lunes, 6 de abril de 2015

La venta de las pesadillas

No salgamos de Galicia. Vamos a seguir por aquí nuestro paseo por la pesadilla. No muy posterior al poema de Rey Soto del que hablaba en la última entrada es el libro de cuentos Tragedias de la vida vulgar (1922), de Wenceslao Fernández Flórez, al que pertenece "El claro del bosque".

Roelof Janz van Vries, Figuras en un claro
del bosque.
Ya desde el título, el relato nos sitúa en este espacio liminar, fronterizo, indeciso, que pertenece a dos mundos sin pertenecer a ninguno de ellos.
El bosque, por cierto, tiene una presencia muy visible en algunos narradores gallegos: Fernández Flórez, Cunqueiro, Mendez Ferrín... Es un elemento del paisaje gallego de una importancia tan grande en la realidad y en el mundo imaginario que es difícil que no acabe asomando acá y allá.
Pero al cuento. Se trata de un peregrino que va perdido por el bosque. Como en el maravilloso soneto de Góngora: "Descaminando, enfermo, peregrino..." Como la madre de la leyenda de Rosalía Castro (ver Por estos pagos), va peregrinando a implorar del Apóstol la curación de una enfermedad (o maldición) que lo tiene desde hace meses sin dormir. 
No es que su mal le provoque insomnio: al contrario. Él es quien se lo provoca a sí mismo por miedo a las pesadillas, "por miedo al miedo", como dice la expresión irlandesa. Conducta nada rara en los que suelen padecer estos sueños regularmente: ¿quién no ha visto la importancia que adquiere en relatos como Pesadilla en Elm Street, la película de Wes Craven de 1984, con sus varias continuaciones?
El claro del bosque alberga una casa. La casa del bosque: la morada del forestero de las novelas medievales, del leñador de los cuentos de hadas. Pero es este un claro muy singular. Perfectamente circular, da la impresión de que los árboles, como falanges de guerreros, se han detenido por la virtud de algo que hubiese en su centro. Mantenidos a raya por la casa o sus moradores.
Esto de las falanges de árboles tiene su importancia. El que los árboles u otros vegetales se conviertan en guerreros y combatan entre sí o a favor de los humanos es un antiguo mito celta, que por cierto estudió Robert Graves en La diosa blanca. Son los árboles del bosque de Birnam subiendo al asalto de Dunsinane en Macbeth, los ejércitos vegetales que combatían contra el rey Muirchertach mac Erca, que había repudiado a su mujer y apostatado del crsitianismo por amor del hada Sín, en el relato medieval irlandés... y, en fin, hay muchos otros ejemplos.
El bosque está lleno de voces, que son las de las hojas y las de los miles de animalillos que lo habitan, que lo convierten en un único ser vivo, y que a la vez son almas, espíritus, tal vez de los difuntos...

El bosque animado. Gustave Doré, El sueño de
una noche de verano. 
Cuando Fernández Flórez puso a su novela más conocida (hoy, creo yo, gracias al cine: antes lo era Volvoreta) el título de El bosque animado, le dio pleno significado a ese adjetivo. Es animado porque tiene alma y aun almas, y porque está hecho de almas.
La estancia I de El bosque animado lo afirma desde el principio: el bosque es como un cuerpo formado de muchas células, que son sus habitantes, y tiene un espíritu formado de muchos, con el cual el del hombre -el de cada uno de nosotros- entra inevitablemente en contacto al penetrar en su espacio. Ese contacto no puede dejar indiferente y provoca distintas sensaciones de angustia, desasosiego, turbación.
Este espiritualismo es completamente opuesto al mecanicismo de De Gourmont, que afirma que la conciencia de la Naturaleza es igual que la de una báscula, pero sí coinciden ambos en la visión del cosmos como un ser único del que el hombre es partícipe, un miembro un tanto especial pero uno más al fin y al cabo. 
Yo tengo la sensación de que a Fernández Flórez la conciencia de sus raíces galaicas lo empujó un poco a adoptar este sistema animista. A principios del siglo XX era una idea que había calado no solo entre historiadores y otros intelectuales la de la esencia celta de los gallegos, a la que se asociaba un sentimiento religioso animista de la Naturaleza. La extensa e interesante introducción al libro Galicia, de Martínez Murguía, nos da idea de lo que se opinaba sobre esta religiosidad y su calado en el alma gallega hasta los tiempos contemporáneos. Menéndez Pelayo, en la última versión de Los heterodoxos, se lamentaba de haber cedido en su juventud a la creencia del panteísmo celta adorador de las fuerzas de la naturaleza, que era moneda corriente entonces.
Uno ve, sin embargo, que son opiniones que no han desaparecido aún de la imaginación colectiva. No digo las creencias, sino las creencias acerca de las creencias.
En todo caso, ya observamos que estos humos brumosos panteísticos flotaban en el aire de aquel fin de siglo.
Esta creencia de la eterna renovación del organismo cósmico tenía su parte optimista (como puede verse en el epílogo o "ultílogo" de El bosque animado), pero también su parte amarga porque la renovación tiene que pasar por la muerte.
Como el pensamiento (ya que hablábamos de insectos) revolotea mucho y a lo loco, se me ocurre ahora volver a Salvador Rueda. ¿Qué podrá tener en común la idea de la Naturaleza del malagueño y sensualista Rueda con la del melancólico, nebuloso y galaico Fernández Flórez?
Pues Salvador Rueda escribió un poema titulado "Galop". Galop era un baile animado y alegre: el más popular de ellos hoy acaso sea el mil veces oído de Orfeo en los infiernos de Offenbach. 
Orfeo en los Infiernos. Grabado de Edmond Morin.
El vivo ritmo de los dodecasílabos de Rueda imita el  rápido compás de la danza.
Valiéndose de la antiquísima metáfora de la armonía cósmica, Rueda convierte a la Naturaleza en un instrumento musical, que vibra en cromático rasgueo:
"Toda la tierra abarca tu arpa gigante,
tu ritmo es de colores, no de sonidos,
y exaltan tus estrofas himno vibrante
de aires, olas, cañadas, selvas y nidos"
Llega el otoño y todo este abigarrado mundo sigue agitado en rápido y alocado baile, como revoloteo de mariposas o tolvanera de hojarasca y briznas de paja: es la carrera atropellada de las hojas muertas camino de "se acabar y consumir", aunque no vayan derechas sino a vueltas y tumbos:
"es la tétrica danza de hojas ligeras,
la danza en que la muerte pasa bailando,
y desde su sepulcro las calaveras
ven la galop siniestra que va pasando..."
Total: la rueda de los tiempos, al girar, no traza un eterno ciclo sino la espiral de un sumidero por el que todo se va yendo constantemente sin meta, "el remolino macabro de las cosas", como dice en otro poema, "Organismos de papeles".
Fernández Flórez lo expresa de un modo menos truculento, pero la presencia de esa vertiente pavorosa de la realidad -la realidad caótica- es constante. 
(Hace tiempo me refería a la angustia ante tan abrumador desorden que se ve en las novelas de Austin Clarke: ver Frustración o revoltijo).
En el mismo libro donde se lee "El claro del bosque", se encuentra otro cuento, "La onza de chocolate", cuyo final representa muy bien ese miedo al alma múltiple y misteriosa de la naturaleza, frente a la que el adulto no es mucho menos vulnerable que el niño. 
Este pavor es el que experimenta el peregrino de "El claro del bosque" y del que se libra con notable alivio al entrar en la morada del claro, la de Ricardo Mans y sus tres hijas.
El lector se zambulle con él en un ambiente de sombra y claridad temblorosa, a la luz de la lumbre. Es el tenebrismo de algunos de los cuadros del pintor lugués Xesús Corredoira. Su paisano (de Corredoira) Ánxel Fole decía de él con acierto que pintó la luz del Valle Inclán de las Comedias bárbaras. La luz de un ayer intemporal y mítico. La luz de las llamas es mitógena (Ánxel Fole dio a uno de sus libros el título de Á luz do candil; Valle Inclán escribió El resplandor de la hoguera). 
Gaston Bachelard, por cierto, dedicó un hermoso librito a la luz de las llamas y su efecto en la imaginación: La llama de una vela (La flamme d'une chandelle), en 1961. Puede leerse en línea (en francés) aquí.

