sábado, 20 de febrero de 2016

Los peligros de fisgar. Más santos y dioses en Austin Clarke.

Como suele ocurrir en el mundo fantástico de Austin Clarke, en The singing-men at Cashel lo maravilloso cristiano aparece inextricablemente unido a lo pagano. Esto da la sensación de una continuidad en lo religioso irlandés a la que poco afectó la arrolladora llegada del cristianismo.
Yo supongo que esta revelación de la esencial identidad de toda la experiencia religiosa fue una de las causas de la censura que sufrió la obra de Clarke en su país. Aparte de la alegría pagana de vivir que rebosan algunas páginas del libro, como el comienzo en que un joven clérigo giróvago, un tanto agoliardado, traba conversación con unas alegres, desenfadadas y frescachonas lavanderas que están charlando y jugando entregadas a su tarea y chapoteando medio desnudas como ninfas del río.
Francisco Pradilla, Las lavanderas.
No es casual que la narración se abra con el encuentro de tan importantes personajes. El encuentro con las lavanderas, que ocupan en el folclore un lugar tan relevante como enviadas del otro mundo, como inquietantes conocedoras de secretos y profetisas, adquiere aquí una jovialidad, una claridad diáfana que contrasta con las sombras y luces temblorosas, apagadas, de los interiores palaciegos y monásticos. La naturaleza cósmica en todo su esplendor, oponiendo su risueña inocencia al  mundo cerrado y enfermo de temores de los clérigos y de la corte.
Es curiosa esta aparición matinal y vitalista de las lavanderas, deidades nocturnas y bastante pavorosas en los cuentos medievales irlandeses y en el folclore actual.
La reina Gormlai, con toda su devoción y su erudición en las letras sagradas, es incapaz de deshacerse de los antiguos dioses, puesto que no se trata de antiguos mitos y leyendas que puedan trocarse por otras creencias nuevas, sino de realidades vivas y tangibles, en un mundo donde lo delirante y lo real se confunden indiscerniblemente (es decir, el nuestro).
Infierno. Hieronymus Bosch, El Bosco,
El jardín de las Delicias (detalle)
Y así, cuando huye del pavor y de la huida de su marido, el santo y casto Cormac, creyendo haberla provocado con la pecaminosa exhibición de su cuerpo, se encuentra en un espacio de pesadilla, donde entre peñascales desnudos unas sombras vagabundas caminan portando lámparas de mortecina luz, y una enorme comitiva de fugitivos va huyendo sin rumbo fijo, como si escapase de alguna gran calamidad, guerra o pestilencia.
Llega después a un segundo lugar donde montes y prados brillan con luz propia como gemas y salen a su encuentro unos personajes semejantes a alhajas vivas, de la más arrebatadora belleza y que danzan graciosamente, envueltos en lo que Gormlai toma al principio por exquisitos ropajes y luego comprende que es su gloriosa desnudez, que irradia amorosa hermosura. Otros aparecen después, niños juguetones y saltarines.
Arthur Bowen Davies, Campos Elíseos
La primera idea que se le ocurre a la reina es la de que se trata de bienaventurados, santos del Paraíso, y que va a ser juzgada por su pecado de querer desentrañar los misterios del sexo, rebelándose así contra su condición de mujer. 
Pero tanto ella como el lector tienen suficiente familiaridad con el mundo imaginario del Renacimiento Céltico para darse cuenta en seguida de que aquellos parajes se asemejan demasiado al síd, el trasmundo de los antiguos dioses, donde habitan los Tuatha Dé Danann.
La confirmación la proporciona la aparición del dios Lugh, fugaz y deslumbrante como un relámpago, que despierta a la reina de su extraño sueño.
Sin embargo, el despertar no le borra el escrupuloso sentimiento de culpabilidad ni la onírica y bochornosa sensación de desnudez. 
Lo pagano y lo cristiano, para Gormlai, no forman dos mundos distintos: son uno solo poblado por el recuerdo de los antiguos santos y la presencia de los dioses más antiguos aún. 
No es invención del novelista; es la coexistencia que retratan también El crepúsculo celta de Yeats y las narraciones recogidas por los folcloristas. Para sus narradores, gente del pueblo, gente sencilla -labriegos, tenderos, artesanos-, no había más que un mundo, y a él pertenecían con igual concreción y realidad los reyes de Inglaterra y la reina Medb, que venció inútilmente a los del Ulster en la guerra de los Toros de Cualann.
Por eso, cuando, aún casada con Cerball, la reina va huyendo con Niall, que será su tercer marido, y llega a un lugar donde el tiempo parece detenido y la claridad lunar tan transparente que ha convertido al paisaje en una imagen de sí misma, azotado por el viento y alumbrado acá y allá por el resplandor feérico de los hogares, no se da cuenta de que lo que contempla es ciudad monacal de santa Brígida, antaño gobernada milagrosamente por la santa abadesa, cuyos pensamientos protectores montaban guardia defendiendo el territorio, sombras vigilantes cuyo aspecto paralizaba a los atacantes, a los intrusos. 
Probable representación galorromana del
dios Lugu, el irlandés Lugh.
No en vano los edificios se acurrucaban al amparo de un bosque circular, antaño venerado por los druidas -un lubre o luco, como diría el romántico historiador Benito Vicetto- y ni un palmo de aquellos terrenos carecía de un poeta que lo hubiese celebrado, porque, como predicaban los antiguos sabios, la materia es no menos sagrada que el espíritu y el paisaje de la tierra no es más que el aspecto sensible de otras regiones imperecederas (parafraseo ideas de Clarke). 
Es cierto, o por lo menos es opinión general, que tras la santa Brígida de Kildare se oculta una antigua diosa de los celtas, diosa de la luz y del fuego, y que por eso, como las vestales de Roma, consagradas a otra diosa de la lumbre, sus monjas mantenían perennemente encendida una pequeña hoguera sagrada.
Se dice que fueron las tropas de Cromwell en su invasión de Irlanda las que extinguieron el fuego.
Entre los parientes de santa Brígida, según dice Mervyn Archdall, que lo toma del Martirologio de Donegal, en su Monasticon Hibernicum, estaba san Mobhí, apodado Cláraineach, que quiere decir Caratabla.
Este mote se debía a que tenía la cara completamente plana, sin ojos, orejas ni nariz. Se dice que san Mobhí era discípulo de San Columba o Colum Cille y que quedó desfigurado en castigo de haber querido fisgar por el ojo de la cerradura el origen de la misteriosa luz sobrenatural que cada noche brillaba en la celda del santo. Así lo cuenta Adamnán en su Vita Columbae. ¡El que acecha por agujero ve su duelo! (Una buena amiga, hablando de refranes, me señalaba no hace mucho este que con alguna variación traía ya en su colección Mosén Pedro Vallés en 1549 y que ella usa corrientemente).
Pero lo más cierto es que Mobhí no fue discípulo sino maestro y que fue Colum Cille, de joven, el que estuvo estudiando con él en Glas Naoidhen (Glasnevin) hasta el año 544, cuando una pestilencia dispersó a toda la escuela y acabó con la vida del profesor santo.
El Martirologio de Oéngus ofrece otra explicación de la deformidad de Mobhí, y es que fue engendrado en una mujer muerta (hija, por cierto, de san Finbarr) y el peso de la tierra le aplastó el rostro. 
Con tan extraordinario nacimiento, no es de extrañar que a Mobhí se le invocase para obtener la fecundidad y para que ayudase a las mujeres en los partos. 
Según se lee en la novela, había una fuente sagrada de san Mobhí (sigue habiéndola, por cierto). A ella, como a la de san Fechin que desempeña tan importante papel en la otra novela de Clarke El sol baila por Pascua (ver Dioses, ángeles, genios y santos) acudían las mujeres en pos de la fertilidad y de un feliz alumbramiento. El ritual consistía en dar siete vueltas al pozo en sentido contrario al del sol rezando determinadas oraciones; en una ofrenda de alfileres y monedas y en atar a un espino junto al pozo un jirón de una camisa o enagua que se hubiese llevado durante quince días seguidos sobre la piel. Una anciana sentada junto a la fuente recogía los donativos. Estas operaciones habían de repetirse durante tres días seguidos en tres meses consecutivos.
Gormlai, durante otro de sus alucinantes viajes, recibe la recomendación de visitar el pozo sagrado para tener descendencia. Quien así le aconseja es una anciana de repugnante aspecto y de gigantescas manos, de aspecto cambiante, ante la cual la reina siente una mezcla de horror y sumiso respeto, como ante un juez que le pide cuentas de su virginidad y de su posible embarazo. 
Gormlai se la encuentra en cuclillas junto a la lumbre. Por su aspecto, como de antiguo tocón o cacarañada escoria, parece salida de los reinos subterráneos y recuerda a las brujas de las leyendas de tiempos heroicos y paganos. De los tiempos, dice ella misma, anteriores al Cáin Adamnáin, la ley de san Adamnán, cuando las mujeres guerreaban, como Scáthach, la maestra del héroe Cú Chulainn.
Esta a la que llama Cailleach, "Vieja", lo es tanto que recuerda la llegada de los primeros vikingos, de las grandes epidemias cuando las gentes aterrorizadas volvían a buscar el amparo de los antiguos dioses, y, en suma, de todas las generaciones de Irlanda.
Es la Bean Glún o Partera (así con mayúscula), símbolo de la fecundidad de la tierra de Irlanda, de cuyo gran zurrón han salido todos los irlandeses y cuyo inmenso poder proviene de su conocimiento de los misterios de la Caída, es decir del pecado y del mal, que para Gormlai, no lo olvidemos, se identifica con la feminidad. No en vano, como luego sabrá el lector, esta Partera es una enviada del demonio tentador Jafer Niger.
Bean Glún: la partera arrodillada. Grabado de
Giulio Bonasone.

Foto de Wellcome Images tomada de Wikimedia Commons.
Bean glún es una de las maneras de decir "partera" en irlandés y significa literalmente "mujer de rodillas". Una posible explicación de esto es que las comadronas se arrodillaban para ayudar a las parturientas sentadas; en partes de la Escocia gaélica era corriente, según leo, que las mujeres pariesen con una rodilla en tierra y el uso pudo venir de Irlanda.
Pero  glúin, "rodilla", también significa "generación". Parece raro a primera vista, pero también decimos en castellano cuando alguien es de una muy antigua familia que "viene de la rodilla del Cid". Y, de hecho, el celtista Sterckx señala que esta coincidencia se da en muchas lenguas, empezando por el latín, donde la rodilla se dice genu y engendrar generare.
Pero si la figura arquetípica de la partera tiene su lado sombrío, no puede faltarle el luminoso, y aquí tropezamos de nuevo con santa Brígida. Es tradición en Irlanda, Escocia, Gales y Bretaña que santa Brígida, de muy joven, fue la partera que ayudó a la Virgen María en el nacimiento de Jesús. 
Esta creencia, muy extendida, no está, que yo recuerde, en la Vida de santa Brígida por Cogitosus ni en ninguna de sus tempranas biografías.
Natividad, Maestro de Spitz. A la izquierda de
María, santa Brígida, manca, y un ángel azul que
le trae su par de flamantes manitas.
Unos dicen que los ángeles la trasladaron hasta Belén en volandas o en un cesto; otros que estaba trabajando de moza en una de las ventas donde se negaron a dar posada a la santa pareja. Ya acostumbraban a emigrar los irlandeses entonces, al parecer, porque también irlandés era Mug Ruith, el verdugo de san Juan Bautista.
La leyenda asegura que santa Bígida no tenía manos, grave defecto para aquel trascendental cometido, pero todo fue de maravilla (como sabemos) y a la santita le salieron las manos después por decreto divino.
Santa Brígida y la Virgen. Detalle
 ampliado.

Por eso santa Brígida es la santa a la que se encomiendan las mujeres en el trance del parto. 
Esta tradición choca, sin embargo, con la de los evangelios apócrifos, donde san José trajo dos comadronas al portal pero llegaron tarde, cuando ya había nacido el niño. Y era tan intensa la luz sobrenatural que iluminaba el lugar que no se atrevían a entrar. Una de ellas, Zelomí, comprendió al primer vistazo lo que había pasado:
-¡Válgame Dios! ¡Esta mujer no ha echado una gota de sangre y se ha quedado tan virgen como la parió su madre! ¡Están más frescos que una lechuga los dos!... ¡Míralos: tan campantes!
-Eso no me lo creo yo ni... ¡vamos! -dijo la otra, Salomé- Aquí tengo yo que sacar el intríngulis de esto...
La curiosidad mató al gato.
Salomé la partera, manca.
Trono de Maximiano, siglo VI.
Y alargó la mano para cerciorarse al tacto. Pero apenas había rozado a María cuando empezó a bailar de dolor. El brazo se le había quedado seco y colgaba inútil.
Otra víctima de la negra curiosidad: "el que acecha por agujero..."
Santa Brígida, volviendo a ella, no solo estuvo asistiendo a María como partera, sino que se quedó ayudando a la familia (sagrada) y fue ella quien acompañó a la Virgen al templo para su purificación.  
Y es que aquel día hacía mucho viento, y como Brígida mandaba mucho en el fuego, las velas no se le apagaban por más fuerte que soplase.
Presentación de Jesús en el Templo, Maestro de la
Adoración de los Magos del Prado.
¿Será santa Brígida una de las dos doncellas de extraña
mirada?
Así que la fiesta de santa Brígida, que es el primero de febrero, cae junto a la Candelaria, que es la Purificación de la Virgen. Y casualmente se celebra el mismo día que la fiesta precristiana de imbolc, celebración de la fecundidad de la Naturaleza: los antiguos irlandeses percibían, con o sin razón, una relación entre la palabra imbolc, la preñez (bolg, "vientre") y la leche (melg) de las ovejas.
Santa Brígida y la Ban Glún de Clarke vienen pues a constituir la cara y la cruz de un aspecto esencial de la feminidad y sus misterios, objeto de obsesiva inquisición para la reina Gormlai. Una más que padeció lo suyo por culpa de la curiosidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario