sábado, 20 de octubre de 2012

Más de princesas y osos

El culto de unas importantes santas mártires en Colonia está atestiguado desde fecha antigua. Una inscripción, que parece remontarse al siglo V (aunque su antigüedad o la de, al menos, parte de ella, ha sido repetidamente puesta en duda), en la basílica de Santa Úrsula de aquella ciudad, conmemora la reedificación por un importante personaje oriundo de Oriente y llamado Clematio de una basílica en su honor, situada en el mismo lugar de su martirio. 
La famosa inscripción de Clematio en Santa Úrsula de Colonia
http://commons.wikimedia.org/wiki/File:St._Ursula_K%C3%B6ln_-_
Clematius-Inschrift_(3218-20).jpg
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© Raimond Spekking / CC-BY-SA-3.0 (via Wikimedia Commons)
La devota obra de este Clematio fue consecuencia de ciertas visiones llameantes (divinis flammeis visionibus). La inscripción amenaza con el fuego del infierno a quienes osaren mandarse enterrar en la basílica martirial, lo que indirectamente revela que existía la piadosa costumbre de inhumar a los difuntos a la mayor proximidad posible de las santas para que gozasen de su sagrada protección. 
Entre los siglos VIII y IX, según las Acta sanctorum, se redactó un sermón anónimo en honor de las mártires de Colonia (suele citarse como Sermo in natali). En él se menciona sólo, como más principal, a Santa Pinosa. No se precisa tampoco el número de las santas. Pero al decir el predicador que si Cristo, en su prendimiento, hubiera podido concitar más de doce legiones de ángeles, mucho más fácil le resultaba reunir a menos de doce mil vírgenes, parece haber tenido en la cabeza la cantidad de once mil.
Al autor del sermón no se le pasa por alto la semejanza entre la pacífica hueste de las mártires y la otra, guerrera, de las amazonas: ¡cuán superior a ésta, que repartía la muerte, aquélla, que navegaba resuelta a aceptarla por amor de Dios! También es verdad (concede el autor) que entre tanta multitud de doncellas se pudo contar también, por excepción, alguna casada o viuda...
Otro dato importante de este texto es el de la procedencia británica de las mártires. Según él, la virginal expedición fue consecuencia de la persecución de Maximiano en Britania.
En el siglo IX se multiplican las menciones de estas santas y empezamos a conocer algunos otros de sus nombres: Marta, Saula, Sambacia, Saturnina, Gregoria, Sencia, Rabacia, Brítula, Paladia. En varios textos se dice que fueron once las que padecieron martirio en aquella ocasión.
Wandalberto de Prüm las menciona en su Martirologio en verso:
"Allí a la vez por las orillas del Rhin refulgen
numerosos trofeos erigidos por las virginales compañías de Cristo,
en la ciudad de Agripina [Colonia se llamaba Colonia Agrippina en la antigüedad], de las           [cuales el furor impío
mató a millares, ínclitas, conducidas por santas..." 
En la Vida de San Cuniberto, obispo de Colonia, se lee que estando este santo en la iglesia de las mártires, diciendo misa, entró revoloteando una paloma y fue a posarse en una capilla. Excavándose allí se encontraron restos humanos que se consideraron como los de una de las santas.
Ya en el siglo X aparece en dos versiones la Passio Sanctarum undecim millium virgines, redactada probablemente en Colonia, pero que recoge elementos de origen británico. Según esta vida, fue santa Úrsula hija del rey Deonoto. Aunque el nacimiento de una hija decepcionó un poco a los padres, que esperaban descendencia masculina, pronto se alegraron viendo cómo la niña crecía llena de virtudes y de belleza: "de una hermosura incomparable y una belleza gloriosa a los ojos de todos". 
Carlo Crivelli, Santa Úrsula. La bandera de Inglaterra
que porta alude a sus origen británico.
La fama de tan preclara princesa llegó a oídos de cierto tirano bárbaro y poderoso por sus conquistas, que la codició para mujer de su hijo. Fueron enviados de su parte mensajeros a Deonoto, prometiéndole el oro y el moro si concedía la mano de la hija y amenazándole guerra y destrucción en caso contrario.
El buen rey se vio en un mar de dudas, sin poder resolver qué respuesta sería menos dañosa, y consultó a la princesa. A ésta se le ofreció la respuesta en un sueño, y a la madrugada siguiente Úrsula acudió sonriente al rey su padre con el consejo de que consintiese a la petición para ganar tiempo, con la condición de que la prometida, acompañada de diez doncellas escogidas por su virtud, nobleza y hermosura, cada una con un séquito de mil vírgenes, hiciese una peregrinación marítima de tres años, al término de los cuales se haría lo que Dios fuese servido. Entre tanto, el novio se haría cristiano y sería instruido en la fe durante todo aquel tiempo.
Los bárbaros padre e hijo escucharon estas rebuscadas condiciones con el mayor alborozo (lo que ya de por sí puede tenerse por estupendo milagro) y decretaron que se celebrasen fiestas y regocijos por todo el reino. El prometido se apresuró a bautizarse y a seleccionar las doncellas más excelentes de sus dominios, mientras se les confeccionaban ajuares, se construían las naves y se pintaban, esculpían y adornaban con oro, plata y bronce. Capitaneadas por Pinosa, doncella nobilísima, las jóvenes se reunieron con la princesa Úrsula, organizándose a la manera de un verdadero ejército.
De modo que, si el autor del sermón In natali ya las comparaba a las amazonas, aquí se insiste en ese aspecto de milicia femenina. Incluso en sus detalles, como el juramento común y los ejercicios bélicos a los que cada día se dedicaban, aunque de manera adaptada a su condición de muchachas ("puellariter palaestrizantes"), ante los ojos complacidos de los reyes.
Esta organización de doncellas no deja de recordarnos a una cofradía guerrera al modo de las que existían entre los germanos, los irlandeses (los fianna) y otros pueblos indoeuropeos.
Claudio de Lorena, El embarque de Santa Úrsula (detalle).
Las doncellas aparecen como guerreras, armadas con sus arcos. 
También a las doncellas osas de Grecia, que adoptaban temporalmente la naturaleza de ese animal y su fiereza durante las fiestas de Artemisa Brauronia (ver Huyendo al bosque y La emperatriz y los osos) como condición para pasar a ser verdaderas mujeres. La tropa de la que aquí se trata estaba comandada por Úrsula, es decir "Osita", al igual que el nombre de Artemisa se asociaba entre los griegos con el del oso (artos o arktos). El nombre de la princesa ya había llamado la atención del autor de la vida, que le da una rebuscada explicación: sus padres se lo pusieron porque estaba destinada a enfrentarse con el Oso, es decir el Demonio. Que el oso representa a Satán ya lo habían dicho entre otros San Euquerio de Lyon en sus Formulae (donde se refiere a los osos que hizo salir el profeta Eliseo del monte para que se comiesen a los arrapiezos burlones que se estaban riendo de él por calvo), y san Agustín en el sermón XXXVII, De David y su padre Isaí, y de Goliat. Ahí afirma san Agustín que tanto el oso como el león son figuración del Diablo en dos modalidades distintas, porque éste daña con la cabeza y aquél con la mano. 
La lucha contra el oso representa, según San Agustín, la lucha contra el
Demonio.  Capitel románico.
Se ve que no ha llegado al Infierno el maoísmo, con la superación de la contradicción entre el trabajo manual y el intelectual (cuyo remoto precedente -nihil novum- está en el ora et labora monacal).
Relaciones particulares y privilegiadas de santas con osos ya las hemos encontrado en Santa Ricarda, que asustada primero por una osa salvaje con sus crías, la dominó y convirtió en animal favorito de compañía. Ciertamente, Úrsula no huye de su matrimonio por el bosque, como Santa Ricarda, sino por el mar como Santa Dymphna y su paisana, Santa Noyala. Claro que el mar y el bosque son espacios muy semejantes para la imaginación medieval: espacios caóticos, ajenos al cosmos, por los que se atraviesa de isla en isla o de calvero en calvero entre peligros desconocidos.
Mujeres guerreras no faltan en la tradición céltica insular: Scáthach, instructora de Cú Chulainn en las artes bélicas, es la primera que se me ocurre. Luego piensa uno en la enigmática Dama del Lago, educadora de Lanzarote y guardiana de la espada Excalibur. Pues la tal Dama del Lago, que para algunas leyendas es Nimue, o sea la llamada en Irlanda Niamh, amante de Oisín y princesa de Tír na nÓg, en otras se identifica con Morgana, cabeza de la sociedad femenina de Avalon, figura misteriosa en que se funden la irlandesa Mór Rígan, diosa de los combates, y la antigua diosa británica Modron. Por no hablar de las  mari-morganas, sirenas bretonas de las que la más famosa es, sin duda la princesa Dahut, de la que ya se ha hablado en estas entradas varias veces (ver Antigüedad de Dahut, La revancha de Dahut).
Juramentadas para conservar su virginidad a toda costa, zarparon y en un día y una noche llegaron al puerto de Tiel, donde, como unas actuales turistas, desembarcaron a hacer sus compras porque era día de mercado; tras lo cual, remontando el río, se dirigieron a Colonia.
Hans Memling. Llegada de las vírgenes a Colonia. Llevan las compras.
En Colonia, se le apareció en sueños a Úrsula un hombre de claridad y autoridad angélicas. La princesa se llevó un susto tremendo, como muchacha que era, de verlo a aquellas horas en la soledad de su alcoba, pero el ángel la tranquilizó y le ordenó que viajase a Roma con su comitiva. Tras lo cual debía regresar a Colonia para recibir el martirio. A la mañana siguiente fue convocado el virginal ejército; se le comunicaron las profecías y todas, llenas de contento, emprendieron camino: navegando por el río hasta Basilea (¡complicada travesía fluvial!) y desde allí a pie a Roma, donde permanecieron el tiempo indispensable.
A su vuelta, encontraron la región de Colonia devastada por los hunos y la ciudad asediada. Aquella multitudinaria expedición femenina no les pasó desapercibida por mucho tiempo y los bárbaros cayeron sobre ella como lobos en redil. Pero al ver la belleza maravillosa de Úrsula, reprimieron su furor homicida y la reservaron para regalo de su caudillo, pues es sabido, dicen los Bolandistas, que los hunos eran extremadamente rijosos.
El cabecilla de los bárbaros, conmovido por la hermosura de la princesa, le ofreció la vida a cambio de su mano, lecho e imperio. Ofendido e irritado por la negativa de Úrsula, mandó que la asaeteasen sobre el montón de los cuerpos de sus compañeras martirizadas. 
No se libró por entonces del martirio más que una de las vírgenes, llamada Córdula, que se quedó toda la noche escondida en su barco. Sin embargo a la mañana, abrasada en sed de martirio, salió a la luz y se entregó a los verdugos.
Allí sucedió un prodigio: los hunos, alucinados, creyeron ver un ejército de feroces guerreros igual en número al de vírgenes que habían masacrado; fulminados de pánico, se dieron a la fuga desatentadamente. 
Cuando se aseguraron de lo que había pasado, los vecinos de Colonia se atrevieron a salir del cerco de sus muros, reconocieron a las vírgenes, cuyos cadáveres desnudos estaban esparcidos por el campo, y rápidamente las amortajaron y les dieron sepultura con honra y veneración.
La conexión de la leyenda de Santa Úrsula con la materia bretona se hace explícita en la Historia Regum Britanniae  de Monmouth, ya en el primer tercio del siglo XII.
Según éste, a Dianoto, rey de Cornualles y sucesor de Caradoc, el emperador Maximiano le había encomendado el gobierno de Britania, al igual que le había concedido a Conan Meriadec la Bretaña armoricana (la tradición más común difiere de Monmouth en que es Magno Máximo -el Macsen de los Mabinogion-, y no Maximiano, el amigo y favorecedor de Conan). Conan deseaba colonizar Armórica con britanos y a tal fin solicitó a Dianoto un envío de mujeres para sus soldados, pidiendo para sí mismo la mano de la princesa Úrsula (no todas las versiones de la Historia Regum Britanniae mencionan su nombre), a la que siempre había deseado. El convoy de doncellas zarpó de Londres; las tormentas arrastraron las naves que se libraron de ir a pique hasta unas islas pobladas de bárbaros pictos y hunos a sueldo de un emperador rival de Maximiano, Graciano. Asombrados de la belleza de las doncellas britanas, los bárbaros quisieron gozarlas; ante su resistencia, mataron a la mayor parte sin piedad. 
Los hunos tenían fama de rijosos. Cuadro de Rochegrosse.
Después intentaron invadir Britania, aunque sin conseguirlo, y acabaron su aventura en Irlanda. Maximiano, en tanto, había sido asesinado en Roma por los partidarios de Graciano y todos los britanos de su ejército que pudieron buscaron la salvación en Bretaña armoricana.
Según Léon Fleuriot y Christian Y. M. Kerboul, esta leyenda conserva recuerdos de los inicios de la colonización britana de Armórica. Es curioso que el destino de las doncellas, la región de Colonia, también contaba en la época con una importante población británica. También se encomendó a britanos la defensa del litoral del Mar del Norte frente a los piratas germanos.
Pero, aparte de arrojar una dudosa penumbra sobre los orígenes de Bretaña, la versión de Monmouth nos dirige a otra dimensión. El desenlace se sitúa ahora en unas desconocidas islas, espacio mítico de una magia bien superior a las reales y pantanosas tierras del delta del Rhin o la ciudad de Colonia. Monmouth nos dice, además, los nombres de los caudillos bárbaros autores de la cruel matanza: Guanius y Melga. Baring-Gould señala que esto de Melga es latinización del galés Melwas, y Melwas es un personaje bien conocido en la leyenda artúrica. Caradoc de Llancarfan, autor de la Vida de San Gildas, en el siglo XII, cuenta que el pájaro de Melwas violó y raptó a la reina Ginebra (¡nada menos!), a la que tenía secuestrada en la inexpugnable Glastonia. Arturo tenía asediada a la ciudad desde hacía tres años cuando San Gildas puso paz entre los dos reyes con la entrega de la prisionera a su legítimo esposo. Sin embargo, lo que dicen otras versiones del cuento es que Lanzarote retó a Melwas, al que los textos franceses e ingleses llaman Meleagant o Meleagaunce y le dio muerte.
Lanzarote rescata a Ginebra. Ilustración de N. C. Wyeth (1922).
Se supone que, en el fondo, el reino de Melwas es el Más Allá, de donde Arturo, con la ayuda de Lanzarote, logra rescatar a su mujer arrebatada por el rey de la Muerte.
Y aquí viene a cuento que, curiosamente, las Acta sanctorum refieren un ritual en el que una figurada Santa Úrsula era paseada en procesión en un barco sobre ruedas. Ahora bien, fiestas semejantes se celebraban en muchas partes de Europa del Norte, en tierras antes gálicas o germanas. Pamela Berger, a cuyo libro me refería precisamente en la anterior entrada, las hace remontarse a un antiquísimo culto de la Madre Tierra y las relaciona con el famoso texto de Tácito, en la Germania, acerca de las procesiones con que se rendía culto a la diosa Nerthus. Ésta es una deidad ambigua, no diosa sino dios -Njördhr- entre los escandinavos, y fundamentalmente marina. 
Las procesiones sobre barcos rodantes recuerdan al viaje naval de Santa Úrsula y demás doncellas Rhin arriba, que tanta extrañeza causaba en los compiladores de las Acta sanctorum. Y el pánico que sacude a los bárbaros tras la matanza de las mujeres recuerda a los efectos del seidhr, la magia femenina de que los germanos sabían valerse en el combate (femenina, sí, pero utilizada por el mismo Odín, cosa que el dios Loki no deja de reprocharle). Dentro siempre del mundo mítico germano, el hagiógrafo Baring-Gould apunta la semejanza del viaje de Santa Úrsula con el de Brunilda y su séquito de doncellas  hasta las tierras renanas, donde muy a su pesar ha de casarse con Gunther, en la leyenda de Sigfrido. Conflicto que también acaba en una guerra con los hunos.
Fuese como fuese, el siglo XII fue el de mayor auge del culto a estas mártires. Haciendo obras para la construcción de las murallas de Colonia, a proximidad de la basílica de las mártires, comenzaron a aparecer huesos y más huesos (cosa lógica, ya que había existido allí un cementerio desde siglos atrás). Isabel de Schönau data estos hallazgos en 1156. Muchos de ellos lucían por la noche con una claridad fosfórica (fenómeno que puede ocurrir por causas naturales) y el caso es que dieron origen a un importante tráfico de reliquias.
En aquel mismo siglo, Santa Isabel de Schönau, monja visionaria y amiga de Santa Hildegarda de Bingen, recibió importantes revelaciones acerca de Santa Úrsula y su aventura. las autoridades eclesiásticas, ante la sospechosa proliferación de santos restos, solicitaron la asesoría de Santa Isabel, no fuese que algunos avispados estuviesen falsificando sepulcros y reliquias de santas.
Las primeras en aparecer fueron las de Santa Verena, con ocasión de cuyo traslado Santa Isabel vio por la región del aire un globo de fuego blanquísimo precedido de un ángel de la mayor belleza, portador de un incensario y una vela. Después se le apareció la propia mártir, radiante, coronada y empuñando la palma del martirio, que le aseguró ser exacto el nombre que aparecía en su lápida, el cual ella misma se había encargado de que el lapicida escribiera correctamente (un cuidado que ya habíamos visto en el irlandés San Merolilán). La santa iba acompañada de otro glorioso mártir.
-¿Y tú quién eres?
-Yo soy Cesario; soy primo de Venera, hijo de una tía suya, y tanto la quise desde chico que me empeñé en acompañarla en su periplo, y fortalecido por ella en la fe, padecí martirio. Nuestros huesos quedaron separados y al cabo de los siglos volvemos a podernos reunir.
-¿De manera que había hombres con las once mil vírgenes?
-Sí, señora.
-¿Y cómo es que han salido también tumbas de obispos y perlados?
El papa Ciriaco y varios obispos acompañaban a las
vírgenes. Manuscrito alemán del siglo XV.
-Atiende, que yo te contaré -le dijo la mártir estando Isabel en éxtasis-. Movidos de nuestra santidad, se nos unieron varios obispos de Britania y también San Pantulo, de Basilea,  vino a morir mártir con nosotras. Además, el padre de Úrsula, el rey Mauro de la Britania irlandesa, permitió que acompañasen a la comitiva algunos hombre de confianza, necesarios. A todos ésos hay que sumar el papa Ciriaco, décimo nono pontífice de Roma, que por mandato divino colgó la tira y se nos unió. Y los cardenales decían que era locura dejarse enredar por una caterva de mujercillas noveleras, muchas de ellas paganas, que tuvo que bautizarlas él. Le sucedió el papa Antero.
-No he oído yo hablar del papa Ciriaco ni lo he visto citado.
-Eso es la tirria que le cogieron los cardenales por despreciar el papado; por eso lo han borrado de la lista.
El nombre del rey Mauro, según los comentarios de las Acta sanctorum, bien podría ser un adjetivo, ya que mawr en galés es "grande". En cuanto a la Bretaña irlandesa como patria de Úrsula, no es tan gran disparate como puede parecer a simple vista, dado que parte de Gales estuvo colonizada por irlandeses cuyas estirpes dieron grandes reyes y santos, como el propio Brychan, de que no hace mucho se hablaba aquí.
-También estaba el obispo Jacobo, paisano nuestro que emigró para Antioquía, y al saber de nuestra caravana se nos unió; era el que iba escribiendo los nombres en las lápidas de las mártires, pero no le dieron tiempo a terminar su labor; por eso unas vamos identificadas y otras no. 
-Es que ¡ya tenía trabajo!...
-Bueno, pero lo ayudaban once sacerdotes, uno por cada millar de mártires. Y aparte de tallar la piedra tenían que ir averiguando los nombres, que algunos hubo que sacarlos por revelación divina y otros ni por ésas... Otro emigrante britano que venía era San Mauriso, abuelo de dos de nosotras: gran predicador que convirtió a muchos paganos y judíos. ¡Pero no te vayas a creer! Los obispos y otros varones hacían su vida aparte durante todo el viaje y no se nos reunían más que para la predicación y la liturgia. 
Hans Memling, Llegada de las vírgenes a Basilea.
Obsérvese que los peregrinos van castamente
separados en dos barcos: hombres a la izquierda,
mujeres a la derecha.
Allí se encontraron enterrados San Foilán de Lugo y San Simplicio de Rávena. Allí también el infeliz prometido de la princesa, Eterio, con su madre Demetria, su prima Axpara y su hermana niña, Florentina. 
-¿Qué pintan aquí éstos, si precisamente Úrsula organizó toda su expedición para huir de casarse con él?
-Pero Dios le ordenó que se convirtiese y convirtiese a su madre y que viniesen a reunirse con la novia.
-Dime más historias de las mártires.
-Estaba la princesa Constanza, que se quedó huérfana de padre y madre, virgen y sin compromiso; un tío suyo obispo se ocupó de tratar su casamiento con otro joven de sangre real, y poco antes de formalizar los esponsales, el prometido estiró la pata. Ella oyó entonces hablar de nuestra virginal sociedad y se sumó a nosotras. Y en su tumba, por descuido, pone en vez de Constanza Firmindina, que es como se llamaba su madre.
-Pues qué despiste.
-Con las prisas... ¡Venían los hunos arreando! 
Otra vez se le apareció otro mártir llevando un grueso memorial con la explicación de quién era, de sus hermanas y demás familias, con las señas por las que podían ser distinguidos e inhumados en sepulturas identificadas con sus nombres. Famosos santos se dirigían a Santa Isabel, hablándole de sus mártires recomendadas. San Nicolás se interesaba por Santa Gerasina, reina de Sicilia pero de origen britano y tía materna de Úrsula. Y venía siendo abuela del rey Doroteo de Grecia, padre de Santa Constanza... 
-El que se murió dejándola casadera...
-Ése. Pues el padre de Úrsula, que se fiaba mucho de Gerasina, le escribió contándole el intento temerario de su hija y pidiéndole consejo en tal zozobra; pero Gerasina lo que hizo fue aunarse con toda su familia a la comitiva.
-Óyeme una cosa. Y el que os martirizó ¿fue de verdad Atila?
-No, sino otro huno que se llamaba Julio, instigado por dos políticos de Roma: Máximo y Africano, defensores del paganismo.
Como se ve, a Santa Isabel de Schönau se le agolpaban las visiones a la cabeza, a borbotones y atropelladamente, enredándose y tropezando unas con otras como las cerezas del cesto. Una vez se le mostró el ejército completo de las doncellas, con coronas de oro y palmas brillantísimas, vestidos blancos y deslumbrantes como la nieve bajo el sol, las frentes ornadas de púrpura en memoria de la sangre vertida, acompañadas de bastantes varones no menos gloriosos. Al frente estaban Úrsula y su prima Verena que le contaron cómo varios obispos habían recibido la revelación del martirio colectivo y la orden divina de enterrar a las santas.
-¿Cuál fue el motivo de que os matasen?
-¿No te lo imaginas? Que querían unirse a nosotras en bárbaros abrazos: y unas veces nos agobiaban con sus empalagosos halagos, otras nos aterrorizaban con sus amenazas. Y nosotras: "Pero bueno, ¿en qué cabeza cabe que hayamos hecho un viaje tan largo para acabar consintiendo en ser vuestras amigas? ¿No veis que sois unos bárbaros y nosotras unas princesas y patricias del Imperio Romano, esposas de Cristo?"  
-¿Qué muerte os dieron?
Martirio de las Once Mil Vírgenes. Maestro de la Pequeña Pasión,
siglo XV.  Atila aún intenta convencer a Úrsula.
-Varios géneros de muerte. A mí, de un flechazo en el corazón. Y luego vino Clematio y nos enterró con grandes honores.
-¿El Clematio de la inscripción?
-No, mujer, otro. El de la inscripción, otra buena persona, fue muchos años después.
Esto fue revelado a Santa Isabel. Pero no acaban aquí las comunicaciones de las santas. También revelaron nuevos detalles a San Hermann Joseph, monje místico y visionario premostratense, natural de Colonia, allá a finales del siglo XII o principios del XIII.
Precisa éste que las doncellas eran principalmente de origen británico, inglesas, bretonas, galesas e irlandesas, pero que no faltaban de otras naciones, ni tampoco matronas y varones clérigos y legos.
Según Hermann Joseph, el padre de Úrsula era rey de la Pequeña Bretaña y, como en los cuentos, tras una larga y desesperante esterilidad de su matrimonio, tuvo aquella hermosa hija. Cuando fue casadera la pidió, como sabemos, un rey bárbaro que, aunque severo y pagano, había educado a su hijo en principios de honradez y buenas costumbres. El príncipe bárbaro -futuro San Holofernes pero también conocido por Eterio- no dejaba nada que desear como buen mozo. Un ángel bajó del Cielo a convencer a Úrsula y su padre del partido que debían tomar. Se reunieron los miles y miles de doncellas. Frecuentemente las visitaban los ángeles y también los demonios, tentándolas éstos con el cebo de casamientos normales, que les permitiesen gozar lícitamente de los deseos de la carne y de sus maridos, familias y casas. Entre aquellas doncellas había niñas de siete y cinco años, y hasta de dos meses que tomaban el pecho; algunas se hacían acompañar de sus familiares y amigas. No faltaban nodrizas, tan ansiosas del martirio como las demás. Se sumaban a su cortejo caballeros, príncipes y prelados.
El padre de Úrsula tenía tres hermanas: Josipa, Telindre y Eulalia, y tres hermanos: Elvidio, Luis y Hervico. Luis estaba casado con Hermengarda y sus hijas eran Pinosa y Evodia. Hervico y su mujer Hadevigis tuvieron a Sapiencia (que era la maestra de las Once Mil), Serena y Eulalia. Elvidio, de su mujer Malca, tuvo a Elvidio el Mozo. éste se casó con Ana y tuvieron a Esperanza y Eufrosina, que fueron de la comitiva. La tía Josipa tuvo con su marido Eusebio a Eleuteria y Josipa. Nestoria nació a Eusebio de un segundo matrimonio. Iban también Florencia y Placencia, hijas del rey Gil y la reina Helena, mocitas que tenían ya novio: el de Placencia, Florino, quiso acompañarlas y así lo hizo. La hija de la tía Telindre era Plácida. La tía Eulalia se apuntó al viaje. Celindre y Virgilia, primas segundas del rey, se presentaron con mil vírgenes. También iba allí la famosa Córdula, hija del conde Quirino y la condesa Eduvigis, cuya padre fuera el famosísimo conde Harderico. A la muerte de Quirino, Eduvigis se casó con el tío de Úrsula Elvidio. Pues el conde Harderico venía siendo tío de la madre de Úrsula. Su mujer, que también se llamaba Úrsula, era danesa, hija del gran Ebbo, de sangre real. Tuvo por hijas a Julia y Ebbina.
Santas Lucía y Sapiencia eran cuñadas de santa Córdula, hijas de un rey pagano. Eran primas del papa Ciriaco. Osanna era hija de Rogelio, un cuñado de Santa Pinosa. 
La prima Sapiencia (hija de Hervico) iba con sus tíos Eustaquio y Sibilia. Seis hijas de este matrimonio acompañaban la hueste doncellil (la séptima, pobrecita, murió en tierra antes de zarpar). De ellas, tres estaban casadas y tres solteras y, caso curioso, dos se llamaban igual: Margarita. Y el famoso obispo Eleuterio era hermano de Eustaquio. El hermano de Sibilia, Macario, aportó otras cuatro hijas: Margarita, Serena, Aleida y Micronia. No faltaban las hijas de Elvidio el Mozo y Ana, ni la sin par Blándula, hija de un ilustre conde y de la noble Sapiencia. Estaba Resinde, irlandesa, hija del rey de Corchania (será Cruachan, la corte de Connachta). Paisanas suyas Eustora y Mabinorach. Natalia era hija del rey Arturo.
Hans Memling, Martirio de las vírgenes. Según San Hermann
 Joseph, el número total de víctimas superó las 26 000. 
Lo dejo por cansancio. San Hermann Joseph continúa enumerando doncellas, con los cargos que ocupaban en la armada de mártires: Jota, Justicia, Inducta, Mobilia, Carpófora, Palodora, Ursticia... Muchas estaban prometidas, pero el Cielo nunca permitió que se celebrasen sus casamientos. Había duquesas, condesas, princesas y hasta reinas. 
El pretendiente de Santa Úrsula tenía dos hermanas, una muy pequeña y otra ya con novio. Ésta no quiso saber nada de la comitiva de vírgenes.
-Madre, ¡a buenas horas me embarco yo en esa pajarera de mujeres! ¿Para qué me habéis buscado un novio honrado, bien plantado y con medios para darme una vida como espero? Yo me quedo aquí a cuidar de mi casa y de mis hijos que Dios mande.
-Tú -le dijo su hermano- prefieres la felicidad del mundo a la del Cielo, y es locura: porque la felicidad del mundo pronto verás cuál es.
Efectivamente, la princesa se quedó en tierra y a poco de zarpar las naves murió repentinamente sin haber gozado las mieles del matrimonio, que se prometía.
Prosigue Hermann Joseph con la enumeración de los obispos y reyes de la expedición: Olivero hijo de Olivero, casado con Oliva, hija de Cleopatro; Cróforo, Clodoveo, marido de Blandina; Canuto, Avito, Sirano, Refrido... Son tantos los reyes que San Hermann Joseph cree necesario justificarse: en aquellos tiempos los reinos eran muchos y muy pequeños; además, se llamaban reinos los que luego fueron condados y ducados...
Esta acumulación de nombres exóticos y sonoros no cabe duda de que tiene un fuerte efecto poético, que lo emborracha a uno como un conjuro. Por otra parte, la profusión de detalles ociosos, de información genealógica, tiende a crear ese efecto de veracidad, esa "enárgeia" de los retóricos clásicos que presenta la historia como iluminada por una viva luz que parece situar lo narrado ante nuestros propios ojos.
La narración de Hermann Joseph es pintoresca y animada. Al zarpar las naves, las envuelven dos nubes, una de ángeles alborozados, otra de demonios que se afanan en tentarlas para desanimarlas e impedir su viaje. ¡Qué llantos y lamentos de duelo entre los familiares venidos a despedirlas al puerto! Los ángeles, como los modernos psicólogos en las grandes catástrofes, atienden y consuelan a las que se van y a los que se quedan. Muchas niñas de teta se habían quedado sin sus madres; pero metiéndose los deditos en la boca, mamaban de ellos un divino rocío con que se alimentaban perfectamente; y no sólo eso, sino que ni mojaban los pañales ni se hacían caca ni siquiera lloraban molestando a los demás. En brazos de otras mujeres o en su regazo, gozaban sin comprenderlas de las continuas visitas de santos y ángeles, y sonriendo levantaban los brazuelos al cielo con alegres voces: "¡Ha, ha!" Y estas vírgenes niñas no se cuentan en el número de las once mil, sino que van por añadidura. No eran pocas las criaturas, porque en la comitiva iban mujeres que habían partido embarazadas y otras quedaron encintas durante la travesía ("noviter in utero concipientes, amore Christi": no sé cómo se deba entender esto). Los niños que murieron en el vientre de sus madres mártires se consideran mártires a la vez.
La presencia de fetos, niños pequeños, hombres robustos, mujeres ancianas y toda clase de personas entre las once mil vírgenes es consecuencia directa del tráfico de reliquias organizado a partir de las exhumaciones del cementerio de Colonia, donde, como es natural, se enterraban difuntos de toda condición.
Hermann Joseph, ya alejado del mito de las doncellas guerreras, se pregunta cómo una tropa exclusivamente femenina podía navegar tantos días, encargarse de las duras y difíciles maniobras de los barcos, defenderse de los posibles enemigos: y concluye, como hombre de su época, que forzosamente debía haber hombres, no menos de trescientos, en la expedición. 
Joan Reixach, Retablo de santa Úrsula. Efectivamente,
son marineros los que se encargan de la maniobra del barco.
¡Es llamativo cómo va disminuyendo la autonomía de las vírgenes en cada sucesiva versión de la leyenda! De manera que ya en la Leyenda áurea (que depende en gran medida de Isabel de Schönau), a mediados del XIII, Jacobo de Vorágine afirma que eran los caballeros solos, y no las doncellas, los que realizaban justas y hechos de armas para lucirse ante los reyes, como en un torneo de la época feudal.
Pero Hermann Joseph aún no había llegado a ese extremo. Y eso que en sus visiones las doncellas, por milagro, ni enfermaban, ni se cansaban, ni tan siquiera se les rozaban las ropas ni se les hacían tomates en las medias ni agujeros en los zapatos. Ni una sola vez les llovió. Dormían por los prados como si fuesen blandos colchones y cuando necesitaban luz se encendía en los cielos una claridad sobrenatural. Nunca se les atrevieron ladrones, bandoleros ni violadores.
Siguieron su viaje a Roma, donde fueron recibidas por una multitud entusiasta, y regresaron pasando por Basilea y Maguncia, donde se reunieron con el novio de Úrsula, antes de volver a Colonia, que encuentran, como se sabe, cercada por los hunos.
Cuando los bárbaros, incapaces de doblegar a las mujeres, ordenaron la matanza, se vieron innumerables demonios recorriendo el campo, armados con fantásticas y variadas armas, azuzando a los salvajes contra las vírgenes, mientras el cielo se llenaba de una muchedumbre de ángeles y santos, acudidos a contemplar el triunfo de las mártires. Y a medida que iban cayendo, las iban conduciendo en triunfo a los cielos, con algazara, músicas y profusión de perfumes exquisitos. ¡Ya les tenían preparados sus aposentos en el Paraíso!
Y la festividad de Santa Úrsula se celebra el 21 de octubre.

lunes, 8 de octubre de 2012

Dos ermitañas discretas

El día 8 de Octubre se celebra la festividad de varias santas dignas de comentario. De dos de ellas, orientales, pecadoras arrepentidas y penitentes heroicas, el culto se extendió por toda la Cristiandad. Una ha inspirado obras maestras de la literatura y de la música. 
La meretriz Thais. Ilustración de Mariette Ygdis para Thaïs,
de Anatole France.
Otras dos, en cambio, apenas si son veneradas fuera de las tierras donde nacieron.
Pero ya se sabe aquello de Alberto Caeiro:
 "O Tejo é mais belo que o rio que corre pela minha aldeia
mas o Tejo não é mais belo que o rio que corre pela minha aldea
porque o Tejo não é o rio que corre pela minha aldeia"...
De manera que voy a dejar para otro día a las santas famosas y universales y dedicar un rato a las otras, más modestas, de Occidente.
Ya ha aparecido en estas entradas (ver Lo que no se haga por un hijo...) el famoso rey Brychan Brycheiniog, de abundantísima descendencia, padre entre otros de Santa Gladys (o Gwladus en galés) hija y de Santa Dwynwen, patrona galesa de los enamorados. A este Brychan, de linaje irlandés, algunos lo tienen por santo; otros sólo por patriarca y progenitor de santos.
Brychan fue abuelo de San Cadoc (hijo de Santa Gladys) y, según algunas fuentes, de San David de Gales (hijo de Santa Meleria, la cual, como dicen las Acta sanctorum, debió de tener dos nombres, puesto que es bien sabido que la madre de San David fue Santa Nona).
Santa Keina, la que nos ocupa hoy, tiene en galés varios nombres: Cain, Cain Wyry (la Virgen Keina) y Ceinwen (Keina la Blanca). Cain significa en galés "claro" y "hermoso", así que el nombre Cainwen es redundante. No se sabe a ciencia cierta qué puesto ocupa entre los hijos de Brychan; unos dicen que es la décima sexta, otros que la vigésima tercera. Imagino que habrá más opiniones todavía.
Una breve vida medieval de Santa Keina aparece recogida en las Acta sanctorum. 
Antes de que la santa naciese, su madre tuvo en sueños una extraña visión. Se vio a sí misma con el vientre repleto de mirra y bálsamo y los pechos refulgentes de una luz celestial. Daba entonces a luz y lo que nacía de su vientre era una paloma blanquísima.
La niña, desde que nació, mostraba en la cara "el encanto asombroso de no sé qué gracia espiritual" (son las palabras de la vita), que resplandecía unas veces como la nieve y otras como la claridad del sol. Y cuando fue muchacha casadera eran tantos los pretendientes que mosconeaban a su alrededor que decidió escapar adonde nadie la conociese, porque había hecho voto de consagrarse al Señor.
Llegó pues a cierto país que le pareció oportuno para quedarse y solicitó audiencia al rey para pedirle permiso y un terreno pequeño donde levantar su ermita.
-¡Por supuesto! ¡Petición concedida!
-¡Gracias, buen rey!
-No te precipites a dármelas -le contestó con risas- hasta que sepas una cosa: y es que el terreno que te he concedido está tan infestado de serpientes venenosas que no sólo las personas lo tienen por inhabitable y huyen de él, sino que los mismos animales, espantados, ponen pies en polvorosa.
-Con la ayuda de Dios no temo yo a ninguna serpiente.
Keina, llegada al terreno donado por el rey, se arrodilló a orar y las serpientes que andaban rebullendo a su alrededor quedaron petrificadas. Todavía puede vérselas en memoria del milagro. Milagro que, por cierto, también se atribuye a Santa Hilda de Whitby (ver San Colmán y los irlandeses en Northumbria).
Estas serpientes enroscadas y petrificadas son fósiles de ammonites.
Ídolo femenino y serpiente petrificada (ammonites).
Virgen, paloma y serpiente: tres símbolos que, más allá de la iconografía cristiana (y de la simbología mariana) se remontan a la mayor antigüedad. Tres símbolos cargados de ambigüedad, como la propia diosa a la que se refieren, si hemos de creer a Marija Gimbutas. La paloma, símbolo vital donde los haya (la paloma de Afrodita, de Astarté, de Semíramis), significa a la vez la muerte, el vuelo del alma al Más Allá. 
Esta ave, de todos modos es exótica en las leyendas de tierras occidentales, donde es el cisne el que desempeña su papel. La paloma ni siquiera tiene nombre nativo entre los celtas, que lo tomaron del latín -colum, colomen- (y adoptaron el de la paloma doméstica), salvo el bretón, que tiene un vocablo de origen germánico (dube, como el inglés dove).
En cuanto a la serpiente, de tan siniestras connotaciones en el cristianismo, dista de ser tan aciaga para otros. Por el hecho de mudar la piel, es jeroglífico de renovación, de renacimiento. En el universo imaginario, la serpiente, que se desplaza fluyendo como un líquido, pertenece al elemento acuático (a su vertiente más inquietante y sombría); pero por otra parte, se cree que surca las profundidades de la tierra como los peces el agua, que se nutre de ella y que es ella misma medio mineral. No es de extrañar que los ammonites se hayan percibido en la imaginación popular como serpientes enrolladas y no como caracoles, que es a lo que más se parecen, porque el caracol es animal líquido y la serpiente participa de la naturaleza de la piedra y de la tierra.
Deméter, la Tierra madre, se representaba con una serpiente (o dos, como la diosa minoica); Perséfone concibe a Zagreo de Zeus transformado en serpiente. En Las mil y una noches, la reina de las serpientes habita en una caverna subterránea y sus tesoros son los metales y gemas de la tierra. 
Pamela Berger, en su libro The Goddess obscured, estudia la evolución iconográfica e ideológica que lleva al genio de la tierra, Tellus, con su serpiente protectora, a convertirse en el símbolo medieval de la lujuria: una mujer desnuda con un par de serpientes mordiéndole los pechos o amamantándose de ellos. Otras veces la serpiente brota del sexo de la mujer.
Mujer con serpiente. Canecillo románico.
Se le viene ahora uno a la cabeza el prólogo de la novela de Barbey d'Aurevilly Un cura casado, donde dice el narrador que antiguas ansias amorosas suyas permanecían enredadas como serpientes petrificadas en los hierros de cierto balcón; y una señora ciertamente deseable (con quien estaba manteniendo una placentera conversación), acodándose en el antepecho, posaba sin saberlo el antebrazo desnudo sobre aquellos fósiles de pasados afanes. Al buen hombre se le iban los ojos al exuberante escote, realzado por la presión del corsé; pero no con ardores lascivos, sino fascinado por el retrato de un enigmático medallón que campaba en el voluptuoso pecho. Aquella mujer aplastando, neutralizando a las serpientes...
Santa Keina, pues, por volver a nuestro asunto, llegó con el tiempo a ser tan venerada y querida en aquel reino que cuando San Cadoc, su sobrino, se la encontró en el Monte de San Miguel, donde había ido en preregrinación, y le propuso que regresasen juntos a su tierra natal, los lugareños se lo impidieron.
Hizo Santa Keina, entre otros milagros, brotar una fuente dotada de un extraño poder: de un matrimonio, el primero de los cónyuges que beba de ella tendrá, desde ese mismo momento, la sartén por el mango y llevará los pantalones en la casa.
Robert Southey, el romántico inglés, narra en un poema la historia de un novio que, terminada la boda, salió de la iglesia como una exhalación a echar unos tragos de la fuente maravillosa. No habían pasado por la puerta los primeros invitados cuando él ya se había llenado el buche y empezaba a cantar victoria, sin saber que la novia había tomado la precaución de llenar una botella que había conservado consigo ante el altar durante toda la ceremonia y de esa manera se le había adelantado con la mayor facilidad.
Aparte de esa virtud, la fuente también es curativa para muchas enfermedades.
La santa solía dormir sin más cama que unas brazadas de ramas que esparcía por el suelo. Una noche vio elevarse desde ese ascético lecho hasta el cielo una columna como de fuego y se le aparecieron dos ángeles que, desnudándole la camisa de crin que vestía, le pusieron una de púrpura, un vestido de hilo finísimo y un manto de brocado.
-Prepárate a venir con nosotros, que te acompañaremos al reino de tu Padre.
Keina se puso en pie para seguirlos, pero se despertó y se desvaneció la visión. De todos modos, se encontró con una gran calentura y comprendió que su fin se acercaba. Mandó venir a su sobrino San Cadoc:
-Éste es el sitio que al que más cariño he tenido y quiero que me entierren aquí. Creo que mi ánima volverá a menudo a visitarlo. Preveo que vendrán invasores bárbaros y mi tumba permanecerá olvidada mucho tiempo, pero al final traeré a otros que la descubrirán, restaurarán y restablecerán aquí el culto. ¡Mirad! ¿No lo veis? Ha venido un ejército de ángeles a llevarme hasta los palacios celestiales y no es cosa de hacerlos esperar.
Entonces murió Santa Keina. Una encantadora sonrisa se dibujó en su rostro nuevamente lozano y sonrosado, cuando llevaba tantos años macilento de las penitencias; y de su cuerpo brotaba un aroma tan suave y perfumado que los presentes creían que ellos, y no Keina, habían sido transportados al Paraíso.
Lo que se sabe de la otra santa, Santa Triduana, se encuentra casi todo en la muy breve vida que recogen las Acta sanctorum del mismo día 8.
Dice ésta que era natural de Colosia, acaso la ciudad de Frigia a cuyos habitantes dirigió una epístola San Pablo. Otros dicen que se trataba de Rodas, famosa por su Coloso, o incluso una localidad escocesa llamada Collace. Por último, hay quien la hace natural de Constantinopla. Por dictado de un ángel, viajó a Escocia junto con San Régulo, uno de los primeros evangelizadores de aquel país (y el que llevó allí las reliquias de San Andrés desde Constantinopla), en compañía de otras dos vírgenes: Potencia y Eremia. Las tres se retiraron a un lugar desierto.
Parece ser que formó parte de la expedición evangelizadora de San Bonifacio Curitan, solicitada por el rey picto Nechtan (futuro San Nechtan) para que explicase a sus súbditos las nuevas costumbres eclesiásticas aprobadas en el sínodo de Whitby (ver Los irlandeses en Northumbria). Esto no cuadra con que llegase a Escocia junto a San Régulo, a menos que hubiese vivido bastante más de dos siglos.
El caso es que el rey Nechtan se prendó de Santa Triduana. Nechtan es un personaje semilegendario y lleva el nombre del dios irlandés del mar, equivalente del latín Neptuno. "Presa del amor -dice la vita- se abrasaba en deseos libidinosos" y, como suele suceder, el amor no correspondido se tiñó de despecho y de inquina; Rabioso, envió sus terceros a requerirla de amores. La ermitaña, que se enteró a tiempo, huyó; pero era cuestión de tiempo que los pesquisidores del rey dieran con ella.
-¿Qué puede querer un rey tan poderoso de una pobrecilla monja?
-¡La belleza y la luz de tus ojos! Y ten por seguro que si no la consigue se morirá de amor.
-Tenía que haber empezado por ahí. ¡Si no es más que eso...! Esperadme aquí, que en seguida vuelvo.
Triduana se retiró a un secreto aposento y no tardó en venir tentando la pared, vacías las cuencas de los ojos y éstos pinchados en una larga espina a manera de brocheta.
-Llevadle a vuestro rey esto, que era lo que le apetecía. No dirá que no le he complacido.
Los emisarios volvieron a la corte con los lindos ojos espetados en su pincho, aterrorizados del encargo que les tocaba cumplir. Sin embargo, al ver la horrible prenda de la ermitaña, toda la tirria de Nechtan se transformó en admiración y no volvió a molestar más a la santa recoleta, que pasó el resto de sus días en la iglesia de Restalrig, donde aún hoy, en un pozo milagroso, los peregrinos buscan la curación de las enfermedades de la vista.
Santa Triduana en Restalrig. El edificio hexagonal de la izquierda alberga
el pozo milagroso. Dibujo del siglo XVIII.
En las islas Orcadas se la restituyó a un obispo de Caithness, al que un jefe perverso, Harald, había cortado la lengua y sacado los ojos con la punta de un cuchillo.   


lunes, 1 de octubre de 2012

La inversión de los pollinos

Poco es lo que se sabe del santo que me entretiene estos días, a pesar de que no es pequeña su popularidad en Gales y Bretaña armoricana. Los galeses le llaman Tysilio; los bretones Suliau o Suliac; en latín se lo conoce por Sulivo o Sulino. La mayor parte de las noticias que nos han llegado sobre él están en los hagiógrafos bretones de la época clásica: Albert le Grand en el siglo XVII y Dom Alexis Lobineau en el XVIII, que tuvieron acceso a fuentes latinas hoy perdidas.
San Suliau, estatua en la iglesia de Saint Suliac, Bretaña.
Dice Lobineau que Suliac era hijo del rey Brochmael (algo así como "El Príncipe Tejón") de Gales y que tenía tres hermanos: Mayán, Jacob y Canaán.
En las crónicas galesas e inglesas no es ningún desconocido aquel Brochmael: fue un rey infortunado, que hubo de vérselas con uno de los más exitosos conquistadores germánicos de Britania, el rey Ethelfrith. Ethelfrith unió al trono de Bernicia (el pequeño reino que ocupaba la costa Este de Gran Bretaña al sur la frontera picta, entre los muros de Adriano y de Antonino) al de Deira, su vecino del sur, que se extendía hasta el río Humber. De la unión de ambos resultó el de Northumbria.
Para lograr esta unidad, Ethelfrith había tomado por esposa a la princesa de Deira, desterrando a su hermano pequeño y posible heredero de la corona, Edwin.
Edwin huyó a tierra de britanos. Ethelfrith, temiendo que éstos lo apoyasen en su pretensión al trono, decidió ganarles por la mano y se apresuró a entrar en son de guerra por los reinos británicos. Los britanos se coaligaron para hacerle frente. Brochmael reinaba en Powys, al Noreste de Gales. La batalla se dio junto a Chester. Una gran multitud de monjes se había reunido en una colina cercana para rezar por la victoria britana. Ethelfrith, que era pagano, conocía bien la fuerza de los sacerdotes y de la magia
en el éxito de los combates. Lo primero que hizo fue cargar contra los orantes, de los que masacró a mil doscientos. Del resultado de aquella jornada sólo están de acuerdo los cronistas en que fue una terrible matanza para ambas partes. Godofredo de Monmouth afirma que la victoria fue de los britanos; Beda, que triunfaron los northumbrios y que Brochmael huyó cobardemente, desamparando a los monjes. para Beda, fue un castigo de Dios por haberse negado los britanos a seguir la disciplina de Roma en las cuestiones del cómputo de la Pascua y de la tonsura. Cada cual arrima el ascua a su sardina. La opinión más común entre los modernos es que fue una catástrofe para los britanos porque su territorio quedó desde entonces dividido en dos, lo que significaría a largo plazo la desaparición de estados británicos al norte del país de Gales. Otros matizan esta opinión: por un lado -recuerdan-, los reinos britanos del Norte sobrevivieron tres siglos más; por otra, tratándose de una talasocracia que abarcaba el archipiélago británico y Armórica, las comunicaciones marítimas eran mucho más importantes que las terrestres, cuya interrupción no podía constituir un jaque mate.
La vocación monástica de San Suliau se reveló repentinamente, de una manera que recuerda al despertar de la vocación caballeresca en el Perceval del "roman". Estaba jugando, o cazando, con sus hermanos cuando llegó a sus oídos una armonía nunca oída y maravillosa.
-¿Vosotros oís eso? ¿Qué será?
-¿Tú estás tonto o qué? ¡Canturías de frailes son ésas!
-¿Ah?
Efectivamente, se trataba de San Guimarc'h (Gwyddfarch, "Caballo del Bosque", según los galeses) que pasaba por allí en compañía de sus monjes. San Suliau quedó tan prendado de sus voces que, encantado por ellas, los siguió, decidido a no separarse jamás de su celestial compañía. Los hermanos, habiendo tratado inútilmente de hacerlo volver a casa con ellos, contaron al rey lo que sucedía. Brochmael, que tenía otros planes para su hijo, se enfureció.
-Que vayan trescientos hombres de a caballo y me lo traigan de una oreja; pero si se opone ese Guimarc'h, que me traigan también la cabeza de Guimarc'h.
El escuadrón llegó al convento interpelando al santo abad de mala manera.
-¿Qué es esto de raptar y seducir a niños sin experiencia?
-Yo no retengo a Suliau por la fuerza pero tampoco permitiré que os lo llevéis por la fuerza vosotros.
-Cuando tengas la cabeza por un lado y el cuerpo por otro, ¡a ver cómo nos lo estorbas!
-Si hay que cortar cabezas -dijo el muchacho, entrando entonces en hábitos de monje-, llevadle a mi padre la mía. Yo tengo la culpa (si es que es culpa) de lo que pasa aquí, y nadie más que yo.
Los soldados se fueron con las manos vacías y el rey, cuando se lo contaron, pareció resignarse, pero Suliau, por lo que pudiera suceder, se ocultó en otro convento, hasta que le contaron que San Guimarc'h había decidido peregrinar a Roma. San Guimarc'h era muy anciano para tal viaje, pero había hecho voto de orar ante la tumba de los apóstoles y no había quien lo apease de su determinación.
San Suliau tomó cartas en el asunto.
-¿Cuál es exactamente la promesa: el rezo o el viaje?
-El rezo.
-Pues como tú no estás en condiciones de mucho moverte, hagamos que peregrine Roma a ti en vez de tú a Roma.
Los dos monjes subieron a un cerro cercano y allí, de pronto, se vieron en una de las siete colinas. Recorrieron y visitaron todos los templos, las calles, los antiguos monumentos de la época de esplendor del Imperio, las reliquias, rezaron ante las tumbas de los apóstoles y sólo entonces la visión se desvaneció.
-Ahora ya puedo morir tranquilo y dejaré dicho que seas tú mi sucesor -declaró el anciano fraile- porque no me queda mucho de vida.
San Suliau fue nombrado abad pocos meses después, cuando murió Guimarc'h. También recibió el honor de ser consagrado obispo, ceremonia que ofició el famoso San Dubricio, el que casó a Ginebra y el rey Arturo.
Poco después de la desastrosa batalla de Chester pasó a mejor vida Brochmael y subió al trono su hijo Jacob. Al morir éste dos años más tarde, como ya había fallecido Canaán, no quedaba otro heredero al trono que Suliau. Hajarmé (Haearnwedd en galés), la viuda de Jacob, reunida en consejo con los hombres principales del reino (que la habían nombrado regente), se resolvió a sacarlo del convento y concederle juntamente su mano y el trono de Powys. Hajarmé era una mujer decidida y fuerte, que hacía honor a su nombre (cuyo origen está en el britano *Isarno-suesuo, "Hierro bueno", el mismo que el francés Hervé).
Suliau que no había renunciado al siglo para volver a sus peligros y tormentas, declinó la oferta de su cuñada. Ésta, no tanto por la gravedad de la situación política como por sentirse despreciada y humillada, se cegó de despecho. Primero, decidió rendir a Suliau por hambre y secuestró todas las rentas del monasterio. Viendo que los monjes resistían heroicamente los embates de la pobreza, ella misma se puso a la cabeza de una tropa de jinetes y se encaminó al monasterio dispuesta a llevarse al cuñado como novio o como reo de muerte.
-Aquí no hay más salvación, hermanos -dijo el santo-, que poner pies en polvorosa. Huido yo, imagino que os dejará en paz esta obsesa. Los que quieran venirse conmigo, que se vengan.
San Suliau embarcó discretamente y con sus pocos compañeros cruzó el mar hasta desembarcar en Aleth, cerca de Dol. Allí se encontró con San Maclovio o Macuto, que daría su nombre a la ciudad de Saint Malo y, buscando un lugar apropiado para instalarse con sus monjes, lo encontró a pocos kilómetros de allí, en el estuario del río Rance, donde hoy se encuentra el pueblo de Saint Suliac.
La desembocadura del Rance en Saint Suliac.
Las tierras que el señor de aquellos territorios le había cedido eran fértiles, pero pantanosas. Lo peor era que el ganado de los vecinos, que andaba pastando por los alrededores, se le colaba en los sembrados y se le comía lo que tenía plantado. Con el báculo, trazó una raya en el suelo señalando la extensión de sus terrenos, pero los animales no entendían de lindes y los paisanos hacían la vista gorda. De manera que San Suliau pidió el auxilio de Dios. Al día siguiente, toda bestia que intentaba cruzar el lindero del predio de los monjes quedaba paralizada y hecha una estatua en mitad de la raya. Los campesinos, echando de menos a sus animales, fueron a buscarlos y los vieron, aterrorizados e inmóviles, todo alrededor del monasterio. Ni a tirones, ni a empujones ni a palos eran capaces de moverlos.
A los damnificados pronto se sumó una muchedumbre de curiosos.
Ante las súplicas de los lugareños y con la virtud de sus rezos, el castigo divino fue revocado y las bestias recobraron el movimiento, pero en adelante no les quedaron ganas de acercarse por aquellos parajes.
-Esto no lo hago porque me deis pena, sino porque me estáis molestando con vuestros gritos, llantos y juramentos y no me dejáis rezar. ¡Esto es un monasterio! Marchaos con viento fresco y procurad que no se meta vuestro ganado donde no debe.
Sin embargo, no todos los animales escarmentaron como era debido. Todo el mundo sabe que los burros son testarudos. En la orilla opuesta a Saint Suliac está el señorío de Rigourdaine, famoso por los que en él se criaban, animales magníficos y ejemplares en todas las cualidades asnales, sin excluir la terquedad. Todas las noches, los borricos de Rigourdaine cruzaban en manada el río Rance para banquetear en los huertos y mieses monacales. No había manera de desviarlos del camino que se habían fijado, ni mucho menos de hacerles dar la vuelta hasta que no se habían llenado la panza con las hortalizas de los frailes.
Saint Suliau actúa contra los voraces pollinos. Moderna vidriera en
Saint Suliac, Bretaña.
-A grandes males, grandes remedios -dijo San Suliau.
Y levantando la mano, fulminó una maldición sobre los asnos que avanzaban inexorablemente hacia su festín cotidiano. Inmediatamente se operó en ellos un cambio milagroso: las cabezas se les pusieron en el lugar de los rabos y los rabos en donde las cabezas.
Ésta fue la única manera de que los burros, avanzando siempre ante sí con la misma determinación, volvieran sobre sus pasos.
Es de creer, dicen los cronistas, que el estuario del Rance era más estrecho en tiempos del santo que en la actualidad. Con su anchura actual, es increíble que lo cruzasen los borricos. Y no eran los únicos, como luego se verá.
Atraído por la fama de San Suliau, acudió, se dice, a verlo San Sansón, el santo obispo de Dol. Esto cuadra mal con la cronología, dado que Sansón murió hacia el 565, mientras que Suliau era muy joven cuando la batalla de Chester, a principios del siglo VII. San Maclovio, antes mencionado, también era más o menos de la quinta de San Sansón, pero éste es fama que vivió muchísimos años y murió centenario.
Es el caso que, según la leyenda, cuando San Sansón fue a visitar a San Suliau, éste lo convidó a compartir durante su estancia la austera vida de sus monjes, que no comían más que verduras, lácteos y un pan negro y malo. Carne, jamás; pescado en las fiestas. Tan difícil era de pasar aquel pan que uno de los monjes de San Sansón prefería quedarse con hambre antes de tragarlo y para que no lo tildasen de remilgado lo escondía disimuladamente bajo los hábitos para tirarlo discretamente cuando nadie le viese.
Este pecado no quedó impune: al calor de los vestidos, el pan cobró vida convirtiéndose en una feroz serpiente que se enroscó al pecho del fraile como una boa constríctor, amenazando molerle los huesos. San Suliau, enterado de lo que pasaba, ordenó a la sierpe de pan, o nacida del pan, que soltase al monje y que se fuese a sumir para siempre en las profundidades de un monte cercano, lo que el animal obedeció con mansedumbre.
Había en el monasterio de San Suliau un cocinero excepcional (no es de extrañar que fuese necesario un profesional de primera categoría para hacer algo menos desabrido el ascético sustento de los monjes). El cocinero era un lego contratado, no un fraile, y tenía su novia viviendo en la orilla de enfrente del Rance. Como un nuevo Leandro (pero con más mérito, porque las frías aguas del Atlántico no son las de los Darbanelos), el cocinero cruzaba el río a nado todas las noches para reunirse con ella.
Imagino que lo recibiría en la cocina bien caliente, con la ropa seca y los fogones preparados, y que el galán prepararía alguna exquisitez reconstituyente que compartirían antes de pasar el resto de la noche en tiernos coloquios: un espeso velouté de pescado, bien cargado de pimienta y de nata, con su queso rallado estirándose en elásticos cabellos y las rodajas de andouilles burbujeando de grasa hirviente en el plato, con los buenos tazones de sidra...
En una de aquéllas, el hombre apareció demudado y dando diente con diente.
-¿Qué tienes? ¡No me asustes!
-He pasado el peor rato de toda mi vida. Creí que no lo contaba. Iba yo nadando como de costumbre cuando de repente noto que me tiran de un pie. Creí que me había enredado en un alga o cosa así, pero como no me podía soltar y cada vez me liaba más en aquello, miro y figúrate cuando veo que era un congrio. ¡Un congrio más largo que yo y más gordo que mi muslo, tirando de mí para abajo y mirándome con una cara de rencor y de odio...! Tenía los ojos como dos ascuas, una sonrisa malévola y enseñaba dos filas de dientecitos pequeños, puntiagudos y afilados como cuchillos de verdura... En seguida comprendí que era el vengador de los congrios que venía a cobrarse la vida de todos los congéneres suyos que llevo cocinados para el convento.
Renuncio a describir la lucha submarina; remito al capítulo famosísimo de Los trabajadores del mar, de Victor Hugo: el combate sobrehumano de Gilliat contra el pulpo...
-¿Qué hiciste entonces?
-Me encomendé al bendito San Maclovio de Aleth. No sé cuánto tiempo pasé forcejeando con aquel monstruo marino hasta que de repente vi una claridad sobre las aguas y dentro de ella la venerable figura del santo. Le pedí que me librase de aquella fiera. Me dijo: "No desperdiciemos milagros. Acuérdate más bien de que llevas un buen cuchillo al cinto". Era verdad. No sé cómo había podido olvidárseme: por el terror seguramente. Nunca salgo sin el cuchillo por lo que pueda pasar. Lo saqué y como para mí limpiar congrios es una cosa tan mecánica como sonarme, en tres segundos le había abierto la barriga; me soltó y salió huyendo. Dame del aguardiente.... Lo que más siento ahora es que he perdido el cuchillo. San Maclovio se me acercó y me dijo: "Te está bien empleado el susto, por ir a pasar las noches pecando. Te comprometes y comprometes a esa pobre muchacha. ¿Qué hubiera pasado si te ahoga el congrio? Vas al Infierno de cabeza. Y ella si le pasa cualquier cosa, igual; ahora mismo muere en pecado y se la llevan los demonios.
-Te lo he dicho muchas veces, que hay que casarse.
-Ahora lo veo claramente, y voy a dejar de venir a nado, que no sea que vuelva ése por la revancha.
Pero no volvió. Por el contrario, un día que estaba destripando un congrio magnífico recién pescado, un ejemplar fuera de lo corriente, el cocinero se encontró su cuchillo alojado entre las vísceras del pescado y entonces lo reconoció. Y sintió lástima: ¡había sido un noble adversario!
La vida conventual continuó con su monótona regularidad hasta que un buen día llegó por mar una delegación de monjes britanos preguntando por San Suliac.
-Padre venerable, la reina regente Hajarmé, tu cuñada, ha muerto. Dios la haya perdonado, que ella creía actuar defendiendo los intereses del reino.
-El despecho fue lo que la enrabietó. Yo la perdono. Muchas son así, que para ellas no hay peor ultraje que un "no".
-Ahora ya no hay obstáculo para que vuelvas a apacentar a tu rebaño, o sea nosotros, y venimos a rogarte que regreses a tu diócesis.
-Sí hay obstáculos: el primero los años, que ya no estoy para viajes y me cuesta andar hasta a la huerta del convento; el segundo y mayor la voluntad de Dios, que yo veo que es que mi cuerpo descanse aquí, donde ha vivido tantos años. Llevaos mis Evangelios y mi báculo y será como si yo mismo estuviese con vosotros.
-Si no hay más remedio...
Con estos dos atributos, el báculo y el libro, se representa al santo en estatua en la fachada de la iglesia de San Suliac.
-Si fuese yo a Powys -continuó el abad-, al tercer día tendríais que elegir otro obispo. Buscaos un pastor que os dure más.
La delegación se volvió a Gales, no muy consolada con las reliquias, pero el santo no se había equivocado. Al poco tiempo, se acostó con una suave fiebrecilla que no tardó en consumir sus fuerzas ya gastadas por la edad.
Como era su deseo, fue enterrado en San Suliac, donde se conserva su lápida tumbal.
Laude funeraria de San Suliau. Saint Suliac, Bretaña.
Los tercos vecinos, que se habían mantenido mucho tiempo aferrados a las antiguas creencias, se habían acabado por convertir casi todos a la fe de Cristo y tenían al abad fundador por hombre santo. El culto de sus reliquias comenzó casi inmediatamente después de su muerte.
Se dice que ésta ocurrió en el mes de Noviembre, pero la festividad de San Suliac se celebra el primero de Octubre.


martes, 25 de septiembre de 2012

El santo de la hermosa cabellera

El santo de los que se llaman Barry es San Finbarr o Barr Fhind o Barro, obispo de Corcaigh (Cork en inglés). De este santo se conserva más de una vida medieval, tanto en latín como en irlandés.
San Barro era originario de Connacht, de la estirpe de los Uí Briúin, que se remontaban al gran rey Eochaid Mugmedón.
Este rey Eochaid Mugmedón fue padre de Niall Noíghiallach, Niall Nueve Rehenes, ancestro de los O'Neill (dinastía que dominó la mitad septentrional de Irlanda durante varios siglos), al que engrendró en su esclava Cairenn Chasdubh, Cairenn Rizosnegros. Unas fuentes dicen que esta esclava era sajona y otras que una princesa britana, y su nombre, Cairenn, podría ser una adaptación irlandesa del latín Carina. 
Los Uí Briúin, en cambio, descendían de la mujer legítima de Eochaid, llamada Mongfind (Cabello Rubio). 
Una vez más nos encontramos ante la tópica pareja de mujeres -rubia y morena- que 
Rivalidad de reinas: Krimilda y Brunilda representadas como
la Rubia y la Morena en una ilustración alemana de 1892.
chocan por su rivalidad y por su carácter, arquetipo femenino al que el Romanticismo dio nueva vida gracias a las Rebecca y Rowena de Ivanhoe de Walter Scott (ahí a un tópico se superpone otro, el de la díada de arios y semitas, Norte y Sur, Oriente y Occcidente: pero eso ya es harina de otro costal). Nosotros, aparte de Casta y Susana, tenemos a la ardiente morena y a la tierna trenzas de oro de la Rima XI de Bécquer. 
Las apariciones de la pareja son miles por todas partes. Pero a lo que voy. 
Por supuesto, Mongfind y Cairenn se odiaban y su enemistad tuvo importantes consecuencias para la Historia de Irlanda. Pero eso también es otro asunto.
Los Uí Briúin se extendían de Norte a Sur a lo largo de la franja Nororiental de Connacht, lindando con el Ulster y el Laiginn (Leinster). 
Un rey de los Uí Briúin, durante una cogorza monumental, se acostó con su propia hija, la cual concibió gemelos. De éstos a uno lo ahogaron en el río y a otro lo expusieron en el monte para que se lo comiesen las alimañas, pero lo adoptó y crió una loba. Tiempo después, unos porqueros (personajes, como se ha dicho en varias ocasiones, que generalmente tienen un papel relevante y especial relacion con lo sagrado en las leyendas irlandesas) lo descubrieron y se lo llevaron al rey, que inmediatamente lo reconoció y le dio honores principescos. Pero cuando creció, por causa de la vergüenza que envolvía a su nacimiento, decidió expatriarse con el acuerdo de su padre, y se instaló en Mumu (Munster), en tierras de los Uí Liatháin (cerca de la actual Cork), donde su estirpe se multiplicó. A ella perteneció San Barro.
La leyenda del nacimiento de aquel Amorgen tiene bastantes semejanzas con la de San Ailbe, que apareció en estas entradas no hace muchos días (ver Niño lobo irlandés en Roma).
Nació, pues, en el reino de los Uí Liatháin una niña de excepcional belleza, tanta que el rey decidió reservarla para concubina suya, prohibiendo bajo severas penas que ningún hombre fuese osado de arrimársele. Pero cuando la muchacha creció, sin darle tiempo al rey a consumar sus planes, un buen día se vio que estaba encinta. El rey la mandó llamar.
-¿Puede saberse quién es el padre de ese borde?
-De borde nada; es el hijo de mi marido: Amorgen el herrero.
-¡Amorgen! ¡Mi herrero, el superior y maestro de los herreros de las forjas reales!
-Ése. 
-¿Pues cómo? ¿No sabíais que tenías mandado no tener trato carnal con ningún hombre, sino conservarte doncella para mí?
-En ciertas cosas no mandan los reyes, con todo su poder.
-¡Insolente! ¿No ves que os puedo aplastar como a un terrón?
-No por eso dejarás de quedarte con las ganas de lo que pretendías.
-Ya he oído bastante; que preparen una hoguera suficiente para arrojar en ella a esta deslenguada y al patán que se la ha beneficiado. Ahora os vais a enterar.
-Que nos quiten lo bailado.
Pero estaba visto que las cosas le salían torcidas al rey.
-¿Ya están hechos carbonilla esas dos buenas piezas?
-Señor: ¡imposible! La hoguera no quiere arder.
-¿Habéis puesto leña bien seca?
-Como yesca, pero no hay manera. Lo mismo que si fuesen piedras del río.
Según la versión irlandesa de la leyenda, el rey tuvo la crueldad de ordenar a los condenados que preparasen su propia hoguera y la encendiesen antes de ser abrasados en ella; pero una tormenta espantosa impidió que la leña ardiese.
-Traedme aquí otra vez a los reos.
Cuando estuvieron en presencia del furioso rey, se oyó una potente voz:
-Rey, estás cometiendo un crimen horrendo y sacrílego. Si sigues empeñado, verás lo que tardas en ir de patas al Infierno. Y tú sí que vas a arder cuando estés allí dentro.
-¿Cúya voz es ésta?
-¿De quién va a ser? Del hijo de Amorgen el herrero, que te estoy advirtiendo desde el vientre de mi madre. 
El rey se rindió ante el prodigio y no sólo dejó ir libres a los esposos, sino que cuando nació el niño acudió a visitarlo y a pedir con humildad su bendición.
-Dile al rey cómo te llamas -dijo la madre-. Di: "Me llamo..."
-Me llamo Loán. Bienvenido, rey. Ahora ya nos conocemos de vista. Te encargo que favorezcas a mis padres, que Dios te pagará todos los beneficios que les hagas. Tienes mi bendición. Y ahora me callo hasta que me llegue la edad de hablar cualquier niño corriente.
Amorgen, de todas maneras, no era ningún pelagatos. Aparte de que los herreros en Irlanda, como miembros del áes dána ("gentes de arte") gozaban de la misma consideración que los músicos, arquitectos o médicos, éste era el principal del reino y era señor de una pequeña aldea.
Con todo, Loán, el futuro San Barro, aunque naciese libre, fue engendrado en una esclava, como Santa Brígida.
La figura del herrero reviste a menudo carácter sagrado.
San Eloy, relieve alemán del siglo XIV.
Una noche Amorgen  acogió en su casa a tres anacoretas de Laiginn que venían pidiendo hospedaje. Los monjes vieron al niño y quedaron pasmados.
-¡Qué niño tan bonito! En él resplandece la gracia del Espíritu Santo. Déjanos que nos lo llevemos con nosotros y le enseñaremos a leer.
-Mañana mismo os lo podéis llevar.
-No, que tenemos asuntos que resolver; y a la vuelta nos lo llevamos a Laiginn si queréis.
Iban de camino con él y empezó a llorar.
-Este niño lo que tiene es hambre.
-No sé de dónde vamos a sacar leche para darle. Hijo, aguántate un ratito.
-No: mirad, ahí asoma del bosque una cierva. Por ventura querrá darnos algo de leche por amor de Dios.
Efectivamente, la cierva tenía milagrosamente llenas de leche las ubres; la ordeñaron y sacaron una jarra entera con que dieron de comer al niño santo.
-Me parece que en este mismo sitio donde ha tenido lugar este milagro debemos tonsurarlo y enseñarle a leer.
-Tienes razón.
-Tiene un pelo tan bonito que merecería llamarse Finbarr. 
-Pues con Finbarr se queda.
(Finbarr en irlandés significa "hermosa cumbre").
Coincidió que pasaba por allí cerca San Brendan (aquél era san Brendan de Birr, no el gran navegante San Brendan de Clonfert, descubridor de ínsulas maravillosas); el carro en que viajaba metió la rueda en un bache y el santo se cayó al suelo. Y sus monjes veían con sorpresa que tan pronto sonreía como se ponía a llorar. 
-Padre, ¿qué son estas sonrisas y lágrimas?
-Sonrío de gozo de que estamos cerca de un gran santo, que a pesar de ser niño aún ha hecho grandes milagros y hará muchísimos más en su vida. Y me pongo a llorar de envidia porque Dios le ha concedido estos terrenos que me gustaban a mí para fundar un monasterio. Porque el nuestro está en territorio fronterizo y continuamente hay escaramuzas y trasiego de tropas y no se da un sosiego propicio a la oración, como aquí.
Los tres monjes comprobaron que el niño tenía una facilidad prodigiosa para las letras y empezaron a enseñarle los salmos. También tenía poderes sobre las fuerzas de la naturaleza. Cuando nevaba, como le gustaba la nieve igual que a todos los niños, hacía que no se fundiese alrededor de su celda mientras estaba estudiando, para poder disfrutar de ella al terminar la lección.
Llegó a visitar a los tres monjes un campesino rico, un tal Fidach, con el propósito de que uno de los tres lo aceptase como hijo espiritual. 
-Lo que te sugiero es que adoptes por confesor a Finbarr, el pequeño.
-No me parece adecuado a mi dignidad arrodillarme delante de un crío y contarle mis pecados.
-Tú verás, pero yo me confieso con él.
-Eso es otra cosa.
Y Fidach no sólo tomó a Finbarr por confesor sino que le donó sus tierras y ganados. 
San Barro estuvo criándose con aquellos tres monjes hasta que llegó a oídos de sus maestros la fama de un sabio, llamado Mac Coirp, que acababa de volver a Irlanda después de haber pasado años estudiando con San Gregorio en Roma, donde por cierto había sido condiscípulo de San David de Gales. 
San Barro poco más podía aprender de los tres monjes y se resolvió enviarlo al recién venido. Por el camino, devolvió el habla a un niño mudo y la vista a su hermana ciega, hijos del rey Fachtna el Enfadadizo, y resucitó a la reina que acababa de morir. 
Esto había sucedido así: estando San Barro entrevistándose con el rey había estallado un clamor de lamentos fúnebres y gritos de duelo.
-Ya ha ocurrido -explicó el rey-. Es mi mujer, que llevaba algún tiempo entre la vida y la muerte y ahora habrá acabado de padecer.
-No le toca aún -dijo San Barro bendiciendo una palangana de agua-; ordena que la laven con esto.
El rey lo hizo así y su mujer empezó a moverse y a desperezarse.
-¡Qué bien he dormido! -dijo- Estaba como un auténtico leño y no sé por qué han tenido que venir estas tontas a mojarme con unas toallas. ¡Las ocurrencias de los médicos! 
Había un cortesano incrédulo que pensaba que la reina se había curado por obra de la naturaleza y no por las oraciones y poder taumatúrgico de San Barro. Estaban charlando una mañana en un rincón resguardado del jardín de palacio, tomando el solecillo de invierno en un banco a la sombra de un nogal.
-Escucha una cosa, Barro: ¿por qué no haces un milagro, un milagrito pequeño para que yo lo vea?... ¡Ay!
Le había caído una nuez en la cabeza, y a esa primera siguieron otra y otra y se le vino encima un chaparrón de nueces que habían salido en el árbol de repente sin ser siquiera el tiempo de ellas.
-Y no vuelvas por más -dijo Barro-, que es pecado y gordo tentar a los santos, y es lo que hacían los que estaban mirando a Cristo en la cruz y así les fue.
San Barro siguió su camino hasta donde vivía Mac Coirp y le contó a lo que venía.
-¿Qué enseñas tú exactamente?
-Yo a San Mateo y Los hechos de los Apóstoles y luego lo último que ha salido en Roma, la Cura Pastoral de San Gregorio.
-Muy bien: quiero quedarme a aprender contigo, si me enseñas. Y dime: ¿tú lo conoces a San Gregorio?
-Mucho.
-¿Cómo es? 
-Calvo, con la nariz ganchuda. Y cuando escribe corre una cortinilla por modestia, para que no se vea al Espíritu Santo que se le posa en el hombro a dictarle.
San Gregorio Magno. Siglos X-XI.
Cuando acabó el curso, en pago de sus lecciones Mac Coirp le pidió a Barro que se mandase enterrar a su lado para que el día del Juicio Final resucitasen juntos. Luego se volvió a Roma para que San Gregorio lo consagrase obispo.
Barro puso escuela para niños y niñas y muchos futuros santos fueron allí a estudiar.
-Has hecho el camino en balde -le dijo San Gregorio a Mac Coirb cuando llegó a Roma y le pidió que lo hiciese obispo-. A mí no me corresponde ese honor. Eso tiene que ser en Irlanda. Vete otra vez a casa y busca a tu alumno Barro, que irá otro más digno que yo y os hará obispos a los dos a la vez.
Entre tanto, en Irlanda, guiado por un ángel, San Barro había ido viajando por distintos lugares, y en todos ellos dejando a las gentes pasmadas con sus enseñanzas y los milagros y curaciones que iba obrando.
Llegó finalmente con su guía adonde está hoy la ciudad de Cork, que era entonces una isla de tierra seca en mitad de una extensión pantanosa. 
-Aquí no te molestará nadie y puedes fundar tu monasterio.
En éstas estaban cuando, como surgida de la niebla, apareció una vaca a punto de parir su ternero.
Los monjes se pusieron a ayudarla y no tardó en llegar detrás de ella un paisano que se quedó atónito al verlos.
-¿Quiénes sois y qué hacéis aquí en medio de este cenagal?
-¡Qué preguntas! Somos unos monjes y estamos a ver si pare la vaca.
-Eso ya. Resulta que estos terrenos son míos y la vaca también, y la vengo siguiendo, que se me ha escapado del establo. Yo en todo esto veo la mano de Dios, así que podéis quedaros todo el tiempo que queráis, y tened también la vaca y el ternero. Os los regalo.
Aquél fue el principio de la ciudad de Cork.
Cuando ya San Barro tenía levantada una iglesia de madera, vio llegar a su maestro y lo saludó cariñosamente. Mac Coirp le contó lo que le había sucedido con San Gregorio.
Y como las voces se habían corrido sin que se supiera cómo, no tardó en reunirse una gran multitud a presenciar la milagrosa consagración de los dos obispos.
Otra versión de los hechos es que San Barro se encaminó a Roma con otros tres santos (uno de ellos San David) para recibir del papa la consagración; pero cuando San Gregorio alzó la mano para bendecirle, bajó una llamarada del cielo y se la chamuscó.
-Me está bien empleado, por querer consagrar al que es más que yo -dijo el papa sacudiendo la mano y soplándose en ella-. Vuelve a Irlanda y allí busca a Mac Coirp y ya encontraréis quien os haga obispos.
Y San Barro tuvo que volverse por donde había ido.
Entraron los dos santos, Barro y Mac Coirp, en la iglesia y al poco tiempo bajaron unos ángeles y los ungieron entre músicas y aromas celestiales. Del suelo brotó un óleo perfumado en que los santos y todos los demás asistentes acabaron chapoteando y quedaban benditos al pisarlo.
-Ahora lo primero es -dijo Mac Coirp- consagrar el camposanto donde tenemos que reposar hasta el día que resucitemos.
-Bien dicho.
La multitud, con los dos santos a la cabeza, marchó en procesión hasta el emplazamiento que parecía más oportuno y se trazaron los límites del terreno que se consagró como cementerio.
-¡Ay! -dijo Mac Coirp, llevándose una mano al corazón- ¡Me está dando que este cementerio lo estreno yo!
Y se desplomó muerto.
San Barro se quedó sin maestro y no tenía con quién confesarse. Pensó recurrir al que lo había bautizado, San Coling (otros dicen Eolang), que era un sacerdote ya muy anciano. El venerable viejo tuvo la revelación de su visita y mandó que le calentasen agua para lavarse los pies y bañarse, pero no quiso recibirlo:
-No soy digno de su visita; yo mismo iré a visitarlo a él dentro de una semana.
A pesar de su insistencia, San Barro se tuvo que volver por donde había venido y a los siete días se le anunció la puntual llegada del viejo monje.
-El motivo de mi viaje, Coling, era que me oyeses en confesión o en todo caso me designases un confesor.
-Yo te voy a poner un confesor mejor de lo que te puedes imaginar. Dame la mano.
Coling tomó la mano de Barro y la depositó en la de Cristo, que había bajado en persona a escuchar la confesión del santo. Todo el tiempo que duró la confesión, Cristo tuvo la mano de Barro cogida, y al acabar se levantó sin soltársela.
-¡Eh, eh! -dijo Coling- ¿Adónde vas tan deprisa?
-¡Pues adonde tengo Mi reino, con tu permiso!
-Sí, pero sin llevarte a Finbarr, que nos hace aquí mucha falta.
-Era mejor para él, que así venía recién confesado, pero como tú quieras.
Cristo soltó la mano, que desde entonces quedó resplandeciente y deslumbrante; y por modestia y para no dejar ciego a nadie con el fulgor que irradiaba, San Barro tenía que llevarla siempre enguantada o escondida en la manga. Y desde entonces fue tradición que los obispos de Cork no se quitaban el guante derecho ni para dormir. 
Este detalle de la mano recuerda a San Ninnidh (ver Cara sucia y mano limpia, parte 2) y a la mano inutilizada de San Macanisio (ver El manco de Conderi); más allá de ellos, a la deidad manca de de los celtas: Nodens, Lludd o Nuadu, el de la mano de plata, que hace pareja con el dios de la mano larga Lugu, Lleu o Lugh. Dioses que tienen, como ya se dijo, abundantes y documentados paralelos en otras mitologías indoeuropeas.
Desde la fundación de Cork hasta la muerte de San Barro transcurrieron diecisiete años.
Una versión de su vida dice que viajó en peregrinación a Roma y que a su regreso se detuvo una temporada en Britania, en el monasterio de San David de Gales. Estaba allí muy a gusto, pero de repente se le vino encima una gran inquietud por el mucho tiempo que había dejado a sus monjes descuidados y faltos de su guía paternal.
-No veo la hora de llegar a mi convento de Cork.
-Cógete mi caballo -respondió San David-. Te lo regalo.
Montó San Barro a caballo y sin detenerse, galopando sobre las aguas, cruzó a Irlanda y llegó rápidamente a su monasterio. 
Aquel caballo debía de ser de la misma raza que los de Manannán mac Lir, el hijo del dios del mar a quien la isla de Man debe su nombre. En uno de ellos vino Niamh Cinn Óir en busca de Oisín para llevarlo consigo a Tír na nÓg, la Tierra de los Jóvenes, y hacer de él su compañero. Niamh, hija de Manannán, lleva por cierto el mismo nombre que Nimue, la Dama del Lago de la leyenda artúrica. O de Enbarr, la montura perteneciente a Lugh. Para estas cabalgaduras, las olas son como prados de hierba perfectamente transitables.
Niamh Cinn Óir y Oisín cabalgan sobre las olas. Ilustración
de Niall Ó Neill para Laochas, de Séamus Ó Searcaigh.
Aquella de San Barro permaneció mucho tiempo al servicio de los monjes y cuando murió la representaron en una estatua de bronce que pudo verse durante siglos en el convento.
Sin embargo, la opinión más general es que San Barro no se movió de Cork y sus alrededores. 
Muchos más fueron los milagros de San Barro: tantos que según el autor de su vida irlandesa ningún hombre podría relatarlos todos. Haría falta que bajase un ángel del Cielo para poderlos contar. 
Cuando le llegó la hora, San Barro quiso visitar a dos de sus más íntimos amigos, San Cormac y San Baithine o Buchen, que vivían en Cluain (no Cluain Fearta, la fundación de San Ciarán, sino el monasterio llamado también Cill na Cluaine), y allí le sobrevino su última enfermedad. Murió sin más compañía que la de aquellos santos y San Fiama, que le dio la comunión.
Dios obró un prodigio memorable a la muerte de San Barro, y fue que el sol no se puso durante el tiempo de doce días, que fue lo que duraron sus solemnísimas exequias, a las que asistieron numerosos prelados y santos de toda Irlanda. Mientras tenían lugar, el alma de San Barro permanecía hospedada en su cuerpo mortal; y cuando hubieron terminado, un cortejo de ángeles descendió de las alturas para acompañarlo al Cielo con honor y reverencia.
La festividad de San Barro o Finbarr se celebra el 25 de Septiembre.  


