lunes, 12 de noviembre de 2012

La lengua recobrada

El gran Mabillon, en las actas de los santos benedictinos, recoge la Vida de San Livino, obra, según se dice en el propio texto, del clérigo Bonifacio.
Ha sido discutida la existencia de este santo, confundido según algunos con otro, San Lebuino, activo en la misma época y región; se ha atribuido la confusión a emulación entre monasterios. Los celos  de unos de las reliquias poseídas por los otros habrían llevado a la invención de un santo ficticio cuyo culto corriese parejas con el de los rivales.
La prosa de Bonifacio parece tardía y resulta un tanto farragosa, pero su relato contiene elementos de aspecto antiguo, como vamos a ver.
En todo caso, he aquí: Bonifacio refiere que en tiempos del ínclito rey Colomagno de Irlanda había un caballero sobresaliente en toda clase de virtudes, llamado Teagnio, casado con la nobilísima Agalmia, hija de Efigenio.
Mano de Dios y palomas. Mosaico del siglo XII.
Una noche de domingo, estando el matrimonio en la cama, ni bien dormidos ni despiertos del todo, he aquí que descendió de las alturas una paloma de láctea blancura y resplandeciente de claridad celestial, viniendo a posarse a la cabecera de los esposos. Los miró con tierna gravedad, abrió las alas y dejó caer de su pico tres gotas de leche en los labios de Agalmia. Al momento, el aposento quedó bañado de una claridad sobrenatural acompañada de suavísimo perfume que duró hasta la mañana. Y en ese mismo momento Agalmia sintió que una criatura se movía en su seno. Tal vez (dice Bonifacio prudentemente) ya se gestaba latentemente en su seno, y vivificado con el soplo divino cobró entonces movimiento.
La verdad es que esta concepción por vía oral no es nada excepcional en el mundo mítico irlandés. Se encuentra en la historia del nacimiento de Étain y en la del de Cú Chulainn, por poner dos casos. De esta manera, el héroe puede tener más de un padre, dado que su concepción no tiene por qué ser única. Uno humano y uno divino, por ejemplo.
Asombrados por el prodigio, ya al rayar la aurora, los esposos mandaron llamar a Menalquio, hermano de Teagnio y archipontífice, para que interpretase lo ocurrido. Menalquio profetizó que nacería de ellos un niño que traería gran alegría no sólo a Irlanda, sino a muchas otras naciones. El anuncio de Menalquio resultó literalmente exacto, porque cuando vino el niño al mundo el día salió limpio y claro y todos los habitantes del país se sintieron a la vez empapados de serenidad y animados de gran alegría, cosa que nunca se había visto ni leído en los más antiguos códices.
San Agustín predica a los sajones. Ilustración de 1864.
Fue por entonces (es decir a finales del siglo VI) cuando el papa Gregorio envió a Inglaterra a San Agustín de Canterbury para evangelizar a los sajones y se decidió solicitar que fuese él quien bautizase al recién nacido. Le pusieron Livino por un tío materno suyo, que había muerto mártir.
Una columna de luz más brillante que el sol bajó sobre el niño, y de ella asomó una mano diestra que lo bendijo tres veces, mientras una voz lo proclamaba amado de Dios y de los hombres.
Livino fue criándose como niño bueno, sabio y lleno de virtudes. Para su instrucción, se recurriría a un hombre de santidad y sabiduría reconocidas: Benigno. 
A los nueve años, yendo con su padre a misa, se les cruzaron unos rústicos que conducían a dos posesos encadenados. Uno de ellos , furioso, había dado muerte a un hombre y dos mujeres; el otro a su propia familia: su mujer y dos hijos. Livino avanzó hacia ellos y les impuso las manos, exorcizándolos. Al momento, empezaron a exhalar por las narices unas espesísimas columnas de humo acre, chorros de sangre negra y pestilente y verdaderas nubes de moscardones que salieron volando y se perdieron en el aire con atronador zumbido. Saliendo de las tinieblas de la posesión, los endemoniados se confesaron y, agradecidos, toda su vida continuaron junto a San Livino y alcanzaron ellos mismos la santidad: se llamaban San Elimas y San Sinfronio.
El ama a cuyos pechos se había criado Livino llegó al trance de la muerte; todos los signos de ella se pintaban en su rostro: ni veía, ni conocía; movía imbécilmente la cabeza cérea de un lado para otro en la almohada y de un momento a otro se esperaba que expirase. Todos rodeaban su camastro llorando: amos y criados. Livino se abrió paso y se puso a rezar junto a la yacija; no tardó la pobre mujer en abrir los ojos con lágrimas de gratitud.
-¡Ya era hora! Me habían estado llevando un par de demonios por unos caminos horribles, llenos de baches y de pedruscos, por un monte negro como boca de lobo para haberme matado si no hubiera estado ya muerta, hasta una fosa de pez y de azufre hirviendo donde me querían echar de cabeza. 
Almas arrojadas al infierno. Relieve gótico. La serpiente enrollada
a la mujer del centro alude a la lujuria; la bolsa en la olla de la derecha
seguramente a la avaricia.
Y de pronto aparecieron San Miguel y San Pedro con otros viejos santos, se hizo la luz y mandaron que me soltasen porque Dios había escuchado las oraciones de mi Livino.
-Tranquila: se te han concedido muchos años más para que expíes esos pocos pecadillos que tuvieses. Yo -dijo Livino- me voy a retirar a la soledad de los bosques, a sustentarme de   plantas silvestres y agua previamente enturbiada.
-¡Te seguiremos al yermo! -dijeron Cillian, Faoláin y Elías, constituyéndose en discípulos suyos.
Pero el rey los cortesanos tenían tanta confianza en él que acudían a diario a consultarle sus asuntos y no le dejaban meditar en paz.
-No te apures -le dijo un ángel que vino a verlo-; lo que tienes que hacer es poner tierra por medio. ¿Por qué no vas a completar tus estudios con San Agustín, que te bautizó?
-Buena idea.
Emprendió el viaje con sus tres discípulos y a mitad de camino de la costa se encontraron con un joven guapísimo.
-Me mandan para que te proteja durante todo el viaje. Haremos el camino juntos -dijo.
Siguieron andando por tierras para ellos desconocidas: prados de un verde rutilante, de hierba espesa y muelle con flores de los más vivos colores y árboles que llevaban frutas nunca vistas, de aroma que embelesaba.
-No sé por qué camino nos estás llevando -le dijo Livino-, pero según mis cuentas ya hace tiempo que teníamos que haber llegado al mar.
-¿Y dónde te crees que estás? ¡El mar es esto!
-¿¡El mar!?Efectivamente, estaban cruzándolo a pie enjuto y se les antojaba que las vastas extensiones marinas eran aquellos campos amenos. Cuando lo hubieron atravesado y llegaron a tierra firme, el ángel (pues eso era el bonito guía) salió volando y se perdió en los cielos.
-¡Adiós, Livino!
Esto mismo del ángel para quien los mares son prados transitables a pie se cuenta, entre los irlandeses, de manannán Mac Lér, el dios marino, que pasea sobre las olas en su carro y ve en ellas una maravillosa región de praderas y vergeles.
San Agustín, prevenido por el Cielo, salió a recibir a Livino, que estuvo estudiando con él cinco años y tres meses, al cabo de los cuales se despidieron. Livino se llevaba a su patria ornamentos litúrgicos de altísimo valor, obsequio de San Agustín.
Había muerto el obispo Menalquio y San Livino fue nombrado en su lugar. En el momento de su consagración, una solemne voz celestial saludó al nuevo obispo. A la vez bajó del cielo una corona de oro y piedras preciosas, entretejida con flores sobrenaturales de aroma delicioso y que resplandecía con los colores purpúreos del ocaso. Lo que nadie sospechaba es que esa púrpura prefiguraba la sangre de su martirio.
San Livino era hombre delgado y menudo. con dedos finos, largos y huesudos. Tenía la cabeza y las orejas grandes, el cabello rubio entrecano sobre todo junto a las sienes raleaba bastante por la frente, las cejas eran pobladas y canosas sobre sus ojos vivarachos y alegres. La barba era blanca. La cara chupada por los muchos ayunos; la piel muy blanca pero con chapetas sonrosadas. la gracia del Espíritu Santo le confería una belleza especial. 
Siendo obispo, Livino sanó a un leproso que yacía en cama sin poder mover más que los ojos y salvó del naufragio a un barco que zozobraba sacudido por una tormenta. Caminando sobre las aguas agitadas por la tempestad, Livino subió a bordo del barco, calmó a las olas con sus palabras y rescató de entre ellas al timonel, al que habían engullido hacía un buen rato.
A pesar del cariño de sus fieles, decidió un buen día que era su obligación difundir la palabra de Dios por otras tierras, y marchó a Gante a venerar la tumba de San Bavón, muerto hacía tres años, invitado por el abad San Floriberto y de allí a sembrar el Evangelio por el Brabante.
Brabante era entonces una región próspera a decir de Bonifacio, y poblada por habitantes dotados de toda clase de buenas cualidades, pero esclavos de todos los vicios. La predicación de San Livino comenzó a dar frutos. El diablo vino corriendo a él valiéndose del cuerpo de un endemoniado que lo cubrió de insultos y amenazas, pero San Livino lo expulsó, dejando a su víctima sana. 
El santo se alojaba en casa de dos piadosas hermanas, Doña Berna y Doña Crafaílde a cuyo hijo, que llevaba años ciego por culpa de las viruelas, devolvió la vista.
A pesar de sus buenas obras y de los milagros que obraba, el cristianismo se enfrentaba a la oposición violenta de buena parte de la población, aferrada a sus viejas creencias y desconfiada. 
-Este es un tío astuto -decían-. Viene en plan santurrón a ganarse las voluntades de los bobos y de las mujeres para hacerse el amo del país.
-Pronto empezarán a lloverle herencias y donaciones.
-Estos fanáticos siempre hacen igual: lavan el cerebro a los incautos, dividen a las familias y las destrozan. Luego, a río revuelto ganancia de pescadores.
-Hay que darle un escarmiento.
-Bueno, pero sin pasarse tampoco.
-Eso ya se verá.
-Que no le queden ganas de volver por aquí.
Caldeados los ánimos, lo esperaron en grupo para darle un buen susto. Dieciséis eran, ni más ni menos. Unos llevaban puños de plomo, otros garrotes y lo que sirviese de arma improvisada. Cayeron sobre Livino y empezaron a sacudirle una somanta de no te menees.
Uno de ellos, un tal Gualberto, diabólicamente inspirado, sacó no se sabe de dónde una tenaza:
-Verás lo poco que vas a volver a embaucar a la gente.
Con la tenaza le arrancó la lengua de la boca y se la arrojó a un chucho que andaba husmeando por ahí.
-Ten, guapo: a ver si aprendes la oratoria sacra.
-No parece que le aproveche mucho.
-De "guau, guau" no hay quien le saque.
-Al otro tampoc... ¡Ah!
Una llama de ira del cielo había surgido devorando a los atacantes sin dejar de ellos ni las cenizas. 
Pedro Pablo Rubens, Martirio de San Livino.
Dios devolvió a Livino la lengua y las agresiones no le entibiaban el celo apostólico. Dios defendía a su mensajero. Otro tal Gerardo, que fue a darle un puñetazo a Livino, se quedó tres días con el brazo tieso. Arrepentido, sanó y se convirtió en discípulo suyo.
Pero finalmente, una noche mientras estaba rezando se le apareció Cristo rodeado de santos anunciándole su muerte cercana. Livino, al día siguiente, reunió a sus conversos y se despidió de ellos con lágrimas en los ojos.
-Me voy a sembrar la palabra de Dios a otra parte. Seguramente allí recogeré la corona que me está esperando.
Pero los paganos no estaban dispuestos.
-¿Vamos a dejar que se vaya este brujo sin que se lleve un escarmiento?
-No lo querrán los dioses.
Livino estaba rezando cuando vio bajar del cielo una paloma como la nieve que dio tres vueltas volando en torno de él y dejó caer de su pico tres gotas de sangre de viva púrpura sobre su cabeza.
-Ya está abierta la puerta de la vida-dijo-. No temas.
-¡¡Padre!! -gritó, entrando a toda prisa, el discípulo Faoláin- ¿Oyes cómo vienen corriendo en tropel al asalto de la casa? ¿No oyes el estrépito de las armas?   
Pero ya se abría la puerta y entraban, temblando de furia, Meinzón y Gualberto, los cabecillas paganos, seguidos de una muchedumbre armada.
-¿No podéis entrar civilizadamente? -preguntó Livino con una sonrisa en los labios-. Si venís a arrepentiros os escucharé en confesión uno por uno con mucho gusto. Pero si, como veo, venís dispuestos a matarme, ruego a Dios que os conceda el arrepentimiento y el perdón; que allí donde estén mis reliquias haya siempre paz y abundancia y que al que me rece con fe se le escuchen sus súplicas. 
-¡Concedido! -anunció una voz sobrenatural.
-¡Amigos míos y discípulos! Sed fuertes. El Espíritu de Dios nunca os fallecerá. Vienen tiempos de prueba...
-Pero ¿vas a ser charlatán hasta el borde mismo de la tumba? ¡Se acabó! -dijeron los paganos, y lo decapitaron de un tajo.
Los cristianos, que habían presenciado atónitos cómo los ángeles venían del Cielo y se llevaban el alma del mártir, se apresuraron a honrar sus despojos. Entre ellos se encontraba Doña Crafaílde, con un niño de días en los brazos. Livino lo había bautizado con el nombre de Bricio.
Y el pequeño Bricio, milagrosamente, alzó la voz:
-Habéis matado a un inocente sin motivo, encima de que venía a traeros la luz. 
Gualberto, furioso, le abrió la cabeza en dos a Doña Crafaílde con un hacha de doble hoja que traía; después se ensañó con el niño y lo hizo tres pedazos.
Cuando los fieles pudieron, por fin, dar sepultura al cuerpo santo, encontraron maravillados un sarcófago preparado, de hechura tan extremada y perfecta que no dudaron ser obra más que de manos humanas. En él sepultaron a Livino y cavaron al lado una tumba para Doña Crafaílde y el niño. 
San Livino cefalóforo.
Foto: Paul Hermans.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/0/0e/Livinus.jpg
El martirio tuvo lugar en el pueblo de Esse y el sepulcro se encuentra en el de Houtem, brabanzones ambos. La tradición popular dice que el propio San Livino fue caminando de uno a otro, llevando en las manos su cabeza cortada.
La festividad de San Livino se celebra el 12 de noviembre.

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