jueves, 16 de febrero de 2012

Las asechanzas de Japher Niger

La leyenda de Santa Juliana de Nicomedia es una de las que más popularidad gozaron durante la Edad Media, sin duda a causa del enfrentamiento entre la mártir y el Demonio, que acaba vencido en una escena de títeres de cachiporra.
Johannes Hesselius, teólogo flamenco del siglo XVI, ya se reía entonces de ese pobre diablo en su Censura de quibusdam sanctorum historiis. Y en las representaciones de la santa suele aparecer el tentador retratado con rasgos caricaturescos y ridículos, más que aterradores.
Reliquias de Santa Juliana se veneran en varias ciudades: Santillana del Mar (que le debe su nombre), Nápoles, Sacavem en Portugal (en el convento de las clarisas), Val Saint Germain (Essone, Francia) y Bruselas (en la iglesia del Sablon): éstas tres dicen poseer la cabeza de la santa.
Juliana no era nombre nada raro y el 16 de Febrero las Acta sanctorum traen otras dos aparte de la de Nicomedia. La Santa Juliana de Cumas (de la que hace mención san Gregorio Magno), origen de la popularidad del culto a Juliana en la región de Nápoles, se ha discutido mucho si era la misma de Nicomedia u otra. De manera que los restos podrían pertenecer a distintas mártires tocayas.
En todo caso, la leyenda es antigua y aparece ya en Usuardo (s. IX) y en el Santoral de Óengus:
Dond óig Iulianae
Án n-ainm nél co himbel,
Le sceith scél a annaig
Demon damair indel.

Para la virgen Juliana,
Ilustre su nombre, de las nubes hasta el linde,
Cuando vomitó el cuento de sus fechorías
El demonio sujeto al yugo.

Se trata de una estrofa enrevesada y que precisó de glosas porque ya en la Edad Media se comprendía mal.
Las actas antiguas de Santa Juliana dicen que sufrió martirio en tiempos de Maximiano Hércules, el que compartió el imperio con Diocleciano y fue suegro de Constantino.

Maximiano Hércules
Cuando su padre se dispuso a casarla con su prometido Eleusio, ella, para librarse, dijo que no aspiraba a menos que a un prefecto para marido. Sin duda no contaba con que Eleusio, corrompiendo a quien fuese, iba a conseguir la prefectura. Juliana le puso entonces una segunda condición: que se hiciese cristiano, condición inaceptable en tiempos de persecución como aquéllos.
Como la desposada no se dejaba ablandar por presiones ni por golpes, el prefecto recurrió a métodos más recios: la encarceló y comenzó a darle tormento.
En su prisión, entonces, fue cuando se le apareció a Juliana un ángel ordenándole que cediese y salvase la vida. A punto estaba de hacerle caso cuando una voz celestial la puso en guardia aconsejándole que agarrase al ángel y le hiciese confesar. Ella lo hizo así.
Según Óengus (detalle que no hemos visto en otra parte) lo sujetó sin necesitar más atadura que un solo cabello. Claro que si, como dice San Juan de la Cruz, basta un cabello del pescuezo para atar a Dios, con más razón se podrá amarrar con él a un diablejo.
Otras veces es a ella a quien vemos cogerlo del pelo a él.


Hay que decir sin embargo que el de Santa Juliana no era un demonio pelagatos. Era el mismísimo Japher Niger: el tentador de Adán y Eva, de Job, de Judas... un diablo vip donde los haya.
Pero de nada le valieron su encumbrada posición diabólica ni los ruegos con que intentaba enternecer a la muchacha pintándole el rapapolvo que le esperaba en el Infierno si retornaba humillado.
Sin hacer caso de sus gritos:
-¡Deja de ponerme en ridículo delante de todo el mundo! ("Jam amplius noli hominibus me ridiculum facere!")
Juliana lo arrastró de los pelos y lo arrojó "in locum stercore plenum".
Pero el prefecto, más demoníaco que el demonio, seguía erre que erre y para doblegar a su prometida la fue sometiendo a martirios cada vez más crueles: rueda de cuchillas, fuego, suspensión por los cabellos e inmersión en una olla de plomo hirviente (que se le convirtió en un agradable baño templado)...
Aprovechando que Juliana agonizaba después de tantas pruebas, volvió a aparecer por el escenario de los tormentos Japher Niger en forma de un mozo cualquiera de la ciudad, buscando el desquite y azuzando a los verdugos contra la joven: pero ésta, con una sola mirada de sus ojos medio muertos, lo puso en fuga presa del horror.
Como solía suceder, fue finalmente la decapitación la que puso término al martirio.


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