sábado, 30 de junio de 2012

El oro de San Goulven

"Glawdan, dejando su tierra natal, la de los britanos transmarinos (Britania), cruzando el mar pasó a la Letavia, que es parte de la Armórica o pequeña Bretaña con su mujer Gologwen embarazada".
Así comienza la Vida latina de San Goulven. Su autor, monje bretón nativo sin duda de la comarca de Goulven, ignoraba ya que Letavia no era una provincia, sino el nombre galés de la Bretaña, el cual significa "la llana".
La Vida de San Goulven ya es posterior al siglo XII. Se puede leer editada por La Borderie en el tomo 29 de los Bulletins et mémoires de la Société d'Emulation des Côtes du Nord, correspondiente al año 1892 (consultable en línea en Gallica, el sitio de la Biblioteca Nacional de Francia).
El matrimonio, pues, desembarca al anochecer, "tenebrescente noctis crepusculo", en unas soledades marítimas cubiertas de bosques, mágico escenario, entre los pueblos de Plouider y Plounéour. Caminan dificultosamente en la penumbra llena de espantos.
En una casa solitaria a la que llaman el dueño, o inmisericorde o asustado de los merodeadores, no quiere darles posada. El niño nace en el bosque. Por segunda vez acude Glawdan a la casa, pidiendo un poco de agua. Se la niegan. La fuente -le explican- está lejos, el agua es trabajosa de acarrear y no está para desperdiciarse. Le dan, eso sí, un cántaro y le indican el camino del manantial. Glawdan va andando por el bosque, perdido, durante horas, hasta encontrarse de nuevo junto a su mujer y la criatura, con las manos vacías.
Nacimiento de san Goulven. Moderna vidriera.
 En ese instante de desaliento, oye el alegre murmullo de un río que acaba de brotar por milagro, con cuyas aguas Gologwen -que significa Blanco Envoltorio: sin duda sería muy pálida de tez, según el canon de belleza medieval- puede refrescarse, quitarse la sed y, lo más importante, bautizar al recién nacido al que pusieron Goulven.
Esa fuente, que aún existe -dice el monje- es sagrada y no se le da ningún uso profano.
Atraídos por el milagro, acuden a ver a los recién llegados los lugareños, entre ellos uno pudiente llamado Godián, que los acoge, adopta al niño y se encarga de darle una esmerada educación. El chiquillo en pocos años no sólo descuella entre sus compañeros sino que se iguala con sus maestros, tanto en sabiduría como en la aspereza de sus penitencias. 
Andando el tiempo, muertos ya Glawdan y Gologwen, de todos los contornos venían vecinos pidiendo a Goulven consejo y la curación de sus males. Goulven, juzgando que peligraba su serenidad espiritual, huyó a hacerse ermitaño contra la voluntad de Godián, que lo había nombrado heredero universal. Levantó una pequeña celda en un paraje pantanoso y boscoso ("en un petit bois taillis", dice Albert Le Grand), magnífico para la oración, junto al mar y otro pequeño oratorio donde su madre lo había traído al mundo. Alzó también tres cruces que le servían de estaciones en un circuito que recorría diariamente rezando. 
No tenía más compañero que un criado o más bien amigo del alma llamado Maden, que le buscaba el poco sustento que tomaba y estaba todo el día colgado de sus palabras y bebiéndoselas.
Estando detenido un día Goulven en una de las cruces, vino a él el rey Even.
Según La Borderie, este Even el Grande, conde independiente de León o de Leonís (que en su época abarcaba todo el Norte de Bretaña) fue uno de los compañeros del gran duque Alain Barbetorte, Barbatorcida, que acabó con el poder normando en Bretaña en el siglo X.
 -Goulven, necesito que reces por mí. Han desembarcado piratas y mañana se disponen a darnos batalla.
-Vete tranquilo. A la vuelta, aquí mismo me encontrarás.
Gracias a las oraciones del santo, Even derrotó a los piratas; los pocos que quedaron con vida huyeron a su tierra de donde nunca más se atrevieron a salir. 
Piratas derrotados por las preces de Goulven. Moderna vidriera.
Even volvió a su corte de Lesneven donde se le preparó un gran banquete, y cuando ya se remojaba las manos sobre el aguamanil, levantándose de golpe, exclamó:
-¡Cómo somos! ¡Ya ni me acordaba del santo, y le debo la victoria!
Montó a caballo y a todo galope volvió a la estación donde Goulven seguía rezando postrado.
-Levanta, hombre de Dios. ¡Hemos vencido, mejor dicho, no hemos: tú has vencido a los piratas; pídeme lo que quieras!
-Yo no: Dios ha vencido. A él debes agradecérselo, y hazlo fundando un monasterio y dotándolo de tierras.
-Así lo haré, y el pedazo que puedas rodear en un día de marcha serán sus terrenos.
Goulven y Maden fueron andando y tras sus huellas iba alzándose milagrosamente una tapia, delimitando el territorio del monasterio.
Al olor de la santidad de Goulven volvieron a acudir los devotos y con uno de ellos, Joncor, labriego rico, Goulven hizo amistad. un día le dijo a Maden:
-Mira, vete adonde Joncor y dile que te dé para mí lo que tenga a mano y dale muchas gracias. Vente volando y tráeme lo que sea sin mirarlo.
-Como quieras.
Maden fue de una carrera a ver a Joncor, que estaba arando, y le dio el recado de Goulven. Joncor no tenía a mano nada, así que contestó al amigo:
-Pon la saya. Llévate esto en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Y le fue echando tres ambuestas de tierra en el hueco de la falda.
Maden emprendió el regreso, pero como la carga que llevaba cada vez iba pesando más, de manera que casi no podía con ella, no pudo resistir y bajó la mirada a ver qué sucedía. Tenía la saya llena de oro.
-Has mirado, no me engañes -le dijo Goulven a la vuelta.
Conversión de la tierra en oro: retablo del siglo XVIII.
-Sí, porque estaba asombrado de que cada vez me pesaba más y lo iba a tirar todo al suelo, que no podía casi con ello.
-Con este oro voy a mandar hacer tres cruces, tres campanas y un cáliz que habrá que tener buenas fuerzas para levantarlos, y todos ellos serán milagrosos y curarán a los enfermos, y las campanas con sólo oírlas.
En cuanto a las cruces, una de ellas servía para ordalías: el que juraba en falso sobre ella caía instantáneamente fulminado.
Igual que otros santos parecen pertenecer al elemento acuático: santos marineros, barqueros, constructores de presas, puentes y canales; otros más de naturaleza ígnea, que relumbran incandescentes, dominan los incendios, atraen el fuego divino, San Goulven está unido a la tierra. Su Vida comienza con un desembarco; donde aporta la barca es como si no existiese playa y hubiese arribado directamente a la espesura del bosque. Hace brotar una fuente que no sirve para beber ni para regar (los campesinos excavarán luego, en las cercanías, otra por medios naturales). Sus principales milagros son el deslinde de unos terrenos con la erección de una tapia de tierra y la transformación, casi alquímica, de la tierra en oro: milagro de gnomo o, ya que estamos en Bretaña, de korrigan, los enanos telúricos que custodian los tesoros enterrados. ¡Otros santos encuentran su oro pescando (ver La vaca de la Roja); éste arando! Cuando los piratas son vencidos por su intercesión, no lo son en un combate naval, sino tierra adentro. Y el milagro que viene a continuación se refiere a un entierro...
Vino un hombre a confesarse con él de parte de San Pablo Aureliano:
-El caso es el siguiente. Un vecino y yo hicimos voto de ir juntos en peregrinación a Roma; yo le fui dando largas al asunto y ahora se me ha muerto el vecino. ¿Qué hago?
-No pasa nada porque vaya muerto: llévatelo a cuestas y entiérralo allí. ¡No irá a pesarte hacerle ese favor a tu amigo, ya que el culpable eres tú!
-Ya, pero ya sabes que se dice: "pesa más que un muerto". En fin, si no hay otra...
Metió el muerto en una bolsa de cuero y se lo echó a la espalda. comprobó maravillado que la carga era más liviana que un saco de plumas y así pudo cumplir sin esfuerzo su voto; y en Roma todos se hacían lenguas de la santidad de Goulven. 
Cuando San Pablo Aureliano supo que estaba a punto de morir, designó a San Goulven como su sucesor a la cabeza de la sede, que entonces, según la leyenda, aún no se llamaba Saint Pol, sino Occismor. 
Naturalmente, si Goulven fue contemporáneo de San Pablo, que vivió a finales del siglo VI, no pudo serlo de Even el Grande: sin duda el autor de la Vida, muy posterior a ambos, ha mezclado dos tradiciones distintas, relativas a un gran santo y un gran caudillo de la misma región, pero de diferentes épocas. 
San Goulven, pues, que no quería hacerse cargo de la diócesis, se inventó que había hecho promesa de ir en peregrinación a Roma él también, pero no le valió, porque el pueblo estaba decidido a que la voluntad de San Pablo se cumpliese por las buenas o por las malas.
Según Albert Le Grand, los de Leonís despacharon mensajeros a Roma a todo cabalgar y anticipándose a Goulven explicaron al Papa, San Gregorio Magno, su embajada. Cuando llegó el santo bretón, el Papa lo mandó buscar con diligencia y, para desagradable sorpresa suya, lo consagró obispo.
San Goulven, obispo. Saint Goulven, Bretaña.
Tras breve tiempo al frente de la diócesis de Saint Pol de Léon, estando en Rennes para ciertas gestiones, cayó enfermo de una fuerte calentura y dijo a Maden:
-Me ha llegado la hora y no te van a dejar quedarte con mi cuerpo ni con una parte de él; por eso, coge una de las cruces de oro y que os sirva de reliquia.
La opinión de La Borderie es que Goulven huyó de Bretaña, a la que Rennes no pertenecía en su tiempo, y estuvo como ermitaño cerca de aquella ciudad. Saint-Pol de Léon no dependía para nada de la diócesis de Rennes y no se comprende qué negocio eclesiástico podía tener que resolver su obispo allí.
En todo caso, Albert Le Grand afirma que murió el 1º de julio del año 616.
Este hagiógrafo concluye con una serie de milagros realizados por San Goulven después de su muerte. Salvó algunas personas y bienes de incendios, resucitó muertos, libró de morir ahogados a algunos de sus devotos, logró que algunos ladrones restituyesen lo robado, curó enfermedades... En una ocasión, el día de su festividad, una moza presumida se disponía a acicalarse ante el espejo, pero no -precisa Le Grand- para honrar al santo, sino para gustar a los mozos y que la deseasen. Inmediatamente, en castigo de "tan siniestra intención" -son palabras de Albert Le Grand- la mano se le quedó pegada al peine y éste a la cabellera, sin que los más recios repelones fuesen capaces de desasirlos.
La desdichada, para su vergüenza, tuvo que acudir a la misa y a la romería desgreñada, con el peine hincado en los pelos y sin poderlo soltar, hasta que su sincero arrepentimiento le consiguió el perdón de San Goulven.
Más grave fue otro suceso. Existía en Saint Goulven, junto a la iglesia, un prado comunal que párroco y vecinos utilizaban conjuntamente para tener ganado pastando. 
Saint Goulven.
Un ex-soldado llegó al pueblo pretendiendo tener derechos sobre esas tierras y contrató a un jornalero para que las labrase. No bien había puesto manos a la obra cuando se levantó un violento tornado que arrebató por la región del aire a labrador, bestias y arado, dejándolos caer desde increíble altura en el mismo sitio, con tan mala fortuna que al precipitarse al suelo, el jornalero se clavó la reja del arado, pereciendo en el acto. Los caballos salieron huyendo y nunca más se los pudo encontrar; y el que reclamaba las tierras a la semana enfermó de lepra, quedando tan apestoso y desfigurado que ni sus propios criados podían soportar su aspecto ni su hedor.
Pero no bastó eso para que se arrepintiese: antes seguía tan descomedido y abusón como nunca. Un día mandó a uno de aquellos criados a casa de una vecina:
-Ve a casa de Fulana y tráete toda la mantequilla que tenga; si no te la quiere dar por las buenas, pues por las malas. No le pagues ni un real. ¡Pues hasta ahí podíamos llegar: cobrarme a mí!
Así lo hizo, y la rabiosa aldeana, entre sollozos, lanzó contra la pared una jarra que llevaba en la mano y la hizo trizas.
-Pero ¿qué es esto, San Goulven bendito? ¿Así defiendes a tus devotos?
-Con esta mantequilla -dijo el leproso a su criado- y unos huevos que vamos a ir a pedir a la granja de Fulanito verás qué tortilla nos vamos a hacer para cenar; y el resto lo untamos en pan, que lleve un dedo de ella cada rebanada...
-Mire el señor que hoy es ayuno.
-Pero ¿tú todavía respetas esas mamarrachadas de los curas para tener a los ignorantes debajo del zapato? Cómo se nota que no has salido nunca de este pueblucho... Si hubieras estado como yo en Flandes y en Milán...
El gorrón se presentó en casa del granjero, rebosando bravuconería.
-Voy a hacerte el honor de que me regales unas docenas de huevos, pero primero vamos a catarlos a ver si son tan buenos como se dice. Dile a tu mujer que saque la huevera y un alfiler, que me sorba uno...
Vendedora de huevos. Hendrick Bloemaert.
El soldado (Hervé Morvan se llamaba, que la crónica conserva su nombre para baldón eterno) miró el huevo -gordo, pesado, con una curva perfecta ribeteada de oro- al trasluz a la llama de una vela, hizo un gesto de asentimiento, lo perforó de dos piquetes precisos, se lo arrimó a los labios y en vez de sorber su contenido, sin saber por qué, se lo engulló entero con cáscara y todo. 
Se le quedó atragantado en el gaznate, sin poder pasar adentro ni afuera; no valieron palmadas; le molieron la espalda a golpetazos y nada; se ponía morado; resollaba por las narices; los ojos se le salían de las cuencas; le apretaban la garganta por debajo de donde estaba el huevo, le daban golpes secos en la boca del estómago y rodillazos encima de los riñones, tirándole de los hombros hacia atrás de golpe. Ninguna de esas torturas sirvió para nada y al cabo de media hora pereció miserablemente, entre convulsiones.
Con las tierras de San Goulven no se juega. Ya decía el autor de la Vida que la tapia milagrosa que había brotado tras sus pasos era respetada por todos, y aunque ya no había para entonces ni edificios ni ruinas en su recinto, no había quien se atreviese a coger una bellota ni a meter un animal a pastar.







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