Recuerdo ahora de pronto una obrita de teatro de Valle Inclán, Ligazón, con una venta regentada por una bruja a la que visita el trasgo (la pesada) todas las noches, celestina de su propia hija, y otra alcahueta llamada la Raposa. 
Ilustración de Ligazón, de Valle Inclán, por
Rivero.
Como Valle Inclán, Fernández Flórez presta a sus personajes un castellano peculiar, utópico y ucrónico, teñido de artificiosos arcaísmos: lengua propia de una acción que sucede (¿cómo decir transcurre?) fuera del tiempo y el espacio, en el mundo onírico.
En esa casa del claro del bosque vive Mans con sus tres hijas, Octavia, Ofelia y Otilia: semejanza de nombres que apunta a una unidad esencial. Las tres silenciosas, moviéndose como sonámbulas, con los párpados entornados. Son la personalización del sueño. Una de ellas -Octavia- llama desde el primer momento la atención del peregrino, como si emergiese de lo profundo de su memoria.
A Octavia se nos la pinta con todos los rasgos típicos de la vampiresa: la tez exangüe, el cabello negro, los labios sanguíneos, que parece que van a dejar húmedos de sangre los de quien la bese. Una característica particular, sin embargo: la blandura. Octavia es completamente fofa y su flacidez es a la vez causa de atracción y de repulsión y provoca algunos de los síntomas característicos de la pesadilla: afasia, parálisis.
Viene a la memoria la inútil resistencia al sueño del timonel Palinuro en el libro V de la Eneida (el Sueño, en la mitología grecolatina, era hermano de la Muerte). El sueño es la tentación mortal en los dos casos. En ambos, la víctima sucumbe a sabiendas del destino trágico que la espera. Al peregrino se le ofrece -casi se le impone- cómoda alcoba para descansar: tibia oscuridad, espesos cortinajes que absorben el menor ruido (el silencio representa por sinécdoque a la Muerte), los más mullidos colchones de plumón (como los almohadones de las anteriores entradas). Octavia lo guía y le alumbra. La casa es la materialización del sueño.
El relato juega con los recuerdos del lector: recuerdos de leyendas, de cuentos de posadas donde se mata y desvalija a los huéspedes (como en la obra El malentendido, de Camus).
Por lo mismo, las tres hermanas suscitan inmediatos ecos: los de las parcas, las greas, las gorgonas, las nornas, y todas estas divinidades femeninas que aparecen de tres en tres y que muchas veces son unas hermanas terribles. 
Existe una antigua leyenda irlandesa, la de Conarán y sus tres hijas, que no deja de recordarnos a la aventura de este peregrino. El relato está recogido en los Celtic Myths and legends de T. W. Rolleston y, en irlandés medieval e inglés, en la Silva Gadelica de Standish O' Grady (uno y otro se pueden leer en línea).
De ahí, de O'Grady, supongo que la tomaría James Stephens para incluirla en sus Irish Fairy Tales, pasada por el crisol de su imaginación y excelente prosa. Y de Stephens llega al castellano en la Antología de leyendas de García de Diego, que traduce o adapta buena parte del libro de Stephens. 
En el relato irlandés, Conarán vive con sus tres hijas en un monte. Son de horrible
aspecto, fuertes y sumamente diestras en el manejo de las armas. Traen a las mientes a las serranas del Arcipreste de Hita, en quien no puedo dejar de ver a seres mitológicos, númenes telúricos...
Cuando Fionn mac Cumhaill aparece por allí de cacería, Conarán decide tenderle una trampa. Pone a sus tres hijas a devanar unas madejas a la puerta de la cueva donde viven, en sentido contrario a las agujas del reloj. Como el hilo es mágico y el ritual también, los guerreros de los fianna van cayendo presos uno por uno; quedan sin fuerzas y las mujeres los van llevando presos al interior de la cueva. Al final, será Goll mac Morna, compañero y rival de Fionn, el que pueda vencer a las ogresas y salvar a sus cautivos.
Es patente y ha asomado una y otra vez a lo largo de estas entradas la relación simbólica entre las actividades textiles y el poder femenino sobre los grandes acontecimientos de la vida humana. Aquí la asociación obvia es con la araña, cuya hembra paraliza, enreda y devora al macho durante el apareamiento o justo después. 
Conducta esta que llamó la atención de De Gourmont en la Física del amor tanto como la de James Stephens en la novela Los semidioses (The demi-gods).
La magia de los nudos, de las ataduras paralizantes, es la magia femenina por excelencia. Así se ve en el seidhr de los antiguos nórdicos, magia sexual, originaria de los dioses Vanes (los que dominan la fertilidad, la producción) y en particular de Freija, considerada contraria a lo viril.
Freija vista por Arthur Rackham.
El nudo, en la antigua Grecia, era algo tan íntimamente unido a la naturaleza femenina, que la mujer se caracterizaba por el uso del ceñidor, objeto de la mayor importancia en el amor -el famoso ceñidor de Afrodita- y en el nacimiento. Se ha señalado, por otra parte, que cuando la mujer se quitaba la vida, elegía casi siempre para ello el ahorcamiento. Veo ahora, releyendo el libro de Tobías, que Sara, la viuda de siete maridos, también pensaba suicidarse ahorcándose. Acaso también entre los hebreos funcionase esa conexión.
Nada casual es que una de las formas de magia malévola más temidas en el Renacimiento, obra casi siempre de mujeres, Celestinas y otras Canidias, era la atadura o ligadura de la agujeta, hechizo que provocaba la impotencia en el varón ("ligar por modo de fascinio -dice el Tesoro de Covarrubias- es hacer impotente a alguno para el concúbito y generación"). Colin de Plancy, en el Diccionario infernal, aporta abundantes y curiosas noticias sobre este antiguo ritual, s. v. ligatures. El miedo a la castración, en suma.

