Dice, pues, el texto que conservamos que Iltudo era natural de la Bretaña armoricana: sus padres, Bicano ("Pequeño" en galés) y Riainguled, que se traduce al latín por "Regina Pudica", hija de Amlawdd.
Ahora bien, este Amlawdd no es ningún desconocido en la leyenda artúrica, aunque las versiones sobre su posición exacta en ella no concuerdan. Según algunas, estuvo casado con Gwen, hija de Cunedda, con quien tuvo a Ygerna, madre de Arturo.
Henry Hugh Armestead. Nacimiento de Arturo, primo de San Iltudo. |
Riainguled hacía honor a su nombre, comportándose siempre como una jovencita seria y modosa que apenas había salido de los aposentos de su madre cuando la casaron. No tardó en concebir un hijo al que puso Iltudo, que según la vida significa "libre de todo crimen".
-¿Qué haremos con él? -dijo el orgulloso padre-: seguro que sobresaldrá en lo que se proponga.
-Yo quisiera que estudiase y fuese un sabio en las siete ciencias -contestó su mujer.
-Yo querría que descollase en las armas y fuese un caudillo famoso.
-¿Sabes lo que te digo? Vamos a ponerlo a las dos cosas. Malo será que no pueda con todo.
Así fue como Iltudo entró en los estudios de San Germán, donde fue compañero de otros futuros santos tan destacados como San Brioc y San Patricio. En esta época de su formación no se explaya apenas su vida; las de otros condiscípulos algo más.
Cuando ya fue algo mayor, Iltudo sintió la vocación guerrera, especialmente enardecido por las hazañas y maravillas que oía de la caballería de su primo Arturo, a cuya corte se encaminó. Fue tan destacado en las armas como en las letras, tanto que se le conoce como Illtyd Farchog, el Caballero Iltudo. Y se casó con una noble y bella mujer, Trynihid.
El matrimonio, deseando cambiar de aires al cabo de un tiempo, se despidió de la corte de Arturo y se instaló en la de Pablo, rey de Morgannwg, que era hermano de Gwynllyw (ver Lo que no se haga por un hijo...) y por tanto tío de San Cadoc.
En Morgannwg Iltudo fue prosperando hasta convertirse en la mano derecha y el valido del rey, jefe supremo de sus ejércitos y ministro universal, porque unía a las virtudes guerreras una aguda inteligencia y una erudición fuera de lo común.
Un día estaba el Caballero Iltudo de cacería con una cincuentena de caballeros por los terrenos concedidos a San Cadoc para su vida retirada. Aquellos cortesanos tenían, al parecer, el privilegio de que los dueños de las tierras por donde iban de montería y de francachela estaban obligados a suministrarles la comida. El santo no iba a librarse de aquella obligación, y así se lo recordaron en una carta bastante burlona y descomedida. San Cadoc, humildemente, se plegó a la costumbre y les proporcionó un cerdo, un barril de cerveza y veinte hogazas. Esto les pareció una cutrez y usaron con el monje, roñoso a su ver, de malas palabras, arrogancia y chulería, pero se sentaron a la mesa. Unos hechos semejantes se narran en la vida de otro santo galés de la época, San Beuno (ver Los prontos de San Beuno).
Cazador con halcón. Capitel románico. |
Iltudo se quedó aterrorizado de la fulminante justicia de Dios y, aunque no había participado en las impertinencias de los otros, cayó de hinojos ante Cadoc.
-¿Cómo sé yo que el día menos pensado no se abre la tierra y voy de patitas al Infierno? ¡Tan pecador como esos otros soy yo!
-La vida de cortesano está llena de celadas para el alma y de tentaciones. Haz como yo, date la del humo. La mejor protección es no ponerse al peligro.
Iltudo recogió a su mujer y buscó un lugar apropiado al borde de un río; allí construyó una cabaña techada de juncos (porque, precisa la vida, era verano) y ambos se quedaron a vivir con todo sosiego lejos de las preocupaciones palaciegas.
Allí recibió la visita de un ángel:
-Vamos a ver, Iltudo: tú eres un caballero merecidamente famoso, pero ahora esa caballería la tienes que dedicar sólo a Cristo y reconocer por capital enemigo al Demonio. Tus mejores armas son la sabiduría que adquiriste con San Germán. Tú no te percatas, pero el enemigo está siempre a tu lado, armándote trampas, fiero como el león y raudo como el pájaro. Cuando lo ves, es demasiado tarde. ¡No se puede ser criado de dos amos!
