Una noche, los dos se despertaron de pronto a la vez.
-Acabo de soñar una cosa rarísima -dijo Sédna a su mujer-: que una estrella del cielo te caía en la boca.
-¡Cosa más rara...! -contestó ella- Yo he soñado que se descolgaba del cielo la luna y yo me la tragaba.
(En una versión irlandesa de esta leyenda -hay dos, aparte de una latina, editadas por Plummer- el rey traga la estrella y la reina la luna).
-¿Y si fuera esto un signo -dijo, en cualquier caso, Sédna- de que nuestras oraciones han sido escuchadas?
(En una versión irlandesa de esta leyenda -hay dos, aparte de una latina, editadas por Plummer- el rey traga la estrella y la reina la luna).
Samuel Palmer, Pastor con su rebaño a la luz de la luna (detalle). |
-¿Tú crees? No veo qué relación tiene lo uno con lo otro.
-Probemos fortuna. Si estoy equivocado, ¿qué habremos salido perdiendo? Nada: al contrario.
-Es verdad: manos a la obra.
Aquella noche fue concebido el ansiado heredero. Los sabios sentenciaron:
-Una estrella anunció a los Magos el nacimiento de Cristo y la misma señal a nosotros el de un gran santo.
El alumbramiento (nunca mejor dicho) tuvo lugar en Inis Brechmaige (Breaghwy Island en inglés), isla de un lago en el actual condado de An Cabhán (Cavan), al sur de la provincia de Ulster. Digo que nunca mejor dicho porque el mundo saludó el nacimiento con un largo día ininterrumpido, sin que viniese la noche a velarlo con sus tinieblas.
Un peine de madera que la partera le dio a Éthne para hacer fuerza o morder durante el parto brotó y dio hojas y flores. La losa sobre la que se derramó el agua lustral salió flotando por un río como un papel. Éstos son algunos de los prodigios que ilustraron el acontecimiento.
El recién nacido era descendiente directo de Colla Uais, uno de los tres hermanos Collas, caudillos que contribuyeron decisivamente a la decadencia del reino de Ulad con la destrucción definitiva de su capital, Emain Macha.
Que vendría al mundo aquel niño había sido profetizado por los druidas, por San Patricio y hasta por Fionn mac Cumhail, el célebre capitán de los fianna, el Fingal de Ossian.
Se le puso el nombre de Aed, que se refiere al fuego (como el latín aedes, "hogar, llama sagrada"). Se lo conoce más por los diminutivos cariñosos Aedán (En inglés Ethan) y m'Áed Óg ("mi pequeño Aed) o Maedoc, que ha resultado en inglés Mogue. Pero muchos lo llamaban Hijo de la Estrella. Y tuvo por padrino a su propio ángel de la guarda.
"Sluind Aed fortrén Ferna! ¡Nombra al fortísimo Aed de Ferns!" dice de él el Santoral de Oéngus.
Ya de niño, fue entregado como rehén al rey de Tara Ainmire mac Sétna. Éste, advirtiendo una gracia especial en su faz, le preguntó:
-¿Qué prefieres, quedarte conmigo en mi corte o volver a casa con tus padres?
-Volver, pero sólo si sueltas también a los otros niños rehenes.
-¡Concedido, enemiguito! No sé qué hay en ti que no se te puede negar nada. Tú vas a ser un gran santo: ¡si no, acuérdate de lo que te digo!
Tal vez a causa de esa experiencia infantil Maedoc toda su vida abogó por los cautivos. Cuando uno de sus familiares fue capturado por los Ui Conaill Gabhra, que vivían en la orilla sur del Shannon (el pueblo adoptivo de Santa Ida, ver Un cilicio con seis patas), se presentó en la corte y se sentó a ayunar como medida de presión. El rey, que no quería ceder, vio cómo su hija moría repentinamente. La reina comprendió que ello se debía a la terquedad de su marido y acudió a implorar al santo, que resucitó a la princesa. Pero el padre continuaba inflexible. Maedoc ya estaba fulminando una maldición contra él cuando un niño que jugaba por allí intervino:
-¡Padre, una maldición no! ¡Es demasiado!
-¡Está ya pronunciada!
-Bien, pero que recaiga sobre... no sé... ¡esa piedra!
-De acuerdo: que recaiga sobre esa piedra.
La piedra, durísima, al recibir la maldición, se partió en dos pedazos y el rey, al verlo, se asustó y concedió la libertad del prisionero.
A otro cautivo lo libró aterrorizando a sus guardianes con el ataque de un ejército fantasmal, visible sólo para ellos. Este motivo no deja de recordar a las huestes mágicas que tan importante papel desempeñan en relatos épicos irlandeses medievales como el de La muerte de Muirchertach mac Erca o La muerte de Cú Chulainn.
Pero esto fue muchos años después y estábamos aún por la niñez del santo.
Una vez que lo mandaron a cuidar de las ovejas vio ocho lobos merodeando alrededor de su rebaño.
-¡Lobos, lobitos, qué pinta de hambre tenéis! Llevaos ocho carneros, uno cada uno: ¡venga! para que no riñáis.
La niñera de Maedoc, que era la dueña de las ovejas, salió poniendo el grito en el cielo al enterarse de la generosidad del niño con lo que no era suyo. Pero de pronto salieron del bosque otros ocho carneros iguales a los perdidos, que Dios enviaba para librar al caritativo pastorcillo de la regañina.
Ya siendo hombre crecido y abad de un importante monasterio regaló a los lobos habrientos un par de terneros. El pastor del convento fue a hablarle:
-Padre: las vacas, por si no lo sabes, no dan leche como no tengan delante a los terneros. Entonces se alegran y empiezan a hacerles mimos y se las puede ordeñar. Si no, se ponen como locas, se les inflan las tetas y les duelen, pero no se dejan tocar, mugiendo sin parar que es un dolor. ¿Qué vamos a hacer ahora?
-No es difícil; que tú les hagas de ternero.
Y le trazó la señal de la Cruz en la tonsura. Desde entonces, las vacas lo veían como a su ternero, le restregaban el morro contra la cabeza; lo lamían y en su presencia se dejaban ordeñar sin acordarse de sus terneros.
Otra vez, yendo de viaje, se le acercó humildemente una loba hambrienta, haciendo ademanes de pedirle limosna.
-¡Eh, tú! -le dijo a un niño que había por allí- ¿Tienes algo de comer?
-Un pan y un cacho de pescado. Pero...
-Trae.
Y se lo dio a la loba, que engulló las dos cosas de un trago.
-...¡Pero que era de mi amo! Y ahora me va a arrancar la piel a tiras...
-No seas llorica, niño. Dame un puñado de hojas, o mejor dos.
Maedoc convirtió las hojas en un pan y un pescado como los de antes.
-Arreglado. En este mundo hay para todos. No hay más que repartirlo bien.
Sin embargo, otra vez se apiadó de un ciervo perseguido por una jauría. Le puso entre las astas su"ceráculo", las tablillas enceradas en que estaba estudiando (la versión irlandesa dice que su manto: ¿sería un manto encerado, impermeable?), y el animal quedó inmóvil como una estatua e invisible para los perros, que estuvieron dando unas vueltas por allí hasta que se cansaron y se fueron dando su presa por perdida.
San Maedoc era en su primera juventud muy amigo de San Molaise o Laseriano de Daim Inis (que no es el Laseriano del que hablaba en Laseriano, llama de fuego, sino otro). Eran casi tocayos, porque sus nombres significan "fuego" uno y "llama" otro.
Una vez acudió a Laseriano una mujer desesperada, hecha un mar de lágrimas, arrancándose los pelos y dándose de puñetazos en el pecho. Habían desaparecido sus tres hijos en las aguas de un lago y no se encontraban los cuerpos para poderles rendir honras fúnebres.
-Yo no puedo hacer nada, pero sí Maedoc. Vete al lago y lo esperas en la orilla: le dices de mi parte lo que pasa.
Maedoc, cuando supo de labios de la madre lo ocurrido, ni corto ni perezoso se metió en el agua hasta encontrar a los niños ahogados en el fondo. Los resucitó sin perder tiempo.
-Salid del agua, que os está esperando vuestra madre y menudo susto le habéis dado. ¡Venga, espabilad!
Al correrse las voces del poder taumatúrgico de Maedoc eran tantos los que acudían a él con súplicas que no lo dejaban vivir y resolvió desterrarse a Britania para perfeccionarse junto a San David.
Una de las versiones irlandesas de su vida dice que entonces peregrinó a Roma, donde vivió un año.
La mayor prueba que tuvo que soportar en Britania fue la inquina injustificada que le cogió otro fraile, ecónomo del convento, que se pasaba los días pensando cómo hacerle la vida imposible y poniéndolo por obra. Y a pesar de que Dios mostraba su predilección a Maedoc, como cuando creó un camino ancho y enjuto a través de un pantano para que el santo pasase con su yunta de bueyes, o cuando tornaba impermeables sus libros olvidados bajo la lluvia, o no permitió que se perdiese una gota de la cerveza que transportaba en su carro una vez que volcó, no cejaba en su saña.
(Dice la versión irlandesa que la cerveza sí se derramó y Maedoc le mandó volver a los toneles milagrosamente reparados después del accidente). Es de creer que sería para los huéspedes la cerveza, que San David tenía prohibida toda bebida alcohólica a sus monjes.
Hasta tal punto llegaba la ojeriza del ecónomo que un día que Maedoc iba al bosque a hacer leña pagó a un lego que lo acompañaba para que lo matase a hachazos. Pero cuando levantaba el arma para asestar el golpe, las manos se le quedaron pegadas al mango.
