de verse burlado por su víctima que por el acicate de la concupiscencia cuando persigue y decapita a la doncella. 
Cacería de una mujer. Botticcelli, Nastagio degli Onesti.
La narración elimina incoherencias como la doble muerte a lanza y espada y añade, en cambio, detalles de un realismo plástico: al salir Beuno de la iglesia, encuentra al asesino limpiando tranquilamente la espada con puñados de hierba verde. Tras volver a colocar la cabeza de la muchacha, la cubre con el manto -estaba dentro del templo- y le sopla en la nariz insuflándole la vida. 
Winefrida, apenas resucitada, el primer gesto que tiene es pasarse la mano por la frente para limpiarse el sudor de la carrera y el polvo (recordemos que la cabeza ha venido rodando por el suelo desde la puerta de la iglesia). 
La doncella, que se llamaba Brewi, conservó de aquellos trágicos sucesos una cicatriz blanca en el cuello; por eso desde entonces se le llamó la Blanca Brewi, Gwenfrewi o Winefrida en latín.
Winefrida se hace monja y el manto que cada año le envía de regalo a su salvador lo manda el uno de mayo. Tanto esta fecha, que es la antigua celebración céltica de Beltine, como San Juan, son fiestas ígneas y solares. Anualmente, las olas del mar dejaban en la playa el manto del buen monje, que desde entonces recibió el apodo de Bueno Casalsec (que es buen britano aunque parezca catalán), Capote Seco, porque a pesar de su largo viaje marino la prenda llegaba a la arena sin haber empapado una sola gota de agua.
Tiempo después, Winefrida recibió una orden del Cielo:
-Tienes que ir a Bodfari a hablar con San Deifer.
-Obedezco.
Llegado que hubo, se presentó al santo.
-Vengo a hablar contigo por mandato de Dios.
-Ya sé quién eres. El recado que tengo para ti de las alturas es que vayas a Henllan, donde está San Saturno, y hables con él.
-Obedezco.
Y a Henllan que se fue.
-Tú debes de ser -le dijo San Saturno- la virgen Winefrida.
-Así es.
-Tengo un recado de Dios para ti, y es que vayas adonde hay un grupo de monjas viviendo con Santa Teonia, que es mi madre.
-Obedezco -dijo Winefrida.
Aquella vez ya no la enviaron a ninguna otra parte y se quedó con aquellas religiosas, a cuya cabeza sucedió a Teonia. Fue un ejemplo de vida virtuosa y ascética y venían las gentes desde lejos a verla por la fama de los favores que recibía del Cielo y milagros obrados por su intercesión.
Antes de su muerte, fue avisada de su cercano tránsito. Enfermó de disentería, con tremendos dolores de barriga, y al cabo de unos días entregó el alma a Dios.
La festividad Santa Winefrida se celebra el 3 de noviembre.
El siguiente avatar que conozco de la leyenda se encuentra mucho después, en la obra de Thomas Deloney The Gentle Craft, colección de novelitas que tienen en común su relación con el oficio de la zapatería. Deloney, autor de finales del siglo XVI, dedicó otra de sus obras a los tejedores y una tercera a los sastres. Posiblemente buscaba el público de los distintos gremios.
En esta obra, pues, encontramos al noble Sir Hugh enamorado hasta los tuétanos de la no menos noble Winifred, que le paga su pasión con los más fríos desdenes. 
-Eres tan bienvenido -le decía- como lo es la tempestad para el marinero.
Sir Hugh, sin embargo, lejos de acobardarse, se enardece con tan desabridas respuestas confiado en el tópico de que la mujer, cuanto más aparenta rechazar unos amores, más los ansía en el fondo de su corazón. Y porfía y porfía dando batería a la bella desdeñosa.
Por no oírlo, ésta acaba arrancándole una tregua de tres meses, al término de la cual promete darle una respuesta definitiva. 
Con este aplazamiento, la doncella se retira a vivir junto a un arroyo, convirtiéndose casi en una ninfa de sus aguas (con Narciso, para ser más exactos, la compara el novelista). Y olvidada del mundo y del plazo que avanza inexorable, al cabo del trimestre se ve sorprendida por la llegada de un Sir Hugh lleno de rozagantes esperanzas.