  





miércoles, 19 de septiembre de 2012

La emperatriz y los osos

Hablaba hace unos días de la huida al bosque de algunas mujeres legendarias y de la relación de ese espacio, símbolo del caos, con la transgresión en el ámbito matrimonial: la mujer  que huye del casamiento, la que es expulsada al bosque o expuesta en él a las fieras (ver Huyendo al bosque)... Hoy, dieciocho de Septiembre, se conmemora la festividad de Santa Ricarda de Suabia o de Andlau, emperatriz y virgen.
Andlau, Alsacia, donde pasó temporadas Santa Ricarda en su infancia
y donde se retiraría a terminar su vida.
Ricarda de Suabia era hija del conde de Alsacia Erchengard. Algunos autores dicen que, a pesar de su nombre, éste era irlandés o descendiente de irlandeses. Incluso los hay que sostienen que la santa misma nació en Irlanda, y Felipe O'Sullivan Beare, erudito irlandés de principios del XVII que trabajó en la corte española, la incluye en su lista de santos irlandeses. O'Hanlon le dedica una entrada, el 18 de Septiembre, en sus Lives of Irish saints. El escritor alsaciano Édouard Schuré, esotérico y teósofo, amigo de Nietzsche, Wagner y Steiner, en sus Légendes de l'Alsace, asocia el temperamento independiente, altivo y la fuerte personalidad de Santa Ricarda al carácter de la raza irlandesa. También alaba la elegancia, belleza y encanto de la joven condesita.
Con casi veinte años, Ricarda se casa con Carlos, bisnieto de Carlomagno, que con el paso de los años irá acumulando en su poder un territorio tras otro hasta ser nombrado emperador de Occidente en el año 881.
Santa Ricarda, al contraer matrimonio, estaba decidida a conservar su virginidad, determinación que el marido se avino a respetar. Dicen que era impotente y no le afectó demasiado el voto de su mujer. Carlos, Carlos el Gordo, es un rey del que la Historia no ha dejado un retrato muy halagüeño. Lo pinta como un tipo retorcido y taimado, receloso y vengativo. Le tocó lidiar con las cada vez más audaces incursiones de los vikingos y con las ambiciones de unos nobles que, en el desmoronamiento del imperio carolingio, luchaban todos contra todos por convertir sus dominios en pequeños estados feudales.
Para mantenerse a flote en medio de estas turbulencias, confió más en la astucia y en la crueldad que en la fuerza y el valor. Los tributos que consintió pagar a los hombres del Norte a cambio de la paz fueron considerados como un baldón por sus contemporáneos.
Al final de su vida, sucumbió a la locura y fue desposeído del trono de la Francia Oriental. Murió en el año 888.

Asedio de París por los normandos. Ilustración de Neuville (1883).
Es de creer que una personalidad tan escurridiza y tan poco directa chocase con un carácter entero y decidido como el que los historiadores prestan a su mujer. Parece ser que existió una sorda hostilidad entre los cónyuges y que si no estalló antes fue porque Ricarda pertenecía a una importante familia a la que apoyaba parte considerable de la nobleza y con la que carlos no se atrevía a entrar en conflicto abierto. Las facciones enfrentadas tenían un trasfondo étnico: suabos y alemánicos veían con malos ojos a los francos, en que se apoyaban la emperatriz y su consejero Liutgardo.
La influencia que habían ejercido Ricarda y su gran amigo y mentor Luitgardo, obispo de Vercelli, sobre Carlos al principio de su reinado se trocó en inquina, recelo y aversión por culpa de la cizaña que iba sembrando el partido antifranco.
No era difícil que un espíritu desconfiado, inseguro y medroso como el del emperador temblase ante unos personajes de lustre, cuyo influjo se imponía. Luitgardo, que ya gozaba de la confianza de la reina, se había llegado a convertir en una especie de valido cuya supremacía se hacía intolerable a los otros nobles.
Según la leyenda, santa Ricarda fue una reina peregrina; no sólo habría estado en Roma, donde fue coronada emperatriz por el papa Juan VIII, sino en Constantinopla, de donde llevó a Alsacia el cuerpo de San Lázaro, en Chipre y en Jerusalén. En todos estos lugares coleccionó importantes reliquias.
A su regreso, estalló la tormenta largo tiempo fraguada por sus adversarios. 
Los enemigos de Ricarda presentaron al emperador las relaciones de la reina con el obispo de la manera más odiosa:
-¿Tú has visto qué rostro? ¡Ni en la iglesia se cortan!
-¡Mira qué carita pone para besarle la cruz!
-Y él, ¡cómo se aprovecha!
-¡Como tonto! ¡Pues está la emperatriz para hacerle ascos!
-Pues si se portan así en la iglesia, donde puede verlos cualquiera, ¿qué no harán donde no los vea nadie?
El rey, que había declarado solemnemente ante el papa no haber conocido carnalmente jamás a la reina, se mordía los puños de rabia al oír las deshonrosas acusaciones.
Los estrechos colaboradores, Luitgardo y Ricarda, fueron acusados de adulterio; aquél, desposeído fulminantemente de sus cargos y desterrado de la corte; ésta obligada a comparecer ante un tribunal.
Ricarda exigió someterse al juicio de Dios. Según la fragmentaria biografía que recogen las Acta Sanctorum, se le hizo vestir una camisa impregnada de cera a la que se debía prender fuego por cuatro sitios. Si era culpable, el tejido ardiente se le pegaría a la piel, abrasándola. Otras versiones suman a éste un tormento más: caminar descalza sobre una alfombra de brasas o de rejas de arado calentadas al rojo.
La camisa encerada se negó a arder, como si fuese de amianto, mientras que las brasas o hierros candentes se iban apagando y enfriando ante las pisadas de la reina.
Algunos añaden que el principal calumniador de Ricarda, llamado el Caballero Rojo, mantuvo la acusación, obligando a la emperatriz inocente a buscar un paladín.
Como es frecuente en las novelas caballerescas, no lo consiguió hasta el último momento, cuando apareció un defensor misterioso, el Caballero Blanco, que entró en liza, derrotó  al acusador y lo humilló.
-Ahora que ya he limpiado mi nombre, no puedo quedarme ni un minuto bajo el mismo techo que un mal marido que presta oídos a calumnias asquerosas.
-Ni quiero yo que te quedes -contestó el emperador-. ¡Anda por ahí, calientaobispos, mosquita muerta!
Llena de dignidad, la emperatriz Ricarda salió de palacio con lo puesto y se adentró en el bosque.
Pronto se vio perdida y se dio cuenta de lo angustioso de su situación. Se sentó a descansar y a ver qué se le ocurría y al poco tiempo se le apareció un ángel.
-¿Qué te pasa, Ricarda, que estás tan afligida?
-¿Qué me va a pasar? ¿No me ves perdida en el bosque sin saber dónde ir, para que me parta el pescuezo por cualquier barranco o se me coman los lobos y los osos? ¿Te parece poco?
-Me parece poco: poquísimo. ¿Qué temes de las bestias después de lo que te han hecho las personas? Anda, ten fe y no desmayes. Sigue andando y donde veas unos osos te paras y te quedas a vivir.
La emperatriz continuó por el bosque temeroso hasta que, sintiendo sed, buscó un manantial y cuando lo encontró vio que se le había adelantado una osa con sus oseznos que estaban allí bebiendo y lavándose.
Fundación de la abadía de Andlau. Cuadro de Dubois, 1840.
Iglesia de San Pedro, Andlau.
 http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/1/15/Andlau_Abbatiale082.JPG
Ricarda se hizo amiga de aquella familia osuna y obedeciendo al ángel se instaló junto a la fuente. Allí fundó un monasterio llamado Andlau, donde vivió retirada, orando y escribiendo, el resto de sus días. Los osos se quedaron a vivir con ella para siempre. En la cripta de la iglesia del antiguo monasterio se muestran las huellas de las zarpas de la osa fundacional.
El oso se convirtió en una especie de animal totémico del pueblo y en el monasterio se acogía con hospitalidad especialmente solícita a los juglares domadores de osos y se mantenía siempre, con veneración, a un oso vivo, hasta que uno de ellos devoró a un niño y se decidió sustituirlo por una estatua, que aún hoy está en la cripta.
La historia contradice a la leyenda: no sólo estaba ya habitado Andlau mucho antes de que los francos apareciesen por allí, sino que la fundación del monasterio por Ricarda está documentada años antes de su repudio por el emperador.
Es muy probable que el oso ya fuese objeto de culto en esos parajes en tiempos precristianos. 
La diosa Artio con su oso. Bronce antiguo del museo de Berna.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e9/HMB_-_Muri_statuette_group_-_Artio.jpg 
Entre los galos hubo una diosa cazadora, protectora de los osos y probablemente numen de la vitalidad de la vegetación salvaje, Artio. Artos es el nombre galo del oso. El mismo se encuentra en el irlandés art. Es muy frecuente en composición en la toponimia y la onomástica gala. Existe en Tréveris el epitafio de una joven Ursula, dedicado por su madre Artula. Probablemente la madre le quiso poner a la hija su propio nombre, Osita, pero traducido al latín, lengua más prestigiosa. 
Art mac Cuinn (Oso hijo de Lobo o Perro) fue un rey legendario de Irlanda, hijo del célebre Conn Cétcathach (Conn de los Cien Combates) y padre del no menos famoso Cormac mac Airt, a cuyo servicio combatieron Fingal (Fionn mac Cumhail) y Ossian (Oisín).  Y el mismo rey Arturo es uno de los que llevan en su nombre al oso.
Una santa virgen, amiga de los osos, en el bosque, no puede dejar de recordar a la Señora de las Fieras, la diosa Artemisa. El origen del teónimo Artemisa no se sabe con certeza, pero los antiguos griegos lo relacionaban con artos, "oso", una forma alternativa del nombre que aparece más frecuentemente como arktos. E incluso el episodio del oso conservado en un santuario y que en una ocasión devora a un niño se encuentra entre los mitos de Artemisa (ver Huyendo al bosque).