San David conoció por revelación divina lo tramado y se levantó de la cama a toda prisa para volar en auxilio de Maedoc, sin tener tiempo de calzarse más que una sola abarca. Los monjes, viendo a su superior correr de tan extraño modo, acudían en enjambre tras él y San David con gestos y voces procuraba alejarlos, hasta que se detuvo a la orilla de un río. Maedoc y el lego, arrepentido y sano, volvían risueños, rodeados de una alegre compañía de ángeles que sólo San David podía ver.
-Alejaos, os digo, hijos -insistió el abad-. Ya no hay prisa. ¿No veis la escolta tan escogida de Maedoc? Y tú, ecónomo, mal fraile, ¿por qué la has tomado con este invitado nuestro?
-No le riñas, padre -dijo Maedoc-: total, le queda poco de vida. Dios lo tiene sentenciado a mala muerte y a que su cadáver y tumba permanezcan hasta el día del Juicio desconocidos del mundo.
Y exactamente así ocurrió.
Vemos aquí una aparición más del motivo del héroe semicalzado (ver En el país de los tuertos el cojo es el rey): no es de creer que San David durmiese con un zapato sí y otro no, ni que la prisa le permitiese ponerse una abarca y no las dos. Y también fue al borde de un río perdió Jasón la sandalia: porque el río es umbral del otro mundo, lo que explica el carácter sagrado de los vados y de los puentes en distintas culturas.
San Maedoc hizo numerosos milagros en Britania. Un hombre, que había nacido con lo que entonces llamaban facies tabulata, es decir sin ojos ni nariz, consiguió una cara normal por intercesión de este santo. La misma sanó al hijo del rey, que estaba ciego, sordo, mudo y paralítico. O, según dice la versión irlandesa, era un medio hombre que tenía sólo un ojo, un brazo y una pierna, como el vizconde demediado de Italo Calvino. O, mejor dicho, como los fomore, el pueblo marino monstruoso cuya sangre corría por las venas del dios Lugh.
Al revés, un bromista, hombre de muchas campanillas, que acudió a él fingiéndose sordo y ciego por burla salió de la visita sin ver ni oír nada.
Había que tentarse las vestiduras antes de vérselas con Maedoc.
Sus rezos pusieron en fuga a un ejército invasor inglés, sin pérdida de una sola vida britana. Los germanos cogieron tal terror a la magia de San Maedoc que durante muchos años se cuidaron bien de poner el pie en tierras ajenas.
Al final, el santo regresó a Irlanda y cuando ya se acercaba a tierra su barco le fue mostrada una aterradora visión: unos piratas o bandoleros estaban robando y degollando a unos pobres viajeros. Maedoc empezó a tocar su campana y milagrosamente el tañido llegó a oídos del caudillo de los ladrones, que era un reyezuelo de por allí.
-Oigo una campana, y es de algún santo. Será mejor que dejemos de degollar y robar a estos desgraciados y salgamos a recibirle con honra a la playa, no sea que nos suceda alguna desgracia.
Desembarcaron a Maedoc a hombros y le rindieron homenaje.
-¿Qué tierra es ésta?
-La de los Uí Censelaigh.
Los Uí Censelaigh vivían en la esquina sureste de Irlanda, en el actual condado de Wexford (Loch Garman en irlandés).
-Me gusta, me quedo.
Otra leyenda explica de distinta manera cómo se instaló allí Maedoc. Estando tumbados los dos santos amigos, Laseriano y él, cuando jóvenes, charlando a la sombra de sendos árboles se preguntaban si seguirían siempre juntos, como era su esperanza, o los separaría la vida. De golpe, los árboles se vinieron abajo. La copa caída de uno señalaba al Norte y la del otro, el de Maedoc, al Sur. Los mozos comprendieron la señal, se abrazaron con lágrimas y cada uno siguió el camino indicado. Maedoc viajó hasta Ferns, donde fundó su monasterio.
No debía de temer mucho a los viajes largos, porque alguna vez que se cansó, unos ángeles bajaron del cielo para llevarlo en volandas.
Llegado, pues, Maedoc a Irlanda de vuelta del convento de San David (llamado Menevia, que aún no lo había dicho), se acordó de que no le había preguntado a su maestro a quién debía escoger por confesor. Así que como no había barco disponible se echó a andar mar a través. No tardó en salirle al encuentro un ángel del Señor.
-¿Qué atrevimiento es éste? ¡Ponerte a andar sobre las aguas!
-Atrevimiento ninguno, que no lo hago confiado en mis poderes sino en la misericordia de Dios. Y no tengo más remedio que averiguar qué confesor me conviene coger.
-Espérate aquí en esta peña que pregunte. No te muevas.
-Que dice Dios -contestó el ángel al cabo de un momento- que no necesitas confesor de ninguna clase, pero que si te quedas más tranquilo, que cojas a San Molua. Y que no te pongas a andar por el agua, que pareces un niño, que no hacen más que meterse por los charcos.
Maedoc volvió a su monasterio, pero vio que se le había olvidado una campana en Britania y sin acordarse de la prohibición divina se encaminó otra vez a la playa para ir andando a buscarla. Dios había previsto su terquedad y para evitarle un pecado le había dejado su campana al borde del agua, donde la encontró, lamida por las olas. Había llegado flotando, traída por milagrosas corrientes.
Cuando el famoso rey Guaire enfermó de mucha gravedad, otro ángel (o si sería el mismo) avisó a Maedoc, que estaba de camino a Caisel, corte de Mumu, muy fastidiado porque los caballos de su carro se habían parado y no había manera de que echasen a andar.
-Eso es porque no les da la gana de ir a Caisel, sino al palacio de Guaire, como se lo manda Dios.
-Iremos pues.
Guaire no corría peligro (reinó treinta años más) y Maedoc lo sabía, pero se apresuró para consolarlo. Los caballos, dotados de una rapidez milagrosa, hicieron el viaje en brevísimo tiempo; los montes se allanaban a su paso y los ríos y lagos se quedaban secos y lisos como carreteras para que anduviese cómodamente.
El carro de Maedoc tenía esa virtud. Viajaba como el pensamiento. Cuando San Moluacha le comentó su deseo de peregrinar a Roma a pesar de su avanzada edad, le mandó subir al carro y desaparecieron ambos. A la mañana siguiente estaban de regreso y les había dado tiempo a visitar todos los santos lugares y reliquias de Roma.
Estos viajes milagrosos a Roma no son nada raros en la hagiografía medieval y aun posterior. Julio Caro Baroja estudia varios en un capítulo de Vidas mágicas e inquisición, el dedicado al Doctor Torralba.
El autor de la vita duda si el viaje fue real, si imaginario: sólo certifica que a su regreso San Moluacha se sabía Roma al dedillo, como si hubiera vivido muchos años en ella.
¿Qué tenía de extraordinario viajar a Roma sobrenaturalmente para quien como Maedoc subía al Cielo por escalera de oro y bajaba refulgente y teñido de gloria? Pues un testigo presencial de su ascenso, que era entonces párvulo que aprendía las primeras letras, lo vio adentrarse en las alturas, invitado a la recepción de San Columba, cuando pasó aquel santo a mejor vida.
Siendo San David muy viejo, mandó llamar a Maedoc para que se despidiesen antes de que se lo llevase Dios. Maedoc acudió y se quedó unos días de visita con San David. Pero al final estaba inquieto por sus monjes y algo impaciente por volver.
-No te preocupes -le dijo San David-: antes de lo que crees estarás con los tuyos. Ve a la playa y encontrarás transporte.
Lo que le estaba esperando donde mueren las olas era un monstruo marino de naturaleza desconocida, a lomos del cual llegó a Irlanda en menos que canta un gallo.
Pero el milagro marino más extraordinario de esta santo ocurrió una vez que iba con una yunta a arar los campos de unas pobres monjas y le salió al camino una leprosa pidiendo limosna. No teniendo mejor cosa que darle, le dio uno de los bueyes.
-¿Que vamos a hacer ahora? Con un buey solo no podemos trabajar -dijeron los labradores.
-No pasa nada. ¡Buey! ¡Eh, buey!...
No tardaron en ver, maravillados, un buey que surgía de las olas del mar y avanzaba mansamente a colocarse bajo el yugo. Cuando terminaba la tarea del día, volvía al océano y cuando se le llamaba, regresaba de entre las aguas.
El toro, ya lo hemos visto, es animal propio de deidades marinas (díganselo a Pasífae).
Otras veces, Maedoc apartaba las aguas ante él, cuando tropezaba con un río crecido u otro obstáculo acuático, para poder cruzarlo.
A poco de llegar a Irlanda, vino a verlo Aed Dubh, el rey de los Uí Briúin, que vivían al Este de Connacht.
-¿Qué quieres de mí?
-¿Hace falta preguntarlo? ¿No ves que soy un adefesio? ¡De buena gana cambiaba mi corona por otra cara que echara menos para atrás! No es digno del honor del trono un rey tan feo. ¡Solucióname este desastre fisionómico!
-Deberías contentarte con lo que te ha dado Dios, pero bueno. Duerme aquí esta noche tapado con mi manto.
A la mañana siguiente, el rey amaneció con la cara de Aedán mac Éicnech, el hombre más guapo y deseado por las mujeres que había en toda Irlanda. Se fue bailando de júbilo y colmando a Maedoc de donaciones y privilegios.
Algunos ponen este milagro antes de la partida de Maedoc a Britania.
