martes, 28 de abril de 2015

El nórdico Pegaojos y el español Fernandillo, duendes de la pesadilla.

Quiero empezar por una coletilla o estrambote que se refiere a la entrada anterior. En ella, entre un batiburrillo de ocurrencias variadas, se comentaba con cierto asombro la semejanza  entre una antigua leyenda irlandesa, redactada en época medieval, y un cuento fantástico de Fernández Flórez.
Las tres Parcas, Sodoma. Con ellas, el amor, la sexualidad (los cisnes
de Venus, la liebre lunar y lasciva) y la muerte.
Ahora añado a la serie una película italiana de 1970, Venga a tomar café con nosotras, dirigida por Alberto Lattuada, en la que trabajan el actor cómico Ugo Tognazzi y un trío de grandes actrices: Francesca Romana Coluzzi, Angela Goodwin y sobre todo la gran Milena Vukotic.
La película adapta una novela de Piero Chiara, curioso escritor al que no he leído (pero espero hacerlo si Dios quiere), y transcurre en los ambientes y paisajes alpinos caros al novelista.
Se trata de un funcionario un tanto arrogante y farolero que aparece destinado a un juzgado u oficina por el estilo en una gélida y provinciana ciudad del Norte de Italia. Con la información de que dispone, decide ponerles los puntos a tres hermanas solteronas que viven juntas en una antigua mansión, huérfanas y dueñas de una respetable herencia, casándose con la mayor y menos atractiva pero reservándose el derecho de disfrute de las otras dos.
A pesar de su muerte, desde más allá de la tumba el patriarca ejerce poderosa influencia sobre la doméstica ginecocracia.
Cada  una de las hermanas es una figura caricatural; la mayor, verdadera reina de la casa; la mediana que revienta en un estallido de pasión sexual, la que presenta carácter y complexión auténticamente serraniles; y la menor, histérica y enloquecida por la frustración asfixiante de los deseos.
El triunfo del gallo y dueño del harén en su opinión resulta tan breve como las mieles del tálamo para el macho araña. La luna de miel concluye con él apoplético, baldado en silla de ruedas, mudo, paralítico y sometido para toda la vida a la protección tiránica y capricho de sus tres dulces esposas.
Suerte universal, si como creo las tres hermanas son las Hilanderas, las Parcas.
No me parece probable que Chiara conociese el cuento de Fernández Flórez ni el de Stephens ni que las semejanzas, con ser obvias, sean tan cercanas que permitan pensar en la inspiración directa.
Dos Parcas, hilanderas, en el relieve de un
sarcófago romano del siglo III. 
Lo que sucede es que los arquetipos forman parte de la realidad, que andan por ahí revoloteando alrededor de los escritores y que a la menor ocasión se les cuelan por los puntos de la pluma sin comerlo ni beberlo ellos. Lo dicho: para mí que los creadores crean muy poco.
Pero a otra cosa. Uno de los libros más pavorosos de mi niñez era una selección de cuentos de Andersen, de la editorial Calleja. Corría parejas en el miedo que me daba con el Pinocho de Collodi, de la misma colección, ambos ilustrados por Salvador Bartolozzi. Calleja no solía mencionar los nombres de los traductores; es posible que este de Andersen (traductor muy libre y casi más adaptador) fuera el propio ilustrador y director artístico de la editorial, o su compañera, la polifacética Magda Donato, que era por cierto hermana de la jurista y política Margarita Nelken.
Ahora hay traducciones fieles de los cuentos de Andersen al castellano, traducciones hechas con todas las de la ley. Entre las recientes, están la de Enrique Bernárdez y la de Blanca Ortiz Ostalé. El que quiera enterarse de lo que dijo Andersen de verdad, puede acudir a ellas con confianza.
Pero yo no. Yo ahora me quedo con la de Calleja, que era la que me puso los pelos de punta y la que ha añadido su granito de arena al edificio de mi desvarío. 
