lunes, 1 de octubre de 2012

La inversión de los pollinos

Poco es lo que se sabe del santo que me entretiene estos días, a pesar de que no es pequeña su popularidad en Gales y Bretaña armoricana. Los galeses le llaman Tysilio; los bretones Suliau o Suliac; en latín se lo conoce por Sulivo o Sulino. La mayor parte de las noticias que nos han llegado sobre él están en los hagiógrafos bretones de la época clásica: Albert le Grand en el siglo XVII y Dom Alexis Lobineau en el XVIII, que tuvieron acceso a fuentes latinas hoy perdidas.
San Suliau, estatua en la iglesia de Saint Suliac, Bretaña.
Dice Lobineau que Suliac era hijo del rey Brochmael (algo así como "El Príncipe Tejón") de Gales y que tenía tres hermanos: Mayán, Jacob y Canaán.
En las crónicas galesas e inglesas no es ningún desconocido aquel Brochmael: fue un rey infortunado, que hubo de vérselas con uno de los más exitosos conquistadores germánicos de Britania, el rey Ethelfrith. Ethelfrith unió al trono de Bernicia (el pequeño reino que ocupaba la costa Este de Gran Bretaña al sur la frontera picta, entre los muros de Adriano y de Antonino) al de Deira, su vecino del sur, que se extendía hasta el río Humber. De la unión de ambos resultó el de Northumbria.
Para lograr esta unidad, Ethelfrith había tomado por esposa a la princesa de Deira, desterrando a su hermano pequeño y posible heredero de la corona, Edwin.
Edwin huyó a tierra de britanos. Ethelfrith, temiendo que éstos lo apoyasen en su pretensión al trono, decidió ganarles por la mano y se apresuró a entrar en son de guerra por los reinos británicos. Los britanos se coaligaron para hacerle frente. Brochmael reinaba en Powys, al Noreste de Gales. La batalla se dio junto a Chester. Una gran multitud de monjes se había reunido en una colina cercana para rezar por la victoria britana. Ethelfrith, que era pagano, conocía bien la fuerza de los sacerdotes y de la magia
en el éxito de los combates. Lo primero que hizo fue cargar contra los orantes, de los que masacró a mil doscientos. Del resultado de aquella jornada sólo están de acuerdo los cronistas en que fue una terrible matanza para ambas partes. Godofredo de Monmouth afirma que la victoria fue de los britanos; Beda, que triunfaron los northumbrios y que Brochmael huyó cobardemente, desamparando a los monjes. para Beda, fue un castigo de Dios por haberse negado los britanos a seguir la disciplina de Roma en las cuestiones del cómputo de la Pascua y de la tonsura. Cada cual arrima el ascua a su sardina. La opinión más común entre los modernos es que fue una catástrofe para los britanos porque su territorio quedó desde entonces dividido en dos, lo que significaría a largo plazo la desaparición de estados británicos al norte del país de Gales. Otros matizan esta opinión: por un lado -recuerdan-, los reinos britanos del Norte sobrevivieron tres siglos más; por otra, tratándose de una talasocracia que abarcaba el archipiélago británico y Armórica, las comunicaciones marítimas eran mucho más importantes que las terrestres, cuya interrupción no podía constituir un jaque mate.
La vocación monástica de San Suliau se reveló repentinamente, de una manera que recuerda al despertar de la vocación caballeresca en el Perceval del "roman". Estaba jugando, o cazando, con sus hermanos cuando llegó a sus oídos una armonía nunca oída y maravillosa.
-¿Vosotros oís eso? ¿Qué será?
-¿Tú estás tonto o qué? ¡Canturías de frailes son ésas!
-¿Ah?
Efectivamente, se trataba de San Guimarc'h (Gwyddfarch, "Caballo del Bosque", según los galeses) que pasaba por allí en compañía de sus monjes. San Suliau quedó tan prendado de sus voces que, encantado por ellas, los siguió, decidido a no separarse jamás de su celestial compañía. Los hermanos, habiendo tratado inútilmente de hacerlo volver a casa con ellos, contaron al rey lo que sucedía. Brochmael, que tenía otros planes para su hijo, se enfureció.
-Que vayan trescientos hombres de a caballo y me lo traigan de una oreja; pero si se opone ese Guimarc'h, que me traigan también la cabeza de Guimarc'h.
El escuadrón llegó al convento interpelando al santo abad de mala manera.
-¿Qué es esto de raptar y seducir a niños sin experiencia?
-Yo no retengo a Suliau por la fuerza pero tampoco permitiré que os lo llevéis por la fuerza vosotros.
-Cuando tengas la cabeza por un lado y el cuerpo por otro, ¡a ver cómo nos lo estorbas!
-Si hay que cortar cabezas -dijo el muchacho, entrando entonces en hábitos de monje-, llevadle a mi padre la mía. Yo tengo la culpa (si es que es culpa) de lo que pasa aquí, y nadie más que yo.
Los soldados se fueron con las manos vacías y el rey, cuando se lo contaron, pareció resignarse, pero Suliau, por lo que pudiera suceder, se ocultó en otro convento, hasta que le contaron que San Guimarc'h había decidido peregrinar a Roma. San Guimarc'h era muy anciano para tal viaje, pero había hecho voto de orar ante la tumba de los apóstoles y no había quien lo apease de su determinación.
San Suliau tomó cartas en el asunto.
-¿Cuál es exactamente la promesa: el rezo o el viaje?
-El rezo.
-Pues como tú no estás en condiciones de mucho moverte, hagamos que peregrine Roma a ti en vez de tú a Roma.
Los dos monjes subieron a un cerro cercano y allí, de pronto, se vieron en una de las siete colinas. Recorrieron y visitaron todos los templos, las calles, los antiguos monumentos de la época de esplendor del Imperio, las reliquias, rezaron ante las tumbas de los apóstoles y sólo entonces la visión se desvaneció.
-Ahora ya puedo morir tranquilo y dejaré dicho que seas tú mi sucesor -declaró el anciano fraile- porque no me queda mucho de vida.
San Suliau fue nombrado abad pocos meses después, cuando murió Guimarc'h. También recibió el honor de ser consagrado obispo, ceremonia que ofició el famoso San Dubricio, el que casó a Ginebra y el rey Arturo.
Poco después de la desastrosa batalla de Chester pasó a mejor vida Brochmael y subió al trono su hijo Jacob. Al morir éste dos años más tarde, como ya había fallecido Canaán, no quedaba otro heredero al trono que Suliau. Hajarmé (Haearnwedd en galés), la viuda de Jacob, reunida en consejo con los hombres principales del reino (que la habían nombrado regente), se resolvió a sacarlo del convento y concederle juntamente su mano y el trono de Powys. Hajarmé era una mujer decidida y fuerte, que hacía honor a su nombre (cuyo origen está en el britano *Isarno-suesuo, "Hierro bueno", el mismo que el francés Hervé).
Suliau que no había renunciado al siglo para volver a sus peligros y tormentas, declinó la oferta de su cuñada. Ésta, no tanto por la gravedad de la situación política como por sentirse despreciada y humillada, se cegó de despecho. Primero, decidió rendir a Suliau por hambre y secuestró todas las rentas del monasterio. Viendo que los monjes resistían heroicamente los embates de la pobreza, ella misma se puso a la cabeza de una tropa de jinetes y se encaminó al monasterio dispuesta a llevarse al cuñado como novio o como reo de muerte.
-Aquí no hay más salvación, hermanos -dijo el santo-, que poner pies en polvorosa. Huido yo, imagino que os dejará en paz esta obsesa. Los que quieran venirse conmigo, que se vengan.
San Suliau embarcó discretamente y con sus pocos compañeros cruzó el mar hasta desembarcar en Aleth, cerca de Dol. Allí se encontró con San Maclovio o Macuto, que daría su nombre a la ciudad de Saint Malo y, buscando un lugar apropiado para instalarse con sus monjes, lo encontró a pocos kilómetros de allí, en el estuario del río Rance, donde hoy se encuentra el pueblo de Saint Suliac.
La desembocadura del Rance en Saint Suliac.
Las tierras que el señor de aquellos territorios le había cedido eran fértiles, pero pantanosas. Lo peor era que el ganado de los vecinos, que andaba pastando por los alrededores, se le colaba en los sembrados y se le comía lo que tenía plantado. Con el báculo, trazó una raya en el suelo señalando la extensión de sus terrenos, pero los animales no entendían de lindes y los paisanos hacían la vista gorda. De manera que San Suliau pidió el auxilio de Dios. Al día siguiente, toda bestia que intentaba cruzar el lindero del predio de los monjes quedaba paralizada y hecha una estatua en mitad de la raya. Los campesinos, echando de menos a sus animales, fueron a buscarlos y los vieron, aterrorizados e inmóviles, todo alrededor del monasterio. Ni a tirones, ni a empujones ni a palos eran capaces de moverlos.