Otra vez, cuando estaba repartiendo la harina de los molinos entre los labriegos de su monasterio, se coló un forastero de Osraige (que lindaba con los Uí Censelaigh) y se llevó unos sacos que no le correspondían. Como vio que el santo estaba despistado y no se enteraba, regresó inmediatamente a probar suerte otra vez, disfrazando entonces el rostro con una mueca por si acaso y haciéndose el tuerto.
-¿Por qué pones esa cara y por qué vienes por un trigo al que no tienes derecho, robándoselo a sus dueños de verdad? El trigo te lo doy de limosna, pero que sepas que te quedas con ese careto para los restos. Y en tu familia no faltará uno que salga así de guapo y ciego en cada generación. Ve con Dios y vuelve por más cuando quieras.
Maedoc no soportaba a los pícaros. Otros pedigüeños llegaron a él un día, desnudos y muertos de frío, pidiéndole alguna ropa por amor de Dios.
Maedoc mandó llamar a uno de sus monjes.
-Ve a tal y tal sitio y encontrarás un lío de ropas debajo de una piedra; tráelo.
El fraile obedeció, encontró el bulto y asombrado del hallazgo milagroso las entregó a Maedoc, que las donó a los mendigos.
-¿Qué pasa, no os están bien? -dijo Maedoc al ver la cara de chasco de éstos- A mí me parece que como un guante. ¡Como hechas para vosotros!
Eran sus propias ropas, que habían escondido antes de presentarse al santo casi en cueros para dar más pena.
-No tengáis tanta cara en adelante, que os podía haber costado más que palabras la broma.
-Ya nos vamos, ya.
-¿Quién le habrá dicho...?
Y otros dicen que el santo los echó con cajas destempladas sin darles ni siquiera sus ropas y que cuando fueron a recobrarlas habían desaparecido porque Maedoc se había adelantado a repartirlas entre otros pobres verdaderos.
Reinaba entonces en Tara Aed mac Ainmirech (el hijo de Ainmire mac Sétna, que había liberado a Maedoc de niño). Pertenecían a la poderosa familia de los O'Neill, que habían establecido su supremacía sobre la mitad norte de Irlanda y pretendían extender su dominio hacia el sur invadiendo a los Uí Censelaigh.
El pretexto era el cobro de un tributo que los irlandeses del Norte habían impuesto siglos atrás a los de Laiginn, el famoso "tributo de los bueyes" (ver Moling, libertador de Laiginn y La redención del tributo).
Las gentes huían con sus ganados en busca de refugio al monasterio de Maedoc y Aed decidió tomarlo y hacerse con todo. El santo salió ante la línea formada por los asaltantes e hizo la señal de la Cruz con su báculo.
-De aquí no paséis.
-¡Valiente muralla, un signo escrito en el aire! ¿A quién crees que vas a parar con eso? -dijo un soldado más fanfarrón que los demás, y cayó fulminado en el sitio.
Sus compañeros huyeron en desbandada y el rey, enterado del prodigio, exclamó:
-¡Contra Dios no se puede combatir!
Y se retiró. Pero cuando se le pasó la impresión volvió a las andadas, levantando un ejército que marchaba desde todas las direcciones, como un puño cerrándose sobre los Uí Censelaigh.
-La ayuda de Dios es imprescindible -debió de pensar Brandubh, rey de los Uí Censelaigh-, pero insuficiente. Si nosotros no hacemos nada por nuestro lado, no la mereceremos.
Y en lo que hoy llamaríamos una acción de comando, al frente de un grupo de guerreros escogidos penetró en el real de Aed, dio allí la batalla y lo mató.
Tras aquella batalla de Dún Bolg, desastrosa para los O’Neill, a cuyas aspiraciones sobre los Uí censelaigh puso fin, Brandubh se adueñó de todo el territorio de Laiginn hasta Mount Merrion (Calla Ruaidh), casi en Dublín. No por nada cantó la viuda de Aed este lamento, que recogen los Anales de los cuatro maestros, redactados en el siglo XVII:
Bátar inmuini trí toib
Frisna freisciu aitherrech:
Taeban Taellten, Taob Temra,
Taeb Aedha meic Ainmirech:
Hubo tres flancos amados
Que ya no volveré a ver:
El de Tailtiu, el de Tara
y el de Aed mac Ainmirech.
Tara era la capital de Aed y Tailtiu era la sede de un festejo anual donde se celebraban juegos, reuniones y feria. Ambas estaban en sendas colinas.
Volvía el rey triunfante por la orilla del mar conduciendo una gran cáfila de ganados y esclavos cuando se le acercó un mendigo leproso. Brandubh le dio de limosna un “ludario” mocho y negro, palabra misteriosa que la versión irlandesa interpreta como “buey sin cuernos”.
Ya en casa, Brandubh cayó enfermo con un gran dolor y se le mostró en una visión cómo lo llevaban al Infierno a cuyas puertas se le acercaban unas terribles fieras abriendo sus fauces amenazantes.
La mayor y más feroz de ellas con su aliento atraía al rey y a punto estaba de engullirlo, cuando aparecía un monje y arrojaba entre las mandíbulas del monstruo un buey como el que había regalado Brandubh. No quedó saciada la bestia y tragado que hubo al buey empezó a tirar de nuevo del monarca con su aliento prensil.
Erich Neumann, autor jungiano, insiste en este carácter atractivo, absorbente del Infierno, que relaciona con la atracción ejercida por la mujer sobre el hombre, la avidez de la tierra que traga la semilla y la digiere para hacerla renacer en nueva planta.
En todo caso, ante el fracaso del primer plan el monje empuñaba el báculo y la emprendía a garrotazos con la bestia, abriéndole la cabeza y cerrándole la boca.
Brandubh despertó, aunque postrado por la enfermedad, y contó su horrible sueño.
-Eso tienes en tu reino un santo llamado Maedoc que si no lo arregla él no lo arregla nadie. Mándalo llamar.
-¡No, no! Iré yo a verle personalmente en señal de veneración.
Y cuando desde su carro lo vio de lejos, que salía a recibirlo, exclamó:
-¡Ya comprendo que éste me librará del monstruo y de todas las penas del infierno! Ya lo conozco de vista: era el monje del sueño.
El rey sanó de su enfermedad y agradecido nombró a Ferns sede arzobispal de Laiginn y dispuso que él y sus descendientes fuesen enterrados allí hasta el día del Juicio.
Maedoc se dispuso a edificar un templo digno de tan noble arzobispado pero no tenía artífices que lo hicieran con la belleza y magnificencia que imaginaba. Así que llamó a un destripaterrones cualquiera y le bendijo las manos:
-Ahora por la misericordia de Dios eres un arquitecto consumado.
-¿Yo? ¡Anda éste! ¡Si hasta se me viene abajo una lumbre que prepare!
-Prueba y verás. ¿Cómo te llamas?
-Gobán.
-Pues el mundo recordará tu nombre como el del más prodigioso constructor.
Y en efecto, éste fue el famoso San Gobán, cuyo talento se disputaban todos los santos para construir sus iglesias (ver Viéndoselas con los demonios y La vaca de la Roja).
Pero como en el mundo no hay felicidad duradera, un día un malvado, el conde Sarano, asesinó a traición a Brandubh.
-¿Quién ha derribado -exclamó con extremos de aflicción Maedoc- esa columna de la Iglesia, sostén de los humildes, humillador de los soberbios? ¡La mano que tal hizo debiera caer desprendida del maldito cuerpo!
Maedoc se apresuró adonde tenían el cuerpo del rey y lo resucitó.
-Padre -dijo Brandubh-: sin ánimo de despreciar el favor, yo ya he vivido muchos años. Otro rey no os faltará que me sustituya y hasta con ventaja. Óyeme en confesión y dame el cuerpo de Cristo, eso sí: que ese traidor de Sarano me ha degollado sin darme tiempo a ponerme en Gracia de Dios. Y luego déjame volar al reino de los Cielos.
-Me parece bien pensado. Yo también me iría si pudiera, pero aquí hago falta a muchos.
Sarano se arrepintió sinceramente de su crimen a poco de haberlo cometido; desnudo, ayunando y sometiéndose a las más ásperas penitencias, se pasaba los días en llanto y oración sobre la sepultura de su víctima.
De pronto se oyó una voz de ultratumba:
-¡Bestia! ¡Morral! ¿Te parece inteligente lo que has hecho? ¡Matarme primero para después tenerte que arrepentir! ¡Anda, tarugo!, que por tu remordimiento se te perdona el pecado...
-¡Gracias, gracias!...
-Sí; pero primero espera una cosa...
-¡Ay!
El brazo homicida de Sarano había caído al suelo, desprendido del hombro.
-Las maldiciones de los santos es lo que tienen: que son irrevocables...
Tiempo antes, cuando Maedoc estaba construyendo el monasterio de Ferns, resultó que había por allí cerca un arroyo donde solían ir las mujeres a lavar y, peor aún, a bañarse.
Ya hemos visto varias veces las connotaciones mágicas y sobrenaturales, maléficas incluso, que pueden adquirir las lavanderas. Pero es de suponer que incluso sin pararse a considerar eso, a Maedoc no le hiciese gracia la cercana presencia de unas mujeres, algunas de buen ver, metidas en el agua, acaso medio remangadas, en camisa o peor, distrayendo el duro trabajo con cháchara y cantares, chapuzándose y salpicándose para turbación de los monjes contemplativos y ascetas. Así que les rogó que se fuesen con la música y la colada a otra parte.
-¿Irnos nosotras? ¡Buena está ésa! -dijo la más atrevida- ¡Este terreno es nuestro y este arroyo es nuestro! Y nosotras y nuestras madres y las madres de ellas ya venían a lavar aquí antes que os cediesen las tierras del convento, de venir cautivo a Irlanda San Patricio y de nacer la abuela de Cú Chulainn. Aquí es nuetra casa y estamos como se nos antoja. ¡Y no queremos mirones!
Ésta era tan audaz porque era la hija del amo de los terrenos.
Pero según estaba pisoteando la ropa en el río (pues o no se había inventado aún la paleta o no la tenía) los pies se le quedaron pegados a la ropa como si fuese de chicle, y por más que levantaba las rodillas alternativamente no se podía librar de ella; al probar a soltarse con las manos, también éstas se le pegaron, y braceando y pataleando parecía fantasma y ardilla voladora, hasta que la tela se pegó también a las piedras y por último éstas al suelo, conque la moza quedó como estatua por inaugurar y envuelta en su sábana empapada.
Las demás, espantadas, corrieron con la horrenda noticia al padre de la ya casi asfixiada, lavandera. Postrado a los pies del santo logró el perdón y liberación de la muchacha.
En Ferns, San Maedoc hizo muchas curaciones y resucitó algún muerto. Sus monjes y sus fieles no se hacían a la idea de que un día pudiese faltarles.
-¡Ay, padre! ¿quién vendrá a guiarnos cuando no estés? -le dijo un fraile que iba con él de camino un día.
-Eso es muy fácil saberlo: el primero que nos abra una puerta.
-¿Sí?
-Sí.
Al llegar a un vado que estaba protegido por una cancela, se toparon un grupo de extraños personajes vestidos con trajes estrafalarios, gesticulando y jugando de la manera más estrambótica con espadas y escudos. Avanzaban brincando y bailando entre músicas y risas.
-¿Quiénes sois vosotros?
-Nosotros -dijo uno de aquéllos, quitándose con exagerada cortesía el sombrero- somos unos estudiantes pobres que nos ganamos la vida con unos números de juglerías y cantando y bailando por las ferias y las cortes. ¡Pasen los señores cenobitas!
Y con reverencia les cedió el paso abriéndoles la puerta.
-Esta vez, padre -dijo el monje-, te ha fallado el don profético.
-De ninguna manera.
-¡¿Qué!? ¡Un matachín, un giróvago, un chocarrero abad y obispo de Ferns!
-No entiendo que me pasa -dijo el juglar- pero me están entrando unas ganas invencibles de irme con vosotros.
-Y así harás, y desde este momento te llamarás Mochua de Luachar. Mochua, yo te digo que tú serás santo, por raro que te parezca.
Así se cumplió, y cuando Mochua de Luachar ya era santo, años más tarde, y estaba edificando su iglesia, acudió a pedir consejo a Maedoc, porque le faltaba tanto la madera (entonces aún no se hacían iglesias de piedra en Irlanda) como la mano de obra.
-Esta noche quedaos en casa y no salgais ni os asoméis pase lo que pase.
En cuanto los monjes de San Mochua se recogieron, comenzó un gran estruendo, pero nadie se atrevía a asomar la nariz. Sólo el monje más curioso de todos se atrevió a mirar por una cerradura, y vio a una cuadrilla de jóvenes bellísimos con largas y rizadas cabelleras de oro que cargaban madera a cuestas como si fueran plumas y la ensamblaban y montaban con la facilidad de niños jugando a construcciones.
-¡Parad, parad! -dijo de pronto uno de ellos- ¡Que nos están viendo!
Y los carpinteros maravillosos se desvanecieron en el aire dejando la obra a medias.
No hay que dudar que fueran ángeles los constructores nocturnos, pero si lo eran, reaccionaron igual que los duendecillos del cuento de los hermanos Grimm, que cuando comprendieron que el zapatero y su mujer los habían visto trabajar por la noche, desparecieron para nunca más ser vistos.
Si fuera verdad la leyenda de que los duendes son ángeles que, durante la rebelión de Satanás, se mantuvieron neutrales esperando a ver qué bando ganaba para subirse a su carro, y así ni se quedaron en el Cielo ni merecieron ser condenados al Fuego Eterno, sería lógico que unos y otros compartan algunos rasgos psicológicos angélicos.
En todo caso, Mochua encomendó a San Gobán la conclusión de la iglesia y aunque el santo arquitecto salió bastante airoso del reto, quedó lejos de la perfección de la obra primera.
Un día que fue de visita a ver a San Munnu en su convento, se extrañó:
-¿Qué pasa: no os alegráis de recibirme? ¡Muchos hermanos no han salido a acompañarme en esta cena de bienvenida!
-¡Ya quisieran ellos! Pero están enfermos y en las últimas, sin poder levantar la espalda de la cama ni apenas pasar un trago de caldo.
-Que vengan, que tienen derecho a un poco de distracción.
Habían recobrado la salud, para asombro de la comunidad entera, y cenaron y pasaron la noche alegremente. Al despedirse Maedoc, le dijo San Munnu:
-Antes de irte, déjalo todo como lo encontraste, si haces esa caridad.
-Pues ¿qué he trastocado yo?
-La salud de los hermanos.
-¡Olvídalo: Dios me ha concedido su curación!
-Sí, pero del sufrimiento se sigue gran perfección espiritual y no querría que perdiesen ese beneficio tan grande los hermanos.
-Bueno, como quieras: ¡que sean devueltos a su dolor!... Ya los tienes hechos polvo otra vez.
-Gracias; Dios te bendiga.
Con este San Munnu, que es el famoso San Fintan Munnu, le sucedió algo extremadamente curioso. Estaban charlando dentro de una iglesia cuando Maedoc se levató, estiró el cuello y se subió a unos escalones, quedándose absorto como en una visión fascinante. San Munnu le preguntó qué veía, y él, bendiciéndolo, lo llamó junto a sí y le mostró el mundo entero, desde donde el sol sale hasta donde se pone, como en un solo lugar (quasi unum stadium).
Esto es exactamente el “aleph” del cuento de Borges. Maedoc y San Fintan Munnu son Borges y Carlos Argentino Daneri en el sótano de la calle Garay. Borges cree que hay otros aleph y enumera varios en su cuento, pero no menciona este de Irlanda. Varios de ellos se encuentran en templos y lugares sagrados. Lo que yo no sé es si el de Maedoc se encontraba casualmente en la iglesia o ésta se construyó en torno del aleph porque existía allí previamente aquel punto de máxima concentración espaciotemporal.
Una vez vino a pedirle ayuda un pobre agobiado por los impuestos, que no podía pagar. Maedoc estaba en el campo, trabajando en la sementera.
-¡Bueno, hombre! Mete la mano en la bolsa y coge todo el grano que puedas llevar.
-Con eso no pago, pero no están los tiempos para despreciar nada.
-Veras cómo sí te llega.
En efecto, los puñados de cebada se convirtieron en oro purísimo con que pudo pagar el tributo.
-¿De dónde has sacado tú ese oro tan fino? ¿No será que lo has robado?
El pobre labrador contó la historia entera.
-Pues ese oro es de Dios y a Él tiene que volver -dijo el alcabalero-. Devuélveselo a Maedoc, que lo emplee en lo que le parezca, y te perdono el impuesto por esta vez.
-¿Y yo para qué quiero oro? -dijo el santo al recibirlo de vuelta-. ¡A mí no me vale para nada! Que se vuelva cebada otra vez y así la siembro. Y arrojó el oro, hecho grano de nuevo, al sembrado.
Igual que del oro estéril hizo cebada fructífera, a los abedules y alisos plantados por error en su vergel hizo llevar fruto, así que puede decirse que pidió peras al olmo y las consiguió.
Tenía merecida fama Maedoc de hombre dulce y amable, que jamás se alteraba ni enfadaba. Un día, cierto patán se apostó con otros:
-¿A que lo cabreo a Maedoc?
-No vas a conseguirlo.
-Veréis cómo sí.
Maedoc estaba entonces a la orilla de un río; el gañán cogió carrerilla y de un empellón lo tiró al agua, entre las risotadas de todos.
-¡Obispo al agua!
Maedoc salió del río con los vestidos, los cabellos, la piel y el libro completamente secos.
-¿Se puede saber qué mosca te ha picado? -dijo sonriente.
-¡Perdón, perdón! ¡Era una broma! -dijo el rústico.
-No te preocupes. Dios se complace con tu inocencia y me manda decirte que Lo verás en el Reino de los Cielos.
-¡Gracias, gracias!
-Y además en seguida. Tienes un mes para arreglar tus cosas. Cuando pase, tu alma alzará el vuelo al Paraíso.
-¿Eh? ¡Socorro!
-No dudes que eso será así, don graciosillo. Así que no desperdicies el tiempo. No sabes cómo te envidio.
Maedoc era, como se ve, bastante guasón. A cierto cuatrero que le había robado el mejor de sus corderos para comérselo y que tenía la osadía de negar su fechoría, hizo que le asomasen las orejas del animal por la boca, para irrisión de todos los presentes. Pero a él también le tomaban el pelo. Una vez vino a verlo una delegación de monjes de san David de Gales. Era Pascua y se les sirvió una comida de vigilia: pan, agua y puerros. No la tocaron.
-¿Por qué no probáis la comida?
Aquella noche fue concebido el ansiado heredero. Los sabios sentenciaron:
-Una estrella anunció a los Magos el nacimiento de Cristo y la misma señal a nosotros el de un gran santo.
El alumbramiento (nunca mejor dicho) tuvo lugar en Inis Brechmaige (Breaghwy Island en inglés), isla de un lago en el actual condado de An Cabhán (Cavan), al sur de la provincia de Ulster. Digo que nunca mejor dicho porque el mundo saludó el nacimiento con un largo día ininterrumpido, sin que viniese la noche a velarlo con sus tinieblas.
Un peine de madera que la partera le dio a Éthne para hacer fuerza o morder durante el parto brotó y dio hojas y flores. La losa sobre la que se derramó el agua lustral salió flotando por un río como un papel. Éstos son algunos de los prodigios que ilustraron el acontecimiento.
El recién nacido era descendiente directo de Colla Uais, uno de los tres hermanos Collas, caudillos que contribuyeron decisivamente a la decadencia del reino de Ulad con la destrucción definitiva de su capital, Emain Macha.
Que vendría al mundo aquel niño había sido profetizado por los druidas, por San Patricio y hasta por Fionn mac Cumhail, el célebre capitán de los fianna, el Fingal de Ossian.
Se le puso el nombre de Aed, que se refiere al fuego (como el latín aedes, "hogar, llama sagrada"). Se lo conoce más por los diminutivos cariñosos Aedán (En inglés Ethan) y m'Áed Óg ("mi pequeño Aed) o Maedoc, que ha resultado en inglés Mogue. Pero muchos lo llamaban Hijo de la Estrella. Y tuvo por padrino a su propio ángel de la guarda.
"Sluind Aed fortrén Ferna! ¡Nombra al fortísimo Aed de Ferns!" dice de él el Santoral de Oéngus.
Ya de niño, fue entregado como rehén al rey de Tara Ainmire mac Sétna. Éste, advirtiendo una gracia especial en su faz, le preguntó:
-¿Qué prefieres, quedarte conmigo en mi corte o volver a casa con tus padres?
-Volver, pero sólo si sueltas también a los otros niños rehenes.
-¡Concedido, enemiguito! No sé qué hay en ti que no se te puede negar nada. Tú vas a ser un gran santo: ¡si no, acuérdate de lo que te digo!
Tal vez a causa de esa experiencia infantil Maedoc toda su vida abogó por los cautivos. Cuando uno de sus familiares fue capturado por los Ui Conaill Gabhra, que vivían en la orilla sur del Shannon (el pueblo adoptivo de Santa Ida, ver Un cilicio con seis patas), se presentó en la corte y se sentó a ayunar como medida de presión. El rey, que no quería ceder, vio cómo su hija moría repentinamente. La reina comprendió que ello se debía a la terquedad de su marido y acudió a implorar al santo, que resucitó a la princesa. Pero el padre continuaba inflexible. Maedoc ya estaba fulminando una maldición contra él cuando un niño que jugaba por allí intervino:
-¡Padre, una maldición no! ¡Es demasiado!
-¡Está ya pronunciada!
-Bien, pero que recaiga sobre... no sé... ¡esa piedra!
-De acuerdo: que recaiga sobre esa piedra.
La piedra, durísima, al recibir la maldición, se partió en dos pedazos y el rey, al verlo, se asustó y concedió la libertad del prisionero.
Hombre transportando un prisionero. Canecillo románico. |
Pero esto fue muchos años después y estábamos aún por la niñez del santo.
Una vez que lo mandaron a cuidar de las ovejas vio ocho lobos merodeando alrededor de su rebaño.
-¡Lobos, lobitos, qué pinta de hambre tenéis! Llevaos ocho carneros, uno cada uno: ¡venga! para que no riñáis.
La niñera de Maedoc, que era la dueña de las ovejas, salió poniendo el grito en el cielo al enterarse de la generosidad del niño con lo que no era suyo. Pero de pronto salieron del bosque otros ocho carneros iguales a los perdidos, que Dios enviaba para librar al caritativo pastorcillo de la regañina.
El festín del lobo. |
-Padre: las vacas, por si no lo sabes, no dan leche como no tengan delante a los terneros. Entonces se alegran y empiezan a hacerles mimos y se las puede ordeñar. Si no, se ponen como locas, se les inflan las tetas y les duelen, pero no se dejan tocar, mugiendo sin parar que es un dolor. ¿Qué vamos a hacer ahora?
-No es difícil; que tú les hagas de ternero.
Y le trazó la señal de la Cruz en la tonsura. Desde entonces, las vacas lo veían como a su ternero, le restregaban el morro contra la cabeza; lo lamían y en su presencia se dejaban ordeñar sin acordarse de sus terneros.
Otra vez, yendo de viaje, se le acercó humildemente una loba hambrienta, haciendo ademanes de pedirle limosna.
-¡Eh, tú! -le dijo a un niño que había por allí- ¿Tienes algo de comer?
-Un pan y un cacho de pescado. Pero...
-Trae.
Y se lo dio a la loba, que engulló las dos cosas de un trago.
-...¡Pero que era de mi amo! Y ahora me va a arrancar la piel a tiras...
-No seas llorica, niño. Dame un puñado de hojas, o mejor dos.
Maedoc convirtió las hojas en un pan y un pescado como los de antes.
-Arreglado. En este mundo hay para todos. No hay más que repartirlo bien.
Sin embargo, otra vez se apiadó de un ciervo perseguido por una jauría. Le puso entre las astas su"ceráculo", las tablillas enceradas en que estaba estudiando (la versión irlandesa dice que su manto: ¿sería un manto encerado, impermeable?), y el animal quedó inmóvil como una estatua e invisible para los perros, que estuvieron dando unas vueltas por allí hasta que se cansaron y se fueron dando su presa por perdida.
San Maedoc era en su primera juventud muy amigo de San Molaise o Laseriano de Daim Inis (que no es el Laseriano del que hablaba en Laseriano, llama de fuego, sino otro). Eran casi tocayos, porque sus nombres significan "fuego" uno y "llama" otro.
Una vez acudió a Laseriano una mujer desesperada, hecha un mar de lágrimas, arrancándose los pelos y dándose de puñetazos en el pecho. Habían desaparecido sus tres hijos en las aguas de un lago y no se encontraban los cuerpos para poderles rendir honras fúnebres.
-Yo no puedo hacer nada, pero sí Maedoc. Vete al lago y lo esperas en la orilla: le dices de mi parte lo que pasa.
Maedoc, cuando supo de labios de la madre lo ocurrido, ni corto ni perezoso se metió en el agua hasta encontrar a los niños ahogados en el fondo. Los resucitó sin perder tiempo.
-Salid del agua, que os está esperando vuestra madre y menudo susto le habéis dado. ¡Venga, espabilad!
Al correrse las voces del poder taumatúrgico de Maedoc eran tantos los que acudían a él con súplicas que no lo dejaban vivir y resolvió desterrarse a Britania para perfeccionarse junto a San David.
Una de las versiones irlandesas de su vida dice que entonces peregrinó a Roma, donde vivió un año.
La mayor prueba que tuvo que soportar en Britania fue la inquina injustificada que le cogió otro fraile, ecónomo del convento, que se pasaba los días pensando cómo hacerle la vida imposible y poniéndolo por obra. Y a pesar de que Dios mostraba su predilección a Maedoc, como cuando creó un camino ancho y enjuto a través de un pantano para que el santo pasase con su yunta de bueyes, o cuando tornaba impermeables sus libros olvidados bajo la lluvia, o no permitió que se perdiese una gota de la cerveza que transportaba en su carro una vez que volcó, no cejaba en su saña.
(Dice la versión irlandesa que la cerveza sí se derramó y Maedoc le mandó volver a los toneles milagrosamente reparados después del accidente). Es de creer que sería para los huéspedes la cerveza, que San David tenía prohibida toda bebida alcohólica a sus monjes.
Hasta tal punto llegaba la ojeriza del ecónomo que un día que Maedoc iba al bosque a hacer leña pagó a un lego que lo acompañaba para que lo matase a hachazos. Pero cuando levantaba el arma para asestar el golpe, las manos se le quedaron pegadas al mango.
San David conoció por revelación divina lo tramado y se levantó de la cama a toda prisa para volar en auxilio de Maedoc, sin tener tiempo de calzarse más que una sola abarca. Los monjes, viendo a su superior correr de tan extraño modo, acudían en enjambre tras él y San David con gestos y voces procuraba alejarlos, hasta que se detuvo a la orilla de un río. Maedoc y el lego, arrepentido y sano, volvían risueños, rodeados de una alegre compañía de ángeles que sólo San David podía ver.
-Alejaos, os digo, hijos -insistió el abad-. Ya no hay prisa. ¿No veis la escolta tan escogida de Maedoc? Y tú, ecónomo, mal fraile, ¿por qué la has tomado con este invitado nuestro?
-No le riñas, padre -dijo Maedoc-: total, le queda poco de vida. Dios lo tiene sentenciado a mala muerte y a que su cadáver y tumba permanezcan hasta el día del Juicio desconocidos del mundo.
Y exactamente así ocurrió.
Vemos aquí una aparición más del motivo del héroe semicalzado (ver En el país de los tuertos el cojo es el rey): no es de creer que San David durmiese con un zapato sí y otro no, ni que la prisa le permitiese ponerse una abarca y no las dos. Y también fue al borde de un río perdió Jasón la sandalia: porque el río es umbral del otro mundo, lo que explica el carácter sagrado de los vados y de los puentes en distintas culturas.
San Maedoc hizo numerosos milagros en Britania. Un hombre, que había nacido con lo que entonces llamaban facies tabulata, es decir sin ojos ni nariz, consiguió una cara normal por intercesión de este santo. La misma sanó al hijo del rey, que estaba ciego, sordo, mudo y paralítico. O, según dice la versión irlandesa, era un medio hombre que tenía sólo un ojo, un brazo y una pierna, como el vizconde demediado de Italo Calvino. O, mejor dicho, como los fomore, el pueblo marino monstruoso cuya sangre corría por las venas del dios Lugh.
Al revés, un bromista, hombre de muchas campanillas, que acudió a él fingiéndose sordo y ciego por burla salió de la visita sin ver ni oír nada.
Había que tentarse las vestiduras antes de vérselas con Maedoc.
Sus rezos pusieron en fuga a un ejército invasor inglés, sin pérdida de una sola vida britana. Los germanos cogieron tal terror a la magia de San Maedoc que durante muchos años se cuidaron bien de poner el pie en tierras ajenas.
Al final, el santo regresó a Irlanda y cuando ya se acercaba a tierra su barco le fue mostrada una aterradora visión: unos piratas o bandoleros estaban robando y degollando a unos pobres viajeros. Maedoc empezó a tocar su campana y milagrosamente el tañido llegó a oídos del caudillo de los ladrones, que era un reyezuelo de por allí.
-Oigo una campana, y es de algún santo. Será mejor que dejemos de degollar y robar a estos desgraciados y salgamos a recibirle con honra a la playa, no sea que nos suceda alguna desgracia.
Desembarcaron a Maedoc a hombros y le rindieron homenaje.
-¿Qué tierra es ésta?
-La de los Uí Censelaigh.
Los Uí Censelaigh vivían en la esquina sureste de Irlanda, en el actual condado de Wexford (Loch Garman en irlandés).
-Me gusta, me quedo.
Otra leyenda explica de distinta manera cómo se instaló allí Maedoc. Estando tumbados los dos santos amigos, Laseriano y él, cuando jóvenes, charlando a la sombra de sendos árboles se preguntaban si seguirían siempre juntos, como era su esperanza, o los separaría la vida. De golpe, los árboles se vinieron abajo. La copa caída de uno señalaba al Norte y la del otro, el de Maedoc, al Sur. Los mozos comprendieron la señal, se abrazaron con lágrimas y cada uno siguió el camino indicado. Maedoc viajó hasta Ferns, donde fundó su monasterio.
No debía de temer mucho a los viajes largos, porque alguna vez que se cansó, unos ángeles bajaron del cielo para llevarlo en volandas.
Llegado, pues, Maedoc a Irlanda de vuelta del convento de San David (llamado Menevia, que aún no lo había dicho), se acordó de que no le había preguntado a su maestro a quién debía escoger por confesor. Así que como no había barco disponible se echó a andar mar a través. No tardó en salirle al encuentro un ángel del Señor.
-¿Qué atrevimiento es éste? ¡Ponerte a andar sobre las aguas!
-Atrevimiento ninguno, que no lo hago confiado en mis poderes sino en la misericordia de Dios. Y no tengo más remedio que averiguar qué confesor me conviene coger.
-Espérate aquí en esta peña que pregunte. No te muevas.
Ángel y santo junto al mar. Manuscrito del siglo XIII. |
Maedoc volvió a su monasterio, pero vio que se le había olvidado una campana en Britania y sin acordarse de la prohibición divina se encaminó otra vez a la playa para ir andando a buscarla. Dios había previsto su terquedad y para evitarle un pecado le había dejado su campana al borde del agua, donde la encontró, lamida por las olas. Había llegado flotando, traída por milagrosas corrientes.
Cuando el famoso rey Guaire enfermó de mucha gravedad, otro ángel (o si sería el mismo) avisó a Maedoc, que estaba de camino a Caisel, corte de Mumu, muy fastidiado porque los caballos de su carro se habían parado y no había manera de que echasen a andar.
-Eso es porque no les da la gana de ir a Caisel, sino al palacio de Guaire, como se lo manda Dios.
-Iremos pues.
Guaire no corría peligro (reinó treinta años más) y Maedoc lo sabía, pero se apresuró para consolarlo. Los caballos, dotados de una rapidez milagrosa, hicieron el viaje en brevísimo tiempo; los montes se allanaban a su paso y los ríos y lagos se quedaban secos y lisos como carreteras para que anduviese cómodamente.
El carro de Maedoc tenía esa virtud. Viajaba como el pensamiento. Cuando San Moluacha le comentó su deseo de peregrinar a Roma a pesar de su avanzada edad, le mandó subir al carro y desaparecieron ambos. A la mañana siguiente estaban de regreso y les había dado tiempo a visitar todos los santos lugares y reliquias de Roma.
Estos viajes milagrosos a Roma no son nada raros en la hagiografía medieval y aun posterior. Julio Caro Baroja estudia varios en un capítulo de Vidas mágicas e inquisición, el dedicado al Doctor Torralba.
El autor de la vita duda si el viaje fue real, si imaginario: sólo certifica que a su regreso San Moluacha se sabía Roma al dedillo, como si hubiera vivido muchos años en ella.
¿Qué tenía de extraordinario viajar a Roma sobrenaturalmente para quien como Maedoc subía al Cielo por escalera de oro y bajaba refulgente y teñido de gloria? Pues un testigo presencial de su ascenso, que era entonces párvulo que aprendía las primeras letras, lo vio adentrarse en las alturas, invitado a la recepción de San Columba, cuando pasó aquel santo a mejor vida.
Siendo San David muy viejo, mandó llamar a Maedoc para que se despidiesen antes de que se lo llevase Dios. Maedoc acudió y se quedó unos días de visita con San David. Pero al final estaba inquieto por sus monjes y algo impaciente por volver.
-No te preocupes -le dijo San David-: antes de lo que crees estarás con los tuyos. Ve a la playa y encontrarás transporte.
Lo que le estaba esperando donde mueren las olas era un monstruo marino de naturaleza desconocida, a lomos del cual llegó a Irlanda en menos que canta un gallo.
Pero el milagro marino más extraordinario de esta santo ocurrió una vez que iba con una yunta a arar los campos de unas pobres monjas y le salió al camino una leprosa pidiendo limosna. No teniendo mejor cosa que darle, le dio uno de los bueyes.
-¿Que vamos a hacer ahora? Con un buey solo no podemos trabajar -dijeron los labradores.
-No pasa nada. ¡Buey! ¡Eh, buey!...
No tardaron en ver, maravillados, un buey que surgía de las olas del mar y avanzaba mansamente a colocarse bajo el yugo. Cuando terminaba la tarea del día, volvía al océano y cuando se le llamaba, regresaba de entre las aguas.
El toro, ya lo hemos visto, es animal propio de deidades marinas (díganselo a Pasífae).
Dédalo y Pasífae. Fresco pompeyano. |
A poco de llegar a Irlanda, vino a verlo Aed Dubh, el rey de los Uí Briúin, que vivían al Este de Connacht.
-¿Qué quieres de mí?
-¿Hace falta preguntarlo? ¿No ves que soy un adefesio? ¡De buena gana cambiaba mi corona por otra cara que echara menos para atrás! No es digno del honor del trono un rey tan feo. ¡Solucióname este desastre fisionómico!
-Deberías contentarte con lo que te ha dado Dios, pero bueno. Duerme aquí esta noche tapado con mi manto.
A la mañana siguiente, el rey amaneció con la cara de Aedán mac Éicnech, el hombre más guapo y deseado por las mujeres que había en toda Irlanda. Se fue bailando de júbilo y colmando a Maedoc de donaciones y privilegios.
Algunos ponen este milagro antes de la partida de Maedoc a Britania.
Otra vez, cuando estaba repartiendo la harina de los molinos entre los labriegos de su monasterio, se coló un forastero de Osraige (que lindaba con los Uí Censelaigh) y se llevó unos sacos que no le correspondían. Como vio que el santo estaba despistado y no se enteraba, regresó inmediatamente a probar suerte otra vez, disfrazando entonces el rostro con una mueca por si acaso y haciéndose el tuerto.
-¿Por qué pones esa cara y por qué vienes por un trigo al que no tienes derecho, robándoselo a sus dueños de verdad? El trigo te lo doy de limosna, pero que sepas que te quedas con ese careto para los restos. Y en tu familia no faltará uno que salga así de guapo y ciego en cada generación. Ve con Dios y vuelve por más cuando quieras.
Maedoc no soportaba a los pícaros. Otros pedigüeños llegaron a él un día, desnudos y muertos de frío, pidiéndole alguna ropa por amor de Dios.
Maedoc mandó llamar a uno de sus monjes.
-Ve a tal y tal sitio y encontrarás un lío de ropas debajo de una piedra; tráelo.
El fraile obedeció, encontró el bulto y asombrado del hallazgo milagroso las entregó a Maedoc, que las donó a los mendigos.
-¿Qué pasa, no os están bien? -dijo Maedoc al ver la cara de chasco de éstos- A mí me parece que como un guante. ¡Como hechas para vosotros!
Eran sus propias ropas, que habían escondido antes de presentarse al santo casi en cueros para dar más pena.
-No tengáis tanta cara en adelante, que os podía haber costado más que palabras la broma.
-Ya nos vamos, ya.
-¿Quién le habrá dicho...?
Y otros dicen que el santo los echó con cajas destempladas sin darles ni siquiera sus ropas y que cuando fueron a recobrarlas habían desaparecido porque Maedoc se había adelantado a repartirlas entre otros pobres verdaderos.
Reinaba entonces en Tara Aed mac Ainmirech (el hijo de Ainmire mac Sétna, que había liberado a Maedoc de niño). Pertenecían a la poderosa familia de los O'Neill, que habían establecido su supremacía sobre la mitad norte de Irlanda y pretendían extender su dominio hacia el sur invadiendo a los Uí Censelaigh.
El pretexto era el cobro de un tributo que los irlandeses del Norte habían impuesto siglos atrás a los de Laiginn, el famoso "tributo de los bueyes" (ver Moling, libertador de Laiginn y La redención del tributo).
Las gentes huían con sus ganados en busca de refugio al monasterio de Maedoc y Aed decidió tomarlo y hacerse con todo. El santo salió ante la línea formada por los asaltantes e hizo la señal de la Cruz con su báculo.
-De aquí no paséis.
-¡Valiente muralla, un signo escrito en el aire! ¿A quién crees que vas a parar con eso? -dijo un soldado más fanfarrón que los demás, y cayó fulminado en el sitio.
Sus compañeros huyeron en desbandada y el rey, enterado del prodigio, exclamó:
-¡Contra Dios no se puede combatir!
Y se retiró. Pero cuando se le pasó la impresión volvió a las andadas, levantando un ejército que marchaba desde todas las direcciones, como un puño cerrándose sobre los Uí Censelaigh.
-La ayuda de Dios es imprescindible -debió de pensar Brandubh, rey de los Uí Censelaigh-, pero insuficiente. Si nosotros no hacemos nada por nuestro lado, no la mereceremos.
Y en lo que hoy llamaríamos una acción de comando, al frente de un grupo de guerreros escogidos penetró en el real de Aed, dio allí la batalla y lo mató.
Tras aquella batalla de Dún Bolg, desastrosa para los O’Neill, a cuyas aspiraciones sobre los Uí censelaigh puso fin, Brandubh se adueñó de todo el territorio de Laiginn hasta Mount Merrion (Calla Ruaidh), casi en Dublín. No por nada cantó la viuda de Aed este lamento, que recogen los Anales de los cuatro maestros, redactados en el siglo XVII:
Bátar inmuini trí toib
Frisna freisciu aitherrech:
Taeban Taellten, Taob Temra,
Taeb Aedha meic Ainmirech:
Hubo tres flancos amados
Que ya no volveré a ver:
El de Tailtiu, el de Tara
y el de Aed mac Ainmirech.
Tara era la capital de Aed y Tailtiu era la sede de un festejo anual donde se celebraban juegos, reuniones y feria. Ambas estaban en sendas colinas.
Volvía el rey triunfante por la orilla del mar conduciendo una gran cáfila de ganados y esclavos cuando se le acercó un mendigo leproso. Brandubh le dio de limosna un “ludario” mocho y negro, palabra misteriosa que la versión irlandesa interpreta como “buey sin cuernos”.
Ya en casa, Brandubh cayó enfermo con un gran dolor y se le mostró en una visión cómo lo llevaban al Infierno a cuyas puertas se le acercaban unas terribles fieras abriendo sus fauces amenazantes.
Bestia infernal glotona. Capitel románico. |
Erich Neumann, autor jungiano, insiste en este carácter atractivo, absorbente del Infierno, que relaciona con la atracción ejercida por la mujer sobre el hombre, la avidez de la tierra que traga la semilla y la digiere para hacerla renacer en nueva planta.
En todo caso, ante el fracaso del primer plan el monje empuñaba el báculo y la emprendía a garrotazos con la bestia, abriéndole la cabeza y cerrándole la boca.
Brandubh despertó, aunque postrado por la enfermedad, y contó su horrible sueño.
-Eso tienes en tu reino un santo llamado Maedoc que si no lo arregla él no lo arregla nadie. Mándalo llamar.
-¡No, no! Iré yo a verle personalmente en señal de veneración.
Y cuando desde su carro lo vio de lejos, que salía a recibirlo, exclamó:
-¡Ya comprendo que éste me librará del monstruo y de todas las penas del infierno! Ya lo conozco de vista: era el monje del sueño.
El rey sanó de su enfermedad y agradecido nombró a Ferns sede arzobispal de Laiginn y dispuso que él y sus descendientes fuesen enterrados allí hasta el día del Juicio.
Maedoc se dispuso a edificar un templo digno de tan noble arzobispado pero no tenía artífices que lo hicieran con la belleza y magnificencia que imaginaba. Así que llamó a un destripaterrones cualquiera y le bendijo las manos:
-Ahora por la misericordia de Dios eres un arquitecto consumado.
-¿Yo? ¡Anda éste! ¡Si hasta se me viene abajo una lumbre que prepare!
-Prueba y verás. ¿Cómo te llamas?
-Gobán.
-Pues el mundo recordará tu nombre como el del más prodigioso constructor.
Y en efecto, éste fue el famoso San Gobán, cuyo talento se disputaban todos los santos para construir sus iglesias (ver Viéndoselas con los demonios y La vaca de la Roja).
Pero como en el mundo no hay felicidad duradera, un día un malvado, el conde Sarano, asesinó a traición a Brandubh.
-¿Quién ha derribado -exclamó con extremos de aflicción Maedoc- esa columna de la Iglesia, sostén de los humildes, humillador de los soberbios? ¡La mano que tal hizo debiera caer desprendida del maldito cuerpo!
Maedoc se apresuró adonde tenían el cuerpo del rey y lo resucitó.
-Padre -dijo Brandubh-: sin ánimo de despreciar el favor, yo ya he vivido muchos años. Otro rey no os faltará que me sustituya y hasta con ventaja. Óyeme en confesión y dame el cuerpo de Cristo, eso sí: que ese traidor de Sarano me ha degollado sin darme tiempo a ponerme en Gracia de Dios. Y luego déjame volar al reino de los Cielos.
-Me parece bien pensado. Yo también me iría si pudiera, pero aquí hago falta a muchos.
Sarano se arrepintió sinceramente de su crimen a poco de haberlo cometido; desnudo, ayunando y sometiéndose a las más ásperas penitencias, se pasaba los días en llanto y oración sobre la sepultura de su víctima.
De pronto se oyó una voz de ultratumba:
-¡Bestia! ¡Morral! ¿Te parece inteligente lo que has hecho? ¡Matarme primero para después tenerte que arrepentir! ¡Anda, tarugo!, que por tu remordimiento se te perdona el pecado...
-¡Gracias, gracias!...
-Sí; pero primero espera una cosa...
-¡Ay!
El brazo homicida de Sarano había caído al suelo, desprendido del hombro.
-Las maldiciones de los santos es lo que tienen: que son irrevocables...
Tiempo antes, cuando Maedoc estaba construyendo el monasterio de Ferns, resultó que había por allí cerca un arroyo donde solían ir las mujeres a lavar y, peor aún, a bañarse.
Ya hemos visto varias veces las connotaciones mágicas y sobrenaturales, maléficas incluso, que pueden adquirir las lavanderas. Pero es de suponer que incluso sin pararse a considerar eso, a Maedoc no le hiciese gracia la cercana presencia de unas mujeres, algunas de buen ver, metidas en el agua, acaso medio remangadas, en camisa o peor, distrayendo el duro trabajo con cháchara y cantares, chapuzándose y salpicándose para turbación de los monjes contemplativos y ascetas. Así que les rogó que se fuesen con la música y la colada a otra parte.
-¿Irnos nosotras? ¡Buena está ésa! -dijo la más atrevida- ¡Este terreno es nuestro y este arroyo es nuestro! Y nosotras y nuestras madres y las madres de ellas ya venían a lavar aquí antes que os cediesen las tierras del convento, de venir cautivo a Irlanda San Patricio y de nacer la abuela de Cú Chulainn. Aquí es nuetra casa y estamos como se nos antoja. ¡Y no queremos mirones!
Ésta era tan audaz porque era la hija del amo de los terrenos.
Bañistas. Esmalte del siglo XVI. |
Las demás, espantadas, corrieron con la horrenda noticia al padre de la ya casi asfixiada, lavandera. Postrado a los pies del santo logró el perdón y liberación de la muchacha.
En Ferns, San Maedoc hizo muchas curaciones y resucitó algún muerto. Sus monjes y sus fieles no se hacían a la idea de que un día pudiese faltarles.
-¡Ay, padre! ¿quién vendrá a guiarnos cuando no estés? -le dijo un fraile que iba con él de camino un día.
-Eso es muy fácil saberlo: el primero que nos abra una puerta.
-¿Sí?
-Sí.
Al llegar a un vado que estaba protegido por una cancela, se toparon un grupo de extraños personajes vestidos con trajes estrafalarios, gesticulando y jugando de la manera más estrambótica con espadas y escudos. Avanzaban brincando y bailando entre músicas y risas.
-¿Quiénes sois vosotros?
-Nosotros -dijo uno de aquéllos, quitándose con exagerada cortesía el sombrero- somos unos estudiantes pobres que nos ganamos la vida con unos números de juglerías y cantando y bailando por las ferias y las cortes. ¡Pasen los señores cenobitas!
Y con reverencia les cedió el paso abriéndoles la puerta.
-Esta vez, padre -dijo el monje-, te ha fallado el don profético.
-De ninguna manera.
-¡¿Qué!? ¡Un matachín, un giróvago, un chocarrero abad y obispo de Ferns!
-No entiendo que me pasa -dijo el juglar- pero me están entrando unas ganas invencibles de irme con vosotros.
-Y así harás, y desde este momento te llamarás Mochua de Luachar. Mochua, yo te digo que tú serás santo, por raro que te parezca.
Así se cumplió, y cuando Mochua de Luachar ya era santo, años más tarde, y estaba edificando su iglesia, acudió a pedir consejo a Maedoc, porque le faltaba tanto la madera (entonces aún no se hacían iglesias de piedra en Irlanda) como la mano de obra.
-Esta noche quedaos en casa y no salgais ni os asoméis pase lo que pase.
