viernes, 18 de mayo de 2012

Un difunto irritable


Uno de los clérigos más importantes en la Francia de su tiempo -la primera mitad del siglo X- fue Flodoardo, canónigo de Reims y más tarde obispo de Noyon y de Tournai. Es autor de un extenso poema hagiográfico, De trumphis Christi,  y de una vasta obra histórica. La Historia de la Iglesia de Reims dista de ser historia local por la importancia que tuvo esa ciudad durante los tiempos merovingios y carolingios.
Las luchas y forcejeos político-religiosos de Reims están en el núcleo de la Historia francesa de aquel tiempo.
Flodoardo participó en ellos y su carrera fluctuó al compás de la fortuna de las familias nobiliarias que se disputaban el poder, hasta que, desengañado y viejo, se retiró a la vida monástica.
Carlos el Simple.
En aquellos tiempos, el imperio de Carlomagno se había desmoronado y sus descendientes, cuando se sentaban en los tronos de Germania o Francia (que no era siempre), eran juguete de las grandes familias aristocráticas, que mandaban en sus territorios con verdadera independencia.
Uno de estos grandes estados nobiliarios era el Vermandois, al que pertenecía Reims, dominado por la familia del primer conde, Heriberto I, al que había sucedido su hijo Heriberto II, un político ambicioso y con pocos escrúpulos. Formó parte de los que promovieron la rebelión de los grandes nobles contra el rey Carlos el Simple, al que tomó preso a traición y mantuvo cautivo toda su vida.
Teniéndolo como rehén, chantajeaba a los reyes de Francia con la amenaza de liberarlo, ya que en Carlos recaía la legitimidad dinástica de Carlomagno. De hecho, fue la muerte de Carlos la que marcó el declinar de la fortuna de Heriberto, que buscó entonces sin éxito la alianza de Enrique el Pajarero, rey de Germania, y acabó ahorcado en 943 por orden de su pariente Hugo el Grande.
Entonces aquel Hugo se encargó de dividir el Vermandois entre los varios herederos de Heriberto y acabó para siempre con ese amenazante estado.
Hugo el Grande, que era hijo de Roberto I, rey de Francia, yerno de Enrique el Pajarero y padre de Hugo Capeto, se convirtió en cabeza de la dinastía que había de reinar en Francia hasta 1848.
Flodoardo estaba entre quienes se oponían a la poderosa familia de los Heribertos, lo que le valió numerosos sinsabores.
Cuenta, pues, Flodoardo en su Historia Ecclesiae Remensis la siguiente historia, que se lee (en latín) en los Acta sanctorum del día 18 de Mayo y en la Patrologia Latina y los Monumenta Germaniae Historica en línea.
Fue el caso que Hildegario, presbítero de una de las dos iglesias de San Hilario en Reims, recibió un día la visita de un grupo de vecinos que acudían a él con una súplica.
Acababa de morir en la ciudad un hombre de noble linaje pero de tan menguada hacienda que no había dejado ni lo necesario para un entierro decente. Ellos, sus amigos, querían ahorrarle la vergüenza póstuma de ser arrojado de mala manera como a cualquier pordiosero. 
Entierro en Tournai. Miniatura del siglo XIV.
Como entre todos no juntaban para un entierro decente, pedían permiso de rebuscar por el cementerio algún sarcófago viejo y sin dueño que pudiesen aprovechar. Hildegario no puso peros.
Encontraron uno de acuerdo a sus esperanzas y aun mejor, pero cerrado. Avisaron a Hildegario para que los autorizase a abrirlo. Él mismo acudió en persona, y no había levantado la tapa ni un dedo cuando un aroma suavísimo y tan delicioso como nunca habían olido se extendió por el ambiente. Hildegario arrimó un ojo a la rendija y entrevió un cuerpo entero, incorrupto, revestido de ropas sacerdotales.
-¡Señores: esto es cosa mayor de lo que pensábamos! Vamos a tapar inmediatamente y dejar todo como estaba.
Descubrimiento de un cuerpo incorrupto:
San Cuthberto. Miniatura del siglo XII.
-¿Y nuestro difunto?
-En este sarcófago no puede estar, que aquí hay gran misterio; echad unas tablas encima y poned el cuerpo de vuestro amigo de momento. Yo os prometo solucionarlo cuanto antes. ¡Tierra, tierra, tapad!
Quedó inquieto Hildegario. Aquella noche no conciliaba el sueño, y cuando por fin lo venció vio frente a sí a su abuelo, que había fallecido años atrás.
-¿Tú sabes la que has armado? -le dijo el aparecido- Has ofendido gravemente a Dios. ¡Menos mal que no se te ha ocurrido meter a ese fulano en el sarcófago!
Otro feligrés recibió en sueños la visita del ocupante del sepulcro.
-Estoy echando chispas -le dijo-. Dile a ese presbítero vuestro que qué es eso de darme con un muerto en las narices. No es ya el peso, que es lo de menos, sino la falta de respeto y de todo. Dile que como no me quite de encima esa carroña apestosa, pero deprisa, va a saber lo que és cólera divina.
Al pobre presbítero se le pusieron los pelos de punta y sin dejar pasar un día mandó abrir una sepultura nueva y trasladar a ella al muerto insolvente.
Es de creer que el dueño del sarcófago, satisfecho del éxito, cogió afición a aparecerse a la gente mientras dormía. El siguiente visionario fue un pobre labrador.
-¡Tú, vas a hacerme un favor! Vas adonde el obispo y le dices: "Artoldo, hay un cristiano enterrado junto a la iglesia de San Hilario: está en un sarcófago de tal y tal manera" (que el presbítero Hildegario ya sabe qué sarcófago es). Pues le dices al obispo:  "Ese cuerpo está enterrado fuera de la iglesia con gran desdoro, porque su sitio está en el interior, en puesto honroso", ¿me oyes? Y que me pasen adentro que ya está bien.
Aquel tal Artoldo, que era uno de los valedores de Frodoaldo, fue obispo en dos ocasiones, de 931 a 940 y de 946 a 961 (es decir, después del ajusticiamiento de su adversario Heriberto II). Frodoaldo está, pues, narrando hechos recientes y ocurridos en vida suya.
Cuando despertó el rústico, pensó que había tenido un sueño bien absurdo. ¿Quién era él para llevarle recados al obispo como si fuera el pastor o el zapatero? Antes de acercársele a cien pasos ya lo habían echado a patadas. Y se olvidó de la cuestión por unos días, hasta que volvió el sacerdote difunto, y de muy malas pulgas.
-Vamos a ver -exclamó-, pedazo de bestia: ¿a ti cómo hay que decirte las cosas? ¿Es que no entiendes francés? ¿Estás sordo? ¿Te lo explico por gestos? ¡Toma! ¡Para que estés sordo por algo!
Le sacudió tal bofetada (cuenta Flodoardo) que lo dejó con una migraña tremenda que tardó seis meses en írsele y una sordera de aquél oído que no se le quitó en la vida.
Seguramente se había convencido de que con los labriegos no hay manera de tratar y de que los clérigos son personas mucho más razonables, porque días después fueron los sueños de otro sacerdote los que honró con su visita. Era una noche de domingo.
Tal como corren las noticias en las ciudades pequeñas, es de creer que a este pobre clérigo ya le habrían llegado rumores de las indeseables apariciones del difunto y se echaría a temblar al verlo irrumpir en sus sueños.
-Ya sabrás lo que vengo a pedir, a ver si hay manera...
-¡Sí, sí, que te trasladen al interior de la iglesia...!
-Exactamente. Y abre bien los oídos: tienen que ponerme una sepultura decente, nada de sepulturuchas de ésas para salir del paso... ¡A quien se le diga!... ¡Una ciudad donde reciclan los sarcófagos!... ¡No sé cómo no...! En fin. ¿Me has entendido bien dónde quiero que me pongan?
-Si, sí.
-Me alegro. Y para que no se repitan situaciones desgradables de éstas, vas a encargarte de que me pongan en el sepulcro un letrero bien grande explicando quién soy yo.
Mandó, pues, que se escribiese con letra clara que él era un irlandés que con otros compañeros iba en peregrinación a Roma, para rezar ante las reliquias de los santos mártires.
Hay que recordar que los condes de Vermandois eran también señores de Perona, donde estaba el monasterio irlandés fundado por San Faoláin que constituía una verdadera cabeza de puente para los muchos monjes hibernios que desembarcaban en el continente, ya como peregrinos o como misioneros.
El río Aisne
Aquel romero había tenido mala suerte (una suerte que no sería tan excepcional en aquellos tiempos). Estando acampados junto al río Aisne, los habían asaltado los bandoleros y los habían matado para robarles; a su cuerpo, separado de los de los otros viajeros, le habían dado sepultura en aquel cementerio donde aún seguía, sin poder poner siquiera su nombre.
-Eso es una vergüenza, ¿no te parece?. Así que hay que ponerlo con letras bien gordas, que me llamo Merolilán. Es fácil, ¿no? Me-ro-li-lán. ¿Te acordarás?
-Merolilán. Sí, señor.
-Mira: mejor te lo apuntas.
En ese momento, el aparecido se fijó en un trozo de tiza que andaba tirado por el suelo. Se agachó a recogerla y se la tendió al cura.
-Coge eso. Apunta: delante de mí, que yo te vea. ¡Vamos!
-Sí, sí.
-Ahí mismo, en el arcón que está a los pies de la cama. Eso es... ¡Pero serás...! ¡He dicho Merolilán! ¡Me-ro-li-Lán, con dos eles! ¡No Merolirán, que es ridículo, parece estribillo de copla: 'merolirín, merolirán'! ¡Venga, borra eso! ¡Besugo! Así... ¡Anda, métete a la cama, que no sé si eres sordo o analfabeto!...
El cura se acostó y la aparición se desvaneció. A la mañana siguiente, sin embargo, el cura vio el letrero escrito con tiza en el arca y, por lo que pudiera suceder, le contó con pelos y señales su aventura al obispo.
El obispo Artaldo no hizo caso del santo. Mandó restaurar la iglesia, sí; pero no le pareció oportuno trasladar las reliquias del peregrino, ni costear una tumba nueva, ni escribir el epitafio. Poco tiempo después, aquella misma iglesia de San Hilario era teatro de una penosa escena. Artaldo, "o persuadido o aterrorizado" por Hugo el Grande y Heriberto II, cuyas tropas, aliadas a la sazón, habían puesto cerco a Reims, renunciaba al obispado y se disponía a retirarse a un monasterio. La ceremonia tenía lugar en presencia de aquellos nobles soberbios.
A un santo tan quisquilloso más vale tenerlo contento, y ya que todo su afán era que quedase memoria de su martirio y de su nombre, bueno será dedicarle un recuerdo el día de su festividad, 18 de mayo. 


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