(Ligar es también, en la hechicería, unir diabólicamente los destinos de dos personas en el amor y en el sexo, generalmente por el vínculo de la sangre: como en la Carmen de Mérimée, en Une vieille maîtresse de Barbey d'Aurevilly o en la obrita de Valle Inclán que decía más arriba).
Une vieille maîtresse. Ilustración
del siglo XIX. (procede de Gallica).
La araña, cuando no deja a sus víctimas enredadas en la tela, las arrastra (como aquí las hijas de Conarán) al fondo de su madriguera: otro de los pavores arquetípicos ligados a lo femenino: el ser devorado, englutido, enterrado, devuelto al seno original, es decir a la muerte.
Vienen a cuento aquí los episodios caballerescos de cautivos apresados por el poder mágico de alguna encantadora, encerrados como en un limbo (así los prisioneros de Morgana en el valle sin Retorno) así como la prisión del propio Merlín embaucado por Viviana. Y Reinaldos de Montalbán en los jardines de Armida...
Giovanni Battista Tiepolo, Reinaldo y Armida.
Pero ya nos hemos ido muy lejos del peregrino de Fernández Flórez y es hora de volver a él. Ricardo Mans, el dueño de la casa del bosque, al enterarse de su maldición de insomnio, lo echa de ella, enviándolo a un espacio completamente opuesto. Si el bosque causaba terror por el alma que lo animaba, producto de la amalgama de incontables espíritus, la ciudad a la que ahora llega aterra por lo contrario, por su ausencia absoluta de espíritu. Todo en ella está desierto y sin alma. Las luces y sombras se ven trazadas con cruel, geométrica nitidez. Reina el silencio, dejando adivinar al transeúnte aterrorizado las angustiosas voces de los habitantes encerrados en las casas. Uno piensa en la soledad nocturna de las arquitecturas de Chirico.
En la ciudad, y gracias al extraño personaje del peregrino sin piernas, precedido por el castañeteo macabro de sus veneras, el protagonista comprende quiénes son las hijas de Mans. Son las únicas que son dueñas de sus propios sueños; no solo eso mandan también en los sueños ajenos. Son, por tanto (Octavia, concretamente), las culpables de los sueños angustiosos del peregrino. Son sus pesadas, los genios maléficos de sus pesadillas. Por eso mismo se identifican con los vampiros y súcubos. Carecen de esos rasgos monstruosos de la pesadilla de Füssli (aunque los hereda, hasta cierto punto, el cojo, que, por fuerza, no puede estar ni de pie, ni sentado, ni tumbado), pero no de la fisonomía del vampiro.
La diferencia fundamental con las pesadillas, súcubos y vampiros tradicionales consiste, a mi parecer, en que actúan desde dentro del sueño. No se trata de seres externos que provocan terrores en el durmiente, sino que viven en su interior, aunque pueden materializarse fuera, como se ve en la casa del calvero.
El peregrino se duerme y sueña y en su sueño cae presa de la vampira Octavia; sin embargo el ataque de la vampira no es sólo soñado sino también real, como se verá al amanecer... Pero eso nos quedamos sin saberlo con certeza, porque ya se sale del cuento.
Estos son los mecanismos mentales de proyección y de internalización con los que nos han familiarizado el psicoanálisis y su técnica interpretativa de los sueños. Los conceptos del psicoanálisis divulgados por el cine y otras manifestaciones de la cultura de masas, asimilados (bien o mal) por el saber colectivo, creo que han cambiado nuestro modo de entender las relaciones entre el mundo interior, el del pensamiento, y la realidad exterior. Puesto que sabemos que hay una gran parte de nuestra mente que esta fuera del alcance de nuestra consciencia y que, en cambio, mucho de lo que percibimos fuera depende de lo que nos vive y rebulle dentro.
Cubierta de Daniel Gil para una obra
del psicoanalista Werner Kemper.

Ya salió al principio de esta entrada la serie de películas de Elm Street, con su permanente interacción de sueño y realidad. Es esta atenuación de las fronteras, esencial en el surrealismo, explotada una y otra vez, por ejemplo, en la narrativa de un Borges, característica del realismo mágico, la que constituye lo inquietante del cuento de Fernández Flórez.

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