lunes, 3 de enero de 2022

Cosas de los Reyes

 

Estaba yo casualmente leyendo unos artículos de Carmen Laforet sobre las fiestas de estos días. Forman parte de los que publicó en la sección “Puntos de vista de una mujer” de la revista Destino, ahora recopilados en libro por la editorial del mismo nombre, con ocasión del centenario de la autora. Dice esta en uno de ellos: “No hay nada en el mundo que me guste más que la mentira, si la mentira, como en este caso, se llama ilusión”. Se refiere al prodigio anual de los Reyes Magos, “mentira mezclada a realidades tangibles”; y algo más adelante, añade que esta ilusión es “en tantas, tantísimas casas, una verdad asombrosa”.


Noche de reyes en Madrid, 1839. Cuadro de José Castelaro.
(de la Wikipedia).


Un niño tarda pocos años en comprender que los Reyes no existen. Mucho más tiempo le cuesta, si es que lo consigue, deshacerse de esa pueril incredulidad. Al menos en esta época, porque la fe en los Reyes Magos ha movido desde el siglo XIII a miles y miles de peregrinos hasta Colonia, donde han ido a parar sus reliquias por caminos complicados y misteriosos, para reunirse con las de otros santos peregrinos de gran fuste y resonancias épicas: Carlomagno y santa Úrsula con sus once mil vírgenes y demás comitiva.  

Cuando llegaron los Reyes Magos a Belén, el Mesías ya se había manifestado por lo menos –según los evangelios canónicos o apócrifos- a las dos comadronas (o a santa Brígida en la tradición bretona) y a los pastores: a estos con aparición de ángeles y músicas celestiales; y había sido adorado por unos y otras. Sin embargo, la epifanía por antonomasia, como si solo con ella se hubiese revelado al mundo su venida, es la adoración de los Reyes, asombro anualmente conmemorado y repetido. Pues, como dice Juan de Hildesheim, escritor carmelita del siglo XIV, es en ese momento cuando Cristo une como techumbre los dos muros de su edificio: el pueblo judío representado por los pastores y el de los gentiles representado por los reyes de Oriente.

Pero no es de esto, en realidad, de lo que quería yo hablar.

Vamos de centenario a centenario. El volumen Cuentos dispersos II, duodécimo de las obras completas de Emilia Pardo Bazán editadas por González Herrán en la Biblioteca Castro, recoge relatos aparecidos en distintas revistas entre 1911 y 1921. Varios de entre ellos, encargados seguramente para álbumes, almanaques o números especiales navideños, se refieren a este ciclo festivo: los hay de nochebuena, de año nuevo y de Reyes. Cuentos “de calendario” los llama González Herrán, como también a los que constituyen la serie Cuentos de Navidad y Reyes (1902) en el volumen noveno de su edición, u otros que la autora incluyó en diferentes libros.

La visión de los Reyes Magos que ofrece Pardo Bazán es interesante en varios aspectos.

La tradición cristiana fijó desde fecha bastante temprana el número y nombres de los Reyes Magos. 


Adoración de los Reyes. Libro de horas del siglo XV
en la Biblioteca Nacional de Irlanda.


Las Excerptiones patrum, atribuido falsamente a Beda, establecen que Melchor, que regala el oro, era viejo y de larga cabellera y barba blanca; Gaspar, a quien corresponde el incienso, joven imberbe y pelirrojo y Baltasar, el de la mirra, atezado y con toda la barba (fuscus, integre barbatus). Un famoso poema irlandés sobre los Reyes Magos, Aurilius humilis ard, repite esto mismo añadiendo pintorescos y coloridos detalles:

 

Aurilius Humilis, alto.
Malgalad Nuntius, fuerte y fiero,
Melcho, de cabellera canosa, sin reproche, 
Con luengas barbas grises: 
Un anciano, de manto amarillo
Sobre túnica verde de exactas medidas,
Con cómodas sandalias de verdes correas moteadas;
 No faltó el oro en su dádiva al rey. 

 

Arénus Fidelis, generoso,
Galgalad Devotus, esforzado,
Hombre colorado Caspár, de perfecta hechura, 
Mozo imberbe de rozagante juventud, 
Bello guerrero envuelto en manto púrpura 
Sobre túnica amarilla lisa,
Con magníficas sandalias de correas verdes: 
Incienso a Dios apropiado ofreció. 

 

Damascus -el último de los tres- Misericors infatigable,
Sincerna Gratia sin límites, 
Patifarsat, todo majestad,
Hombre moreno, ilustre,
En manto de púrpura con lunares blancos 
-Púrpura superior a cualquier belleza-, 
Con sandalitas amarillas,
Al gran hombre regaló mirra. 

 

Estos son los nombres de los magos 
En hebreo, en griego de grata vivacidad, 
En latín, de gravedad pausada,
En el árabe noble y elegante. 
Escuchad los colores de sus vestidos, 
Según los dicen los distintos pueblos: 
“Selua for gaaessa gala
Debdae aesae éscidae”
... 

Las siguientes estrofas, muy corruptas, prosiguen llenas de palabras incomprensibles.

Otro apócrifo irlandés, en prosa este, también temprano aunque conocido por una copia del siglo XII, las Historias de los Magos (Scelaib na nDruad), cambia un poco las cosas: “Encabezaban aquella compañía tres guerreros; un soldado hermoso, venerable, de barba gris, ágil como un cervatillo, llamado Melcisar, que es el que dio el oro a Cristo. Otro guerrero barbado, de largos cabellos castaños, llamado Balcisar, que es el que le dio a Cristo el incienso. Por fin, un tercer guerrero, rubio, sin barba, llamado Hiespar, el que le dio a Cristo la mirra. Otros nombres de estos reyes son Malco, Patifaxat, Casper. Malco era Melcisar; Patifaxat, Balcisar, y Casper Hiespar”. Balcisar –nuestro Baltasar- sigue siendo barbudo, pero nada se dice del color de su piel y su ofrenda ya no es la de la mirra, sino la del incienso.

De aquel Baltasar hosco, de tez oscura, procede, en todo caso, el rey negro de nuestra tradición.

Pues bien: en los cuentos de Emilia Pardo Bazán, contra la creencia generalmente aceptada, el rey negro es, sistemáticamente, Melchor.

El libro de Juan de Hildesheim, mencionado antes, Historia trium Regum, ayuda en parte a comprender esto. Los tres reyes –explica- lo eran de la India, pero hay que saber que Indias hay tres. 

En la tercera India, que incluía la provincia de Tarsis (donde se encontraba la tumba del apóstol santo Tomás), reinaba Gaspar, que era un negro etíope y que hizo la ofrenda de la mirra. Gaspar –dice el libro- “era un negro etíope (Ethiops niger), de lo cual no hay ninguna duda”. Bajo el nombre de Tarsis se confunden, al parecer, Tarso de Cilicia –la patria de san Pablo-, Tabriz –la ciudad azerí- y la opulenta Tarsis de la Biblia.


Los Reyes Magos en una ilustración de la
Historia Trium Regum(Estrasburgo, 1483).
(Ilustraciones de esta edición traídas de Gallica bnf)
.


La segunda India era el reino de Baltasar, que ofreció el incienso, y en ella estaban Godolia y Saba, cuya famosa reina, siglos atrás, visitara al rey Salomón.

La India primera era la que tenía por rey a Melchor, cuyo regalo fue el oro, y abarcaba Arabia y Nubia.

En esta tripartición de la India, que se extendía por el occidente hasta el África oriental, Juan de Hildesheim sigue a san Jerónimo, a San Isidoro y toda una tradición medieval.

A partir de finales del siglo XII, debido sobre todo a las cruzadas, se tenía conocimiento de los nubios, con los cuales se había entrado en contacto en Tierra Santa, donde acudían en peregrinación, así que se sabía qué aspecto y color tenían, amén de otros detalles sobre sus costumbres y ritos. Pero la confusión entre la India, los reinos cristianos del África oriental y el del mítico Preste Juan de las Indias era grande. Jacopo da Verona, peregrino a Tierra Santa a principios del XIV, por ejemplo, afirma que los nubios eran “etíopes negros de la gente del Preste Juan”. Tomo estos datos de un artículo de Camille Rouxpetel, “« Indiens, Éthiopiens et Nubiens » dans les récits de pèlerinage occidentaux : entre altérité constatée et altérité construite (XIIe-XIVe siècles)” (Annales d’Éthiopie, 2012). 


En esta xilografía que ilustra la Historia Trium Regum (Estrasburgo, 1483)
aparece el rey negro.

El mismo Juan de Hildesheim, en su popular obrita, indica que santo Tomás, enviado a predicar el Evangelio en la India, bautizó a los Reyes Magos e instauró las instituciones del Patriarca Tomás y el Preste Juan, como cabezas religiosa y política de aquellos enormes reinos. Entre los portugueses, cristãos do Preste João era una expresión corriente para referirse a los etíopes y otros pueblos cristianos del Sur del Nilo y África oriental, en que se veía a posibles aliados contra el Islam. Fueron las navegciones portuguesas de finales del siglo XV y del XVI las que acabaron arrojando claridad sobre las tierras y gentes de esas partes del mundo.


Santo Tomás consagra a los tres Reyes.
(Historia Trium Regum. Estrasburgo, 1483).

Emilia Pardo Bazán, es de suponer, se sumaba a esa tradición de un rey Melchor indio, pero africano y negro.

En Juan Valera, por cierto, también aparece, aunque de pasada, un Melchor indio. Es personaje que cumple una función esencial en su largo cuento La buena fama (1894) un hindú, de nombre Crisayacti, persona tan sabia como bondadosa y amiga de donaires y burlas, siempre que fuesen amables e inocuas. De este Crisayacti, pues, se nos dice que tenía gran simpatía a los cristianos (sin serlo él mismo) por ser el cuadragésimo –y último, ya que murió sin descendencia- nieto de Melchor, “el más ilustre” de los Reyes Magos. No es un indio nada nubio, sino muy indoiranio.

La India debía de estar de moda por aquellos tiempos de fin de siglo. Unas fechas al tuntún: las óperas El rey de Lahore, de Massenet, y Lakmé, de Delibes, son de 1877 y 1883. El libro de la selva, de Kipling, de 1894. La leyenda El caudillo de las manos rojas,de Bécquer, de 1871. Y la propia Emilia Pardo Bazán escribiría varios cuentos de temática hindú. 


Un momento de la ópera Lakmé.

En Madrid, la primera cátedra de sánscrito se abrió en la Universidad en 1856; fue para Manuel de Assas, que ya lo explicaba anteriormente en el Ateneo. En 1877 fue adjudicada al diplomático Francisco Rivero Godoy, hijo del político republicano Nicolás Rivero, para gran despecho de Francisco García Ayuso, erudito orientalista y furibundo polemista católico, impugnador de Darwin y otros osados pensadores modernos, que aspiraba a ella. Probablemente con más títulos para ejercerla que su rival. Pero en aquellos tiempos la Universidad estaba en el centro de la tormentosa contienda política y los estudios de sánscrito pagaron el pato. García Ayuso era, por cierto, amigo de Valera, a quien dedicó su libro El estudio de la filología en su relación con el sanskrit. La historia de esa disputada cátedra es interesante y divertida, pero quede en todo caso para otra ocasión porque nos alejaría ya mucho de los Reyes Magos.

En estos, en quienes queda simbolizada la raza humana entera, vio la imaginación medieval representadas distintas categorías en que se podía dividir a la humanidad, como señala Franco Cardini en su libro Los Reyes Magos: las tres estirpes de Sem, Cam y Jafet, las tres edades –siendo Baltasar el joven, Gaspar el maduro y Melchor el viejo-, las tres partes del mundo y, cómo no, las tres funciones sociales –oratoresbellatores laboratores- que, como se sabe, derivan en última instancia del sistema tripartito de la sociedad indoeuropea descubierto por Georges Dumézil.


Los Reyes Magos representan las edades del hombre.
          Adoración de los reyespor Franco dei Russi.

En este aspecto insiste una y otra vez Emilia Pardo Bazán.

Como faltaban muchos años para que Dumézil empezara a arrojar luz sobre aquella estructura ternaria que se refleja en religión, poesía e instituciones, piensa uno con asombro en la capacidad de ciertos autores, como aquí Pardo Bazán, de conectar con la esencia y la forma del mito.

Así, en el cuento “El triunfo de Baltasar” (p. 425 de la edición de González Herrán), Gaspar aparece vistiendo una armadura o “coselete militar” formado de láminas y se presenta como caballero paladín de causas justas. Baltasar, tocado con una especie de mitra, se pasa los días estudiando en sus libros, su observatorio o su laboratorio alquímico. Aunque todos tres son opulentos, Melchor se caracteriza por reinar “en el país donde se recogen las perlas a espuertas y las plumas y el oro a montones”. La moraleja del cuento –es curioso- es la misma reflexión que encontrábamos en Carmen Laforet y sirve de arranque a esta entrada: “hay engaños de belleza, de bondad, de compasión profunda hacia los males del hombre”, y el milagro de los Reyes Magos consiste en la mentira misma, engaño engañoso en que chicos y grandes fingen caer para no privar de la ilusión a los demás.

Parecido mensaje encierra el cuento “El error de los Magos” (p. 397), donde estos, hartos ya de verse relegados a la función de “distribuir monigotes a monigotillos”, obtienen la gracia de obsequiar a los hombres regalos de verdad, mientras los ángeles se ocupan de los jugetes infantiles. El experimento, como era de suponer, no puede acabar peor. El cuento está fechado en 1917 y marcado por el trauma de la guerra mundial. Baltasar, el sabio, va repartiendo a manos llenas ciencia, que los hombres se apresuran a emplear en la destrucción del enemigo y ruina y devastación universal. Gaspar lleva el don de la victoria militar y casi sucumbe al furor de las hordas guerreras que pretenden arrebatárselo. Melchor, cuyo regalo –típico de la tercera función- es la salud, comprueba desolado que las gentes solo la desean para luchar y machacarse mutuamente con más denuedo y brío. En esto de los regalos no puede haber más que mentira e ilusión. “¡Juguetes y niños!” acaban reivindicando los desengañados Reyes.

En “Los santos Reyes” (p. 71), estos, que van siguiendo la estrella sin saber aún a ciencia cierta qué es lo que señala tal fenómeno, se cuantan unos a otros lo que esperan conseguir del anunciado Rey. Repítese la misma división funcional. Baltasar, figura de sabio fáustico, aspira a la juventud, viendo al acercarse la muerte que ha malgastado la vida en sus investigaciones. Gaspar, el guerrero, sueña con derrocar el imperio de Roma y conquistarla. Melchor suspira por la belleza física -de la que, como negro, carece- que le granjeará el amor de las mujeres, a las que su actual aspecto repugna. Tras la adoración, cada uno queda satisfecho sin haber, en suma, obtenido nada más que ilusión y fe.

En “Sueños regios”, de los Cuentos de Navidad y Reyes (p. 509 de la edición de González Herrán), tras su visita de adoración anual al Niño Jesús los Reyes se aparecen en sueños al poderoso soberano de Circasia, una especie de sultán cínico, regalado y cruel, en sus nevados alcázares. Traen encomendadas sendas misiones. Baltasar, con su mitra sacerdotal, debe ir esparciendo polvo de oro “allí donde vea que el hombre atenta a la libertad del hombre”. Dondequiera que el oro cae, el hielo se resquebraja, el suelo tiembla y con él los cimientos de los soberbios palacios. Una siembra muy conveniente a la primera función, la que atañe a la soberanía, el gobierno y los pactos y contratos entre las personas. Por supuesto, ante tan subversiva labor el circasiano manda apresar a su colega de Oriente, que debe hacer uso de su magia para escapar.

Tras este aparece Baltasar con su armadura. Su misión es derramar gota a gota por donde reina la guerra la sagrada mirra, que actúa como bálsamo de paz y fomenta la prosperidad de los pueblos.

Por último, llega el rey negro, Melchor, rutilante de pedrería y cubierto de ceñidos ropajes que acusan y realzan sus formas, sensuales, como las calzas “que ostentan los donceles en los cuadros de Carpaccio”. 

Su tarea corresponde a la tercera función y tiene que ver con la mujer: debe ir incensando donde vea que se la trata “como esclava y no como compañera”. El de Circasia, hospitalario, manda a dos bellas odaliscas que preparen al negro un baño de agua de rosas, y despidiendo a patadas a la cautiva que le servía de apoyo a sus pies, le aconseja:

-¡Pues vuélvete con tu incensario a tierra de cristianos, que ahí tienes todavía mucha tarea por hacer!


Esclavitud, por Ernest Normand (1890).


En “La visión de los Reyes Magos”, que viene a continuación (p. 517), no aparece el esquema con tanta claridad, puesto que Pardo Bazán incorpora un cuarto término que completa y sintetiza a los otros tres. De regreso de Belén, los Reyes se encuentran decepcionados y descontentos de los dones que han ofrendado al Niño. Gaspar sí representa con claridad a la función militar e imagina a Jesús como un gran guerrero, vencedor de dragones y conquistador de pueblos. Baltasar ofrece el oro, “símbolo de la autoridad real” (función primera), pero en su premonición ve ante todo al Mesías como rey opulentísimo a cuyas arcas acuden ríos y ríos de oro. Este aspecto es propio de la función tercera, que en otros cuentos, como hemos visto, se le asigna a Melchor, el cual, aquí, más representa a la primera al venerar al Niño como Dios. Y la función tercera corresponde a la cuarta oferente, María Magdalena, cuya ofrenda de amor –el aceite de nardo- aúna los tres aspectos de hombre, rey dios.  

En el esquema tripartito de la sociedad tal como existe en la ideología indoeuropea, si bien las tres funciones son indispensables y de igual importancia, hay una, la tercera, que recibe menor consideración y jerárquicamente parece situarse por debajo de las otras dos. Los dioses que la representan solo se incorporan con plenos derechos al panteón tras una guerra.

Y también en estos cuentos de Reyes de Pardo Bazán recae en personajes socialmente inferiores: una mujer –mujer pública por si fuera poco- y un negro.

El Melchor de Pardo Bazán, sin que por ello sea una figura menor respecto de sus compañeros (muy al contrario), adolece de los prejuicios raciales generalmente asumidos en su tiempo. En lo físico, aparece exageradamente caracterizado por rasgos arquetípicos: la cabeza lanosa, los grandes y redondos ojos que destacan por su blancura, igual que los dientes, sobre su tez oscura, la musculatura resaltada por el vestido ajustado. Tanto es así que fácilmente lo confunden los niños con su propia caricatura, con un rey negro de pega, un anciano tiznado de hollín (“El triunfo de Baltasar”). Lo oímos, en este mismo cuento, hablar al modo de los negros caribeños (tal como sonaría, al menos, a oídos de doña Emilia) y dirigirse a los otros Magos con el respetuoso y anacrónico tratamiento de “su mercé”. Destaca por su humildad, la ingenuidad que le rebosa, su puerilidad y su sensualidad. Esa sensualidad exacerbada que suele achacarse, con parte de asco y parte de envidia, a los demás: al moro, al judío… La conciencia que tiene de su inferior condición lo lleva al menosprecio de sí mismo: su mayor anhelo es que desaparezcan sus rasgos raciales para verse convertido en un blanco rubio y de ojos azules y merecer así el amor de las mujeres (“Los santos reyes”). El negro está más cerca de la naturaleza, menos afectado por la civilización con lo que esta tiene de refinamiento, pero a la vez de corrupción.

Otro cuento, que no tiene que ver con los Reyes, refleja bien estas ideas; un cuento que resulta un precedente curioso de la novela de Maurice Renard Las manos de Orlac(1920), que ha sido llevada al cine varias veces: esa donde las manos de un asesino, trasplantadas a un famoso pianista, dominan a su cerebro y van cometiendo crímenes por su cuenta. Se trata de “La pierna del negro” (p. 633), inspirado por una talla que existe en el Museo de escultura de Valladolid atribuida a Isidro Villoldo, que representa un milagro de san Cosme y san Damián narrado en la Leyenda Áurea de Jacobo de Voragine. Aquel en que un devoto de los santos médicos, aquejado de cáncer en una pierna, ve en sueños cómo estos se la amputan y reemplazan por la de un etíope recién muerto y enterrado. Al despertar se encuentra sano con una flamante pierna negra, y exhumando el cadáver del involuntario donante se descubre injerta en él la otra, cancerosa. En el relieve y en el cuento el etíope no está muerto, sino bien vivo y retorciéndose de dolor y de indignación por el robo del miembro sano. 


Milagro de san Cosme y san Damián, por Isidro Villoldo.


Lo que sucede a continuación es que la pierna trasplantada empieza a actuar con personalidad propia y acorde a la índole de su primer dueño: es aficionada a la danza, las faldas la atraen irresistiblemente y da pruebas de una agresividad salvaje, repartiendo coces y puntapiés a diestro y siniestro. Rápidamente doblega la voluntad de su receptor y lo arrastra a tabernas de lo peor, forzándolo a jugar y emborracharse; y por último a una procesión –estamos en la Sevilla del siglo XVI- donde su provocativa irreverencia (la pierna no respeta más religión que el culto primitivo de ídolos y fetiches) acaba por causar su linchamiento a manos de la multitud.

En esa misma bajeza y humildad de Melchor encuentra Pardo Bazán su grandeza y ensalzamiento. En “La visión de los Reyes Magos”, el rey negro, ignorante, humilde y cortado ante sus compañeros blancos, es sin embargo el único de los tres en constatar que su don ha sido acepto al Niño.

En “Los Magos”, de los Cuentos de Navidad y Reyes(p. 501), Pardo Bazán se vale de un episodio que ya figura en el libro de Juan de Hildesheim: la desaparición temporal de la estrella, que deja a los Magos sin guía y desorientados. A Gaspar y Baltasar, perdidos en las brumas de su ensueño, que les finge un mesías más poderoso y opulento que Salomón cuando recibió la visita y ofrendas de la reina de Saba, se les empaña y desdibuja el brillo de la estrella; en cambio a Melchor siempre lo alumbra con creciente brillo mientras sumido en místico arrobo goza por adelantado de la visión del niño Dios. 


Salomón y la reina de Saba, por Edward John Poynter.


Solo él, desde su pequeñez, puede comprender el verdadero significado de la encarnación; sus compañeros andan tan ciegos como los mismos paganos. Como se lee en “La visión de los Reyes Magos”, no pueden reconocerlo porque es un dios diferente a todos los demás, que viene a instaurar una era de igualdad, borrando las diferencias entre los hombres: “desde el primer instante, no existía diferencia de razas”, dirá en otro cuento, “El panteón de los años” (p. 413); lo cual queda gráficamente simbolizado en la imagen de las manos negras del rey negro tendidas para recibir el cuerpecillo blanco del niño Jesús, ofrecido un momento por la Virgen. Y de nuevo en “La visión de los Reyes Magos”, “mi progenie –proclama Melchor-, la obscura raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet”.  Y por eso piensa, a su regreso, hacer una verdadera revolución en su reino: disolver el ejército, abrir las cárceles, eliminar los impuestos, acabar con la servidumbre de las concubinas y, por último, con su propia monarquía. Para los otros dos reyes estas ideas de Melchor son un delirio, una locura afeminada. Tan afeminada que les es precisa la aparición mística de María Magdalena –cuarta y suprema oferente- para poder acceder al significado del misterio que acaban de presenciar. El negro, la mujer, los humillados del  mundo son los que tienen la clave. 

miércoles, 27 de octubre de 2021

Un poeta con mala idea y un muerto vengativo (más historias de Ben Edair).

Tampoco está ausente el sagrado promontorio de la materia épica del Ulster o de la Rama Roja, que cuenta las hazañas del rey Conchobar mac Nessa y sus guerreros. Vamos a ver cómo.

En la corte del rey Conchobar había un afamado poeta llamado Athirne. Los poetas, en la épica medieval irlandesa, eran personajes importantes y poderosos. Cualquier persona tenía el deber de acogerlos y agasajarlos y la obligación de pagar por sus poesías el pago que pidiesen, so pena de ser objeto de un vejamen que suponía la deshonra e incluso la enfermedad y la muerte (ver Porquero contra poetas). Los hijos de Tuirenn consiguieron algunas de las preciadas alhajas que les exigía Lugh (ver la entrada anterior) haciéndose pasar por poetas para introducirse en los palacios de los reyes.


El bardo, en la imaginación romántica
        del pintor John Martin (Wikipedia)


Aquel Athirne era persona reverenciada y temida por los precios exorbitantes que ponía a sus canciones. Peor aún: era un furibundo y sacrificado patriota. Su meta era establecer la superioridad de su provincia, el Ulster, sobre las demás de Irlanda. Y así, fue exigiendo a los otros reyes tan descomunales dones que o se arruinaban la vida concediéndoselos o lo mataban, dando así al Ulster motivo para declarar una guerra, que infaliblemente vencería, e imponer un pesado tributo al resto de los reinos.  

A Eochaid, Rey de Connachta del Sur, que era tuerto, le pidió el ojo que le quedaba sano.

-¿Pagas o qué?

-Pago, pago: ¡no faltaba más!

Y se sacó el ojo para dárselo. Después mandó que lo llevasen a un lago cercano para lavarse la cara. Las aguas quedaron tintas en sangre y desde entonces el lago se llama Lago Rojo, Loch Dearg.

-Decidme –preguntó Eochaid a sus cortesanos-: ¿está el ojo fuera?

-Nosotros mismos se lo hemos entregado en mano a Athirne.

-Pues es raro: veo mejor que con él…

Era que Dios, en premio a su honradez, le había devuelto aquel ojo y el otro que le faltaba.

Aquí se cobraba Athirne en joyas, allá en mujeres… Llegado a Laiginn, donde reinaba Mes Gegra, exigió pasar la noche con Buan, la reina.

-¡Te la dejo por una noche, pero porque me da la gana! –pataleó Mes Gegra- ¡Que quede claro! ¡A mí ningún cochino ulate me quita la mujer por la fuerza!

-¿Qué no? ¡El peor de nosotros! ¡La mujer y la cabeza, si se te ocurriera resistirte!

Al poeta debió de parecerle bien aquella provincia y se pasó en ella un año, al cabo del cual se volvió a su tierra llevando consigo ciento cincuenta cautivas escogidas entre las de más belleza e ilustre sangre.



Botín de guerra, por Évariste-Vital Luminais.
(Wikipedia)


En cuanto puso los pies fuera del territorio de Laiginn conduciendo su rebaño de mujeres, los ultrajados cayeron sobre él como lobos: cruzada la frontera, ya no los ataban las leyes de la hospitalidad. Athirne pidió auxilio a las huestes del Ulad (Ulster). ¡Había logrado su propósito! Furiosos, los de Laiginn persiguieron a los del Ulad hasta el mar, donde, derrotados, hubieron de huir en barcas. Pero bajaron a tierra poco más lejos y se hicieron fuertes en la península de Ben Edair.

El asedio fue una matanza para unos y otros. Mes Ded, hijo adoptivo de Cú Chulainn, que tenía siete años, guardaba tan bien la puerta de la fortaleza que se necesitaron trescientos guerreros de Laiginn a la vez para acabar con él: y fue la primera vez que se dio en Irlanda un combate desigual en una batalla. Finalmente, por temor al alcance de los de Ulad, los de Laiginn levantaron un muro rojo –un muro de cuerpos ensangrentados-  y se retiraron a su provincia.

Pero Conall Cernach, que había perdido dos hermanos en el combate, salió en su persecución y Mes Gegra, rey de Laiginn, se quedó rezagado; ambos coincidieron junto a la fortaleza de Claonadh (Clane).

-¡Al fin nos vemos las caras! –dijo Conall- ¡Ahora me pagarás la muerte de mis hermanos!

-¡Qué bonito! ¿Es que te vas a batir con un manco?

-¿Qué te ha pasado en la mano?

-Nada –explicó Mes Gegra-: que me la acaba de cortar mi criado por una miserable nuez; porque creía que no la quería compartir con él. Era una nuez muy grande, todo hay que decirlo.

-¿Y no le has hecho nada?

-No me ha dado tiempo; con su propia espada se ha matado él al comprender cómo había metido la pata. ¡Por precipitarse!

-¡Pues sí que lo arregló! ¡Eso se llama echar la soga detrás del caldero!

-Aquí van en mi carro los dos: el conductor y la mano.

-Bueno; pues para que no se diga, me voy a atar yo la mano derecha. Así  quedamos iguales.

Riñeron de esa manera los dos campeones y al rato era clara la ventaja de Conall.

-Tengo que admitirlo –dijo el rey-. Te vas a llevar tú la fama… y mi cabeza.

Y así fue.  

La sangre que goteaba del cuello de Mes Gegra agujereaba las piedras. Conall se puso la cabeza cortada por sombrero y ¡oh, sorpresa! él, que era bizco, se curó de pronto y nunca más volvíó a bizquear.

Siguió adelante conduciendo su propio carro mientras su conductor llevaba el de Mes Gegra y no tardaron en encontrarse de frente con una mujer que marchaba al frente de un numeroso séquito.

-¿De quién eres tú? –le preguntó Conall.

-Soy la reina Buan, la mujer de Mes Gegra.

-Ah, pues tienes que venirte conmigo.

-¿Quién lo ha dicho?

-Él mismo.

-¿Y qué prenda o señal te ha dado para que te crea?

-¿No ves aquí su carro y sus caballos?

-Ya; pero ¿y eso qué? Pueden haber llegado a tus manos de muchas maneras.

-Pues entonces a ver si reconoces esta –y le mostró la cabeza cortada-. ¿Vienes o no? Vamos, sube al carro.


La invasión, por Luminais ( Wikipedia)


La cabeza tan pronto se ponía blanca como la cal como colorada como una amapola.

-¿Por qué pasará esto?

-Yo te lo explico –dijo la reina-: mi marido le juró a Athirne que nadie del Ulad se me llevaría a la fuerza, y Athirne a él que sí. Y por eso un color se le va y otro se le viene.

-Pues ya ves quién tenía razón.

-Pues sí: él.

Y lanzando un aullido de dolor, cayó de espaldas, muerta.                                                                                                 

Sobre su tumba creció un avellano mágico; por eso se llamó a aquel lugar Coll Buana, que quiere decir El Avellano de Buan.

Conall mandó al criado que cogiese la cabeza: para los antiguos irlandeses la cabeza del enemigo muerto era una presa de la mayor importancia. Pero no había manera: aquella de Mes Gegra no quería moverse de donde estaba muerta su mujer.

-Bueno, vamos a hacer otra cosa –dijo Conall Cernach-: sácale los sesos y amásalos con cal para hacer con ellos una buena bala. Y la cabeza la dejamos.


Cabeza. Arte britano (siglos II-III).
         Estas representaciones, bastante frecuentes,
       podrían estar relacionadas con el culto
    a las cabezas de los enemigos.


No era excepcional en estos personajes de la epopeya irlandesa hacer esos macabros trofeos y llevarlos consigo para exhibirlos cuando se reunían a alardear de sus hazañas.

Y así acaba el cuento del asedio de Ben Edair, pero no las hazañas póstumas de Mes Gegra ni las fechorías del malintencionado poeta Athirne.

Una de las historias más conocidas, más tristes y poéticas de la antigua Irlanda es la de la bellísima Deirdré, que nació predestinada para el sufrimiento y para ser causa de discordia, despertó las más invencibles pasiones y los más furiosos deseos y murió de amor y de rabia con trágica determinación.

Pues bien: cuando el rey Conchobar, que la había hecho su mujer a la fuerza, la perdió, quedó transido de despecho –así lo cuenta el relato Tochmarc Luaine agus aided AithairneEl casamiento de Luaine y la muerte de Athirne- y sumido en la melancolía, tanto que los grandes del reino resolvieron escudriñar toda Irlanda hasta dar con otra mujer que lo pudiera consolar. Fueron enviados para ello mensajeros y tras larga búsqueda, en el Ulad mismo Leborcham, la recadera del rey, encontró a una doncella, Luaine hija de Domanchenn, de la estirpe de los Tuatha dé Danann, que podía rivalizar con la difunta tanto en belleza y prudencia como en las labores femeninas. Domanchenn aceptó negociar el precio de su hija.

Cuando Leborcham, de regreso a la corte, acabó de describir a la doncella, el rey tenía ya todas las trazas de haberse enamorado; pero una vez que la conoció en persona el fuego del amor encendió en brasas hasta el menor de sus huesos y el matrimonio se concertó rápidamente. Conchobar estaba tan radiante que hasta hizo las paces con Manannán, rey de las islas de Man y de los Extranjeros, que estaba corriendo el Ulad a sangre y fuego para vengar a Deirdré, a su marido y a sus hijos, a los que había adoptado. Conchobar pagó de buen grado la indemnización que le fue exigida por esas muertes.


Deirdré y Naoise.  
          Ilustración de Pamela Colman Smith (1903)


Tan pronto como tuvieron el malvado poeta Athirne y sus dos hijos conocimiento de estos esponsales cayeron sobre la novia para desplumarla con sus peticiones desmesuradas. Pero al verla se inflamaron de deseo, tanto que preferían morir a vivir sin gozarla. Así que fueron a verla uno tras otro, diciéndole:

-Si no te vienes a la cama conmigo, me muero; y antes te cantaré un glám dicinn, ¡de manera que tú verás!

Luaine se quedó aterrada, y con razón. Porque un glám dicinnsolía hacer brotar en la cara de su destinatario unas pústulas tan vergonzosas que se moría de pura vergüenza.

-¡Qué frescura! ¿Cómo os atrevéis a pedirme tal cosa? ¡Mirad que soy la mujer del rey!

-Verás: sin acostarnos contigo, no podemos vivir.

-Pues yo lo siento mucho pero aunque quisiera eso no puede ser. ¿No lo veis?

-Tú sabrás. ¡Luego no vengas diciendo…!

Encorajinados, compusieron sus sátiras. A cada vejamen iba brotando un bulto en el hermoso rostro de la desposada. El primero se llamaba Baldón y era negro; el segundo Afrenta y era rojo; el tercero Escarnio y era blanco. Y Luaine murió de vergüenza y de bochorno.

Temblando de impaciencia por consumar su matrimonio, Conchobar, que nada sabía, llegó a la morada de Luaine en pleno duelo. Los padres, tronchados por la pena, gritaban y se arrancaban los cabellos; no tardaría el dolor en matarlos y se celebraron solemnes funerales por los tres.

El rey, con sus guerreros, salió en persecución de los culpables, que se habían dado a la fuga y estaban refugiados en su reducto de Ben Athirne. Los nobles de Ulad habían determinado en consejo que solo su muerte sería suficiente venganza, así que se puso cerco al fuerte y se le prendió fuego. Aquel fue el fin del poeta y sus hijos; también de sus dos hijas, que de nada tenían culpa.

Conall guardaba la sesera de Mes Gegra como oro en paño y a veces incluso la llevaba a la guerra en su cinto por si se le brindaba la ocasión de usarla contra algún adversario muy especial. Tenía sumo cuidado con ella y la custodiaba como a las niñas de sus ojos, pues corría una profecía según la cual Mes Gegra, después de muerto, se cobraría la vida de Conchobar. Pero un día dos de sus bufones la cogieron de su estante y estaban jugando con ella cuando se la arrebató Cét mac Magach, un guerrero de Connacht que según algunos era tío carnal del propio Conall Cernach y que era la pesadilla del Ulad por las constantes correrías que hacía en su territorio.

En una de aquellas salieron los nobles en su alcance, con el rey a la cabeza, y los de Connacht en su defensa, con que se trabó una dura batalla. Cét pidió a las mujeres que se juntasen a piropear a voces a Conchobar, que era el más guapo de su reino y harto presumido, y se escondió entre ellas. Conchobar que las oyó se destacó de sus tropas para lucirse y pavonearse en todo el esplendor de su arnés guerrero escuchando los requiebros, momento que aprovechó Cét para dispararle con su honda los sesos petrificados.

Cayó alcanzado en la cabeza; lo retiraron del campo de batalla; los físicos declararon que el proyectil estaba incrustado en la cabeza y no se podía extraer sin riesgo de la vida. Pero que esta no corría peligro mientras el rey evitase todo exceso y se ajustase a un régimen de suma templanza y tranquilidad. ¡Mal lo debió de llevar!

Transcurridos para él siete años de este purgatorio, un día vio con espanto cómo la bóveda celeste se entenebrecía. Llamados sus magos a consejo, supo que en una remota provincia romana habían crucificado a un justo desatando la cólera de los cielos, que así mostraban su ceño. 


Tintoretto, Crucifixión (détalle) (Wikipedia).


El rey ya sabía de aquel hombre, que había nacido el mismo día que él, por su padrastro el druida Cathbad. Un legado de Roma, que andaba por Irlanda intentando cobrar unos impuestos para el emperador Tiberio (si bien con más suerte que el príncipe de Tesalia, porque no se lee que volviese con la cabeza fuera de su sitio) y que por más señas se llamaba Altus, confirmó la noticia aunque echando toda la culpa a los judíos.

Una oleada de indignación rompió en el ánimo de Conchobar. Se levantó del trono fuera de sí, asió de su espada, salió del palacio y la emprendió a tajos y cintarazos con todo lo que encontraba por delante, más que el paladín Orlando cuando se enteró de los amores de Angélica y Medoro.


La locura de Orlando en un fresco de Jean Boulanger.

(En ambos casos, y a pesar de los siglos transcurridos entre uno y otro, formas del primitivo furor heroicus que atacaba al guerrero, documentado una y otra vez en distintas culturas indoeuropeas).

Con tanta agitación, salió expulsada de su cabeza la bala entremedias de una espadañada de sangre y Conchobar cayó fulminado.

En el momento de su muerte, comprendió que aquel justo era el hijo de Dios y se convirtió en el segundo irlandés, después del juez Morann, que fue cristiano, siglos antes de que el Evangelio se predicase en Irlanda.

Se dice que cuando Cristo se encaminaba al cielo seguido de todas las almas que había rescatado del demonio, encabezadas por la de Adán, se tropezó con Conchobar, que era arrastrado por un diablo.

-¿Adónde llevas esa alma, tú?

-¡Al Infierno va de cabeza!

-¡Porque tú lo digas! Ea, buen rey, vente conmigo.

-No me quieras robar lo que es mío. Este pájaro ha muerto fuera de la Iglesia y me corresponde sin lugar a dudas.

-¡Que te lo crees tú eso! ¿Qué más bautismo que su sangre derramada por mí?

Y así se salvó Conchobar, rey del Ulad, de las calderas de Pedro Botero.

lunes, 18 de octubre de 2021

Viajeros de Oriente y por Oriente (nuevas historias de Ben Edair)

Viniendo desde el Este, la bahía de Dublín debía de ser un buen sitio para desembarcar en Irlanda. Por eso muchas veces le llegaban por allí los visitantes a Fionn mac Cumhail, venidos incluso de las tierras más lejanas. En una ocasión, el extranjero que llegó a Ben Edair venía cubierto de acero: con bruñida coraza, resplandeciente yelmo, escudo al hombro y gran espada al cinto, empuñando dos lanzas. Se envolvía en manto rojo sujeto con broche de oro.

-¿Quién eres tú, que así vienes en son de guerra?

-Yo soy Caol an Iarainn (Caol del Hierro), príncipe de Tesalia. Voy de reino en reino sometiéndolos y haciéndolos tributarios del mío. Ahora, este es mi reto: Hagamos una carrera; si pierdo, me iré por donde he venido, pero si gano os haréis mis vasallos.

-Bien; pero nuetro mejor corredor, que es Cailte mac Ronáin, no está. Si tienes la paciencia de esperar, iré en su busca y mientras tanto sé nuestro invitado.

Fionn partió y a mitad de camino, cuando cruzaba un bosque, se topó con el que parecía un viejo salvaje. Era de gigantesca estatura, de tez cetrina, facciones bestiales, las piernas como mástiles y las abarcas como barcas. Se cubría con un astroso capote pardo.



Porqueros en el bosque. Manuscrito del siglo XIV.

-¿Adónde vas, Fionn mac Cumhail?

-En busca de Cailte mac Ronáin, para que corra contra el príncipe de Tesalia.

-Si ese es el campeón que tenéis, id preparando el tributo.

-Pues ¡a ver! otro más rápido no lo hay.

-Deja que corra yo en su lugar, porque de todos modos con Cailte tenéis la carrera perdida.

Fionn mac Cumhail aceptó la oferta y el príncipe de Tesalia se sintió un poco ofendido al ver el contrincante que le oponían. La carrera partiría de Sliabh Luachra, en Mumu (Munster), y tendría la meta en Ben Edair, de manera que se trataba casi de cruzar toda Irlanda de oeste a este.  

Llegaron a Sliabh Luachra al caer la tarde y mientras Caol se concentraba y preparaba para el día siguiente, el jayán levantó una choza, cazó un jabalí, se agenció vino y pan en un castillo cercano, hizo lumbre, asó la caza, cenó opíparamente y se echó a dormir como un señor al calor de los rescoldos, sobre un lecho de juncos frescos que se había preparado.


La caza del jabalí. Miniatura del siglo XV.


Lo despertó el príncipe de Tesalia a la mañana siguiente.

-¡Eh, tú! ¡Que es la hora de la salida!

