sábado, 28 de febrero de 2015

Pesadas y vampiresas

En la naturaleza, según dicen, nada sale de la nada; y en la literatura irlandesa, pues tampoco.
Hace tiempo me estaba yo ocupando en estas entradas de las novelas de Austin Clarke The Sun Dances at Easter (1952) y  The Bright Temptation (1932).
Veinte años antes de publicarse esta había aparecido la de James Stephens La olla de oro (The Crock of Gold, 1912). James Stephens había nacido en 1880; pertenecía a la misma generación que los más jóvenes dirigentes de la revolución de 1916 como su amigo Thomas MacDonagh (1878-1916) y Pádraig Pearse (1879-1916).
En La olla de oro puede verse el mismo interés por el mundo mítico y legendario de la época precristiana y de las creencias populares, a través de las cuales se atisbaba la esencia espiritual de Irlanda, que se encuentra en autores del renacimiento cultural irlandés como AE, Lady Gregory o Yeats. Una visión de ese antiguo olimpo celta teñida de misticismo esotérico y neopaganismo teosófico. Los dioses, los Tuatha Dé Danann y otros pobladores sobrenaturales de Irlanda son, de acuerdo con ella, la manifestación local de seres, razas y fuerzas universales: los mismos que retratan, a su manera, los textos homéricos o la literatura religiosa de la antigua India.
Espíritu de Irlanda. Óleo de AE.
James Stephens, por cierto, siempre estuvo interesado en la espiritualidad oriental, pero ese interés fue creciendo con el tiempo y se deja notar más en obras más tardías.
Aparte de la fascinación ejercida por esas sabidurías asiáticas en la religiosidad esotérica del siglo XIX (debido en gran parte a la autoridad que emana de la venerable antigüedad que les era atribuida), hay que tener en cuenta que bastantes de los indoeuropeístas que redescubrieron los mitos irlandeses estaban también vivamente interesados en los pueblos arios.
No hace mucho me refería a Maud Joynt, editora del relato sobre Guaire y los poetas gorrones, que, nacida en la India, antes conoció el sánscrito que el gaélico. Maud Joynt es un personaje representativo de esta actitud de síntesis. Se buscaban todas las posibles coincidencias entre las tradiciones conservadas en los extremos del mundo indoeuropeo, en pos de una aspiración romántica: la de reconstruir en lo posible una sabiduría mucho más antigua, y por lo tanto más pura, genuina y valiosa que la de las civilizaciones centrales, mediterráneas (amalgamadas en la cultura judeocristiana).
Aquellos escritores del renacimiento cultural irlandés (un movimiento, por cierto, que surge sobre todo entre autores de procedencia y tradición cultural no gaélica) tampoco habían creado su mundo folclórico-mitológico a toque de varita mágica, que lo habían aprendido en las páginas de precursores como Samuel Ferguson y Standish O'Grady y de su boca. De manera que cuando asoma a los puntos de la pluma de Clarke ya va acarreando una rica tradición.
Las dos novelas citadas de Clarke son relatos de viaje al término del cual, como en la Demanda artúrica, está el hallazgo de la sabiduría. Sabiduría que se identifica con el amor y la sexualidad.
Camino  también el de los personajes de La olla de oro en busca del conocimiento, simbolizado por el tesoro enterrado de los leprechaunsErnest Jones, psicoanalista galés al que volveré a referirme en seguida, insiste en el carácter universal de la metáfora que asocia oro y sabiduría.
También coinciden Stephens y Clarke en la importancia que conceden entre los demás dioses a Oéngus Mac Óg, que aparece en ambos como un Apolo céltico rico de muchos matices pánicos: de un Pan que no deja de aparecer en la novela, más parecido al del simbolismo y la Légende des siècles de Victor Hugo que al de la Antigüedad clásica. 
Burne-Jones (padre), El jardín de Pan.

Tan llamativa en uno como en otro de los novelistas es esa impresión de hormigueo y efervescencia de una naturaleza superpoblada, auténtico hervidero de dioses, duendes, hadas y otras razas por el estilo. Ambos autores comparten ese sentimiento lírico y panteísta en consonancia, supongo que intencionada, con la poesía naturalista de la Irlanda medieval.
¿Qué fue, entonces, lo que hizo tan intolerable para la censura irlandesa la narrativa de Clarke (cosa que no ocurrió con la de Stephens)? Se me ocurre que la irrupción de lo legendario cristiano y su equiparación funcional con la fantasía precristiana y mitológica.
Sea de esto lo que sea, en esa población fantástica que escarabajea y rebulle por cada palmo de Irlanda llama la atención la casi total ausencia de criaturas tan frecuentes en casi toda Europa (y más allá de ella) como las pesadillas y los vampiros.
En Irlanda debió de existir esa tradición, ya que la pesadilla se dice tromluí, algo así como "pesado de yacer".
William Butler Yeats asegura que el pariente irlandés, no muy cercano, de la familia de las pesadillas es el púca. No deja de ser significativo, sin embargo, que estas criaturas lleven un nombre no irlandés, sino germánico, que es el del famoso duende Puck de Shakespeare.
Oberon, Titania, Puck y hadas, por William  Blake.

El púca tiene muchos y grandes parecidos con la pesadilla y los duendes llamados lutins en Francia. Se trata de su relación con el agua y con los caballos. El púca puede adoptar figura equina o humanoide. Su fechoría más frecuente es inducir a los incautos a cabalgar a lomos suyos, para luego emprender una vertiginosa carrera y acabar hundiéndose en cualquier río o lago donde se ahogan.
Sin embargo, carecen de las obvias connotaciones sexuales de las pesadillas y tampoco se relacionan directamente con el sueño, como ellas, ni, hasta donde yo sé, con el vampirismo.
Estos son elementos fundamentales para la definición de la pesadilla, según Ernest Jones. 
Este recoge opiniones de médicos que asocian la pesadilla (enfermedad eminentemente femenina) con la salud sexual, al menos desde el siglo XVII. Burton, por ejemplo, le daba por terapia el matrimonio. Y así entraría en la categoría de males como la histeria o la opilación.
No era una idea universal, ni siquiera mayoritaria. Entre los que le suponían un origen interno, rechazando la intervención de seres sobrenaturales, eran más los que se inclinaban por darle como causa trastornos respiratorios o digestivos. Así, el padre Fuentelapeña en El ente dilucidado, de 1676. Fuentelapeña creía que los duendes eran animales corpóreos invisibles, pero no que fuesen los causantes de las pesadillas, parálisis ni opresión durante el sueño y menos que apareciesen en forma de diablos, hombres negros ni animales monstruosos o no.
Ernest Jones defiende con argumentos sólidos la estrecha relación que se establece en la imaginación de muchos pueblos europeos entre la "mara", "alp" o como se denomine al espíritu maléfico de la pesadilla y los vampiros y hombres lobo. Por vía de estos, la mara queda emparentada con el perro infernal, del que he hablado en alguna ocasión (ver Los demonios perrunos), ser tan antiguo e importante mitológicamente que es el trifauce Cerbero. El perro era el animal que se sacrificaba a la diosa infernal Hécate; Apolo no le hacía ascos, y Bernard Sergent estudia esta coincidencia con Lug, muy relacionado con los perros. Tanto que es padre (entre otros) del más famoso perro de la épica irlandesa, Cú Chulainn. Tampoco Drácula, no lo perdamos de vista, desdeñaba revestir la forma de perro negro.
El vampiro griego y balcánico lleva el nombre de "brucolaco" o "brucolaque", que tuvo cierto uso por acá antes de imponerse el término actual, y en el que se reconoce, deformada, la raíz eslava de "lobo", que se dice volk en esloveno, vuk en serbio, vulk en búlgaro (donde se llama vulkolak al hombre lobo).
El hombre lobo remite a su vez al Cazador Nocturno y su jauría, y el cortejo de este a las mascaradas carnavalescas y otras fiestas parecidas, como las lupercalia romanas, de las que nuestros carnavales son herederos en muchos aspectos.
Andrea Camassei, Las lupercalia.
Mira por donde, se dice Ernest Jones, las lupercalia se celebraban en honor de Fauno, que "medio hombre medio fiera" (como decía Góngora) era un dios sexualmente pujante y agresivo, el cual tenía por pasatiempo, con sus faunos, meter algún susto a las ninfas, que se iban a refugiar a las fuentes, cuya agua limpia 
"les cache au creux de ta source
fuyantes le satyreau 
qui les pourchasse à la course" 
("las esconde en el seno de su manantial cuando huyen del satirillo que les da caza a la carrera") como evoca Ronsard.
Stuck, Ninfa y faunos.
Fauno Luperco, dios de las lupercales, era un dios lobo, identificado con la loba romana que crió a Rómulo y Remo y al que se le sacrificaban cabras y perros.
Fauno se confundía con otro dios, Februo, numen febril y no menos relacionado con las lupercalia, al que se debe el nombre del mes en el que aún estamos.
El mundo se purifica, pues eso dicen las fuentes que significa februare -y februa los instrumentos rituales que se usan en en la purificación-, pero se libra de los viejos males como el enfermo de calentura: agitándose y sudando y casi bailando la tarantela. Se acrisola a zurriagazos y en el desmadre y la transgresión.
El lobo excita la imaginación lúbrica: ahí están el lobo feroz de Caperucita, el licántropo o monstruo -la Bestia- del Gévaudan y mil ejemplos. La loba, más. Loba ya era sinónimo de "prostituta" en latín y según Ernout y Meillet está atestiguada la palabra en esta acepción antes que en la de "hembra del lobo". Mesalina, en sus correrías por los lupanares (o "loberíos") de Roma adoptaba el nombre de guerra de Licisca, que es "loba" o "perra loba" en griego. La sabiduría popular le atribuye a la loba, por lo demás, un gusto deplorable, puesto que, como ya apunta el Arcipreste de Hita, elige al lobo más astroso que encuentra. Según Sebastián de Horozco en el Teatro universal de proverbios esta particularidad la comparte el género humano: 
"La mujer
es loba en el escoger".
Si el hombre lobo es en el fondo (como dice Ernest Jones) muy parecido al vampiro, la mujer loba es la vampiresa.
Parece que en inglés el término vamp, para referirse a la mujer que estruja y exprime al hombre hasta la extenuación física, moral y económica, data de los años diez del siglo pasado. El origen directo está en el cuadro de Burne-Jones hijo El vampiro (perdido hoy), de 1897, donde una joven de aspecto ojeroso y enfermizo pero triunfal acaba de saciar su hambre vampírica en la víctima que yace inconsciente a su lado, un joven imberbe y descamisado con pinta de artista bohemio.
Burne-Jones, The Vampire.

Se dijo que la vampiresa del cuadro era retrato de una famosa actriz de la época, Pat Campbell, que despertó grandes pasiones.
Aquí se da una relación paradójica, puesto que el demonio femenino o súcubo está dominando al varón infeliz y haciendo de íncubo sentada encima de él (o casi).
Claro que este tipo femenino es mucho más antiguo, como puede verse en el libro de mario Praz La carne, la morte e il diavolo. En Los misterios de París, de Sue, que es de principios de los años cuarenta (del XIX), ya aparece explícitamente designada como vampira la criolla Cécily. 
Cécily. Ilustración del siglo XIX.

Esta laberíntica novela (tan laberíntica como la propia ciudad en la que se desarrolla su acción) tiene también su propia Loba, pero que lo es más por la ferocidad que por la lujuria. 
Y cómo no traer aquí  a colación a la vampiresa de Baudelaire (Les métamorphoses du vampire), que ahoga al hombre entre sus temidos brazos o que le sorbe el tuétano de los huesos, mujer multiforme que puede mostrarse ya como la pudorosa que devuelve al anciano la risa infantil, ya como la lujuriosa que se retuerce a manera de de serpiente entre brasas, amasándose los pechos realzados por las ballenas del corsé y ofreciéndolos a la mordedura de su amante.
La muerte y el corsé.

Más o menos por la misma época, en 1863, Léon Valade (el poeta que se sienta a la derecha de Rimbaud, según mira el espectador, en el célebre cuadro Coin de table de Fantin-Latour) y Albert Mérat publicaron el libro Avril, Mai, Juin. En uno de sus sonetos se dibuja una escena mundana: del brazo de un caballero rubio, entra en un baile una mujer negra alta y grande, imponente. Su paso despierta gestos y comentarios de burla entre algunos de los asistentes, a los que ella contesta con unas miradas cargadas de fuego. ¿Quién sabe -se pregunta el poeta- qué filtros y hechicíaers conoce la negra, ni si tiene el poder de chupar las fuerzas del que caiga en sus brazos hasta dejarlo aniquilado?
En todo caso, el cuadro de Burne-Jones inspiró un poema -también titulado The Vampire-  de su primo Rudyard Kipling: una y otra obra se ilustraban mutuamente. El poema alcanzó gran popularidad, tanto que en 1907 un autor teatral americano, Porter Emerson Brown, desarrolló su asunto en una obra que llevaba por título su primer verso: A Fool there was
El drama fue llevado al cine en 1915, con la actriz Theda Bara haciendo de vampiresa (puede verse en línea en archive.org ) y, al cabo de siete años, se estrenó una nueva versión protagonizada por Estelle Taylor. 
Vampiresa y víctima: Theda Bara en A Fool there Was.
El vampirismo ha llegado a perder todo asomo de literalidad convirtiéndose en puro símbolo de la codicia y afán de dominio y en jeroglífico de todo cuanto la mujer tiene de aterrador (aunque Lacan diría que lo que la mujer tiene de aterrador es lo que no tiene y sí es). Pero el caso es que de un modo u otro los ancestrales arquetipos continúan funcionando latentes en la imaginación individual y colectiva.
Sucede que el buen sentido popular intuye a veces, como hará Ernest Jones en forma más científica, que esos monstruos de pesadilla no son más que la proyección de unos deseos o de unas frustraciones eróticas.

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