lunes, 16 de abril de 2012

Santo de mar y de sierra

Al principio de su Vida de San Fructuoso, San Valerio del Bierzo compara las dos lumbres de la religión que lucieron en Hispania en su tiempo: San Isidoro y el propio San Fructuoso. Y se percibe que entre ambos, San Valerio está convencido de la superioridad de su maestro, como de la de María sobre Marta. 
San Fructuoso de Braga, personaje crucial del monacato hispánico, recuerda en muchos momentos de su vida a los grandes santos monjes de los reinos britanos y de la Irlanda medieval.
San Fructuoso. Catedral de Braga.
Dice, pues, San Valerio que San Fructuoso era hijo de un caudillo militar de estirpe regia y que ya desde niño mostraba afición a la vida religiosa; que tras la muerte de sus padres se tonsuró y se encomendó a la dirección espiritual del santísimo obispo Conancio.
Uno de los condiscípulos de Fructuoso, viendo que unos criados dejaban unos bultos en la celda que había elegido para sí, les preguntó:
-¿De quién son estos trastos?
-De Fructuoso.
-Ya estáis poniéndolos en la puerta, que esta celda es mía -dijo lleno de furia.
Fructuoso llegó más tarde y comprendiendo lo ocurrido se marchó discretamente con la música a otra parte.
Aquella noche se declaró en la celda en cuestión un espantoso incendio, a pesar de que en ella no había lumbre ni cosa que pudiese arder tan terriblemente. Así se vio que era fuego milagroso. Merced a las plegarias de Fructuoso, el ocupa salió indemne de entre las llamas, aunque con gran peligro de su vida y un tremendo susto encima.
San Fructuoso fundó entonces un monasterio en Compludo, cerca de donde había pasado su infancia, e ilusionado con esta fundación empezó a gastar en ella dinero a espuertas. Esto alarmó a su cuñado, que temeroso por su propia parte de la herencia familiar apeló al rey para que frenase lo que se le antojaba despilfarro insensato. Parecía dispuesto el rey a escuchar sus razones cuando por venganza divina los días del cuñado se vieron bruscamente segados. Murió -dice San Valerio- de muerte cruel, sin dejar hijos que heredasen sus bienes, que fueron a dar a manos de extraños, ni llevarse de este siglo más que su propia condenación.
San Fructuoso, entre tanto, vestido de pellejos, se entregaba a la oración por soledades y riscos, como un monstruo calderoniano, tanto que por milagro se libró un día de las flechas de un cazador que lo había tomado por fiera salvaje. 
Tras sembrar de monasterios el Bierzo se dirigió a la costa gallega, donde fundó el Peoniense (probablemente el de Poio), y en una isla cercana (seguramente la de Tambo) tuvo lugar un nuevo milagro.
Campanario barroco del actual monasterio de Poio (Pontevedra).
Estaban los monjes buscando algún manantial de agua dulce entre las rocas para poder establecer allí un nuevo convento cuando vieron que la barca en que habían pasado se había soltado de sus amarras y la corriente la había arrastrado a lo lejos.
San Fructuoso, remangándose y ciñéndose la túnica, se lanzó al agua y se lo tragaron las olas. Los monjes quedaron desesperados, llorando y sollozando tanto por la pérdida de su santo pastor como por la situación de robinsones en que se encontraban. Llevaban horas en esta aflicción y llanto cuando vieron venir a San Fructuoso en la barquilla, remando alegremente sobre las aguas. 
Y aun dice la tradición que alguna otra vez pasó caminando sobre ellas.
El dominio de San Fructuoso sobre este elemento se manifestó en otras ocasiones, como cuando uno de sus mozos fue arrastrado por la corriente al cruzar un río llevando unos caballos cargados con la biblioteca del santo. No sólo el mozo se salvó tras haber pasado largo rato bajo las aguas, sino que éstas devolvieron los libros secos y en perfecto estado.
Lograba el santo que los barcos navegasen solos mientras su tripulación dormía y detenía los temporales para tener buen tiempo en sus viajes.
Su actividad fundadora era infatigable, pero él mismo prefería la vida eremítica a la conventual y moraba entre bosques y breñales, buscando la amistad de los animales. Había domesticado unas grajas cuyo vuelo y voces parlanchinas guiaban hasta él a sus discípulos y un cervatillo que había rescatado herido y aterrorizado de entre la jauría de un cazador. Entre el animal y su salvador se llegó a trabar cálida amistad. El cervatillo balaba lastimosamente en la ausencia del santo, lo seguía a todas partes y muchas veces dormía a sus pies.
Ya he señalado que el rescate del ciervo perseguido es motivo que se repite en las vidas de los santos (ver San Ke, sobrino de Arturo). En cuanto a las grajas y sus voces, aparte de ser éstos y otros córvidos amigos de los anacoretas, 

Un cuervo trae un panecillo a un monje (San Benito). 
Bernard Sergent estudia su estrecha relación con los dioses Lugu y Apolo, que apunta a un simbolismo religioso antiquísimo.
Los grajos, pájaros parleros, son aves predilectas de Apolo y de Lug, dioses sonoros y parlantes por excelencia, como señala Sergent siguiendo a Dumézil. Koronis, "Graja", era una de las amantes de Apolo.
Fue el caso que un día, por gamberrismo, un jovencito azuzó sus perros contra el pobre cervatillo de San Fructuoso, que quedó deshecho a dentelladas.
No tardaron en llegar al santo enviados del gracioso, que por venganza divina había caído presa de fortísima calentura y estaba a punto de morir entre grandes dolores. Las oraciones de San Fructuoso, compadecido, le curaron no sólo el cuerpo, sino también el alma.
Cierto día iba el santo camino de la isla de Cádiz. Al pasar por tierras de Egitania (Idanha)
Por tierras de Idanha.
se detuvo a rezar en un lugar apartado y un rústico que lo vio con su aspecto ridículo, vestido de pellejos y descalzo de pie y pierna (como San Paterno ante San Sansón, ver Paterno entre Gwent y Gwened) lo tomó por algún criminal o esclavo huido y la emprendió con él a insultos y a palos. San Fructuoso no se defendió más que con persignarse, pero al ver la señal de la cruz, el demonio derribó al rústico al suelo, donde empezó a agitarse convulsamente y a despedazarse con sus propias manos.
De nuevo, las preces del santo le devolvieron el juicio y le sanaron las heridas.
era tanta la fama de san Fructuoso que no sólo acudía una muchedumbre de varones a seguirlo por su senda ascética sino también muchas mujeres. Una de éstas, Benita, de noble linaje, se había recogido en un convento femenino fundado por el santo y su novio, un encopetado gardingo, se quejó al rey de la ruptura de su compromiso. El rey mandó a un juez con la intención de devolverle a su prometida, pero ella, inspirada por el Espíritu Santo y cuando ya la habían sacado del convento a la fuerza, le habló con tales palabras que lo convenció de que era todo inútil.
-Será mejor -dijo al novio- que te busques otra mujer. Con ésta no hay nada que hacer. Que sirva a su Señor y tú déjala estar.
Probablemente el juez actuó con cordura y al gardingo le hubiera esperado un infierno si se hubiera empeñado en el casamiento. De todos modos, la cuestión se zanjó con la muerte repentina de la joven (otro milagro parecido se verá en El desengaño de un príncipe).
Decidió entonces San Fructuoso, cada vez más harto del siglo, peregrinar a Tierra Santa. Por secreto que quiso mantener su proyecto, uno de sus monjes se fue de la lengua y el rey, que de ninguna manera quería perder a un santo de tal categoría y de tan "centelleante claridad de fluyente esplendor" (coruscante splendiflua claritate), lo mandó apresar, aunque con las mayores consideraciones y honras.
Ninguna cárcel ni cerrojo se resistía a Fructuoso, ante quien se abrían milagrosamente todas las puertas y barrotes, pero obediente a su rey no intentaba escapar.
Y así fue como le ofrecieron y muy a su pesar aceptó ser nombrado obispo de Braga. Esto fue en el año 656. 
Fructuoso continuó con su actividad ascética y monástica habitual, aparte de regir su importantísima diócesis; además se empeñó en la construcción del que había de ser su mausoleo; y como sabía que se acercaba su fin y temía no tener tiempo de verlo acabado, mandó que se trabajase en él de día y también de noche a la luz de las antorchas.
Interior de la iglesia de San Fructuoso de Montélios, junto a Braga, construida por San Fructuoso para su enterramiento.
Conocía Fructuoso lo inminente de su muerte porque se lo había comunicado un discípulo, Casiano, que se había enterado por revelación divina.
Poco después de consagrado el templo, sufrió una fuerte calentura y pidió ser transportado a su querida iglesia, donde permaneció en oración un día y una noche. a la madrugada se despidió de su discípulo favorito, Decencio, esclavo doméstico nacido en su casa, al que nombró abad turonense (probablemente de Turéi o Tourem). 
Se alzó del suelo en que estaba postrado, volvió las manos al cielo y murió. 
La festividad de San Fructuoso se celebra el 16 de abril.

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