-¡Bueno, hombre: ya está el cagaprisas! ¡Empieza tú solo, que ya te alcanzo!

Una hora de carrera llevaría el de Tesalia cuando el gañán se levantó, se desayunó con los restos de la cena y salió en pos de él. No tardó en alcanzarlo. Caol an Iarainn se indignaba con su competidor. ¡Aquello no era tomarse la carrera en serio! Tan pronto se paraba a coger moras en la cuneta como desandaba lo andado para buscar el zurrón, que se le había quedado olvidado en alguna parte, o se sentaba a la sombra de un árbol y sacaba aguja e hilo para remendarse el capote. Al príncipe le gustaba vencer a rivales de su talla en buena lid, donde luciese su triunfo, y no apabullar a un garrulo viejo y chiflado. Pero era el caso que si aquel estafermo se entretenía a  cada paso y se dejaba sacar ventaja, recuperaba luego en dos zancadas el terreno perdido y cuando el príncipe llegó a Ben Edair, allí estaba ya el palurdo engullendo unas gachas con moras mientras le esperaba.

-¡Anda, toma, para que aprendas a ir avasallando países por ahí!

Y le lanzó a la cabeza una pella de gachas con tal fuerza que se la arrancó de los hombros. Después, arrepentido, se la volvió a colocar pero al revés: con la cara mirando atrás y el cogote encima del pecho. El príncipe revivió, aturdido aún. Agarrándolo con la punta de los dedos, lo depositó en su barco, al que de un patadón envió mar adentro. Y, a modo de despedida, le gritó:

-¡Ah! Y desde ahora, que Tesalia no olvide enviar cada año su tributo a Irlanda!

Cuando desapareció de su vista, el Gañán del Capote Pardo explicó a Fionn mac Cumhail:

-Ningún hombre puede vencer a la carrera a Caol an Iarainn, príncipe de Tesalia. Pero yo no soy ningún hombre; yo soy el rey del sídde Rath Cruachan (Rathcroghan).

Hay quien dice que este rey es, ni más ni menos, Manannán mac Lér, el dios de los mares. Y su aventura con Caol an Iarainn está narrada en el cuento Bodach in cóta lachtna(El gañán del capote pardo), escrito en los siglos XVI o XVII. Standish O’Grady la recogió en su gran antología bilingüe Silva Gadelica.


Manannán mac Lér, por John Sutton. (Wikipedia)

Pero la fama de la península de Ben Edair es mucho más antigua que los héroes de los fiannay data de tiempos de los Tuatha dé Danann, antes de que los irlandeses hubieran puesto el pie en su isla. 

Unos dicen que debe su nombre precisamente a uno de aquellos Tuatha dé Danann, Edar hijo de Edgaeth, y otros la hacen remontarse más atrás, a Edar, mujer de Gunn, de la raza, aún más antigua, de los Fir Bolg.

Al menos ya aparece mencionada en la historia de los hijos de Tuirenn, que es una de las que se conocen como tres historias trágicas de Irlanda, junto con la de los hijos de Ler y la de los hijos de  Usna.

Aquel Tuirenn era uno de los dioses de Irlanda, dios del trueno, de nombre semejante al del Taranos galo y posiblemente emparentado con el Thórr de los germanos. Y sucedía que su familia estaba enemistada con la del dios Lugh. Siempre que por casualidad se encontraban, la reyerta estaba asegurada. Eso fue lo que ocurrió cuando el padre de Lugh, Cian, que estaba reclutando tropas para oponerse a unos invasores, los fomoré, se tropezó en campo abierto con tres hijos de Tuirenn. Al verse solo contra tres, quiso rehuir el combate y se transformó en cerdo, confundiéndose entre los de una piara que andaba paciendo por ahí. De nada le sirvió, porque lo reconocieron, persiguieron y acorralaron. Cian pidió que le perdonaran la vida.

-¡Siete veces que resucitases, siete que te sacaríamos el alma del cuerpo! –fue la respuesta.

-Pues al menos, concededme un último deseo.

-A ver cuál.

-Que me dejéis recobrar la forma humana antes de morir –rogó el astuto Cian.

-Concedido, porque me suele dar más pena y me cuesta más matar a un cerdo que a una persona.

Y entre los tres lo lapidaron y cubrieron su cuerpo de piedras, porque la tierra no quería recibirlo y lo escupía. Era algo nunca visto que uno de los Tuatha dé Danann matase a otro.

Cuando Lugh se enteró del crimen exigió de los asesinos el pago de una indemnización, como era de ley. Y puesto que le correspondía determinar cuál, les impuso que le entregasen una serie de objetos mágicos dificilísimos de conseguir y muy útiles en la guerra contra losfomoré. Sabía que en la empresa pasarían las de Caín y, finalmente, perderían la vida.

Si Cian hubiera muerto en forma de cerdo, le hubiera correspondido una compensación pequeña: la que se pagaba por ese animal; pero Cian sabía lo que se hacía al pedir su última voluntad. Así que los hijos de Tuirenn tuvieron que emprender un largo y peligroso viaje por lejanas tierras de Oriente –Grecia, Persia y otros lugares más remotos y extraños, como el jardín del Este del Mundo (que algunos, como T. W. Rolleston identifican con el de las Hespérides) y el Reino de los Pilares de Oro- durante el cual, a costa de sufrimientos inauditos, fueron haciéndose con los tesoros exigidos. 


El jardín de las Hespérides, por Boris Anisfeld  (Wikipedia)

Nadie, y menos Lugh, hubiera pensado que fuesen capaces de reunir tantos de ellos. El relato de sus navegaciones y aventuras (que dejo para otra ocasión, si se presenta) constituye parte muy extensa del Oidhe Chloinne Tuirenn(La muerte de los hijos de Tuirenn), texto ya tardío pero que contiene, como suele ocurrir, elementos muy antiguos.

Lugh, viendo que iban consiguiendo los objetos requeridos, lanzó un conjuro de desmemoria sobre los hijos de Tuirenn, quienes, olvidados de lo que les quedaba por juntar de la indemnización, regresaron a Irlanda solo para comprender su fracaso. ¡Vuelta a hacerse a la mar!

Los hijos de Tuirenn zarpan en su barco mágico.
(Ilustración de Stephen Reid)


En esta “segunda salida”, esta vez hacia el norte, zarparon precisamente de Ben Edair y consiguieron completar lo adeudado, pero a costa de sus propias vidas, porque regresaban moribundos de sus trabajos y combates. Pero ya avistaban Ben Edair, y uno de los hermanos dijo a otro:

-¡Levántanos la cabeza, que la vista de Irlanda nos llenará de salud y de fuerza!

Y cantó:

Dá fhaicmís Benn Eadair uainn,

Agus dún Tuireann bo Thuaidh

Mo chean éag ó shin amach

‘Sa bheith ina éag imneadhach!

 

Si avistásemos Ben Edair

Y el fuerte de Tuirenn que está al norte,

Ya ¡Bienvenida seas, muerte,

Así fuese morir rabiando!

Y desembarcaron en Ben Edair para saldar su deuda con Lugh, aunque todos tres sucumbieron a sus heridas y su padre murió de pena sobre sus cadáveres. 

viernes, 17 de septiembre de 2021

La princesa de Lochlann y otras historias de Ben Edair

    Solía el rey de Irlanda Conn Cétchathach, viudo y triste, recogerse en la soledad de Ben Edair; y allí tuvo lugar su encuentro con Becuma Cneisgel, causa de su decadencia final y de su apartamiento del trono (ver entrada anterior). 
    Y es que Ben Edair, llamado Howth en inglés, no es un sitio cualquiera sino un lugar sagrado en el que tienen lugar muchos episodios de la antigua epopeya de los héroes irlandeses.

El mar en Ben Etair. (Wikipedia)

    En Ben Edair existía un síd, que es como llamaban los irlandeses a las moradas subterráneas de sus antiguos dioses, los Tuatha dé Danann, que solían estar marcadas por túmulos megalíticos. Y en Ben Edair vivía una serpiente monstruosa con la que acabó el héroe Fionn mac Cumhail, al que dio fama mundial Macpherson con el nombre de Fingal, padre de Ossian (Oisín en irlandés). De hecho, era aquel uno de los terrenos de caza favoritos de Fionn y de sus guerreros, los fianna
    En una ocasión -según cuenta el Acallam na Senórach, donde se recogen abundantes historias del ciclo de aquel héroe-, entre los cazadores que lo acompañaban en Ben Edair había uno extranjero: Artúir mac Benne Brit. Esto es, Arturo, hijo de Benn el Britano: quién sino nuestro famoso rey Arturo, hijo de Pen(dragón). Arturo era un gran cazador. En Francia incluso se le identifica con la figura mítica del Cazador Nocturno, cuyo fantasmal cortejo se llama en algunos lugares “la chasse Arthur”, la cacería de Arturo. En otros sitios, el que la encabeza es Hellequin –“rex Herla”, en palabras de Walter Map-, o el mismísimo Odín según dicen, que andando el tiempo acabaría brincando por las ferias y carnavales oculto tras la figura de Arlequín. 

La caza fantástica, por Johann Wilhelm Cordes

    Pero a lo que vamos. A este Artúir o Arturo Fionn le encomendó que se desplegase en la playa con sus hombres para detener en su huida a todo ciervo que pretendiese escapar a nado. Sin embargo los planes de Arturo eran otros. Al término de la montería, se echaron en falta tres perros. Por todas partes se los buscó sin éxito. Fionn pidió su jofaina de oro, se lavó la cara, se metió el pulgar en la boca y se tocó el Diente de la Sabiduría. Fionn tenía un diente que, cuando se llevaba el pulgar a él, le revelaba cualquier secreto. Cómo llegó a tener esa virtud el diente aquel de Fionn mac Cumhail es una larga historia, que queda para otro día. 
    -¡Ya me lo temía yo! – exclamó Fionn- ¡A los perros se los ha llevado Arturo, cruzando el mar, a Britania! ¡Hay que ir tras ellos! 
    Y envió en persecución de los robaperros a nueve de sus hombres, ¡de los mejores! Entre ellos estaban su antiguo enemigo Goll mac Morna, el gran Cailte, dos de sus hijos y su propio nieto, Oscar, e incluso un nieto del Dagda, rey de los Tuatha Dé Danann. Mucho le iba a Fionn en el rescate, porque no eran aquéllos tres perros del montón. Magnífico era Adnuall, el primero; pero los otros dos, Bran y Sceolaing, eran sus propios primos. ¿Cómo es esto posible?
    No es difícil. Veamos. Había dos hermanas, Tuirne (apodada Uirbél, o sea ‘Boca Afilada’) y Muirne, nietas de uno de los más importantes entre los Tuatha Dé Danann: Nuada. Pero no está claro si era Nuada Necht, el dios acuático, Nuada Airgetlam, que tenía un brazo de plata (porque perdió el suyo en una batalla), o si en realidad estos dos Nuadas eran un solo personaje. Muirne, contra la voluntad de su padre y la del rey (que era precisamente Conn Cétchathach), huyó con el guerrero Cumhal y de ellos nació Finn mac Cumhail. Tuirne le fue concedida al rey -o al hijo del rey- de los Dal nAraide, la más importante nación del Ulster, que se llamaba Iollan Echtach. No muy buena espina les debía de dar a los suyos esta unión, cuando exigieron que se nombrase al gran guerrero Lugaid Lága como garante del bienestar de la novia.
 
Fionn con sus perros en un cuadro de Nikolai Abildgaard.

    Y era el caso que el del Ulster ya tenía otra mujer y muy poderosa, Uchtdelb, hija del dios Bodb y nieta también del Dagda. Roída por los celos, esta se vengó de la advenediza transformándola en perra con un toque de su varita druídica. En el momento de su metamorfosis, Uirne ya llevaba en su vientre gemelos, hijos de Iollann: y esos fueron los perros Bran y Sceolaing. Lugaid Lága, que había empeñado su honor en la felicidad de Uirne, cuando se enteró de la mala pasada, deshizo el efecto del encantamiento devolviéndole la forma de mujer. Pero sus hijos, que nunca habían tenido vida humana, se quedaron como estaban. Andando el tiempo, Uirne se casaría con Lugaid. Así cuentan la historia una balada recogida en el Duanaire Finn (colección de baladas medievales de tema osiánico), el relato Feis Tighe Conáin Chinn-sléibhe (La fiesta en casa de Conán de Ceann-sléibhe) y el breve texto Di maccaib Uirrne Uirbél (Los hijos de Uirne Boca Afilada). 
    La expedición enviada por Fionn mac Cumhail llegó a Britania, donde encontró a Arturo cazando con los nuevos miembros de su jauría. 
    La materia de Bretaña enseña que era poseedor de varios perros extraordinarios, entre los cuales era su favorito Caball –que significa ‘caballo-, así llamado por su rapidez y gran tamaño.

El rey Arturo con sus perros. Mosaico de la catedral de Otranto.

    Los fianna no perdieron el tiempo, recobraron lo robado y dieron muerte a todos los que participaban en la montería excepto a Arturo, al que se llevaron preso. Oscar no permitió que lo tocaran y lo protegió con su propio cuerpo. A los demás los decapitaron para llevarse las cabezas como trofeo. Añadieron a su botín un caballo y una yegua magníficos; gris atigrado y con brida de oro el macho, baya la hembra y con brida de plata. De esta pareja procedieron todos los caballos de los fianna, que hasta entonces no los habían tenido. Y Arturo quedó formando parte de la mesnada de Fionn. 
    En otra ocasión, mientras estaban cazando en Ben Edair, vieron los fianna venir en un barco a una mujer de porte regio que encabezaba a un grupo de nueve nobles damas, cargadas de tesoros. Llegada adonde estaba Fionn, se presentó como Aífe, hija de Alb, el rey de Lochlann. ¡La historia se repetía! (ver la entrada anterior). Esta Aífe –llamada La de los Ojos Grandes- estaba casada con Mál mac Aeil, príncipe de Escocia, hijo del rey Aeil mac Domhnall Dubhloinsigh. 
    Sucedía que por la corte de Escocia solían pasar muchos poetas o juglares de otras tierras cantando las hazañas de Fionn mac Cumhail y sus guerreros, y a fuerza de oír sus alabanzas, Aífe se había enamorado perdidamente de uno de ellos, Mac Lugach. Así que una mañana que su marido estaba de caza, se había dicho: “¡Esta es la mía!” y, ni corta ni perezosa, había cogido a nueve de sus doncellas y arramblando con cuanto había podido de su hacienda había embarcado en busca del elegido de su corazón. 
    Llegó a sentarse junto a Fionn y le contó sus propósitos.
    -Conque Mac Lugach, ¿eh? ¡Pues me alegro! Porque Mac Lugach es mi nieto. ¡Sí, sí! ¡En fin: de chico era una buena pieza, no había manera de meterlo en cintura! Pero ahora que ha sentado la cabeza no hay otro como él. Ya verás: ahora que venga de la caza. 
    Fionn le tenía mucho cariño a Mac Lugach porque era a la vez su abuelo materno y paterno. Dáire Derg, hijo de Fionn, durante una fiesta en Tara y con una trompa memorable encima, lo había engendrado en su hermana Lugach. El nacimiento había sido celebrado con gran júbilo por los fianna
    Mac Lugach se hizo esperar aquella noche. Cuando llegó a la tienda de su abuelo, todos los demás estaban esperándolo a la mesa y Fionn le había guardado un sitio a su lado: a su otro lado, Aífe, que ya había sido presentada a los guerreros. 
    -En mis manos se ha puesto –dijo Fionn a su nieto, tras repetirle el relato de la princesa- y de mis manos la entrego en las tuyas. 
    -Y yo la acepto –dijo Lugach. 
    Desde esa noche, Aífe y Mac Lugach vivieron felices un año, al cabo del cual los fianna vieron llegar a las huestes de Escocia que venían, con una flota de ciento cuarenta barcos, a llevarse a su princesa. En presencia de ella, que quiso asistir a la batalla, se trabó el combate. Fue una terrible matanza. Mac Lugach, finalmente, dio muerte al príncipe escocés en pelea cuerpo a cuerpo, sin que nada estorbase ya en adelante su unión con Aífe. 
    Está claro que los gaélicos resolvieron el conflicto mucho más expeditivamente que griegos y troyanos cuando se enfrentaron al suyo, que les costó diez años de guerra. Por su parte, Aífe, la Helena de esta pequeña Ilíada irlandesa, resulta desde luego una figura más decidida que la de la reina de Esparta, traída y llevada de un lado a otro por el destino y por los hombres que le servían de ejecutores. Relatos como este han dado pie a la idea de que en las sociedades célticas (si tal cosa ha existido) correspondía a la mujer un papel de mucho mayor importancia que entre griegos y romanos o en nuestra Europa medieval. Pero conviene ser prudente a la hora de deslindar lo que hay de historia y lo que hay de mito o sencillamente de fantasía en cualquiera de estos relatos antiguos. 

Ossian visto por Paul Duqueylar.

    Y de vuelta a Ben Edair. Estaba un día de cacería –para variar- Fionn mac Cumhail con los suyos en el cerro que luego se llamó –ahora veréis por qué- el Cerro de la Carrera, cuando vio, en medio del monte, a una mujer que parecía estarle esperando. Abrochaba su manto orlado de púrpura con un broche de oro y se sujetaba el cabello con una diadema de lo mismo. 
    -¿De dónde has venido tú? –le pregunto Fionn 
    -De Ben Adair. 
    -¿Cómo te llamas? 
    -Etain la Rubia, del síd de Ben Edair. Y he venido a retar a una carrera a los fianna
    -Correrás bien, ¿eh? 
    -Ya lo creo. Pondremos la meta en Ben Edair, si os parece. 
    Partieron pues: dos mil hombres de los fianna en pos de la fantástica mujer, y tras larga carrera llegaron llegaron a Ben Edair y entraron en el síd, donde fueron espléndidamente acogidos por su dueño, Aed. Se les lavaron los pies y se les dio de comer y de beber. 
    -Esa –dijo Fionn señalando a una mujer que, con una taza de plata en la mano, iba sirviendo bebida de unas grandes tinas- es la mujer que nos ha retado a una carrera hasta aquí. 
    -¡Qué va a ser esa! ¡Si esa es la que menos corre del síd
    -Pues ¿quién era? 
    -Otra, Bé Mannair, nuestra recadera. Es capaz de transformarse en lo que quiera, en escribanillo del agua o en otro animal, aunque sea grandísimo, y muchas veces tomando la forma de cualquier persona, ya sea hombre o mujer, la suplanta en el lecho de su amante, ¡ja, ja!, y así nos enteramos nosotros de muchos secretos. 
    -¡Pues habrá que andar con cien ojos! 
    -Ya te digo; y ni por esas. Pero esta que tú dices no se ha movido de aquí. Mientras vosotros estabais corriendo, ella aquí, sirviendo bebida y bebiendo. 
    -¿Y cómo se llama? 
    -Etain. Por más señas, que es hija mía. Y está enamorada de uno de los vuestros. 
    -¿De cuál? 
    -De Oscar, hijo de Oisin. 
    -¡Ah!, mi nieto. 
    -Sí. Y a ella se le ha ocurrido el ardid de la carrera para atraeros aquí porque necesita vuestra ayuda. El caso es que ha pedido su mano vuestro rey, ofreciendo en pago de ella dos ricas provincias y, por si me parecía poco, su propio peso en oro y plata. 
    -¿Y por qué no se la has concedido? 
    -Porque ella al que quiere es a Oscar y no al rey. 
    -Al rey le ofenderá verse rechazado y se pondrá furioso. Nuestras relaciones con él son tensas. 
    El rey de Irlanda era a la sazón Cairpre Lifechar, hijo de Cormac mac Airt, nieto de Art mac Cuinn y bisnieto de Conn Cétchathach (ver la entrada anterior). Era un rey poderoso, aunque no tanto como sus célebres antepasados. 
    -¿Prestarás ayuda a los jóvenes? 
    -Bueno –dijo Fionn-; pero nosotros no tenemos las riquezas que tiene Cairpre. Etain, ¿qué pides tú por tu matrimonio con Oscar? 
     -Que prometa no dejarme si no lo mereciere mi mala conducta; y para esto que se nombren garantes. 
    -Así se hará. 
    Y tras veinte días de estancia en el síd de Ben Etair, los esposos se instalaron en la colina de Almu, donde tenía su fortaleza Fionn mac Cumhail. 

La colina de Almu en la actualidad (Wikipedia)

    Como era de prever, el rey Cairpre reaccionó con ira y marchó contra los fianna en son de guerra. Allí se trabó la batalla llamada de Ben Etair, en la cual Oscar fue malherido. Y una noche, Etain, que había ido a velar el sueño de su marido, vio cómo había perdido aquel aspecto regio que la había enamorado. Rompió a llorar a voces con tales extremos de pena que el corazón “se le cascó dentro del pecho como una nuez”, como dice el Agallam na Senórach. Y la llevaron a enterrar al síd de su padre, en Ben Edair, donde aún se enseña su tumba, que en realidad es un sepulcro megalítico. 

La tumba de Etain, en una antigua litografía.

    Samuel Ferguson –que es el padre del renacimiento cultural irlandés de finales del siglo XIX (ver Los hermanos más distintos)- sin embargo, en su poema La tumba de Aideen, (es decir, de Etain, escrito a la inglesa) sitúa su muerte en otra batalla distinta, en la que Etain participó como otra combatiente más, y la evoca radiante en 
    “Such thrill of free, defiant pride 
as rapt her in her battle car 
at Gavra, when by Oscar’s side 
she rode the ridge of war”… 
    ¿Qué batalla es, pues, esta de Gavra (o Gowra, o Gabhra)? Su historia es la que sigue. 
    Cairpre tenía una hija, llamada Sgeimhsholas. Era rubia, de modesto continente y de dulce mirada. Y vinieron a pedir su mano de parte de Maolshechlainn Ó Faoláin, que era hijo del rey de los Déisi. 
    Estos Déisi eran un pueblo de cuyos orígenes poco se sabe. Estaban esparcidos por distintas partes de Irlanda. Se dice que provenían de extranjeros a los que se había permitido asentarse mediante el pago de un tributo, y eran vasallos de otros reyes, que es lo que quiere decir déisi. Pero con el tiempo llegaron a hacerse poderosos y hasta a establecer colonias en Britania. De una familia déisi nacería Brian Boru, que logró reinar sobre Irlanda entera: pero para eso todavía quedaban muchos siglos. 
    Los fianna y la monarquía siempre se habían visto con mutuo recelo. No podían los reyes tolerar de buen grado la presencia de una poderosa fuerza armada que no respetaba su autoridad y hasta la desafiaba, ni los fianna aceptar la voluntad real de disciplinarlos y someterlos. Los fianna vieron en estos esponsales una ocasión de hacer patente su poder frente a la corona. Y así, exigieron a Cairpre el pago de un descomunal tributo por la boda de su hija: ejercer sobre ella el derecho de pernada o en su lugar veinte lingotes de oro. 
    Lo del derecho de pernada u otros usos similares en la antigua Irlanda, fuese más o menos realidad o fantasía (aparece en su épica medieval repetidamente), era algo famoso por Europa. ¿No llega hasta Cervantes, que lo trae en el Persiles en la historia de Transila, la que tuvo que huir a lanzazo limpio de “tan prodigiosa costumbre”? Pero aunque estuviese bien establecida, no le sentó bien a Cairpre el atrevimiento de Fionn mac Cumhail y se negó a sus pretensiones. Replicó este que si el rey no pagaba, se cobraría él, no contentándose con menos que la cabeza de la inocente princesa. 

Etain en la batalla de Gabhra, según una ilustración del siglo XIX.



    Esta gota colmó el vaso. Cairpre convocó a los demás reyes de la isla, bastante escamados ya todos con la arrogancia de los fianna, y coaligados declararon la guerra a Fionn mac Cumhail. Este reunió a sus tropas tañendo el Barr Buadh, la Trompa de la Victoria, y marchó al combate aunque los enemigos le superaban treinta veces en número. Goll mac Morna, recordando su antigua enemistad con el linaje de Fionn, abandonó (dice la versión más corriente de esta historia) las filas de este para luchar hombro a hombro con el rey. 
    La batalla se libró en la montaña de Gabhra y duró, encarnizada, sin que la victoria se decidiese por ninguno de los bandos hasta que el rey Cairpre, traicioneramente, traspasó el corazón de Oscar con una lanza que le arrojó por la espalda. Oisín y Fionn cayeron deshechos en llanto sobre el cadáver y los fianna, desconcertados, abandonaron la que había de ser su última batalla. Ambos ejércitos quedaron diezmados. La mayoría de los grandes guerreros de Fionn mac Cumhail cayó en aquella ocasión, y aunque el triunfo quedó por los del rey, el propio Cairpre perdió la vida en el combate. Allí acabó para siempre la historia de los fianna