A los damnificados pronto se sumó una muchedumbre de curiosos.
Ante las súplicas de los lugareños y con la virtud de sus rezos, el castigo divino fue revocado y las bestias recobraron el movimiento, pero en adelante no les quedaron ganas de acercarse por aquellos parajes.
-Esto no lo hago porque me deis pena, sino porque me estáis molestando con vuestros gritos, llantos y juramentos y no me dejáis rezar. ¡Esto es un monasterio! Marchaos con viento fresco y procurad que no se meta vuestro ganado donde no debe.
Sin embargo, no todos los animales escarmentaron como era debido. Todo el mundo sabe que los burros son testarudos. En la orilla opuesta a Saint Suliac está el señorío de Rigourdaine, famoso por los que en él se criaban, animales magníficos y ejemplares en todas las cualidades asnales, sin excluir la terquedad. Todas las noches, los borricos de Rigourdaine cruzaban en manada el río Rance para banquetear en los huertos y mieses monacales. No había manera de desviarlos del camino que se habían fijado, ni mucho menos de hacerles dar la vuelta hasta que no se habían llenado la panza con las hortalizas de los frailes.
Saint Suliau actúa contra los voraces pollinos. Moderna vidriera en
Saint Suliac, Bretaña.
-A grandes males, grandes remedios -dijo San Suliau.
Y levantando la mano, fulminó una maldición sobre los asnos que avanzaban inexorablemente hacia su festín cotidiano. Inmediatamente se operó en ellos un cambio milagroso: las cabezas se les pusieron en el lugar de los rabos y los rabos en donde las cabezas.
Ésta fue la única manera de que los burros, avanzando siempre ante sí con la misma determinación, volvieran sobre sus pasos.
Es de creer, dicen los cronistas, que el estuario del Rance era más estrecho en tiempos del santo que en la actualidad. Con su anchura actual, es increíble que lo cruzasen los borricos. Y no eran los únicos, como luego se verá.
Atraído por la fama de San Suliau, acudió, se dice, a verlo San Sansón, el santo obispo de Dol. Esto cuadra mal con la cronología, dado que Sansón murió hacia el 565, mientras que Suliau era muy joven cuando la batalla de Chester, a principios del siglo VII. San Maclovio, antes mencionado, también era más o menos de la quinta de San Sansón, pero éste es fama que vivió muchísimos años y murió centenario.
Es el caso que, según la leyenda, cuando San Sansón fue a visitar a San Suliau, éste lo convidó a compartir durante su estancia la austera vida de sus monjes, que no comían más que verduras, lácteos y un pan negro y malo. Carne, jamás; pescado en las fiestas. Tan difícil era de pasar aquel pan que uno de los monjes de San Sansón prefería quedarse con hambre antes de tragarlo y para que no lo tildasen de remilgado lo escondía disimuladamente bajo los hábitos para tirarlo discretamente cuando nadie le viese.
Este pecado no quedó impune: al calor de los vestidos, el pan cobró vida convirtiéndose en una feroz serpiente que se enroscó al pecho del fraile como una boa constríctor, amenazando molerle los huesos. San Suliau, enterado de lo que pasaba, ordenó a la sierpe de pan, o nacida del pan, que soltase al monje y que se fuese a sumir para siempre en las profundidades de un monte cercano, lo que el animal obedeció con mansedumbre.
Había en el monasterio de San Suliau un cocinero excepcional (no es de extrañar que fuese necesario un profesional de primera categoría para hacer algo menos desabrido el ascético sustento de los monjes). El cocinero era un lego contratado, no un fraile, y tenía su novia viviendo en la orilla de enfrente del Rance. Como un nuevo Leandro (pero con más mérito, porque las frías aguas del Atlántico no son las de los Darbanelos), el cocinero cruzaba el río a nado todas las noches para reunirse con ella.
Imagino que lo recibiría en la cocina bien caliente, con la ropa seca y los fogones preparados, y que el galán prepararía alguna exquisitez reconstituyente que compartirían antes de pasar el resto de la noche en tiernos coloquios: un espeso velouté de pescado, bien cargado de pimienta y de nata, con su queso rallado estirándose en elásticos cabellos y las rodajas de andouilles burbujeando de grasa hirviente en el plato, con los buenos tazones de sidra...
En una de aquéllas, el hombre apareció demudado y dando diente con diente.
-¿Qué tienes? ¡No me asustes!
-He pasado el peor rato de toda mi vida. Creí que no lo contaba. Iba yo nadando como de costumbre cuando de repente noto que me tiran de un pie. Creí que me había enredado en un alga o cosa así, pero como no me podía soltar y cada vez me liaba más en aquello, miro y figúrate cuando veo que era un congrio. ¡Un congrio más largo que yo y más gordo que mi muslo, tirando de mí para abajo y mirándome con una cara de rencor y de odio...! Tenía los ojos como dos ascuas, una sonrisa malévola y enseñaba dos filas de dientecitos pequeños, puntiagudos y afilados como cuchillos de verdura... En seguida comprendí que era el vengador de los congrios que venía a cobrarse la vida de todos los congéneres suyos que llevo cocinados para el convento.
Renuncio a describir la lucha submarina; remito al capítulo famosísimo de Los trabajadores del mar, de Victor Hugo: el combate sobrehumano de Gilliat contra el pulpo...
-¿Qué hiciste entonces?
-Me encomendé al bendito San Maclovio de Aleth. No sé cuánto tiempo pasé forcejeando con aquel monstruo marino hasta que de repente vi una claridad sobre las aguas y dentro de ella la venerable figura del santo. Le pedí que me librase de aquella fiera. Me dijo: "No desperdiciemos milagros. Acuérdate más bien de que llevas un buen cuchillo al cinto". Era verdad. No sé cómo había podido olvidárseme: por el terror seguramente. Nunca salgo sin el cuchillo por lo que pueda pasar. Lo saqué y como para mí limpiar congrios es una cosa tan mecánica como sonarme, en tres segundos le había abierto la barriga; me soltó y salió huyendo. Dame del aguardiente.... Lo que más siento ahora es que he perdido el cuchillo. San Maclovio se me acercó y me dijo: "Te está bien empleado el susto, por ir a pasar las noches pecando. Te comprometes y comprometes a esa pobre muchacha. ¿Qué hubiera pasado si te ahoga el congrio? Vas al Infierno de cabeza. Y ella si le pasa cualquier cosa, igual; ahora mismo muere en pecado y se la llevan los demonios.
-Te lo he dicho muchas veces, que hay que casarse.
-Ahora lo veo claramente, y voy a dejar de venir a nado, que no sea que vuelva ése por la revancha.
Pero no volvió. Por el contrario, un día que estaba destripando un congrio magnífico recién pescado, un ejemplar fuera de lo corriente, el cocinero se encontró su cuchillo alojado entre las vísceras del pescado y entonces lo reconoció. Y sintió lástima: ¡había sido un noble adversario!
La vida conventual continuó con su monótona regularidad hasta que un buen día llegó por mar una delegación de monjes britanos preguntando por San Suliac.
-Padre venerable, la reina regente Hajarmé, tu cuñada, ha muerto. Dios la haya perdonado, que ella creía actuar defendiendo los intereses del reino.
-El despecho fue lo que la enrabietó. Yo la perdono. Muchas son así, que para ellas no hay peor ultraje que un "no".
-Ahora ya no hay obstáculo para que vuelvas a apacentar a tu rebaño, o sea nosotros, y venimos a rogarte que regreses a tu diócesis.
-Sí hay obstáculos: el primero los años, que ya no estoy para viajes y me cuesta andar hasta a la huerta del convento; el segundo y mayor la voluntad de Dios, que yo veo que es que mi cuerpo descanse aquí, donde ha vivido tantos años. Llevaos mis Evangelios y mi báculo y será como si yo mismo estuviese con vosotros.
-Si no hay más remedio...
Con estos dos atributos, el báculo y el libro, se representa al santo en estatua en la fachada de la iglesia de San Suliac.
-Si fuese yo a Powys -continuó el abad-, al tercer día tendríais que elegir otro obispo. Buscaos un pastor que os dure más.
La delegación se volvió a Gales, no muy consolada con las reliquias, pero el santo no se había equivocado. Al poco tiempo, se acostó con una suave fiebrecilla que no tardó en consumir sus fuerzas ya gastadas por la edad.
Como era su deseo, fue enterrado en San Suliac, donde se conserva su lápida tumbal.
Laude funeraria de San Suliau. Saint Suliac, Bretaña.
Los tercos vecinos, que se habían mantenido mucho tiempo aferrados a las antiguas creencias, se habían acabado por convertir casi todos a la fe de Cristo y tenían al abad fundador por hombre santo. El culto de sus reliquias comenzó casi inmediatamente después de su muerte.
Se dice que ésta ocurrió en el mes de Noviembre, pero la festividad de San Suliac se celebra el primero de Octubre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario