miércoles, 27 de octubre de 2021

Un poeta con mala idea y un muerto vengativo (más historias de Ben Edair).

Tampoco está ausente el sagrado promontorio de la materia épica del Ulster o de la Rama Roja, que cuenta las hazañas del rey Conchobar mac Nessa y sus guerreros. Vamos a ver cómo.

En la corte del rey Conchobar había un afamado poeta llamado Athirne. Los poetas, en la épica medieval irlandesa, eran personajes importantes y poderosos. Cualquier persona tenía el deber de acogerlos y agasajarlos y la obligación de pagar por sus poesías el pago que pidiesen, so pena de ser objeto de un vejamen que suponía la deshonra e incluso la enfermedad y la muerte (ver Porquero contra poetas). Los hijos de Tuirenn consiguieron algunas de las preciadas alhajas que les exigía Lugh (ver la entrada anterior) haciéndose pasar por poetas para introducirse en los palacios de los reyes.


El bardo, en la imaginación romántica
        del pintor John Martin (Wikipedia)


Aquel Athirne era persona reverenciada y temida por los precios exorbitantes que ponía a sus canciones. Peor aún: era un furibundo y sacrificado patriota. Su meta era establecer la superioridad de su provincia, el Ulster, sobre las demás de Irlanda. Y así, fue exigiendo a los otros reyes tan descomunales dones que o se arruinaban la vida concediéndoselos o lo mataban, dando así al Ulster motivo para declarar una guerra, que infaliblemente vencería, e imponer un pesado tributo al resto de los reinos.  

A Eochaid, Rey de Connachta del Sur, que era tuerto, le pidió el ojo que le quedaba sano.

-¿Pagas o qué?

-Pago, pago: ¡no faltaba más!

Y se sacó el ojo para dárselo. Después mandó que lo llevasen a un lago cercano para lavarse la cara. Las aguas quedaron tintas en sangre y desde entonces el lago se llama Lago Rojo, Loch Dearg.

-Decidme –preguntó Eochaid a sus cortesanos-: ¿está el ojo fuera?

-Nosotros mismos se lo hemos entregado en mano a Athirne.

-Pues es raro: veo mejor que con él…

Era que Dios, en premio a su honradez, le había devuelto aquel ojo y el otro que le faltaba.

Aquí se cobraba Athirne en joyas, allá en mujeres… Llegado a Laiginn, donde reinaba Mes Gegra, exigió pasar la noche con Buan, la reina.

-¡Te la dejo por una noche, pero porque me da la gana! –pataleó Mes Gegra- ¡Que quede claro! ¡A mí ningún cochino ulate me quita la mujer por la fuerza!

-¿Qué no? ¡El peor de nosotros! ¡La mujer y la cabeza, si se te ocurriera resistirte!

Al poeta debió de parecerle bien aquella provincia y se pasó en ella un año, al cabo del cual se volvió a su tierra llevando consigo ciento cincuenta cautivas escogidas entre las de más belleza e ilustre sangre.



Botín de guerra, por Évariste-Vital Luminais.
(Wikipedia)


En cuanto puso los pies fuera del territorio de Laiginn conduciendo su rebaño de mujeres, los ultrajados cayeron sobre él como lobos: cruzada la frontera, ya no los ataban las leyes de la hospitalidad. Athirne pidió auxilio a las huestes del Ulad (Ulster). ¡Había logrado su propósito! Furiosos, los de Laiginn persiguieron a los del Ulad hasta el mar, donde, derrotados, hubieron de huir en barcas. Pero bajaron a tierra poco más lejos y se hicieron fuertes en la península de Ben Edair.

El asedio fue una matanza para unos y otros. Mes Ded, hijo adoptivo de Cú Chulainn, que tenía siete años, guardaba tan bien la puerta de la fortaleza que se necesitaron trescientos guerreros de Laiginn a la vez para acabar con él: y fue la primera vez que se dio en Irlanda un combate desigual en una batalla. Finalmente, por temor al alcance de los de Ulad, los de Laiginn levantaron un muro rojo –un muro de cuerpos ensangrentados-  y se retiraron a su provincia.

Pero Conall Cernach, que había perdido dos hermanos en el combate, salió en su persecución y Mes Gegra, rey de Laiginn, se quedó rezagado; ambos coincidieron junto a la fortaleza de Claonadh (Clane).

-¡Al fin nos vemos las caras! –dijo Conall- ¡Ahora me pagarás la muerte de mis hermanos!

-¡Qué bonito! ¿Es que te vas a batir con un manco?

-¿Qué te ha pasado en la mano?

-Nada –explicó Mes Gegra-: que me la acaba de cortar mi criado por una miserable nuez; porque creía que no la quería compartir con él. Era una nuez muy grande, todo hay que decirlo.

-¿Y no le has hecho nada?

-No me ha dado tiempo; con su propia espada se ha matado él al comprender cómo había metido la pata. ¡Por precipitarse!

-¡Pues sí que lo arregló! ¡Eso se llama echar la soga detrás del caldero!

-Aquí van en mi carro los dos: el conductor y la mano.

-Bueno; pues para que no se diga, me voy a atar yo la mano derecha. Así  quedamos iguales.

Riñeron de esa manera los dos campeones y al rato era clara la ventaja de Conall.

-Tengo que admitirlo –dijo el rey-. Te vas a llevar tú la fama… y mi cabeza.

Y así fue.  

La sangre que goteaba del cuello de Mes Gegra agujereaba las piedras. Conall se puso la cabeza cortada por sombrero y ¡oh, sorpresa! él, que era bizco, se curó de pronto y nunca más volvíó a bizquear.

Siguió adelante conduciendo su propio carro mientras su conductor llevaba el de Mes Gegra y no tardaron en encontrarse de frente con una mujer que marchaba al frente de un numeroso séquito.

-¿De quién eres tú? –le preguntó Conall.

-Soy la reina Buan, la mujer de Mes Gegra.

-Ah, pues tienes que venirte conmigo.

-¿Quién lo ha dicho?

-Él mismo.

-¿Y qué prenda o señal te ha dado para que te crea?

-¿No ves aquí su carro y sus caballos?

-Ya; pero ¿y eso qué? Pueden haber llegado a tus manos de muchas maneras.

-Pues entonces a ver si reconoces esta –y le mostró la cabeza cortada-. ¿Vienes o no? Vamos, sube al carro.


La invasión, por Luminais ( Wikipedia)


La cabeza tan pronto se ponía blanca como la cal como colorada como una amapola.

-¿Por qué pasará esto?

-Yo te lo explico –dijo la reina-: mi marido le juró a Athirne que nadie del Ulad se me llevaría a la fuerza, y Athirne a él que sí. Y por eso un color se le va y otro se le viene.

-Pues ya ves quién tenía razón.

-Pues sí: él.

Y lanzando un aullido de dolor, cayó de espaldas, muerta.                                                                                                 

Sobre su tumba creció un avellano mágico; por eso se llamó a aquel lugar Coll Buana, que quiere decir El Avellano de Buan.

Conall mandó al criado que cogiese la cabeza: para los antiguos irlandeses la cabeza del enemigo muerto era una presa de la mayor importancia. Pero no había manera: aquella de Mes Gegra no quería moverse de donde estaba muerta su mujer.

-Bueno, vamos a hacer otra cosa –dijo Conall Cernach-: sácale los sesos y amásalos con cal para hacer con ellos una buena bala. Y la cabeza la dejamos.


Cabeza. Arte britano (siglos II-III).
         Estas representaciones, bastante frecuentes,
       podrían estar relacionadas con el culto
    a las cabezas de los enemigos.


No era excepcional en estos personajes de la epopeya irlandesa hacer esos macabros trofeos y llevarlos consigo para exhibirlos cuando se reunían a alardear de sus hazañas.

Y así acaba el cuento del asedio de Ben Edair, pero no las hazañas póstumas de Mes Gegra ni las fechorías del malintencionado poeta Athirne.

Una de las historias más conocidas, más tristes y poéticas de la antigua Irlanda es la de la bellísima Deirdré, que nació predestinada para el sufrimiento y para ser causa de discordia, despertó las más invencibles pasiones y los más furiosos deseos y murió de amor y de rabia con trágica determinación.

Pues bien: cuando el rey Conchobar, que la había hecho su mujer a la fuerza, la perdió, quedó transido de despecho –así lo cuenta el relato Tochmarc Luaine agus aided AithairneEl casamiento de Luaine y la muerte de Athirne- y sumido en la melancolía, tanto que los grandes del reino resolvieron escudriñar toda Irlanda hasta dar con otra mujer que lo pudiera consolar. Fueron enviados para ello mensajeros y tras larga búsqueda, en el Ulad mismo Leborcham, la recadera del rey, encontró a una doncella, Luaine hija de Domanchenn, de la estirpe de los Tuatha dé Danann, que podía rivalizar con la difunta tanto en belleza y prudencia como en las labores femeninas. Domanchenn aceptó negociar el precio de su hija.

Cuando Leborcham, de regreso a la corte, acabó de describir a la doncella, el rey tenía ya todas las trazas de haberse enamorado; pero una vez que la conoció en persona el fuego del amor encendió en brasas hasta el menor de sus huesos y el matrimonio se concertó rápidamente. Conchobar estaba tan radiante que hasta hizo las paces con Manannán, rey de las islas de Man y de los Extranjeros, que estaba corriendo el Ulad a sangre y fuego para vengar a Deirdré, a su marido y a sus hijos, a los que había adoptado. Conchobar pagó de buen grado la indemnización que le fue exigida por esas muertes.


Deirdré y Naoise.  
          Ilustración de Pamela Colman Smith (1903)


Tan pronto como tuvieron el malvado poeta Athirne y sus dos hijos conocimiento de estos esponsales cayeron sobre la novia para desplumarla con sus peticiones desmesuradas. Pero al verla se inflamaron de deseo, tanto que preferían morir a vivir sin gozarla. Así que fueron a verla uno tras otro, diciéndole:

-Si no te vienes a la cama conmigo, me muero; y antes te cantaré un glám dicinn, ¡de manera que tú verás!

Luaine se quedó aterrada, y con razón. Porque un glám dicinnsolía hacer brotar en la cara de su destinatario unas pústulas tan vergonzosas que se moría de pura vergüenza.

-¡Qué frescura! ¿Cómo os atrevéis a pedirme tal cosa? ¡Mirad que soy la mujer del rey!

-Verás: sin acostarnos contigo, no podemos vivir.

-Pues yo lo siento mucho pero aunque quisiera eso no puede ser. ¿No lo veis?

-Tú sabrás. ¡Luego no vengas diciendo…!

Encorajinados, compusieron sus sátiras. A cada vejamen iba brotando un bulto en el hermoso rostro de la desposada. El primero se llamaba Baldón y era negro; el segundo Afrenta y era rojo; el tercero Escarnio y era blanco. Y Luaine murió de vergüenza y de bochorno.

Temblando de impaciencia por consumar su matrimonio, Conchobar, que nada sabía, llegó a la morada de Luaine en pleno duelo. Los padres, tronchados por la pena, gritaban y se arrancaban los cabellos; no tardaría el dolor en matarlos y se celebraron solemnes funerales por los tres.

El rey, con sus guerreros, salió en persecución de los culpables, que se habían dado a la fuga y estaban refugiados en su reducto de Ben Athirne. Los nobles de Ulad habían determinado en consejo que solo su muerte sería suficiente venganza, así que se puso cerco al fuerte y se le prendió fuego. Aquel fue el fin del poeta y sus hijos; también de sus dos hijas, que de nada tenían culpa.

Conall guardaba la sesera de Mes Gegra como oro en paño y a veces incluso la llevaba a la guerra en su cinto por si se le brindaba la ocasión de usarla contra algún adversario muy especial. Tenía sumo cuidado con ella y la custodiaba como a las niñas de sus ojos, pues corría una profecía según la cual Mes Gegra, después de muerto, se cobraría la vida de Conchobar. Pero un día dos de sus bufones la cogieron de su estante y estaban jugando con ella cuando se la arrebató Cét mac Magach, un guerrero de Connacht que según algunos era tío carnal del propio Conall Cernach y que era la pesadilla del Ulad por las constantes correrías que hacía en su territorio.

En una de aquellas salieron los nobles en su alcance, con el rey a la cabeza, y los de Connacht en su defensa, con que se trabó una dura batalla. Cét pidió a las mujeres que se juntasen a piropear a voces a Conchobar, que era el más guapo de su reino y harto presumido, y se escondió entre ellas. Conchobar que las oyó se destacó de sus tropas para lucirse y pavonearse en todo el esplendor de su arnés guerrero escuchando los requiebros, momento que aprovechó Cét para dispararle con su honda los sesos petrificados.

Cayó alcanzado en la cabeza; lo retiraron del campo de batalla; los físicos declararon que el proyectil estaba incrustado en la cabeza y no se podía extraer sin riesgo de la vida. Pero que esta no corría peligro mientras el rey evitase todo exceso y se ajustase a un régimen de suma templanza y tranquilidad. ¡Mal lo debió de llevar!

Transcurridos para él siete años de este purgatorio, un día vio con espanto cómo la bóveda celeste se entenebrecía. Llamados sus magos a consejo, supo que en una remota provincia romana habían crucificado a un justo desatando la cólera de los cielos, que así mostraban su ceño. 


Tintoretto, Crucifixión (détalle) (Wikipedia).


El rey ya sabía de aquel hombre, que había nacido el mismo día que él, por su padrastro el druida Cathbad. Un legado de Roma, que andaba por Irlanda intentando cobrar unos impuestos para el emperador Tiberio (si bien con más suerte que el príncipe de Tesalia, porque no se lee que volviese con la cabeza fuera de su sitio) y que por más señas se llamaba Altus, confirmó la noticia aunque echando toda la culpa a los judíos.

Una oleada de indignación rompió en el ánimo de Conchobar. Se levantó del trono fuera de sí, asió de su espada, salió del palacio y la emprendió a tajos y cintarazos con todo lo que encontraba por delante, más que el paladín Orlando cuando se enteró de los amores de Angélica y Medoro.


La locura de Orlando en un fresco de Jean Boulanger.

(En ambos casos, y a pesar de los siglos transcurridos entre uno y otro, formas del primitivo furor heroicus que atacaba al guerrero, documentado una y otra vez en distintas culturas indoeuropeas).

Con tanta agitación, salió expulsada de su cabeza la bala entremedias de una espadañada de sangre y Conchobar cayó fulminado.

En el momento de su muerte, comprendió que aquel justo era el hijo de Dios y se convirtió en el segundo irlandés, después del juez Morann, que fue cristiano, siglos antes de que el Evangelio se predicase en Irlanda.

Se dice que cuando Cristo se encaminaba al cielo seguido de todas las almas que había rescatado del demonio, encabezadas por la de Adán, se tropezó con Conchobar, que era arrastrado por un diablo.

-¿Adónde llevas esa alma, tú?

-¡Al Infierno va de cabeza!

-¡Porque tú lo digas! Ea, buen rey, vente conmigo.

-No me quieras robar lo que es mío. Este pájaro ha muerto fuera de la Iglesia y me corresponde sin lugar a dudas.

-¡Que te lo crees tú eso! ¿Qué más bautismo que su sangre derramada por mí?

Y así se salvó Conchobar, rey del Ulad, de las calderas de Pedro Botero.

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