jueves, 29 de noviembre de 2012

Perros, dragones, caballos, serpientes y sirenas

Uno de los siete santos principales de la Bretaña es San Tugdual, también llamado Pabu.
De su vida se conservan tres versiones medievales, que editó juntas La Borderie en las Mémoires de la Société Archéologique des Côtes-du-Nord.
San Tugdual. Vidriera moderna.
A la primera, muy escueta, le atribuye el editor gran antigüedad; la última sería ya del siglo XI. A pesar de eso, es ésta la que más elementos míticos y fantásticos incorpora, y no forzosamente tan recientes como la redacción del relato.
El nombre de Tugdual o Tudgual (que es la forma etimológica) se remonta al britano *Teutoualos, que significa "jefe del pueblo". Teuto-, "nación", es palabra corriente en indoeuropeo: tudesco, por ejemplo, quiere decir en realidad "de nuestro pueblo". Valos como compuesto de nombres propios aparece con frecuencia entre los celtas. Donald, por ejemplo, viene de *Dumnoualos, "el rey del mundo", y Conall, *Cunoualos, sería el Perro Rey. El equivalente irlandés de Tudgual es el frecuente Tuathal, que en inglés se escribe Toole.
El Tugdual del que hablo ahora pertenecía a la aristocracia más selecta de Britania, como que era hijo de Pompeya, hermana de Riwall, a quien las crónicas designan como "el primer britano que cruzó la mar". Este Riwall, hijo de Deroch y padre de otro Deroch (ver El fuego libre del agua), fue, se dice, el primer rey de la Domnonia, y su reino abarcaba toda la parte de Bretaña bañada por el canal de la Mancha. 
En la segunda vida de San Tugdual se afirma que era irlandés, de acuerdo con lo que dice una vida suya "escrita en la bárbara lengua de los escotígenas"; la vida tercera lo niega explícitamente sosteniendo su origen britano; yo no sé cuál será la verdad pero sí es cierto que había irlandeses en Britania y que el mismo Brychan Brycheiniog, padre de muchísimos santos, tenía sangre irlandesa. Así que las dos cosas, irlandés y britano, podían ser a la vez.
Tugdual, desde pequeño, dio muestras de su vocación eclesiástica. Fue niño modoso y meditabundo, poco amigo de los habituales juegos infantiles, amante del estudio en que progresaba con rapidez que dejaba pasmados sus maestros. Joven aún, se hizo sacerdote y se dedicó a hacer vida penitente y retirada.
En su retiro recibió la visita de un ángel que le ordenó abandonar su patria y marchar a la Pequeña Bretaña. No se fiaba de la autenticidad de la visión, aunque se repitió al día siguiente. Al tercer día el ángel apareció irritado.
-¿Tú no entiendes bretón o qué es esto? ¿Cuántas veces va a haber que repetirte las cosas? ¿O es que quieres ver lo que pasa cuando le haces esperar a Dios?
-¡Bueno, bueno! Yo, como a veces el Demonio es muy astuto y por menos de nada...
-Ya estás tardando. Espabila.
Tugdual se apresuró a elegir setenta y dos discípulos que lo acompañasen en su viaje.
Este detalle es interesante. Si es cierto que eligió, a imitación de Jesucristo, setenta y dos compañeros, se puede pensar que al ponerse en marcha le rondaba la cabeza una idea mesiánica. Fleuriot y Kerboul apuntan a un posible intento de creación de pequeños estados teocráticos en Armórica por parte de los monjes britanos, fuente de fricciones entre los grandes abades y los jefes políticos y guerreros. El enfrentamiento entre los abades-obispos y el rey Conomor, que acabó con la excomunión de éste, ilustraría este pulso.
El puerto de Saint Pabu, donde desembarcó San Tugdual.
A diferencia de su tío Riwall, que en su migración a Bretaña llevaba pobladores de ambos sexos, en la expedición de Tugdual sólo iban tres mujeres: su madre Pompeya, su hermana Sewa y la viuda Maelhen, que servía en la abadía de Tugdual. Los setenta y seis llegaron al puerto donde les estaba esperando una milagrosa nave, tripulada por un grupo de marineros tan expertos como radiantes de hermosura, que en brevísimo tiempo los llevó al reino de Deroch. 
Apenas desembarcaron, la nave se desvaneció perdiéndose para siempre. ¿Quién duda -dice la vida tercera- que fuesen ángeles los que la conducían? 
El puerto donde tomaron tierra se llama hoy, en memoria del santo, Saint Pabu.
Por el camino, encontraron un mendigo pidiendo limosna. Estaba esquelético y abrumado, al parecer, por una grave enfermedad. San Pabu no sólo le socorrió con una limosna, sino que le devolvió la salud. Éste fue el primero de una larga serie de milagros: curaciones, exorcismos, expulsión de serpientes de territorios infestados de ellas... Enfermos y tullidos se atropellaban a esperar su paso por las encrucijadas.
La vida tercera cuenta incluso que cerca de Tréguier, en una cueva, vivía un dragón terrible que con su aliento infecto tenía el aire de toda la comarca envenenado. era de una voracidad espantosa y lo mismo engullía a los ganados que a las personas.
A ruegos de los vecinos, San Tugdual se adentró tranquilamente en su caverna, le ciñó el cuello con su estola y se lo llevó a tirones, como se hace con un perro que se ha parado a ensuciar un sitio que no debe. Así lo arrastró hasta unas rocas junto al mar. Las aguas, sólo de verlo, rompieron a hervir. Pabu le mandó saltar y el dragón desapareció para siempre entre las espumas.
Viajero infatigable, recorrió toda la Domnonia de San Ronan a Dinan. Fundó el gran monasterio de Tréguier, que aún no era sede episcopal. Y visitada gran parte de Bretaña, se encaminó a París. Por el camino, en Angers, se reunió con San Albino, que se le unió como compañero de viaje. Esto le fue de suma utilidad. En primer lugar, a decir de la vida tercera, San Albino era familiar o muy amigo del rey de los francos, Childeberto I.
Childeberto I era hijo de Clodoveo y de Santa Clotilde y era un hombre ambicioso, que no se paraba en barras. Había matado a sus sobrinos para evitar que le disputasen el trono.
Santa Clotilde reparte el reino de su difunto marido Clodoveo entre sus hijos.
Miniatura del siglo XV.
San Albino serviría para introducir a Tugdual en la corte.
Pero además, San Albino era bretón, de cerca de Vannes, y podría servirle de interprete, dice la vida segunda, de la "romana lingua". 
Este detalle es de interés. La Britania era un territorio del Imperio Romano ampliamente romanizado, como atestiguan las muchísimas palabras latinas que subsisten en la lengua galesa. Sin embargo, existían, sobre todo al Norte y al oeste, zonas que, sin duda, permanecerían impermeables a la lengua latina, de lo que es prueba la persistencia de las lenguas célticas hasta hoy. 
Pero siendo Tugdual hombre de iglesia y de tan portentosa sabiduría, aunque su lengua materna fuera el más cerrado de los britanos, ¿cómo creer que no pudiese comunicarse en latín con los francos? ¿Es posible que ya en el siglo VI hubieran evolucionado tanto los dialectos del latín que los de Britania y Francia no se entendiesen entre sí? ¿O que al que no conociese más latín que el aprendido de los maestros y de los libros le sonase a chino el otro, vulgar, evolucionado, de la vida cotidiana?
Sabemos además, por la vida tercera, que el ángel hablaba con San Tugdual en bretón, aunque -puntualiza el texto- el santo conocía los dos idiomas "por la afinidad de ambas regiones". Incluso le entregó una carta de Dios escrita con letras de oro en lengua bretona.
Decimos "bretón" a sabiendas de cometer una inexactitud, porque en aquella época el bretón, el córnico y el galés, amén de otros dialectos britanos desaparecidos, no se habían dividido aún formando lenguas aparte.
A las puertas de París, los dos santos se encontraron con el cortejo fúnebre de un noble muerto en plena juventud. Tugdual lo resucitó. Después, sanó a un paralítico: no había acudido él al santo por iniciativa propia, sino por la de sus criados, a los que traía mártires con sus manías y con sus rabietas (cujus vita domesticis habebatur odiosa). Y cuando le devolvió el movimiento, no él, sino sus familiares y criados eran los que se arrojaban de hinojos a besar las manos de Tugdual...
Tantas maravillas llegaron a oídos del rey, que lo mandó llamar. Llegado a su presencia, una blanca paloma bajó del cielo y se posó sobre los hombros del santo. Estupefactos, el rey, la reina Ultragota y la corte entera como un solo hombre se levantaron y cayeron postrados ante el santo.
Muy a pesar de Tugdual, Childeberto (rey muy religioso y devoto con todo y con sus pecados: ¿quién está libre de ellos?) se empeñó en nombrarlo obispo. Tugdual tuvo que ceder, pero puso la condición de que fuese en Bretaña (no en París como quería el rey) y allá que se volvió, a la hoy desaparecida ciudad de Lexovia (ver En el país de los cojos el tuerto es el rey). 
San Tugdual, obispo. Tréguier, Bretaña.
En la primera misa que, ya como obispo, celebró ante la corte, tuvo por monaguillos a los ángeles venidos a propósito del Cielo.
Llegado a la bretaña, Tugdual se dio cuenta de que la realidad no era tan halagüeña como tiempo atrás. El rey Conomor, mediante su malvado prefecto Ruhuto, ponía todas las cortapisas que se le ocurrían a la labor del obispo. 
No hay que olvidar que Conomor tenía especial rencor a la estirpe de Riwall, a la que pertenecía Tugdual. En el conflicto franco, Riwall apoyaba a Clotario y Conomor a su enemigo Childeberto.
Ruhuto se dedicaba a sembrar la cizaña entre Tugdual y los fieles, y la que había sido al principio auténtica adoración se había transformado en desconfianza e inquina en parte del pueblo. Al cabo de algún tiempo, el ángel volvió a visitarlo. A San Tugdual le habían dado posada en su casa unos campesinos y después de rezar sus maitines afuera, antes del alba, se sentó en el suelo contra la pared a disfrutar de los primeros rayos de la aurora y se quedó dormido con la cabeza en las rodillas. 
-Desentiéndete de estos ingratos -le dijo el mensajero divino, nimbado de glorioso resplandor- . Si quieres que vuelvan a quererte, pon tierra por medio.
-¿Y adónde voy a ir?
-¡A los santos lugares! Empezando por Roma. 
Y le entregó una carta del Cielo, escrita con letras de oro, que decía:
Romam vade cito.
Propera! Jubet hoc Deus: ito!

Vete a Roma pitando.

¡Muévete! Dios lo manda. ¡Arreando!
  
Esta vez no hubo necesidad de repetírselo. En poco tiempo, Tugdual había llegado a Roma. Él no lo sabía, pero aquel día se había de celebrar la elección de papa y no había candidato. Tugdual entró a rezar en una iglesia repleta de fieles y de nuevo una paloma blanca vino a posársele en el hombro.
-¡La han tomado conmigo los bichos estos! -le dio tiempo a pensar.
Pero ya varias manos lo alzaban sobre la multitud que lo aclamaba pontífice. A regañadientes, tuvo que aceptar, resignándose a admitir que tal era la voluntad divina. Y adoptó el nombre de León Britígena (este dato, consignado por la vida segunda, contradice la afirmación de este propio texto de que era irlandés, salvo que lo fuese de los de Britania). En todo caso, según la vida  tercera, de aquí le viene el nombre de Pabu, que es -indica- un corrupción britónica de papa.
Es extraño, pero en la lista de los papas no figura este León Britígena.
Pero como su propósito era peregrinar a Tierra Santa, durante su pontificado viajó a Jerusalén, donde visitó y adoró cuanto había que visitar y adorar.
Y en el segundo año después de ser elegido, estando una mañana en oración ante la tumba de San Pedro, en medio de una claridad refulgente le vino a ver el ángel:
-Por medio de este mensajero te ordena Dios que dejes la silla apostólica y te vuelvas a tu diócesis de Lexovia. Como te habíamos augurado, los lexovienses están arrepentidos de haberte dejado marchar y claman por su pastor. Dios se ha apiadado de ellos. 
Como si, más que obispo, Tugdual hubiera sido un soberano celta, su partida había supuesto una ruina absoluta de su diócesis: los ríos estaban secos, las mujeres, los ganados  y los campos estériles, reinaban el hambre y las epidemias...
Esta vez también hubo que repetirle las órdenes al santo:
-¡En mi vida he visto hombre más desconfiado ni más remiso en obedecer a Dios!
-Puedo haberme alucinado y es un viaje muy largo para lanzarse a él por una ventolera. 
-Por el viaje no tengas pereza: acércate al Monte del Gozo, que te estará esperando un espolique con una caballería.
En Roma, como en Compostela, el Monte del Gozo era una colina desde donde los peregrinos, ya casi tocando su meta con la mano, divisaban por primera vez las torres de la ciudad.
Allí estaba dispuesto para Tugdual un ángel con un caballo blanquísimo, que en un solo día lo condujo de Roma a Bretaña volando por los aires. Tugdual se maravillaba contemplando desde el cielo la espesura de los bosques, las cumbres de las montañas, la vehemencia impetuosa de los ríos.
Un niño que era mudo rompió a hablar anunciando haber visto la llegada del santo, que se había producido a bastantes leguas de distancia.
No bien se apeó Tugdual, el paje divino montó, alzó el vuelo y se perdió de vista en los aires.
Tugdual fue recibido con entusiasmo por el pueblo y volvió a sus funciones de obispo. A poco de llegar, estando sentado un día contemplando el mar desde una altura, vio a una pobre mujer embarazada de muchos meses que subía con penoso esfuerzo, cargada con dos cántaros de agua, la empinada cuesta. Cuando llegó arriba, junto a donde estaba Tugdual, se dejó caer sentada en una piedra para cobrar aliento.
-¿Me das un poco de agua? -dijo el santo.
La mujer no tenía fuerzas ni para hablar; dijo que sí señalando al cántaro con un gesto de la barbilla. Tugdual lo cogió.
-Mujer: ¿cómo haces eso en tu estado? ¿No ves que puede ser peligroso?
-Si no subo yo el agua, no bebemos en casa nadie. No hay otro manantial más cerca que ése de la playa.
-Bueno, pues ahora ya sí -dijo Tugdual, y vertiendo un poco del cántaro hizo brotar una fuente límpida y fresquísima, que no se agota ni en las sequías más tremendas.
No sólo la embarazada, sino todo aquel barrio quedó eternamente agradecido al santo por el suministro de agua.
Mayor favor aún fue el favos que hizo acabando con la epidemia que azotaba a la Domnonia entera, y especialmente al Léon.
Era una pestilencia de un tipo extrañísimo y la iba extendiendo un perro negro (unos manuscritos lo llaman negro -fulvus- y otros pardo -falvus-, pero me inclino por lo primero). Iba recorriendo los campos y los poblados. De pronto se detenía y miraba a alguien.La persona que recibía sus miradas podía estar segura de caer enferma. Esa misma noche empezaba a inflarse terriblemente, hasta que la piel demasiado tensa se rasgaba abriendo paso a abundante y fétida supuración. El enfermo no tardaba en morir.
El perro iba creciendo en osadía y si antes sólo actuaba en despoblado, contra los labriegos que trabajaban en los campos, pronto empezó a recorrer los pueblos. Se asomaba por las puertas y miraba a los moradores de las casas, que caían como moscas.
Bendición de apestados por un obispo. Miniatura del siglo XIV.
La gente atrancaba las puertas, no se atrevía a asomar fuera la nariz, y los cadáveres quedaban abandonados por campos y calles, descomponiéndose y corrompiendo el aire.
He dicho que opto por el color negro porque veo en este perro epidémico una aparición más de la bestia diabólica canina tan frecuente en el folklore (ver Los demonios perrunos).
Alarmado, San Pablo Aureliano convocó a San Corentín y San Tugdual para dar fin a aquella plaga.
-¿Quién de los tres se encarga del trabajo?
-Hombre: Tugdual, que es el varón de más autoridad.
-Bueno, venga; voy yo.
Tugdual subió a lo alto de una colina; una gran muchedumbre se había congregado al pie de ella para acompañarlo en sus plegarias.
Al cabo de poco tiempo se vio un espectáculo estremecedor y pavoroso: como si fuesen aves migratorias, miles y miles de féretros baratos (de los que se llamaban sandapila) cruzaban el cielo en formación, los sudarios como largas colas ondeando siniestramente al viento; y al término de su macabra procesión aérea se precipitaban a las aguas del mar. Desde aquel día no volvió a enfermar nadie ni fue visto el perro maldito. 
Todos los males del país desaparecieron, las cosechas fueron abundantes, las mujeres y los animales parieron felizmente abundante descendencia, los campos verdeantes recreaban la vista, los árboles se encorvaban bajo el peso de la fruta.
Tanta felicidad no podía durar, y no mucho después Tugdual se sintió morir y lo comunicó a sus más próximos.
-No me lloréis, que éste es el último y el mayor de los triunfos.
-¿Y qué vamos a hacer sin ti?
-Os doy un sucesor mejor que yo en Rivelino.
Al amanecer del domingo, murió Tugdual, se levantó una brisa cargada de aromas celestiales y portadora de armonías dulcísimas. Lo embalsamoron con ungüentos perfumados que había traido a tal fin desde Tierra Santa.
Desgraciadamente, no todos quisieron hacer caso de Tugdual y, no dejándole descansar ni después de muerto, le hicieron volver a resolver asuntos de la diócesis (ver Una sucesión conflictiva).
La vida tercera continúa refiriendo milagros de Tugdual después de muerto. En un ocasión un barco de peregrinos que se dirigían al santuario de San Tugdual a adorar sus reliquias se fue a pique y a todos sus pasajeros se los tragaron las olas. Se imploró y rezó al santo y la mayoría fueron devueltos por las aguas como si tal cosa. Pero faltó un joven, noble y prometedor, al que tras haberlo buscado cuatro días en vano las olas arrojaron muerto a la playa. 
Sus familiares lo pusieron en unas angarillas y lo llevaron ante el altar donde estaban las reliquias de San Tugdual. Los ánimos estaban muy encendidos.
-¡Irlandés! ¿Qué te había hecho este muchacho? ¡So irlandés! ¡Asesino! ¡Si no estuvieras muerto había que ahorcarte! 
-Irlandés tenía que ser.
Uno de los sacerdotes del santuario cogió parte de las reliquias del santo y con ellas le hizo al cadaver la señal de la cruz en la boca. El que yacía irreconocible e inflado como un odre, afeado por manchas de todos los colores, se levantó de las parihuelas con su figura elegante de siempre, su tez cuidada y su aspecto de mozo lleno de salud. Por propia voluntad se dirigió al juez y contó que estaba vivo por la protección y amparo del santo.
Otras reliquias de san Tugdual, remojadas en agua y usadas como hisopo, extinguieron un voraz incendio que había devorado media casa de labranza.
Otro día volvían unos estudiantes a casa un sábado, después de haber pasado la semana internos, como era costumbre. Iban tan animados charlando al borde del mar que no se dieron cuenta de que faltaba uno de ellos, el más joven y bonito, que se le llamaba Gwengal. Seguramente se lo habría llevado la resaca.
Entre llantos y rezos, sus compañeros lo veron salir de debajo de la aguas al cabo de largo rato. llevaba atada al pie derecho una cinta de seda.
-¡Me han cazado las mujeres marinas! -contó- Y me han arrastrado bajo los roquedales de la orilla. Me llevaban atado con cintas de seda y no me podía soltar. 
Hylas. John William Waterhouse.
Yo me desesperaba de oíros gritar y buscándome y llorar y rezar, pero hablar ni chillar no podía. Entonces llegó un venerable anciano, vestido de obispo, y a puros tirones, con una fuerza increíble me arrebató de ellas. No sé cómo, hizo debajo del mar un túnel de agua, y bajo esa bóveda líquida me condujo hasta la playa. Con su sola presencia puso en fuga a las nereidas, que se dispersaron despavoridas. En su precipitación, una de ellas se olvidó hasta de desatar la cinta, que es su ceñidor, y ahora la llevo al tobillo en testimonio de ser verdad lo que digo.
Este Gwengal era una especie de Hylas bretón, y si San Tugdual, que no era ningún Maciste, pudo lo que no pudo Hércules, es que la ayuda de Dios es lo que más vale.
La festividad de San Tugdual, patrón de Tréguier (junto a san Yves), se celebra el 30 de Noviembre.

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