Se encuentra entre los cuentos de esa selección el titulado "Los príncipes encantados", una recreación más del fecundísimo mito de los hermanos transformados en cisnes u otras aves, cuya versión irlandesa es el  célebre relato de Los hijos de Lér.
Yo, sin embargo, me quiero parar ahora en otro, que lleva aquí el título de "Los cuentos de Fernandillo". Uno se extraña del nombre tan castizo, Fernandillo, que le pusieron al Ole Lukøje, Ole Pegaojos, del cuento original. 
También el niño soñador del cuento de Hjalmar pasa a Rafaelito. En fin. Fernandillo es el que pone a los niños a dormir, cerrándoles los ojos con un chorro de arena fina que lleva en una jeringuilla (el original dice que es leche dulce, pero lo de la arena tiene su aquel). Como sabe el lector de Andersen, el duendecillo de los sueños tiene dos paraguas, uno estampado -rojo en la versión de Calleja (como el famoso paraguas de Azorín)- y el otro negro. 
El duende de los sueños visto por Bartolozzi.
Cuando abre el paraguas estampado, el niño, que ha sido bueno, disfruta sueños deliciosos; cuando el negro, el niño, que se ha portado mal, se despierta sin haber soñado.
Yo recuerdo perfectamente que lo que más me impresionaba de aquel Fernandillo eran sus zapatillas silenciosas y, sobre todo, la chistera chimenea, invención de Bartolozzi, supongo.
Otra aportación de la versión de Calleja: los niños que han sido malísimos son castigados con horribles pesadillas. Para Andersen, la ausencia de bonitos sueños es suficiente.
Sin saberlo ni quererlo sin duda, el adaptador está acercando al elfo de Andersen a la espantosa criatura autora de las pesadillas que aparece acá y allá en el folclore. Y un detalle más: este Fernandillo tiene zapatillas de pluma, que no pertenecen a Ole Lukøje (el cual va en calcetines) pero recuerdan por la materia prima al Sueño mitológico grecolatino y a los almohadones de Quiroga, Rey Soto y Fernández Flórez. En todo caso, la adaptación de Calleja elimina las referencias al dios del sueño de los paganos, que sí aparecen explícitamente en el cuento original.
Esta adaptación es insistente en la idea de castigo inherente al placer. Las golosinas soñadas tienen en ella la virtud de no producir indigestión ni molestias, inevitables al atiborrarse uno de confites en la realidad (consecuencia del festín prohibido y como remedo infantil del relato de la caída de los primeros padres). Esta prerrogativa onírica moralizante está, repito, ausente del cuento de Andersen.
Por si no bastase, el traductor pone por su cuenta a Rafaelito a corregir los deberes que tenía mal hechos de la víspera (despertar amargo que Andersen no le inflige a Hjalmar) para tener buenas notas en la escuela.
En el segundo de sus sueños, Andersen recurre a un motivo frecuente entre los románticos: la animación de los seres inanimados. Lo vimos en el cuento de la cafetera, de Gautier. Y es el suspiro de Lamartine: 
"Objets inanimés, avez-vous donc une âme 
qui s'attache à notre âme et la force d'aimer?"
"Objetos inanimados, ¿es que tenéis un alma
que se apega a nuestra alma obligándola a amar?"
Ole Lukøje en una ilustración romántica.
La versión de Calleja se explaya en la conversación de los muebles, apenas esbozada por Andersen, solo que, acaso por pudor (más tarde suprime los apasionados besos de unos novios ratones e incluso sustituye unas pastas en forma de cerdo por otras que imitan estrellas, peces, flores, conchas o corazones), pudorosamente, digo, omite la mención de la escupidera, que sí figura en el original. Esta ampliación le permite introducir una serie de pinceladas costumbristas. También cuando el elfo anima el cuadro del dormitorio, la adaptación castellana se recrea en el diálogo de los personajes, que no existe en el cuento inicial, y añade a placer toques realistas, coloristas y sensuales. En esta ampliación, por ejemplo, donde a Hjalmar se le reparten pasas y soldaditos de plomo, a Rafaelito "Caramelos, soldaditos de plomo, pelotas de celuloide y piñoncitos en dulce". Las pelotas de celuloide pertenecen, por supuesto, al ambiente infantil de los años veinte y treinta (se popularizaron bastante después de morir Andersen), al igual que española y tradicional es la canción de cuna que le canta su vieja niñera.
