viernes, 14 de septiembre de 2012

El niño lobo en su patria y final de San Albeo


Al final de la anterior entrada habíamos dejado a San Albeo, ya consagrado obispo por el papa, de regreso a su tierra.
Albeo había tomado tierra en Irlanda en el reino de los Dal nAraide, en el Ulster. Se dice que él mismo tenía sangre de aquel pueblo emparentado con los pictos de Escocia. En aquel tiempo tenían guerras los del Ulster con los de Connacht y estaban al borde del desastre. Habían sido derrotados en toda la línea y los tres hijos del rey habían perecido en combate. Ailbe los resucitó a cambio de que aceptasen la religión cristiana y bajo el signo de la Cruz derrotaron a sus enemigos.
Más tarde, también los de Connacht la adoptarían y la historia de esa conversión es la que sigue. 
San Albeo envió a un mensajero ante el rey de Connacht suplicando por la vida de cierto prisionero que tenía cargado de cadenas y condenado a muerte. El rey lleno de soberbia respondió a la embajada con escarnio y ordenando ajusticiar al cautivo y matarlo entre tormentos. 
Como tan a menudo se lee en las actas de los mártires, los verdugos no fueron capaces de ejecutar la sentencia. El que sí murió fulminado en el mismo momento fue un príncipe, hijo del rey. Abrumado, éste pidió piedad a San Albeo, prometiendo convertirse con todo su pueblo si su hijo era devuelto a la vida, lo que el santo obtuvo gracias a sus plegarias.
Sin rencor, Albeo favoreció además a los de Connacht haciendo que hormiguease de peces cierto río que nunca había llevado ninguno y dejando a los ribereños un seguro y cómodo medio de vida.
También en el reino de Osraige, que se extendía entre los de Laiginn (Leinster) y Mumu (Munster) dejó maravillado al rey. Éste se acercó a visitar al santo que estaba de paso por sus tierras. Durante la entrevista, el rey -Scannlan era su nombre- notó un especiado y deleitable aroma exhalado por la boca de Albeo. No quería ni podía resistirse al atractivo de aquel perfume que lo iba emborrachando y adormilando hasta dejarlo sumido en profundo letargo del que no salió hasta tres días más tarde. 
Durmiendo (Sueño de San José). capitel románico.
Cuando despertó, aturdido y desorientado, el santo le dijo:
-La Iglesia manda ayunar de vez en cuando, pero contigo no ha habido otra manera que tenerte dormido para que no tragases. 
Albeo recorrió toda Irlanda predicando, no con mucho fruto porque la conversión general de la isla estaba destinada a San Patricio. Humildemente, Albeo admitió la supremacía de San Patricio, que lo designó arzobispo de Mumu o Munster. En el solemne bautismo del rey Oengus de Munster en el sagrado peñón de Cashel, Albeo estuvo presente. Pero si San Patricio es el primero, después de San Patricio no había otro más grande. Una vez, como Albeo y San Ibar se cedían mutuamente el paso por cortesía y (ante la insistencia de San Albeo) San Ibar había aceptado pasar delante, un rayo luminoso del Cielo lo cegó. Recobró la vista por intercesión de Albeo. Fue Albeo quien consiguió del rey Oengus la isla de Aran Mór para San Enda (ver El desengaño de un príncipe). Tanta amistad le cobró Óengus a San Albeo que cuando le llegaron rumores de que el santo pensaba retirarse a hacer vida de ermitaño en la isla de Thule (aún desierta en aquella época), mandó a su flota bloquear todos los puertos e impedir el paso a cualquier barca, para que no se le fugase el santo.
Cuando los primeros noruegos llegaron a colonizar Thule, es decir Islandia, encontraron allí vestigios de una antigua ocupación humana y conocieron que quienes los habían dejado habían sido irlandeses.
Otro santo, San Sinchell, se dirigió a él en petición de un rincón donde poder vivir. Albeo le cedió su monasterio entero, con todo lo que tenía dentro.
-Vámonos sin llevarnos más que lo puesto -dijo a sus monjes-, que esto es que Dios quiere que empecemos una nueva vida.
Pero un frailecillo mozo, más con nostalgia que con avaricia, se quedó de recuerdo una tacita de bronce pequeña. Albeo tardó en darse cuenta y le riñó agriamente.
-Deja eso en el suelo. Eso que has hecho es robar. Y ahora por tu culpa tenemos que deshacer todo lo andado y volver a restituir la tacita.
No hizo falta: según decía estas palabras la taza salió volando y se fue sola a posar ante San Sinchell.
-Ven -le dijo un día un ángel-, que te voy a mostrar el lugar donde resucitarás el día del Juicio.
Albeo estaba con San Cenan y se fueron los dos con el ángel.
-¿Os gusta?
-Sí: está muy bien.
-Vamos a celebrar esto -dijo Albeo-: Mira a ver qué nos han dejado los ángeles. 
-Veo bajar unas cosas por los aires: una hogaza de pan candeal y un pescado al horno.
-No se pueden despreciar.
-De ninguna manera.
Miniatura del siglo XIV.
Con las monjas se llevaba muy bien este santo. Una vez iba de camino con un grupo de religiosas cuando una de ellas se puso enferma y como una niña caprichosa pedía una y otra vez que le diesen leche, gollería que no tenían aquellas parcas y ascéticas mujeres.
Los frailes de San Albeo murmuraban de lo delicado y melindroso de las monjas.
En aquel momento, salió del bosque una cierva y la superiora de las monjas mandó a otra hermana que se acercase al animal y lo ordeñase. Dio una leche deliciosa que sanó inmediatamente a la enferma con sólo mojar los labios en ella.
Este milagro causó un profundo disgusto a los monjes, como si hubiera sido un desperdicio del poder divino, mal empleado en los achaques de una monja histérica.
Un ángel del Cielo bajó a hablar con San Albeo:
-Diles a los tuyos que no sean envidiosos ni quieran meterse a jueces de las maravillas de Dios. Y tú, no te piques tampoco. ¿No ves que si quisieras podrías mover los montes o hacer el milagro que se te antojase? ¿No has hecho tú que tus monjes llevasen brasas encendidas en las manos desnudas como si fuesen guijarros de la playa? ¡Está muy feo que los santos tengan pelusa unos de otros!
Albeo estaba otra vez de visita en otro convento de monjas:
-¿Qué tal os va?
-Tenemos un problema serio. Hace años nos dieron a criar un niño. Mientras fue pequeño, todo fue bien. Ahora se ha hecho mayor y se ha hecho un bandarra.
-Lo habéis mimado.
-Será, pero se porta con nosotras como un tirano, hemos tenido quejas de que roba, no hace caso de nadie, se ha rodeado de una pandilla de maleantes que lo han nombrado su jefe y, en fin, nos trae por la calle de la Amargura. Habla tú con él.
Albeo aceptó el encargo.
-Chico, tengo que decirte cuatro cosas.
-Ya me las dirás mañana; ahora tengo que salir.
-Bueno, pero mañana no te olvides.
No lejos del monasterio les salió al camino una banda enemiga. Riñeron, salieron las espadas a relucir y tras una dura pelea el protegido de las monjas y los suyos quedaron vencedores. Mataron a sus enemigos y les cortaron las cabezas. Pero cuando fueron a descargar sus trofeos cuál no sería su sorpresa al encontrarse en vez de las cabezas y cuerpos unos grandes leños y tarugos de madera.
-Esto es una advertencia de Albeo -dijo el caudillo, atemorizado-. Ha dado movimiento a unos árboles y nos ha hecho creer que eran guerreros. Esos maderos andantes casi acaban con nosotros. Ha llegado la hora de sentar la cabeza...
Esto de los árboles convertidos en guerreros parece haber sido un motivo mitológico de la mayor antigüedad y que se encuentra entre los galeses, los irlandeses e incluso los antiguos galos. Es también el bosque de Birnam que se pone en movimiento para derrocar al tirano Macbeth. 
Tormenta en el bosque de Birnam. Ilustración de 1800 (detalle).
Leemos también en la Vida de San Albeo que el ganado con el que solía arar era blanco con las orejas rojas. Así era la raza bovina de los Tuatha Dé Danann, los antiguos dioses de Irlanda que moran bajo tierra, en los túmulos prehistóricos... He aquí un detalle más que relaciona a San Albeo con el antiguo mundo mítico precristiano. No en vano es San Albeo uno de los santos más antiguos de Irlanda.
Aquellos bueyes, Cuando Albeo los prestaba a algún vecino, iban a su casa y volvían de ella solos, conociendo el camino. Un día que un desaprensivo intentó matarlos para comérselos, cuando levantó la lanza se le partió en mil pedazos; y parte de las astillas, clavándosele en los ojos, lo dejaron ciego.
Ya queda dicho varias veces en estas entradas que las grullas eran aves sagradas desde tiempos paganos, y no sólo entre los celtas. Por su carácter migratorio simbolizaban el renacer, el ciclo eterno del cosmos; por su postura en una sola pata el tránsito de un mundo a otro; por su voz la profecía, la comunicación con el Más Allá.
Zancuda. Capitel románico.
Una vez se abatió sobre cierta comarca de Irlanda una plaga de estas aves, arrasando pastos y cosechas. Por orden de San Albeo los pájaros devastadores se reunieron en un prado, se dividieron en escuadrones y, cada uno con su capitán a la cabeza, emprendieron viaje hacia otras tierras.
Era ya viejo San Albeo y se entendía mejor con los animales que con los hombres, cuya peligrosa y molesta compañía cada vez lo incomodaba más. Un día estaba comiendo cuando surgió del bosque una loba a toda carrera y vino a posar su cabeza en el regazo del santo, mirándolo con ojos de pena. Pisándole los talones veían unos cazadores a caballo.
-Yo empecé mi vida entre vosotros y me amparasteis, y ahora que se me va acabando os amparo yo a vosotros. Loba, eh, loba, ¿cómo huyes dejando abandonados a tus lobeznos? Ve a buscarlos, que yo os defenderé y cuando tengáis hambre no os faltará de comer en mi casa.
Desde entonces casi todos los días la loba iba a almorzar con sus lobeznos bajo la mesa de San Albeo. Pero, como él había dicho, sus días en la tierra se iban agotando. 
El final de san Albeo parece sacado de una novela de caballerías.
Para su meditación, Albeo había elegido un roquedal de la costa. Se sentaba en una peña y cuando la marea crecía, se quedaba totalmente aislado en aquel farallón solitario, sin más compañía que el cielo y el mar. Un día, vio venir sobre las olas una nave de bronce que se detuvo pairando frente a él. 
Mandó a uno de sus frailes en una barca a saludar a los navegantes y enterarse de dónde venían, pero no respondió a sus llamadas más que el silencio. Uno tras otro, todos los monjes de San Albeo fueron enviados en la barca con el mismo resultado. Por último, San Albeo se resolvió a ir en persona, y como estaba, en zapatillas, se levantó de la roca y comenzó a caminar sobre las aguas rumbo a la embarcación. Subió a bordo por una escala, se inflaron las velas y la nave se alejó desapareciendo en alta mar.
Todos los monjes y discípulos lloraban la pérdida de tan gran santo.
De las alturas vino un ángel sonriente:
-¿Qué lloráis? ¡Antes de lo que creéis veréis a vuestro maestro de regreso!
Pasaron unas horas y la nave regresó por donde había partido. San Albeo bajó por la escala y caminó hasta la playa con sus zapatillas de andar por casa. Llevaba en la mano una palma cargada de frutos. 
Albeo no comentó a sus monjes nada de lo sucedido durante aquel rato que había pasado en la nave. La palma era tenida en gran veneración en su monasterio. Siempre permanecía verde y sus frutos perennemente frescos y apetitosos, diciendo "comedme", aunque nadie se atrevió a tocarlos.
A los tres años, el ángel se apareció de nuevo a San Albeo.
Ángel portador de palma. Relieve gótico.
-Albeo, he venido a llevarme la palma que has tenido todo este tiempo prestada. Ahora no te hace falta porque aquí no vas a durar mucho, y adonde vas sobran árboles de éstos por todas partes y sus frutos están para el que quiera cogerlos. Vete a la ciudad de Imleach (que se llama en inglés Emly) y espera allí.
Al poner el pie en Imleach, San Albeo sintió un fuerte dolor y supo que había llegado su última hora. Lo llevaron a acostar y todo el clero de la ciudad se reunió en torno a su lecho para velarlo en su enfermedad. No tardaron en oírse suavísimos cantos y una procesión de ángeles hizo su entrada solemne, rodeó al moribundo y se llevó consigo a su alma camino del Paraíso.

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