jueves, 13 de septiembre de 2012

Niño lobo irlandés en Roma

El santo que corresponde a los que se llaman Elvis es San Albeo o, en irlandés, Ailbe. 
San Ailbe es un santo bastante popular al que sin embargo no prestaron tanta atención los clérigos medievales. El Santoral de Óengus le dedica un único verso y no se explaya sobre él en las notas: tan sólo incluye información genealógica. Según estudiosos modernos de la hagiografía, las dos versiones de su Vida, en latín (una a la que aluden las Acta sanctorum y otra que edita Plummer), fueron redactadas tardíamente, no antes del siglo XII. Y a pesar de ello, al leerlas nos tropezamos con episodios que tienen todo el aspecto de pertenecer al folklore y remontarse a una remota antigüedad.
Éstos mismos son los que han causado que las Acta sanctorum la desdeñen como infestada de patrañas.
Había en Munster, en la corte del rey Cronan,  un hombre de noble cuna (pero no muy valiente) llamado Olcnais que tenía amores secretos con una esclava real, Sanclit. Cuando Sanclit le confesó que había concebido un hijo suyo, Olcnais se echó a temblar. ¡Al rey no le iba a hacer gracia que hubiesen andado metiendo la cuchara en su plato! De manera que se calzó las de Villadiego y puso tierra por medio.
Sanclit pudo ocultar el desaguisado hasta que nació la criatura; entonces se descubrió el pastel.
Madre cautiva: grabado de la escultura de Stephan Sinding.
Los mayores santos de Irlanda, San Patricio y Santa Brígida, también pasaron por la esclavitud: aquél, raptado en Britania por los piratas; ésta, nacida en servidumbre en casa de un rico campesino. No era excepcional que los amos hicieran de las esclavas sus concubinas: así leemos, por ejemplo, en la Epístola a Corotico, de San Patricio, que las prisioneras se entregaban como recompensa a los mejores guerreros.
-¡Este borde, cachorro de esclava -dijo, pues, el rey-, lo que faltaba es que lo criase yo bajo mi techo junto a mis hijos y a mis expensas! Que lo lleven a matar al campo y que lo tiren por ahí.
Pero el Espíritu Santo insufló piedad en los corazones de los verdugos y en vez de matarlo lo abandonaron en un hueco debajo de una roca, algo resguardado del frío y de la lluvia. Aquel abrigo era la boca de la madriguera donde vivía una loba con sus lobeznos. El fiero animal se encariñó con el cachorro humano y con maternal ternura lo crió a la par que a sus propias crías.
Amamantando a los cachorros.
Pasando por allí cierto día un tal Lochan mac Lugir, lo vio, lo separó de sus hermanastros y se lo llevó. Ya iba llegando a casa cuando sintió que lo trababan de la capa. Se giró y vio a la loba que lloraba desconsoladamente y que no parecía dispuesta a soltar la capa mientras el hombre no soltase al pequeño.
-Loba, lo siento pero tienes que ser razonable. Este niñito ya no tiene edad para vivir entre lobos. Su sitio está entre las personas. Yo ya comprendo todo lo que has hecho por él pero ahora le debes un sacrificio más, que es dejarle venir conmigo. Lo entiendes, ¿verdad?
La loba soltó la capa, gruñó sordamente, se dio media vuelta y se marchó llorando.
Lochan no podía hacerse cargo de la criatura, así que la dejó en una aldea de emigrantes britanos que se habían asentado por allí.
-¿Cómo le vamos a llamar?
-Yo he pensado ponerle Ailbeo -dijo Lochan.
-¿Por qué? 
-Porque lo he encontrado debajo de una roca (ail en irlandés), vivo (beo, en irlandés).