Estas características: ampliación, introducción de detalles familiares al lector contemporáneo, insistencia en el contenido ético, se repiten en los relatos de las siguientes noches. La del jueves y sobre todo la del viernes, por ejemplo, se dilatan con detalladas narraciones de bodas de ratones y muñecos y un breve episodio matinal (la vida de la vigilia está, sin embargo, completamente ausente en el original).
El cuento del viernes, en su introducción, es el que más nos recuerda a las pesadillas mitológicas, que aquí resultan ser la materialización de las malas acciones de sus víctimas, fechorías que transformadas en trolls escaldan con agua hirviendo a los durmientes adultos malos. En la versión de Calleja, son demonios y brujas, y sus tormentos se enumeran con superior sadismo. 
Es curioso cómo en él se subraya una visión bastante triste y antipática del matrimonio, que coincide con la de Magda Donato. Algo de eso hay ya en Andersen, pero de modo mucho más difuso.
Se llega a la noche del domingo, que no tiene cuento, y que era la que me ponía la carne de gallina porque en ella se revela que el sueño tiene por hermano nada menos que a la muerte.
Hjalmar ve a la Muerte por la ventana en forma de un húsar que galopa recogiendo a los muertos y colocando a los buenos ante sí y a los malos a la grupa. Aquellos escuchan un cuento maravilloso, horrible estos: ambos inefables en lo delicioso o en lo espantoso.
La imagen tiene un no sé qué característicamente germánico, recordando a Odín a la cabeza del cortejo celeste de los muertos, la "Mesnie Hellequin", que dicen los franceses.
Los malos tiemblan y lloran en Andersen, pero en nuestra versión se añade el detalle gráfico, barroco, de que "ponían cara de espanto y de desesperación", como en alguna representación del juicio final, a la que cuadra bien la desesperación de los condenados que ya no pueden esperar redención alguna.
El espeluznante Ginesillo. Ilustración de Bartolozzi.
Y sin embargo, la adaptación española atenúa la severidad del original, en el que solo escuchan el cuento hermoso los que llevan apuntado en el libro de su vida "bien" o "sobresaliente". Un aprobado raspado no sirve. En nuestra versión de Calleja hace falta un "mal" para sufrir el castigo. 
El jinete del cuento original lleva el mismo nombre de su hermano (sugiriendo que, en el fondo, se trata de un mismo personaje). La versión de Calleja opta por llamarle Ginesillo, nombre de resonancias cervantinas y picarescas que añade barroquismo a la visión de la muerte y que, al menos en mi caso, lejos de quitarle hierro y hacerla familiar y cercana, la tornaba grotesca y espeluznante como una momia de Guanajuato o un grabado de Posadas.
Y es que el cuento de Andersen dice explícitamente que no tiene el aspecto aterrador que le prestan los libros de estampas, que lo pintan como un esqueleto. Bartolozzi no se contentó con la pulcra mineralidad esquelética y pinta un cadáver momificado con rojos, vampirescos labios y tirabuzones al viento.
No sé en qué consiste, pero lo hispánico pone un sello característico en lo que toca.
Releyendo ahora el final de este cuento, se me viene a la cabeza la caja de música de Archibaldo de la Cruz, en la película de Buñuel, y, cómo no, las ligas de su institutriz muerta, fulminada en el suelo del salón por una bala perdida en la Revolución mejicana. Y la mirada del niño que la contempla, fascinado por el erotismo y la muerte.

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