domingo, 8 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán: los bretones de Misterio

A la vuelta del verano traía yo a colación algunas parejas insólitas de novelas de Pardo Bazán que, remontándonos a través de Barbey d'Aurevilly y del Hombre de la Arena de Hoffmann acababan conduciéndonos al antiguo elfo de los sueños.
Ahora me llama la atención por el mismo motivo otra novela de la misma autora. Se trata de Misterio, largo relato cuya rápida y ágil acción transcurre durante el reinado de Luis XVIII de Francia.
Por su asunto, se trata de una novela histórica de acontecimientos recientes, género que en España cultivaron no poco los románticos y culminaría en los Episodios nacionales de Galdós y, más tarde, en las Memorias de un hombre de acción, de Baroja. Por lo variado y sorprendente de los lances, se acerca a la novela popular de tema histórico, a la manera del Dumas de El collar de la reina.
El delfín Luis XVII en el busto de Bélanger.
Personajes principalísimos de la novela son Dorff y su hija Amelia, emigrados en Londres y perseguidos porla policía francesa, a los que se nos presenta desde el principio de la novela en una vibrante escena de asesinato frustrado con nocturnidad, frustrado por la aparición del joven protagonista.  
Tras el transparente disfraz de Dorff se oculta el personaje histórico de Naundorff, uno de los varios aventureros que, en la Restauración francesa, aparecieron afirmando ser el Delfín Luis XVII y reclamando su derecho a la corona.
Este padre y esta hija fugitivos nos traen a la memoria a otra pareja similar de la novela española: el doctor Aracil y su hija María en el Londres de La ciudad de la niebla. Como en la novela de Pardo Bazán, también en la de Baroja resulta ser la hija la que se muestra decidida y audaz, mientras el padre, acobardado y perdido en sus fantasías e ilusiones, resulta incapaz de dar un paso en el mundo real.
Dorff no es médico como los doctores Aracil de La dama errante y La ciudad de la niebla, Luz de La quimera y Sombreval de Un cura casado de Barbey d'Arevilly. Es relojero y mecánico, como el verdadero Naundorff y como los intrigantes personajes de Copelius y Coppola en El hombre de la arena de Hoffmann.
Tras el ataque de que es objeto, Dorff tiene que huir de Inglaterra con su hija, lo que consigue gracias a la ayuda del prometido de esta, el marqués de Brézé, que les proporciona pasajes a Francia y disfraces de Irlandeses: trajes grises y raídos, amplio levitón para Dorff y un calesín de paja con cinta de terciopelo para Amelia. 
Si el calesín era similar al sombrero de calesa, se trataba de un gorro plegable inspirado en las capotas de esos carruajes. Montado sobre varios aros rígidos, se aplastaba en acordeón.
Familia irlandesa desahuciada, hacia 1845.
Grabado de la época. 
Era frecuente ya -dice la novela- la emigración a Francia desde Irlanda, ese "menesteroso país".
La travesía se efectúa a bordo del Polyphème, barco que parece un congreso de celtas, pues además de aquellos dos, fingidos, lo son el capitán, Soliviac -armoricano- , el simpático novio de Amelia y buena parte de la marinería.
Este de Soliviac no es apellido bretón sino más propio de Aquitania y Dordoña. En el Sudoeste encontramos Salviac, Solviac y Souviac. La fisionomía del marino, miembro de la sociedad secreta carbonaria, revela tanto su carácter de hombre de acción como su identidad racial. En la noche, se ven brillar fosforescentes "sus verdes ojos célticos".
A Bretaña, pues, se encamina el navío, fletado por los revolucionarios conjurados, y toma tierra junto al castillo de Picmort, entre Saint Brieuc y Dinan, cabeza del señorío de Guyornarch (es error por Guyomarc'h u otro apellido semejante, como el del famoso celtista Guyonvarc'h) y del marquesado de Brézé, tierras que Emilia Pardo Bazán cree, equivocadamente, pertenecientes a la Baja Bretaña. Es el solar, por tanto, del prometido de Amelia.
Un castillo bretón en el bosque. Elven,
en Morbihan. 
El castillo de Picmort se encuentra en el límite de tres espacios, todos ellos representativos de lo que está fuera del cosmos, del mundo regular y organizado: el mar, las dunas y pantanos y el bosque. Estos tres dominios de la naturaleza indómita, digámoslo de paso, son los mismos que encontramos en las novelas de ambiente normando de Barbey d'Aurevilly, especialmente Una antigua querida (Une vieille maîtresse).
Aumentando el aura fantástica y misteriosa de esos parajes, siguen vivos en ellos el espíritu y la raza de sus antiquísimos pobladores los celtas, cuyos venerables monumentos -los inevitables megalitos, "rudos pedruscos célticos"- alzan sus hitos negruzcos y cubiertos de líquenes; y cuya tenacidad en el apego a las tradiciones explica la terquedad y la saña de la Chuanería, guerra popular de resistencia a la Revolución Francesa.
La continuidad de aquella población, su carácter, creencia e instituciones desde los tiempos más remotos tiene su símbolo en el sepulcro del antiguo rey bretón Erispoë (Erispol dice Pardo Bazán), sobre el cual se erige el castillo de los Brezé. Según la novela, dice la leyenda que los restos de Erispol tenían su sepultura en la Bastilla: no conocía esa creencia.
A pesar de todas las revoluciones y cambios políticos, los Brezé son soberanos indiscutidos en sus territorios porque la población reconoce y venera casi fanáticamente la soberanía que reside en su familia desde los primeros pobladores.
Es esta una idea que otros autores gallegos habían desarrollado antes que Pardo Bazán -referida a Galicia-, y de hecho uno de los fundamentos ideológicos de la Historia de Galicia de Benito Vicetto.
La identidad celto-bretona, defendida con uñas y dientes por la población, se ostenta en el traje, que siempre fue causa de extrañeza, curiosidad e intriga para los franceses.
Según el historiador Benito Vicetto, bien conocido de la autora, el traje bretón se remontaba en parte a la más remota antigüedad: bragas, zuecos y guedejas ya caracterizaban al pueblo del rey Brigo, antecesor de los celtas. Completan este atuendo la chaqueta bordada, blanco chaleco, el bastón garrote, arma primitiva de los brigantinos y, leeremos más tarde, el ancho sombrero de fieltro. La mujer se toca con la cofia "de austeras líneas monacales": el gallardo tocado que hoy conocemos, con sus enormes cogoteras, orejeras y visera de encaje almidonado, más o menos desarrolladas según las comarcas, es fruto de una evolución reciente, de los dos últimos siglos. Más adelante se detendrá también la novelista en describir los trajes típicos de boda.
Adolphe Leleux, Boda en Bretaña, 1863. Aún se gastaba la cofia
de austeras líneas monacales. 
Dos son en Misterio los personajes que aparecen luciendo el traje bretón; bien misteriosos ambos. El primero un anciano heroico veterano de la chuanería, que a impulso de las visiones que lo atormentan se atreve a plantarse ante las ventanas del rey, solicitando audiencia con tácita y britónica terquedad. Un aura de divinidad lo rodea: "su cabeza, descubierta al sol y que envolvía copiosa melena ondeada, ardía en un incendio de plata refulgente" (detalle lo extraño en un bretón, que tenían a gala permanecer cubiertos hasta dentro de las casas). Sus "ojos verdes, gatunos, fatídicos" son como los de su paisano el capitán Soliviac: los ojos verdes debían de parecerle a Pardo Bazán características de los celtas.
Charles Loyeux, Centinela chuan en
una iglesia
. 
Aquel anciano encarna el pasado, la tradición, y parece directamente venido de los tiempos en que "los antiguos druidas bajo el árbol afilaron la segur". Y por eso mismo, obediente, comunica su oráculo: el rey usurpador , Luis XVIII, debe ceder el trono al legítimo, encarnación de la soberanía patriarcal, que se oculta bajo la personalidad de Dorff.
La lealtad casi idolátrica del viejo guerrillero es ese "extraño y decidido amor del bretón a sus señores", que dice Pardo Bazán: a los propios, no a los impuestos desde fuera. Es rasgo que comparte con Juan Vilain, pastor y guardés del señor de Brezé, personaje de importancia crucial en la novela.
Este principio, sentimiento o instinto de lealtad a los principios, a las personas y linajes que los encarnan, por encima de los más vitales intereses del individuo, lo encontraremos una y otra vez en Barbey, asociado a la chuanería, a la devoción de los campesinos y gente del pueblo y a los ideales caballerescos de la aristocracia.
No faltaron autores, entre ellos Michelet, que vieron en la chuanería un último y supremo esfuerzo, chisporroteo final de la vela, arranque suicida de energía de los celtas de Galia ante el empuje victorioso de la civilización representada por los valores clásicos, tan aplastantemente dominantes en la ideología revolucionaria y su gélido neoclásicismo.
No es de extrañar que haya suscitado, pues, el interés de Pardo Bazán, persuadida de los orígenes celtas de Galicia. También el carlismo popular despertó simpatías entre escritores gallegos nostálgicos de un pasado de gloriosa independencia, o, como decía Vicetto, "nacionalidad".
Volviendo a Misterio, al celta Juan Vilain precisamente por su fidelidad perruna encomienda Brezé la defensa y custodia de su prometida.
Juan Vilain es uno de esos personajes "semi-reales y semi-fantásticos" caros a la imaginación romántica, semejante a un "duende de las viejas torres y que a veces parece pertenecer al reino mineral", "inmóvil y derecho como las piedras druídicas". Con este ser pétreo, pero capaz de las más volcánicas pasiones, busca refugio Amelia en los dominios de Brézé.
En su viaje, tan lleno de peligros como preñado de significados simbólicos, Amelia atraviesa el pavoroso y caótico mundo del bosque para adentrarse en un laberinto subterráneo, ascensión contra corriente por los intestinos de la tierra cuyos horrores desembocan en el lugar paradisíaco, ajeno al espacio y al tiempo, "mágico aposento y decorado de ópera" (la ópera, en el Romanticismo, no había perdido del todo el carácter mágico y fantasmagórico que tuvo en sus orígenes y destaca Rousset en Circé et le paon). Todo en él remeda o conserva el lujo y el bienestar hedonista de setenta años atrás: un mundo que, para unos aristócratas que acababan de sobrevivir a las tormentas de la Revolución -los personajes-, debía de teñirse con los tonos pastel de un paraíso perdido rococó, y que para la novelista de fines del XIX era el de las fiestas galantes de Verlaine y el Modernismo.
Un lujoso interior a mediados del siglo XVIII. La marquesa
de Pompadour
, por Boucher.
Ahora bien, como muchos mundos paradisíacos del mito, hay una pega: es un mundo estanco sin escapatoria. 
La inocente virgen, sola y desamparada, a cargo de una reducidísima servidumbre leal hasta la muerte... a otros amos, en el ombligo del laberinto tenebroso, responde perfectamente al estereotipo de la novela gótica y sádica, descrito y estudiado or Annie Lebrun en Les Châteaux de la subversion. Con la diferencia de que, a lo largo de su vida breve pero asendereada Amelia va dejando de ser la indefensa tórtola en las garras del azor, como terriblemente demostrará al final de la novela.
No deja de tener este castillo de Picmort sus semejanzas con el otro, normando, de Un cura casado  de Barbey d'Aurevilly. Y también Amelia tiene mucho que ver con la protagonista de esa novela. El mayor parecido, la angustia de vivir agobiada por el sentimiento de una culpa que, no por ser ajena, deja de exigirle una cruel expiación. Y en el caso de Amelia, la coqueta y refinada estancia de su encierro representa y le recuerda a cada momento el motivo de su penitencia: la degeneración y abandono a los placeres y frivolidades de la dinastía de donde desciende. Ambas mujeres ofrecerán en sacrificio sus amores, su vida, su razón, tal vez la salvación de su alma. La de Un cura casado entra en religión; la de Misterio se encadena primero a un hombre aborrecido y temido y después, fallecido este, a su memoria. 
La saña implacable del destino es la que encontramos en la novela gótica, en el Sade de Juliette  y de Aline et Valcour.
Y, para colmo de males, en la jaula dorada del centro de la tierra Amelia se encuentra por sorpresa (como deleitaría a Melanie Klein), no con la imago de la madre mala, sino con ella en persona: la madre de su novio, que la pone diabólicamente en un trágico brete: elegir entre renunciar a sus amores y a su rango o traicionar a la causa de su propio padre: la Monarquía. Lo primero supone, además, unirse de por vida a un ser odioso, al menos por haberse aprovechado de las circunstancias para saciar su obsesión erótica.
Al campesino bretón se le suponen, tal vez como un arcaísmo más de su cultura, creencias conservadas desde la noche de los tiempos. Jean Vilain, enamorado y luego marido obligado de Amelia, cree en las hechiceras burlonas que se complacen en deslumbrar a sus víctimas con tesoros y deleites engañosos. Algunas de esas hechiceras, que más parecen hadas o ninfas, habitan en la fuente encantada del castillo de Picmort y es su principal diversión robar  el sentido y quemar la sangre de sus víctimas.
Juan Vilain, en quien se ceban, se abrasa en un fatal enamoramiento que lo ciega y acorralándolo entre su pasión, la fidelidad a su señor y la inviolabilidad del sacramento matrimonial lo conduce al suicidio.
Una deidad acuática bretona: el espectro
de los pantanos, dibujo por Yan d'Argent.

Estas deidades acuáticas, de antigua tradición céltica (madres, lavanderas, mensajeras de muerte en muchos casos, sanadoras en otros), son primas hermanas de las brujas del poema de Rosalía Castro Non hai peor meiga que unha gran pena (ver Por estos pagos...). 
Aunque mencionadas como de paso, el papel que desempeñan es crucial. Sin el matrimonio forzado e inmedita viudedad de Amelia no se explica el frenesí inexorable del desenlace, donde los personajes no obedecen a su propia voluntad, sino al impulso súbito de pasiones imprevisibles y que quedan fuera del orden racional. ¿Por qué no llamarlas dioses?

No hay comentarios:

Publicar un comentario