domingo, 1 de abril de 2012

Cara sucia y mano limpia. Parte primera: cara sucia.

Voy a hablar de dos asuntos que no tienen nada que ver uno con otro, más que el venir a cuento en dos días sucesivos del calendario y su relación con el aseo.
Santa Hroswitha de Gandersheim, "Validus Clamor", como gustaba ella (consciente de su valía literaria) de traducir su nombre, nacida en la primera mitad del siglo X, es una escritora de enorme importancia y de muy grata lectura, tanto en sus obras dramáticas como en las otras, menos conocidas.
Santa Hroswitha
Ahora, repasando la Pasión de Santa Inés, me llama la atención este punto: condenada la santa al prostíbulo, los verdugos se apresuran a arrancarle las  vestiduras. Pero para frustración de mirones, primero los largos y dorados cabellos la cubren castamente, y después, a la entrada del local habitualmente sucio y oscuro (pero esa vez milagrosamente aromatizado por perfumes celestes y resplandeciente de luz celestial) le sale al encuentro un ángel: 
"Obtulit et vestem níveo splendore micantem
ejus mensurae conformata satis apte"
"y le entrega un vestido reluciente de níveo esplendor,
que le venía bastante bien con arreglo a sus medidas".
Un detalle así yo creo que no se le hubiera ocurrido a un escritor varón, el cual se hubiera quedado en la donación milagrosa, en la blancura cegadora, en la honestidad preservada, sin pararse a pensar en que el vestido, aparte de cumplir su función y de sus cualidades intrínsecas tenía que sentar bien para ser completo el milagro.
Santa Inés. Vidriera alemana. Siglo XV. (Aquí se le podría meter unos dedos el vestido).
Pero me voy por las ramas: no quería hablar de Santa Inés.
Santa Hroswitha, por monja que fuese, está lejos de ser una escritora gazmoña: por el contrario suele aderezar sus obras con un pellizco de pimienta erótica, y así sucede en esta de Dulcidio que traigo a colación ahora porque trata de las santas hermanas Irene, Ágape y Quionia (en castellano Paz, Amor y Nieves), cuya festividad se celebra el 1º de abril en el Martirologio Romano (las Acta sanctorum traen a estas santas el 3 del mismo mes).
Se trata de un culto antiguo, pues las mencionan los primeros martirologios. La relación de este martirio tal como aparece en las Acta sanctorum está tomada de un antigua Vida de Santa Anastasia (los sucesos están directamente relacionados con la prisión de San Crisógono y las actividades de Santa Anastasia a favor de los presos). Hroswitha la sigue bastante de cerca. También alude a él Aldhelmo en un poema y lo resume en su De virginitate. Más autores antiguos que se ocupan de este martirio enumeran las Acta sanctorum.
Las tres vírgenes, pues, han sido apresadas por Diocleciano en Aquilea, justamente acusadas de haber recogido y ocultado el cadáver del mártir Crisógono para rendirle culto. Diocleciano se traslada a Tesalónica llevándose consigo a los presos cristianos, entre ellos las hermanas, a las que llama a su presencia en un intento de torcer su determinación. 
Ése es el momento en que empieza la acción del drama. Diocleciano, aburrido de la terquedad de las muchachas, desiste dejando el asunto en manos del gobernador Dulcidio (irónico nombre). Pero éste al verlas recibe una impresión fulminante:
-¡Atiza! ¡Qué niñitas tan bonitas, tan ricas y tan distinguidas! (Papae! Quam pulchrae, quam venustae, quam egregiae puellulae! -hay que fijarse en el pedofílico diminutivo).
El aséptico soldado le da la razón:
-En lo guapas, perfectas (Perfectae decore). 
Dulcidio confiesa entonces al gurdián el efecto abrasador que le han producido, a lo que el hombre contesta con la frialdad de antes:
-Credibile.  
Pero le advierte que no tiene nada que hacer con ellas, que son como unas mulas y que se lo piense dos veces antes de meterse en algo que le vaya a pesar.
Relieve romano (Sarcófago de las amazonas). Finales del siglo II. 
 Dulcidio, determinado, las manda encerrar en un chiscón junto a una despensa donde se guardan los utensilios y cacharros de la cocina.
-¿Y ahí por qué? -pregunta el militar, sin duda escandalizado ante una orden irregular y que se salta el protocolo.
-Para poderlas ir a ver un poquito más a menudo.
-Como mande -responde el carcelero con reprobador laconismo.
Llega la noche y mientras las hermanas procuran abstraerse en sus oraciones y cánticos, Dulcidio entra en acción con un rasgo de jactancia exhibicionista y chulesca:
-Venid -manda a los soldados-; bajad unos candiles y desde la puerta vais a ver cómo trinco a ésas y me pongo las botas con ellas (optatis amplexibus me saturabo).
Quiere ser contemplado en su triunfo, y es que en esta historia tiene una importancia esencial la mirada ajena -lo que dejas ver, lo que te obligan a mostrar, lo que crees ver-, de la que depende la gloria y la infamia.
Las muchachas oyen la puerta; comprenden quién viene; asustadas, se preparan a un ataque. De pronto, las sobresalta un estrépito de cacharros. 
-¿Qué será eso?
Miran -las imaginamos de espaldas, alineadas- por una rendija. Sólo Irene, la más pequeña, ve con claridad lo que pasa y se lo cuenta a las otras dos. Los soldados se han quedado discretamente a la puerta, sin querer ser testigos del atropello, así que en vez de galleando ante sus subordinados Dulcidio está expuesto al escarnio de sus víctimas.
-¡Mirad! ¡Ese tonto, ese chalado, se cree que se nos está beneficiando!
-¿Pues qué está haciendo?
-Restregándose amorosamente la barriga con las ollas... Ahora con las sartenes... Ahora engancha las cacerolas... No veáis cómo se las come a besos, ¡qué ternura!
-¡Ridículo! -sentencia Quionia.
-Se ha puesto de hollín y de tizne las manos, la cara y la ropa que parece un zulú.
-Es muy propio -explica Ágape (de modo nada correcto políticamente)- que tenga el aspecto corporal tan negro como el alma endemoniada.
Ésta es -digámoslo de paso-, tratada humorísticamente, una variante del motivo de la esposa cambiada, donde a la víctima se le endilga no una impostora, sino una añagaza: estatua animada, visión fantástica, íncubo (como en La historia del Graal), cadáver horrendo (como en El mágico prodigioso  o en El resplandor, de Kubrick).
En unas escenas de farsa o de guiñol, primero los soldados huyen despavoridos del desfigurado gobernador (que no es consciente de su propia facha) y después los porteros de palacio, no reconociéndolo, lo muelen a palos. Por último, su mujer sale alarmada (principalmente, por la parte de ridículo que le toca en el comportamiento del marido). Dulcidio acaba por darse cuenta de la situación, que atribuye a hechicerías de las niñas, y decide que donde las dan, las toman:
-¡Que traigan a esas putillas (lascivae puellae) y que las pongan en pelota delante del público, a ver si nos reímos todos! 
Félix Resurrección Hidalgo, Las vírgenes cristianas expuestas al populacho, 1884.
La orden, sin embargo, no puede cumplirse: los vestidos se adhieren a las carnes de las vírgenes como si fuesen su propia piel y el gobernador, en el trono que había dispuesto para disfrutar del espectáculo en primera fila, cae sumido en profundo letargo.
Diocleciano decide tomar cartas en el asunto ante el menoscabo que está sufriendo su autoridad y encarga la solución al conde Sisinio, que manda traer a su presencia a las dos mayores. A Irene la reserva compadecido de su juventud y en la idea de que cuando no estén las hermanas para presionarla, cederá.
Ágape y Quionia, firmes, arrostran el martirio, que es el de la hoguera. Por milagro, mueren sin que el fuego les cause el menor daño en carnes, cabellos ni vestidos.
Contra el pronóstico de Sisinio, Irene también resiste y el conde la amenaza:
-Mira que si no entras en razón te mando a un burdel donde te hagan de todo. ¿Te gustaría eso?
-¿Qué me van a hacer peor que adorar a los ídolos?
-¡Bastantes cosas! ¿Qué sabrás tú? ¡Monicaca! Verás lo que tardan en bajársete los humos cuando lleves una temporadita con esas chicas. Quieras que no te harás una más de ellas y habrá un antes y un después.
Hendrik Goltzius, Sine Cerere et Baccho friget Venus
-A la fuerza no es pecado sino martirio.
-Bueno, ¡ya está bien! Vas al burdel de cabeza. Llevársela aunque sea de los pelos y sin contemplaciones. Que es donde tiene que estar. ¡Si es que parece que lo está pidiendo!
-¿A que no voy?
-A ver quién lo impide.
-El que puede.
Camino del lupanar, dos ángeles, con órdenes falsas de Sisinio, interceptan al pelotón y se llevan a la prisionera a la cima de una montaña, fuera del alcance de las tropas. Los soldados, cada vez que intentan subir al monte, se desorientan y empiezan a dar vueltas sin ton ni son, incapaces de avanzar y de retroceder. Ante la impotencia de Sisinio, finalmente, es un arquero el que de un flechazo acaba con la vida de la triunfante Irene.





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