lunes, 20 de julio de 2015

Ojos de pez, vista de pájaro

Las divagaciones de la anterior entrada se me ocurrieron al hilo de la lectura del libro de Bernard Sergent Athéna et la grande déesse indienne
No es la primera vez que se señalan las coincidencias entre la épica y la mitología de Irlanda y de la India, que dan que pensar en la conservación en uno y otro extremo del ámbito indoeuropeo de un material antiquísimo.
Bernard Sergent se ha ocupado de ellas de una manera sistemática. De sus observaciones me he fijado en las que tienen que ver, de más o menos lejos, con la mujer (o la diosa) acuática.
Sucede que esta antigua diosa indoeuropea, que Sergent identifica con Atenea en Grecia y con Kali, Durga y otras varias deidades en India, se relaciona también estrechamente con una diosa río, Ganga, el Ganges divinizado. La diosa río más famosa de Irlanda es Bóand, el río Boyne (ver la entrada anterior), que, al igual que Atenea con Poseidón, tiene que vérselas con un dios acuático, Nechtan (uno y otro dios son dueños de un pozo sagrado).
Tanto Ganga como Atenea ayudan a sus protegidos humanos combatiendo hombro a hombro con ellos en sus carros de guerra. Y cuando Atenea, en la Iliada, sube al carro de Diomedes, los ejes gimen y chillan bajo el peso de la diosa.
Atenea guiando el carro de Diomedes, por Flaxman.
Este detalle lo encontramos una y otra vez en la hagiografía medieval irlandesa: la sacralidad pesa y los carros se resienten de su presión. Por poner un ejemplo entre muchos: san Macanisio profetizó la santidad de san Comgall por el chirrido del carro en que viajaba su madre llevándolo en el vientre (ver El manco de Conderi).
Cosa especial es la mirada de la diosa, uno de cuyos nombres indios es Minaksi: quiere decir "ojos de pez". Según Bernard Sergent, se refiere esto a que los peces nunca cierran los ojos, siempre vigilantes.
La mirada de Durga. Imagen moderna.
(Foto: Aryan paswan, en Wikimedia Commons).
Coincide con Atenea, a quien se llama en griego glaucopis, que quiere decir tanto "ojos glaucos" como "ojos marinos". Glauco es un dios del mar: 
"Verde el cabello, el pecho no escamado,
ronco sí, escucha a Glauco la ribera
inducir a pisar la bella ingrata
en carro de cristal, campos de plata", como lo evoca Góngora.
Ojos azules, como los terribles ojos tentadores de Cathleen en la leyenda de san Kevin.
Los redondos ojos en los que todos pensamos al mencionar a Atenea son los de su ave compañera, la lechuza, ojos como faros que ven en la noche.
Cabeza de Atenea con la égida. Mosaico del siglo III.
Atenea es deidad protectora; su imagen se colocaba ante los muros o en las fronteras, para estar siempre avizorando. La mirada de la diosa ciega, paraliza. Atenea se hace con la cabeza de Medusa y su piel -la égida, con sus flecos de serpientes-  y las emplea como arma. Tan identificada la diosa con su adversaria que difícilmente la encontramos figurada sin su égida; e incluso en las representaciones de su nacimiento la vemos surgir de la cabeza de Zeus con ella puesta.
Atenea es, dicho sea de paso, una diosa que no retrocede ante la crueldad de despellejar a sus enemigos: en esto coincide con Apolo, como también en su amistad con el gallo. Atenea no es solo la centinela que vigila en la oscuridad, como la lechuza, sino la que llama a la buena y hacendosa doncella al trabajo de hilar y tejer con el alba del día.
Busto femenino. Guimiliau, Bretaña.
Pero ¿quién es esta otra doncella (la melena suelta nos indica que lo es) de los pechos desnudos que preside la puerta principal de la iglesia de Guimiliau, en Bretaña? ¿Qué hace campando allí en vez de alguna imagen religiosa, la Trinidad o el santo al que se consagra la Iglesia? 
En Bretaña, cientos de pueblos se identifican con el santo protector (fundador a menudo), el de su parroquia, y de él sacan su nombre, al igual que en Cornualles y en Gales. En Irlanda, la iglesia se llama "casa del pueblo" (teach an phobail).
¿No está la mujer velando por los fieles, que eran todos los habitantes, y defendiéndolos con la virtud de sus ojos fijos tan abiertos y redondos, excavados a trépano para lograr ese hipnótico efecto de sombra y luz
¿No está asegurándoles la fecundidad y los bienes de la tierra con la promesa de esos pechos maternales y henchidos? Sergent insiste en su libro: Atenea y la gran diosa india no por ser vírgenes dejan de ser madres y amamantadoras.
A mí, este fascinante relieve con su extraña sonrisa se me figura que tiene cara de sirena y que, puesta a la entrada de ese espacio con que el pueblo se identifica, es su antigua diosa defensora, más antigua que la llegada de los primeros pobladores, que la traerían consigo cruzando el mar, y hasta anterior al cristianismo. O se la encontraron a su llegada, que el nombre del pueblo indica la existencia de una aldea galorromana -vicus, de donde el Gui- - cuando se asentaron allí los britanos. Guimiliau es "la aldea de [san] Miliau". 
Todo esto son fantasías, pero a mí me gusta imaginarlas.
En otra entrada (ver Concepciones y partos raros) he comentado un paralelo irlandés del mito de Erictonio, nacido del esperma derramado por Hefaistos en el muslo de Atenea una vez que intentó gozarla sin conseguirlo. 
Atenea (véase la égida con sus serpientes) toma a Erictonio de
manos de la Tierra.
Ahora veo que por darse la fecundación por vía oral y en medio acuático, la leyenda irlandesa se parece más a los mitos indios de Satyavati, del nacimiento de Skanda, hijo de Shiva y de Vivasvat y Saranyu. Vivasvat deseó a Saranyu y quiso tomarla por la fuerza. Ambos tenían forma equina en ese momento. Saranyu logró rechazarlo y la simiente de Vivasvat quedó vertida en la hierba. Pero después Saranyu, pastando por allí la tragó a vuenltas de la hierba y quedó preñada de los dioses gemelos Ashvin.
Yo ilustraba el mito de Erictonio con un cuadro famoso de Rubens, Las hijas de Cécrope. Volviendo ahora a mirarlo, me llama la atención la abundancia de símbolos de la sexualidad, la fecundidad y el ciclo de muerte y resurrección que acumuló en él el pintor (varios de ellos se repiten en El jardín del amor).
Eros mismo, junto a la cesta del niño serpiente; el Hermes, que efectivamente estaba antiguamente en el Erecteion, templo edificado sobre el lugar donde ocurrió el mito (un Hermes era en su origen una tosca estatua apotropaica, simple cipo de madera dotado de cabeza y amenazante falo erecto), las caracolas alusivas al sexo femenino y a la relación de la mujer con la luna y las mareas, y sobre todo la fuente, donde una deidad marina o sirena vierte, como rayos de leche, chorros de agua por sus múltiples pechos.
Rubens, Las hijas de Cécrope, detalle.
Imagen evocadora de santa Gwenn Teirfron, Trespechos, madre entre otros santos de san Jacuto y san Guenole. En El jardín del amor la deidad acuática ya no vierte agua más que por los dos pechos, que tiene cogidos con las manos: no puede abrazar así a los delfines, pero en cambio está sentada a horcajadas en uno (se la ve de cuerpo entero); el pavo real contempla, a su lado, el grupo de los amantes.
El pavo real al pie del Hermes, en la escena de Las hijas de Cécrope, aludirá al episodio de la muerte de Argos, el pastor de los cien ojos, adormecido por la música de la siringa de Hermes, decapitado y metamorfoseado en pavo real.
El pavo real es, por eso, el ave de Juno (a cuyas órdenes estaba Argos). 
Rubens, Argos y Junoi.
El mismo Rubens representó la escena en que Juno, con ayuda de una doncella o camarera, traslada los ojos de la cabeza cortada de Argos a la cola de los pavos reales: cuadro magistral en el colorido de los ropajes, de los plumajes y de los cielos donde campea el arcoíris, luz descompuesta en agua pulverizada. Pintura también de un erotismo barroca y humorísticamente equívoco, pues donde el espectador cree ver en un primer momento a la diosa sopesando y acariciando la rotundidad del pecho de su acompañante, pronto advierte que Juno extiende la mano para recoger en los dedos los ojos del pastor muerto, que la camarera va arrancando con una caña y pasándole, conque parece emblema del fisgón tocalotodo de quien decimos en castellano que "tiene ojos en los dedos".
El pavo real es ave que Rubens pintó una y otra vez.
Hera es el equivalente griego de Juno, pero nada tiene ella que ver con el pavo real, que no existía en la Grecia clásica y fue introducido tardíamente desde la India.
El papel simbólico del pavo real indio, ave solar, ígnea, de brillante plumaje, penetrante grito (al cual debe, según san Isidoro, su nombre, que sería pues onomatopeico) e imperiosa, ostentosa sexualidad lo desempeña en la antigua Grecia el gallo, que no se relaciona con Hera sino precisamente con Atenea.
Plinio, al hablar del pavo real, deja clara su relación con el sol, cuya luz procura para sacar a su plumaje y a los ojos de su rueda los más llamativos efectos.
Por su carne dura y, según la creencia antigua, casi incorruptible y por sus plumas anualmente renovadas se lo elevó a símbolo de la victoria sobre la muerte, de donde su importancia en la iconografía cristiana.
Pavos reales simbólicos. Mosaico romano.
La imagen del pavo real aúna el intenso azul (mar, cielo), el brillo (fuego, centella) y los ojos (que en sí ya combinan agua y fuego) vigilantes, como las estrellas (ojos de la rueda del pavón celeste), que son testigo de cuanto quiere ocultar la oscuridad de la noche. Así designa perifrásticamente Góngora a los pavos reales:
"...las volantes pías
que azules ojos con pestañas de oro
sus plumas son..." 

Y es que la diosa virgen guerrera, además de ser diosa acuática, también lo es de fuego, y concretamente del fuego contenido en el agua, que la convierte en agua viva de acuerdo con la imaginación indoeuropea (ver El fuego libre del agua). Cuenta Bernard Sergent que en algunas partes de la India en su fiesta se hacen unas lamparillas de hojas que se encienden y echan a flotar en los manantiales, significando precisamente la doble naturaleza elemental, agua y fuego, de la diosa.
Al principio del Libro de José de Arimatea, que casualmente estoy hojeando ahora, nos sale al paso una fuente así, y semejante a la de santa Noyala: "aquella fuente tenía una arena tan roja como el fuego y tan ardiente como él, y el agua era tal como el hielo y cambiaba tres veces al día de color poniéndose verde, y era tan amarga como el ancho mar". Esta fuente parece estar bajo el dominio de cierta poderosa señora.
El guiño luminoso del lomo de un pez visible durante el abrir y cerrar de ojos de un rápido zigzag bajo las aguas o quebrando el cristal de la superficie, ¿no da idea de esa llama ínsita en el elemento líquido, a la que llamaban los indios Apam Napat, es decir el Neptuno de los latinos, el Nechtan de los irlandeses?
Ese fuego del agua que pinta (de nuevo) Góngora con vivísima imagen:
"Polvo el el cabello, húmedas centellas
si no ardientes aljófares sudando..."

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