En las Acta sanctorum dice que seguramente el fraile que escribió la Vita había leído la historia de Rómulo y Remo y quiso imitarla imaginando el nacimiento de San Ailbe. Probablemente, por el contrario, se basaba en tradiciones irlandesas. Ailbe es nombre canino: así se llamaba el perro de Mac Dathó, que provocó la contienda entre los del Ulster y los de Connacht relatada en Las historias del cerdo de Mac Dathó. Ese perro Ailbe, nacido de la cabeza cortada del guerrero Conganchnes, era hermano del perro del herrero Culann, al que dio muerte (y posteriormente reemplazó) el gran héroe del Ulster Cú Chulainn.
Por otro lado, el padre de Ailbe es Olcnais, y olc es la antigua palabra celta que designaba al lobo. Olc es el equivalente celta del inglés wolf y del latín lupus.
Posiblemente por motivos religiosos o supersticiosos, este animal perdió su nombre en celta (los antiguos irlandeses lo llaman , como al perro), mientras que olc pasó a utilizarse  para designar al mal.
Sea como sea, dice la leyenda de San Albeo que poco después de haber sido acogido el niño lobo por los britanos apareció por Munster un misionero predicando la fe de Cristo. No tuvo ningún éxito, porque la conversión de Irlanda estaba destinada a San Patricio. Cuando vio a Albeo en el campo, con las manos alzadas al Cielo y en actitud orante, le preguntó qué hacía.
-Me quedo pasmado viendo las cosas tan maravillosas como son: el cielo con el sol, la luna y las estrellas, los montes, el mar, los animales y todo. Que ninguna persona es capaz de hacer ni la más pequeña parte de ello, que a ver quién puede fabricar una hormiga o una hierba y que esté viva; y entonces me pregunto quién lo ha hecho todo esto.
-Pues verás, hijo...
El misionero instruyó en los principios de la religión a Albeo y lo bautizó con el nombre que ya tenía.
Albeo concibió grandes deseos de visitar Roma por lo que le había contado el misionero y como los britanos habían ahorrado bastante y se volvían a su tierra quiso acompañarlos. Ellos no querían llevarlo consigo y se embarcaron dándole esquinazo. Pero los vientos y las corrientes los devolvían una y otra vez al puerto donde los esperaba Albeo y al final no les quedó más remedio que resignarse a llevárselo.
En Britania, Albeo se puso a buscar barco para viajar a Roma. Por burla, un armador le regaló un barquichuelo roto y podrido que tenía arrumbado en un muelle. Albeo se montó en él, zarpó y milagrosamente comenzó a navegar a toda velocidad. Viéndolo, el armador se arrepintió de su regalo:
-¡Eh, chico, vuelve acá, que era broma! ¡Te desregalo el barco! 
-¡No se dirá que soy un pirata que va por la vida robando barcos! ¡Para ti para siempre!
Y arrojando su cogulla al mar saltó por la borda y se sentó encima.
-Barquito, vete con tu dueño; y tú, cogulla, llévame a la otra orilla.
Navegantes. Manuscrito alemán del siglo XIII.
Ambas extrañas naves le obedecieron y en poco tiempo llegó Albeo a tierra, donde ya lo había precedido la fama de las maravillas que obraba. Unos soldados, por gastarle una broma y ponerlo a prueba, fueron ante él llevando un ciego, un mudo y un sordo que habían encontrado por ahí, a ver si era capaz de sanarlos. Lo fue en efecto y los soldados quedaron atónitos.
-¡Pues sí que es verdad que haces milagros! 
-Y sé hacer más cosas.
-¿Como qué?
-Como que os caiga encima un nevazo que no podáis ni asomar la nariz de las tiendas, para que os toméis los milagros de Dios a chirigota.
Dicho y hecho. 
Y es que san Albeo mandaba en el tiempo. Si, por ejemplo, durante la siega caía alguna tormenta, el cielo se mantenía azul y el tiempo seco donde estaba su cuadrilla. Estas habilidades eran muy características de los druidas (como explican ampliamente en su libro sobre ellos Guyonvarc'h y Le Roux) y de los chamanes, cuyos lejanos sucesores son los brujos tempestarios de nuestra Europa en la Edad Media y principio de la Moderna.
Sobre el campamento empezaron a condensarse unos nublados cárdenos y al poco tiempo caían los primeros copos de la nevada, que no cesó hasta que, agachando la cabeza, vinieron a disculparse ante Albeo.
Pero entonces surgieron del monte tres fieros leones, dieron muerte a un hombre y dos caballos y se los llevaban a sus leoneras arrastrándolos con la boca. Todos los soldados habían huido despavoridos.
-¡Eh, leones! -dijo San Albeo- ¿Qué, os llevais a estos infelices a coméroslos donde nadie os vea?
Los leones soltaron sus presas y acudieron a lamer respetuosamente los pies del santo, como pidiendo perdón; después, se los secaban con las melenas. Albeo resucitó al guerrero muerto.
-Ya veo que todo lo puedes -dijo el rey, que había presenciado lo ocurrido-. Por eso, haz el favor de resucitar a los dos caballos, que son de mis favoritos. Y manda a los leones que no vuelvan a causar más estragos.
-De acuerdo; pero los leones han mostrado buena voluntad y no estaría de más que a cambio de los caballos les dieras algo de comida: no cazan por gusto, sino por hambre. ¡Si lo sabré yo, que soy de familia de lobos y he pasado las penurias de ellos!
León. Relieve gótico.
-Ahora mismo no hay qué darles. Tenemos los víveres contados.
-Dile a tu intendente que me acompañe.
Albeo y su acompañante subieron a un monte donde el santo se arrodilló a orar. No tardó en cuajarse en el cielo un denso nubarrón que, lenta y solemnemente, bajó a posarse junto a ellos. Cuando su oscuridad se disipó, apareció en su lugar una manada de cien caballos, que San Albeo dio a los leones para que fuesen comiendo y no tuviesen que molestar a las personas.
Llegado a Roma, Albeo se puso a estudiar con un sabio obispo llamado Hilario; el cual, para fortalecerlo en la humildad, le dio el oficio de porquero, ordenándole llevar sus piaras a un monte estéril donde el ganado apenas encontraba raíces o bellotas que llevarse a la boca. Pero por voluntad divina los puercos de Albeo se ponían más gordos y lustrosos que los de los demás porqueros. Encariñados con su pastor, lo seguían a todas partes, incluso acompañándolo cuando daba la lección; con su báculo trazaba alrededor de ellos un círculo en el suelo y ni los animales se escapaban ni los cuatreros y alimañas del campo eran capaces de cruzarlo para hacerles daño.
El porquero es un personaje importante en la mitología irlandesa y las leyendas de los santos han heredado este carácter misterioso y sagrado que lo acompaña (ver San Pablo de Leonís; San Ke, sobrino de Arturo). El propio San Patricio fue porquero.
Llegó la época de la siega e Hilario encargó a Albeo que contratase una cuadrilla de segadores. En vez de ello, se puso a rezar y durante la noche los ángeles bajaron y en pocas horas segaron las inmensas mieses de la Iglesia.
-Hemos tenido un año fatal -le dijo otra vez Hilario-: los árboles no llevan casi fruto. ¿Puedes rezar para que se carguen de él?
-Los árboles están como están porque Dios quiere y yo no rezo para torcer su voluntad, pero sí para que se apiade de nosotros pecadores.
A poco de entrar el santo en oración, empezaron a llover manzanas, exquisitas manzanas como nunca se habían catado, con sabor a miel, en tal cantidad que no daban abasto a almacenarlas en el monasterio.
Crecía la fama de San Albeo y con ella la rabia de los envidiosos. Uno de ellos, deseando acabar con él, le mandó una jarra de vino envenenado. Al recibirla el santo, algo raro notó. Volcó la jarra y -¡oh prodigio!- el vino se quedó contenido en su interior mientras el veneno  se derramaba por el suelo. Y cobrando vida y forma de serpiente salía como un rayo a morder al envenenador, que cayó fulminado por su virulencia.
Albeo, devolviendo bien por mal, resucitó al envidioso, que se arrepintió y pidió perdón.
Vinieron de Irlanda cincuenta santos a visitar a Albeo en Roma (quiere esto decir que, según esta leyenda, no eran pocos los cristianos que existían en la isla antes de la llegada de San Patricio) y el papa los agasajó con un fastuoso convite. Albeo hizo más: hizo que el banquete, una vez consumido, se rehiciese por milagro, y así durante varios días. 
Por eso, cuando fue consagrado obispo (que, por cierto, lo tuvieron que hacer los ángeles, porque ni el papa se juzgaba digno de ungir a un santo tan eminente) tuvo que encargarse él del festejo.
-Un milagro que se me da muy bien es hacer que llueva.
Se puso a rezar y cayeron cinco lluvias sucesivas: de frutas, de pescado, de aceite, de pan candeal y de vino exquisito. Con todo ello se dio una fiesta y hartazga para todo el pueblo de Roma que duró varios días y todos se hacían lenguas de la largueza y magnificencia de San Albeo. 
Años después, estando en Irlanda con Santa Brígida, descendió del cielo una jarra de puro cristal llena de vino. El santo no se la quedó, sino que galantemente la regaló a Santa Brígida.
El papa envió a Albeo a predicar a los gentiles y el recién nombrado obispo salió de Roma donde había pasado unos años fructíferos y gratos, pero no perdió el contacto con la ciudad santa.
Una de las veces que mandó mensajeros (San Lugith y San Sailchin) a ella desde Irlanda, como no se mostraban muy animados a emprender tan largo y azaroso viaje, les prometió que volverían sanos y salvos y para que se contentasen les dio por acompañante a San Gobán, un excelente cocinero.
A su regreso, San Gobán enfermó a bordo del barco y murió.
-San Albeo no ha mentido. Nos prometió que volveríamos sanos y salvos nosotros, pero de Gobán no había dicho nada.
-Es así, pero tenemos que hacer algo.
-¡Declarémonos en huelga de hambre!
Los santos empezaron a ayunar y al tercer día el alma de Gobán regresó a su cuerpo y se revistió de el.
-Gracias, compañeros. He visto a San Albeo, y por la ambigüedad de su promesa se ha permitido a mi alma regresar a este mortal barro, de lo que me alegro porque tengo algunos pecadillos pendientes...
Cuando volvía Albeo de Roma, a su paso por Dol, en Armórica, supo que San Sansón estaba muy afligido porque se le habían caído y hecho añicos un cáliz y una ampolla para los óleos, y juntó los pedazos de tal manera que ni el más sutil hubiera conocido la laña. De paso, resucitó a un matrimonio recién ejecutado por el crimen de haber hablado mal de él. Y entrando en una iglesia, presenció una escena algo ridícula: el cura pretendía decir misa, pero las palabras, anudadas en su garganta, se negaban a salir por más esfuerzos que hacía.
-No escapará ni una palabra de tus labios -dijo Albeo- mientras no sea proclamada la grandeza de un santo aquí presente, San David, que será obispo ilustrísimo y está asistiendo a la misa desde el vientre de su madre, esa mujer preñada que ahí veis. ¡Loor a él y bendición a ella!
Dicho esto, fue desatada la lengua del sacerdote y se concluyó la misa.
Madre con niño. Capitel románico.
Años después, en un pueblo de Irlanda, una mujer tuvo un hijo en secreto. El asunto vino a saberse y la pecadora se negaba a confesar quién era el padre. San Albeo reunió a todos los hombres del pueblo en la plaza.
-Aquí falta uno.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque lo sé.
-Sí que falta, pero es un carretero astroso que...
-Que venga, que venga.
Nada más aparecer aquel hombre por el camino, el niño, que estaba en brazos de su madre y aún no hablaba, exclamó:
-¡Ése es mi papá!  
Con su llegada a Irlanda, ya como obispo y predicador de la fe, comienza la segunda parte de la vida de San Albeo, que voy a dejar para otro día por no aburrir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario