Uno de los clérigos más importantes en la Francia de su
tiempo -la primera mitad del siglo X- fue Flodoardo, canónigo de Reims y más
tarde obispo de Noyon y de Tournai. Es autor de un extenso poema hagiográfico, De trumphis Christi, y
de una vasta obra histórica. La Historia
de la Iglesia de Reims dista de ser historia local por la importancia que
tuvo esa ciudad durante los tiempos merovingios y carolingios.
Las luchas y forcejeos político-religiosos de Reims están en
el núcleo de la Historia francesa de aquel tiempo.
Flodoardo participó en ellos y su carrera fluctuó al compás
de la fortuna de las familias nobiliarias que se disputaban el poder, hasta
que, desengañado y viejo, se retiró a la vida monástica.
Carlos el Simple. |
En aquellos tiempos, el imperio de Carlomagno se había
desmoronado y sus descendientes, cuando se sentaban en los tronos de Germania o
Francia (que no era siempre), eran juguete de las grandes familias
aristocráticas, que mandaban en sus territorios con verdadera independencia.
Uno de estos grandes estados nobiliarios era el Vermandois,
al que pertenecía Reims, dominado por la familia del primer conde, Heriberto I,
al que había sucedido su hijo Heriberto II, un político ambicioso y
con pocos escrúpulos. Formó parte de los que promovieron la rebelión de los grandes
nobles contra el rey Carlos el Simple, al que tomó preso a traición y mantuvo
cautivo toda su vida.
Teniéndolo como rehén, chantajeaba a los reyes de Francia
con la amenaza de liberarlo, ya que en Carlos recaía la legitimidad dinástica
de Carlomagno. De hecho, fue la muerte de Carlos la que marcó el declinar de la
fortuna de Heriberto, que buscó entonces sin éxito la alianza de Enrique el
Pajarero, rey de Germania, y acabó ahorcado en 943 por orden de su pariente Hugo
el Grande.
Entonces aquel Hugo se encargó de dividir el Vermandois
entre los varios herederos de Heriberto y acabó para siempre con ese amenazante
estado.
Hugo el Grande, que era hijo de Roberto I, rey de Francia,
yerno de Enrique el Pajarero y padre de Hugo Capeto, se convirtió en cabeza de
la dinastía que había de reinar en Francia hasta 1848.
Flodoardo estaba entre quienes se oponían a la poderosa
familia de los Heribertos, lo que le valió numerosos sinsabores.
Cuenta, pues, Flodoardo en su Historia Ecclesiae Remensis la siguiente historia, que se lee (en latín) en
los Acta sanctorum del día 18 de Mayo
y en la Patrologia Latina y los Monumenta Germaniae Historica
en línea.
Fue el caso que Hildegario, presbítero de una de las dos
iglesias de San Hilario en Reims, recibió un día la visita de un grupo de
vecinos que acudían a él con una súplica.
Acababa de morir en la ciudad un hombre de noble linaje pero
de tan menguada hacienda que no había dejado ni lo necesario para un entierro
decente. Ellos, sus amigos, querían ahorrarle la vergüenza póstuma de ser arrojado de mala manera como a cualquier pordiosero.
Entierro en Tournai. Miniatura del siglo XIV. |
Como entre todos no
juntaban para un entierro decente, pedían permiso de rebuscar por el cementerio
algún sarcófago viejo y sin dueño que pudiesen aprovechar. Hildegario no puso peros.
Encontraron uno de acuerdo a sus esperanzas y aun mejor,
pero cerrado. Avisaron a Hildegario para que los autorizase a abrirlo. Él mismo
acudió en persona, y no había levantado la tapa ni un dedo cuando un aroma
suavísimo y tan delicioso como nunca habían olido se extendió por el ambiente.
Hildegario arrimó un ojo a la rendija y entrevió un cuerpo entero, incorrupto,
revestido de ropas sacerdotales.
-¡Señores: esto es cosa mayor de lo que pensábamos! Vamos a
tapar inmediatamente y dejar todo como estaba.
Descubrimiento de un cuerpo incorrupto: San Cuthberto. Miniatura del siglo XII. |
-¿Y nuestro difunto?
-En este sarcófago no puede estar, que aquí hay gran
misterio; echad unas tablas encima y poned el cuerpo de vuestro amigo de
momento. Yo os prometo solucionarlo cuanto antes. ¡Tierra, tierra, tapad!
Quedó inquieto Hildegario. Aquella noche no conciliaba el
sueño, y cuando por fin lo venció vio frente a sí a su abuelo, que había
fallecido años atrás.
-¿Tú sabes la que has armado? -le dijo el aparecido- Has
ofendido gravemente a Dios. ¡Menos mal que no se te ha ocurrido meter a ese
fulano en el sarcófago!
Otro feligrés recibió en sueños la visita del ocupante del
sepulcro.
-Estoy echando chispas -le dijo-. Dile a ese presbítero vuestro que
qué es eso de darme con un muerto en las narices. No es ya el peso, que es lo
de menos, sino la falta de respeto y de todo. Dile que como no me quite de
encima esa carroña apestosa, pero deprisa, va a saber lo que és cólera divina.
Al pobre presbítero se le pusieron los pelos de punta y sin
dejar pasar un día mandó abrir una sepultura nueva y trasladar a ella al muerto
insolvente.
Es de creer que el dueño del sarcófago, satisfecho del
éxito, cogió afición a aparecerse a la gente mientras dormía. El siguiente
visionario fue un pobre labrador.
-¡Tú, vas a hacerme un favor! Vas adonde el obispo y le
dices: "Artoldo, hay un cristiano enterrado junto a la iglesia de San
Hilario: está en un sarcófago de tal y tal manera" (que el presbítero Hildegario
ya sabe qué sarcófago es). Pues le dices al obispo: "Ese cuerpo está enterrado fuera de la iglesia con gran
desdoro, porque su sitio está en el interior, en puesto honroso", ¿me oyes? Y que me pasen adentro que
ya está bien.
Aquel tal Artoldo, que era uno de los valedores de Frodoaldo, fue obispo en dos ocasiones, de 931 a 940 y de 946 a 961 (es decir, después del
ajusticiamiento de su adversario Heriberto II). Frodoaldo está, pues, narrando
hechos recientes y ocurridos en vida suya.
Cuando despertó el rústico, pensó que había tenido un sueño
bien absurdo. ¿Quién era él para llevarle recados al obispo como si fuera el
pastor o el zapatero? Antes de acercársele a cien pasos ya lo habían echado a patadas.
Y se olvidó de la cuestión por unos días, hasta que volvió el sacerdote
difunto, y de muy malas pulgas.
-Vamos a ver -exclamó-, pedazo de bestia: ¿a ti cómo hay que
decirte las cosas? ¿Es que no entiendes francés? ¿Estás sordo? ¿Te lo explico
por gestos? ¡Toma! ¡Para que estés sordo por algo!
Le sacudió tal bofetada (cuenta Flodoardo) que lo dejó con
una migraña tremenda que tardó seis meses en írsele y una sordera de aquél oído
que no se le quitó en la vida.
Seguramente se había convencido de que con los labriegos no
hay manera de tratar y de que los clérigos son personas mucho más razonables,
porque días después fueron los sueños de otro sacerdote los que honró con su
visita. Era una noche de domingo.
Tal como corren las noticias en las ciudades pequeñas, es de
creer que a este pobre clérigo ya le habrían llegado rumores de las indeseables
apariciones del difunto y se echaría a temblar al verlo irrumpir en sus sueños.
-Ya sabrás lo que vengo a pedir, a ver si hay manera...
-¡Sí, sí, que te trasladen al interior de la iglesia...!
-Exactamente. Y abre bien los oídos: tienen que ponerme una
sepultura decente, nada de sepulturuchas de ésas para salir del paso... ¡A
quien se le diga!... ¡Una ciudad donde reciclan los sarcófagos!... ¡No sé cómo
no...! En fin. ¿Me has entendido bien dónde quiero que me pongan?
-Si, sí.
-Me alegro. Y para que no se repitan situaciones
desgradables de éstas, vas a encargarte de que me pongan en el sepulcro un
letrero bien grande explicando quién soy yo.
Mandó, pues, que se escribiese con letra clara que él era un
irlandés que con otros compañeros iba en peregrinación a Roma, para rezar ante
las reliquias de los santos mártires.
Hay que recordar que los condes de Vermandois eran también
señores de Perona, donde estaba el monasterio irlandés fundado por San Faoláin
que constituía una verdadera cabeza de puente para los muchos monjes hibernios
que desembarcaban en el continente, ya como peregrinos o como misioneros.
El río Aisne |
Aquel romero había tenido mala suerte (una suerte que no
sería tan excepcional en aquellos tiempos). Estando acampados junto al río
Aisne, los habían asaltado los bandoleros y los habían matado para robarles; a
su cuerpo, separado de los de los otros viajeros, le habían dado sepultura en
aquel cementerio donde aún seguía, sin poder poner siquiera su nombre.
-Eso es una vergüenza, ¿no te parece?. Así que hay que
ponerlo con letras bien gordas, que me llamo Merolilán. Es fácil, ¿no?
Me-ro-li-lán. ¿Te acordarás?
-Merolilán. Sí, señor.
-Mira: mejor te lo apuntas.
En ese momento, el aparecido se fijó en un trozo de tiza que
andaba tirado por el suelo. Se agachó a recogerla y se la tendió al cura.
-Coge eso. Apunta: delante de mí, que yo te vea. ¡Vamos!
-Sí, sí.
-Ahí mismo, en el arcón que está a los pies de la cama. Eso
es... ¡Pero serás...! ¡He dicho Merolilán! ¡Me-ro-li-Lán, con dos eles! ¡No
Merolirán, que es ridículo, parece estribillo de copla: 'merolirín, merolirán'! ¡Venga, borra eso!
¡Besugo! Así... ¡Anda, métete a la cama, que no sé si eres sordo o
analfabeto!...
El cura se acostó y la aparición se desvaneció. A la mañana
siguiente, sin embargo, el cura vio el letrero escrito con tiza en el arca y,
por lo que pudiera suceder, le contó con pelos y señales su aventura al obispo.
El obispo Artaldo no hizo caso del santo. Mandó restaurar la
iglesia, sí; pero no le pareció oportuno trasladar las reliquias del peregrino,
ni costear una tumba nueva, ni escribir el epitafio. Poco tiempo después,
aquella misma iglesia de San Hilario era teatro de una penosa escena. Artaldo,
"o persuadido o aterrorizado" por Hugo el Grande y Heriberto II,
cuyas tropas, aliadas a la sazón, habían puesto cerco a Reims, renunciaba al
obispado y se disponía a retirarse a un monasterio. La ceremonia tenía lugar en
presencia de aquellos nobles soberbios.
A un santo tan quisquilloso más vale tenerlo contento, y ya que todo su afán era que quedase memoria de su martirio y de su nombre, bueno será dedicarle un recuerdo el día de su festividad, 18 de mayo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario