domingo, 8 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán: los bretones de Misterio

A la vuelta del verano traía yo a colación algunas parejas insólitas de novelas de Pardo Bazán que, remontándonos a través de Barbey d'Aurevilly y del Hombre de la Arena de Hoffmann acababan conduciéndonos al antiguo elfo de los sueños.
Ahora me llama la atención por el mismo motivo otra novela de la misma autora. Se trata de Misterio, largo relato cuya rápida y ágil acción transcurre durante el reinado de Luis XVIII de Francia.
Por su asunto, se trata de una novela histórica de acontecimientos recientes, género que en España cultivaron no poco los románticos y culminaría en los Episodios nacionales de Galdós y, más tarde, en las Memorias de un hombre de acción, de Baroja. Por lo variado y sorprendente de los lances, se acerca a la novela popular de tema histórico, a la manera del Dumas de El collar de la reina.
El delfín Luis XVII en el busto de Bélanger.
Personajes principalísimos de la novela son Dorff y su hija Amelia, emigrados en Londres y perseguidos porla policía francesa, a los que se nos presenta desde el principio de la novela en una vibrante escena de asesinato frustrado con nocturnidad, frustrado por la aparición del joven protagonista.  
Tras el transparente disfraz de Dorff se oculta el personaje histórico de Naundorff, uno de los varios aventureros que, en la Restauración francesa, aparecieron afirmando ser el Delfín Luis XVII y reclamando su derecho a la corona.
Este padre y esta hija fugitivos nos traen a la memoria a otra pareja similar de la novela española: el doctor Aracil y su hija María en el Londres de La ciudad de la niebla. Como en la novela de Pardo Bazán, también en la de Baroja resulta ser la hija la que se muestra decidida y audaz, mientras el padre, acobardado y perdido en sus fantasías e ilusiones, resulta incapaz de dar un paso en el mundo real.
Dorff no es médico como los doctores Aracil de La dama errante y La ciudad de la niebla, Luz de La quimera y Sombreval de Un cura casado de Barbey d'Arevilly. Es relojero y mecánico, como el verdadero Naundorff y como los intrigantes personajes de Copelius y Coppola en El hombre de la arena de Hoffmann.
Tras el ataque de que es objeto, Dorff tiene que huir de Inglaterra con su hija, lo que consigue gracias a la ayuda del prometido de esta, el marqués de Brézé, que les proporciona pasajes a Francia y disfraces de Irlandeses: trajes grises y raídos, amplio levitón para Dorff y un calesín de paja con cinta de terciopelo para Amelia. 
Si el calesín era similar al sombrero de calesa, se trataba de un gorro plegable inspirado en las capotas de esos carruajes. Montado sobre varios aros rígidos, se aplastaba en acordeón.
Familia irlandesa desahuciada, hacia 1845.
Grabado de la época. 
Era frecuente ya -dice la novela- la emigración a Francia desde Irlanda, ese "menesteroso país".
La travesía se efectúa a bordo del Polyphème, barco que parece un congreso de celtas, pues además de aquellos dos, fingidos, lo son el capitán, Soliviac -armoricano- , el simpático novio de Amelia y buena parte de la marinería.
Este de Soliviac no es apellido bretón sino más propio de Aquitania y Dordoña. En el Sudoeste encontramos Salviac, Solviac y Souviac. La fisionomía del marino, miembro de la sociedad secreta carbonaria, revela tanto su carácter de hombre de acción como su identidad racial. En la noche, se ven brillar fosforescentes "sus verdes ojos célticos".
A Bretaña, pues, se encamina el navío, fletado por los revolucionarios conjurados, y toma tierra junto al castillo de Picmort, entre Saint Brieuc y Dinan, cabeza del señorío de Guyornarch (es error por Guyomarc'h u otro apellido semejante, como el del famoso celtista Guyonvarc'h) y del marquesado de Brézé, tierras que Emilia Pardo Bazán cree, equivocadamente, pertenecientes a la Baja Bretaña. Es el solar, por tanto, del prometido de Amelia.
Un castillo bretón en el bosque. Elven,
en Morbihan. 
El castillo de Picmort se encuentra en el límite de tres espacios, todos ellos representativos de lo que está fuera del cosmos, del mundo regular y organizado: el mar, las dunas y pantanos y el bosque. Estos tres dominios de la naturaleza indómita, digámoslo de paso, son los mismos que encontramos en las novelas de ambiente normando de Barbey d'Aurevilly, especialmente Una antigua querida (Une vieille maîtresse).
Aumentando el aura fantástica y misteriosa de esos parajes, siguen vivos en ellos el espíritu y la raza de sus antiquísimos pobladores los celtas, cuyos venerables monumentos -los inevitables megalitos, "rudos pedruscos célticos"- alzan sus hitos negruzcos y cubiertos de líquenes; y cuya tenacidad en el apego a las tradiciones explica la terquedad y la saña de la Chuanería, guerra popular de resistencia a la Revolución Francesa.
La continuidad de aquella población, su carácter, creencia e instituciones desde los tiempos más remotos tiene su símbolo en el sepulcro del antiguo rey bretón Erispoë (Erispol dice Pardo Bazán), sobre el cual se erige el castillo de los Brezé. Según la novela, dice la leyenda que los restos de Erispol tenían su sepultura en la Bastilla: no conocía esa creencia.
A pesar de todas las revoluciones y cambios políticos, los Brezé son soberanos indiscutidos en sus territorios porque la población reconoce y venera casi fanáticamente la soberanía que reside en su familia desde los primeros pobladores.
Es esta una idea que otros autores gallegos habían desarrollado antes que Pardo Bazán -referida a Galicia-, y de hecho uno de los fundamentos ideológicos de la Historia de Galicia de Benito Vicetto.
La identidad celto-bretona, defendida con uñas y dientes por la población, se ostenta en el traje, que siempre fue causa de extrañeza, curiosidad e intriga para los franceses.
Según el historiador Benito Vicetto, bien conocido de la autora, el traje bretón se remontaba en parte a la más remota antigüedad: bragas, zuecos y guedejas ya caracterizaban al pueblo del rey Brigo, antecesor de los celtas. Completan este atuendo la chaqueta bordada, blanco chaleco, el bastón garrote, arma primitiva de los brigantinos y, leeremos más tarde, el ancho sombrero de fieltro. La mujer se toca con la cofia "de austeras líneas monacales": el gallardo tocado que hoy conocemos, con sus enormes cogoteras, orejeras y visera de encaje almidonado, más o menos desarrolladas según las comarcas, es fruto de una evolución reciente, de los dos últimos siglos. Más adelante se detendrá también la novelista en describir los trajes típicos de boda.
Adolphe Leleux, Boda en Bretaña, 1863. Aún se gastaba la cofia
de austeras líneas monacales. 
Dos son en Misterio los personajes que aparecen luciendo el traje bretón; bien misteriosos ambos. El primero un anciano heroico veterano de la chuanería, que a impulso de las visiones que lo atormentan se atreve a plantarse ante las ventanas del rey, solicitando audiencia con tácita y britónica terquedad. Un aura de divinidad lo rodea: "su cabeza, descubierta al sol y que envolvía copiosa melena ondeada, ardía en un incendio de plata refulgente" (detalle lo extraño en un bretón, que tenían a gala permanecer cubiertos hasta dentro de las casas). Sus "ojos verdes, gatunos, fatídicos" son como los de su paisano el capitán Soliviac: los ojos verdes debían de parecerle a Pardo Bazán características de los celtas.
Charles Loyeux, Centinela chuan en
una iglesia
. 
Aquel anciano encarna el pasado, la tradición, y parece directamente venido de los tiempos en que "los antiguos druidas bajo el árbol afilaron la segur". Y por eso mismo, obediente, comunica su oráculo: el rey usurpador , Luis XVIII, debe ceder el trono al legítimo, encarnación de la soberanía patriarcal, que se oculta bajo la personalidad de Dorff.
La lealtad casi idolátrica del viejo guerrillero es ese "extraño y decidido amor del bretón a sus señores", que dice Pardo Bazán: a los propios, no a los impuestos desde fuera. Es rasgo que comparte con Juan Vilain, pastor y guardés del señor de Brezé, personaje de importancia crucial en la novela.
Este principio, sentimiento o instinto de lealtad a los principios, a las personas y linajes que los encarnan, por encima de los más vitales intereses del individuo, lo encontraremos una y otra vez en Barbey, asociado a la chuanería, a la devoción de los campesinos y gente del pueblo y a los ideales caballerescos de la aristocracia.
No faltaron autores, entre ellos Michelet, que vieron en la chuanería un último y supremo esfuerzo, chisporroteo final de la vela, arranque suicida de energía de los celtas de Galia ante el empuje victorioso de la civilización representada por los valores clásicos, tan aplastantemente dominantes en la ideología revolucionaria y su gélido neoclásicismo.
No es de extrañar que haya suscitado, pues, el interés de Pardo Bazán, persuadida de los orígenes celtas de Galicia. También el carlismo popular despertó simpatías entre escritores gallegos nostálgicos de un pasado de gloriosa independencia, o, como decía Vicetto, "nacionalidad".
Volviendo a Misterio, al celta Juan Vilain precisamente por su fidelidad perruna encomienda Brezé la defensa y custodia de su prometida.
Juan Vilain es uno de esos personajes "semi-reales y semi-fantásticos" caros a la imaginación romántica, semejante a un "duende de las viejas torres y que a veces parece pertenecer al reino mineral", "inmóvil y derecho como las piedras druídicas". Con este ser pétreo, pero capaz de las más volcánicas pasiones, busca refugio Amelia en los dominios de Brézé.
En su viaje, tan lleno de peligros como preñado de significados simbólicos, Amelia atraviesa el pavoroso y caótico mundo del bosque para adentrarse en un laberinto subterráneo, ascensión contra corriente por los intestinos de la tierra cuyos horrores desembocan en el lugar paradisíaco, ajeno al espacio y al tiempo, "mágico aposento y decorado de ópera" (la ópera, en el Romanticismo, no había perdido del todo el carácter mágico y fantasmagórico que tuvo en sus orígenes y destaca Rousset en Circé et le paon). Todo en él remeda o conserva el lujo y el bienestar hedonista de setenta años atrás: un mundo que, para unos aristócratas que acababan de sobrevivir a las tormentas de la Revolución -los personajes-, debía de teñirse con los tonos pastel de un paraíso perdido rococó, y que para la novelista de fines del XIX era el de las fiestas galantes de Verlaine y el Modernismo.
Un lujoso interior a mediados del siglo XVIII. La marquesa
de Pompadour
, por Boucher.
Ahora bien, como muchos mundos paradisíacos del mito, hay una pega: es un mundo estanco sin escapatoria. 
La inocente virgen, sola y desamparada, a cargo de una reducidísima servidumbre leal hasta la muerte... a otros amos, en el ombligo del laberinto tenebroso, responde perfectamente al estereotipo de la novela gótica y sádica, descrito y estudiado or Annie Lebrun en Les Châteaux de la subversion. Con la diferencia de que, a lo largo de su vida breve pero asendereada Amelia va dejando de ser la indefensa tórtola en las garras del azor, como terriblemente demostrará al final de la novela.
No deja de tener este castillo de Picmort sus semejanzas con el otro, normando, de Un cura casado  de Barbey d'Aurevilly. Y también Amelia tiene mucho que ver con la protagonista de esa novela. El mayor parecido, la angustia de vivir agobiada por el sentimiento de una culpa que, no por ser ajena, deja de exigirle una cruel expiación. Y en el caso de Amelia, la coqueta y refinada estancia de su encierro representa y le recuerda a cada momento el motivo de su penitencia: la degeneración y abandono a los placeres y frivolidades de la dinastía de donde desciende. Ambas mujeres ofrecerán en sacrificio sus amores, su vida, su razón, tal vez la salvación de su alma. La de Un cura casado entra en religión; la de Misterio se encadena primero a un hombre aborrecido y temido y después, fallecido este, a su memoria. 
La saña implacable del destino es la que encontramos en la novela gótica, en el Sade de Juliette  y de Aline et Valcour.
Y, para colmo de males, en la jaula dorada del centro de la tierra Amelia se encuentra por sorpresa (como deleitaría a Melanie Klein), no con la imago de la madre mala, sino con ella en persona: la madre de su novio, que la pone diabólicamente en un trágico brete: elegir entre renunciar a sus amores y a su rango o traicionar a la causa de su propio padre: la Monarquía. Lo primero supone, además, unirse de por vida a un ser odioso, al menos por haberse aprovechado de las circunstancias para saciar su obsesión erótica.
Al campesino bretón se le suponen, tal vez como un arcaísmo más de su cultura, creencias conservadas desde la noche de los tiempos. Jean Vilain, enamorado y luego marido obligado de Amelia, cree en las hechiceras burlonas que se complacen en deslumbrar a sus víctimas con tesoros y deleites engañosos. Algunas de esas hechiceras, que más parecen hadas o ninfas, habitan en la fuente encantada del castillo de Picmort y es su principal diversión robar  el sentido y quemar la sangre de sus víctimas.
Juan Vilain, en quien se ceban, se abrasa en un fatal enamoramiento que lo ciega y acorralándolo entre su pasión, la fidelidad a su señor y la inviolabilidad del sacramento matrimonial lo conduce al suicidio.
Una deidad acuática bretona: el espectro
de los pantanos, dibujo por Yan d'Argent.

Estas deidades acuáticas, de antigua tradición céltica (madres, lavanderas, mensajeras de muerte en muchos casos, sanadoras en otros), son primas hermanas de las brujas del poema de Rosalía Castro Non hai peor meiga que unha gran pena (ver Por estos pagos...). 
Aunque mencionadas como de paso, el papel que desempeñan es crucial. Sin el matrimonio forzado e inmedita viudedad de Amelia no se explica el frenesí inexorable del desenlace, donde los personajes no obedecen a su propia voluntad, sino al impulso súbito de pasiones imprevisibles y que quedan fuera del orden racional. ¿Por qué no llamarlas dioses?

sábado, 17 de octubre de 2015

El dragón estandarte

Entre las obras de Luciano de Samosata que tuvieron mayor difusión en la Edad Media y el Renacimiento se encuentra el breve tratado Cómo escribir historia. Por lo que en él se lee, las campañas victoriosas del Imperio Romano contra el Imperio Parto en los años 160 a 167 dieron pie a una rclosión de obras históricas, muchas de ellas en tono panegírico. Al entusiasmo patriótico el asunto añadía el interés del exotismo pintoresco que también había probado su éxito en los relatos de la vida de Alejandro, por ejemplo. 
Los escitas y otras gentes orientales vistas por
un inglés del siglo XIX. En la fila superior
puede verse un estandarte serpiente.
Me llama ahora la atención un pasaje del opúsculo de Luciano. En él se critica a cierto historiador que, sin haber salido de Corinto, hablaba de los lejanos escenarios de la guerra presumiendo de haberlos visto con sus propios ojos, precursor en esto de un Verne o un Salgari. Y así da testimonio del siguiente prodigio: que en Persia, allende la Iberia, vivían unos grandes dragones que los persas solían capturar para atarlos a largas astas, enarbolándolas a manera de estandartes, cuya visión sembraba el pánico en el enemigo.
No es privativo de los indoeuropeos (a los que pertenecían -concretamente a los iranios- partos y escitas), pero sí muy frecuente en ellos, el recurso militar al pánico que paraliza o pone en fuga al enemigo y que se provoca por medios mágicos. Es la magia femenina odínica del seidhr entre los escandinavos; la fuerza paralizante de la mirada de Medusa en el escudo de Atenea o la de la gran diosa hindú (ver Ojos de pez, vista de pájaro).
De hecho, dragón es nombre que se refiere a la mirada, a la mirada mortal. Está emparentado con el galo derco, 'ojo' y con el irlandés radharc, 'vista'.
A decir del historiador en cuestión, los persas soltaban a continuación sus dragones, que causaban un gran estrago en las tropas romanas, engullendo a los soldados o asfixiándolos y aplastándolos entre sus anillos. 
Es decir, dos maneras de matar asociadas con lo femenino, al menos en el mundo griego, especialmente la segunda: la mujer mata y se mata con los lazos, ahorcándose, que es una muerte sin efusión de sangre.
Según Luciano, todo esto de los dragones es pura invención y nacida del nombre de "dragón" que recibía entre los partos cierta unidad militar.
Mucha imaginación supone esto en el fantasioso historiador para habérselo inventado de cabo a rabo y la sensación que le da a uno es la de que ha reseñado una creencia de los iranios, partos o escitas, tomándola por hechos reales.
Existe una insistente conexión entre los escitas y las serpientes. El nombre de los sármatas o saurómatas, pueblo escítico, se relacionó con saurio, bien precisamente por estos estandartes serpiente, bien por las armaduras de escamas solapadas que gastaban.
Los dragones desempeñan un papel importante en las creencias de los escitas, como que son ellos mismos algo dragones al descender de una criatura medio mujer medio serpiente, una de esas melusinas. El cuento lo trae Herodoto y también alude a él Valerio Flaco en las Argonáuticas. Es el caso que Hércules, conduciendo los ganados de Gerión, acertó a pasar por el país que luego sería Escitia. Hacía un frío terrible. Hércules desunció a las yeguas de su carro y se envolvió para pasar la noche en su piel de león. Al despertar, vio que las yeguas habían desaparecido. Busca que te buscarás, llegó a una cueva donde vivía un extraño ser, mujer de cintura para arriba y serpiente de cintura para abajo.
-¿Qué, no habrás visto por aquí unas yeguas sueltas?
-Las tengo yo bien guardadas.
Mujer escita ordeñando una yegua. Delacroix, Ovidio entre
los escitas
(detalle).
-Pues dámelas, que son mías.
-Muy bien, pero con una condición, si te parece: que te acuestes conmigo.
-De acuerdo: me parece un trato muy razonable.
Hércules cumplió su parte, aunque la mujer reptil no le debía de resultar muy escitante, y pasó una larga temporada con ella aunque no pensaba más que en volver a casa. Al final, se lo dijo directamente.
-Yo encontré -dijo ella- tus yeguas y las guardé. Ese servicio tú me lo compensaste como habíamos acordado. Me has dado tres hijos: me considero pagada. Ahora dime: cuando haya criado a esos niños, ¿qué prefieres, que se queden aquí en Escitia o que te los mande?
-Vamos a hacer una cosa: voy a dejarte mi cinto, con una taza colgada como suelo llevarlo, y un arco. Cuando puedan ceñirse el cinto, que prueben a tensar el arco. El que lo consiga, que se quede. El que no, me da igual lo que sea de él.
De los tres hijos, solo uno -el pequeño- fue capaz de tensar el arco: Escites, primer rey de los escitas. A los otros dos la madre los desterró y no se supo más de ellos. Y desde aquellos tiempo, los escitas siempre llevaban una tacita colgada del cinturón o de la faja.
Hay en todo esto algo familiar. 
Bernard Sergent ha estudiado detenidamente los paralelos irlandeses de los trabajos de Hércules, encontrando grandes semejanzas entre ellos y el relato de La muerte de los hijos de Tuirenn. El trabajo de los bueyes de Gerión, por otra parte, no puede dejar de recordar al género de los robos de ganado que tanta importancia adquiere en la épica irlandesa.
Lucas Cranach, Hércules y los ganados de Gerión.
Pero otros parecidos creo encontrar con un famoso cuento de Cú Chulainn: el Tochmarc Emire. En él, para conseguir la mano de la bella Emer, el joven Cú Chulainn tiene que ir a aprender las artes bélicas con Scáthach (la Sombría), famosa guerrera, en cuya familia causa estragos. Primero cae presa de sus encantos la hija que, bien educada, pide permiso a su madre para dormir con el joven huésped. La madre se lo concede, cosa que la hija -Uathach (la Horrible o Majuelo) le paga revelando a Cú Chulainn cómo debía arreglárselas para obtener que Scáthach le sirviese a la vez de maestra y de amante. Tampoco requería mucha astucia: poniéndole una espada en el pecho. Por último, la tía, Aífe, a la que Cú vence en combate mediante el ardid, no más sutil, de estrujarle los pechos por sorpresa, y perdona la vida a condición de que le para un hijo.
Cú Chulainn marcha dejando encinta a Aífe y le da un anillo para que el niño lo lleve cuando crezca.
En ambos cuentos, el protagonista lo es también de un episodio de robo de ganados. Ambos transcurren en un misterioso y oscuro país al Norte. En el cuento escita tiene amores con una mujer que le da tres hijos; en el irlandés con tres mujeres, una de las cuales le da un hijo. Estos amores y sus frutos son resultado de un pacto o contrato. En el cuento irlandés el hijo es desterrado al crecer; en el escita, el hijo menor y favorito permanece, siendo desterrados sus hermanos. En la narración de Herodoto, Hércules enseña a la mujer cómo manejar un arma, en el cuento irlandés la mujer instruye en el manejo de las armas a Cú Chulainn.
Incluso puede verse que la trinidad de amantes de Cú Chulainn responde a la división trifuncional descubierta por Dumézil: Uathach representa a la juventud y la belleza, Scáthach es profetisa e Aoife, principalmente guerrera, es derrotada en combate.
Pero la cosa viene de bastante más atrás. En un libro ya clásico, How to Kill a Dragon, Calvert Watkins llama la atención sobre un mito hitita en el que el dios de la tormenta se ve vencido por el dios serpiente, Illuyanka, que le arrebata el corazón y los ojos. El dios de la tormenta tiene un hijo, al que casa con la hija del dios serpiente a fin de recobrar los órganos robados, lo que consigue. 
El dios de la tormenta luchando con la serpiente Illuyanka. relieve hitita.
(Foto de JoJan tomada de Wikimedia)
Restablecida su integridad, lucha de nuevo con el dios serpiente y lo vence y mata esta vez. Pero se ve obligado a dar muerte también a su propio hijo, que pertenecía ya a la familia serpiente y se había hecho culpable de varias transgresiones.
Watkins señala notables paralelos con otra narración épica medieval irlandesa relacionada también con ganados y con dragones: La saga de Fergus mac Léti.
De hecho, los estandartes serpiente dotados de vida propia también aparecen en la épica irlandesa; y como no es verosímil que se trate de una innovación venida de Oriente, con toda probabilidad están allí desde los tiempos más remotos.
La palabra irlandesa que los designa es onchú, compuesta de , 'perro' y otro elemento de dudoso significado. Con onchú  se refieren tanto al estandarte como a un monstruo acuático que, por lo que dicen los textos, más recuerda al dragón que al perro.
El relato Caithréim Ceallaigh (El desquite de Cellach), narra el combate del príncipe Cú Coingelt con uno de estos onchú, monstruo voraz y venenoso que vive en el fondo de un lago y que es capaz de engullir a nueve hombres de una sentada.
Calvert Watkins, al que mencionaba más arriba, señala que el combate subacuático con el dragón es uno de los elementos más antiguos y fundamentales del mito.
El investigador Dennis King, en una entrada de su interesante blog Nótaí imill (Notas al margen) identifica el onchú estandarte con las representaciones que aparecen en miniaturas medievales y relieves romanos antiguos, correspondientes al oriente del Imperio. 
Trofeo de los ejércitos romanos: armas y
estandartes tomados a los dacios. Cuatro
estandartes serpiente.
Se trataba de una manga cónica rematada en una feroz cabeza -de aspecto canino o lobuno por cierto- cuyas fauces mantenían abierto el estandarte de manera que al avanzar el viento, metiéndose en él, le daba volumen y consistencia.
La propiedad de cobrar vida o permanecer inerte al servicio de su vencedor y dueño también la tienen, como los estandartes escitas, los dragones irlandeses. En el relato Táin bó Froéch, el héroe Conall Cernach, perteneciente a la Rama Roja o conjunto de paladines del Ulster, persigue a los ladrones de los ganados de Froech y raptores de su mujer Findabair hasta un lejano país más allá de los Alpes, tierra lóbrega y helada (un viaje, por tanto, en la misma dirección y con un destino similar al de Hércules en el mito contado por Herodoto.
Cerca ya de su meta, Conall Cernach es atacado por un feroz dragón tan voraz que ya lleva devoradas varias naciones enteras. Pero el paladín del Ulster consigue enredárselo en el cinto, donde lo mantiene preso hasta que decide devolverle la libertad. El dragón entonces se marcha sin hacer caso de Conall que, por su parte, tampoco hace nada por apresarlo o darle muerte.
En todo esto se nota cierto aire de familia con el material escita. El cinto atrapadragones de Cernall nos recuerda al cinto de Hércules en el relato de Herodoto, un cinto del cual pende una taza misteriosa cuya función mal se nos alcanza, pero que era a decir del historiador un complemento característico del atuendo escita.
En ambas narraciones se trata de robos de ganado, en ambas está en juego una esposa. En la saga irlandesa se trata de Findabair, hija de los reyes Ailill y Medb de Connacht. Su conducta es puesta en tela de juicio una y otra vez y los compañeros de Froech, el esposo ultrajado, expresan repetidamente sus dudas de que Findabair sea una mujer de fiar. Ciertamente, su conducta anterior en Táin bó Froéch la muestra como mujer audaz y capaz de decisiones e iniciativas en lo amoroso; pero es la Táin bó Cuailge (cuya acción es posterior a la de Táin bó Froéch: se trata, como se dice hoy con horrendo palabro, de una precuela) donde se revela su carácter en toda su fuerza. Medb, su madre (Findabair tiene a quién salir), la usa como cebo para atraer a su causa a un guerrero tras otro y convencerlos de combatir contra el terrible Cú Chulainn, lo cual acabará por provocar una verdadera batalla entre pretendientes en el propio bando de Connacht.
Es curioso que el nombre de Findabair es el equivalente irlandés del de otra famosa reina, infiel a su marido: Ginebra, Gwennhwyfar en galés.
Tanto en Findabair como, más claramente aún, en Medb, se ven rasgos de una antigua diosa de la soberanía, que la confería a los reyes por matrimonio. Hay que advertir que en el libro de Herodoto es también su mujer melusina la que convierte a Hércules en raíz de la monarquía escita.
Un príncipe iranio mata a un dragón. El rey Bahram
Gur.
Irlanda parece haber conservado vestigios de un antiquísimo mito indoeuropeo donde aparece el combate con un dragón, la muerte del hijo del héroe causada por la transgresión de un tabú, el robo de ganados y un país frío y oscuro situado al Noreste. El dragón, tanto en Irlanda como en Escitia, puede cobrar vida a voluntad de quien lo vence y servir como estandarte animado capaz de intervenir en la batalla si se le da suelta.
De ser así, se trataría de un caso más de coincidencia entre dos puntos muy alejados y casi extremos del espacio indoeuropeo: el extremo occidente céltico y las estepas iranias.

domingo, 30 de agosto de 2015

Lagunas malditas y rumores de incesto. Nuevas coincidencias de la lectura.

Seumas O'Kelly fue un escritor malogrado que, probablemente, no tuvo tiempo de alcanzar toda su talla literaria y sus obras dejan en el lector una impresión de algo inacabado y falto del toque final.
Empezó muy joven su carrera literaria en el periodismo y murió hacia los cuarenta años (no se conoce con precisión su fecha de nacimiento) en 1918 de resultas del asalto por una muchedumbre de manifestantes airados al periódico de Sinn Féin donde trabajaba. Era hombre de salud endeble, enfermo del corazón, y no resistió a la violencia del ataque.
Cultivó el teatro, la poesía, la novela y el cuento. Dejó fama de hombre amable y de buen genio. Fue gran amigo de James Stephens, que ya ha aparecido a menudo por estas entradas, y del delicado poeta Seumas O'Sullivan, con quien compartió vivienda.
De su obra, lo que más se celebra generalmente es la novela corta La tumba del tejedor (The weaver's grave), recientemente traducida al castellano: una narración irónica y fantástica impregnada de profunda simbología. 
A pesar de lo desigual de su narrativa breve, no faltan otros cuentos memorables como alguno de los que se recogen en Al borde del camino (Waysiders), traducción publicada por la misma editorial que el anterior.
Cementerio en Loughrea.
O'Kelly nació en Loughrea (Baile Locha Riach), ciudad fundada junto a un lago como indica su nombre, en Galway, al oeste de Irlanda. El paisaje de su tierra natal aparece una y otra vez en su obra. Un paisaje ambiguo, pantanoso, surcado de canales, donde el suelo se hace barro y el cielo cuajado en nubarrones se desploma una y otra vez sobre la tierra. Sus personajes, como los barqueros de The Golden Barque, parecen a menudo seres anfibios que no se sabe a qué elemento pertenecen, si a la tierra o al agua. Y esto les da un carácter liminar, de gente que ocupa una marca, tierra de nadie, difuso límite entre dos mundos.
Los cuentos suelen referirse a tipos y situaciones de esa región tratados con un realismo poético donde no faltan matices fantásticos. Por eso destaca el que se titula El lago gris ("The Gray Lake"), que es la narración de una leyenda tradicional sobre la inundación de una ciudad que yace actualmente bajo las aguas del Lago Gris (Loughrea es adaptación al inglés de un nombre irlandés que significa eso, Lago Gris).
George Brandon Saul, en su breve y útil estudio Seumas O'Kelly, asegura que era autor poco dado a la erudición y al uso de fuentes librescas, que buscaba su inspiración en lo que veía a su alrededor, en las gentes del país y lo que estas contaban. Lo cual, por cierto, cuadraría bien con lo que sabemos de sus años escolares: fue mal estudiante y parece que lo aburría bastante todo lo académico.
Si esto es así, podría pensarse que lo que hizo en The Gray Lake fue recoger y adornar una leyenda local. De hecho, los Anales de los cuatro maestros, en el siglo XVII, aluden a la de la inundación de Loughrea y antes, los Dindsenchas, tratados sobre los motivos de los topónimos, hablan de las siete fuentes llamadas "siete hermanas" de las que se alimenta el lago.
Cuenta la tradición el origen de estas fuentes. Un hombre pobre robó una magnífica yegua que pertenecía a los dioses. Estos le permitieron quedársela mientras no viese la puesta de sol sobre la bahía de Galway. Un rayo del ocaso los sorprendió un día a él y a su montura en lo alto de un monte, desde el que se divisaba a lo lejos la bahía prohibida. La yegua enloqueció y en veloz carrera de siete zancadas se precipitó monte abajo. Donde sus cascos hirieron la tierra surgieron siete manantiales que dieron nacimiento al lago gris, Loch Riabhach o Riach.
La leyenda tiene obvios paralelos en la más antigua mitología irlandesa, empezando por el mito de Bóand y el pozo de Nechtan (ver Ojos de pez, vista de pájaro y Antigüedad de Dahut) y continuando con la leyenda de santa Muirgen, a la que ya se ha aludido repetidamente en estos Retazos. Pero lo que más llama la atención en la narración de O'Kelly es el parecido con la leyenda bretona de Ker Ys.
La soprano Rosa Ponselle como prinesa de Ys en
Le roi d'Ys, de Lalo (1922). 
Conviene leer el texto, porque la gracia del cuento, de inconfundible sabor simbolista, está en lo plástico y colorido de las descripciones, evocando a veces las de las antiguas sagas medievales, y en el movimiento de la narración, con imitación de las narraciones orales de los seanchaithe, contadores de cuentos tradicionales. Pero los hechos narrados son los siguientes:
Érase una ciudad construida junto a siete manantiales de agua pura, las Siete Hermanas. Por las noches, el agua de las Siete Hermanas se enfervorizaba y cobraba una energía tal que ponía en riesgo al pueblo, así que hubo que construir un gran pozo en que se encerraban los manantiales bajo llave durante esas horas bajo una pesada tapa de hierro.
Este pozo, se viene a la cabeza inmediatamente, recuerda vivamente al de Nechtan, que saltó y creció persiguiendo a la diosa Bóand. 
El jefe de la ciudad (imaginado como algún señorón dieciochesco) en su lujoso palacio tenía en lugar secreto la llave del pozo y se encargaba de abrirlo y cerrarlo a diario con solemne ceremonia.
Este guardián de la llave vivía con una hija joven y alegre -figura que nos recuerda a la de Dahut, princesa de Ys junto a su padre el rey Gradlon- a la que mantenía como prisionera de su propio hogar, espantándole todos los pretendientes que se le acercaban. 
La ciudad veía con malos ojos esta relación malsana. No se menciona explícitamente en el texto, pero la sombra del incesto pesa sobre la casa del guardián.
No pudo evitar el adusto padre, sin embargo, que la muchacha se enamorase de un joven apuesto y pobre pastor. Al saberlo, lo mandó castigar con siete baños de inmersión en el pozo y el destierro.
Este detalle coincide con el carácter judicial y punitivo del lago mitológico de Nechtan, como el de otros lagos o fuentes donde se realizaban ordalías, costumbre de la que la leyenda de san Gangulfo, estudiada por Sterckx, conserva la memoria en tiempos modernos (ver El mártir de su mujer). El castigo del baño implica una creencia en el poder destructor de las aguas, aunque la narración de O'Kelly, según tendencia muy frecuente en la narrativa oral tradicional, racionaliza el elemento fantástico transformando la pena en público baldón. Pero aparece claramente en el hecho de que las Siete Hermanas, númenes de las fuentes, evitan al joven el contacto de sus aguas bajando su nivel a medida que el reo es descolgado por el pozo.
Estas deidades, apresadas por la noche en la cárcel de su pozo, le revelan el escondite de la llave, prometiéndole la mano de su amada si las libera. Pues su sufrimiento consiste en verse privadas de la luna, a quien aman.
Con la ayuda de la muchacha (que se le acerca a escondidas disfrazada de anciana: probable eco  del antiguo motivo de la Soberanía que tan pronto se aparece en forma de vieja como de joven).
La entrega por la princesa del secreto de la llave, traición por amor, coincide nuevamente con la leyenda bretona de Dahut y Ker Ys.
La luna desciende a la tierra. Mosaico romano.
Al levantarse la tapa del pozo, la luna bajó del cielo (¿recuerdo libresco de hechicerías literarias grecolatinas?) al encuentro de los manantiales que saltaban en espirales pujantes  y se atropellaban en todas direcciones arrasando casas y campos. No quedaron más supervivientes de la ciudad que el pastor y su amada, fundadores de Baile Locha Riabhach, Loughrea, a orillas del lago que cubre el antiguo pueblo.
El azar sintagmático de las lecturas veraniegas ha venido a colocar junto a la laguna y paisajes de Loughrea vistos por O'Kelly otro mundo ambiguo, pantanoso y anfibio con otra laguna misteriosa y maléfica. Se trata de la Normandía -concretamente del Cotentin- de Jules Barbey d'Aurevilly en Un sacerdote casado (Un prêtre marié). No solo en esta, sino en varias de sus novelas, insiste Barbey d'Aurevilly en el carácter semifantástico de estas tierras donde -dice- se hace imposible discernir con claridad tierra, agua y cielo y cuyas gentes han heredado mezclándolas las paganas supersticiones de los celtas y escandinavos.
Un sacerdote casado es una novela de una complejidad a la que no aspira el lírico relato de O'Kelly, cuya gracia consiste en entroncar con la doble tradición del folclore y de la épica medieval dentro de una actualidad simbolista.
Veamos su asunto. Entre espesos bosques, un palacio maldito donde moran, como en la leyenda irlandesa, un padre -Jean Sombreval (Valle sombrío)- con su hija, Calixte. Al aya del cuento de O'Kelly (la cual, por cierto, evoca a su vez a la Leborcham del ciclo épico de la Rama Roja, con la joven Deirdré en la morada construida para ella por Conchobar) sustituye una pareja de criados negros: irrupción de un nuevo terror, nacido del colonialismo, el de las misteriosas creencias y hechicerías de las razas primitivas, dejadas de la mano de Dios hasta la aparición del civilizado evangelizador y presa fácil de las asechanzas diabólicas. Terror a los zombis, al canibalismo, terror a la rebelión o a la venganza sorda de los esclavos.
La vieja morada se levanta a orillas de una siniestra laguna de aguas oscuras, quietas, silenciosas, que parecen convidar a sumirse en la muerte en su fría tiniebla fangosa. Esto, ya se ve, es exactamente lo contrario de las aguas vivas, exaltadas, llenas de fuego, que brotan inundando Ker Ys o la llanura de Loughrea. Y sin embargo, cuando Sombreval, condenado, se hunde en ella, sus aguas se convertirán en aceite hirviendo y fuego infernal.
Abadía y estanque de Blanchelande.
Foto de la Base Mérimée obtenida en Wikimedia commons.
El amo del palacio, aborrecido del pueblo y temido por su fuerza y poder, verdaderoso coloso en lo físico y en lo intelectual, es un hombre maldito, un cura sacrílego. Casado con engaño, ocultando a su novia su condición, causó la muerte de la infeliz esposa, fulminada por el descubrimiento de la burla. Le queda de su matrimonio una hija, criatura enfermiza, neurótica, estigmatizada, víctima de frecuentes crisis catalépticas, a la que adora y consagra su vida.
Sombreval, apóstata de su fe, se entrega en cuerpo y alma (que es lo peor) a la idolatría de la Ciencia, convertido en una figura fáustica, demonio ígneo y salamandra de laboratorio encerrada entre las llamas de sus hornos y lumbres alquímicas: todo ello para devolver la salud a Calixte. 
Pero en este genio fáustico ¿no se reconocen muchos rasgos del Coppelius/Spalanzani del Sandmann de Hoffmann. Enteramente dedicado a la creación de su autómata y verdadera hija, Olimpia (ver El elfo del sueño danés y el alemán)?
Coppelius. Dibujo de Hoffmann.
El ex-sacerdote, en abierta rebelión contra un Dios enemigo, llevará su abnegación hasta fingir la conversión y retornar sacrílegamente al sacerdocio en aras de la felicidad de su hija.
Esta, personaje de enorme energía anímica y pureza más que humana, se consagra por su parte a la obra de salvar el alma de su padre, expiando ella con su sufrimiento y abnegación los pecados paternos, para lo que en secreto profesa como monja carmelita. 
Calixte, fantasmal paseante del parque sombrío y de las orillas tenebrosas de la laguna, adopta a veces el aspecto de sirena de sus aguas, así como otras veces el de Virgen de los Mares, imagen mariana que camina, aureolada de estrellas, sobre las olas y protege a los marineros.
Néel, joven aristócrata, se enamora perdidamente de ella a pesar de su infamia y Calixte hubiera podido corresponder a su amor, a lo que estaba inclinada, de no haber sido por la obra salvífica que se había impuesto y que exigía su entrada en religión.
Ese amor paternofilial desmedido, los campesinos de la comarca lo toman por torpe pasión incestuosa, cuyos frutos son eliminados y arrojados a las aguas infernales de la laguna.
Las luchas titánicas y abnegadas de padre e hija son impotentes contra el rigor del hado. 
La guardiana de los destinos es la Malgaigne, antigua hechicera arrepentida pero que conserva sus poderes mágicos, visionarios y proféticos y que se nos pinta con rasgos de romántica druidesa, fantasmal habitante de los bosques y riberas de la laguna. Por si no quedaba claro su papel fatídico, es su oficio el de hilandera y por él se la conoce en el país como La Gran Hilandera. A ella se debe la única aparición en la novela del elemento ígneo del agua, durante uno de sus rituales de adivinación: "agua encantada que se estremecía como si tuviera una lumbre debajo". 
¿Qué me están recordando estas aguas aciagas y los fatales Sombreval, Jean y Calixte?
Segunda intervención del azar de la lectura desordenada: La quimera y La sirena negra y Dulce dueño de Emilia Pardo Bazán, que vienen una a continuación de otra en la edición que estoy leyendo (ambas están en línea en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).
La sirena negra trae la más gráfica descripción de ese espíritu tenebroso y amante que mora en las aguas mansas -las de una de las Rías Bajas, en este caso- y que no es sino la seductora llamada de la Muerte:
 "El agua se engalana como para un funeral con esta luz mortuoria, que me recuerda la tez de espectro de Rita Quiñones; y de entre las praderías de algas, donde ondulan vegetaciones de pesadilla, una forma se alza, semejante a una de esas vislumbres que tiemblan al movimiento de las múltiples capas de agua, y cuyas líneas se disuelven, entre las gasas trémulas y fingidas, velo de los abismos. El que ve surgir una de esas apariciones inciertas y borrosas, hijas del consorcio de la fantasía con lo real, nunca deja de atribuir a la visión forma femenina. Cree discernir, fugitivos en su diseño, los brazos que han de enlazarle, el cabello donde se ha de enredar, la boca que ha de envenenar la suya, el flexuoso torso que se pegará a su pecho. La mayoría de los hombres hace surgir de la oscura profundidad el amor. Mi visión, confusamente alumbrada por la fosforescencia de las ondas, es de muerte, y su boca, al acercarse a mi boca, la cuajaría en eterno hielo.."

El cuerpo de mi sirena no es blanco, su pelo no es rubio: tiene su forma lo indeterminado de los senos sombríos de donde sale, y su melena se parece a la inextricable maraña de las algas, suspensas, enredadas y penetradas por esta luz líquida. Creo verla ascender despacio, ávida y amenazadora, como si me dijese: «Eres mío, no me huyas...»"
Ophélie, por Paul-Albert Steck
En la novela Dulce Dueño, última de las escritas por Pardo Bazán, encontramos, por el contrario, la estampa poderosa y dinámica del agua viva y pujante, arrolladora, cargada de fuerza ígnea. Se trata de una tempestad en el lago Léman:"Una electricidad pesada y punzadora serpeaba por mis nervios. Densos nubarrones se amontonaban. La barca gemía; miré al barquero; en su rostro demudado, las mordeduras del cierzo eran marcas violáceas. Me hizo una especie de guiño, que interpreté así: «¡Valor!». Yen el mismo punto, sucedió lo espantable: una hinchazón repentina, furiosa, alzó en vilo el lago entero; era la impetuosa crecida, súbita, inexplicable, como el hervor de la leche que se desborda. El barco pegó un brinco a su vez y medio se volcó. Caí."
 
Courbet, Atardecer en el lago Léman.

Por las páginas La Quimera desfilan distintos tipos psicológicos femeninos, algunos correspondientes a personajes conocidos de la época, entre los que destacan -puramente ficticias- Espina Porcel y Clara Ayamonte.
Espina Porcel es fundamentalmente un tipo de vampiresa -"vampira", dice exactamente la autora- cuya víctima es un viejo y elegante diplomático, Valdivia, al que mantiene eternamente agotado y muerto de desesperados celos, verdadero cadáver viviente. Es muchas más cosas este personaje interesante y complejo, pero me interesa ahora más el otro.
Clara es una mujer rica e independiente, huérfana y estrechamente unida a su padrino y tutor, el doctor Luz, de nombre bien significativo porque es un apasionado de la ciencia, solitario y asceta laico, que se dedica al campo de la radiación, nuevo tipo de fuego. Luz adora a Clara, a cuya formación y cuidado se ha dedicado desde que nació la pequeña. 
Su dedicación y afecto llaman la atención, rayan en lo incestuoso...
Clara es una naturaleza frágil e hipersensible, enfermiza, propensa a la neurastenia, que precisa constante atención: adolece de un "alma ávida y exhausta", característica de los tiempos decadentes...
Como hombre positivista, materialista, Luz ha procurado mantener a Clara alejada de perniciosas influencias religiosas y la ha educado en sanos principios de higiene y libertad, huyendo de vetustos prejuicios morales. 
Pero el doctor tiene un secreto: él es el padre de Clara (ya venía siendo la comidilla de la sociedad), y al saberlo ella concibe un secreto afán de expiar la falta de su madre... y es precisamente con ocasión de uno de los experimentos científicos de su padre como en una delirante revelación adquiere la vocación religiosa y determina entrar en las carmelitas de Ávila, lo que pone por obra de manera nada discreta, con ocasión de una excursión de jóvenes y frívolos, adinerados sportsmen, a aquella ciudad...
La religiosa idealizada. Herbert Draper, Para santa Dorotea (1899).
También para ella, como para Calixte, un desengaño amoroso tiene un papel determinante en su vida; solo que aquí, al revés que en Barbey, es la mujer la rechazada, incapaz de competir con un ideal superior: la religión en Barbey, el arte en Pardo Bazán. 
Marina Mayoral, en su excelente edición de La Quimera, sugiere, con razón, al doctor Pascal de Zola como claro precedente del doctor Luz. Yo creo que, además, las coincidencias con la novela de Barbey permiten suponer que Pardo Bazán la tenía presente al escribir La Quimera.

martes, 4 de agosto de 2015

Medea en Galia (prefiguraciones del barroco)

San Sidonio Apolinar es más conocido hoy, según creo, por su correspondencia con distintos personajes encumbrados de su tiempo que por sus poesías, las cuales sin embargo en su día fueron muy apreciadas y le valieron que le fuese erigida en Roma una estatua en vida.
Ocios veraniegos me han puesto en la mano las poesías de Sidonio Apolinar en traducción castellana: la de la Biblioteca Clásica de la editorial Gredos.
Sidonio Apolinar, aparte de notable literato, fue un influyente político. Estaba emparentado con la más alta nobleza imperial y fue uno de los personajes que descollaron en la convulsa Galia de su época, los dos últimos tercios del siglo V. 
Sylvestre, Saqueo de Roma por los godos.
Godos nudistas, esculturales y acróbatas.
La Galia occidental se enfrentaba a la amenaza de diversos pueblos bárbaros -britanos y godos los principales-  que peleaban entre sí en su territorio, que se oponían también a veces a la administración imperial pero que mantenían a la vez con ella estrechos lazos políticos y personales.
En fin: los britanos... En opinión del historiador de Bretaña Léon Fleuriot, los britanos no se consideraban ajenos a Roma sino defensores de la romanidad incluso frente a ese imperio juguete de las ambiciones de caudillos bárbaros que entronizaban y derrocaban emperadores a su antojo.
Sidonio Apolinar habla con desprecio de esos gigantes que se untaban el pelo de manteca  rancia, hablaban broncos idiomas y se atiborraban de ajos y cebollas. Pero fue suficientemente hábil y sagaz como para surfear sobre esas revueltas aguas manteniendo un poder estable en la importante provincia de Arvernia desde su obispado de Clermont-Ferrand.
De hecho, las cartas de Sidonio Apolinar son una fuente de conocimientos inestimable para esa época en que la documentación es escasa y confusa.
Sea cual sea el motivo de la santidad de Sidonio Apolinar, no hay que buscarlo en su obra literaria, donde la preocupación religiosa no está muy presente  (hay que exceptuar el poema de agradecimiento al britano san Fausto de Riez) y por el contrario estalla con brillo y colorido la mitología clásica. Es un autor consciente y orgulloso de su tradición cultural clásica (lo que incluye ese acervo de mitos que para él, sin duda, estarían ya vacíos de toda religiosidad). Se jacta de ella, la exhibe y se la mete por los ojos al lector como un aristócrata tronado haciendo gala y ostentación de los pocos residuos supervivientes de su antigua grandeza. 
Pero, con todo, no hay que olvidar que era un galorromano (como homo gallus, "persona gala", se define) y que las tradiciones indígenas no habían sido barridas por la romanización sino que pervivían formando parte de la mentalidad de esos romanos; incluso es probable que el idioma de los galos no se hubiese extinguido totalmente.
Los más importantes poemas que nos han llegado de Sidonio son panegíricos un tanto falsos y aduladores de emperadores. Esto respondía ya a una tradición literaria en Galia.
Pero ¿a qué viene todo este rollo de Sidonio Apolinar?
Resulta que en la anterior entrada hablaba de ese fuego viviente en el agua según la imaginación indoeuropea. 
En el Epitalamio de Ruricio e Iberia, Sidonio describe un palacio marino donde se combinan en trémula convivencia ambos elementos:
Johann Martin von Rohden, La gruta de Neptuno en Tívoli.
"La claridad del día se acumula en un estrecho espacio y, a través de las aguas temblorosas, persigue los secretos del mar profundo.
Entonces, ¡oh maravilla! la onda es atravesada hasta el fondo por el resplandor y es como si la linfa bebiera el sol y la luz seca, penetrando en el limpio fluido, perforara el líquido con su rayo ardiente"...
El original latino dice así:
"Arctatur collecta dies, tremulasque per undas
insequitur secreta vadi: transmittitur alto
perfusus splendore latex, miroque relato
lympha bibit solem, tenuique inserta fluento
perforat arenti radio lux sicca liquorem".
La traducción, véase, atenúa el vigor de la descripción con su "es como sí", donde Sidonio dijo: "¡cuento asombroso! el agua se bebe el sol". En los versos de Sidonio se percibe ese perpetuo movimiento, ese temblor de llama inherente al fuego preso en las aguas: latex, "el líquido", se refiere principalmente en latín al que fluye o se mueve: "el líquido movedizo se ve atravesado, empapado de un profundo esplendor"... "la luz se cuela con tenue corriente"...
Rubens: Paisaje con Filemón y Baucis (detalle).
Claridad ardiente de derretida luz  también el palacio de la Aurora y en la descripción de esta diosa misma (en el Panegírico de Antemio), cuyos ojos emanan fresco fuego, la piel aljofarada de rocío que parece sudor, los cabellos dorados empapados de aceites y los pechos menudos, realzados por el ceñidor, asomando bajo la túnica de púrpura.
Rubens: Aurora y Céfalo.
Estas estampas mitológicas no sabemos cómo se representarían en la imaginación de los lectores u oyentes de tiempos de Sidonio. Pero seguro que de modo distinto que en la nuestra porque nosotros conocemos los fulgores del Greco y Rubens, la eclosión sensual de Góngora, la arquitectura volátil de Borromini y Bernini: todo ese mundo vibrante y fluido del barroco que tan bien estudia Jean Rousset en Circe y el pavo real, de hace ya casi setenta años.
Uno de los mitos que se repiten en la obra de Sidonio es el de los Argonautas, y dentro de él la siembra por Jasón de los dientes del dragón, entregados por Medea enamorada, cuya mies son los Espartos, guerreros -"una hueste en la que se mecían lanzas entremezcladas con espigas", dice en su poema A Consencio- que combaten entre sí hasta su total exterminio. 
Así lo cuenta en el poema con que dedica sus obras menores a su amigo Félix: ..."Una mujer, arrebatada por la belleza del héroe griego, ablandó a los toros furiosos, impertérrita aún cuando su amado, que se había convertido en labrador a su servicio, después de haber sembrado los dientes de la serpiente vencida, tembló entre las hierbas armadas, al contemplar con estupor que su enemigo se convertía en cereal, que las espigas luchaban unas contra otras y que sobre los terrones en pie de guerra los tallos hermanos rezumaban sangre verde".
Medea, la hechicera, futura esposa de Jasón y envenenadora de sus hijos, tiene por cierto un nombre (con otro sufijo) muy parecido al de Medusa, de la que hablábamos en la anterior entrada. Med- es raíz indoeuropea que significa la "medida": la medida de medir y la medida de tomar medidas o decisiones. Médico -medicus- es en latín "el que dice la medida [que hay que tomar]". La idea de médico y la de hechicero no están lejanas. En distintos idiomas de esta raíz salen palabras que signifian "juicioso" y "poderoso". El antiguo irlandés tenía el verbo midithir, que significaba "medir, juzgar, considerar, estimar". Su nombre verbal era mess, que hoy se sigue usando -escrito meas- como "estima, buena consideración". Es fórmula habitual de despida en cartas mise le meas ("yo, con estima"). Y de ahí el verbo meas, "evaluar, opinar, estimar".
Pero volviendo al relato de Sidonio Apolinar, ¿no hay algo raro en él?
Al repasar (sin pretensión de ser exhaustivo) los relatos antiguos de este episodio, veo en todas partes que los guerreros nacieron directamente de la tierra, sin pasar por una fase vegetal. Nunca fueron hierbas ni espigas armadas, ni mucho menos se convertían de nuevo en cereales, ni tenían sangre verde como si de savia se tratase. Así se ve, por ejemplo, en el mural de Carracci.

Annibale Carracci, Jasón siembra los dientes del dragón.
(Foto: Saliko, en Wikimedia commons).
Donde sí hay plantas convertidas en guerreros por una fatal hechicera (como lo es Medea, que le dio los dientes del dragón de Ares a Jasón para sembrarlos), guerreros que vuelven a su antigua condición de plantas, es en la mitología irlandesa, como en La muerte de Cú Chulainn y La muerte de Muirchertach mac Erca.
Ya hace tiempo que se ha reconocido en esta mágica contienda de los árboles un motivo mitológico que va apareciendo acá y allá entre los celtas desde la antigüedad.
Sidonio Apolinar era hombre erudito y que gustaba de lucir su erudición. A veces, se nos dice, se encuentran en su obra pormenores de algún mito que no figuran en otras versiones más conocidas. Pudiera ser que hubiera recogido aquí este detalle del mito griego (o de un mito escita, de la Cólquide) que hubiese pasado desapercibido a otros mitógrafos y que constituiría uno más de los muchos puntos de contacto que se van descubriendo entre las creencias religiosas de los celtas y las de otros indoeuropeos más orientales (griegos, indios).
O pudiera ser, y me apetece creerlo, que Sidonio conociese una antigua leyenda gala de su Galia natal en la que se hablase de una seductora (y seducida) hechicera que, enamorada, hubiese arrastrado a su esposo a un cruel destino, para lo que con encantamientos habría convertido en guerreros a hierbas y plantas del campo.
Hace unos meses decía en una de estas entradas que me parecía posible que antiguos vestigios de esa leyenda perviviesen hasta hoy en Irlanda y Escocia (ver La maldición de la espina). ¿Por qué no suponer que una versión subsistiese en la tradición oral por Lugdunum allá por el siglo V?
Sidonio no habría tenido más que combinarla con el episodio de Jasón y Medea de la epopeya de los Argonautas, con el cual ya tenía bastantes puntos en común, dotando así a su relación de ese aspecto de transformación y de fluir permanente de lo real, tan apreciado por artistas y poetas en la época barroca.

lunes, 20 de julio de 2015

Ojos de pez, vista de pájaro

Las divagaciones de la anterior entrada se me ocurrieron al hilo de la lectura del libro de Bernard Sergent Athéna et la grande déesse indienne
No es la primera vez que se señalan las coincidencias entre la épica y la mitología de Irlanda y de la India, que dan que pensar en la conservación en uno y otro extremo del ámbito indoeuropeo de un material antiquísimo.
Bernard Sergent se ha ocupado de ellas de una manera sistemática. De sus observaciones me he fijado en las que tienen que ver, de más o menos lejos, con la mujer (o la diosa) acuática.
Sucede que esta antigua diosa indoeuropea, que Sergent identifica con Atenea en Grecia y con Kali, Durga y otras varias deidades en India, se relaciona también estrechamente con una diosa río, Ganga, el Ganges divinizado. La diosa río más famosa de Irlanda es Bóand, el río Boyne (ver la entrada anterior), que, al igual que Atenea con Poseidón, tiene que vérselas con un dios acuático, Nechtan (uno y otro dios son dueños de un pozo sagrado).
Tanto Ganga como Atenea ayudan a sus protegidos humanos combatiendo hombro a hombro con ellos en sus carros de guerra. Y cuando Atenea, en la Iliada, sube al carro de Diomedes, los ejes gimen y chillan bajo el peso de la diosa.
Atenea guiando el carro de Diomedes, por Flaxman.
Este detalle lo encontramos una y otra vez en la hagiografía medieval irlandesa: la sacralidad pesa y los carros se resienten de su presión. Por poner un ejemplo entre muchos: san Macanisio profetizó la santidad de san Comgall por el chirrido del carro en que viajaba su madre llevándolo en el vientre (ver El manco de Conderi).
Cosa especial es la mirada de la diosa, uno de cuyos nombres indios es Minaksi: quiere decir "ojos de pez". Según Bernard Sergent, se refiere esto a que los peces nunca cierran los ojos, siempre vigilantes.
La mirada de Durga. Imagen moderna.
(Foto: Aryan paswan, en Wikimedia Commons).
Coincide con Atenea, a quien se llama en griego glaucopis, que quiere decir tanto "ojos glaucos" como "ojos marinos". Glauco es un dios del mar: 
"Verde el cabello, el pecho no escamado,
ronco sí, escucha a Glauco la ribera
inducir a pisar la bella ingrata
en carro de cristal, campos de plata", como lo evoca Góngora.
Ojos azules, como los terribles ojos tentadores de Cathleen en la leyenda de san Kevin.
Los redondos ojos en los que todos pensamos al mencionar a Atenea son los de su ave compañera, la lechuza, ojos como faros que ven en la noche.
Cabeza de Atenea con la égida. Mosaico del siglo III.
Atenea es deidad protectora; su imagen se colocaba ante los muros o en las fronteras, para estar siempre avizorando. La mirada de la diosa ciega, paraliza. Atenea se hace con la cabeza de Medusa y su piel -la égida, con sus flecos de serpientes-  y las emplea como arma. Tan identificada la diosa con su adversaria que difícilmente la encontramos figurada sin su égida; e incluso en las representaciones de su nacimiento la vemos surgir de la cabeza de Zeus con ella puesta.
Atenea es, dicho sea de paso, una diosa que no retrocede ante la crueldad de despellejar a sus enemigos: en esto coincide con Apolo, como también en su amistad con el gallo. Atenea no es solo la centinela que vigila en la oscuridad, como la lechuza, sino la que llama a la buena y hacendosa doncella al trabajo de hilar y tejer con el alba del día.
Busto femenino. Guimiliau, Bretaña.
Pero ¿quién es esta otra doncella (la melena suelta nos indica que lo es) de los pechos desnudos que preside la puerta principal de la iglesia de Guimiliau, en Bretaña? ¿Qué hace campando allí en vez de alguna imagen religiosa, la Trinidad o el santo al que se consagra la Iglesia? 
En Bretaña, cientos de pueblos se identifican con el santo protector (fundador a menudo), el de su parroquia, y de él sacan su nombre, al igual que en Cornualles y en Gales. En Irlanda, la iglesia se llama "casa del pueblo" (teach an phobail).
¿No está la mujer velando por los fieles, que eran todos los habitantes, y defendiéndolos con la virtud de sus ojos fijos tan abiertos y redondos, excavados a trépano para lograr ese hipnótico efecto de sombra y luz
¿No está asegurándoles la fecundidad y los bienes de la tierra con la promesa de esos pechos maternales y henchidos? Sergent insiste en su libro: Atenea y la gran diosa india no por ser vírgenes dejan de ser madres y amamantadoras.
A mí, este fascinante relieve con su extraña sonrisa se me figura que tiene cara de sirena y que, puesta a la entrada de ese espacio con que el pueblo se identifica, es su antigua diosa defensora, más antigua que la llegada de los primeros pobladores, que la traerían consigo cruzando el mar, y hasta anterior al cristianismo. O se la encontraron a su llegada, que el nombre del pueblo indica la existencia de una aldea galorromana -vicus, de donde el Gui- - cuando se asentaron allí los britanos. Guimiliau es "la aldea de [san] Miliau". 
Todo esto son fantasías, pero a mí me gusta imaginarlas.
En otra entrada (ver Concepciones y partos raros) he comentado un paralelo irlandés del mito de Erictonio, nacido del esperma derramado por Hefaistos en el muslo de Atenea una vez que intentó gozarla sin conseguirlo. 
Atenea (véase la égida con sus serpientes) toma a Erictonio de
manos de la Tierra.
Ahora veo que por darse la fecundación por vía oral y en medio acuático, la leyenda irlandesa se parece más a los mitos indios de Satyavati, del nacimiento de Skanda, hijo de Shiva y de Vivasvat y Saranyu. Vivasvat deseó a Saranyu y quiso tomarla por la fuerza. Ambos tenían forma equina en ese momento. Saranyu logró rechazarlo y la simiente de Vivasvat quedó vertida en la hierba. Pero después Saranyu, pastando por allí la tragó a vuenltas de la hierba y quedó preñada de los dioses gemelos Ashvin.
Yo ilustraba el mito de Erictonio con un cuadro famoso de Rubens, Las hijas de Cécrope. Volviendo ahora a mirarlo, me llama la atención la abundancia de símbolos de la sexualidad, la fecundidad y el ciclo de muerte y resurrección que acumuló en él el pintor (varios de ellos se repiten en El jardín del amor).
Eros mismo, junto a la cesta del niño serpiente; el Hermes, que efectivamente estaba antiguamente en el Erecteion, templo edificado sobre el lugar donde ocurrió el mito (un Hermes era en su origen una tosca estatua apotropaica, simple cipo de madera dotado de cabeza y amenazante falo erecto), las caracolas alusivas al sexo femenino y a la relación de la mujer con la luna y las mareas, y sobre todo la fuente, donde una deidad marina o sirena vierte, como rayos de leche, chorros de agua por sus múltiples pechos.
Rubens, Las hijas de Cécrope, detalle.
Imagen evocadora de santa Gwenn Teirfron, Trespechos, madre entre otros santos de san Jacuto y san Guenole. En El jardín del amor la deidad acuática ya no vierte agua más que por los dos pechos, que tiene cogidos con las manos: no puede abrazar así a los delfines, pero en cambio está sentada a horcajadas en uno (se la ve de cuerpo entero); el pavo real contempla, a su lado, el grupo de los amantes.
El pavo real al pie del Hermes, en la escena de Las hijas de Cécrope, aludirá al episodio de la muerte de Argos, el pastor de los cien ojos, adormecido por la música de la siringa de Hermes, decapitado y metamorfoseado en pavo real.
El pavo real es, por eso, el ave de Juno (a cuyas órdenes estaba Argos). 
Rubens, Argos y Junoi.
El mismo Rubens representó la escena en que Juno, con ayuda de una doncella o camarera, traslada los ojos de la cabeza cortada de Argos a la cola de los pavos reales: cuadro magistral en el colorido de los ropajes, de los plumajes y de los cielos donde campea el arcoíris, luz descompuesta en agua pulverizada. Pintura también de un erotismo barroca y humorísticamente equívoco, pues donde el espectador cree ver en un primer momento a la diosa sopesando y acariciando la rotundidad del pecho de su acompañante, pronto advierte que Juno extiende la mano para recoger en los dedos los ojos del pastor muerto, que la camarera va arrancando con una caña y pasándole, conque parece emblema del fisgón tocalotodo de quien decimos en castellano que "tiene ojos en los dedos".
El pavo real es ave que Rubens pintó una y otra vez.
Hera es el equivalente griego de Juno, pero nada tiene ella que ver con el pavo real, que no existía en la Grecia clásica y fue introducido tardíamente desde la India.
El papel simbólico del pavo real indio, ave solar, ígnea, de brillante plumaje, penetrante grito (al cual debe, según san Isidoro, su nombre, que sería pues onomatopeico) e imperiosa, ostentosa sexualidad lo desempeña en la antigua Grecia el gallo, que no se relaciona con Hera sino precisamente con Atenea.
Plinio, al hablar del pavo real, deja clara su relación con el sol, cuya luz procura para sacar a su plumaje y a los ojos de su rueda los más llamativos efectos.
Por su carne dura y, según la creencia antigua, casi incorruptible y por sus plumas anualmente renovadas se lo elevó a símbolo de la victoria sobre la muerte, de donde su importancia en la iconografía cristiana.
Pavos reales simbólicos. Mosaico romano.
La imagen del pavo real aúna el intenso azul (mar, cielo), el brillo (fuego, centella) y los ojos (que en sí ya combinan agua y fuego) vigilantes, como las estrellas (ojos de la rueda del pavón celeste), que son testigo de cuanto quiere ocultar la oscuridad de la noche. Así designa perifrásticamente Góngora a los pavos reales:
"...las volantes pías
que azules ojos con pestañas de oro
sus plumas son..." 

Y es que la diosa virgen guerrera, además de ser diosa acuática, también lo es de fuego, y concretamente del fuego contenido en el agua, que la convierte en agua viva de acuerdo con la imaginación indoeuropea (ver El fuego libre del agua). Cuenta Bernard Sergent que en algunas partes de la India en su fiesta se hacen unas lamparillas de hojas que se encienden y echan a flotar en los manantiales, significando precisamente la doble naturaleza elemental, agua y fuego, de la diosa.
Al principio del Libro de José de Arimatea, que casualmente estoy hojeando ahora, nos sale al paso una fuente así, y semejante a la de santa Noyala: "aquella fuente tenía una arena tan roja como el fuego y tan ardiente como él, y el agua era tal como el hielo y cambiaba tres veces al día de color poniéndose verde, y era tan amarga como el ancho mar". Esta fuente parece estar bajo el dominio de cierta poderosa señora.
El guiño luminoso del lomo de un pez visible durante el abrir y cerrar de ojos de un rápido zigzag bajo las aguas o quebrando el cristal de la superficie, ¿no da idea de esa llama ínsita en el elemento líquido, a la que llamaban los indios Apam Napat, es decir el Neptuno de los latinos, el Nechtan de los irlandeses?
Ese fuego del agua que pinta (de nuevo) Góngora con vivísima imagen:
"Polvo el el cabello, húmedas centellas
si no ardientes aljófares sudando..."