Los siglos VI y VII son indudablemente la edad de oro de las misiones monásticas irlandesas en el continente europeo. El Imperio carolingio y las incursiones y los asentamientos escandinavos en Irlanda señalan el fin de esa época de esplendor. Sin embargo, eso no quiere decir que las peregrinaciones de los irlandeses ni su actividad intelectual cesaran por completo.
Peregrinos. Vidriera del siglo XIII. |
Pero volviendo a Mariano. El cronista, cuya obra (opúsculo que, aunque se titule Vida del beato Mariano abad de Ratisbona, es en realidad una crónica de las fundaciones monásticas irlandesas en Bamberg, Ratisbona y Würzburg) recogen las Acta sanctorum del 9 de febrero, informa de que era guapo de cara, de pelo rubio y brillante, sabio y prudente, de modo que era patente en él la Gracia del Espíritu Santo.
Como hemos visto al hablar, por ejemplo, de Santa Úrsula, una de las rutas habituales para los irlandeses en el continente era remontar el curso de los grandes ríos, como el Rin. Así, nada tiene de extraño que Mariano Escoto y los suyos fuesen a dar a Bamberg, donde fueron bien acogidos. Aquí señalan las Acta sanctorum una equivocación del autor de la vida de Mariano Escoto, que confunde al obispo Otón de Ratisbona (anteriormente canónigo en Bamberg) con el importante San Otón de Bamberg: ambos personajes vivieron hacia la misma época aunque fue San Otón algo posterior.
Uno y otro, sin embargo, fueron peregrinos y San Otón brilló por su labor evangelizadora, a la que se debe la conversión de la Pomerania.
Cerca de Bamberg, río abajo, se encuentra Würzburg, famosa fundación monástica donde la comunidad irlandesa desarrolló una importante labor. Bamberg era una base desde donde el cristianismo irradiaba sobre poblaciones recientemente convertidas o que permanecían en el paganismo. Si era el celo evangélico lo que había guiado a Mariano y los suyos, nada tiene de extraño que se detuvieran en aquella ciudad.
El Imperio germánico vivía por aquella época unos tiempos revueltos. El joven emperador Enrique IV luchaba por imponerse a los nobles levantiscos (una pugna incesante que se prolongó durante toda su vida y en la que tuvo escaso éxito) y plantar cara al poder del papado.
Edward Schwoiser. Penitencia de Enrique IV ante Canosa. |
A decir del cronista Bruno el Sajón o Bruno Saxónico (su Historia de la guerra de Sajonia recogida en los Monumenta Germaniae historica puede leerse en línea), no contento con mantener dos o tres concubinas semioficiales, el emperador era un mujeriego insaciable y no dejaba belleza en sus dominios, casada o soltera, que no sometiese a su imperial capricho, fuese de grado o por fuerza. Luego, cuando se hartaba de alguna barragana, aunque fuese de la más alta alcurnia, la obligaba a casarse con alguno de sus criados.
El obispo Adalberto de Bremen, encargado de su educación, le consentía todas sus travesuras.
-Si no se divirtiese ahora que es joven y puede, más que santo lo que sería es tonto.
Con razón actuaba así, ya que (siempre según Bruno) Enrique asesinaba a cualquiera que le diese algún consejo que le desagradase. Mataba sin haber dado muestras de enfado, para que sus víctimas no estuviesen prevenidas, y las enterraba con extremos de duelo y grandes honras para acallar las sospechas.
Claro que tampoco hay que dar excesivo crédito a Bruno. Los sajones mantuvieron una larga e intermitente guerra con Enrique IV y su juicio no puede ser imparcial. Bruno cuenta de él horrores, como que estuvo sujetando a una monja hermana suya (¡de Enrique, no de Bruno!) mientras otro la violaba por su mandato. "Se duda por qué era más infame, si por su perversa lujuria o por su crueldad inmensa".
Relata también Bruno un episodio digno de un fabliau: ansiando Enrique obtener un pretexto sólido para el repudio de la reina, le envía a uno de sus cortesanos que la requiera de amores, convencido de que la desdeñada esposa no podrá resistirse a sus encantos. La emperatriz, remisa al principio, acaba por acceder a recibir al galán en la intimidad de su alcoba. Mas no sin segunda intención.
Enrique acompaña al seductor a la cita con el propósito de aparecer en el momento oportuno, fingiendo la ira de un ultrajado marido. La emperatriz se las arregla para, una vez entrado su augusto consorte en los aposentos, cerrar la puerta tras él, dejando fuera al cómplice.
Al instante, se precipita sobre Enrique un tropel de doncellas y camareras armadas de banquetas y bastones deslomándolo a palos.
-¡Hijo de puta! -gritó la reina cuando ya lo tenían medio muerto- ¿Cómo te atreves a entrar de escondidas intentando forzar a la emperatriz? ¿No sabes que si te encuentra mi marido, el valentísimo emperador, te destroza?
-¡Ay, ay! ¡El emperador soy yo! ¿No ves que soy Enrique? ¡Tu Enrique! ¡Ay! ¡Diles a estas furias que paren!
-¡Embustero! Si fueras tú mi marido, no querrías colarte de esconditillas como un ladrón, sino entrar abiertamente como quien va a meterse en su propia cama con su mujer legítima. ¡Anda, anda, lárgate y date por satisfecho de que no acabemos con tu miserable vida!
Enrique huyó y, fingiendo enfermedad, tuvo que guardar cama durante un mes entero hasta que se recobró de la paliza.
Los obispos alemanes, a pesar del terror que inspiraba el emperador, no se atrevían a declarar la nulidad de su matrimonio (a lo que él les instaba) y consultaron al Papa. Éste envió como legado suyo al severo asceta San Pedro Damián. Al parecer disuadió a Enrique IV del divorcio y de su negativa a pagarle a su mujer el débito conyugal, ya que un año después nacería descendencia suya y de la emperatriz.
En este agitado ambiente, pues, se instalan Mariano y sus compañeros, que pronto reciben el hábito de San Benito y, gracias al favor de Otón (al que había llamado la atención su vida pía y virtuosa), la donación de unos terrenos donde edificar su celda y dedicarse a la contemplación. Otón los exime de la vida común con los otros monjes por su ignorancia del idioma alemán.
Pero no se les olvidaba el principal motivo de su viaje, que era la peregrinación (como es propio, dice la vida, de los de su nación), y reanudaron el camino de Roma. No les duró mucho esa determinación porque al llegar a Ratisbona fueron recibidos por la abadesa de allí con tanta hospitalidad y reverencia que Mariano decidió quedarse en la ciudad a esperar el Juicio Final.
Ratisbona en el siglo XVII. |
Emma, la abadesa, les rogó que permaneciesen como huéspedes suyos, suministrándoles casa, vestido, comida y cerveza. Y afirma el autor de su vida que entre los milagros que Dios hizo mediante estos irlandeses viajeros, no fue el menor la cantidad y calidad de las copias de uno y otro Testamento que salieron de sus manos (parece ser que uno de sus manuscritos se conserva aún en la Biblioteca Nacional de Viena). Asimismo, de limosna, Mariano Escoto copió muchos salterios y libros de oraciones que regalaba a las viudas sin recursos y a los clérigos pobres. Pero una parte importante de su producción iba destinada a las comunidades monásticas de frailes irlandeses establecidas en aquellas regiones y a los peregrinos de su misma nación que iban de paso por la ciudad.
No es difícil imaginar a Mariano y sus compañeros charlando con alguno de aquellos paisanos de las cosas de Irlanda, mientras compartían la cerveza de la buena abadesa bibliófila, saboreando el placer de escuchar la lengua de su tierra y envidiando un poco la suerte de quienes verían recompensados los azares del camino con la vista de los santos lugares.
Uno de aquellos paisanos había interrumpido, como él, su peregrinación en Ratisbona, donde a la llegada de Mariano y los suyos llevaba bastantes años recluido en estrecha celda subterránea. Era su nombre en latín Murcheratus o Muricheritacus, que en francés resulta Moucherat (lo cual parece nombre de mosca) y en irlandés Muirchertach, nombre bastante frecuente que en inglés ha adoptado la forma de Murdock. Con éste solía consultar sus dudas: ¿estaría haciendo bien en quedarse allí en Alemania o debería continuar su camino hasta Roma?
-¿Cómo voy a contestarte yo a eso? Mejor sería que ayunases y orases pidiendo una iluminación del Espíritu Santo.
Así lo hizo Mariano y esa noche oyó en sueños una voz:
-Mañana sal con tus compañeros Juan y Clemente y ponte en camino al despuntar el alba. Cuando veas salir el nuevo sol, detente, porque allí está decretado que resucites de entre los muertos.
Los peregrinos se entretuvieron rezando en una iglesia de San Pedro, en Ratisbona, y al salir los rayos del sol les dieron en plena cara. Ya tenían la respuesta. Sin embargo, andando el tiempo, Juan y Clemente cedieron a su inicial impulso peregrino. Uno llegó hasta Jerusalén, donde murió. El otro se detuvo más cerca, en una sierra de Austria, donde a ejemplo de Murcherato se enterró en vida en una diminuta celda.
Mariano solía quedarse trabajando hasta tarde, escribiendo por la noche a la luz de las velas o candiles. Hoy, que utilizamos estos medios cibernéticos, cuesta trabajo hacerse idea del esfuerzo físico que suponía la tarea de aquellos copistas, manteniendo durante horas una postura dolorosa, forzando la vista cuando faltaba la luz y expuestos al frío cuando no (las ventanas no tenían cristales).
La monja encargada de dejarle su provisión de velas lo había olvidado una tarde y se acordó cuando se disponía a meterse en la cama. Salió de su celda echándose algo de abrigo encima de la camisa, llamando de paso (por decoro) a otra hermana o hermanas.
-Pues ¿no decías que lo habías dejado a buenas noches? ¡Mira la de luz que sale por entre las maderas!
-Pero ¿y cómo no me iba a acordar que le había dejado velas? ¡Que me acordaría yo!... Esto lo tengo yo que fisgar a ver qué misterio es éste.
-¡Quita! ¿Y si lo pillas de mala manera?...¡Ji, ji, ji!
-¡De mala manera...! Sí que eres loca tú... ¡un santo...!
Casi se caen las monjas de espaldas y se quedaron temblando (tremefactas) al ver por una rendija a Mariano copiando, con la mano izquierda en alto y tres dedos de ella levantados, coronados de sendas caperuzas de fuego como si fuesen lámparas que irradiaban por toda la estancia un resplandor celestial, blanco y quieto, no amarillento y tembloroso como la triste claridad de las velas corrientes.
Monje escribiendo. Manuscrito del siglo XII. |
Las espías no fueron capaces de guardar el secreto y el milagro se propaló por toda la ciudad para gloria de Dios y alabanza de Su copista.
Mariano pidió y obtuvo licencia para construir en Ratisbona su propio monasterio y asilo para peregrinos. La fama de este establecimiento llegó hasta su tierra natal y fueron muchos los paisanos suyos que decidieron dejarlo todo y reunirse a él. Entonces en su pueblo todos recordaron lo que había dicho, cuando Mariano (todavía Muiredach) era niño, un viejo que solía adivinar el porvenir: que aquella criatura congregaría en torno a sí a muchos fieles peregrinos.
Contaba al autor de la vida de Mariano un fraile centenario que lo había conocido que era hombre manso y de dulcísimo trato: lo fue hasta después de muerto. Porque una vez que estaban junto a su tumba unos monjes charlando de algunas cosas frívolas y chistosas les llamó la atención del modo más amable: haciendo que su sepulcro exhalase de pronto un perfume como de flores del Paraíso.
Cortejo de peregrinos. Arte románico. |
Mas he aquí que un día su obispo, por honrarlo, le ordenó por la santa obediencia que brindase con él.
¡Situación trágica muy típica de un personaje irlandés! Como Cú Chulainn y tantos otros héroes, Macario se veía atrapado entre dos prohibiciones contradictorias, dos gessa como se dice en gaélico. El héroe no tiene más remedio que obedecer a una de los dos a sabiendas de que la transgresión de la otra causará su perdición.
Por suerte para Macario, se produjo una intervención divina. Bebió el abad de la copa que le ofrecía el obispo, el cual, cuando mojó los labios a su vez en ella, exclamó furioso:
-¡Sumiller! ¿Qué vino es éste?
-El mejor de todo Würtzburg.
-¡No es sino agua de la fuente, atontado! ¡Sí que estás tú bueno!
-Pues yo lo he sacado de un tonel de la bodega, y era vino. No entiendo. Pongo por testigo a los Cielos y la tierra de que vino era, vino vinísimo.
-Pues no hay duda entonces -concluyó el obispo-: Dios ha hecho este milagro por Macario.
La fama de santidad de Macario se extendió por aquellas comarcas. Una noche de luna, mientras los monjes cantaban los maitines, se vio ante la puerta del monasterio una torre de fuego elevarse hasta el cielo, alumbrando a toda la ciudad con clarísimo resplandor. Este prodigio llenó a los vecinos de pesar, porque comprendieron que se trataba de un alma que se encaminaba al cielo. Y al cabo de los quince días, en efecto, moría el abad Macario.
Mariano Escoto fue beatificado por la Iglesia Católica. Las Acta sanctorum traen su vida, con una erudita introducción, el día 9 de Febrero.
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