domingo, 29 de marzo de 2015

El otro almohadón

Decía a propósito de "El almohadón de plumas" (ver la anterior entrada) que no hay obra que no sea hija de su tiempo. Entre él y la red que tejen sus hermanas las otras obras van dándole forma a lametones, como las mamás osas a los oseznos de los bestiarios. Yo creo que quien menos parte tiene de paternidad es el o la que la escribe y apadrina, porque la gente es capaz de muy poca cosa. Aunque o él o los críticos se hagan ilusiones.
¡Si incluso los que no son artistas, la mayor parte de las veces, tampoco comprenden lo que hacen ni por qué!
Si "El almohadón de plumas" es de 1907, Nido de áspides, segundo libro de Antonio Rey Soto, es de 1911. 
Otto Marseus van Schrieck. Naturaleza muerta con serpientes e
insectos. 
El primero se llamaba Falenas, de 1905. Esto de las falenas, mariposas pálidas y nocturnas, ya resulta bastante modernista, y por cierto que tanto Fabre como después De Gourmont (ver la entrada anterior) habían tratado de los amores de las falenas y los almizcles embriagadores con que sus hembras atraen desde largas distancias a los machos.
Antonio Rey Soto era orensano, de Arrabaldo, cerca de la capital provincial. Estudió Derecho, Filosofía y Letras y Teología y se ordenó de sacerdote. Fue poeta, ensayista, novelista y autor teatral. Representante tardío del modernismo, está bastante olvidado hoy, si no me equivoco. En Nido de áspides leemos el siguiente poema (como no será tan fácil de encontrar, lo copio).

LA ALMOHADA

Era joven y hermosa,
cenceña, rubia y pálida...

Hundida la cabeza
sobre el blando plumón de rica almohada,
parecía dormida
en el lecho de raso de la caja.

Sobre el albo vestido,
sus manos, aún más albas,
eran cual dos palomas
de volar fatigadas.
Un zapato de baile
asomaba por bajo de la falda.

En trípodes de bronce,
candelabros de plata
ostentaban triunfales las bujías
florecidas de llamas:
la luz se desflecaba en hebras de oro,
las rosas mareaban,
y, entre la toca virginal oculta,
una monja, rezando, suspiraba.

¡Oh, qué inefable pena!
¡Oh, qué profunda lástima
sentí por los encajes
y el plumón perfumado de la almohada!...

¡Oh, las noches nupciales del sepulcro,
fecundas, misteriosas y calladas!...

No puedo evitar que se establezca en mi imaginación una conexión sensorial entre este poema y el cuento casi contemporáneo de Horacio Quiroga.
John Collier, La bella durmiente (detalle).
El tipo de la joven coincide exactamente en ambos, así como también el aspecto del cuerpo, consumido prematuramente por el cansancio de vivir.
Y ahí está el almohadón de plumas. 
Por cierto que se ve, o se nota aunque uno no se fije de primeras, una extraña contradicción: ¿diríais que una cosa se hunde sobre algo? Sobre algo se flota... Este sobre nos da una idea de levedad de la cabeza, que aunque se hunde en el almohadón parece solo posada en él, casi levitando al ras de él... Pero además está el efecto de esa acumulación aliterativa de oclusivas con líquidas -y las nasales-, que sugieren blandura ("blomp, blop").
Simmler, La muerte de Barbara Radziwill (detalle).
Simbolismo fónico utilizado a conciencia, como en el efecto de aleteo que producen los versos siguientes, donde se trata de palomas, palomas ya en reposo, pero cansadas de volar.  "¡Sobre el albo vestido" -frrr, flap, flap, flap-! ¿No parece el rumor de un pájaro que sale volando asustado a nuestro paso? A mí sí me lo recuerda, y es como el alma que se exhala en forma de pájaro del cuerpo del moribundo, según la creencia de muchos sitios. La paloma, símbolo de paz, símbolo de candor... pero también símbolo de lascivia, ave dedicada a Afrodita.
Pues, hablando de asociaciones, ese sueño de la muerte en el mórbido raso del ataúd trae connotaciones de vampirismo y de necrofilia, como la de la estampa de Sarah Bernhardt durmiendo en su ataúd. 
Sarah Bernhardt durmiendo en su ataúd.
Y naturalmente, aunque no pudiera adivinarlo Rey Soto, las imágenes de necrofilia de Buñuel en Viridiana y Belle de jour, que, a fin de cuentas, derivan de Sade.
No es casual, por cierto, la mención del zapato de baile. El baile, el amor y la muerte andan muy mezclados en la imaginación. Basta pensar en la danza macabra.
Existe una novelita que escribió Carolina Coronado en colaboración con un joven ingenio romántico ferrolano, Benito Vicetto: Adoración, de 1850. En ella una joven, seducida y engañada por un calavera, se suicida bailando hasta la extenuación y la muerte. Carolina Coronado entendía de estas cosas. Parece que sufrió varios ataques de catalepsia en su vida y convivió durante años con la momia de su difunto marido.
Pero antes que Carolina Coronado, en 1831, había tratado un caso semejante Théophile Gautier en un cuento llamado "La cafetera" (puede leerse en francés aquí). 
En él, el joven protagonista es invitado a pasar unos días en la casa de campo de un amigo. Lo alojan en un cuarto amueblado de manera anticuada y con aspecto de haber sido ocupado hasta hace poco. Antes de dormirse, le parece que los objetos, los cuadros y tapices cobran vida y organizan un baile. El joven danza frenéticamente toda la noche con una muchacha que lo deja enamorado. Agotada su pareja, la sienta en sus rodillas y permanecen unidos en un arrobo amoroso hasta el alba. Con el canto de la alondra, la muchacha se levanta sobresaltada, da un grito y se desploma sin que quede más rastro de ella que los añicos de una antigua cafetera rota. Bien entrada la mañana, sus amigos encuentran al visitante desmayado en el suelo. Por la tarde, garabateando inconscientemente, le sale un dibujo que se le antoja representar a la cafetera, pero que resulta ser un rostro femenino.
-¡Caramba! -dice su anfitrión- ¡Cosa más curiosa! ¡Te ha salido clavada la cara de mi hermana Ángela!
Era su danzarina de la víspera.
-Pobrecilla -continuó-... Murió hace dos años de una fluxión pulmonar [neumonía o pleuritis], a raíz de un baile...
El caso es que un suceso parecido da asunto a un poema, Fantômes, de Victor Hugo, en Les orientales (1829) (puede leerse en Gallica). 
"Fantômes", ilustración de Gérard Séguin.
Tomada de Gallica.

Se trata de una joven demasiado aficionada a los bailes, que a fuerza de acudir a ellos de noche coge una enfermedad pulmonar de la que muere repentinamente, a la salida de uno, en brazos de su madre. Desde entonces, en noches de luna, un horrendo esquelético espectro vestido como esa señora la conduce a fiestas fantasmales en que danza por los aires en compañía de otros aparecidos.
Con su imaginación romántica, Hugo se había ocupado de la pesada en la oda VII de sus Odas y baladas, titulada precisamente "La pesadilla". Allí describe los síntomas habituales de opresión, apnea y visiones cambiantes y espantosas pero, a diferencia de lo que mantiene cierta tradición (como hemos visto), excluye a las muchachas de sus ataques precisamente a causa de su inocencia y pureza, que merecen la protección del ángel de la guarda.
Suele señalarse la influencia en Hugo del relato Smarra (1821), de Charles Nodier, donde una hechicera lleva en una sortija hueca, como un demonio familiar, al monstruo de las pesadillas -Smarra-, dispuesto a abatirse sobre cualquiera a los conjuros de la bruja.
Pero esto nos aleja del baile.
El caso es que la conjunción de baile, amor y muerte da pie a uno de los mitos más citados en el Romanticismo, el de las willis. 
Parece que el primer autor de fama que se ocupó de estos espíritus fue Heinrich Heine. En su libro Espíritus elementales  se refiere a estas "danzarinas espectrales" como tradición de una parte de Austria, pero de origen eslavo. Las willis son los espectros de las novias fallecidas antes de la noche de bodas. Suelen organizar sus zambras en los bosques y al infortunado a quien se le aparecen lo seducen con tan amorosos y picantes halagos que no hay manera de que se resista. Se lo van pasando de una a otra y la noche transcurre en una continua y agotadora danza que acaba con él por cansancio.
Las willis deben la mayor parte de su popularidad al ballet Giselle, de Adam, con libreto escrito en colaboración por Théophile Gautier (aquí está otra vez) y otro autor.
En el ballet Gisela, como la doncella de la leyenda de Rosalía de Castro (ver Por estos pagos), muere al verse seducida y burlada por un noble y se convierte en willi. Luego, su seductor y otro enamorado caen víctimas de las willis y se ven arrastrados a su danza fantasmal hasta que los salvan las primeras luces del alba.
Este destino de bailar por toda la eternidad también se les impone como castigo, en algunas leyendas, a ciertos danzarines irreverentes que no respetan la misa, el día de fiesta, el paso del viático y otras cosas semejantes.
Pero vuelvo a Rey Soto y su almohada.
En lo esencial, el colorido de la escena del poema coincide con el del cuento de Horacio Quiroga: blancura, sombra, luz de las lámparas de cabecera...
Sin embargo, donde todo es silencio y susurro en "El almohadón de plumas", "La almohada", cargando las tintas en el decorado parnasiano, sobresalta al lector con un platillazo wagneriano de brillos metálicos: bronce, plata, oro...
Hans Makart, Muerte de Cleopatra.
"...ostentaban triunfales las bujías florecidas de llamas". ¡Esas aes y esas íes violentamente iluminadas por los acentos! "La luz se desflecaba en hebras de oro"... Es lo contrario de la solubilidad a que aspiraba Verlaine: relucientes hilos dorados en la penumbra, transformando la cámara mortuoria en un brocado... A Rey Soto le fascinaban los antiguos brocados, como muestra en su  crónica de viaje a Guadalupe.
Henriette Browne, La religiosa.
Frente a la desnudez de "El almohadón de plumas", se acumulan en el poema notas sensuales: la monja con sus tocas, velando y bisbiseando sus rezos, el perfume sofocante de las rosas excesivas. 
Las últimas estrofas, donde irrumpe el yo espectador del cuadro, son las más desconcertantes. Porque si el Jordán de Horacio Quiroga nos deja helados con su "¡Esto faltaba!", no menos nos descoloca este sintiendo tan honda pena... ¡por los encajes y el plumón! Ni la difunta, ni sus seres queridos, ni él mismo, sea quien sea...
La supremacía parnasiana del objeto parece que llega aquí a extremos psicológicamente morbosos.
La hondura no es solo la de la pena; es la hondura del sepulcro, y más allá de ella la del abismo de la muerte. Con su uso del simbolismo fónico, Rey Soto la expresa por medio de retumbantes sonoridades: profundas, plumón, fecundas, sepulcro... se diría que la voz nos llega desde el vientre de una tinaja.
La pena por la rica ropa de cama, aparte de revelar un fetichismo notable (vuelve el recuerdo de Viridiana), no puede explicarse tan solo porque, como la propia difunta, va a sumirse en la profundidad del sepulcro condenada a perderse y a disolverse para siempre. Es que esas plumas perfumadas -perfumadas sin duda por el perfume de la mujer-, esos delicados encajes, esos rasos suavísimos sentimos que merecían destinarse al amor y no a la muerte. Porque, como en el cuento de Quiroga (y en toda la serie de leyendas que vamos viendo) el amor, el matrimonio, la pesadilla y la muerte nunca andan muy lejos unos de otros.
La muerte, dice Rey Soto, es una larga noche de bodas...Esto es una idea ancestral. A uno se le viene a la cabeza la balada rumana Mioriţa, con sus ideas e imágenes muy antiguas, donde la muerte violenta se pinta como una boda:
"Iar la cea măicuţă
Să nu spui, drăguţă,
Că la nunta mea
A căzut o stea,
C'am avut nuntaşi
Brazi si păltinaşi,
Preoţi, munţii mari,
Paseri, lăutari,
Păsărele mii,
Şi stele făclii!...


"Pero a esa madrecita

no le digas, queridita,
que en mi boda
ha caído una estrella,
que he tenido por invitados
a abetos y arces,
por sacerdotes a los altos montes,
los pájaros por músicos,
miles de pájaros,
y las estrellas por cirios."
Henri Lévy, La doncella y la muerte.
El sepulcro, el retorno a la tierra, es unión -unión nupcial- con la naturaleza, con el mundo; y unión incestuosa, porque la naturaleza es madre. Pero unión fecunda, puesto que solo ella garantiza la rotación sin fin de la vida.
Unas ideas, por lo menos, neolíticas, ligadas a la eterna reflexión sobre la destrucción y la regeneración; la siembra y la germinación, la muerte y la resurrección. 

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