-Ya, bueno: pero ¿y con mi mujer qué hago?
-¡Anda, éste! Pues dejarla.
-¡Pero si la quiero mucho! Y no me ha hecho nada malo para que la repudie.
-Sí que te ha hecho. Tú no te das cuenta, pero el amor de la mujer es un horrible y odioso devaneo que te aparta del Cielo. Te abrasa con un fuego que es como un adelanto del del Infierno.
-Sabroso adelanto, todo hay que decirlo, y lícito.
-¿Ves el peligro? ¡Esa retórica te la inspira Satanás por medio de la carne! Tú tienes una mujer preciosa, eso no hay quien lo niegue; pero mucho más preciosa es la virtud que te estás perdiendo por su culpa. Mira: para que veas lo vil y despreciable de los bienes terrenos en comparación con los celestes y quedes asqueado de ellos, te voy a decir un remedio. Tú mírala desnuda, pero mírala bien...
-¡Sí; pues como haga eso...! Escucha, una cosa está clara: tú eres un ángel y no entiendes cómo funcionan las personas.
-Puede ser. En todo caso, yo te doy el recado de Arriba, y tú si quieres obedécelo. Mañana mismo parte hacia Occidente. Pronto encontrarás un valle deshabitado como hecho adrede para que te quedes allí a vivir en soledad anacorética.
A decir verdad, Iltudo no quedó muy convencido, pero no se le iba de la mente la conversación con el ángel. A la mañana de madrugada le dijo a su mujer:
-Ve a echar un vistazo a los caballos, a ver si están bien cuidados.
-¿No podías ir tú?
-Ve, anda.
-Has nacido tumbado.
¡Hombre, ¿no podías ir tú?! Amanecer, Alphonse Mucha. |
-En dos cosas tenía razón el ángel -se dijo Iltudo-: en lo del fuego y en que si hay algo capaz de quitarme a Dios de la cabeza, es esto.
Ya Trynihid volvía apresuradamente a meterse debajo de las sábanas, cuando Iltudo la alejó de un puntapié como si fuese un bicho venenoso.
-¿Qué haces? ¡Aparta, hombre, que me va a dar una pulmonía!
-Pues te vistes.
Iltudo le arrojó sus vestidos; Trynid se cubrió con ellos y se sentó en la cama.
-Sigo dando diente con diente -dijo frotándose los brazos-. ¿No ves cómo está la mañana? ¿Estás tonto? Échate un poco a un lado, que me meta.
-Para ti la cama entera -contestó Iltudo con enojo-: el que se va soy yo.
Así cuenta el autor de la vida la separación de Trynihid e Iltudo, que, resuelto, salió en busca de su valle; lo encontró al cabo de no mucho tiempo y le pareció el lugar más hermoso de la Tierra.
Se confesó con el famoso obispo San Dubricio (el que coronó y casó a Arturo), se afeitó y tonsuró y en su valle del bosque, cerca del mar, levantó una pequeña iglesia donde hacía vida de meditación y penitencia, pasando largos ratos de oración en el agua helada de los arroyos.
Aquel lugar deleitable tenía sin embargo, como luego vería el santo, un grave defecto, y era que estaba expuesto al embate de las mareas. No era raro que subiesen hasta anegarle los cultivos, deshaciendo los diques que levantaba una y otra vez con paciencia.
-Pierdes el tiempo -le dijo una vez el ángel-. Al mar hay que tratarlo con energía. Coge tu báculo y amenázalo con él y lo verás huir ante tus pies como un perrillo.
Iltudo, a la mañana, fue a la playa, hasta donde rompían las olas y levantó el palo:
-¡Vamos, tú, tira para atrás!
La espuma pareció enrollarse sobre sí misma y retrocedió unos pasos.
-¡Ea! ¡Venga para atrás!
Y, con el báculo en alto, fue empujando y empujando a la rompiente hasta que le pareció bastante trecho. Allí hincó el báculo en la arena haciendo brotar una fuente clara de agua dulce.
-Ahí quieto. De este manantial no se pasa: ésta será tu linde. ¿Entendido? ¡Pues eso!
Y desde entonces no volvió a cubrir la pleamar aquella parte. Las tierras nuevamente enjutas fueron dedicadas a la labranza y a pastos.
Rezando un día en su capilla, lo distrajeron sobresaltándolo una gran algarabía de gritos y ladridos y el salto de un ciervo que irrumpió en la iglesia como buscando asilo. Caso frecuente en las vidas de santos de aquellos tiempos. Cazadores y perros quedaron respetuosamente detenidos a la puerta. Tras ellos venía el rey, hombre orgulloso y cascarrabias.
-¿Quién eres tú y cómo te has atrevido a ponerte a vivir en mitad de mi coto de caza sin permiso de nadie?
-No sólo con permiso, majestad, perdona; sino incluso con órdenes de Dios.
-¿Ah, sí? Pues devuélveme mi ciervo.
-No puedo. ¿No ves que se ha acogido a sagrado?
-Bueno, quédatelo. ¡Será por ciervos!... A veces me cae bien la gente que no se amilana.
Fraile, ciervo y cazadores. Vida de san Gil. Fresco románico. |
El santo, agradecido por la real indulgencia, lo invitó a cenar y mandó a un monje de varios que se habían quedado por los alrededores atraídos por su santidad a que pescase algo. Trajo un pescado colosal que se sirvió asado.
-¡No me dirás que no es un asado digno de un rey!
-Tienes razón pero desde que eres ermitaño se ve que se te ha olvidado la cortesanía. ¿O erais así de rudos en casa de Pablo de Morgannwg? ¡A un rey no se le presenta una comida sin vino, sin pan y sin sal!
-Tú pruébala, gran rey, y ya me dirás.
Aquel pez era milagroso y en la boca adquiría las cualidades de sabor y textura de cualquier plato que a uno le apeteciese estar degustando en aquel momento, de manera que era todos los manjares en uno. Con el agua de la jarra sucedía igual: en ella se encontraban el sabor y fuerza de cada cerveza, de cada vino y de cada licor.
Vesanus se quedó traspuesto después de la abundante comida y al despertar satisfecho, hizo donación de todos aquellos terrenos al ermitaño. Un ángel, dijo, se lo había mandado en sueños.
En torno a la ermita fue creciendo un pueblo e Iltudo admitió discípulos: allí estudiaron San Paulino, San Gildas, San David y San Sansón (sobre la estancia de San Sansón con San Iltudio, ver El mayor matadragones). De éste, siendo alumno de San Iltudo, cuenta la vida el milagro de los pájaros, que la canción tradicional nuestra atribuye a San Antonio y que también se pone en la cuenta de los de San Pablo Aureliano (ver San Pablo de Leonís). San Sansón se separó pronto de San Iltudo para ir a hacerse cargo de la diócesis de Dol, pero a su muerte dejó mandado que lo metiesen en un ataúd y lo echasen al mar: flotando, flotando, llegó a la playa del monasterio de San Iltudo, del que siempre había guardado morriña en el corazón, y allí fue sepultado.
El pueblo de San Iltudo iba prosperando y sus cosechas eran abundantes y sobraban para repartir entre los pobres.
En una ocasión, San Iltudo viajó a Bretaña, haciendo la peregrinación del monte de San Miguel. Vio en aquel país una gran miseria porque las cosechas se habían echado a perder. Gracias a las oraciones del santo, una gran parte del trigo almacenado en las trojes de su monasterio cruzó la mar y apareció una mañana depositado por las olas en la playa. Con esto se remedió el hambre y San Iltudo regresó a Gales cargado de bendiciones de sus paisanos de Bretaña.
A todo esto, la mujer de Iltudo, sin reponerse del todo del disgusto, había buscado su consuelo en la religión, dedicándose como su marido a hacer vida retirada y solitaria. Pero no podía dejar de pensar en él; y un día, más enternecida con sus recuerdos que de costumbre, decidió hacerle una visita. Su paradero ya no era ningún misterio puesto que su fama de santo estaba muy extendida.
Llegó sin anunciarse; Iltudo, sin duda desconfiando de sus fuerzas por el recuerdo turbador de aquella última madrugada, se negó a recibirla. Trynihid no quiso marcharse sin ponerle los ojos encima, aun de lejos y sin ser vista.
Lo que se encontró la dejó emocionada. En vez de su elegante danzarín, gallardo cetrero, bizarro jinete luciendo sus arneses de guerra, un destripaterrones sarmentoso vestido con un cilicio y pellejos cosidos de cualquier manera, sucio de barro, amarillo de los ayunos, mal afeitado, estropeado a fuerza de trabajos y penitencias.
-¡Ay, Dios! ¡Quién te ha visto y quién te ve! -pensó desconsolada- ¡Éstas son las obras del mundo! ¡En qué has parado, Iltudo mío bonito!
Ya no vio más, porque instantáneamente se quedó ciega.
Allí se quedó sentada en una piedra llorando su ceguera y el haberla merecido. Porque había expuesto a San Iltudo a la tentación de Satanás y porque ella misma había caído en su trampa, considerando por un momento preferible el vistoso albañal de mundanidad en que vivía antes a su actual perfección.
Alguien la encontró y la llevó ante Iltudo, que le devolvió la vista. La buena esposa se fue llena de tristeza, pálida y temblorosa del susto. No volvió a intentar encontrarse con su marido.
Y era que con San Iltudo no se jugaba.
Unos cuatreros le robaron una noche unos cerdos y, después de vagar perdidos por el campo hasta la madrugada, sus pasos desatentados los condujeron de nuevo a la cochiquera del convento. Escaparon los ladrones evitando ser descubiertos, pero al caer la tarde intentaron de nuevo su fechoría. Aquella vez, por reincidentes, tuvieron menos suerte; su desvarío los llevó a unos montes lejanos donde quedaron convertidos en piedras.
El rey Meirchion Vesanus tenía un valido llamado Cyflym, que quiere decir "Listísimo"; era un verdadero tirano, ordenancista y frío, implacable: todo el mundo lo odiaba.
-Y si aquí todo el mundo paga sus impuestos, ¿por qué se va a librar el pájaro de Iltudo? -dijo al rey un día- ¿Porque tuvo la suerte de que un criado suyo pescase un pez muy rico? ¿Porque tenías, gran rey, tanta hambre y sed de estar cazando que la mísera comida que te pusieron te supo a gloria? ¡Pues sí que hizo buen negocio con el almuercito! Si vamos a echar cuentas, es la comida más cara que te han servido en tu vida...
No le dio tiempo al mal ministro a cobrar los impuestos a Iltudo, porque antes de llegar a su casa se quedó parado como si se encontrase mal y se empezó a derretir como cera a la lumbre hasta quedar en el suelo hecho un charco que se fue bebiendo la tierra.
El rey, al conocer la noticia, se encolerizó y armó a sus soldados para caer sobre Iltudo, no tanto por vengar la muerte de su ministro como por atajar de raíz cualquier posible subversión. El santo se escondió en una cueva recóndita donde estuvo encerrado tres años; milagrosamente a diario encontraba un pan de cebada y un pescado para su sustento.
De pronto oyó el dulcísimo son de una campana; asomó la cabeza y vio a un hombre por los senderos del bosque.
-¿Ocurre algo? ¿Por qué tocas la campana?
-Yo no la he tocado: se ha puesto a sonar ella sola.
-Déjamela ver. ¿Para dónde va esta campana?
-Es un regalo de San Gildas para San David.
-Ah; pues dale recuerdos de parte de Iltudo. Son amigos míos los dos.
-No se me olvidará.
El recadero entregó puntualmente el paquete.
-¿Qué campana me traes? -dijo San David al mozo- ¿No ves que esto no suena?
-Pues ayer sonaba perfectamente, que la estuvo probando Iltudo, que por cierto manda recuerdos para usted.
-Si a él le suena y a mí no, mejor es que la tenga él que no yo. Llévasela y que la use él, que es lo que Dios quiere.
El mozo se fue de la lengua y los lugareños, conociendo el escondite del santo, fueron en cortejo y lo devolvieron triunfalmente a su abadía.
Tiempo después de morir Iltudo, los ingleses invadieron aquellas tierras y como trofeo se llevaron la campana, atada al cuello de un caballo.
El rey inglés, estando en sus reales, vio que un soldado entraba en su tienda, armado de todas armas, y le atravesaba el pecho de un lanzazo. Despertó sobresaltado, y aunque todos lo tranquilizaban diciéndole que había sido una pesadilla, él estaba abatido.
-No ha sido pesadilla: ha sido sentencia fulminada por Dios.
El rey pasó nueve días haciendo penitencia; al décimo fue hallado muerto.
El caballo, con su campana, escapó del cercado y guiado por su instinto o por una fuerza sobrenatural emprendió camino hacia el convento de San Iltudo, cruzando montes y ríos. Por el camino se le iban juntando caballos y más caballos hasta formar una gran manada que se detuvo ante el convento.
Los monjes, maravillados, vieron que todos los caballos eran exactamente iguales, como hechos a máquina, y optaron por repartírselos a partes iguales.
Pero esto ocurriría muchos años más tarde.
Entre tanto, la muerte por licuefacción del anterior valido no había sido bastante escarmiento para el rey Meirchion Vesanus, cuyo nuevo ministro seguía impidiéndoles a los monjes usar los mejores pastos con el único propósito de fastidiarlos, envidioso de su prosperidad.
-No os preocupéis por eso -dijo Iltudo-; total, es un terreno pantanoso que no sirve para nada; llevad las vacas a otro lado.
Turbera. Kitty Kielland. |
-Yo os digo que es una ciénaga y sé lo que hablo.
En efecto, la primera vez que el ministro nuevo (Cefygid se llamaba) volvió a los prados a cerciorarse de que los monjes no habían llevado a ellos las vacas a pastar, el suelo empezó a ablandarse bajo sus pies hasta convertirse en un tremedal que se lo fue tragando sin que pudiera hacer nada para escapar. Siglos después, todavía existía el pantano para escarmiento de malvados.
El rey, enfurecido por la muerte de su segundo ministro, se armó y salió en persona a la cabeza de una tropa de caballería para dar muerte a Iltudo o, cuando menos, expulsarlo definitivamente de sus dominios.
Satanás debió de inspirarle la idea, porque sin tener tiempo de acercarse al monasterio se sumió en las profundidades de la tierra y no se le volvió a ver.
Iltudo, que ya había librado al reino del monarca demente y sus tiránicos ministros, buscó de nuevo el sosiego en el seno de una caverna junto al mar, en la que se recluyó. Con exactitud, un ángel acudía cada nueve horas a traerle la comida.
San Iltudo es un santo telúrico. Tiene especial debilidad por las cuevas. Como una nutria, le gusta para vivir una madriguera lamida por las aguas de un río. Tiene estrecha relación con los caballos, animales ctónicos. Es labrador y goza cavando la tierra, sacándole fruto. Incluso al mar le sonsacó un pedazo para ponerlo a pasto y a cultivos. Y cuando necesita el amparo divino, es la tierra la que lo venga de sus enemigos, engulléndolos.
Sentado en la boca de su cueva, un día San Iltudo vio venir por el mar un barco en que bogaban dos ancianos. En cubierta, un altar con velas encendidas. Los tripulantes de la embarcación entregaron solemnemente a Iltudo el cuerpo aromático y embalsamado de un santo, diciéndole de quién se trataba y encomendándole el mayor secreto: por eso aun hoy se ignora el nombre del santo aquel. Iltudo dejó reliquia y altar en el fondo de la cueva. Después los ancianos volvieron a hacerse a la mar.
Fue por aquellos días cuando San Iltudo se embarcó rumbo a Bretaña, donde había nacido. No estuvo allí mucho tiempo, pero a la hora de regresar los bretones querían impedírselo a toda costa.
-Tú eres de aquí; ¿no te duele dejar desamparados a tus paisanos?
-Prometo que volveré pronto y ya será a quedarme.
A medida que notaba que sus días iban acabando, Iltudo iba sintiendo con más fuerza el gusanillo de la nostalgia.
-¡Ay, yo no quiero morir tan lejos de casa! ¡Yo quiero irme viendo el mar de Bretaña, con mis amigos Sansón y Gildas y Brioc!
Y despidiéndose de sus discípulos y vecinos galeses, embarcó al Sur y se instaló en Dol, donde pasó sus últimos días.
Murió, y su fiesta se celebra, el seis de noviembre.
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