El desengaño no puede ser más cruel y el despechado amante, aborreciendo por culpa de Winifred a todo el género femenino, sale huyendo vestido a manera de melancólico en pos de una tierra "donde no se críe tan corrupto ganado".
Elección absurda y propia del orate que está hecho, Sir Hugh opta por París. No tarda en darse cuenta de que no es ésa la ciudad que le conviene, y con igualmente inconcebible falta de tino, se encamina a Venecia. Allí le va aún peor y acaba por temer que las venecianas lo desplumen aunque tengan que deshacerse de él para lograrlo. 


Jan Sanders Van Hermessen, Escena de lupanar.
Conclusión: "todo el mundo está infestado de esas engañosas sirenas", así que de perdidos al río; mejor volver a Britania.
En la travesía estalla la inevitable tempestad marina, despertando en el enamorado extrañas fantasías que serían, sin duda, de interés psicoanalítico (y podrían guardar relación con el miedo a la mujer característico de Sir Hugh):
-¡Oh si la nave se hundiera y me comieran los peces, fueran ellos pescados y acabasen en la mesa de Winefrida, haciéndome yo de esa manera carne de su carne y sangre de su sangre!
Pero no tiene Sir Hugh tan venturosa fortuna sino que naufraga en una isla poblada de espantosos cíclopes. 
Como en una película de monstruos prehistóricos (nada nuevo bajo el sol) asiste agazapado al combate titánico entre un dragón y un elefante, que acaba con la muerte de ambos contendientes, y un segundo bondadoso paquidermo lo salva de perecer y lo guía a la playa.
Al final, arruinado, logra regresar a Britania donde decide ganarse la vida de zapatero.
No tarda en llegarle la noticia de la prisión y condena de Winefrida, capturada por su fe cristiana; y en aras de su amor decide sacrificarse y compartir la suerte de su adorada. Conmovida, la doncella acepta finalmente el amor, espiritual, de Sir Hugh, y le da cita en el Paraíso.
El malvado tirano idólatra condena a la doncella a morir desangrada junto a su querida fuente (recordemos el papel de la sangre en estas leyendas: la sangre es, como el vino que a menudo la simboliza, mixta de agua y fuego).
El suplicio destinado a Sir Hugh es beber la sangre de su amada, recogida en un lebrillo y mezclada con veneno. 
Ya se ve que la asimilación oral de un amado por otro no deja de aparecer en esta leyenda, ni se pueden olvidar la sangre envenenada de las lanzas infalibles de la mitología irlandesa, como la de Lugh o la de Celtchar ni las connotaciones de renovación e inmortalidad unidas a ella y que desembocan en la lanza sangrienta del Castillo del Graal (ver Caldero, sangre y lanza y El hijo del salmón) con su posterior simbolismo eucarístico. 
Sir Hugh degusta la sangre envenenada como un licor delicioso y su cadáver es colgado para pasto de las aves carroñeras. 
Un episodio que encuentra su paralelo en la leyenda galesa de Lleu (otro ilustre zapatero), que permanecía años y años pudriéndose y descarnándose en la copa de un árbol. 
Los huesos de Sir Hugh, ya santo, serán sustraídos por el gremio de los zapateros que fabricarán con ellos las herramientas de su oficio.
Vienen en este punto algunas curiosas recetas mágicas: la mezcla de sesos de comadreja con el cuajo para preservar de los ratones el queso (que preparan las mujeres), noticia que ya aparece en la Historia natural de Plinio, la aplicación de la lengua de rana para hacer confesar la verdad al que duerme, creencia que al parecer se encuentra ya en el antiguo Egipto y que Paul Sébillot atestigua en el Renacimiento francés; el poner la hierba artemisa en los zapatos para prevenir el cansancio; la siempreviva contra el rayo y la pimpinela contra  los maleficios.
La segunda novela del libro transcurre en tiempos del emperador Maximino (Hércules, sin duda), al que encontramos tramando esclavizar o desterrar a todos los britanos para reemplazarlos por colonos romanos. A la vez, se trata de desencadenar una feroz persecución religiosa que extermine o ponga en fuga a la mayoría.
Un plan que, por cierto, no tardarían en intentar aplicar de verdad los ingleses en Irlanda. Pero eso es harina de otro costal.
La cristiana reina de Logria (El antiguo reino de Arturo, que, explica Deloney, es Kent), ante tal amenaza, dispone que sus dos hijos, Crispín y Crispiano, se escondan haciéndose pasar por zapateros. Así lo hacen, entrando de aprendices en un taller, y gracias a su habilidad y buena índole consiguen hacerse proveedores de la real casa.
Taller de zapateros. Grabado del siglo XVI.
Crispín y Crispiniano, patrones de los zapateros, han sido reconocidos desde hace ya tiempo por Bernard Sergent como herederos cristianizados del dios Lug.
A pesar de su relativa suerte, los dos hermanos tienen el dolor de presenciar impotentes cómo los esbirros del emperador se llevan presa a su madre por causa de su fe.
Mientras Crispiano es reclutado para el ejército, Crispín y la princesa Úrsula se enamoran. El príncipe zapatero le confiesa su verdadera condición y como resultado de sus amores la princesa queda encinta.
Desesperado, Crispín pide auxilio a su maestro, revelándole para ello su oculto origen. La mujer del maestro zapatero urde un plan: Crispín y Úrsula deben casarse en secreto, sobornando a un fraile ciego que no pueda reconocerlos; después, un compinche distraerá a la guardia de palacio con un incendio para que el marido pueda poner a su mujer en cobro, ocultándola en el hogar de los zapateros.
Entre tanto, Crispiano, que ha combatido valientemente en Galia contra Ifícrates, rey de los persas, regresa con honores de héroe. Se da a conocer como quien es y se le concede en recompensa la libertad de su madre. Úrsula hace su aparición con su recién nacido en brazos y el rey, que de primeras rechazaba con desprecio e ira al hijo del zapatero ("Hence with the elfe!" "¡Fuera de mi vista este monstruito!"), lo acoge cariñoso al reconocer en Crispín al segundo príncipe destronado.
No existe relación argumental entre los dos relatos, fuera del patronazgo de sus protagonistas sobre la zapatería. Por cierto, ese San Hugo patrón de los zapateros ingleses, que no es San Hugo de Lincoln, no lo ha reconocido nunca Roma ni se sabe qué santo sea.
Llegamos así, tras largo rodeo, a nuestro punto de partida, la obra de Rowley, que intentará aunar ambas novelitas de Deloney en una sola acción.
Al inicio de ésta, Maximino y Diocleciano están a punto de derrotar al rey de los britanos, Allured, que llega de la batalla moribundo. La reina insta a sus hijos Elred y Offa a cambiar de nombre y esconderse -serán Crispín y Crispiano- mientras ella se queda fiel junto a su marido hasta el fin.
Los romanos se apoderan de ella, ya viuda, y le prometen, muy divertidos y harto sádicos, un amargo  destino: ser entregada al capricho de los carceleros que, tras larga prisión y cuando se aburran de ella, acabarán siendo sus verdugos. Camino de su encierro y servidumbre, hace alto con sus guardianes en la zapatería donde Elred y Offa se han asentado como aprendices. Madre e hijos se reconocen sin podérselo demostrar. 
Mientras ocurren estos trágicos acontecimientos, la princesa Winefrida hace vida retirada y casta junto a su fuente, brotada de modo milagroso y entre armonías de música celestial. Son sus aguas benéficas y curativas para el que tiene fe, y por el contrario dañinas y mortales para el que se burla de ellas, según cuenta un ángel que surge del manantial volando, por si no fuese bastante que el pozo "proclamase sus propias virtudes con un burbujeante murmullo".
El único sufrimiento de Winefrida es la tenacidad de su enamorado Sir Hugh, que no la deja ni a sol ni a sombra con sus constantes requerimientos amorosos. Ella no lo aborrece, pero no puede darle su cariño porque lo ha consagrado a Dios.
La fama de la santa doncella llega hasta los romanos, que deciden acabar con el mal ejemplo de "esa virgen supersticiosa que con sus devociones de bruja obra milagros". Los sayones enviados a prenderla se mofan de la fuente sagrada y reciben su castigo: uno de ellos pierde la vista, y aunque la compasiva Winefrida se la restituye, desagradecidos la conducen ante los jueces que, por bruja, la condenan a la hoguera.
Desesperado, Sir Hugh abandona los oropeles del siglo y decide comenzar una nueva vida como zapatero él también.
En la ciudad, gracias a su simpatía y humildad, los príncipes se hacen querer de todos, y muy en especial Crispín de la princesa romana Leonice, muchacha de buen natural pero mimada y caprichosa, sabia en toda clase de artes adivinatorias. 
Mientras Crispiano es reclutado para la guerra que Diocleciano mantiene con los bárbaros en Galia, Crispín, emboscado por amor, permanece en Britania.
En efecto, la obligada familiaridad con el zapatero que le toma las medidas y charla con ella mientras le ajusta los zapatos había abierto paso en el corazón de Leonice a una pasión verdaderamente abrasadora. ¡Oh envidiable oficio el de zapatero!, dice el dramaturgo: ¡tener los delicados pies de las mujeres entre las manos, andar metiéndolas bajo las faldas, con libertad de mirar y de palpar las medias, la molla redondeada de las pantorrillas, las ligas y a lo mejor incluso hasta más arriba! 
El desenlace de la obra coincide con lo narrado por Deloney, sólo que aquí el martirio de la reina y Winefrida se ejecutan el mismo día. Winefrida, por su nobleza, no es quemada sino desangrada y Sir Hugh, que por amor de ella se convierte al cristianismo, amén de envenenado con su sangre es martirizado con el desuello, género de muerte, como señala Bernard Sergent, que conviene a personajes del ámbito del dios Lug, y que recibieron Crispín y Crispiniano.
Aert van den Bossche, Martirio de San Crispín y San Crispiniano,
Este último detalle, que difiere de la novela de Deloney, sugiere que Rowley se inspiró, aparte de ella, en la leyenda viva en la tradición gremial de los zapateros. Uno imagina que también pertenecería a ella esa jactancia con que los personajes alardean de las libertades que pueden tomarse con las piernas femeninas. ¡Al fin y al cabo el apodo del dios Lug era Manolarga!
La vitalidad de la leyenda queda, me parece, demostrada en otra obra de la época de Isabel I,  The Shoemaker's Holiday, La feria del zapatero, de Thomas Dekker. De esta comedia, estimada (como la de Rowley) fundamentalmente por su comicidad costumbrista, están ausentes casi por completo la temática religiosa y las truculencias trágicas de batallas y martirios, pero permanecen los principales elementos estructurales de la narración.
Son aquí protagonistas Rowland Lacy y Rose Oateley, dos jóvenes enamorados a cuyo matrimonio se oponen sus familias. Rowland ha pasado algún tiempo en el extranjero, donde, aunque de noble sangre, arruinado, se ha visto obligado a aprender el oficio de zapatero.
Para evitar que los jóvenes se unan, el tío de Rowland envía a su sobrino a Francia como soldado mientras que el padre de Rose la retiene en una retirada casa de campo, lugar ameno que evoca lejanamente a la ermita de Winefrida con su fuente.
Pero burlando estos propósitos, Rowland se queda camuflado en Londres, donde entra al servicio de un acomodado zapatero haciéndose pasar por un holandés del mismo gremio. Su plan es raptar a Rose con la complicidad de Sybil, la criada, y en él contará siempre con la ayuda de sus amos, un simpático matrimonio de bondadosos y sanos burgueses.
Entre tanto, unos elegantes cazadores irrumpen en persecución de una cierva en el parque donde se encuentra Rose. Uno de ellos, Hammon, se declara cazado a su vez por los encantos de Rose y la requiere de amores, pero ella se lo quita de encima declarándole que ha consagrado su virginidad a Cristo.
Todo esto recuerda vivamente a la leyenda de Santa Winefrida.
Hammon desiste pues y decide consolarse poniéndole los puntos a Jane, una mujer que vende ropa en una tienda de Londres. Ella lo rechaza advirtiéndole que es casada y tiene a su marido, el zapatero Ralph, de soldado en Francia. El malvado Hammon la engaña entonces, haciéndole creer que Ralph ha muerto en la guerra y ofreciéndosele como marido, a lo que ella acaba por ceder. Pero Ralph ha regresado de la guerra, mutilado, y está ejerciendo su oficio en Londres mientras busca a su mujer sin poderla encontrar. Un buen día un propio le lleva un zapato de mujer para que según él haga otro par, de boda. Ralph reconoce inmediatamente un zapato que él hizo, con todo amor, para Jane, y se propone encontrarla e impedir su casamiento, si es que realmente está proyectado.
Es el motivo del reconocimiento por el zapato, motivo fundamental del cuento de la Cenicienta, leyenda antiquísima extensamente estudiada en sus ramificaciones por Carlo Ginzburg (ver En el país de los tuertos el cojo es el rey). Y es lo cierto que a lo largo de todos estos avatares, siempre encontramos la imagen del príncipe arrodillado ante la amada, probándole el zapato, como en el cuento... Aunque aquí es el príncipe el que aparece decaído de su rango merecido. Motivo edípico del que se siente desposeído de lo que le pertenece por la fuerza de un rival tiránico.
Como en un efecto de espejos, Rowland, bajo su disfraz, está a su vez probando unos zapatos a Rose en presencia del padre de la muchacha, que ni lo reconoce ni se entera del juego y discreteo amoroso de la pareja a cuenta de la prueba, el cual es preludio del rapto.
Ya advirtió Freud que todo el cuento de la Cenicienta mira al reino de la Muerte (ver Teilo el peregrino), y el disfraz, que es otro aspecto de la invisibilidad, apunta en el mismo sentido.
Descubierto el ardid, un criado confiesa bajo presión en qué iglesia esperan casarse en secreto los enamorados y los padres se apresuran a estorbar el intento.
Para su desgracia, el criado delator estaba en el ajo y mientras la pareja se está casando, los envía adonde debían hacerlo Hammon y Jane.
Este otro matrimonio tampoco tiene lugar, por la irrupción de Ralph a la cabeza de un grupo de zapateros armados. Jane se lanza en brazos de su marido redivivo y el cobarde Hammon, fracasado el vil intento de comprársela por dinero, levanta vergonzosamente el campo. 
Mutilados de guerra. Grabado de Jacques Callot 
Es entonces cuando aparecen los parientes de Rose y Rowland, que toman, cómicamente, a una pareja por otra, ya que Ralph y Jane van enmascarados (¡de nuevo el disfraz!).
La obra termina con el perdón real de Rowland, acusado de deserción, cuando el rey se muestra comprensivo ante la violencia tiránica del amor.
Un último detalle: Simon Eyre, el maestro zapatero que emplea al falso holandés Rowland, tiene un juramento favorito: "¡Por el señor de Ludgate!". No se sabe quién fuese el señor en cuestión. Ludgate era una de las puertas de Londres y según Geoffroy de Monmouth su nombre se debe al rey Lud, que la edificó. Esta etimología es casi con seguridad falsa: es lo de menos. El rey Lud es el Lludd de la leyenda galesa, fundador mítico de Londres y conocido también como Nudd (parece que el cambio de la n- por ll- se debió al efecto aliterativo de su frecuente apelación Nudd Llaw Ereint, Nudd Mano de Plata). Lludd Llaw Ereint es el equivalente galés del Nuadu Argatlám irlandés, rey de los Tuatha Dé Danann que fue sustituido por Lugh al quedar manco, y probablemente idéntico al Nuadu Necht y al Nechtán marido de la diosa fluvial Bóand (y tocayo del Neptuno romano). Todo ello nos devuelve al terreno de la antigua deidad del fuego acuático y su mujer desdichada (ver Antigüedad de Dahut, Tres fuentes que encierran sangre), el ciclo de la mártir decapitada el el manantial.

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