lunes, 19 de julio de 2021

Hibernia caucasica

    Leyendo las últimas Esquisses de Mythologie de Dumézil me encuentro con un  curioso relato perteneciente a la tradición oral de los osetas. 
    Los osetas, pueblo del Cáucaso, son los únicos iranios que hoy día subsisten en Europa, y por lo tanto los únicos descendientes de ese gran conjunto de pueblos que antaño dominó gran parte de nuestro continente euroasiático y al  que los griegos llamaron “escitas”.
    El cuento se relaciona con una antiquísima tradición indoirania pero que encuentra lejanos paralelos por todo el ámbito indoeuropeo, incluso en Escandinavia. Su prototipo consiste en que una mujer elige marido entre dos o más candidatos, dos de los cuales son gemelos: son los Ashvin de la tradición hindú. En la elección ocurre un engaño o un malentendido y el matrimonio suele tener mal fin. Al final, los gemelos son admitidos entre los dioses.
    La narración oseta es como sigue:
    Los Nartos –el grupo de héroes que protagoniza las gestas osetas-  poseen  un manzano que cada día da una manzana: una sola. Todas las noches, alguien se la roba. Deciden montar guardia por turnos y cuando les toca a los gemelos Æxsar y Æxsærtæg descubren a los ladrones, que son tres pájaros. Los pájaros logran huir, pero uno de ellos, herido, va sangrando y Æxsærtæg le sigue el rastro, que se pierde en un gran lago. Decidido, se zambulle, dejando a su hermano en tierra. Bajo el agua encuentra a una pareja con sus tres hijas. Una de ellas está en cama, herida. Eran ellas las que, transformadas en pájaros, acudían cada noche a robar la manzana. Æxsærtæg, que había ido recogiendo la sangre derramada, cura con ella a la muchacha herida, llamada Dzerassæ, y se casa con ella. Al cabo del tiempo, nostálgico, decide regresar a su tierra con su mujer. La deja esperando en su cabaña y parte en busca de su hermano. Este, entre tanto, llega a la casa y la encuentra allí. Dzerassæ lo recibe como buena cuñada, pero el otro gemelo, al volver, sospecha que Æxsar ha burlado a su mujer y la ha gozado valiéndose de su parecido. Furioso de celos, lo mata. Demasiado tarde, Dzerassæ deshace el engaño y Æxsærtæg, desesperado, se suicida. Tiempo después, Dzerassæ vuelve al fondo del lago. 
Escitas de guardia
(Wikipedia)

    Esta es una historia parecida a tantas otras que se encuentran esparcidas por diversas tierras y que tienen por asunto el matrimonio o los amores de un humano con una mujer sobrenatural que, tarde o temprano, muere o parte reclamada por el mundo al que pertenece. Es, en suma, la historia del cuento de La sirenita  de Andersen, de las leyendas de mujeres del pueblo silkyestudiadas entre los hojalateros escoceses por Javier Cardeña (Ver Diosas marinas y fenómenos de feria), de las mujeres-pájaro de Las mil y una noches o de la novela El tiempo de la noche(To walk the night) de William Sloane. 
    Al leerla me vino a la cabeza un episodio de la épica irlandesa medieval, que se narra brevemente en la historia del casamiento de Cú Chulainn (Tochmarc Emire; hay traducción castellana en La embriaguez de los Ulates) y de modo más amplio en la de la muerte de Lugaid y Derbforgaill (Aided Derbforgaill, texto que ha sido bastante estudiado y discutido desde hace tiempo), y que puede encontrarse en línea en varios sitios; por ejemplo, en el original y en traducción inglesa con un amplio estudio de Kicki Ingridsdóttir, aquí.
    Cú Chulainn, el gran guerrero del Ulster, va un día con Lugaid Réoderg a orillas de Loch Cuan (Strangford Lough en inglés), la enorme ensenada del Noreste de Irlanda.
 
Una vista de Loch Cuan
(Wikipedia)

Lugaid Réoderg, que quiere decir Lugaid Cielo Rojo, es un personaje curioso. Fue elegido rey supremo de Irlanda, pero en su entronización la piedra ritual, la Piedra del Destino, no quiso dar su grito como solía en la coronación de todo monarca legítimo. Así que Cú Chulainn la emprendió a golpes con ella y la estropeó, de modo que no volvió a gritar nunca más. 
Cú Chulainn quería mucho a Lugaid porque era este, según unos textos, su hijo adoptivo; su hermano adoptivo según otros.  Bernard Sergent, que estudia a ambos en su libro Celtes et Grecs I. Le livre des héros, les encuentra muchos parecidos con la pareja de Aquiles y su hijo Neoptólemo. Para empezar, los dos hijos son rojos de aspecto y de nombre, porque Neoptólemo también tenía el de Pirro, o sea ‘colorado’ o ‘pelirrojo’, ‘color de fuego’: la misma raíz está en Pirro y en pira.  
El pelirrojo Neoptólemo. Andrómaca y Pirro, por Guérin 
(Wikipedia)

    Esto del color encarnado y reluciente también se da en otros héroes indoeuropeos que Dumézil considera equivalentes a los Ashvin, como los armenios Sanasar y Balthasar, el que podía aventajar en arreboles al sol mismo.
    Que Cú Chulainn y Lugaid fueran hermanos o fueran padre e hijo no varía mucho para este caso, porque los dos hermanos del cuento original se ven sustituidos a veces por un padre y un hijo, como en la variante germánica del mito, que protagonizan Njördhr y Freyr, en la armenia delos dos reyes Aray, padre e hijo, o en la persa de Luhrasp y Gushtasp. Lo que suele suceder, según Dumézil, es que en esta pareja uno de los dos es superior al otro, como se ve en estos héroes persas, en Rómulo y Remo, en Cástor y Pólux o en los gemelos Ashvin de la India. Cú Chulainn –máximo guerrero del Ulster- y Lugaid Réoderg cumplen esta condición de desigualdad.
    Este Lugaid también se llamaba  Riab nDearg, que quiere decir Rayas Rojas, y no por casualidad: su madre, Clothru, temiendo que se extinguiese su estirpe, se acostó una noche con sus tres hermanos, uno detrás de otro; y el hijo que concibió de los tres, Lugaid, nació con unas líneas rojas que delimitaban la parte correspondiente a cada uno de los padres. Estos casos de incestos no son raros en personajes de este tipo: también Freyr y Freija eran hijos de Njördhr y de su hermana.
    Iban, pues, Cú y Lugaid por el lago cuando vieron flotando en el agua dos cisnes atados uno al otro con una cadena de oro.
-¿Has traído la honda? –dijo Lugaid.
-Sí, ¿por qué?
-¡Mira esos pajarotes! ¡Tírales una pedrada!
-Venga.
    Cú Chulainn atinó a uno pero cuando corrieron a cobrar la pieza no vieron ningún pájaro y sí a dos mujeres jóvenes, una de ellas herida, en la playa.
    Este de la mujer cisne es un motivo que aparece una y otra vez en los relatos folclóricos por todo el mundo.
Las mujeres cisne. Ilustración de un libro de leyendas
universales de 1916. (Wikipedia).

-¿Así te portas conmigo? –dijo la muchacha herida-. ¡Yo que había venido precisamente en busca tuya!...
-Tienes razón –dijo Cú-. Trae a ver…
    Y succionó la herida hasta extraer la piedra, que a través de las costillas se había ido a alojar en la matriz.
-Ya estás.
-Yo –dijo la joven- soy Derbforgaille y soy hija del rey de Lochlann. Por lo mucho bueno que he oído decir de ti me enamoré, y he venido de tan lejos a que te cases conmigo.
-Pues ahora ya ves que no puede ser –respondió Cú Chulainn- porque he tragado de tu sangre al sacarte la piedra. Eso nos hace casi como hermanos.
-Siendo así –repuso la mujer- me da igual una cosa que otra. Dame en casamiento a quien se te antoje.
-¡Vas a salir ganando! Te voy a casar con el hombre más noble y mejor que hay en Irlanda.
-¿Y quién es?
-Aquí, Lugaid Réoderg. ¿Qué me dices?
-Que bien, siempre y cuando pueda verte a ti cada vez que quiera.
    Y con esa condición se hizo la boda y andando el tiempo, Lugaid y Derbforgaille tuvieron un hijo.
    Lochlann es, en irlandés actual, Noruega; y en la Edad Media designaba a Escandinavia y otras tierras pobladas por los nórdicos. Pero aún antes, cuando los irlandeses no habían tenido aún contacto con aquellos, imaginaban en Lochlann un país sobrenatural situado en el norte, allende los mares, morada de esos monstruos marinos, los Fomoré, que varias veces intentaron la invasión de Irlanda. Y que, curiosamente, lindaba con Escitia en su fantasía topográfica.
Los fomoré, por Duncan


    Esto convierte a Derbforgaille en una criatura del mar y aumenta la coincidencia entre los relatos irlandés y oseta. 
    Sigamos mirando hacia el Cáucaso. Moisés de Khorén, discípulo de san Mesrop Mashtots, inventor del alfabeto armenio, fue, allá por el siglo V de nuestra era, el primer historiador de aquel pueblo. En su Historia de Armenia pueden leerse los hechos de la reina Shamiram, en quien sin dificultad se reconoce a nuestra famosa Semíramis, criatura también acuática aunque solo sea por parte de madre, ya que era hija de Derceto, la diosa pez de los sirios. 
Pues cuenta Moisés de Khorén que el rey Nino de Babilonia, harto del trono y de su mujer Shamiram, abdicó en ella y se retiró a vivir, oscuro y tranquilo, en Creta. La reina, enamorada apasionadamente del rey Aray el Hermoso de Armenia por la fama de su belleza, que había llegado a oídos suyos, se le ofreció una y otra vez por esposa. Y ante su obstinada negativa, se resolvió a invadir su reino y llevárselo por las malas. Lo peor fue que en la batalla el rey pereció. Shamiram, entonces, mandó que pusiesen su cadáver en una alta terraza para que los dioses le devolviesen vida y salud, lamiéndole las heridas.
Shamiram ante el cadáver de Argay, por Vardges Sureniants
(Wikipedia)

    No deja de sorprender el parecido entre los dos relatos, aunque en Armenia sea el hombre el herido… y aunque, al revés que en Irlanda, el remedio resulte ineficaz. Pero, en fin, en ambos se vuelve imposible la boda apetecida y en ambos el otro miembro de la pareja masculina alcanza, aunque solo en parte o con ciertas condiciones, el puesto destinado a su compañero.                         Ya hemos visto cómo en la épica irlandesa; en Armenia se trata del príncipe Aray hijo, viva imagen de su padre, que reinará bajo la maternal protección de Shamiram.  
    Pero con el matrimonio de Derbforgaill no acaba su historia, que es bien triste. A partir de aquí el texto se vuelve más oscuro y en varios lugares se presta a diversas interpretaciones, pero ya se sabe que en los mitos no tiene por qué haber una única verdad y que las distintas versiones se superponen y complementan. Al caso, pues.
    Un día de gran nevada, los hombres del Ulster se entretuvieron en hacer un gran mojón o pila de nieve. Cuando se cansaron, las mujeres subieron a aquel montón.
-¡Vamos a hacer una cosa! Vamos a orinar aquí, y la que con el chorro haga el hoyo más hondo y con más espumilla será la mejor dotada y la mejor para un hombre. 
-¡Venga, eso! ¡A ver esas mujeres del Ulster!
    Y así concursaron, haciendo sus hoyuelos más o menos profundos. Cuando se dieron cuenta de que faltaba Derbforgaille por medirse con las demás, fueron en su busca.
-No, de verdad: a mí estos juegos no…
-Nada, nada; aquí hay que retratarse todas. 
    Con que, muy a regañadientes, la forastera probó sus fuerzas. La orina brotó con tal ímpetu que fundiendo la nieve atravesó el montón de arriba abajo, alcanzando el suelo.
-¡Abusona! –exclamó una de las mujeres-  ¡Como los hombres se enteren ya no querrán a ninguna más que a esta! ¡Los ojos había que sacarle! 
-¿Y si la rapamos?
-Pero ¿yo qué he hecho?
-¿Que tú qué has hecho? ¿Qué te has creído: que vas a venir de donde vengas, con tu cara bonita, a llevarte lo nuestro? ¡Espera, verás! ¡Pajarraco!
-Verás qué maja te vamos a poner.

Enfurecidas. La muerte de Orfeo, por Gerhard Marcks.


    Cuando el marido volvió a casa con Cú Chulainn, la encontraron en las últimas: pelona, desnarigada y desorejada. Le habían sacado los ojos e incluso le habían rebanado tajadas de carne. Poco duró con vida: tuvo tiempo, sí, de entonar un canto de despedida, que presenta dificultades de comprensión. Y al ver su desgracia, Lugaid cayó muerto de la impresión o, según otras fuentes, se mató con su propia espada: desenlace este que evoca al suicidio del gemelo oseta desesperado por el injusto asesinato de su hermano.
    Cú Chulainn, fuera de sí, se encaminó a la casa de las mujeres, donde estaban todas juntas, y con todas sus fuerzas la derrocó sobre sus cabezas. Ciento cincuenta estaban y no salió viva ni una –dice el relato La muerte de Derbforgaill, aunque otra tradición asegura que algunas lograron huir perseguidas por el vengador, que las alcanzó y les dio muerte en un vado, llamado desde entonces Vado de la Matanza de las Mujeres (Áth mBanslechta) o Vado de la Tumba de las Mujeres (Áth Banlechta).  Esta es la historia de la muerte de Lugaid y Derbforgaille.
    Conviene ahora que volvamos adonde empezamos: a los osetas. Se nos quedó la infeliz Dzerassæ en su lago, viuda y sin cuñado. Pero estaba embarazada de su marido y tuvo dos gemelos. Estos fueron a buscar al único familiar que les quedaba, su abuelo paterno, y lo encontraron en penosas condiciones. Los de su tribu lo habían repudiado y lo tenían para guardar el ganado, dejado de la mano de Dios en una casa ruinosa lejos del pueblo. Los nietos lo asearon y vistieron con ropa decente, que parecía otro, y arreglaron la casa con su huerto. Luego hicieron un montón de estiércol y en lo alto de él un hoyuelo donde mandaron orinar al remozado viejo delante de ellos.
-¡Cuánta espumilla que hace!
-¡Estamos hecho un chaval!, ¿eh, abuelo?
-Sí, hijos. ¡Ya solo me falta que me busquéis novia!
-¡Anda el abuelo, y parecía tonto! 
-¡No se apure que ya se la tenemos buscada!
    Los nietos le presentaron a su madre. Los dos viudos se parecieron bien y se casaron y comieron perdices.
Campesino orinando, por Rembrandt
(Wikipedia)

    Dice Dumézil, comentando este cuento tradicional, que lo que los gemelos pretendían con su experimento urológico era comprobar si la orina del abuelo contenía esperma, señal para ellos de que era apto para el matrimonio.
    Ahora bien: Ingridsdóttir, en su estudio sobre La muerte de Derbforgaill, llama la atención sobre esta variante que se lee en la versión del manuscrito llamado Libro de Leinster: “la mujer que lo atraviese [el montón de nieve, con el chorro de su orina] será la mejor portadora de espuma”. Y explica que posiblemente, para las mujeres del Ulster, tal energía en la micción era indicio de una superior capacidad de acoger el esperma del varón, cualidad que hacía más deseable a la afortunada que la poseyese.
    ¿Serán fruto del azar tantas coincidencias, y tan precisas algunas, entre la historia de los gemelos recogida en el rincón más suroriental de Europa, e incluso más allá, en tierras asiáticas, y un relato épico del extremo occidente? Yo no digo ni que sí ni que no porque no soy quién (aunque no me lo creo), pero desde luego hay que admitir que no deja de ser curioso y llamativo.

 

jueves, 7 de julio de 2016

Travesuras y perrerías de Merlín, o Como en casa en ningún lado

Había prometido volver a Merlín, y como lo prometido es deuda sépase que, a decir del Libro del Graal, mientras los caballeros de la Mesa Redonda se preparaban a recibir el embate final de los sajones el sabio consejero se enredaba en la última y más peligrosa de sus aventuras, donde no solo no le valieron de nada sus diabluras y (como decía Cervantes) ciencia zoroástrica sino que con ellas mismas trenzó la soga que se puso a la garganta.
Es decir que estaba enamorado y era correspondido, y no de cualquier doncellica ingenua de las que están llenos los libros de caballerías, sino de la mismísima Niniana, Dama del Lago más poderosa que él como vino a saberse y que hablaba de tú a tú con la bella y cruel Diana cazadora, reina de los bosques y de la noche.
Edward Burne-Jones, Merlín y Nimue
Merlín, a pesar de la imagen que nos han legado ilustraciones y películas, era un hombre en la flor de la edad, nada mal parecido aunque un tanto atezado y peludo como correspondía a su naturaleza selvática.
Estos rasgos tampoco debían de preocuparle mucho, teniendo como tenía la virtud de cambiar de aspecto a su antojo gracias a la herencia diabólica de su padre el íncubo.
Diablo a medias y salvaje como era, los amores no habían sido capaces de sentarle del todo la cabeza ni de quitarle su inclinación a las burlas y a las faldas.
Como bromista salvaje se había dado el gusto de poner en danza a toda Roma favoreciendo a la prudente doncella Grisandola (que andaba ejerciendo de consejero áulico imperial en traje y opinión de hombre) y destapando de paso el escándalo sexual de la Emperatriz, que mantenía para su solaz una corte de efebos debidamente travestidos a los que hacía pasar por camareras de su servicio. 
Este episodio coincide con el de un roman en verso, el Roman de Silence, que permaneció desconocido durante siglos hasta su descubrimiento en 1927.
Para mayor impostura, la viciosa emperatriz les hacía pelarse rostro y cuerpo con una pasta depilatoria de la que el libro precisa los ingredientes: oropimente y cal, desleídos y hervidos en orina.
Dicho quede por si a algún curioso le interesa experimentar. Y también para refutar el tópico de que el detalle preciso, el toque realista, brillan por su ausencia en los relatos caballerescos. Los paladines y las damas de los libros de caballerías ¡claro que dormían, comían bebían y se aliñaban como cada hijo de vecino!
Por eso, cuando los señores levantiscos y felones tramaron raptar a Ginebra (recién casada con Arturo), sobornaron a una vieja dueña de su servidumbre para que la acompañase al jardín, desnuda -en camisa, suponemos- como para acostarse, a hacer una necesidad ("l'enmena el garding pour pissier", dice el Libro del Graal) antes de ir a la cama. E imagino que esta visita nocturna al jardín oscuro, primaveral o veraniego -porque es de creer que en la brumosa Logres dispondrían de un servicio para los meses de mal tiempo- sería un ritual cotidiano y ocasión de íntimas confidencias entre la joven reina y la experimentada dueña.
Parece que ya en aquellos remotos tiempos alentaba en el mundo artúrico un soplo celestinesco, un aire cervantino, del palacio de los Duques...
Albert Pinkham Ryder, Navegando bajo la luna.
El plan consistía en sustituir a la reina por otra doncella, tocaya suya y parecidísima (hija de Cleodalis el senescal), y huir con ella por el río. 
La escena se nos cuenta con viveza cinematográfica. Vamos a verlo.
En la oscuridad del jardín (imaginamos los perfumes de la primavera, el susurro del río) los traidores entregan a la Ginebra impostora a la dueña vendida. La verdadera quiere gritar; la vista de las espadas desnudas le corta la voz en seco. Y el susurro imperioso:
-Una palabra, un ruido, y eres muerta.
La van arrastrando  al río por un sendero oculto que se despeña entre zarzas; un barco está a la espera.
Prevenidos por Merlín, dos leales surgen de improviso a impedir el rapto. Los secuestradores se dividen: unos les hacen frente, otros se escabullen con la reina. Aprovechando la confusión, esta se deja caer al suelo, se retuerce entre las manos que la tienen presa, se suelta y huye corriendo jardín abajo hasta abrazarse con las fuerzas de la desesperación al tronco de un árbol. No son capaces de separarla de él los traidores a pesar de tirar de ella con tal fuerza que parecían irle a arrancar las manos, dejándolas aferradas al tronco.
Varios de los raptores han caído a manos de los defensores de Ginebra; los restantes huyen. Los leales desisten de la persecución. Rabiosos, se apoderan de la dueña y la arrojan por la hoz del río, rodando y rebotando de roca en roca sin parar hasta la misma orilla. Los cuerpos de los sicarios muertos van cayendo uno tras otro detrás.
La reina es acompañada a sus aposentos y acostada solemnemente. Su padre el rey Leodegante, a solas con ella, la destapa y le sube la camisa. Comprueba con alivio la mancha en forma de corona real que le adorna los reales riñones: se trata en efecto de su hija, la verdadera Ginebra. Carece la falsa de ese augusto antojo. Solo entonces Arturo es introducido en la estancia y los cónyuges consuman feliz y gozosamente el matrimonio.
Arturo, instrumento del destino, perdonará la vida a la falsa Ginebra, condenándola a perpetuo encierro en áspero y remoto monasterio. Poco sabía él los grandes males que se derivarían de su clemencia. Pero eso ya es harina de otro costal.
El que sí lo sabría sería sin duda Merlín, pero entre las muchas cosas que sabía el buen sabio, una de las principales era la futilidad de la resistencia humana al destino.
Merlín, pues, trae de cabeza al pueblo romano y a la corte con sus espantadas y disfraces de sabio, de salvaje, y de ciervo porque una de las características del caos (representado por el bosque) es la inestabilidad, lo variable, frente al aplomo y asentada firmeza del mundo ordenado, representado por la geometría nítida del claustro o de la portada de una iglesia.
Caza del ciervo. Manuscrito del siglo XV
Y contento de su aventura, regresa junto a Arturo. Son tiempos de regocijo. El rey, como es lo mandado, tiene al lado a su reina. Los sajones, derrotados, desamparan Bretaña. Los aliados regresan a sus países: los reyes hermanos Ban y Bohort, a Galia. Su amigo Merlín los acompaña. Al llegar a la región llamada de loa Pantanos, divisan un hermoso castillo.
-¿Qué castillo es ese? -preguntó Ban-. En tan espléndida morada no puede vivir más que una gran persona. ¡Cómo me gustaría pasar allí la noche y conocerla!
-No tienes más que tañer -contestó Merlín- el cuerno que pende de ese árbol. Este es el castillo de los pantanos de Agravadante el Negro y si avisamos nos darán hospitalidad.
Dicho y hecho. Reyes y mago fueron acogidos por Agravadante y servidos por tres graciosas, bellas y corteses mujeres: la hija y sobrinas del señor del castillo. Tres hadas probablemente en una primitiva versión de la leyenda, según apunta su comentarista, Anne Berthelot.
Tan hermosas eran que los huéspedes no les quitaban los ojos de encima, sobre todo a la hija de Agravadante, que era la más guapa. Ni ellas dejaban de fijarse en la apostura de los reyes y de Merlín, que por lo que pudiera suceder había adoptado el aspecto de un muchacho de quince años, luciendo los más selectos, lujosos y elegantes vestidos.
-¡Si no fuera por los amores de Niniana -se dijo Merlín-, esta doncella caía! Pero si no puedo yo, que no salga de nosotros tres esta gloria. ¡Vamos a hacerle un favor al cachondo de Ban ("Ban [...] qui molt estoit envoisiés et amourous")!
Y con blando acento y susurrantes palabras, tout suavet (dice el texto del libro), echó el mago un conjuro de pasión que enamoró instantáneamente a los dos jóvenes.
Tuvo Merlín, en forma de mancebito, la humorada de servir de paje y trinchante a los reyes; y mientras les presentaba las fuentes de rodillas y separaba con elegancia las tajadas, las sobrinas se lo comían a él con los ojos, pero no la hija de Agravadante, que los tenía prendados del rey Ban y en su confusión tan pronto lo miraba con descarada avidez como con azorada vergüenza. Porque, por obra del encantamiento, la obsesión de verse desnuda en la cama con él la desazonaba y le hacía la boca agua. Pues Ban, abrasado en amores de la dama de los Pantanos pero sabedor del respeto debido a su mujer (que era casado) y a su huésped, sudaba tinta; todo ello para risa y deleite del travieso mago.
Escena de banquete. Ilustración del siglo XIV
de las obras de Guillaume de Machaut.
El cual, a la hora de acostarse, echó un conjuro somnífero sobre todos los presentes menos los dos enamorados y presentándose en la alcoba de la joven, que rabiaba dando vueltas en la cama, la tomó de la mano.
-Levanta, bonita, ven con el que tanto deseas.
Tales fueron -las recoge el libro- las palabras de Merlín. 
La doncella salió de la cama desnuda en camisa, se puso un simple pellote (peliçon) y subyugada siguió al encantador.
Era el pellote una prenda interior de abrigo (de piel, como su nombre indica) que se llevaba bajo la saya o brial. Ir "en pellote" era no ir vestido: heredera de esa expresión es la nuestra actual "en pelota". Pero tampoco era ir desnudo y el pellote podía servir de vestido exterior para andar por casa: Lázaro Carreter cita el Libro de Buen Amor, donde Trotaconventos dice a doña Endrina que para recorrer una corta distancia por la calle "en pellote vos iredes como por vuestra morada". Así que el gesto de la apasionada sobrina sería equivalente al actual de vestir apresuradamente una bata.
Y así en tan informal atuendo cruza las estancias donde todos duermen aletargados, de la mano del mago que la entrega en brazos del insomne:
-¿Ves esta moza tan  buena y tan guapa? Pues de ella ha de salir un hijo así de bueno y de guapo, que dará que hablar por todo Logres. Así que ya lo sabes.
Y dice el libro que ella, sin empacho ninguno, se despojó de los dos vestidos que la cubrían y los amantes se miraron sonrientes y sin pudor, como si llevasen durmiendo juntos veinte años. 
Merlín volvió al alba para devolver a su alcoba a la mujer, que embelesada olvidó las ropas en el suelo; se llevaba a cambio un anillo, regalo del rey y recuerdo de aquel encuentro.

Cuando llegó para la regia comitiva la hora de la partida, la dama de los Pantanos se despidió de Ban con una mirada de amor y ruborizada bajó la frente. Ban comprendió entonces que se había desvanecido el hechizo pero no la memoria de lo ocurrido. Y debió de sentir una tristeza honda, porque era buen caballero y leal: no en vano fue su hijo el mejor de la tabla redonda, lanzarote del lago. 
-Dios me conserve la alegría de esta noche -le dijo la dama- pues nunca amores se departieron tan a deshora.
Y así fue concebido Héctor de los Pantanos, el esforzado caballero, más conocido en las novelas como Hector de Mares o de Maris (del francés marais, "pantano").
Sobre este episodio de amores imposibles y felicidad vislumbrada flota una bruma de magia céltica. El aletargar a todos los presentes en una noche de fiesta para favorecer la unión de dos amantes es algo que se repite con cierta frecuencia en los relatos medievales de Irlanda: lo encontramos en dos que guardan alguna relación temática con la leyenda de Tristán e Isolda, el de Cano mac Gartnáin (Scéla Cano meic Gartnáin) y el de Diarmad y Gráinne (Tóraíocht Dhiarmada agus Gráinne).
Iguales reminiscencias irlandesas nos trae la maravillosa descripción del arpista ciego que acude a ofrecer su arte a las bodas de Arturo y Ginebra, en el Libro del Graal. Leyéndola nos parece encontrarnos en el mundo de brillante colorido y exuberante sensualidad de las antiguas sagas de aquella tierra.
Sucede que para aguar el nupcial regocijo aparece un heraldo del rey Rion desafiando a Arturo si no consiente en entregarle su barba. Aquel Rion coleccionaba las barbas de los reyes a los que sometía para hacerse con ellas un abrigado manto; y lo peor era que las exigía con piel y todo, es decir que a los vencidos les desollaba la cara. Obvio es que esta humillante mutilación es una representación simbólica de la castración, mediante la cual el rey bárbaro se arroga la condición que tiene el padre tiránico en el mito fundacional de la cultura tal como Freud lo presenta en Totem y Tabú.
Por supuesto, Arturo recoge el guante de Rion y para sorpresa de todos el arpista exige en pago de su música de incomparable belleza que se le conceda el honor de llevar el estandarte en la batalla. 
Como el honor de ser alférez no es para ministriles ni mucho menos para ciegos, que  nunca se había un gonfalonero guiado por un perro lazarillo, no tardan en deducir los cortesanos de Arturo que el arpista era una vez más Merlín disfrazado.
Arpista y su perro. Vidriera de la catedral de Chester (1916)
(foto:Wolfgang Sauber, tomada de Wikimedia Commons)
Según Berthelot, los perros de Merlín no son unos animales como otros cualesquiera, sino que forman parte de una serie de canes sobrenaturales que aparecen por la mitología céltica y artúrica. A une se le ocurren el perro Husdenz, fiel compañero de Tristán (otro arpista) durante sus años de vida en el bosque. Y Bran, uno de los perros hermanos que acompañaban fielmente a Fionn mac Cumhail, pero que en la ocasión de la ira de este contra Diarmad, ayudó antes a los amantes que al viejo caudillo despechado que los perseguía. Bran y Sceolán eran primos de Fionn, hijos de su tía Tuirenn metamorfoseada en perra por un encantamiento.
Y cómo no pensar en en el perro terrible de Culann el herrero, al que nadie se atrevía hasta que lo venció el jovencísimo Cú Chulainn matándolo de un pelotazo. El perro de Culann formaba parte de una camada famosa. Uno de sus hermanos era Ailbe (Elvis en inglés), el perro de Mac Dathó, que vigilaba los confines del reino de Laiginn y por cuya posesión estalló entre los del Ulster y los de Connacht una descomunal trifulca en la sala de banquetes de Mac Dathó, rey de Laiginn o Leinster. El tercero era el perro de Celtchar. Este Celtchar fue un personaje muy relacionado con los perros. A su mujer, Brig Brethach, mujer traviesa, no se le ocurrió otra diablura que presentarse acompañada en casa de Blai Briugu.
En la antigua Irlanda había por los caminos albergues donde se acogía y obsequiaba magníficamente a los viajeros. Gentes de mucha riqueza mantenían a su costa tales establecimientos, lo que constituía para ellos un gran honor. Uno de aquellos era el anciano Blai Briugu, Blai el Hospitalario, en el Ulster o Ulad.
-Mujer -dijo Blai a Brig-, ¿cómo se te ha pasado esta idea por la cabeza? Si hubieras venido sola... pero ¿no sabes que yo estoy obligado por un mandato mágico a dormir con cualquier mujer que venga a mi albergue acompañada, salvo que lo esté por su propio marido?
-Claro que lo sé, pero nada de temo de ti, porque eres un pureta cargado de años que no podría atentar contra mi vergüenza ni aun abrasándose en deseos.
-Contra tu vergüenza, porque no la tienes ni quien te la ponga; pero aun  así conviene que duermas conmigo esta noche.
-Vamos, vamos -rió Brig, metiéndose en la alcoba del vejete- ¡Abuelo, tenga lástima de esta indefensa mujer y no me haga fuerza!...
Pero las nuevas de lo ocurrido llegaron a Celtchar y no le hicieron tanta gracia como a la bromista de su esposa.
-Ahora no tengo más remedio que matar a ese pobre hombre, ¡ya ves qué chiste!
Así lo hizo, y en consecuencia tuvo que expiar su crimen con tres servicios que le exigieron los del Ulster. El primero fue acabar con un enemigo invulnerable llamado Conganchnes. Para vencerlo, mandó a su hija que lo sedujese y se casase con él de manera que averiguase si tenía un punto flaco. El pobre marido se fue de la lengua y confesó que la única manera de matarlo era hincándole espetos a martillazos en las plantas de los pies.
La mujer lo traicionó, y así fue muerto y decapitado. Su cabeza se enterró bajo un túmulo de piedras.
Perros, escultura gótica.

El segundo trabajo fue matar al Ratón Pardo (Luch Donn), un perrillo que  había encontrado  abandonado en el hueco de un árbol y adoptado una viuda. El falderito había crecido hasta convertirse en una bestia gigantesca y feroz.
Un año justo después de la muerte del Ratón Pardo, unos pastores oyeron ruidos raros en el túmulo de la cabeza de Conganchnes y escarbando encontraron en su interior tres magníficos cachorros. Celtchar se quedó con uno, y como era negro como el azabache le pusieron Dóelchú, que significa Perro-Escarabajo. Los otros fueron Ailbe y el perro de Cualann.
Dóelchú no tardó en mostrarse tan avieso y salvaje como el Ratón Pardo, y con gran pesar Celtchar tuvo que sacrificarlo de un lanzazo. Una gota de su malísima sangre corrió por el asta de la lanza abajo, y al tocar a Celtchar lo dejó muerto en el sitio. La lanza quedó envenenada para siempre, su herida era mortal; y estaba continuamente tan sedienta, que había que tenerla siempre en remojo en un caldero de sangre: si no, se abalanzaba sobre quien fuera con movimiento propio y hería sola.
Cabría recordar aquí a todos los dragones lacustres medio caninos de los relatos irlandeses medievales, y al onchú, y a aquella otra criatura que tantos quebraderos dio a los caballeros de la Mesa Redonda y en particular a Palamedes y Hector de los Pantanos, hasta que fue muerta por Galaad: La Bestia Ladrador.
No es perro la Bestia Ladrador, que es monstruo con cuello de serpiente, cabeza y cola de dragón y cuerpo de leopardo, pero va ladrando como si en su interior viviesen jaurías de perros y con los perros tiene que ver su origen.
Así lo cuenta la Demanda del Santo Graal portuguesa:
Resultó que el rey Hipómenes de Logres tenía una hija tan bella como sabia, dada a la magia y a la nigromancia. Y al llegar a los veinte años se enamoró perdidamente de su hermano y se le declaró. 
-Calla y no vuelvas a decir eso, desgraciada -le contestó el hermano-, o me encargaré de de que te quemen viva.
La doncella se quedó pasmada de la respuesta al pronto, pero no tardó en sobreponerse y empezó a emplear todo su arsenal brujeril contra el mozo. Pero en vano.
Ya se había decidido a acabar con sus días cuando se le apareció un demonio en forma de un joven apuesto.
-Yo sé lo que te pasa y no debes tomártelo así porque todo tiene solución.
-¿Tú qué vas a saber?
-Yo sé que tú quieres a tu hermano y no él quiere saber nada de ti; y si tú haces lo que yo te diga, te lo meteré en la cama.
-Si puedes eso, no habrá nada en que no te obedezca.
-Pues no es difícil: que me des tu amor.
-¿No ves que solo quiero a mi hermano y me muero por él?  -Y yo por ti: conque si no pasas por esto que te pido ya te aseguro que nunca lo conseguirás.
-Si no hay más remedio...
La muchacha se le entregó, según el libro, muy a regañadientes, "pero ayudaba mucho que el demonio le parecía muy bien" (todo hay que decirlo).
De modo que yació con ella como había yacido -siempre según el libro- con la madre de Merlín. Y esa unión tuvo tal efecto que todo el amor que había tenido hasta entonces la hechicera a su hermano se trocó en odio mortal y empezó a cavilar cómo podría darle muerte.
-Yo te sugiero un arbitrio muy viejo pero de eficacia probada -dijo el diablo.
-A ver.
-Procura quedarte a solas con él y sacarlo de quicio hasta que te levante la mano. Entonces das voces y dices que te ha ultrajado. 
-No está mal pensado.
Así lo hizo la princesa y para matar dos pájaros de un tiro le achacó al hermano su estado, pues entre tanto había quedado preñada del guapo demonio.
Furioso, Hipómenes lo mandó matar y la rencorosa despechada exigió que lo echasen a los perros hambrientos.
Así murió el infeliz, pero antes clamó:
-Cuando paras se verá mi inocencia, porque ningún hombre puede engendrar una bestia tan desasemejante como la que llevas en las entrañas: el demonio, con el que te has revolcado, sí. y en memoria de estos canes que me van a despedazar, has de saber que ese monstruo dará los más horribles ladridos que pueden imaginarse y se llamará la Bestia Ladrador.
Cuando nació la bestia, todas las parteras murieron del susto; el engendro huyó pegando sus horribles ladridos y el rey, comprendiendo su error, dio a la princesa una muerte más horrible que la que había padecido su otro hijo.

Llaman la atención algunas coincidencias de la leyenda de estos dos príncipes con la de san Ronan (santo bretón de origen irlandés) y Keben, la mala mujer (Ver El defensor de los bosques). También este, calumniado por una hechicera, fue condenado a morir devorado por perros hambrientos; pero Ronan los venció con su carisma. Las acusaciones de Keben, sin embargo, eran menos tópicas que las de la hija de Hipómenes: licantropía y asesinato de una niña.
San Ronan y el lobo.
Vidriera de la catedral de Quimper.
(tomado de la Base Mérimée)
El caso es que san Ronan es otro de esos personajes habitantes del bosque que pueden identificarse y con sus criaturas y hasta transformarse en ellas. Santo pelirrojo, por cierto, como indica su nombre, que viene queriendo decir "Bermejillo" (rua, la actual palabra irlandesa, es de la misma raíz, y Rónán es un diminutivo: los bretones dicen ruz, rhudd los galeses, en suma, es la misma palabra que el inglés red y el español rojo, rubio, eritreo).
Pero volviendo a Merlín, si fue rechazado como adalid en su figura de arpista ciego con sus lebreles, la corte recapacitó y en su siguiente aparición como niño salvaje, lleno de tiña y armado de cachiporra se lo aceptó. Y llevando él el estandarte fueron derrotados los gigantes.
Despidiose de Arturo y los suyos y en un vuelo, atravesando montes, bosques y mares se presentó en Tierra Santa, donde resolvió unos asuntos privados del rey sarraceno de allá, Flualis, antes de regresar al reino de Benoic. Aquel Flualis, andando el tiempo, se haría cristiano y moriría en España peregrinando el Camino de Santiago.
Otras aventuras esperaban a Arturo y Merlín. Una, la batalla contra el gigante del monte san Miguel, en los confines de Galia y Bretaña, donde luego se construiría la celebre abadía. Allí encontraron una dueña llorando junto a una tumba.
-¿A quién lloras o quién está sepultado ahí?
-Una doncella niña, Elena, sobrina de Hoel de Nantes, y yo fui su aya. Hace tiempo la raptó de su casa un gigante muy descomunal y horroroso para hacer de ella su concubina y a mí para que la sirviese. Solo que la pobrecita no le duró, que a la primera se le murió, no porque la destrozase como podía creerse de sus proporciones y ferocidad, sino porque la impresión y el susto bastaron a que se le saliese el alma huyendo. Entonces, en vista de que a falta de pan buenas son tortas, echó mano de mí, que como ya tengo mis años el cuerpo mío resiste (a duras penas) sus embates y así sacia en mí su lujuria, que es grande y feroz. Cada vez paso un martirio con lo feo, gigantesco y bestial que es el gigante y de esta manera voy arrastrando la vida.
Arturo tomó a su cargo la defensa de aquella pobre mujer y retó a su raptor. El combate fue largo y el jayán parecía ir a dar cuenta del rey cuando este, a la desesperada, recurrió a un ardid eficaz, si bien nada caballeresco: dejar al adversario fuera de combate con un certero rodillazo en en la entrepierna. La tierra retumbó al caer el bárbaro hecho un ovillo y Arturo aprovechó para cortarle la cabeza.
El islote de Tombelaine, donde se cree enterrada a Elena de
Nantes, y el monte San Miguel.

Puesto a limpiar el mundo de monstruos, su siguiente objetivo, dictado por Merlín, fue un animal pavoroso, ya no perro sino gato, enorme y diabólico: el de Lausana. Otro más de la serie de monstruos lacustres que han ido apareciendo por estos Retazos.
Se contaba, pues, que un pescador salió en su barca el día de la Ascensión, ación ya pecaminosa, prometiendo entregar a Dios lo primero que cogiese. Cogió un pescado tan hermoso que se dijo: "Este para mí; ya se contentará Dios con el segundo". El segundo fue más grande y mejor que el primero y el pescador decidió guardárselo del mismo modo y ofrendar el siguiente. Lo que a continuación cayó en las redes fue un gatito negro, tan mono que el pescador optó por quedárselo. Pero aquella criatura no tardó en convertirse en un monstruo gigantesco que se enmontó y empezó a devastar la comarca devorando rebaños y personas.
¿No parece acaso esta criatura una versión felina del Luch Donn, el perrito faldero de la viuda irlandesa que mencionábamos antes?
Arturo, guiado por Merlín, ascendió a la caverna donde vivía el gato, en la montaña. El monstruo acudió a los silbidos del encantador y se abalanzó sobre el rey. Arturo lo pasó mal para vencerlo, pero cuando la bestia se quedó clavada de uñas en su escudo y armadura, pudo cortarle las patas y acabar con su vida.
Esta última victoria fue el final de las hazañas de Merlín, conocedor de su hado ineluctable: "lo que tenga que pasar pasará (tout avenra ce qu'il doit avenir)". El monstruo que lo esperaba a continuación era más grato y peor de vencer: Niniana y sus amores.
En textos posteriores se ve a Merlín desesperado de su prisión, rabiando y pataleando y estremeciendo al mundo con su famoso baladro anual. El Libro del Graal nos lo pinta feliz y enamorado, colmado de ventura y, en el sentido más habitual, encantado de su destino: su amor es su más verdadera prisión. Y en cuanto a Niniana, ninguna malicia en ella, más allá de una malicia retentiva y femenina que solo figuradamente merece el nombre de magia o hechizo. Eso sí, dice el libro que Niniana salía poco, pero que Merlín no salía nunca. ¡Como en casa en ningún lado! Y la casa de los Merlín era palacio de encantamiento: Niniana había trazado con su toca o impla un círculo
alrededor del majuelo a cuya sombra dormían, Merlín con la cabeza apoyada en su regazo, y el encantador se veía en la más bella torre del mundo y acostado en la mejor cama. 
-Me has engañado, traidora -dijo Merlín,- si te vas y me dejas. Porque esta torre solo puedes hacerla y deshacerla tú.
Pero Niniana no lo engañó, porque no se fue.
Es cierto que, al revés de algunos de los antiguos mitos cuyos vestigios contiene, El libro del Graal es misógino. Y el fin de las andanzas de Merlín aparece acompañado de otras asechanzas femeniles de sentido semejante: las que convirtieron, temporalmente, en enanos al mismísimo don Galván y al príncipe de Estrangorra (poder de estirar y encoger de obvio simbolismo fálico, como el de las pócimas encontradas por Alicia en el País de las Maravillas). El príncipe en cuestión, llamado Evadeam en otras versiones del cuento, fue convertido en un enano cargado de años por una hechicera despechada cuyos amores había rechazado. El verdadero amor que él y su amiga se mantuvieron fue causa de su curación.
Pero el cuento no deja de recordar el episodio de la vejez prematura de Fionn mac Cumhail, engatusado y encantado por un hada maléfica y lacustre en Sliabh gCuillin.
Sliabh gCuillin, donde fue embrujado Fionn mac Cumhaill
Galván (el mujeriego Galván) es víctima de su propia descortesía con las mujeres. Su transformación le ocurre en castigo por esa falta, y mientras no se manifestó como protector de doncellas indefensas, no recobró su original apostura. Para lo cual, su encantadora tuvo que fingir y escenificar su propia violación, llegando a encantar a sus falsos agresores para que resultasen invulnerables frente al enano caballero...
En fin, ¡ojo con la mujer! como dice en otra parte del ciclo novelesco del Graal: "yo no sé si sería doncella o diablo, pero de mujer tenía la apariencia (je ne sai se ce fu damoisele ou diables, mais de feme avoit ele semblance".

viernes, 6 de mayo de 2016

Danzad, danzad, malditos

Cuando el rey Arturo estaba recién casado y su reino querían arrebatárselo sajones y gigantes y se lo disputaban caudillos y régulos levantiscos, envió a sus caballeros por Britania adelante para recabar de todos los señores una tregua y alianza contra la invasión. 
En esa misión iba el rey Bohort de Gaunes con su hermano Guinebaut, que vendrá siendo en castellano Winibaldo, cuando, al adentrarse en lo más profundo de un bosque, les ocurrió una aventura del todo maravillosa, y fue que se encontraron de pronto en un gran prado donde estaban danzando muchas damas, doncellas y caballeros. A un lado, en sendos sillones, contemplaban el sarao un caballero cincuentón y una joven que se levantó a saludarlos retirando la impla que le velaba el hermoso rostro. Bohort y los suyos se sentaron cerca de ellos sobre la hierba; pero Guinebaut en vez de mirar el baile no tenía ojos más que para la dama, porque era tal su belleza que se le había entrado por los ojos robándole el corazón.


"Lors veissiez karole aler
et gens moult noblement baller"
Carole, miniatura del Maestro del Roman de la rose, siglo XIV.
-¡Qué bien se está aquí! -dijo la mujer- ¡Ojalá pudiese esta felicidad durar toda la vida!
-Y puede -replicó Guinebaut-. Si tú haces lo que yo te diga, yo conseguiré que esta ventura la goces para siempre.
Porque Guinebaut era hombre experto en la magia.
-Pues ¿qué tengo que hacer?
-Darme tu amor. Y yo haré que estas danzas nunca cesen, y que al contrario, todo el que pase por aquí, ya sea hombre o mujer, se quede preso para siempre en este prado bailando sin parar, no siendo por la noche para cenar y dormir. Y permanecerá este encantamiento mientras no lo deshaga el caballero que nunca haya cometido la menor deslealtad en amores. Pero dime una cosa: ¿eres o has sido casada?
-No: soy tan doncella como cuando me parió mi madre; soy de un reino que se llama la Tierra Extraña Sostenida y me parecen de maravilla tus condiciones.
Cerraron, pues, el trato y desde entonces aquel bosque se llamó el Bosque sin Retorno porque todo el que entraba se quedaba en él, condenado a su baile perpetuo, hasta que vino el buen caballero Lanzarote y dio fin al encanto. 
Así cuenta esta aventura el libro de Los primeros hechos del rey Arturo.
Al leerlo, me vino de pronto a la cabeza una novela escrita muchos siglos después. Se trata de Flavio, de Rosalía Castro (1867). Al principio del cuento, Flavio, que se ha criado en soledad y retiro en el pazo de sus padres, a la muerte de estos sale libre al desconocido mundo y al cruzar un bosque tropieza en un calvero con una fiesta empapada de música y luz espectral, poblada de sílfides, ondinas y toda una abigarrada y feérica multitud como salida de El sueño de una noche de verano. Estos seres de misteriosa belleza tan pronto le parecen angelicales como traidoramente perversos y el contacto con ellos y su ambiente irreal le provoca más terror que otro afecto.
A pesar de la inocencia de Flavio, lo que ve no le resulta del todo extraño: lo interpreta a la luz de las leyendas que le llegan a través de la tradición oral y de la épica caballeresca de Tasso.
Coincidencia o no, que es lo que menos me importa, hay en estos dos episodios semejanzas significativas que los unen y que se imponen a la imaginación, resonando hondo y conmoviendo la sensibilidad del que lee u oye: el personaje que, vagando más o menos a la aventura, se interna en el espacio incontrolable del bosque donde se encuentra con un espanto -un espanto primordial, el miedo a la mujer- en un ambiente de fiesta donde el baile es placer y prisión, encanto y condena.
No hay que olvidar que la danza es una de las puertas a lo sagrado más transitadas.
Y en uno y otro relato llama la atención la mezcla de realidad y fantasía: esos danzantes artúricos que tienen que parar cada noche para reponer fuerzas comiendo y descansando, o esa música celestial que, en la novela de Rosalía Castro, proviene de un coro de niñas de aspecto famélico y de una orquesta de músicos de pueblo con carrillos hinchados de soplar. Detalles que, lejos de aminorar lo maravilloso, lo hacen más creíble atrayéndolo a nuestro mundo y desdibujando su límite con la realidad.
Claro que, para la mentalidad del siglo XIX, el baile nocturno en el bosque no puede dejar de evocar al pueblo mitológico de las willis, enormemente popularizado por el ballet de Adam, con libreto de Téophile Gautier, estrenado en el año 1841 (ver El otro almohadón).
Las willis en una litografía de Auguste Gendron.
Ya antes había hablado Heinrich Heine de las willis en su libro Los espíritus elementales, publicado en francés en 1835 y dos años más tarde en alemán. Heine refiere a Austria la tradición, aunque admite su origen eslavo. "Las willis -dice Heine; cito la traducción anónima publicada por Revista de Occidente en 1932- son las novias que han muerto antes de la boda. Las pobres criaturas no pueden descansar tranquilas en el sepulcro: en sus corazones muertos, en sus pies muertos, alienta aún aquel afán de baile que no pudieron satisfacer en vida; y a media noche salen de sus tumbas, se reúnen en bandadas sobre las calzadas"... y al primer joven que se cruce con ellas lo obligan a bailar hasta matarlo de extenuación... "Las willis bailan al resplandor de la luna, como los silfos. Su cara, aunque blanca como la nieve, es juvenilmente bella. Ríen con alegría que estremece, son de una amabilidad desenfrenada, hacen señas misteriosamente voluptuosas y prometedoras. Estas bacantes muertas son irresistibles".
Sabida es la influencia grande de Heine en Rosalía Castro; también estaba entre sus lecturas el novelista francés, hoy muy olvidado, Alphonse Karr, que se ocupó a su vez de las willis en un cuento muy breve aparecido en 1856 en una colección de Contes et nouvelles (puede leerse en francés aquí). Otra vez el solitario que se adentra en el bosque, que se ve sorprendido por una mágica, tenue música irreal, susurro de alas y de pasos levísimos sobre la hierba y contempla a la luz de la luna la danza fantástica de esas criaturas femeninas tan bellas y virginales como espectrales y malignas...
Las willis en una ilustración
decimonónica para la ópera de Puccini.
¿Leyó Rosalía Castro el cuento de Karr? Lo creo más que posible.
El que lo leyó con seguridad fue el poeta socialista y bohemio Ferdinando Fontana, milanés, que sacó de él el asunto de un libreto al que puso música Puccini: el de Le villi, del 1884, primera ópera de este compositor.
Las willis tienen su parecido con las sílfides: los espíritus aéreos, afirma Heine, aman la danza.
Pero estas bailarinas fantasmales y bellísimas, aterradoras, es fácil tropezárselas en la literatura, igual que en una montiña caballeresca o en un teatral bosque germánico del Romanticismo.
Tanto, que uno piensa si las musas con las que bailaba y se esparcía Du Bellay en Roma a la luz de la luna, pero que se marcharon dejándolo burlado, esclavo de la Fortuna, desnudo de ilusiones y cargado de achaques no serían más bien unas traviesas hadas travestidas en disfraz humanístico:
"Où sont ces doux plaisirs qu’au soir sous la nuit brune
Les Muses me donnaient, alors qu’en liberté
Dessus le vert tapis d’un rivage écarté
Je les menais danser aux rayons de la Lune ?"


"¿Dónde están esos dulces placeres que, al caer el sol, en la noche negra,

Me daban las Musas, cuando en libertad
sobre la verde alfombra de una orilla apartada
las llevaba a bailar a la luz de la luna"?
Yo me he topado ahora con una, hojeando un librito de poemas de Liam S. Gógan.
Liam S. Gógan fue lexicógrafo, estudioso de las antigüedades irlandesas. Fue también activista, represaliado por su lucha a favor de la independencia de su país. Como poeta, aunque conocedor de la moderna literatura europea, que tradujo frecuentemente, manejó la lengua con minucioso cariño y esmero, procurando preservar el tesoro del léxico y engastarlo en formas clásicas, en la tradición de los antiguos bardos.
Esto le granjeó el ser tildado de apolillado y pedante.
En su segundo libro, Dánta agus Duanóga (Poemas e himnos), de 1929, encontramos el que narra su encuentro nocturno con el hada danzarina: "An rinnceoir sídhe", "El hada danzarina", o "La bailarina del síd"

Síd es el nombre que dan, por sinécdoque, los irlandeses al mundo de los antiguos dioses, los Tuatha dé Danann: con propiedad, se refiere solo a los túmulos megalíticos que le sirven de acceso.

Imposible para mí dar idea en castellano de la rica y sabia combinación de acentos y aliteraciones que confiere al poema su música especial. Pero vaya esta traducción apresurada para hacerse una idea de lo que dice (y, hasta cierto punto, de su ritmo):


EL HADA BAILARINA
Ayer noche, viniendo hacia el sur,
vi acercárseme al hada traviesa
que danzaba contenta y alegre
a la luz azul de la luna.
¡Qué veloz se movía,
ágil, leve, alocada
con sus pasos extraños, insólitos,
a la luz azul de la luna!

No oí más melodía ni música
que un secreto revuelo de viento
al doblar las ramas el serbal desnudo
y susurrar los sauces
y latir mi corazón,
y batir sus pies la grama,
ardiente bailando y altiva
a la luz azul de la luna.
El hada bailarina, cubierta de Dánta agus Duanóga
de Liam S. Gógan (1929).

Vi la beldad clara de sus miembros gráciles,
su cuerpo gentil, de cándida espuma,
sus piernas de nieve, prodigio de gracia,
llama loca, de brizna
de hierba ardiendo en brizna,
torbellino de gozo y delirio
danzando sin prisa ni miedo
a la luz azul de la luna.

Duró la visión irreal,
Perversa, feérica, mentirosa mil veces, callada,
Hasta helar la más mínima gota
De mi sangre en su curso,
Y bajó un gran nublado
Tras de mí, de lo alto,
Y dejándome fuese la mujer del delirio
A la luz azul de la luna.
El hechizo de la danza lo encontramos también en un cuento muy repetido en las colecciones de ejemplos de la Edad Media: el de los danzantes malditos, que perdura hoy en el folclore en forma de canciones. Michela Scattolini lo ha estudiado en un erudito artículo que voy a seguir.
Las primeras menciones de este suceso aparecen en Alemania y lo localizan con bastante precisión en Sajonia, en la localidad de Kölbigk entre los años 1012 y 1025. Se trata de un grupo de juerguistas que está bailando en un lugar sagrado, iglesia o camposanto, durante alguna festividad importante, generalmente de invierno. Con sus bailes interrumpen la liturgia, o acaso se mofan de ella o del viático que ven pasar. En castigo, se ven condenados a bailar sin descanso hasta que algunos mueren o sufren mutilaciones y amputaciones en sus miembros y otros, arrepentidos, se dedican a hacer vida de penitencia.
Una de las versiones recoge incluso, en latín, la letra de la canción que cantaban:
"Equitabat Bovo per silvam frondosam,
Ducebat sibi Mersuindem formosam,
Quid stamus? Cur non imus?
"Cabalgaba Bovón por el bosque frondoso,
llevaba consigo a la hermosa Mersuinda.
¿Qué hacemos parados? ¿Por qué no vamos?",
Pareja a caballo. Marfil del siglo XIV.
que es un temprano ejemplo de poesía lírica, tal vez el estribillo de una de aquellas baladas que se danzaban en círculo y de las que, dicen, conservan el vestigio las baladas feroesas...
La leyenda fue recogida por William de Malmesbury en su crónica, que fue un libro muy leído por toda Europa, y eso le dio gran difusión.
Este suceso se ha relacionado con las epidemias medievales de corea. Pero aunque corresponda a hechos reales, que puede ser, su repercusión me parece deberse a que conecta con unas fantasías muy hondamente arraigadas en la tradición.
La danza, aparte de la lubricidad que le era inherente, era relacionada, una y otra vez, con el paganismo y lo diabólico. El Purgatorio de san Patricio reserva a los bailarines horribles tormentos. Las danzas en corro, caroles en francés, que es lo que se bailaba en el prado de Guinebaut, sufrieron repetidamente la censura de la Iglesia.
Baile y paganismo. Bock el Viejo, Danza en torno a la estatua de Venus
Es cierto que se condenaba lo que tuviera el más mínimo tufillo de paganismo. Juan de Pineda refiere el que el concilio Altisiodorense (o sea de Auxerre) prohibió "los aguinaldos diabólicos en e día de año nuevo", aunque excluyendo de la prohibición a los que se daban por limosna caritativa o por "amicabilidad y gracia".
Acaso el más famoso ejemplo del baile como maldición y castigo se encuentre en el cuento de Los zapatitos rojos de Andersen. En una entrada anterior (ver El nórdico Pegaojos y el español Fernandillo) remitía a las modernas traducciones excelentes -Ortiz Ostalé, Bernárdez- de los cuentos de Andersen. Y ahora hago lo mismo.
En el cuento, el baile es solo castigo: no transgresión; esta consiste en los zapatos rojos que le dan título.
Karen es una niña pobre que no tiene zapatos; una zapatera se apiada de ella y con retales de tela le confecciona unos zapatos colorados. La pequeña, tan feliz, no vuelve a separarse de ellos.
El calzado, de por sí, despierta en la imaginación evocaciones de pecado. Se viene al recuerdo el cuento de Emilia Pardo Bazán "Medias rojas", donde la simple visión de esa mancha de color vivo, las pantorrillas de la muchacha en la negrura de la pobre vivienda campesina -las piernas enfundadas en sus medias encarnadas- despierta en su padre la ira ciega que lo lleva a deslomarla, desfigurarla y dejarla tuerta en un arrebato. 
Winslow Homer, Muchacha con medias rojas.
O la novela corta de la misma autora, Finafrol, donde el inocente regalo de unos zapatos y medias a una muchacha pobre desencadena un terrible conflicto de pasiones con trágico desenlace.
Karen, pues, queda huérfana y acude al entierro de su madre con los zapatitos rojos (los únicos que tiene) a pesar de la irreverencia que eso constituye y de la que la niña ni se da cuenta. Allí la ve y adopta una señora anciana, acomodada, que le compra, para sustituir a los suyos, otros excelentes zapatos pero ¡ay! rojos de nuevo. Medio ciega por los años, la anciana no se da cuenta de su color y permite a la niña que acuda a la iglesia e incluso a su confirmación con ellos.
En esa ocasión se encuentra con un mendigo, cojo y de barba medio roja medio blanca, que le echa en cara su calzado y se lo toca con la punta de la muleta.
Karen y el mendigo. Ilustración de Yan D'Argent
Es interesante el detalle este del color de la barba. El pelirrojo ya es un color aciago, pero la mezcla del pelirrojo con otro es señal de que estamos ante un personaje maléfico. Así lo indica Anne Berthelot en la edición del Libro del Graal de La Pléiade, refiriéndose al malvado rey Claudas (p. 1726).
Parece que el toque del mendigo encanta los zapatos de Karen.
Es invitada, por fin, la jovencita a un baile; su protectora está enferma pero no de tanta gravedad que ello impida a Karen calzarse sus zapatos rojos y acudir a la fiesta.
Por el camino, los zapatos parecen cobrar vida propia y arrastran a la pecadora en frenética danza por las calles del pueblo. Bailando vuelve a la iglesia y al cementerio, de donde un ángel la expulsa por pecadora. Por último, recurre al verdugo, que le corta los pies con el hacha. El verdugo ya estaba sobre aviso porque el hacha cantaba cuando se le avecinaba faena: un detalle este que aparece con cierta frecuencia en las sagas medievales nórdicas (ver La malvada tocaya).
Esta utilización es eco de las que relatan las distintas versiones del cuento de los danzantes malditos, y parece remitir a la constelación imaginaria de la castración.
En el caso de Karen, sin embargo, el sacrificio es inútil porque los pies bailan solos y se interponen en su camino cada vez que intenta acercarse a terreno sagrado.
Solo una vida de recogimiento y penitencia logrará conseguirle el perdón y que un ángel descienda a conducirla al paraíso.
La maldición de los zapatos del cuento de Andersen se ha abierto paso en el mundo del cine. En 1948 Los zapatos rojos, película inglesa de gran éxito, presentaba la trágica historia de una bailarina que danza un ballet inspirado en el cuento y que acaba arrojándose al vacío con los zapatos puestos.
(Foto de Ballerinailina, tomada de Wikimedia Commons)
La película surcoreana del mismo título, del año 2005, escrita y dirigida por Kim Yong-Gyun, tiene una relación más indirecta con el cuento infantil, de que pretende recoger el aspecto aterrador.
He aquí lo esencial de la trama: durante el dominio japonés en Corea, un drama de celos termina con el asesinato de una bailarina a manos de su rival, en una compañía de ballet.
Los zapatos de la víctima -de color rosa, a pesar del título de la película- son hurtados por la asesina y quedan malditos; inspiran un deseo morboso de poseerlos en la mujer que los ve; a la que los encuentra y se los pone nada le ocurre pero la desdichada que cae en la tentación y los roba no tarda en morir de un modo horrible y con los pies amputados. Pasados los años, en la actualidad, una mujer que cae bajo el hechizo de los zapatos, acaba comprendiendo con horror que es la reencarnación de la protagonista de aquellos pavorosos sucesos y que atrae la desgracia y la muerte sobre sus seres queridos.
Con Andersen, la maldición deja de estar únicamente consecuencia del pecado para pasar a residir en un objeto que se carga de una fuerza mágica maléfica: el motivo del baile de los réprobos se confunde con el de las zapatillas que traen la desgracia y cuyo dueño no ve la manera de quitarse de encima: cuento de las babuchas de Abu Kasim recogido en Las mil y una noches (noche 794 en la traducción del doctor Mardrus).
En la citada entrada de El otro almohadón nos referíamos, a propósito de un poema de Antonio Rey Soto, a otras narraciones románticas donde el baile tiene ese carácter de maldición: el cuento La cafetera, del mismo Théophile Gautier, el poema Fantasmas, de Victor Hugo y la novelita Adoración de Carolina Coronado y Benito Vicetto. En el poema de Rey Soto se menciona incluso, pincelada digna de una alegoría barroca de la vanidad, el zapatito de baile que asoma bajo la mortaja de la joven difunta.
Pero ya esta entrada, que iba a versar sobre las correrías de Merlín, se alarga mucho y de la Gaula o Gaunas medieval nos ha traído a la Europa del Romanticismo pasando por la fantasía oriental.
Será mejor cortar aquí para volver dentro de poco a coger el hilo artúrico.