En cuanto los monjes de San Mochua se recogieron, comenzó un gran estruendo, pero nadie se atrevía a asomar la nariz. Sólo el monje más curioso de todos se atrevió a mirar por una cerradura, y vio a una cuadrilla de jóvenes bellísimos con largas y rizadas cabelleras de oro que cargaban madera a cuestas como si fueran plumas y la ensamblaban y montaban con la facilidad de niños jugando a construcciones.
-¡Parad, parad! -dijo de pronto uno de ellos- ¡Que nos están viendo!
Y los carpinteros maravillosos se desvanecieron en el aire dejando la obra a medias.
No hay que dudar que fueran ángeles los constructores nocturnos, pero si lo eran, reaccionaron igual que los duendecillos del cuento de los hermanos Grimm, que cuando comprendieron que el zapatero y su mujer los habían visto trabajar por la noche, desparecieron para nunca más ser vistos.
Si fuera verdad la leyenda de que los duendes son ángeles que, durante la rebelión de Satanás, se mantuvieron neutrales esperando a ver qué bando ganaba para subirse a su carro, y así ni se quedaron en el Cielo ni merecieron ser condenados al Fuego Eterno, sería lógico que unos y otros compartan algunos rasgos psicológicos angélicos.
En todo caso, Mochua encomendó a San Gobán la conclusión de la iglesia y aunque el santo arquitecto salió bastante airoso del reto, quedó lejos de la perfección de la obra primera.
Un día que fue de visita a ver a San Munnu en su convento, se extrañó:
-¿Qué pasa: no os alegráis de recibirme? ¡Muchos hermanos no han salido a acompañarme en esta cena de bienvenida!
-¡Ya quisieran ellos! Pero están enfermos y en las últimas, sin poder levantar la espalda de la cama ni apenas pasar un trago de caldo.
-Que vengan, que tienen derecho a un poco de distracción.
Habían recobrado la salud, para asombro de la comunidad entera, y cenaron y pasaron la noche alegremente. Al despedirse Maedoc, le dijo San Munnu:
-Antes de irte, déjalo todo como lo encontraste, si haces esa caridad.
-Pues ¿qué he trastocado yo?
-La salud de los hermanos.
-¡Olvídalo: Dios me ha concedido su curación!
-Sí, pero del sufrimiento se sigue gran perfección espiritual y no querría que perdiesen ese beneficio tan grande los hermanos.
-Bueno, como quieras: ¡que sean devueltos a su dolor!... Ya los tienes hechos polvo otra vez.
-Gracias; Dios te bendiga.
Con este San Munnu, que es el famoso San Fintan Munnu, le sucedió algo extremadamente curioso. Estaban charlando dentro de una iglesia cuando Maedoc se levató, estiró el cuello y se subió a unos escalones, quedándose absorto como en una visión fascinante. San Munnu le preguntó qué veía, y él, bendiciéndolo, lo llamó junto a sí y le mostró el mundo entero, desde donde el sol sale hasta donde se pone, como en un solo lugar (quasi unum stadium).
Fausto, grabado de Rembrandt. |
Una vez vino a pedirle ayuda un pobre agobiado por los impuestos, que no podía pagar. Maedoc estaba en el campo, trabajando en la sementera.
-¡Bueno, hombre! Mete la mano en la bolsa y coge todo el grano que puedas llevar.
-Con eso no pago, pero no están los tiempos para despreciar nada.
-Veras cómo sí te llega.
En efecto, los puñados de cebada se convirtieron en oro purísimo con que pudo pagar el tributo.
-¿De dónde has sacado tú ese oro tan fino? ¿No será que lo has robado?
El pobre labrador contó la historia entera.
-Pues ese oro es de Dios y a Él tiene que volver -dijo el alcabalero-. Devuélveselo a Maedoc, que lo emplee en lo que le parezca, y te perdono el impuesto por esta vez.
-¿Y yo para qué quiero oro? -dijo el santo al recibirlo de vuelta-. ¡A mí no me vale para nada! Que se vuelva cebada otra vez y así la siembro. Y arrojó el oro, hecho grano de nuevo, al sembrado.
Igual que del oro estéril hizo cebada fructífera, a los abedules y alisos plantados por error en su vergel hizo llevar fruto, así que puede decirse que pidió peras al olmo y las consiguió.
Tenía merecida fama Maedoc de hombre dulce y amable, que jamás se alteraba ni enfadaba. Un día, cierto patán se apostó con otros:
-¿A que lo cabreo a Maedoc?
-No vas a conseguirlo.
-Veréis cómo sí.
Maedoc estaba entonces a la orilla de un río; el gañán cogió carrerilla y de un empellón lo tiró al agua, entre las risotadas de todos.
-¡Obispo al agua!
Maedoc salió del río con los vestidos, los cabellos, la piel y el libro completamente secos.
-¿Se puede saber qué mosca te ha picado? -dijo sonriente.
-¡Perdón, perdón! ¡Era una broma! -dijo el rústico.
-No te preocupes. Dios se complace con tu inocencia y me manda decirte que Lo verás en el Reino de los Cielos.
-¡Gracias, gracias!
-Y además en seguida. Tienes un mes para arreglar tus cosas. Cuando pase, tu alma alzará el vuelo al Paraíso.
-¿Eh? ¡Socorro!
-No dudes que eso será así, don graciosillo. Así que no desperdicies el tiempo. No sabes cómo te envidio.
Maedoc era, como se ve, bastante guasón. A cierto cuatrero que le había robado el mejor de sus corderos para comérselo y que tenía la osadía de negar su fechoría, hizo que le asomasen las orejas del animal por la boca, para irrisión de todos los presentes. Pero a él también le tomaban el pelo. Una vez vino a verlo una delegación de monjes de san David de Gales. Era Pascua y se les sirvió una comida de vigilia: pan, agua y puerros. No la tocaron.
-¿Por qué no probáis la comida?
-No la probaremos mientras no pongáis sobre la mesa lo que se echa de menos: cochinillo y buey.
Así se lo sirvieron y comieron opíparamente. A la mañana, Maedoc le preguntó extrañadísimo:
-¿Cómo habéis querido comer carne siendo pascua?
-Padre, el cochinillo no había tomado más alimento que la leche de su madre. El buey no había comido en su vida más que la hierba de los prados. ¡Nutrimentos sanos y puros! En cambio, tus puerros estaban llenos de babosas y en tus panes hemos contado trescientos sesenta y cinco gorgojos. ¿Te parece poca carne? Puestos a romper el ayuno, ¡mejor con productos de calidad probada!
Hay que recordar además que los manuales de penitencia irlandeses medievales se muestran muy escrupulosos con la comida. Comer carne mordisqueada por un gato, beber leche donde hubiese caído un ratón y otros alimentos mancillados por el estilo se consideraban pecados graves.
El abad admitió que sus invitados tenían razón.
Un ángel vino a avisar a Maedoc de que sus días habían llegado a su fin y del lugar donde su alma debía separarse del cuerpo. Maedoc emprendió el viaje, que era largo, aprovechando para despedirse de sus numerosos amigos. Llamó a su primo el poeta Dallán Forgaill para que recogiese sus últimas voluntades y se encamino a Rossinver.
Allí lo esperaba una multitud de ángeles y santos: vírgenes, mártires, confesores, ermitaños... Lo recibieron con músicas y cánticos y lo acompañaron al Paraíso en comitiva.
Muchos fueron los milagros de San Maedoc después de muerto, y no los cuento por no alargar esta entrada y por sueño.
La fiesta de San Maedoc cae el treinta y uno de Enero. Ahora hace un rato que es primero de Febrero, fiesta de Santa Brígida, antigua festividad pagana de Imbolc y una de las fechas señaladas del calendario irlandés.
Hay demasiadas cosas que contar de esta santa importantísima y el volumen supera a mis ánimos. Otro año será...
Hoy empieza en Irlanda la primavera.
Que todos la tengamos muy feliz.
Así se lo sirvieron y comieron opíparamente. A la mañana, Maedoc le preguntó extrañadísimo:
-¿Cómo habéis querido comer carne siendo pascua?
-Padre, el cochinillo no había tomado más alimento que la leche de su madre. El buey no había comido en su vida más que la hierba de los prados. ¡Nutrimentos sanos y puros! En cambio, tus puerros estaban llenos de babosas y en tus panes hemos contado trescientos sesenta y cinco gorgojos. ¿Te parece poca carne? Puestos a romper el ayuno, ¡mejor con productos de calidad probada!
Hay que recordar además que los manuales de penitencia irlandeses medievales se muestran muy escrupulosos con la comida. Comer carne mordisqueada por un gato, beber leche donde hubiese caído un ratón y otros alimentos mancillados por el estilo se consideraban pecados graves.
El abad admitió que sus invitados tenían razón.
Un ángel vino a avisar a Maedoc de que sus días habían llegado a su fin y del lugar donde su alma debía separarse del cuerpo. Maedoc emprendió el viaje, que era largo, aprovechando para despedirse de sus numerosos amigos. Llamó a su primo el poeta Dallán Forgaill para que recogiese sus últimas voluntades y se encamino a Rossinver.
Allí lo esperaba una multitud de ángeles y santos: vírgenes, mártires, confesores, ermitaños... Lo recibieron con músicas y cánticos y lo acompañaron al Paraíso en comitiva.
Muchos fueron los milagros de San Maedoc después de muerto, y no los cuento por no alargar esta entrada y por sueño.
La fiesta de San Maedoc cae el treinta y uno de Enero. Ahora hace un rato que es primero de Febrero, fiesta de Santa Brígida, antigua festividad pagana de Imbolc y una de las fechas señaladas del calendario irlandés.
Santa Brígida, Patrick Joseph Tuohy. |
Hoy empieza en Irlanda la primavera.
Que todos la tengamos muy feliz.
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