lunes, 26 de noviembre de 2012

Dos apóstoles rivales y un par de ñapas

Interesante palabra por cierto ésta de ñapa, llapa o yapa, que de las tres maneras la recoge el Dicconario de la Real AcademiaÁngel Rosenblat trata de este vocablo en Buenas y malas palabrasEs voz quechua que significa en ese idioma "añadidura" y en castellano "adehala" o pequeña porción que el tendero regala de propina al cliente. Ñapa está en el diccionario desde 1936. Lo que no encuentro es el sustantivo ñapas, la persona que redondea sus ingresos haciendo chapuzas, o incluso vive de esos menudos trabajos, o tiene habilidad para ellos. 
Echando una ojeada por la red, se observa que no faltan hablantes que perciben un matiz despectivo (que en principio no tiene) en él. Ciertamente, la palabra no me parece muy eufónica y la proporción de las palabras despectivas entre las que empiezan por ñ- es alta.
Veo que desde el quechua la palabra se ha abierto paso hasta el portugués, gallego, catalán y, a través del criollo de Luisiana lagnap (con la aglutinación del artículo tan frecuente en esos idiomas), hasta el inglés americano, donde dicen lagniappe.
La primera ñapa que se me viene a los puntos de la pluma es para la entrada, ya vieja, En el país de los tuertos el cojo es el rey. Ahí me refería al personaje de Slupe, la Reina Negra de Sogo en Barbarella de Forest, representada en la adaptación al cine (1968) por Anita Pallenberg.
Anita Pallenberg hace de reina de Sogo en Barbarella de Roger Vadim
Reina y hampona, menudita y de armas tomar, tuerta, ingenua y prostituida, mortífera, inocente y diabólica, compartiendo muchos rasgos con la mítica Dahut de la leyenda bretona de Ys.
De seis años después data la película Thriller -en grym film de Bo Arne Vibenius. Ahí encuentro un personaje que se me antoja parecido.
Frigga es una joven campesina sueca que ha quedado muda desde niña como secuela psicológica de una violación. Mudez traumática que encontramos en algún que otro personaje mítico, tal el Labraid Loingsech de la leyenda irlandesa de Laiginn, que recuperó el habla al recibir, accidentalmente, un golpe en toda la espinilla con un artilugio deportivo semejante a un palo de hockey. La inocente Frigga un día viaja a la ciudad y (como la ingenua protagonista de alguna novela del siglo XVIII) cae en manos de un desalmado que la secuestra y hace adicta a la heroína para poderla obligar a prostituirse. Le cambia el nombre por el de Madeleine -adecuado a su nueva ocupación- y en castigo por un intento de rebelión, le salta un ojo con un bisturí. Esto, unido a otras pruebas (muerte de una amiga y de sus padres), paradójicamente le concede una clara visión de su deber y destino: la venganza fría y despiadada que se dedica a preparar, adquiriendo habilidades rayanas en lo sobrehumano, y consumar metódicamente.
Christina Lindberg haciendo de Frigga. Niña inocente y fría asesina.
Este personaje lo encarna Christina Lindberg, actriz a la que por su aire de inocencia el papel le viene pintado.
Frigga, la de la mitología, no era tuerta, pero su marido Odín sí. Y ciertamente hay algo odínico en el aspecto de esta vengadora con su parche, su melena (falta el sombrero de ala ancha) y su largo gabán. 
Frigga /Madeleine, vengadora.
Claro que el de Odín era azul y no negro, pero aquél era color de muerte entre los antiguos nórdicos como el negro entre nosotros. Y cuando toma venganza de su principal enemigo, la muerte que le da es por ahorcamiento, que era como se sacrificaban las víctimas a Odín (empezando por él mismo). Más aún: el encargado de apretar la soga es un caballo, animal estrechamente asociado con Odín. Hengist y Horsa, los caudillos anglosajones, descendientes directos de Wodan, o sea Odín, llevaban nombres que significan "caballo". Frigga, "la Amada", es ante todo esposa (es Freya, "la Noble", en cambio, la diosa amante por excelencia); pero no siempre se distinguieron bien: para traducir veneris dies, "día de Venus, viernes", los anglosajones dicen Friday, "día de Frigga".
La segunda ñapa tiene que ver con la estratagema nupcial del cambiazo, ya sea su objeto evitar o garantizar la consumación del matrimonio. Hasta ahora me habían salido ejemplos de estas regiones occidentales. Ahora se me aparece en Las mil y una noches. En la edición que manejo, que es una traducción inglesa de la francesa del doctor Mardrus, se encuentra al final: es la historia de la caída en desgracia de Yafar ibn Yahya, el valido del califa Harún al Rashid. Al Tabari e Ibn Jaldún ofrecen de ella una versión menos novelesca.
Según el cuento, Harún al Rashid no se encontraba a gusto sin la compañía de dos personas: su propia hermana Abbasa y su amigo y visir Yafar, que aparece repetidamente como personaje de Las mil y una noches. Ahora bien, no podía disfrutar de la conversación de ambos simultáneamente sin que su hermana se sometiese a las restricciones severas que regulaban el trato entre hombres y mujeres no emparentados entre sí, lo que resultaba de gran incomodidad. La solución que se le ocurrió al califa fue casar a su hermana con el visir. Siendo todos parientes, podían verse y conversar sin trabas.
La condición que puso Harún fue que los casados no se vieran más que en su presencia, porque de ningún modo aceptaría que tuviesen un descendiente que pudiese aspirar al trono. 
El arbitrio funcionó hasta que con el trato Yafar y Abbasa se enamoraron; la princesa especialmente, abrasada de pasión, importunaba y martirizaba continuamente a su marido con requerimientos que él también ardía por satisfacer, si no se lo hubiesen impedido su lealtad y terror a la cólera del califa. Yafar buscaba consuelo en los brazos de unas esclavas selectas y bellísimas que su madre le iba mandando a razón de una nueva cada jueves. Abbasa se dirigió a su suegra pidiéndole que la colase disfrazada de odalisca. 
Arreglando a una odalisca. Théodore Chassériau.
-Si no, esto va a romper por donde pueda y el estampido, ¡verás! 
Dicho y hecho. La pobre madre tuvo que resignarse.
Consumado el matrimonio, la esposa preguntó al marido, que seguía en la inopia por culpa del mucho vino que había tomado antes de acostarse:
-¿Se nota alguna diferencia, Yafar, entre una princesa y una esclava normal?
-Pues ¿qué? ¿Eres tú alguna princesa cautiva traída de algún lejano país?
-Princesa y cautiva sí; pero de lejano país, nada. Yo soy de aquí mismo: ¿o es que no te has dado cuenta?
-¡Arrea! -exclamó Yafar despejándosele de pronto las brumas del alcohol- ¿Pero tú...? ¿Pero tú te has dado cuenta de lo que has hecho?
-Vaya que sí.
-¡Anda, anda, vete... Vete, que la has liado pero bien! Quiera Dios que no nos cueste la ocurrencia más que palabras.
-Yo tenía idea de repetir... Aunque se me está pasando, porque veo que eres poco hombre...
-¡Cachis en tal!... ¿Me vas a retar tú? ¡Ea, sea como tú quieres y así se hunda el mundo!
Los encuentros entre los casados menudearon y fruto de ellos fue un hijo que la princesa tuvo y mandó criar en secreto.
El caso fue que la noticia acabó por llegar a oídos de Harún al Rashid, que ordenó decapitar instantáneamente a Yafar y ejecutar, encarcelar o desterrar a casi toda su familia. 
Ésta, la de los Barmákidas, había llegado a ser odiada de muchos por el poder y riqueza que había acumulado en poco tiempo y por ser forastera y recientemente convertida del zoroastrismo.
Abbasa y su hijo fueron enterrados vivos, juntos, en una quinta propiedad de ella, donde se había ido a refugiar.  
Harún al Rashid rinde tributo a Carlomagno. Luca Giordano.
Gracias a este cuadro que pongo sobre este renglón saltamos del mundo de las Mil y una noches al de la epopeya carolingia. 
Es sabido que el famoso califa y el emperador franco intercambiaron embajadas y regalos, entre ellos un reloj y el elefante Abu-l-Abbas que recibió éste.
Pipino el Breve, padre de Carlomagno y primero de los reyes carolingios, durante los primeros tiempos de su reinado tuvo que luchar agriamente junto a su hermano Carlomán para conservar el poder de la familia, que había de convertirse en dinastía real. 
La principal amenaza venía de los bávaros.
Carlos Martel (padre de Carlomagno y abuelo de Pipino el Breve), en su política expansionista hacia Oriente, había intervenido en los asuntos de Baviera aprovechando la guerra sucesoria de aquel ducado, que oponía a dos primos: Hucberto y Grimoaldo. Grimoaldo había sido derrotado y murió en combate; entre el botín de guerra Carlos Martel se alzó con su viuda Pilitrudis y con una muchacha sobrina suya, Swanahilda, de la que hizo su concubina.
Es de creer que se cogieron cariño, a juzgar porque al enviudar Carlos de su mujer, Rotrudis, la tomó por esposa y cuando quedó el ducado de Bavaria vacante nombró para él a Odilón, familiar de la antigua cautiva. Swanahilda dio a Carlos Martel un hijo, Grifón.
Pero los nobles bávaros, descontentos con esa designación, se alzaron y Odilón tuvo que huir buscando refugio en la corte de Carlos Martel. Allí no perdió el tiempo, sino que pronto se enamoró de la hija de su protector, Hiltrudis, y tuvo con ella un hijo al que llamaron Tasilón.
Carlos Martel, por Debay.
Carlos Martel, a su muerte, dejaba repartida la mayor parte de sus dominios entre Pipino y Carlomán, los hijos de Rotrudis. Éstos se apresuraron a aniquilar a la facción bávara que se había ido fortaleciendo en la corte. Grifón fue encarcelado y Swanahilda fue recluida en un convento, pero tuvo tiempo de advertir a Hiltrudis que huyese a Baviera con su marido.
De esto se siguió la guerra entre Odilón y sus cuñados Pipino y Carlomán, que quedó en tablas: Odilón se reconoció vasallo de los francos y éstos admitieron que continuase a la cabeza del ducado, en casi total independencia.
Para los francos era de suma importancia el control de aquellas ricas regiones orientales,   
fronterizas; para su organización y administración fue un auxiliar imprescindible la Iglesia. Evangelización y expansión del imperio franco fueron dos procesos simultáneos y mutuamente indispensables. En esta labor los francos contaron con un personaje de grandes cualidades y fuerte voluntad: San Bonifacio. San Bonifacio era inglés y su verdadero nombre Wynfrith.
Entre tanto, había llegado al reino de Pipino uno de aquellos monjes irlandeses que dedicaban a Dios su destierro voluntario. No era uno de tantos: había sido abad del importante monasterio de Achadh Bó (Aghaboe en inglés) y tenía fama de grandísimo matemático y astrónomo. Se llamaba Virgilio; a decir verdad, su verdadero nombre era Fergal (que es lo que los ingleses escriben Farrell), pero algunos Fergal clérigos tenían la coquetería de latinizar su nombre adoptando el del famoso poeta y sobre todo mago -de acuerdo con la leyenda- de la antigüedad. Y en realidad, es muy posible que el poeta Virgilio, que era de la Galia Cisalpina, llevase un nombre galo cercanamente emparentado con el irlandés Fergal.
En todo caso, parece ser que Fergal o Virgilio era hombre de trato muy agradable; hizo buenas migas con Pipino, en cuya corte permaneció dos años, y se ganó su confianza hasta el punto de que el rey le confió una misión delicada: organizar la diócesis de Salzburgo y la Carintia, a la que habían afluido numerosos pobladores eslavos huyendo del empuje de los ávaros, horda de invasores formada por turcos, mongoles, iranios y eslavos.
Salzburgo había sido fundada poco antes por San Ruperto, el evangelizador de Baviera, y era una zona superficialmente cristianizada, fronteriza, inestable y sobre la que el reino franco no era capaz de ejercer mucho control.
Virgilio emprendió la tarea con entusiasmo, pero tropezó con la personalidad voluntariosa de San Bonifacio. A éste, que se entendía mejor con el otro hermano, Carlomán, no le hizo mucha gracia el nombramiento de San Virgilio. 
San Bonifacio se llevaba mucho mejor con Carlomán.
Grabado barroco (1623)
De pronto aparecía otro valioso personaje que se interponía en sus planes de evangelización, como rebajándole el mérito a la mitad. 
Además, ya he dicho que era inglés. A los ingleses no les entusiasmaba la manera en que los  irlandeses encaraban su labor pastoral. Se buscaban entre sí y procuraban colaborar siempre con compatriotas. Los monasterios irlandeses eran pequeñas islas de cultura hibernia, apegadas a su idioma, a su escritura, a sus formas pictóricas, a su formación teológica. En suma, aunque quedaba atrás el sínodo de Whitby (ver San Colmán y los irlandeses en Northumbria), los irlandeses permanecían fieles a una identidad cultural incompatible con la idea imperial universalista y mesiánica de los carolingios. Al fin y al cabo, éstos vivían en la nostalgia de un mundo (aunque sublimado en su imaginación), el imperio romano cristiano -de Constantino por ejemplo-, al que Irlanda nunca había pertenecido. No tenían en la estima necesaria a la institución episcopal ni compartían la idea de una Iglesia administrativamente jerarquizada y centralizada a manera de un imperio a lo divino. Ciertamente, tampoco la idea del poder real que existía en una tierra políticamente desmigajada como Irlanda podía corresponder a la de un monarca universal teocrático.
San Bonifacio, con su autoridad indiscutida y ciertamente ganada a pulso, estorbó cuanto pudo el nombramiento de San Virgilio como obispo; de hecho, Virgilio no alcanzó el anillo episcopal mientras estuvo vivo Bonifacio. A San Virgilio no le importó esto demasiado: encontró un compatriota que sí era obispo y que estaba dispuesto a realizar en su lugar y a su sombra todas las funciones que requerían de la dignidad episcopal. Las crónicas lo mencionan como Dubdagrecus o Tuto Grecus, nombres extraños que camuflan el irlandés Dubh Dá Crích. Los  motivos de fricción entre ambos grandes evangelizadores fueron numerosos y al parecer fútiles, demostrando que había mar de fondo.
San Bonifacio se quejó al papa de que Virgilio se empeñaba en sembrar cizaña entre el duque Odilón y él. Yo imagino que esto debe entenderse a la luz de las tensas relaciones entre Baviera, mal sometida y siempre aspirante a la secesión, con el reino franco. Probablemente Odilón veía en San Bonifacio a un agente de sus cuñados y en San Virgilio no.
Una de las fricciones entre ambos santos fue la cuestión del bautismo. Se ve que había un cura ignorante y sin latines que andaba bautizando a la gente en nombre "de la Patria, de la Hija y del Espíritu Santo". San Bonifacio mandaba a los así bautizados que se rebautizasen, teniendo el bautismo por nulo. San Virgilio protestó al papa, sosteniendo que bastaba la imposición de manos. En una carta del año 746 el papa  (que era San Zacarías) da la razón a San Virgilio puesto que el sacerdote no había incurrido en herejía sino en un error gramatical.
Pero en otra epístola posterior, de mayor interés, probablemente del 748 (pueden leerse ambas en el volumen Epistulae de los Monumenta Germaniae Historica en línea)San Zacarías vuelve sobre la cuestión, insistiendo en que si la fórmula pronunciada en el bautismo es herética, por ejemplo no mencionando a una de las tres Personas de la Trinidad, el bautismo es nulo independientemente de la voluntad y calidad moral del que lo imparte. Y al revés: el bautizado por un pecador, si lo es mediante el rito correcto, queda bautizado. Zacarías condena expresamente al irlandés Sansón por defender que la simple imposición de manos puede sustituir al bautismo.
Esta carta deja entrever el estado de la Iglesia en la Baviera de aquellos años de cristianización imperfecta. Existían sacerdotes que sacrificaban toros y machos cabríos a los dioses paganos, que participaban en banquetes funerarios (práctica que la Iglesia acabaría aceptando como normal), que iban predicando de acá para allá doctrinas aberrantes, que se proclamaban sacerdotes y hasta obispos sin haber sido consagrados por nadie, que eran adúlteros y homosexuales afeminados (lo cual no deja de recordar antiguos ritos paganos que incluían el disfraz de mujer en los sacerdotes o los chamanes; también, más sencillamente, a fiestas de transgresión de las normas sociales, de tipo carnavalesco). ¡Tal vez, en el fondo, la fórmula bautismal ridiculizada en la carta anterior era algo más que un simple error gramatical!
Bautismo. Manuscrito del siglo XII.
Hecho más interesante aún, señala que existían esclavos o siervos cimarrones, tonsurados, que ejercían de sacerdotes, viviendo en los campos por las cabañas de los rústicos para evitar ser localizados por los obispos, sin reconocer ninguna autoridad, ejerciendo su ministerio entre los campesinos, que los amparaban.
Esto parece referirse a algún brote de herejía popular revolucionaria.
El papa Zacarías recomienda que se localice a tales falsos predicadores y se los encierre en conventos, donde acaben sus días haciendo penitencia.  
En esta misma carta se refiere, en términos muy severos, a la supuesta opinión sostenida por Virgilio de que existían antípodas y que en sus tierras, ni más ni menos que en las nuestras, había sol y luna.
Esta creencia plantea las mismas dificultades que la de la pluralidad de los mundos habitados: ¿quién creó a sus habitantes si nada de ello se dice en el Génesis? ¿Cómo pudo afectarles el pecado original? Y si les afectó como a los descendientes de Adán, ¿cómo pudieron ser redimidos por la Encarnación y Pasión de Cristo?
Zacarías manda convocar a Virgilio en Roma para que se explique y si resulta convicto de tales herejías, se le anatematice.
Parece ser que Virgilio compareció y logró convencer a sus jueces de que sus tesis no eran heréticas.
Fue enterrado en Salzburgo, su sede episcopal. Sus reliquias fueron halladas en el siglo XIII accidentalmente al venirse abajo una pared, junto a su retrato y su epitafio. Alcuino de York, inglés de Northumbria poco afecto en general a los irlandeses, también le había dedicado unos versos de alabanza.
No tardaron en empezar a producirse milagros y curaciones junto a sus reliquias y su canonización se produjo con rapidez.
La festividad de San Virgilio se celebra el 27 de noviembre.

  






domingo, 18 de noviembre de 2012

El fuego libre del agua

En una reciente película sentimental de las de mucho llorar, dos enamorados convierten en testigo, símbolo y casi tótem de su pasión a un árbol milagroso. Milagro casi de nuestro tiempo aunque de tierras exóticas el de este árbol: un espino que, a raíz del fusilamiento de unos patriotas chinos durante la ocupación japonesa, en vez de las albas flores características -"plus iert blanche que flor d'espine en la Paschor (más blanca que flor de espino por Pascua)", dice el tópico francés medieval-, las da rojas.
La película es adaptación de una novela de la escritora china Ai Mi, que ha vendido millones de ejemplares.
Este milagro chino, fruto del patriotismo y del sufrimiento colectivo pero que acaba haciéndose emblema de pasión erótica no deja de recordar al otro babilonio de Píramo y Tisbe, donde es la morera la que con el cambio de color de sus frutos deja memoria eterna de la tragedia de los enamorados:
"el blanco moral, de cuanto
humor se bebió purpúreo,
sabrosos granates fue...", dice Góngora.
Píramo y Tisbe bajo la morera. Relieve gótico.
También el sentimiento religioso es capaz de causar mutaciones así en las plantas. En el lugar llamado "Cátedra de San Maudez" -San Mandeo, Maudeto o Mandeto-, en Bretaña, entre el Goëlo y el Trégorrois, hay o hubo también un espino que, desde la muerte de aquel santo, quedó fijo en el estado que tenía, sin crecer, enfermar ni secarse; y desde entonces si se arañaba o cortaba su tronco lloraba sangre. De esto da noticia Paul Sébillot, a la vez que de otros árboles hemorrágicos, en Le folklore de France.
Es San Maudez uno de los santos más populares de Bretaña, aunque (como es el caso de otros varios santos bretones) no era nativo de ella, sino irlandés ("Lux, splendor Yberniae" lo llama un antiguo himno editado junto con sus más antiguas vidas por La Borderie (Rennes: Plihon et Hervé, 1891. Consultable en línea en Gallica). Y unas antífonas, aludiendo a su poder curativo:
"Gaudeat Hybernia, terra transmarina,
per quam morbis omnibus datur medicina"...
Esta panacea irlandesa a que se refieren los antiguos versos es la virtud sanadora de San Mandeo y no el whisky, como podría parecer a primera vista.
Por el parecido de los nombres, en Bretaña a veces se confunde a Maudez o Modez con Maurice, pero nada tiene que ver este irlandés con el  de la legión Tebana y ni era soldado, ni negro ni egipcio ni mártir.
De su vida nos han llegado tres versiones antiguas. Las dos primeras conservan elementos muy arcaicos, aunque han sido retocadas o rehechas, especialmente la segunda, cuya redacción actual no se remonta más allá del siglo XIII. Esta vida segunda, en contraste con la parquedad narrativa de la primera, es la más rica en detalles, que no forzosamente han de responder a la imaginación del redactor ni a la contaminación con otros relatos.
Cuál fuera la patria chica de San Maudez es asunto difícil de averiguar. Las vidas recuerdan el nombre de sus padres, Gentusa y Ercleo, tras el cual tal vez se esconda un Erc, nombre bastante corriente en la Irlanda medieval.
Baring-Gould supone que la emigración de la familia de Maudez fue debida a circunstancias gravísimas: una guerra o una de las asoladoras epidemias que azotaron Irlanda durante los siglos VI y VII. No creo que sea preciso suponer un motivo tan catastrófico. Entre los distintos reinos y reinecillos de aquellas tierras occidentales el movimiento de viajeros y de poblaciones enteras era frecuente.
En lo que están de acuerdo varios hagiógrafos, entre ellos el humanista Roscarrock, es en que San Maudez, camino de Bretaña, se detuvo en Cornualles, donde se lo conoce como Mawes y dejó el recuerdo de algunas iglesias y fuentes curativas.
Ya he hablado alguna vez (ver, por ejemplo, Tres fuentes que encierran sangre) de la importancia en las leyendas (no sólo hagiográficas) celtas del elemento ígneo que se encuentra encerrado en el agua. Este fuego acuático es un elemento imaginístico panindoeuropeo al que ya Dumézil dedicó su atención en un estudio famoso sobre Neptuno, el irlandés nechtan y el indio Apam Napat, recogido en Mito y epopeya.
Dos milagros de los más famosos de San Maudez se refieren a este oxímoron del fuego acuático. 
La región de Tréguier padecía periódicas incursiones de piratas (de hecho, los primeros britanos fueron, parece ser, animados a colonizar aquellas costas para garantizar la seguridad del tráfico marítimo y de las poblaciones costeras). Los vecinos acudieron una vez, llenos de aflicción, a implorar el socorro de San Maudez.
-¡Tú puedes! ¡Haz que nos sean devueltos nuestros bienes y nuestros seres queridos!
-Yo lo máximo que puedo hacer es rezar.
Los piratas, que ya se iban de vuelta a su tierra cargados de botín, se detuvieron a hacer aguada para el regreso, tan inoportunamente inspirados que se dirigieron a la fuente milagrosa de San Maudez. Cuando el primero de ellos desmontó y hundió su cántaro o barrilillo en el agua, no bien mojó en ella la punta de los dedos prendió en ella una llama vivísima que lo consumió con caballo, barril y todo, en un santiamén, como si hubiese sido de leña seca. De los demás piratas, aterrorizados, una parte salió huyendo a las naves y no regresó más por aquellas regiones; otros se resolvieron a acudir, descalzos y en camisa, ante el santo, que los absolvió con tal de que restituyeran lo robado y desistieran de su vida criminal.
El otro milagro sucedió según la primera vida "recientemente, en tiempos del conde Hoel". 
Como este Hoel es el que fue conde Hoel V de Nantes y Cornualla y después (desde 1066) duque consorte de Bretaña, podemos deducir que la primera vida fue redactada o remodelada hacia finales del siglo XI.
Hoel poseía el ducado de Bretaña por matrimonio y al quedar viudo, parte de los nobles bretones no reconocieron su derecho y se alzaron en armas.
Durante las luchas civiles que siguieron, y que acabó venciendo Hoel, un grupo de guerreros quedó acorralado sin comida ni agua. Enviaron secretamente a uno de ellos tras el cerco enemigo en busca de ella. La encontró en una fuente milagrosa de San Maudez: agua deliciosa, cristalina, fresquísima. Llenó dos odres y se los echó a cuestas. Al poco tiempo la espalda empezó a picarle, escocerle y arderle como si llevase un costal de brasas. Corriendo despavorido se unió a los suyos, que reconocieron en aquel fenómeno la fuerza sagrada del santo y su (como hoy se diría) posicionamiento a favor de Hoel, a cuyas fuerzas se sumaron.
Para esto, sin embargo, habrían de pasar varios siglos desde la muerte de Maudez, al que me había dejado recién nacido en Irlanda, con sus padres.
-Todo el mundo entrega a Dios -dijo Gentusa, la feliz madre, a Ercleo- el diezmo de lo que cosecha. Nosotros hemos tenido, gracias a la bendición de Dios, diez hijos, y es justo que Le restituyamos lo suyo.
-Es verdad, ¿qué menos?: consagrémosle a nuestro hijo pequeño, Maudez.
-Cuando tenga siete años, lo pondremos a estudiar. ¿No te da lástima que no sea un paladín que haga temblar el mundo con los cascos de su caballo? ¿Seguro?
-No sería el primer clérigo que ganase batallas. Que estudie para cura se ha dicho.
Así lo hicieron, y el joven creció tanto en sabiduría y en santidad que pronto se extendió la fama de su ciencia y de los milagros que obraba, especialmente curaciones.
A pesar de su juventud, según la segunda vida, al morir el abad del monasterio donde estaba estudiando, rápidamente lo eligieron en su lugar. No solamente por sus muchas cualidades, dice sinceramente el texto, sino porque el ser de prosapia regia era una garantía de que afluyesen limosnas al convento y no se le disputasen sus posesiones.
La vida segunda refiere aquí que se desencadenó en aquel tiempo una gran epidemia en el reino de Ercleo. Él mismo, la reina Gentusa y sus nueve hijos seglares sucumbieron, dejando al país sumido en lo que hoy llamamos "un vacío de poder".
No tardó en aparecer un ambicioso que se creía con ciertos derechos hereditarios  a la corona y cuyo intento era legitimar sus pretensiones mediante el matrimonio de Maudez con su hija, doncella bellísima por cierto.
Los próceres del reino, a la fuerza, sacaron a Maudez de su retiro con el fin de sentarlo en el trono.
Cuando, al día siguiente, lo condujeron solemnemente a presentarlo a la novia, la sorpresa fue mayúscula.
-¿Con este montón de podre queréis que me case? -dijo la muchacha- ¡Mejor mil veces la muerte!
Lo que le mostraban era un leproso cubierto de pústulas, chorreando pus y con las carnes cayéndosele a pedazos.
San Maudez se había pasado la noche rezando para que Dios lo volviese repulsivo a ojos de la hermosa princesa y sus plegarias habían sido escuchadas.
-¿Éste es vuestro flamante rey? ¿Cómo pensabais colarnos esta carroña ambulante? ¡Vamos, hija, no aguantemos ni un minuto más esta burla! 
Maudez, al día siguiente, no sólo recobró su salud y apostura de siempre, sino que las vio duplicadas en premio de su firmeza en la renuncia a las glorias mundanas. Y temiendo que su frustrado suegro volviese a las andadas tomó una barquichuela y se cruzó a Bretaña con sus queridos discípulos Bothmael y Tudy.
Maudez Llegó a Armórica, a decir de la primera vida, en tiempos del rey Childeberto II, es decir de la guerra ensañada que alimentó el odio de las cuñadas Fredegunda y Brunequilda. Childeberto II era hijo de Brunequilda, princesa visigoda. Los reinos bretones se vieron envueltos en aquella contienda, que acabó teniendo desastrosas consecuencias para ellos.
Los francos ejercían una soberanía más teórica que real sobre la Armórica, cuyos nobles eran en la práctica independientes. 
Maudez desembarcó junto a la desembocadura del río Trieux y se quedó a vivir en el yermo, comiendo plantas salvajes y bebiendo agua de los manantiales.
El río Trieux, a su paso por Pontrieux, hasta donde llega la marea.
No tardaron los ermitaños en ser detectados por los monteros del rey de Domnonia al que el autor de la vida segunda llama Conde Daeg, y que probablemente fuese Deroch II (según la leyenda, padre de otro santo: San Cenydd o Kenneth). Daeg se compadeció de los monjes recién llegados y les concedió terrenos para levantar una iglesia y convento.
Esta buena disposición creció grandemente con otro suceso. Estaban un día jugando dos hijos de Daeg a hacer puntería con sus arquitos, cuando por accidente uno mató al otro de un flechazo y, aterrorizado ante la perspectiva de una tremenda azotaina, se sumió en lo más hondo del bosque.
Ante la desesperación del rey, Maudez resucitó al muerto, que se levantó llamando a su hermano; y éste, al conocer su voz, salió de su escondite.
Una vez, Maudez recibió la visita de una delegación de los pueblos comarcanos.
-Frente a nuestras costas hay una isla que permanece inhabitable por la mucha cantidad de alimañas que la infestan. ¡Líbrala de esa plaga!
-Si lo hago, ¿me dejáis que levante unas celdas pequeñas para vivir yo y mis pocos monjes?
-No faltaba más.
Según la vida segunda, Maudez obtuvo la isla en premio por la resurrección del príncipe asaeteado. 
Ningún barquero ni pescador se atrevía a acercarles por miedo a los bichos venenosos. Los dejaron en un islote próximo desde el que se podía cruzar en marea baja. Encaramados en su peñasco, los monjes rezaron y pronto un incendio voraz acabó con toda la enmarañada vegetación de la isla y sus dañinos habitantes. Fuertes vientos soplaron llevándose la broza quemada pero dejando el terreno cubierto de una fértil capa de ceniza.
San Maudez, pues, construyó allí su iglesia y habitáculos, semejantes probablemente a humildísimos chozos de pastores. Tal vez ocurriese en aquella época lo que cuenta de él una leyenda: estaba ocupado en la construcción de una iglesia cuando se dio cuenta de que le faltaban clavos y acudió a un vecino.
-Buen hombre, ¿te sobran algunos clavos?
-¡Vaya que si me sobran! -dijo sonriendo con tristeza- ¿Qué estás: clavando algo?
-Eso es.
-Coge los que quieras de esa espuerta.
-Dios te lo pagará.
Cuando terminó la obra, San Maudez volvió a dar las gracias al vecino.
-Ya sé por qué me decías que te sobraban clavos, y vengo a asegurarte que lo que has dado por amor de Dios no te será devuelto.
Conviene saber que al referirse a los clavos, el vecino había hecho un juego de palabras con los clavos que se producen en los diviesos, molestia a la que era extraordinariamente propenso y que lo traía mártir. San Maudez premió su generosidad con curarlo para siempre, y desde entonces se lo invoca contra esta dolencia.
San Maudez. Retablo barroco. Saint Ségal, Bretaña.
Probablemente también tenga que ver con esta dimensión férrea del santo su reconocida virtud de "soltar los hierros", las cadenas y prisiones y liberar a los cautivos. El clavo es también lo que apresa, como el tópico clavo que se echa a la rueda de la Fortuna o el que, cruzado en una S (en bárbaro jeroglífico), se marcaba en la frente de los esclavos.
Maudez, como el eslabón que libera la chispa encerrada en el pedernal, es hierro que desata el fuego contenido en los cristales del agua. 
Sébillot, en su libro La petite légende dorée, donde recoge tradiciones hagiográficas populares, cuenta que San Maudez invitó a San Andrés y San Fiacrio  para celebrar el final de la construcción de su iglesia. San Fiacrio vivió casi un siglo después que san Maudez; en cuanto a San Andrés, primero de los apóstoles, no se sabe que haya viajado nunca por Bretaña, pero eso no importa para la leyenda. Casi es menos verosímil que un santo tan asceta y penitente convidase a sus colegas a una comilona opípara, encargada a una vecina famosa por su buena mano en los fogones.
-¿Vamos a dar una vueltecilla para hacer apetito? -dijo San Maudez.
-Bien.
-Yo me quedo aquí echando una cabezadita -dijo San Fiacrio-; que suelo dormir la siesta del borrego.
Mientras estaba durmiendo San Fiacrio, llegaron los albañiles y viendo la mesa puesta no pudieron resistir la tentación de modo que a fuerza de probaduras dieron cuenta de todos los platos.
Para disimular su fechoría, esparcieron un puñado de migas por la pechera del fraile dormilón y le pringaron los labios de grasa.
Los otros dos santos, a su llegada, se indignaron contra él. Fiacrio comprendió en seguida lo que había pasado pero prefirió cargar con las culpas antes que exponer a los verdaderos culpables al castigo. Sabía que no les duraría mucho el enfado a sus colegas.
Desde que se instaló en su isla limpia de serpientes y otros bichos rastreros, San Maudez no se movió hasta su muerte ni aun después porque lo enterraron en ella. 
Después, probablemente en la época de las incursiones vikingas, lo trasladaron y sus reliquias se acabaron dispersando. Su cabeza estuvo durante mucho tiempo en la abadía de Beauport, frente a la isla de San Maudez (L'île Modez).
Ruinas de la abadía de Beauport, donde se conservaba
la cabeza de San Maudez.
Lo acompañaba en su retiro un pequeño número de ascéticos monjes, entre los que se destaca a Bothmael y Tudy, los discípulos más queridos, que se suelen representar flanqueando al santo. 
Bothmael y Tudy solían acudir a estudiar juntos a una roca llamada la Cátedra de San Maudez (esta Cátedra es distinta de la otra del espino, que mencioné antes, y que se encuentra tierra adentro). Viendo un demonio esto, decidió hacerles la vida imposible y cada día venía a distraerlos y a asustarlos apareciéndoseles en figura de una pavorosa serpiente de mar. 
Sabemos el nombre de este demonio: Tuthe o Cuche. Algunos diccionarios bretones recogen la voz actual teuz con el significado de "duende, trasgo".
También él era el culpable de que las obras de la iglesia no avanzasen, porque por la noche derribaba la mayor parte de lo edificado durante el día.
Los discípulos se chivaron al maestro, que se apostó al acecho del monstruo. En cuanto lo vio acercarse, salió corriendo detrás de él y lo puso en fuga. El monstruo creía verse seguro poniendo mar por medio y nadó a toda velocidad hasta otro farallón más alejado a que trepó. y desde él hacía burla a San Maudez, que había subido también él a un picacho rocoso de su isla para ver si lo avistaba. irritado el santo, cogió del suelo una piedra y se la arrojó a la bestia con tan insospechados y sobrenaturales fuerzas y puntería que le atinó en mitad de la cabeza y dio con ella en lo hondo de las aguas, de donde nunca más ha vuelto a salir, que se sepa, a molestar a los mortales.
Es un caso excepcional entre los santos sauróctonos el acabar con su dragón a cantazos; claro que David  no vaciló en emplear tan rústica y primitiva arma contra Goliath. 
Un día le dijo San Maudez a Bothmael:
-Aprovecha la marea tan baja que está y vete a tierra firme corriendo a por lumbre, que se nos ha apagado. Mira que no te entretengas, que el mar sube rápido.
Bothmael entró en la primera casa que encontró. Había una mujer calentando leche.
-¿Qué querías, chico?
-Que soy de ahí de los monjes de la isla, que si nos da un poco de lumbre que se nos ha apagado.
-Cómo no, hijo: pon la saya que te lleno la falda de brasas.
Bothmael, en su ingenuidad, levantó la saya y la mujer, por seguir la broma, se la llenó de brasas. Pero vio estupefacta que no la quemaban, como si fuese de amianto. El chico dio las gracias y salió pitando, pero a pesar de ello lo cogió la marea a mitad de camino. Se encaramó a una roca pero las olas subían y subían. la roca no era muy alta y la marea la cubría. Como Bothmael lo sabía, se resignó a esperar la muerte orando.
Pero la muerte no llegó, porque gracias a las plegarias conjuntas de Maudez y de los dos discípulos, la roca se iba elevando sobre el nivel de las olas a medida que éstas iban hinchándose y cuando las aguas alcanzaron su mayor nivel el monjecillo no se había mojado aún ni la punta del pie. Al retroceder la marea, Bothmael regresó corriendo a la isla con las brasas aún encendidas en el regazo de la saya. De nuevo la fuerza sagrada de Maudez había triunfado sobre la enemistad del fuego y el agua.
A la tumba de San Maudez concurrían multitudes de peregrinos en busca de la salud. El poder vermífugo que le había permitido sanearla también se aplica a los que acuden a su intercesión para desembarazarse de la solitaria y demás gusanos parásitos. La receta consiste en hacer un barro con tierra  del cementerio y agua de la fuente milagrosa y untárselo:
"Terra cimiterii, fonti dum miscetur,
si pertacta fuerit, vermes expellentur".
La festividad de San Maudez se celebra el 18 de noviembre. 

lunes, 12 de noviembre de 2012

La lengua recobrada

El gran Mabillon, en las actas de los santos benedictinos, recoge la Vida de San Livino, obra, según se dice en el propio texto, del clérigo Bonifacio.
Ha sido discutida la existencia de este santo, confundido según algunos con otro, San Lebuino, activo en la misma época y región; se ha atribuido la confusión a emulación entre monasterios. Los celos  de unos de las reliquias poseídas por los otros habrían llevado a la invención de un santo ficticio cuyo culto corriese parejas con el de los rivales.
La prosa de Bonifacio parece tardía y resulta un tanto farragosa, pero su relato contiene elementos de aspecto antiguo, como vamos a ver.
En todo caso, he aquí: Bonifacio refiere que en tiempos del ínclito rey Colomagno de Irlanda había un caballero sobresaliente en toda clase de virtudes, llamado Teagnio, casado con la nobilísima Agalmia, hija de Efigenio.
Mano de Dios y palomas. Mosaico del siglo XII.
Una noche de domingo, estando el matrimonio en la cama, ni bien dormidos ni despiertos del todo, he aquí que descendió de las alturas una paloma de láctea blancura y resplandeciente de claridad celestial, viniendo a posarse a la cabecera de los esposos. Los miró con tierna gravedad, abrió las alas y dejó caer de su pico tres gotas de leche en los labios de Agalmia. Al momento, el aposento quedó bañado de una claridad sobrenatural acompañada de suavísimo perfume que duró hasta la mañana. Y en ese mismo momento Agalmia sintió que una criatura se movía en su seno. Tal vez (dice Bonifacio prudentemente) ya se gestaba latentemente en su seno, y vivificado con el soplo divino cobró entonces movimiento.
La verdad es que esta concepción por vía oral no es nada excepcional en el mundo mítico irlandés. Se encuentra en la historia del nacimiento de Étain y en la del de Cú Chulainn, por poner dos casos. De esta manera, el héroe puede tener más de un padre, dado que su concepción no tiene por qué ser única. Uno humano y uno divino, por ejemplo.
Asombrados por el prodigio, ya al rayar la aurora, los esposos mandaron llamar a Menalquio, hermano de Teagnio y archipontífice, para que interpretase lo ocurrido. Menalquio profetizó que nacería de ellos un niño que traería gran alegría no sólo a Irlanda, sino a muchas otras naciones. El anuncio de Menalquio resultó literalmente exacto, porque cuando vino el niño al mundo el día salió limpio y claro y todos los habitantes del país se sintieron a la vez empapados de serenidad y animados de gran alegría, cosa que nunca se había visto ni leído en los más antiguos códices.
San Agustín predica a los sajones. Ilustración de 1864.
Fue por entonces (es decir a finales del siglo VI) cuando el papa Gregorio envió a Inglaterra a San Agustín de Canterbury para evangelizar a los sajones y se decidió solicitar que fuese él quien bautizase al recién nacido. Le pusieron Livino por un tío materno suyo, que había muerto mártir.
Una columna de luz más brillante que el sol bajó sobre el niño, y de ella asomó una mano diestra que lo bendijo tres veces, mientras una voz lo proclamaba amado de Dios y de los hombres.
Livino fue criándose como niño bueno, sabio y lleno de virtudes. Para su instrucción, se recurriría a un hombre de santidad y sabiduría reconocidas: Benigno. 
A los nueve años, yendo con su padre a misa, se les cruzaron unos rústicos que conducían a dos posesos encadenados. Uno de ellos , furioso, había dado muerte a un hombre y dos mujeres; el otro a su propia familia: su mujer y dos hijos. Livino avanzó hacia ellos y les impuso las manos, exorcizándolos. Al momento, empezaron a exhalar por las narices unas espesísimas columnas de humo acre, chorros de sangre negra y pestilente y verdaderas nubes de moscardones que salieron volando y se perdieron en el aire con atronador zumbido. Saliendo de las tinieblas de la posesión, los endemoniados se confesaron y, agradecidos, toda su vida continuaron junto a San Livino y alcanzaron ellos mismos la santidad: se llamaban San Elimas y San Sinfronio.
El ama a cuyos pechos se había criado Livino llegó al trance de la muerte; todos los signos de ella se pintaban en su rostro: ni veía, ni conocía; movía imbécilmente la cabeza cérea de un lado para otro en la almohada y de un momento a otro se esperaba que expirase. Todos rodeaban su camastro llorando: amos y criados. Livino se abrió paso y se puso a rezar junto a la yacija; no tardó la pobre mujer en abrir los ojos con lágrimas de gratitud.
-¡Ya era hora! Me habían estado llevando un par de demonios por unos caminos horribles, llenos de baches y de pedruscos, por un monte negro como boca de lobo para haberme matado si no hubiera estado ya muerta, hasta una fosa de pez y de azufre hirviendo donde me querían echar de cabeza. 
Almas arrojadas al infierno. Relieve gótico. La serpiente enrollada
a la mujer del centro alude a la lujuria; la bolsa en la olla de la derecha
seguramente a la avaricia.
Y de pronto aparecieron San Miguel y San Pedro con otros viejos santos, se hizo la luz y mandaron que me soltasen porque Dios había escuchado las oraciones de mi Livino.
-Tranquila: se te han concedido muchos años más para que expíes esos pocos pecadillos que tuvieses. Yo -dijo Livino- me voy a retirar a la soledad de los bosques, a sustentarme de   plantas silvestres y agua previamente enturbiada.
-¡Te seguiremos al yermo! -dijeron Cillian, Faoláin y Elías, constituyéndose en discípulos suyos.
Pero el rey los cortesanos tenían tanta confianza en él que acudían a diario a consultarle sus asuntos y no le dejaban meditar en paz.
-No te apures -le dijo un ángel que vino a verlo-; lo que tienes que hacer es poner tierra por medio. ¿Por qué no vas a completar tus estudios con San Agustín, que te bautizó?
-Buena idea.
Emprendió el viaje con sus tres discípulos y a mitad de camino de la costa se encontraron con un joven guapísimo.
-Me mandan para que te proteja durante todo el viaje. Haremos el camino juntos -dijo.
Siguieron andando por tierras para ellos desconocidas: prados de un verde rutilante, de hierba espesa y muelle con flores de los más vivos colores y árboles que llevaban frutas nunca vistas, de aroma que embelesaba.
-No sé por qué camino nos estás llevando -le dijo Livino-, pero según mis cuentas ya hace tiempo que teníamos que haber llegado al mar.
-¿Y dónde te crees que estás? ¡El mar es esto!
-¿¡El mar!?Efectivamente, estaban cruzándolo a pie enjuto y se les antojaba que las vastas extensiones marinas eran aquellos campos amenos. Cuando lo hubieron atravesado y llegaron a tierra firme, el ángel (pues eso era el bonito guía) salió volando y se perdió en los cielos.
-¡Adiós, Livino!
Esto mismo del ángel para quien los mares son prados transitables a pie se cuenta, entre los irlandeses, de manannán Mac Lér, el dios marino, que pasea sobre las olas en su carro y ve en ellas una maravillosa región de praderas y vergeles.
San Agustín, prevenido por el Cielo, salió a recibir a Livino, que estuvo estudiando con él cinco años y tres meses, al cabo de los cuales se despidieron. Livino se llevaba a su patria ornamentos litúrgicos de altísimo valor, obsequio de San Agustín.
Había muerto el obispo Menalquio y San Livino fue nombrado en su lugar. En el momento de su consagración, una solemne voz celestial saludó al nuevo obispo. A la vez bajó del cielo una corona de oro y piedras preciosas, entretejida con flores sobrenaturales de aroma delicioso y que resplandecía con los colores purpúreos del ocaso. Lo que nadie sospechaba es que esa púrpura prefiguraba la sangre de su martirio.
San Livino era hombre delgado y menudo. con dedos finos, largos y huesudos. Tenía la cabeza y las orejas grandes, el cabello rubio entrecano sobre todo junto a las sienes raleaba bastante por la frente, las cejas eran pobladas y canosas sobre sus ojos vivarachos y alegres. La barba era blanca. La cara chupada por los muchos ayunos; la piel muy blanca pero con chapetas sonrosadas. la gracia del Espíritu Santo le confería una belleza especial. 
Siendo obispo, Livino sanó a un leproso que yacía en cama sin poder mover más que los ojos y salvó del naufragio a un barco que zozobraba sacudido por una tormenta. Caminando sobre las aguas agitadas por la tempestad, Livino subió a bordo del barco, calmó a las olas con sus palabras y rescató de entre ellas al timonel, al que habían engullido hacía un buen rato.
A pesar del cariño de sus fieles, decidió un buen día que era su obligación difundir la palabra de Dios por otras tierras, y marchó a Gante a venerar la tumba de San Bavón, muerto hacía tres años, invitado por el abad San Floriberto y de allí a sembrar el Evangelio por el Brabante.
Brabante era entonces una región próspera a decir de Bonifacio, y poblada por habitantes dotados de toda clase de buenas cualidades, pero esclavos de todos los vicios. La predicación de San Livino comenzó a dar frutos. El diablo vino corriendo a él valiéndose del cuerpo de un endemoniado que lo cubrió de insultos y amenazas, pero San Livino lo expulsó, dejando a su víctima sana. 
El santo se alojaba en casa de dos piadosas hermanas, Doña Berna y Doña Crafaílde a cuyo hijo, que llevaba años ciego por culpa de las viruelas, devolvió la vista.
A pesar de sus buenas obras y de los milagros que obraba, el cristianismo se enfrentaba a la oposición violenta de buena parte de la población, aferrada a sus viejas creencias y desconfiada. 
-Este es un tío astuto -decían-. Viene en plan santurrón a ganarse las voluntades de los bobos y de las mujeres para hacerse el amo del país.
-Pronto empezarán a lloverle herencias y donaciones.
-Estos fanáticos siempre hacen igual: lavan el cerebro a los incautos, dividen a las familias y las destrozan. Luego, a río revuelto ganancia de pescadores.
-Hay que darle un escarmiento.
-Bueno, pero sin pasarse tampoco.
-Eso ya se verá.
-Que no le queden ganas de volver por aquí.
Caldeados los ánimos, lo esperaron en grupo para darle un buen susto. Dieciséis eran, ni más ni menos. Unos llevaban puños de plomo, otros garrotes y lo que sirviese de arma improvisada. Cayeron sobre Livino y empezaron a sacudirle una somanta de no te menees.
Uno de ellos, un tal Gualberto, diabólicamente inspirado, sacó no se sabe de dónde una tenaza:
-Verás lo poco que vas a volver a embaucar a la gente.
Con la tenaza le arrancó la lengua de la boca y se la arrojó a un chucho que andaba husmeando por ahí.
-Ten, guapo: a ver si aprendes la oratoria sacra.
-No parece que le aproveche mucho.
-De "guau, guau" no hay quien le saque.
-Al otro tampoc... ¡Ah!
Una llama de ira del cielo había surgido devorando a los atacantes sin dejar de ellos ni las cenizas. 
Pedro Pablo Rubens, Martirio de San Livino.
Dios devolvió a Livino la lengua y las agresiones no le entibiaban el celo apostólico. Dios defendía a su mensajero. Otro tal Gerardo, que fue a darle un puñetazo a Livino, se quedó tres días con el brazo tieso. Arrepentido, sanó y se convirtió en discípulo suyo.
Pero finalmente, una noche mientras estaba rezando se le apareció Cristo rodeado de santos anunciándole su muerte cercana. Livino, al día siguiente, reunió a sus conversos y se despidió de ellos con lágrimas en los ojos.
-Me voy a sembrar la palabra de Dios a otra parte. Seguramente allí recogeré la corona que me está esperando.
Pero los paganos no estaban dispuestos.
-¿Vamos a dejar que se vaya este brujo sin que se lleve un escarmiento?
-No lo querrán los dioses.
Livino estaba rezando cuando vio bajar del cielo una paloma como la nieve que dio tres vueltas volando en torno de él y dejó caer de su pico tres gotas de sangre de viva púrpura sobre su cabeza.
-Ya está abierta la puerta de la vida-dijo-. No temas.
-¡¡Padre!! -gritó, entrando a toda prisa, el discípulo Faoláin- ¿Oyes cómo vienen corriendo en tropel al asalto de la casa? ¿No oyes el estrépito de las armas?   
Pero ya se abría la puerta y entraban, temblando de furia, Meinzón y Gualberto, los cabecillas paganos, seguidos de una muchedumbre armada.
-¿No podéis entrar civilizadamente? -preguntó Livino con una sonrisa en los labios-. Si venís a arrepentiros os escucharé en confesión uno por uno con mucho gusto. Pero si, como veo, venís dispuestos a matarme, ruego a Dios que os conceda el arrepentimiento y el perdón; que allí donde estén mis reliquias haya siempre paz y abundancia y que al que me rece con fe se le escuchen sus súplicas. 
-¡Concedido! -anunció una voz sobrenatural.
-¡Amigos míos y discípulos! Sed fuertes. El Espíritu de Dios nunca os fallecerá. Vienen tiempos de prueba...
-Pero ¿vas a ser charlatán hasta el borde mismo de la tumba? ¡Se acabó! -dijeron los paganos, y lo decapitaron de un tajo.
Los cristianos, que habían presenciado atónitos cómo los ángeles venían del Cielo y se llevaban el alma del mártir, se apresuraron a honrar sus despojos. Entre ellos se encontraba Doña Crafaílde, con un niño de días en los brazos. Livino lo había bautizado con el nombre de Bricio.
Y el pequeño Bricio, milagrosamente, alzó la voz:
-Habéis matado a un inocente sin motivo, encima de que venía a traeros la luz. 
Gualberto, furioso, le abrió la cabeza en dos a Doña Crafaílde con un hacha de doble hoja que traía; después se ensañó con el niño y lo hizo tres pedazos.
Cuando los fieles pudieron, por fin, dar sepultura al cuerpo santo, encontraron maravillados un sarcófago preparado, de hechura tan extremada y perfecta que no dudaron ser obra más que de manos humanas. En él sepultaron a Livino y cavaron al lado una tumba para Doña Crafaílde y el niño. 
San Livino cefalóforo.
Foto: Paul Hermans.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/0/0e/Livinus.jpg
El martirio tuvo lugar en el pueblo de Esse y el sepulcro se encuentra en el de Houtem, brabanzones ambos. La tradición popular dice que el propio San Livino fue caminando de uno a otro, llevando en las manos su cabeza cortada.
La festividad de San Livino se celebra el 12 de noviembre.

martes, 6 de noviembre de 2012

El hombre de las cavernas

La vida de San Iltudo o Iltudio nos ha llegado sólo a través de una versión tardía, que parece remontarse a los sumo al siglo XII. Sin embargo, San Iltudo aparece mencionado en algunas de las narraciones hagiográficas más antiguas de Bretaña de manera que permite suponer que existió una relación temprana, luego perdida, de los hechos y milagros de este importante santo.
Dice, pues, el texto que conservamos que Iltudo era natural de la Bretaña armoricana: sus padres, Bicano ("Pequeño" en galés) y Riainguled, que se traduce al latín por "Regina Pudica", hija de Amlawdd.
Ahora bien, este Amlawdd no es ningún desconocido en la leyenda artúrica, aunque las versiones sobre su posición exacta en ella no concuerdan. Según algunas, estuvo casado con Gwen, hija de Cunedda, con quien tuvo a Ygerna, madre de Arturo.
Henry Hugh Armestead. Nacimiento de Arturo,
primo de San Iltudo. 
Por tanto, Iltudio estaba emparentado con lo más granado de la corte de Arturo: con Don Galván, con Erec (el marido de Enid) y con Culhwch (el enamorado de Olwen), entre otros. No faltaban santos en la familia: San Germán era su tío y San Saturno su hermano.  
Riainguled hacía honor a su nombre, comportándose siempre como una jovencita seria y modosa que apenas había salido de los aposentos de su madre cuando la casaron. No tardó en concebir un hijo al que puso Iltudo, que según la vida significa "libre de todo crimen".
-¿Qué haremos con él? -dijo el orgulloso padre-: seguro que sobresaldrá en lo que se proponga.
-Yo quisiera que estudiase y fuese un sabio en las siete ciencias -contestó su mujer.
-Yo querría que descollase en las armas y fuese un caudillo famoso.
-¿Sabes lo que te digo? Vamos a ponerlo a las dos cosas. Malo será que no pueda con todo.
Así fue como Iltudo entró en los estudios de San Germán, donde fue compañero de otros futuros santos tan destacados como San Brioc y San Patricio. En esta época de su formación no se explaya apenas su vida; las de otros condiscípulos algo más.
Cuando ya fue algo mayor, Iltudo sintió la vocación guerrera, especialmente enardecido por las hazañas y maravillas que oía de la caballería de su primo Arturo, a cuya corte se encaminó. Fue tan destacado en las armas como en las letras, tanto que se le conoce como Illtyd Farchog, el Caballero Iltudo. Y se casó con una noble y bella mujer, Trynihid.
El matrimonio, deseando cambiar de aires al cabo de un tiempo, se despidió de la corte de Arturo y se instaló en la de Pablo, rey de Morgannwg, que era hermano de Gwynllyw (ver Lo que no se haga por un hijo...) y por tanto tío de San Cadoc.
En Morgannwg Iltudo fue prosperando hasta convertirse en la mano derecha y el valido del rey, jefe supremo de sus ejércitos y ministro universal, porque unía a las virtudes guerreras una aguda inteligencia y una erudición fuera de lo común.
Un día estaba el Caballero Iltudo de cacería con una cincuentena de caballeros por los terrenos concedidos a San Cadoc para su vida retirada. Aquellos cortesanos tenían, al parecer, el privilegio de que los dueños de las tierras por donde iban de montería y de francachela estaban obligados a suministrarles la comida. El santo no iba a librarse de aquella obligación, y así se lo recordaron en una carta bastante burlona y descomedida. San Cadoc, humildemente, se plegó a la costumbre y les proporcionó un cerdo, un barril de cerveza y veinte hogazas. Esto les pareció una cutrez  y usaron con el monje, roñoso a su ver,  de malas palabras, arrogancia y chulería, pero se sentaron a la mesa. Unos hechos semejantes se narran en la vida de otro santo galés de la época, San Beuno (ver Los prontos de San Beuno).
Cazador con halcón. Capitel románico.
Iltudo, con su halcón, se había separado del grupo principal de los cazadores. Eso fue lo que lo salvó: al resto de sus compañeros se los tragó la tierra en castigo de su soberbia y señoritismo.
Iltudo se quedó aterrorizado de la fulminante justicia de Dios y, aunque no había participado en las impertinencias de los otros, cayó de hinojos ante Cadoc.
-¿Cómo sé yo que el día menos pensado no se abre la tierra y voy de patitas al Infierno? ¡Tan pecador como esos otros soy yo!
-La vida de cortesano está llena de celadas para el alma y de tentaciones. Haz como yo, date la del humo. La mejor protección es no ponerse al peligro. 
Iltudo recogió a su mujer y buscó un lugar apropiado al borde de un río; allí construyó una cabaña techada de juncos (porque, precisa la vida, era verano) y ambos se quedaron a vivir con todo sosiego lejos de las preocupaciones palaciegas.
Allí recibió la visita de un ángel:
-Vamos a ver, Iltudo: tú eres un caballero merecidamente famoso, pero ahora esa caballería la tienes que dedicar sólo a Cristo y reconocer por capital enemigo al Demonio. Tus mejores armas son la sabiduría que adquiriste con San Germán. Tú no te percatas, pero el enemigo está siempre a tu lado, armándote trampas, fiero como el león y raudo como el pájaro. Cuando lo ves, es demasiado tarde. ¡No se puede ser criado de dos amos!
-Ya, bueno: pero ¿y con mi mujer qué hago?
-¡Anda, éste! Pues dejarla.
-¡Pero si la quiero mucho! Y no me ha hecho nada malo para que la repudie.
-Sí que te ha hecho. Tú no te das cuenta, pero el amor de la mujer es un horrible y odioso devaneo que te aparta del Cielo. Te abrasa con un fuego que es como un adelanto del del Infierno. 
-Sabroso adelanto, todo hay que decirlo, y lícito.
-¿Ves el peligro? ¡Esa retórica te la inspira Satanás por medio de la carne! Tú tienes una mujer preciosa, eso no hay quien lo niegue; pero mucho más preciosa es la virtud que te estás perdiendo por su culpa. Mira: para que veas lo vil y despreciable de los bienes terrenos en comparación con los celestes y quedes asqueado de ellos, te voy a decir un remedio. Tú mírala desnuda, pero mírala bien...
-¡Sí; pues como haga eso...! Escucha, una cosa está clara: tú eres un ángel y no entiendes cómo funcionan las personas.
-Puede ser. En todo caso, yo te doy el recado de Arriba, y tú si quieres obedécelo. Mañana mismo parte hacia Occidente. Pronto encontrarás un valle deshabitado como hecho adrede para que te quedes allí a vivir en soledad anacorética.
A decir verdad, Iltudo no quedó muy convencido, pero no se le iba de la mente la conversación con el ángel. A la mañana de madrugada le dijo a su mujer:
-Ve a echar un vistazo a los caballos, a ver si están bien cuidados.
-¿No podías ir tú?
-Ve, anda.
-Has nacido tumbado.
¡Hombre, ¿no podías ir tú?!  Amanecer, Alphonse Mucha.
Trynihid salió de la cama. Estaba desnuda. Cuando volvió, Iltudo la pudo contemplar a su sabor. El pelo le caía suelto hasta las caderas y el resplandor de la aurora lo permeaba rodeándola de un halo de lumbre roja, mecido suavemente por el airecillo matutino.
-En dos cosas tenía razón el ángel -se dijo Iltudo-: en lo del fuego y en que si hay algo capaz de quitarme a Dios de la cabeza, es esto.
Ya Trynihid volvía apresuradamente a meterse debajo de las sábanas, cuando Iltudo la alejó de un puntapié como si fuese un bicho venenoso.
-¿Qué haces? ¡Aparta, hombre, que me va a dar una pulmonía!
-Pues te vistes.
Iltudo le arrojó sus vestidos; Trynid se cubrió con ellos y se sentó en la cama.
-Sigo dando diente con diente -dijo frotándose los brazos-. ¿No ves cómo está la mañana? ¿Estás tonto? Échate un poco a un lado, que me meta.
-Para ti la cama entera -contestó Iltudo con enojo-: el que se va soy yo.
Así cuenta el autor de la vida la separación de Trynihid e Iltudo, que, resuelto, salió en busca de su valle; lo encontró al cabo de no mucho tiempo y le pareció el lugar más hermoso de la Tierra.
Se confesó con el famoso obispo San Dubricio (el que coronó y casó a Arturo), se afeitó y tonsuró y en su valle del bosque, cerca del mar, levantó una pequeña iglesia donde hacía vida de meditación y penitencia, pasando largos ratos de oración en el agua helada de los arroyos.
Aquel lugar deleitable tenía sin embargo, como luego vería el santo, un grave defecto, y era que estaba expuesto al embate de las mareas. No era raro que subiesen hasta anegarle los cultivos, deshaciendo los diques que levantaba una y otra vez con paciencia.
-Pierdes el tiempo -le dijo una vez el ángel-. Al mar hay que tratarlo con energía. Coge tu báculo y amenázalo con él y lo verás huir ante tus pies como un perrillo.
Iltudo, a la mañana, fue a la playa, hasta donde rompían las olas y levantó el palo:
-¡Vamos, tú, tira para atrás!
La espuma pareció enrollarse sobre sí misma y retrocedió unos pasos.
-¡Ea! ¡Venga para atrás!
Y, con el báculo en alto, fue empujando y empujando a la rompiente hasta que le pareció bastante trecho. Allí hincó el báculo en la arena haciendo brotar una fuente clara de agua dulce.
-Ahí quieto. De este manantial no se pasa: ésta será tu linde. ¿Entendido? ¡Pues eso!
Y desde entonces no volvió a cubrir la pleamar aquella parte. Las tierras nuevamente enjutas fueron dedicadas a la labranza y a pastos.
Rezando un día en su capilla, lo distrajeron sobresaltándolo una gran algarabía de gritos y ladridos y el salto de un ciervo que irrumpió en la iglesia como buscando asilo. Caso frecuente en las vidas de santos de aquellos tiempos. Cazadores y perros quedaron respetuosamente detenidos a la puerta. Tras ellos venía el rey, hombre orgulloso y cascarrabias.
-¿Quién eres tú y cómo te has atrevido a ponerte a vivir en mitad de mi coto de caza sin permiso de nadie?
-No sólo con permiso, majestad, perdona; sino incluso con órdenes de Dios.
-¿Ah, sí? Pues devuélveme mi ciervo.
-No puedo. ¿No ves que se ha acogido a sagrado?
-Bueno, quédatelo. ¡Será por ciervos!... A veces me cae bien la gente que no se amilana.
Fraile, ciervo y cazadores. Vida de san Gil. Fresco románico.
El animal, que se había domesticado de repente, fue desde entonces gran amigo de Iltudo, y le servia de bestia de carga y de tiro. Pero mayor milagro había sido amansar al rey. Se llamaba Meirchion Vesanus, y tenía la cabeza tan descabalada como indicaba su nombre. 
El santo, agradecido por la real indulgencia, lo invitó a cenar y mandó a un monje de varios que se habían quedado por los alrededores atraídos por su santidad a que pescase algo. Trajo un pescado colosal que se sirvió asado.
-¡No me dirás que no es un asado digno de un rey!
-Tienes razón pero desde que eres ermitaño se ve que se te ha olvidado la cortesanía. ¿O erais así de rudos en casa de Pablo de Morgannwg? ¡A un rey no se le presenta una comida sin vino, sin pan y sin sal!
-Tú pruébala, gran rey, y ya me dirás.
Aquel pez era milagroso y en la boca adquiría las cualidades de sabor y textura de cualquier plato que a uno le apeteciese estar degustando en aquel momento, de manera que era todos los manjares en uno. Con el agua de la jarra sucedía igual: en ella se encontraban el sabor y fuerza de cada cerveza, de cada vino y de cada licor.
Vesanus se quedó traspuesto después de la abundante comida y al despertar satisfecho, hizo donación de todos aquellos terrenos al ermitaño. Un ángel, dijo, se lo había mandado en sueños.
En torno a la ermita fue creciendo un pueblo e Iltudo admitió discípulos: allí estudiaron San Paulino, San Gildas, San David y San Sansón (sobre la estancia de San Sansón con San Iltudio, ver El mayor matadragones). De éste, siendo alumno de San Iltudo, cuenta la vida el milagro de los pájaros, que la canción tradicional nuestra atribuye a San Antonio y que también se pone en la cuenta de los de San Pablo Aureliano (ver San Pablo de Leonís). San Sansón se separó pronto de San Iltudo para ir a hacerse cargo de la diócesis de Dol, pero a su muerte dejó mandado que lo metiesen en un ataúd y lo echasen al mar: flotando, flotando, llegó a la playa del monasterio de San Iltudo, del que siempre había guardado morriña en el corazón, y allí fue sepultado.
El pueblo de San Iltudo iba prosperando y sus cosechas eran abundantes y sobraban para repartir entre los pobres. 
En una ocasión, San Iltudo viajó a Bretaña, haciendo la peregrinación del monte de San Miguel. Vio en aquel país una gran miseria porque las cosechas se habían echado a perder. Gracias a las oraciones del santo, una gran parte del trigo almacenado en las trojes de su monasterio cruzó la mar y apareció una mañana depositado por las olas en la playa. Con esto se remedió el hambre y San Iltudo regresó a Gales cargado de bendiciones de sus paisanos de Bretaña.
A todo esto, la mujer de Iltudo, sin reponerse del todo del disgusto, había buscado su consuelo en la religión, dedicándose como su marido a hacer vida retirada y solitaria. Pero no podía dejar de pensar en él; y un día, más enternecida con sus recuerdos que de costumbre, decidió hacerle una visita. Su paradero ya no era ningún misterio puesto que su fama de santo estaba muy extendida.
Llegó sin anunciarse; Iltudo, sin duda desconfiando de sus fuerzas por el recuerdo turbador de aquella última madrugada, se negó a recibirla. Trynihid no quiso marcharse sin ponerle los ojos encima, aun de lejos y sin ser vista.
Lo que se encontró la dejó emocionada. En vez de su elegante danzarín, gallardo cetrero, bizarro jinete luciendo sus arneses de guerra, un destripaterrones sarmentoso vestido con un cilicio y pellejos cosidos de cualquier manera, sucio de barro, amarillo de los ayunos, mal afeitado, estropeado a fuerza de trabajos y penitencias.
-¡Ay, Dios! ¡Quién te ha visto y quién te ve! -pensó desconsolada- ¡Éstas son las obras del mundo! ¡En qué has parado, Iltudo mío bonito!
Ya no vio más, porque instantáneamente se quedó ciega.
Allí se quedó sentada en una piedra llorando su ceguera y el haberla merecido. Porque había expuesto a San Iltudo a la tentación de Satanás y porque ella misma había caído en su trampa, considerando por un momento preferible el vistoso albañal de mundanidad en que vivía antes a su actual perfección.
Alguien la encontró y la llevó ante Iltudo, que le devolvió la vista. La buena esposa se fue llena de tristeza, pálida y temblorosa del susto. No volvió a intentar encontrarse con su marido.
Y era que con San Iltudo no se jugaba.
Unos cuatreros le robaron una noche unos cerdos y, después de vagar perdidos por el campo hasta la madrugada, sus pasos desatentados los condujeron de nuevo a la cochiquera del convento. Escaparon los ladrones evitando ser descubiertos, pero al caer la tarde intentaron de nuevo su fechoría. Aquella vez, por reincidentes, tuvieron menos suerte; su desvarío los llevó a unos montes lejanos donde quedaron convertidos en piedras.
El rey Meirchion Vesanus tenía un valido llamado Cyflym, que quiere decir "Listísimo"; era un verdadero tirano, ordenancista y frío, implacable: todo el mundo lo odiaba.
-Y si aquí todo el mundo paga sus impuestos, ¿por qué se va a librar el pájaro de Iltudo? -dijo al rey un día- ¿Porque tuvo la suerte de que un criado suyo pescase un pez muy rico? ¿Porque tenías, gran rey, tanta hambre y sed de estar cazando que la mísera comida que te pusieron te supo a gloria? ¡Pues sí que hizo buen negocio con el almuercito! Si vamos a echar cuentas, es la comida más cara que te han servido en tu vida...
No le dio tiempo al mal ministro a cobrar los impuestos a Iltudo, porque antes de llegar a su casa se quedó parado como si se encontrase mal y se empezó a derretir como cera a la lumbre hasta quedar en el suelo hecho un charco que se fue bebiendo la tierra.
El rey, al conocer la noticia, se encolerizó y armó a sus soldados para caer sobre Iltudo, no tanto por vengar la muerte de su ministro como por atajar de raíz cualquier posible subversión. El santo se escondió en una cueva recóndita donde estuvo encerrado tres años; milagrosamente a diario encontraba un pan de cebada y un pescado para su sustento.
De pronto oyó el dulcísimo son de una campana; asomó la cabeza y vio a un hombre por los senderos del bosque.
-¿Ocurre algo? ¿Por qué tocas la campana?
-Yo no la he tocado: se ha puesto a sonar ella sola.
-Déjamela ver. ¿Para dónde va esta campana?
-Es un regalo de San Gildas para San David.
-Ah; pues dale recuerdos de parte de Iltudo. Son amigos míos los dos.
-No se me olvidará.
El recadero entregó puntualmente el paquete.
-¿Qué campana me traes? -dijo San David al mozo- ¿No ves que esto no suena?
-Pues ayer sonaba perfectamente, que la estuvo probando Iltudo, que por cierto manda recuerdos para usted.
-Si a él le suena y a mí no, mejor es que la tenga él que no yo. Llévasela y que la use él, que es lo que Dios quiere.
El mozo se fue de la lengua y los lugareños, conociendo el escondite del santo, fueron en cortejo y lo devolvieron triunfalmente a su abadía. 
Tiempo después de morir Iltudo, los ingleses invadieron aquellas tierras y como trofeo se llevaron la campana, atada al cuello de un caballo.
El rey inglés, estando en sus reales, vio que un soldado entraba en su tienda, armado de todas armas, y le atravesaba el pecho de un lanzazo. Despertó sobresaltado, y aunque todos lo tranquilizaban diciéndole que había sido una pesadilla, él estaba abatido.
-No ha sido pesadilla: ha sido sentencia fulminada por Dios.
El rey pasó nueve días haciendo penitencia; al décimo fue hallado muerto.
El caballo, con su campana, escapó del cercado y guiado por su instinto o por una fuerza sobrenatural emprendió camino hacia el convento de San Iltudo, cruzando montes y ríos. Por el camino se le iban juntando caballos y más caballos hasta formar una gran manada que se detuvo ante el convento.
Los monjes, maravillados, vieron que todos los caballos eran exactamente iguales, como hechos a máquina, y optaron por repartírselos a partes iguales.
Pero esto ocurriría muchos años más tarde.
Entre tanto, la muerte por licuefacción del anterior valido no había sido bastante escarmiento para el rey Meirchion Vesanus, cuyo nuevo ministro seguía  impidiéndoles a los monjes usar los mejores pastos con el único propósito de fastidiarlos, envidioso de su prosperidad.
-No os preocupéis por eso -dijo Iltudo-; total, es un terreno pantanoso que no sirve para nada; llevad las vacas a otro lado.
Turbera. Kitty Kielland.
-No te acuerdas bien: son los mejores prados de la comarca.
-Yo os digo que es una ciénaga y sé lo que hablo.
En efecto, la primera vez que el ministro nuevo (Cefygid se llamaba) volvió a los prados a cerciorarse de que los monjes no habían llevado a ellos las vacas a pastar, el suelo empezó a ablandarse bajo sus pies hasta convertirse en un tremedal que se lo fue tragando sin que pudiera hacer nada para escapar. Siglos después, todavía existía el pantano para escarmiento de malvados.
El rey, enfurecido por la muerte de su segundo ministro, se armó y salió en persona a la cabeza de una tropa de caballería para dar muerte a Iltudo o, cuando menos, expulsarlo definitivamente de sus dominios. 
Satanás debió de inspirarle la idea, porque sin tener tiempo de acercarse al monasterio se sumió en las profundidades de la tierra y no se le volvió a ver. 
Iltudo, que ya había librado al reino del monarca demente y sus tiránicos ministros, buscó de nuevo el sosiego en el seno de una caverna junto al mar, en la que se recluyó. Con exactitud, un ángel acudía cada nueve horas a traerle la comida.
San Iltudo es un santo telúrico. Tiene especial debilidad por las cuevas. Como una nutria, le gusta para vivir una madriguera lamida por las aguas de un río. Tiene estrecha relación con los caballos, animales ctónicos. Es labrador y goza cavando la tierra, sacándole fruto. Incluso al mar le sonsacó un pedazo para ponerlo a pasto y a cultivos. Y cuando necesita el amparo divino, es la tierra la que lo venga de sus enemigos, engulléndolos. 
Sentado en la boca de su cueva, un día San Iltudo vio venir por el mar un barco en que bogaban dos ancianos. En cubierta, un altar con velas encendidas. Los tripulantes de la embarcación entregaron solemnemente a Iltudo el cuerpo aromático y embalsamado de un santo, diciéndole de quién se trataba y encomendándole el mayor secreto: por eso aun hoy se ignora el nombre del santo aquel. Iltudo dejó reliquia y altar en el fondo de la cueva. Después los ancianos volvieron a hacerse a la mar.
Fue por aquellos días cuando San Iltudo se embarcó rumbo a Bretaña, donde había nacido. No estuvo allí mucho tiempo, pero a la hora de regresar los bretones querían impedírselo a toda costa.
-Tú eres de aquí; ¿no te duele dejar desamparados a tus paisanos?
-Prometo que volveré pronto y ya será a quedarme.
A medida que notaba que sus días iban acabando, Iltudo iba sintiendo con más fuerza el gusanillo de la nostalgia.
-¡Ay, yo no quiero morir tan lejos de casa! ¡Yo quiero irme viendo el mar de Bretaña, con mis amigos Sansón y Gildas y Brioc! 
Y despidiéndose de sus discípulos y vecinos galeses, embarcó al Sur y se instaló en Dol, donde pasó sus últimos días.
Murió, y su fiesta se celebra, el seis de noviembre.