lunes, 6 de abril de 2015

La venta de las pesadillas

No salgamos de Galicia. Vamos a seguir por aquí nuestro paseo por la pesadilla. No muy posterior al poema de Rey Soto del que hablaba en la última entrada es el libro de cuentos Tragedias de la vida vulgar (1922), de Wenceslao Fernández Flórez, al que pertenece "El claro del bosque".

Roelof Janz van Vries, Figuras en un claro
del bosque.
Ya desde el título, el relato nos sitúa en este espacio liminar, fronterizo, indeciso, que pertenece a dos mundos sin pertenecer a ninguno de ellos.
El bosque, por cierto, tiene una presencia muy visible en algunos narradores gallegos: Fernández Flórez, Cunqueiro, Mendez Ferrín... Es un elemento del paisaje gallego de una importancia tan grande en la realidad y en el mundo imaginario que es difícil que no acabe asomando acá y allá.
Pero al cuento. Se trata de un peregrino que va perdido por el bosque. Como en el maravilloso soneto de Góngora: "Descaminando, enfermo, peregrino..." Como la madre de la leyenda de Rosalía Castro (ver Por estos pagos), va peregrinando a implorar del Apóstol la curación de una enfermedad (o maldición) que lo tiene desde hace meses sin dormir. 
No es que su mal le provoque insomnio: al contrario. Él es quien se lo provoca a sí mismo por miedo a las pesadillas, "por miedo al miedo", como dice la expresión irlandesa. Conducta nada rara en los que suelen padecer estos sueños regularmente: ¿quién no ha visto la importancia que adquiere en relatos como Pesadilla en Elm Street, la película de Wes Craven de 1984, con sus varias continuaciones?
El claro del bosque alberga una casa. La casa del bosque: la morada del forestero de las novelas medievales, del leñador de los cuentos de hadas. Pero es este un claro muy singular. Perfectamente circular, da la impresión de que los árboles, como falanges de guerreros, se han detenido por la virtud de algo que hubiese en su centro. Mantenidos a raya por la casa o sus moradores.
Esto de las falanges de árboles tiene su importancia. El que los árboles u otros vegetales se conviertan en guerreros y combatan entre sí o a favor de los humanos es un antiguo mito celta, que por cierto estudió Robert Graves en La diosa blanca. Son los árboles del bosque de Birnam subiendo al asalto de Dunsinane en Macbeth, los ejércitos vegetales que combatían contra el rey Muirchertach mac Erca, que había repudiado a su mujer y apostatado del crsitianismo por amor del hada Sín, en el relato medieval irlandés... y, en fin, hay muchos otros ejemplos.
El bosque está lleno de voces, que son las de las hojas y las de los miles de animalillos que lo habitan, que lo convierten en un único ser vivo, y que a la vez son almas, espíritus, tal vez de los difuntos...

El bosque animado. Gustave Doré, El sueño de
una noche de verano. 
Cuando Fernández Flórez puso a su novela más conocida (hoy, creo yo, gracias al cine: antes lo era Volvoreta) el título de El bosque animado, le dio pleno significado a ese adjetivo. Es animado porque tiene alma y aun almas, y porque está hecho de almas.
La estancia I de El bosque animado lo afirma desde el principio: el bosque es como un cuerpo formado de muchas células, que son sus habitantes, y tiene un espíritu formado de muchos, con el cual el del hombre -el de cada uno de nosotros- entra inevitablemente en contacto al penetrar en su espacio. Ese contacto no puede dejar indiferente y provoca distintas sensaciones de angustia, desasosiego, turbación.
Este espiritualismo es completamente opuesto al mecanicismo de De Gourmont, que afirma que la conciencia de la Naturaleza es igual que la de una báscula, pero sí coinciden ambos en la visión del cosmos como un ser único del que el hombre es partícipe, un miembro un tanto especial pero uno más al fin y al cabo. 
Yo tengo la sensación de que a Fernández Flórez la conciencia de sus raíces galaicas lo empujó un poco a adoptar este sistema animista. A principios del siglo XX era una idea que había calado no solo entre historiadores y otros intelectuales la de la esencia celta de los gallegos, a la que se asociaba un sentimiento religioso animista de la Naturaleza. La extensa e interesante introducción al libro Galicia, de Martínez Murguía, nos da idea de lo que se opinaba sobre esta religiosidad y su calado en el alma gallega hasta los tiempos contemporáneos. Menéndez Pelayo, en la última versión de Los heterodoxos, se lamentaba de haber cedido en su juventud a la creencia del panteísmo celta adorador de las fuerzas de la naturaleza, que era moneda corriente entonces.
Uno ve, sin embargo, que son opiniones que no han desaparecido aún de la imaginación colectiva. No digo las creencias, sino las creencias acerca de las creencias.
En todo caso, ya observamos que estos humos brumosos panteísticos flotaban en el aire de aquel fin de siglo.
Esta creencia de la eterna renovación del organismo cósmico tenía su parte optimista (como puede verse en el epílogo o "ultílogo" de El bosque animado), pero también su parte amarga porque la renovación tiene que pasar por la muerte.
Como el pensamiento (ya que hablábamos de insectos) revolotea mucho y a lo loco, se me ocurre ahora volver a Salvador Rueda. ¿Qué podrá tener en común la idea de la Naturaleza del malagueño y sensualista Rueda con la del melancólico, nebuloso y galaico Fernández Flórez?
Pues Salvador Rueda escribió un poema titulado "Galop". Galop era un baile animado y alegre: el más popular de ellos hoy acaso sea el mil veces oído de Orfeo en los infiernos de Offenbach. 
Orfeo en los Infiernos. Grabado de Edmond Morin.
El vivo ritmo de los dodecasílabos de Rueda imita el  rápido compás de la danza.
Valiéndose de la antiquísima metáfora de la armonía cósmica, Rueda convierte a la Naturaleza en un instrumento musical, que vibra en cromático rasgueo:
"Toda la tierra abarca tu arpa gigante,
tu ritmo es de colores, no de sonidos,
y exaltan tus estrofas himno vibrante
de aires, olas, cañadas, selvas y nidos"
Llega el otoño y todo este abigarrado mundo sigue agitado en rápido y alocado baile, como revoloteo de mariposas o tolvanera de hojarasca y briznas de paja: es la carrera atropellada de las hojas muertas camino de "se acabar y consumir", aunque no vayan derechas sino a vueltas y tumbos:
"es la tétrica danza de hojas ligeras,
la danza en que la muerte pasa bailando,
y desde su sepulcro las calaveras
ven la galop siniestra que va pasando..."
Total: la rueda de los tiempos, al girar, no traza un eterno ciclo sino la espiral de un sumidero por el que todo se va yendo constantemente sin meta, "el remolino macabro de las cosas", como dice en otro poema, "Organismos de papeles".
Fernández Flórez lo expresa de un modo menos truculento, pero la presencia de esa vertiente pavorosa de la realidad -la realidad caótica- es constante. 
(Hace tiempo me refería a la angustia ante tan abrumador desorden que se ve en las novelas de Austin Clarke: ver Frustración o revoltijo).
En el mismo libro donde se lee "El claro del bosque", se encuentra otro cuento, "La onza de chocolate", cuyo final representa muy bien ese miedo al alma múltiple y misteriosa de la naturaleza, frente a la que el adulto no es mucho menos vulnerable que el niño. 
Este pavor es el que experimenta el peregrino de "El claro del bosque" y del que se libra con notable alivio al entrar en la morada del claro, la de Ricardo Mans y sus tres hijas.
El lector se zambulle con él en un ambiente de sombra y claridad temblorosa, a la luz de la lumbre. Es el tenebrismo de algunos de los cuadros del pintor lugués Xesús Corredoira. Su paisano (de Corredoira) Ánxel Fole decía de él con acierto que pintó la luz del Valle Inclán de las Comedias bárbaras. La luz de un ayer intemporal y mítico. La luz de las llamas es mitógena (Ánxel Fole dio a uno de sus libros el título de Á luz do candil; Valle Inclán escribió El resplandor de la hoguera). 
Gaston Bachelard, por cierto, dedicó un hermoso librito a la luz de las llamas y su efecto en la imaginación: La llama de una vela (La flamme d'une chandelle), en 1961. Puede leerse en línea (en francés) aquí.

Recuerdo ahora de pronto una obrita de teatro de Valle Inclán, Ligazón, con una venta regentada por una bruja a la que visita el trasgo (la pesada) todas las noches, celestina de su propia hija, y otra alcahueta llamada la Raposa. 
Ilustración de Ligazón, de Valle Inclán, por
Rivero.
Como Valle Inclán, Fernández Flórez presta a sus personajes un castellano peculiar, utópico y ucrónico, teñido de artificiosos arcaísmos: lengua propia de una acción que sucede (¿cómo decir transcurre?) fuera del tiempo y el espacio, en el mundo onírico.
En esa casa del claro del bosque vive Mans con sus tres hijas, Octavia, Ofelia y Otilia: semejanza de nombres que apunta a una unidad esencial. Las tres silenciosas, moviéndose como sonámbulas, con los párpados entornados. Son la personalización del sueño. Una de ellas -Octavia- llama desde el primer momento la atención del peregrino, como si emergiese de lo profundo de su memoria.
A Octavia se nos la pinta con todos los rasgos típicos de la vampiresa: la tez exangüe, el cabello negro, los labios sanguíneos, que parece que van a dejar húmedos de sangre los de quien la bese. Una característica particular, sin embargo: la blandura. Octavia es completamente fofa y su flacidez es a la vez causa de atracción y de repulsión y provoca algunos de los síntomas característicos de la pesadilla: afasia, parálisis.
Viene a la memoria la inútil resistencia al sueño del timonel Palinuro en el libro V de la Eneida (el Sueño, en la mitología grecolatina, era hermano de la Muerte). El sueño es la tentación mortal en los dos casos. En ambos, la víctima sucumbe a sabiendas del destino trágico que la espera. Al peregrino se le ofrece -casi se le impone- cómoda alcoba para descansar: tibia oscuridad, espesos cortinajes que absorben el menor ruido (el silencio representa por sinécdoque a la Muerte), los más mullidos colchones de plumón (como los almohadones de las anteriores entradas). Octavia lo guía y le alumbra. La casa es la materialización del sueño.
El relato juega con los recuerdos del lector: recuerdos de leyendas, de cuentos de posadas donde se mata y desvalija a los huéspedes (como en la obra El malentendido, de Camus).
Por lo mismo, las tres hermanas suscitan inmediatos ecos: los de las parcas, las greas, las gorgonas, las nornas, y todas estas divinidades femeninas que aparecen de tres en tres y que muchas veces son unas hermanas terribles. 
Existe una antigua leyenda irlandesa, la de Conarán y sus tres hijas, que no deja de recordarnos a la aventura de este peregrino. El relato está recogido en los Celtic Myths and legends de T. W. Rolleston y, en irlandés medieval e inglés, en la Silva Gadelica de Standish O' Grady (uno y otro se pueden leer en línea).
De ahí, de O'Grady, supongo que la tomaría James Stephens para incluirla en sus Irish Fairy Tales, pasada por el crisol de su imaginación y excelente prosa. Y de Stephens llega al castellano en la Antología de leyendas de García de Diego, que traduce o adapta buena parte del libro de Stephens. 
En el relato irlandés, Conarán vive con sus tres hijas en un monte. Son de horrible
aspecto, fuertes y sumamente diestras en el manejo de las armas. Traen a las mientes a las serranas del Arcipreste de Hita, en quien no puedo dejar de ver a seres mitológicos, númenes telúricos...
Cuando Fionn mac Cumhaill aparece por allí de cacería, Conarán decide tenderle una trampa. Pone a sus tres hijas a devanar unas madejas a la puerta de la cueva donde viven, en sentido contrario a las agujas del reloj. Como el hilo es mágico y el ritual también, los guerreros de los fianna van cayendo presos uno por uno; quedan sin fuerzas y las mujeres los van llevando presos al interior de la cueva. Al final, será Goll mac Morna, compañero y rival de Fionn, el que pueda vencer a las ogresas y salvar a sus cautivos.
Es patente y ha asomado una y otra vez a lo largo de estas entradas la relación simbólica entre las actividades textiles y el poder femenino sobre los grandes acontecimientos de la vida humana. Aquí la asociación obvia es con la araña, cuya hembra paraliza, enreda y devora al macho durante el apareamiento o justo después. 
Conducta esta que llamó la atención de De Gourmont en la Física del amor tanto como la de James Stephens en la novela Los semidioses (The demi-gods).
La magia de los nudos, de las ataduras paralizantes, es la magia femenina por excelencia. Así se ve en el seidhr de los antiguos nórdicos, magia sexual, originaria de los dioses Vanes (los que dominan la fertilidad, la producción) y en particular de Freija, considerada contraria a lo viril.
Freija vista por Arthur Rackham.
El nudo, en la antigua Grecia, era algo tan íntimamente unido a la naturaleza femenina, que la mujer se caracterizaba por el uso del ceñidor, objeto de la mayor importancia en el amor -el famoso ceñidor de Afrodita- y en el nacimiento. Se ha señalado, por otra parte, que cuando la mujer se quitaba la vida, elegía casi siempre para ello el ahorcamiento. Veo ahora, releyendo el libro de Tobías, que Sara, la viuda de siete maridos, también pensaba suicidarse ahorcándose. Acaso también entre los hebreos funcionase esa conexión.
Nada casual es que una de las formas de magia malévola más temidas en el Renacimiento, obra casi siempre de mujeres, Celestinas y otras Canidias, era la atadura o ligadura de la agujeta, hechizo que provocaba la impotencia en el varón ("ligar por modo de fascinio -dice el Tesoro de Covarrubias- es hacer impotente a alguno para el concúbito y generación"). Colin de Plancy, en el Diccionario infernal, aporta abundantes y curiosas noticias sobre este antiguo ritual, s. v. ligatures. El miedo a la castración, en suma.

(Ligar es también, en la hechicería, unir diabólicamente los destinos de dos personas en el amor y en el sexo, generalmente por el vínculo de la sangre: como en la Carmen de Mérimée, en Une vieille maîtresse de Barbey d'Aurevilly o en la obrita de Valle Inclán que decía más arriba).
Une vieille maîtresse. Ilustración
del siglo XIX. (procede de Gallica).
La araña, cuando no deja a sus víctimas enredadas en la tela, las arrastra (como aquí las hijas de Conarán) al fondo de su madriguera: otro de los pavores arquetípicos ligados a lo femenino: el ser devorado, englutido, enterrado, devuelto al seno original, es decir a la muerte.
Vienen a cuento aquí los episodios caballerescos de cautivos apresados por el poder mágico de alguna encantadora, encerrados como en un limbo (así los prisioneros de Morgana en el valle sin Retorno) así como la prisión del propio Merlín embaucado por Viviana. Y Reinaldos de Montalbán en los jardines de Armida...
Giovanni Battista Tiepolo, Reinaldo y Armida.
Pero ya nos hemos ido muy lejos del peregrino de Fernández Flórez y es hora de volver a él. Ricardo Mans, el dueño de la casa del bosque, al enterarse de su maldición de insomnio, lo echa de ella, enviándolo a un espacio completamente opuesto. Si el bosque causaba terror por el alma que lo animaba, producto de la amalgama de incontables espíritus, la ciudad a la que ahora llega aterra por lo contrario, por su ausencia absoluta de espíritu. Todo en ella está desierto y sin alma. Las luces y sombras se ven trazadas con cruel, geométrica nitidez. Reina el silencio, dejando adivinar al transeúnte aterrorizado las angustiosas voces de los habitantes encerrados en las casas. Uno piensa en la soledad nocturna de las arquitecturas de Chirico.
En la ciudad, y gracias al extraño personaje del peregrino sin piernas, precedido por el castañeteo macabro de sus veneras, el protagonista comprende quiénes son las hijas de Mans. Son las únicas que son dueñas de sus propios sueños; no solo eso mandan también en los sueños ajenos. Son, por tanto (Octavia, concretamente), las culpables de los sueños angustiosos del peregrino. Son sus pesadas, los genios maléficos de sus pesadillas. Por eso mismo se identifican con los vampiros y súcubos. Carecen de esos rasgos monstruosos de la pesadilla de Füssli (aunque los hereda, hasta cierto punto, el cojo, que, por fuerza, no puede estar ni de pie, ni sentado, ni tumbado), pero no de la fisonomía del vampiro.
La diferencia fundamental con las pesadillas, súcubos y vampiros tradicionales consiste, a mi parecer, en que actúan desde dentro del sueño. No se trata de seres externos que provocan terrores en el durmiente, sino que viven en su interior, aunque pueden materializarse fuera, como se ve en la casa del calvero.
El peregrino se duerme y sueña y en su sueño cae presa de la vampira Octavia; sin embargo el ataque de la vampira no es sólo soñado sino también real, como se verá al amanecer... Pero eso nos quedamos sin saberlo con certeza, porque ya se sale del cuento.
Estos son los mecanismos mentales de proyección y de internalización con los que nos han familiarizado el psicoanálisis y su técnica interpretativa de los sueños. Los conceptos del psicoanálisis divulgados por el cine y otras manifestaciones de la cultura de masas, asimilados (bien o mal) por el saber colectivo, creo que han cambiado nuestro modo de entender las relaciones entre el mundo interior, el del pensamiento, y la realidad exterior. Puesto que sabemos que hay una gran parte de nuestra mente que esta fuera del alcance de nuestra consciencia y que, en cambio, mucho de lo que percibimos fuera depende de lo que nos vive y rebulle dentro.
Cubierta de Daniel Gil para una obra
del psicoanalista Werner Kemper.

Ya salió al principio de esta entrada la serie de películas de Elm Street, con su permanente interacción de sueño y realidad. Es esta atenuación de las fronteras, esencial en el surrealismo, explotada una y otra vez, por ejemplo, en la narrativa de un Borges, característica del realismo mágico, la que constituye lo inquietante del cuento de Fernández Flórez.

domingo, 29 de marzo de 2015

El otro almohadón

Decía a propósito de "El almohadón de plumas" (ver la anterior entrada) que no hay obra que no sea hija de su tiempo. Entre él y la red que tejen sus hermanas las otras obras van dándole forma a lametones, como las mamás osas a los oseznos de los bestiarios. Yo creo que quien menos parte tiene de paternidad es el o la que la escribe y apadrina, porque la gente es capaz de muy poca cosa. Aunque o él o los críticos se hagan ilusiones.
¡Si incluso los que no son artistas, la mayor parte de las veces, tampoco comprenden lo que hacen ni por qué!
Si "El almohadón de plumas" es de 1907, Nido de áspides, segundo libro de Antonio Rey Soto, es de 1911. 
Otto Marseus van Schrieck. Naturaleza muerta con serpientes e
insectos. 
El primero se llamaba Falenas, de 1905. Esto de las falenas, mariposas pálidas y nocturnas, ya resulta bastante modernista, y por cierto que tanto Fabre como después De Gourmont (ver la entrada anterior) habían tratado de los amores de las falenas y los almizcles embriagadores con que sus hembras atraen desde largas distancias a los machos.
Antonio Rey Soto era orensano, de Arrabaldo, cerca de la capital provincial. Estudió Derecho, Filosofía y Letras y Teología y se ordenó de sacerdote. Fue poeta, ensayista, novelista y autor teatral. Representante tardío del modernismo, está bastante olvidado hoy, si no me equivoco. En Nido de áspides leemos el siguiente poema (como no será tan fácil de encontrar, lo copio).

LA ALMOHADA

Era joven y hermosa,
cenceña, rubia y pálida...

Hundida la cabeza
sobre el blando plumón de rica almohada,
parecía dormida
en el lecho de raso de la caja.

Sobre el albo vestido,
sus manos, aún más albas,
eran cual dos palomas
de volar fatigadas.
Un zapato de baile
asomaba por bajo de la falda.

En trípodes de bronce,
candelabros de plata
ostentaban triunfales las bujías
florecidas de llamas:
la luz se desflecaba en hebras de oro,
las rosas mareaban,
y, entre la toca virginal oculta,
una monja, rezando, suspiraba.

¡Oh, qué inefable pena!
¡Oh, qué profunda lástima
sentí por los encajes
y el plumón perfumado de la almohada!...

¡Oh, las noches nupciales del sepulcro,
fecundas, misteriosas y calladas!...

No puedo evitar que se establezca en mi imaginación una conexión sensorial entre este poema y el cuento casi contemporáneo de Horacio Quiroga.
John Collier, La bella durmiente (detalle).
El tipo de la joven coincide exactamente en ambos, así como también el aspecto del cuerpo, consumido prematuramente por el cansancio de vivir.
Y ahí está el almohadón de plumas. 
Por cierto que se ve, o se nota aunque uno no se fije de primeras, una extraña contradicción: ¿diríais que una cosa se hunde sobre algo? Sobre algo se flota... Este sobre nos da una idea de levedad de la cabeza, que aunque se hunde en el almohadón parece solo posada en él, casi levitando al ras de él... Pero además está el efecto de esa acumulación aliterativa de oclusivas con líquidas -y las nasales-, que sugieren blandura ("blomp, blop").
Simmler, La muerte de Barbara Radziwill (detalle).
Simbolismo fónico utilizado a conciencia, como en el efecto de aleteo que producen los versos siguientes, donde se trata de palomas, palomas ya en reposo, pero cansadas de volar.  "¡Sobre el albo vestido" -frrr, flap, flap, flap-! ¿No parece el rumor de un pájaro que sale volando asustado a nuestro paso? A mí sí me lo recuerda, y es como el alma que se exhala en forma de pájaro del cuerpo del moribundo, según la creencia de muchos sitios. La paloma, símbolo de paz, símbolo de candor... pero también símbolo de lascivia, ave dedicada a Afrodita.
Pues, hablando de asociaciones, ese sueño de la muerte en el mórbido raso del ataúd trae connotaciones de vampirismo y de necrofilia, como la de la estampa de Sarah Bernhardt durmiendo en su ataúd. 
Sarah Bernhardt durmiendo en su ataúd.
Y naturalmente, aunque no pudiera adivinarlo Rey Soto, las imágenes de necrofilia de Buñuel en Viridiana y Belle de jour, que, a fin de cuentas, derivan de Sade.
No es casual, por cierto, la mención del zapato de baile. El baile, el amor y la muerte andan muy mezclados en la imaginación. Basta pensar en la danza macabra.
Existe una novelita que escribió Carolina Coronado en colaboración con un joven ingenio romántico ferrolano, Benito Vicetto: Adoración, de 1850. En ella una joven, seducida y engañada por un calavera, se suicida bailando hasta la extenuación y la muerte. Carolina Coronado entendía de estas cosas. Parece que sufrió varios ataques de catalepsia en su vida y convivió durante años con la momia de su difunto marido.
Pero antes que Carolina Coronado, en 1831, había tratado un caso semejante Théophile Gautier en un cuento llamado "La cafetera" (puede leerse en francés aquí). 
En él, el joven protagonista es invitado a pasar unos días en la casa de campo de un amigo. Lo alojan en un cuarto amueblado de manera anticuada y con aspecto de haber sido ocupado hasta hace poco. Antes de dormirse, le parece que los objetos, los cuadros y tapices cobran vida y organizan un baile. El joven danza frenéticamente toda la noche con una muchacha que lo deja enamorado. Agotada su pareja, la sienta en sus rodillas y permanecen unidos en un arrobo amoroso hasta el alba. Con el canto de la alondra, la muchacha se levanta sobresaltada, da un grito y se desploma sin que quede más rastro de ella que los añicos de una antigua cafetera rota. Bien entrada la mañana, sus amigos encuentran al visitante desmayado en el suelo. Por la tarde, garabateando inconscientemente, le sale un dibujo que se le antoja representar a la cafetera, pero que resulta ser un rostro femenino.
-¡Caramba! -dice su anfitrión- ¡Cosa más curiosa! ¡Te ha salido clavada la cara de mi hermana Ángela!
Era su danzarina de la víspera.
-Pobrecilla -continuó-... Murió hace dos años de una fluxión pulmonar [neumonía o pleuritis], a raíz de un baile...
El caso es que un suceso parecido da asunto a un poema, Fantômes, de Victor Hugo, en Les orientales (1829) (puede leerse en Gallica). 
"Fantômes", ilustración de Gérard Séguin.
Tomada de Gallica.

Se trata de una joven demasiado aficionada a los bailes, que a fuerza de acudir a ellos de noche coge una enfermedad pulmonar de la que muere repentinamente, a la salida de uno, en brazos de su madre. Desde entonces, en noches de luna, un horrendo esquelético espectro vestido como esa señora la conduce a fiestas fantasmales en que danza por los aires en compañía de otros aparecidos.
Con su imaginación romántica, Hugo se había ocupado de la pesada en la oda VII de sus Odas y baladas, titulada precisamente "La pesadilla". Allí describe los síntomas habituales de opresión, apnea y visiones cambiantes y espantosas pero, a diferencia de lo que mantiene cierta tradición (como hemos visto), excluye a las muchachas de sus ataques precisamente a causa de su inocencia y pureza, que merecen la protección del ángel de la guarda.
Suele señalarse la influencia en Hugo del relato Smarra (1821), de Charles Nodier, donde una hechicera lleva en una sortija hueca, como un demonio familiar, al monstruo de las pesadillas -Smarra-, dispuesto a abatirse sobre cualquiera a los conjuros de la bruja.
Pero esto nos aleja del baile.
El caso es que la conjunción de baile, amor y muerte da pie a uno de los mitos más citados en el Romanticismo, el de las willis. 
Parece que el primer autor de fama que se ocupó de estos espíritus fue Heinrich Heine. En su libro Espíritus elementales  se refiere a estas "danzarinas espectrales" como tradición de una parte de Austria, pero de origen eslavo. Las willis son los espectros de las novias fallecidas antes de la noche de bodas. Suelen organizar sus zambras en los bosques y al infortunado a quien se le aparecen lo seducen con tan amorosos y picantes halagos que no hay manera de que se resista. Se lo van pasando de una a otra y la noche transcurre en una continua y agotadora danza que acaba con él por cansancio.
Las willis deben la mayor parte de su popularidad al ballet Giselle, de Adam, con libreto escrito en colaboración por Théophile Gautier (aquí está otra vez) y otro autor.
En el ballet Gisela, como la doncella de la leyenda de Rosalía de Castro (ver Por estos pagos), muere al verse seducida y burlada por un noble y se convierte en willi. Luego, su seductor y otro enamorado caen víctimas de las willis y se ven arrastrados a su danza fantasmal hasta que los salvan las primeras luces del alba.
Este destino de bailar por toda la eternidad también se les impone como castigo, en algunas leyendas, a ciertos danzarines irreverentes que no respetan la misa, el día de fiesta, el paso del viático y otras cosas semejantes.
Pero vuelvo a Rey Soto y su almohada.
En lo esencial, el colorido de la escena del poema coincide con el del cuento de Horacio Quiroga: blancura, sombra, luz de las lámparas de cabecera...
Sin embargo, donde todo es silencio y susurro en "El almohadón de plumas", "La almohada", cargando las tintas en el decorado parnasiano, sobresalta al lector con un platillazo wagneriano de brillos metálicos: bronce, plata, oro...
Hans Makart, Muerte de Cleopatra.
"...ostentaban triunfales las bujías florecidas de llamas". ¡Esas aes y esas íes violentamente iluminadas por los acentos! "La luz se desflecaba en hebras de oro"... Es lo contrario de la solubilidad a que aspiraba Verlaine: relucientes hilos dorados en la penumbra, transformando la cámara mortuoria en un brocado... A Rey Soto le fascinaban los antiguos brocados, como muestra en su  crónica de viaje a Guadalupe.
Henriette Browne, La religiosa.
Frente a la desnudez de "El almohadón de plumas", se acumulan en el poema notas sensuales: la monja con sus tocas, velando y bisbiseando sus rezos, el perfume sofocante de las rosas excesivas. 
Las últimas estrofas, donde irrumpe el yo espectador del cuadro, son las más desconcertantes. Porque si el Jordán de Horacio Quiroga nos deja helados con su "¡Esto faltaba!", no menos nos descoloca este sintiendo tan honda pena... ¡por los encajes y el plumón! Ni la difunta, ni sus seres queridos, ni él mismo, sea quien sea...
La supremacía parnasiana del objeto parece que llega aquí a extremos psicológicamente morbosos.
La hondura no es solo la de la pena; es la hondura del sepulcro, y más allá de ella la del abismo de la muerte. Con su uso del simbolismo fónico, Rey Soto la expresa por medio de retumbantes sonoridades: profundas, plumón, fecundas, sepulcro... se diría que la voz nos llega desde el vientre de una tinaja.
La pena por la rica ropa de cama, aparte de revelar un fetichismo notable (vuelve el recuerdo de Viridiana), no puede explicarse tan solo porque, como la propia difunta, va a sumirse en la profundidad del sepulcro condenada a perderse y a disolverse para siempre. Es que esas plumas perfumadas -perfumadas sin duda por el perfume de la mujer-, esos delicados encajes, esos rasos suavísimos sentimos que merecían destinarse al amor y no a la muerte. Porque, como en el cuento de Quiroga (y en toda la serie de leyendas que vamos viendo) el amor, el matrimonio, la pesadilla y la muerte nunca andan muy lejos unos de otros.
La muerte, dice Rey Soto, es una larga noche de bodas...Esto es una idea ancestral. A uno se le viene a la cabeza la balada rumana Mioriţa, con sus ideas e imágenes muy antiguas, donde la muerte violenta se pinta como una boda:
"Iar la cea măicuţă
Să nu spui, drăguţă,
Că la nunta mea
A căzut o stea,
C'am avut nuntaşi
Brazi si păltinaşi,
Preoţi, munţii mari,
Paseri, lăutari,
Păsărele mii,
Şi stele făclii!...


"Pero a esa madrecita

no le digas, queridita,
que en mi boda
ha caído una estrella,
que he tenido por invitados
a abetos y arces,
por sacerdotes a los altos montes,
los pájaros por músicos,
miles de pájaros,
y las estrellas por cirios."
Henri Lévy, La doncella y la muerte.
El sepulcro, el retorno a la tierra, es unión -unión nupcial- con la naturaleza, con el mundo; y unión incestuosa, porque la naturaleza es madre. Pero unión fecunda, puesto que solo ella garantiza la rotación sin fin de la vida.
Unas ideas, por lo menos, neolíticas, ligadas a la eterna reflexión sobre la destrucción y la regeneración; la siembra y la germinación, la muerte y la resurrección. 

miércoles, 25 de marzo de 2015

Pesadillas, garrapatas y otros artrópodos

De todos estos relatos que tienen que ver con la pesada, el que más precisas coincidencias presenta con el mito (y mi favorito) es "El almohadón de plumas", de Horacio Quiroga, recogido en el libro Cuentos de amor, de locura y de muerte, de 1917. Pero leo que el cuento data de diez años antes. Puede mirarse en línea aquí.
Cabe incluirlo en la serie de aquellos en que los ataques de la pesada se ven desencadenados por el matrimonio. Pero en este caso no se trata de casamiento desigual en edades ni fortunas ni de transgresión de ninguna ley humana ni divina. No existe tampoco frustración de los deseos sexuales. Ni decepción sentimental. Todo procede, al parecer, de un problema comunicativo. Porque si el marido, Jordán, quiere profunda e intensamente a su mujer, es el enamorado más inexpresivo que puede concebirse, que ama "sin darlo a conocer". Sus efusiones se limitan a pasear en silencio junto a ella, acariciarle lentamente la cabeza y dejarse abrazar y coger la mano. 
Una conducta como para congelar los anhelos amorosos de cualquiera, sin necesidad de ser una Emma Bovary. Y Alicia, que así se llama la esposa, no tiene el carácter impulsivo ni el tipo de Emma Bovary: rubia, angelical, tímida y aniñada, parece la perfecta heroína de novela gótica, objeto virtuoso e ingenuo de cuanta crueldad pueda existir en el mundo.
Féréol de Bonnemaison, Mujer asustada
por un trueno
. La heroína de novela
gótica.
Al anunciarle los médicos la impotencia de la ciencia frente al gravísimo estado de su mujer, reacciona de manera inconsecuente exclamando: "¡Solo eso me faltaba!" mientras tamborilea con los dedos sobre la mesa.
Alto, reservado, silencioso, moviéndose lento pero sin descanso, pasea una estampa típicamente vampírica y el lector se ve tentado a echarle la culpa de la anemia y consunción que ataca a su mujer, aparente secuela de una mala gripe (leve, pero duradera).
Como si Jordán hubiese construido su vivienda a su imagen y semejanza, la morada en que su mujer tiene que pasar largas jornadas de soledad y tedio es tan sepulcral como el propio marido. Todo es blanco, glacial, mágico y selenita. Fuera, reina la quietud de un jardín
Santiago Rusinyol, Jardí senyorial.
 antiguo al claro de luna, ambiente gélido y luctuoso que a uno le recuerda a Albert Samain u otro simbolista melancólico y tristón; dentro, el estuco pulido devuelve el eco de los pasos en el silencio y aunque sea de día se evita la luz del sol y se vive a la de las lámparas.
Jordán se ha hecho, para vivir, el palacio escalofriante del vampiro de alguna película de miedo.
El caso es que la enfermedad de Alicia viene coincidiendo con muchos de los síntomas que hemos visto descritos en la pesadilla. Ataca por las noches, aliviándose durante las horas del día. Provoca al principio anemia, desvanecimientos, sudores, debilidad. Más adelante, horror y alucinaciones. Una de ellas, la de un "antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos". La apariencia simiesca, al igual que la de fraile o de hombre negro, es una de las que más repetidamente se atribuyen a la pesada. A esto se une la mirada escrutadora y el curioso detalle de la postura, que como la del follet (ver Por estos pagos) no es ni de pie, ni tumbado, ni sentado. Otras veces los fantasmas son monstruos que trepan sobre la cama (exactamente como el duende nocturno de las pesadillas).
Ilustración de Les clients d'un vieux poirier, por
Becker. Accesible en Gallica.
Parece como si al escribir, Horacio Quiroga tuviese presentes imágenes románticas como las de Füssli.
Por último, coinciden con la pesadilla -la enfermedad del folclore- la sensación abrumadora de opresión y la parálisis.
Lo novedoso y muy eficaz en el cuento es el aparente rechazo de lo sobrenatural, en que nos había ido sumiendo toda la narración. Todo se resuelve al final con una aparente objetividad científica, tan heladora como el propio palacete del matrimonio. El desconcierto en el lector procede, obviamente, de que te estén contando como si fuese un suceso terrible causado por una curiosidad zoológica, nada excepcional por cierto, lo que uno sabe que es un cuento de fantasía.
Toda obra literaria es hija de su tiempo, y no creo que sea casual que el de esta coincida con el principio de la investigación sobre los sueños y el inconsciente. Aquí las fronteras entre realidad y delirio se desdibujan. La criatura muy real causante de la anemia se multiplica ee fantasías alucinatorias, las cuales a su vez se confunden con la figura del marido (que constituye -figuradamente, eso sí- una verdadera pesadilla). La vida agobiante y opresiva a la que se ve condenada Alicia se torna opresión y parálisis del cuerpo.
Ni hubiera sido posible transmitir la sensación de frialdad cortante, cortante como el bisturí que disecciona o como la hoja con que Jordán abre la monstruosa gravidez del almohadón, sin el interés maravillado con que observa la realidad objetiva el Parnaso, aun cuando luego se la pueda dotar de un significado simbólico. Los poetas parnasianos se inspiraron en los animales e hicieron de ellos el asunto de sus poemas.
Sin duda está relacionado con esta nueva mirada sobre los objetos el interés renovado por la vida de los animales (claro que, entre tanto, había venido Darwin a cambiar nuestra idea de la posición del hombre en la cadena de la Naturaleza: El origen de las especies es de 1859 y El origen del hombre de 1871).
De 1901 data la vida de las abejas, de Maurice Maeterlinck. Casualmente estoy leyendo ahora la Física del amor, de Rémy de Gourmont, de 1903. En este magnífico librito se estudian minuciosa y amorosamente los mecanismos por los que las especies aseguran su propia permanencia. Se busca la belleza incluso donde la naturaleza puede parecer más repugnante o más cruel a ojos de la sensibilidad humana. Es bueno y hermoso, viene a decirse, cuanto contribuye a los fines de la naturaleza, y los fines de la naturaleza son simplemente existir. El hombre es un microcosmos que compendia en sí todos los prodigios y todos los espantos del universo.
Y apunta ya en la visión del sistema de la vida animal de Rémy de Gourmont una idea que será fundamental en Roger Caillois: que las principales semejanzas dentro de ella se dan en las dos extremos evolutivos del mundo humano y el de los insectos.
Gourmont se declara admirador y hasta cierto punto discípulo de Jean-Henri Fabre. Este Fabre, naturalista (que fue uno de los autores que me apasionaban durante la infancia), escribió durante el último tercio del siglo XIX y el primero del XX sobre los insectos y otros animalillos del campo, a los que se dedicaba a observar en su finca provenzal. Hoy, cuando los recuerdo -Los auxiliares, Los destructores, la vida de los insectos, Maravillas del instinto en los insectos...-, no puedo separarlos en la imaginación del ritmo, el ambiente y el sonido de las estrofas de la Mireio, de Mistral.
Otro de estos libros de la infancia fue Les clients d'un vieux poirier, del belga Ernest van Bruyssel, traducido al castellano como Los habitantes de un árbol viejo (puede leerse en línea en Gallica). Ernest van Bruyssel escribió sobre historia de Bélgica, sobre las repúblicas hispanoamericanas y, que yo sepa, este es el único libro de divulgación científica que tiene. Carece, es verdad, del talento científico y divulgador de Fabre tanto como de su lírico sentido, un tanto geórgico y panteísta, de la naturaleza. Pero lo que resultaba fascinante en su libro eran los grabados, bastante espeluznantes a decir verdad, de Becker. Algunos de ellos tienen el inquietante misterio de los collages de Max Ernst.
Becker, ilustración de Les clients d'un vieux poirier. Procede de
Gallica. 
No es de extrañar que fuese en el Mercure de France, periódico fundado por De Gourmont, donde aparecieron los cuentos de Louis Pergaud, protagonizados por animales, De Goupil à Margot, libro que obtuvo el premio Goncourt en 1910 y al que seguiría La revanche du corbeau (La revancha del cuervo) en 1911. En estos cuentos se retrata la misma crueldad implacable e inocente de la naturaleza (sin excluir a la humanidad) a la que constantemente se refiere De Gourmont en la Física del amor. Uno de los cuentos, "Violación subterránea", narra los amores terribles de los topos, cuestión en la que se había detenido con cierta extensión Rémy de Gourmont en aquel libro.
Louis Pergaud es más conocido por su novela La guerra de los botones, libro de gran éxito y popularidad, inexplicablemente considerado, al menos hasta hace poco, como lectura indicada para la infancia. Digo inexplicablemente porque si los cuentos dejan clara la similitud de la conducta de los bichos con la de las personas, la novela parece escrita para demostrar la bestialidad cruel del comportamiento humano y para eso se vale de la infancia, edad insensible y cruel entre todas.
El autor hubo de padecer en sus carnes esa perversidad de la conducta humana. Herido en una batalla en la primera guerra mundial tuvo que pasar varias horas en tierra de nadie enredado en los alambres de púas entre las líneas francesas y las alemanas. Fue el ejército enemigo el que lo rescató y trasladó, prisionero, a un hospital de campaña que, poco después, quedó reducido a migas por un bombardeo francés. El cuerpo de Pergaud nunca fue encontrado.
Hay que decir, a tenor de su correspondencia de soldado, que estaba intoxicado como un energúmeno por el delirio colectivo nacionalista y belicista que estalló a principios de la guerra.
Habría que leer La guerra de los botones a la luz de todo esto (cosa que no he hecho) para sacarle todo el tuétano. A ver si me pongo.
No fue este el único autor que se interesó en bestezuelas por aquellos años. Colette, que escribió tres libros sobre animales por entonces, afirma en el prólogo de uno de ellos que los animales se habían ganado la admiración y el afecto de una humanidad enfangada en una terrible carnicería mientras ellos continuaban con su pacífica existencia de siempre.
¡Pacifica existencia! Una idea bien contraria a la que uno saca de la lectura de Rémy de Gourmont, que parece convencido de que la esencia del universo es el "litigioso caos", que decía Celestina. Pero es cierto que entre tanto la guerra parecía haber destapado en los humanos un frenesí destructivo superior a todo lo conocido en la naturaleza. Y en las amables estampas de Colette no salta a la vista la violencia sin freno que se desprende como un permanente chirrido de las de Pergaud (hablo del primer libro: no he visto el segundo). También se viene a la cabeza que 1910 es el año de la primera película científica de Starewicz, creador del cine de animación de marionetas y eminente entomólogo. Otras películas posteriores de Starewicz se recrearán en esa humanización del mundo de los insectos que, lo pretendiese su autor o no, provoca en el espectador (al menos en este espectador) un efecto de desasosiego rayano en la repulsión. Véase aquí una muestra del cine de Starewicz.
Entre los escritores en castellano, Salvador Rueda tomó por asunto con frecuencia a los animales y es autor de la serie de romances "Vidas con alas", dedicada a los insectos. 
Mariposa y campanillas. Pintura japonesa del siglo XIX.
En ellos, aparte de las vibrantes descripciones deslumbrantes de sensualidad en que destacaba aquel poeta, no falta a veces la nota mordaz, como en la alabanza del escarabajo, semejante a un dios creador de orbes a partir de la materia más humilde e inmunda, o el toque fúnebre, cuando habla de la libélula:
"Un polvo de pedrería
parece ser su alimento,
moléculas de colores
que el sol reviste de fuego.
Forma tan leve y divina
que parece hecha de un sueño,
de un sutil rayo de luna,
de una risa o de un deseo,
es en las luces girando,
por un contraste siniestro,
la misma muerta con alas
bailando al girar del viento.
¡Y de un gusano deslía
la libélula su cuerpo;
ella es el gusano mismo
largo, sin ruido y aéreo!"
La libélula, dice Rueda, fue dotada de esas alas diáfanas y hermosísimas para disimulo de su infecta naturaleza; vuela llevando el entierro de sí misma, y en el momento en que se detiene se pudre. Igual es todo el universo, concluye, que va fluyendo hacia su muerte y corrupción.
¿No es esta misma paradoja de belleza y muerte la que encontramos en las ideas de Rémy de Gourmont? Yo creo que sí.




sábado, 21 de marzo de 2015

Cunde la pesadilla

La sabiduría popular establece una relación directa entre el mal de la pesadilla, como dolencia fundamentalmente femenina, y el matrimonio. El matrimonio es la terapia adecuada para ese morbo a la vez corporal y mental causado por la visita nocturna de seres sobrenaturales o dotados de poderes mágicos maléficos.
Bajo el poema de Verdaguer (ver Por estos pagos) se trasluce la antiquísima idea, que se remonta al menos a la medicina hipocrática, de que el cuerpo femenino no adquiere su pleno desarrollo hasta el primer parto. Si se retrasa el primer embarazo, el útero, privado de realizar sus funciones normales, empieza a resentirse y a protestar. 
La balada o leyenda en verso de Rosalía Castro (ver de nuevo Por estos pagos) muestra una enfermedad bien distinta (incluso opuesta) en sus causas, si no en sus síntomas: se trata de los efectos demoledores de un desengaño amoroso y más aún del terror al desamparo y baldón consiguientes a la seducción y abandono.
William Lindsay Windus, Demasiado tarde.
Es curioso: el asunto del poema de Rosalía es el mismo del de uno, muy breve,  de Tennyson,  Come not, when I am dead (1851), que fue muy popular, se puso en música muchas veces y sirvió de inspiración al cuadro que inserto arriba.
Como es cortito, puede copiarse:

Come not, when I am dead,
To drop thy foolish tears upon my grave,
To trample round my fallen head,
And vex the unhappy dust thou wouldst not save.
There let the wind sweep and the plover cry;
But thou, go by.


Child, if it were thine error or thy crime
I care no longer, being all unblest:
Wed whom thou wilt, but I am sick of time,
And I desire to rest.
Pass on, weak heart, and leave me where I lie;
Go by, go by.


El diálogo,  tan importante en la leyenda de Rosalía de Castro, es aquí retórico apóstrofe.  Y como puede verse, falta del todo el elemento sobrenatural; la narración se reduce a pura sugerencia. 
Pero (volviendo a nuestro asunto) la idea de una bruja que adopta la forma de un animal pequeño, volador generalmente, para ir a beber la sangre de alguna joven hasta matarla de consunción está difundidísima por todo el mundo. La shtriga albanesa se transforma en mosca igual que la "miga chuchona" gallega. Mucho más lejos, en el Caribe, se vale de metamorfosis semejantes la soucougnan. Se dice que este ser maléfico reúne rasgos de algunos espíritus de los mitos del África occidental con otros del folclore europeo. Supongo que Normandía aportaría mucho a las creencias sincréticas caribeñas, lo mismo que contribuyó en gran medida a la formación de las lenguas criollas de por allí.
La soucougnan, como los hombres lobos y otros personajes metamorfoseados de nuestra Europa, se deja la piel en un lugar seguro antes de empezar su viaje. Si alguien la encuentra en ausencia de su dueña y la unta con algún producto de olor repelente como limón o pimienta, evita que pueda volver a vestírsela y deja así a la bruja vampírica fuera de combate.
Sin salir de Galicia, encontramos el tema del vampirismo en el cuento de Emilia Pardo Bazán titulado precisamente así: "Vampiro". Aparece recogido en el libro El fondo del alma, de 1907, aunque ya se publicó anteriormente en Blanco y negro
Matrimoni desigual. Grabado
de Mariano Foix, 1891
Se trata aquí de un viejo y prematuramente decrépito indiano que se casa  con una guapa y jovencísima novia. La infeliz acepta a regañadientes cediendo a los argumentos de que el novio es inofensivo por su estado deplorable y muy probablemente se irá sin tardanza al otro mundo dejándole una pingüe herencia.
En efecto (y es aquí donde más se acerca el personaje del indiano al de la mitológica pesadilla o elfo nocturno) lo único que exige el marido es compartir el lecho con su mujer y en él tenerla estrechamente abrazada para calentarse el cuerpo helado.
Pronto puede observarse, para asombro del pueblo, que el anciano va remozándose a ojos vista mientras la joven desmejora y se marchita. Y es que, siguiendo la prescripción de un curandero inglés, el indiano parásito va absorbiendo por medio de esos abrazos la energía y juventud de su mujer, la cual, exprimida toda su vitalidad, acaba por morir.
Si pretende continuar su tratamiento rejuvenecedor con otra joven sin caer víctima de la ira popular el indiano se verá forzado a emigrar como suele acaecer a los vampiros (y al propio Drácula).
La relación directa entre matrimonio y pesadilla sigue existiendo, pero Pardo Bazán le da una vuelta completa, haciendo de él no la terapia sino la causa del mal, y del marido el íncubo legal. Tardío y macabro fruto del viejo y trillado tema cómico de la muchacha mal casada con un vejestorio.
No solo se entremezclan en este relato el tema del duende de las pesadillas y el del vampiro (iguales en el fondo según Ernest Jones) sino otros como el del rejuvenecimiento por el sacrificio de criaturas jóvenes, cuya sangre o grasa se consumía o usaba en baños o unciones que es el del sacamantecas, el de la lepra del emperador Constantino o el de la condesa Báthory. 
Maso di Banco, Constantino es conducido a bañarse en sangre de
inocentes para curarse la lepra
(siglo XIV).
También el del espíritu que se niega a abandonar el mundo y se aferra a su cuerpo exhausto absorbiendo la vitalidad de algún joven, algún pariente recién nacido por ejemplo. 
A mí esta última leyenda me la han contado en Galicia de una persona aún viva, algunos de cuyos familiares la tenían por verdad palmaria.
La época del Modernismo, heredera en esto del Romanticismo, se complacía en explorar la difuminada frontera entre la vida, el amor y la muerte. No son pocos entre nosotros los relatos de entonces que presentan la huella del vampirismo, pero sí los que tratan el tema directamente.
Amado Nervo, en "La novia de Corinto",  relata en prosa una versión del famoso poema narrativo de Goethe (de igual título), tomado a su vez de una anécdota referida en el siglo II por Flegón Traliano, paradoxógrafo autor de un De mirabilibus rebus. Pero Amado Nervo no lo saca ni de Goethe ni de Flegón, sino (según dice él mismo) de un libro del siglo XIX muy popular en su época, The night side of Nature, voluminosa obra acerca  de apariciones, fantasmas, advertencias de los difuntos a los vivos, estados de muerte aparente y otros asuntos semejantes. Fue su autora Catherine Crowe (y no Croide, como se lee en Amado Nervo). En el cuento hay una aparecida, está el tema de la muerta que vuelve al mundo y se prenda de un vivo o tiene relaciones con él, el del intercambio de anillos con un ser sobrenatural... pero no hay relación con vampiros ni pesadas. Las apariciones son nocturnas pero ocurren durante la vigilia. Y el vampirismo, que sí se menciona, solo existe en la superstición del vulgo, que somete al cuerpo de la famosa novia a los rituales de rigor en el caso de los vampiros, por ignorancia.
Joseph Wright, La novia de Corinto.
Rubén Darío, en el breve cuento "Thanatopía", insiste en el motivo del viudo que busca consuelo en una muerta atraída al mundo de los vivos, pero que todavía tiene un pie en la otra orilla. Tampoco se trata precisamente de vampirismo.
Ni menos aún lo encontramos en "Salamandra" de Efrén Rebolledo, que nos presenta a una figura decadentista de mujer fatal, vampiresa al estilo de A fool it was (ver Pesadas y vampiresas), que se complace burlándose de los hombres y abocándolos a la degeneración y la muerte.
No tengo a mano ni he leído "El vampiro", de Alejandro Cuevas, que veo citado en la tesis de López Gonzálvez La metamorfosis del vampiro, de la que he sacado varias noticias y que se puede leer en línea.
Pero que el marido no traiga la curación de la pesadilla, sino la provoque y sea él mismo el incubo o duende que la causa no es un invento de Emilia Pardo Bazán. Se encuentra ya en la tradición.
En el nunca aburrido libro (por más veces que uno lo abra) La légende de la mort chez les Bretons armoricains, de Anatole le Braz, encontramos la leyenda titulada "La rancune du premier mari", "El rencor del primer marido".
Se trata de un picapedrero errante que tiene amores con una viuda y al quedar esta embarazada deciden casarse. Por algún motivo que no se nos cuenta, después de celebrarse el matrimonio civil el religioso debe posponerse. El banquete, en cambio, ya apalabrado, se celebra; el novio acompaña a su mujer hasta su casa y, cosa mal hecha (no habiendo tenido lugar la ceremonia religiosa), se queda a pasar allí la noche. Toman los novios unos últimos tragos antes de acostarse y el cantero medita en voz alta: "¿Qué pensaría tu difunto marido de vernos aquí a los dos?"
Decir esto y aparecérsele el marido muerto, sentado ante él a la mesa frente a un vaso vacío, mirándolo con odio, fue todo uno.
(Aquí irrumpe en la leyenda otro motivo, el del muerto convidado, que es el núcleo del mito donjuanesco).
La novia no da muestras de ver nada y se acuesta a dormir a pierna suelta gracias al mucho vino embaulado durante el banquete. Pero el novio no puede apartar la vista del espectro que no le quita los furiosos ojos de encima. Incapaz de sostener esa situación, se dirige a la sombra preguntándole qué quiere o a qué ha venido.
De un solo salto, el fantasma sube al lecho matrimonial, colocándose a horcajadas sobre el cantero. Lo oprime con todo su peso y con la presión de sus rodillas huesudas, que se le clavan en los costados.
El novio no podía respirar, ni mucho menos gritar ni pedir ayuda de ninguna manera. Estaba inmovilizado y paralizado por la fuerza del espectro y por su propio terror. Cada vez que inspiraba aire, era un dolor el que sentía como si tragase fuego. La situación duró así hasta el alba, cuando se marchó el aparecido.
Cantero bretón en una ilustración
del siglo XIX
Cuando el pobre cantero, a la mañana siguiente, entró en su casa familiar, lo vieron desencajado y sobre todo, con el cuello del color de la muerte.
En la tradición bretona, cuando alguien trae en el cuello el color de la muerte es señal de que pocos días le quedan en este mundo.
Aquí, pues, al revés que en el amable poema de Verdaguer (ver Por estos pagos) la aparición de la pesadilla no procede de la frustración sexual (al contrario). No es tampoco su origen, como en la leyenda de Rosalía, el horror a la deshonra. Pero sí hay, como en el cuento de Pardo Bazán, una transgresión de las costumbres. En "Vampiro" el matrimonio monstruoso recibe su (insuficiente) castigo en forma de cencerrada y amenaza de destierro. En la leyenda bretona no se ejerce la justicia popular, porque ya está el primer marido para tomarse la justicia por su mano. Pero el matrimonio de la viuda sí que era causa merecedora de una encerrada. Lo que ocurre es que el aparecido, al ajustar sus cuentas personales con el cantero, se convierte en agente de la justicia divina. La transgresión era doble: contra las costumbres (matrimonio con la viuda) y contra Dios (matrimonio laico).
Y además, en el ambiente de hostilidad religiosa entre la sociedad rural y el estado que se vivía en la Bretaña del siglo XIX, la aceptación de un matrimonio civil (es decir la aceptación de la autoridad de la República sobre cosas reservadas a Dios) era algo muy duro de tragar.
El marido del cuento de Pardo Bazán y el de la leyenda de Le Braz (el segundo) tienen algo en común: son personajes viajeros, desarraigados, a los que ya no llega la savia de la tradición y por tanto mal vistos por el pueblo. El bretón no ha pasado el mar ni conoce otros continentes, pero siempre viene cargado de noticias y canciones nuevas, presumiendo de que es viajar lo que ensancha la mente.
Se le ocurre a uno que la leyenda bretona, surgida en el seno del pueblo, presenta a los viejos usos y creencias como vengadores y triunfantes; el cuento de Pardo Bazán, en cambio, refleja una triste resignación ante el poder deletéreo del dinero asociado a un uso perverso de la ciencia.

lunes, 2 de marzo de 2015

Por estos pagos: pesadillas, duendes y chupasangres

Lo que ha venido a dar pie a toda esta larga divagación que viene reptando desde hace dos entradas es la lectura casual de un poema de Verdaguer donde hace acto de presencia este espíritu de la consunción del que estaba hablando.
Se titula Lo follet, es decir "el duende". Literalmente, "el loquillo". Sobre este ser de la mitología popular encontramos algunos datos interesantes en el Diccionari català - valencià - balear. En primer lugar, el follet continental es completamente distinto del balear, que es una especie de demonio familiar que se lleva en un zurrón. Este no viene a cuento ahora. El de Cataluña es, según los informantes, un animal parecido a una gallina o a un perro. 
Dato curioso, se dice de él que no está ni sentado ni tumbado ni de pie. Estará tal vez acuclillado, como se representa a veces a la pesadilla, sobre el torso de su víctima...
Algunas de sus barrabasadas coinciden con las de un típico duende doméstico. Pero una que le es característica y que recalca Verdaguer en su poema es la de enredar la cabellera de personas y animales... Igual que los lutins de Francia. Se los combate con agua bendita y con un recipiente lleno de granos, cuanto más pequeños mejor. El duende los esparce y tiene que devolverlos luego uno por uno, tarea que lo desespera y pone en fuga.
Desde el principio del poema insinúa Verdaguer la relación del acoso del duende con la insatisfacción sexual de su víctima:
No grites, tonta. El duende, con su tradicional
aspecto de frailecillo, entre agresivo y tentador.

"En mos catorze anys,
quan m'era donzella,
entre dos llençols
dormia soleta..."
Aparece entonces el bicho malo ("dolenta bèstia") del follet, atacando por las noches, durante el sueño, a la muchacha. Es invisible, pero lo siente rebullir y tirarle de los pelos. Como a cosa diabólica se le pretende ahuyentar con agua bendita, medallas, cruces y bulas. Se recurre al ardid de los granos de mijo. Todo en vano. La madre, harta del inútil y agotador combate, recurre a la terapia matrimonial propugnada, como veíamos, por Burton.  Mano de santo. 
Al final del poema, la hija reconoce que todo había sido una feliz estratagema para apresurar su casamiento.
En el otro extremo de la Península, en Galicia, aparece el gatipedro, gato blanco con un único cuerno negro en la frente, que visita a los niños durante su sueño. El gato se para junto a la cama de los niños y empieza a verter agua por el cuerno, que es como un pitorro. Con esto, el niño sueña que hace pis y se lo hace de verdad, mojando las sábanas. Para conjurar la visita de este impertinente felino basta poner unos granos de sal en  puertas y ventanas. El gatipedro la lame y el sabor lo ahuyenta. Cunqueiro lo menciona en Escola de menciñeiros. Yo creo que se lo inventó él. Ernest Jones, el psicoanalista, se hubiera regocijado de conocer a este ser fantástico, dada la relación que establece ya Freud entre enuresis nocturna y autoerotismo. 
Viñetas de Winsor McCay, Little Nemo
Otro personaje harto más inquietante de la fantasía gallega es la meiga chuchona o bruja chupona. Esta pertenece a la especie humana, aunque su cualidad brujeril le conceda poderes sobrenaturales. Actúa por odio, por venganza o por envidia cuando no por simple maldad y a lo que se dedica es a chupar la sangre de la gente, especialmente de los niños y las jóvenes, hasta matarlas de consunción. Rosalía Castro, en un poema de Cantares gallegos, describe así los síntomas:
"Voume quedando muchiña
como unha rosa que inverna;
voume sin forza quedando,
voume quedando morena
cal unha mouriña moura,
filla de moura ralea.
Martínez Murguía señala que muchas veces se le atribuía en las aldeas a la meiga en cuestión la tuberculosis pulmonar.
Cosa propia de brujas y de vampiros, es capaz de transformarse en un pequeño animal volador, moscardón generalmente, para perpetrar su crimen sin trabas. Si se la consigue matar, a ser posible con una ramita de laurel, luego aparece muerta la bruja que había tomado su forma.
Georg Flegel, Naturaleza muerta con pescados.
La creencia es antiquísima. Claude Lecouteux recoge la anécdota de un espíritu maligno herido en una pata bajo su forma de moscarda y reconocido después en un viandante cojo. La trae paulo Diácono en su Historia de los longobardos, escrita a finales del VIII.
El hecho de que los males de que se culpa a la meiga chuchona se deban a una frustración amorosa es ilustrado por la misma rosalía en el largo poema narrativo "Non hai peor meiga que unha gran pena", primero de la sección "Varia" de Follas novasSu tema, el del amor fatal, íntimamente unido al dolor y la muerte, es frecuente en Rosalía Castro y otros autores gallegos de su época, empezando por su propio marido, Martínez Murguía, en su obra narrativa. 
Este poema forma un díptico; cada una de sus partes se centra en un diálogo. En la primera, una madre habla con su hija, supuestamente hechizada; en la segunda, la misma se dirige al seductor de la muchacha pidiéndole la reparación del daño.
La madre interviene al advertir la desmejora de la joven, cuyos síntomas son anemia, inapetencia, desánimo, ojeras, palidez terrosa, frío en las extremidades (síntomas por otra parte coincidentes con los que la tradición atribuye al mal de amores). Lo que percibe en cambio la afectada son más agüeros que síntomas: el agua queda ensangrentada a su contacto, la hierba se marchita, las plantas espinosas se le enredan en los cabellos y la ropa, la rasguñan como adrede, la grava del camino le hace daño en los pies, el sol la pone pálida. El mundo, en suma, le mueve guerra en todos los frentes.
La madre deduce inmediatamente que ha sido hechizada por envidia de su belleza o en venganza por algo que haya hecho. Otras opiniones en el pueblo atribuyen la dolencia a la meiga chuchona o a la Compaña.
Los remedios de que se vale la madre son: hierbas sagradas que se ponen a la cabecera de la enferma, ofrendas a los santos, peregrinación a la romería de san Pedro Mártir (probablemente la de Belvís, aunque este santo era venerado en varias partes de Galicia y se le tenía por eficaz contra los hechizos).  
Santiago de Compostela, Santa María de Belvís.
Cuando la joven confiesa que la verdadera causa del mal son unos amores imposibles, un desengaño, acaso la pérdida de la honra, irreparable por la desigualdad social de los amantes, la madre acude en demanda de reparación al responsable. Este, con sorprendente rapidez, accede.
Una vez más, la cura del hechizo está en el casamiento.
Por el camino, sin embargo, mientras el joven y la madre galopan a salvar a la embrujada van sucediéndose los malos augurios: pájaros ominosos y tañido funeral de campanas.
Esto es curioso porque viene coincidiendo con una canción tradicional de Normandía, Quand je menais mes chevaux boire, donde también el galán, camino de casa de su amada, oye primero a los pájaros -el cuclillo-, luego las campanas tocando a muerto y finalmente llega demasiado tarde para encontrarla aún con vida.
Indudablemente, el poema da prueba de una gran capacidad por parte de Rosalía Castro de conectar con la tradición folclórica, sin buscar por ello el imitarla.
John Everett Millais, La sonámbula.
Marina Mayoral, profunda conocedora de la poesía de Rosalía, dice en su estudio La poesía de Rosalía de Castro que amor y muerte se entrelazan en él "como en una leyenda bretona". ¿Por qué bretona? Es verdad que en Bretaña se da (o se daba) con especial vivacidad la creencia en las premoniciones de la muerte o avisos de la de personas ausentes y lejanas. Es lo que los bretones llaman "intersignos" y Anatole le Braz les dedica un largo capítulo de su libro La leyenda de la muerte entre los bretones armoricanos.  
En particular, el agüero de que al ir a lavar en el río la hechizada el agua se volviese roja evoca vivamente algunos episodios de la épica medieval irlandesa, donde una lavandera sobrenatural está lavando de antemano las ropas y arneses -los cuerpos y entrañas, a veces- de los guerreros que van a morir en la batalla, sucias ya de la sangre que verterán sus dueños... es la banshee o la Badb, antigua diosa guerrera. Este personaje perdura en el folclore hasta la época contemporánea.