viernes, 6 de mayo de 2016

Danzad, danzad, malditos

Cuando el rey Arturo estaba recién casado y su reino querían arrebatárselo sajones y gigantes y se lo disputaban caudillos y régulos levantiscos, envió a sus caballeros por Britania adelante para recabar de todos los señores una tregua y alianza contra la invasión. 
En esa misión iba el rey Bohort de Gaunes con su hermano Guinebaut, que vendrá siendo en castellano Winibaldo, cuando, al adentrarse en lo más profundo de un bosque, les ocurrió una aventura del todo maravillosa, y fue que se encontraron de pronto en un gran prado donde estaban danzando muchas damas, doncellas y caballeros. A un lado, en sendos sillones, contemplaban el sarao un caballero cincuentón y una joven que se levantó a saludarlos retirando la impla que le velaba el hermoso rostro. Bohort y los suyos se sentaron cerca de ellos sobre la hierba; pero Guinebaut en vez de mirar el baile no tenía ojos más que para la dama, porque era tal su belleza que se le había entrado por los ojos robándole el corazón.


"Lors veissiez karole aler
et gens moult noblement baller"
Carole, miniatura del Maestro del Roman de la rose, siglo XIV.
-¡Qué bien se está aquí! -dijo la mujer- ¡Ojalá pudiese esta felicidad durar toda la vida!
-Y puede -replicó Guinebaut-. Si tú haces lo que yo te diga, yo conseguiré que esta ventura la goces para siempre.
Porque Guinebaut era hombre experto en la magia.
-Pues ¿qué tengo que hacer?
-Darme tu amor. Y yo haré que estas danzas nunca cesen, y que al contrario, todo el que pase por aquí, ya sea hombre o mujer, se quede preso para siempre en este prado bailando sin parar, no siendo por la noche para cenar y dormir. Y permanecerá este encantamiento mientras no lo deshaga el caballero que nunca haya cometido la menor deslealtad en amores. Pero dime una cosa: ¿eres o has sido casada?
-No: soy tan doncella como cuando me parió mi madre; soy de un reino que se llama la Tierra Extraña Sostenida y me parecen de maravilla tus condiciones.
Cerraron, pues, el trato y desde entonces aquel bosque se llamó el Bosque sin Retorno porque todo el que entraba se quedaba en él, condenado a su baile perpetuo, hasta que vino el buen caballero Lanzarote y dio fin al encanto. 
Así cuenta esta aventura el libro de Los primeros hechos del rey Arturo.
Al leerlo, me vino de pronto a la cabeza una novela escrita muchos siglos después. Se trata de Flavio, de Rosalía Castro (1867). Al principio del cuento, Flavio, que se ha criado en soledad y retiro en el pazo de sus padres, a la muerte de estos sale libre al desconocido mundo y al cruzar un bosque tropieza en un calvero con una fiesta empapada de música y luz espectral, poblada de sílfides, ondinas y toda una abigarrada y feérica multitud como salida de El sueño de una noche de verano. Estos seres de misteriosa belleza tan pronto le parecen angelicales como traidoramente perversos y el contacto con ellos y su ambiente irreal le provoca más terror que otro afecto.
A pesar de la inocencia de Flavio, lo que ve no le resulta del todo extraño: lo interpreta a la luz de las leyendas que le llegan a través de la tradición oral y de la épica caballeresca de Tasso.
Coincidencia o no, que es lo que menos me importa, hay en estos dos episodios semejanzas significativas que los unen y que se imponen a la imaginación, resonando hondo y conmoviendo la sensibilidad del que lee u oye: el personaje que, vagando más o menos a la aventura, se interna en el espacio incontrolable del bosque donde se encuentra con un espanto -un espanto primordial, el miedo a la mujer- en un ambiente de fiesta donde el baile es placer y prisión, encanto y condena.
No hay que olvidar que la danza es una de las puertas a lo sagrado más transitadas.
Y en uno y otro relato llama la atención la mezcla de realidad y fantasía: esos danzantes artúricos que tienen que parar cada noche para reponer fuerzas comiendo y descansando, o esa música celestial que, en la novela de Rosalía Castro, proviene de un coro de niñas de aspecto famélico y de una orquesta de músicos de pueblo con carrillos hinchados de soplar. Detalles que, lejos de aminorar lo maravilloso, lo hacen más creíble atrayéndolo a nuestro mundo y desdibujando su límite con la realidad.
Claro que, para la mentalidad del siglo XIX, el baile nocturno en el bosque no puede dejar de evocar al pueblo mitológico de las willis, enormemente popularizado por el ballet de Adam, con libreto de Téophile Gautier, estrenado en el año 1841 (ver El otro almohadón).
Las willis en una litografía de Auguste Gendron.
Ya antes había hablado Heinrich Heine de las willis en su libro Los espíritus elementales, publicado en francés en 1835 y dos años más tarde en alemán. Heine refiere a Austria la tradición, aunque admite su origen eslavo. "Las willis -dice Heine; cito la traducción anónima publicada por Revista de Occidente en 1932- son las novias que han muerto antes de la boda. Las pobres criaturas no pueden descansar tranquilas en el sepulcro: en sus corazones muertos, en sus pies muertos, alienta aún aquel afán de baile que no pudieron satisfacer en vida; y a media noche salen de sus tumbas, se reúnen en bandadas sobre las calzadas"... y al primer joven que se cruce con ellas lo obligan a bailar hasta matarlo de extenuación... "Las willis bailan al resplandor de la luna, como los silfos. Su cara, aunque blanca como la nieve, es juvenilmente bella. Ríen con alegría que estremece, son de una amabilidad desenfrenada, hacen señas misteriosamente voluptuosas y prometedoras. Estas bacantes muertas son irresistibles".
Sabida es la influencia grande de Heine en Rosalía Castro; también estaba entre sus lecturas el novelista francés, hoy muy olvidado, Alphonse Karr, que se ocupó a su vez de las willis en un cuento muy breve aparecido en 1856 en una colección de Contes et nouvelles (puede leerse en francés aquí). Otra vez el solitario que se adentra en el bosque, que se ve sorprendido por una mágica, tenue música irreal, susurro de alas y de pasos levísimos sobre la hierba y contempla a la luz de la luna la danza fantástica de esas criaturas femeninas tan bellas y virginales como espectrales y malignas...
Las willis en una ilustración
decimonónica para la ópera de Puccini.
¿Leyó Rosalía Castro el cuento de Karr? Lo creo más que posible.
El que lo leyó con seguridad fue el poeta socialista y bohemio Ferdinando Fontana, milanés, que sacó de él el asunto de un libreto al que puso música Puccini: el de Le villi, del 1884, primera ópera de este compositor.
Las willis tienen su parecido con las sílfides: los espíritus aéreos, afirma Heine, aman la danza.
Pero estas bailarinas fantasmales y bellísimas, aterradoras, es fácil tropezárselas en la literatura, igual que en una montiña caballeresca o en un teatral bosque germánico del Romanticismo.
Tanto, que uno piensa si las musas con las que bailaba y se esparcía Du Bellay en Roma a la luz de la luna, pero que se marcharon dejándolo burlado, esclavo de la Fortuna, desnudo de ilusiones y cargado de achaques no serían más bien unas traviesas hadas travestidas en disfraz humanístico:
"Où sont ces doux plaisirs qu’au soir sous la nuit brune
Les Muses me donnaient, alors qu’en liberté
Dessus le vert tapis d’un rivage écarté
Je les menais danser aux rayons de la Lune ?"


"¿Dónde están esos dulces placeres que, al caer el sol, en la noche negra,

Me daban las Musas, cuando en libertad
sobre la verde alfombra de una orilla apartada
las llevaba a bailar a la luz de la luna"?
Yo me he topado ahora con una, hojeando un librito de poemas de Liam S. Gógan.
Liam S. Gógan fue lexicógrafo, estudioso de las antigüedades irlandesas. Fue también activista, represaliado por su lucha a favor de la independencia de su país. Como poeta, aunque conocedor de la moderna literatura europea, que tradujo frecuentemente, manejó la lengua con minucioso cariño y esmero, procurando preservar el tesoro del léxico y engastarlo en formas clásicas, en la tradición de los antiguos bardos.
Esto le granjeó el ser tildado de apolillado y pedante.
En su segundo libro, Dánta agus Duanóga (Poemas e himnos), de 1929, encontramos el que narra su encuentro nocturno con el hada danzarina: "An rinnceoir sídhe", "El hada danzarina", o "La bailarina del síd"

Síd es el nombre que dan, por sinécdoque, los irlandeses al mundo de los antiguos dioses, los Tuatha dé Danann: con propiedad, se refiere solo a los túmulos megalíticos que le sirven de acceso.

Imposible para mí dar idea en castellano de la rica y sabia combinación de acentos y aliteraciones que confiere al poema su música especial. Pero vaya esta traducción apresurada para hacerse una idea de lo que dice (y, hasta cierto punto, de su ritmo):


EL HADA BAILARINA
Ayer noche, viniendo hacia el sur,
vi acercárseme al hada traviesa
que danzaba contenta y alegre
a la luz azul de la luna.
¡Qué veloz se movía,
ágil, leve, alocada
con sus pasos extraños, insólitos,
a la luz azul de la luna!

No oí más melodía ni música
que un secreto revuelo de viento
al doblar las ramas el serbal desnudo
y susurrar los sauces
y latir mi corazón,
y batir sus pies la grama,
ardiente bailando y altiva
a la luz azul de la luna.
El hada bailarina, cubierta de Dánta agus Duanóga
de Liam S. Gógan (1929).

Vi la beldad clara de sus miembros gráciles,
su cuerpo gentil, de cándida espuma,
sus piernas de nieve, prodigio de gracia,
llama loca, de brizna
de hierba ardiendo en brizna,
torbellino de gozo y delirio
danzando sin prisa ni miedo
a la luz azul de la luna.

Duró la visión irreal,
Perversa, feérica, mentirosa mil veces, callada,
Hasta helar la más mínima gota
De mi sangre en su curso,
Y bajó un gran nublado
Tras de mí, de lo alto,
Y dejándome fuese la mujer del delirio
A la luz azul de la luna.
El hechizo de la danza lo encontramos también en un cuento muy repetido en las colecciones de ejemplos de la Edad Media: el de los danzantes malditos, que perdura hoy en el folclore en forma de canciones. Michela Scattolini lo ha estudiado en un erudito artículo que voy a seguir.
Las primeras menciones de este suceso aparecen en Alemania y lo localizan con bastante precisión en Sajonia, en la localidad de Kölbigk entre los años 1012 y 1025. Se trata de un grupo de juerguistas que está bailando en un lugar sagrado, iglesia o camposanto, durante alguna festividad importante, generalmente de invierno. Con sus bailes interrumpen la liturgia, o acaso se mofan de ella o del viático que ven pasar. En castigo, se ven condenados a bailar sin descanso hasta que algunos mueren o sufren mutilaciones y amputaciones en sus miembros y otros, arrepentidos, se dedican a hacer vida de penitencia.
Una de las versiones recoge incluso, en latín, la letra de la canción que cantaban:
"Equitabat Bovo per silvam frondosam,
Ducebat sibi Mersuindem formosam,
Quid stamus? Cur non imus?
"Cabalgaba Bovón por el bosque frondoso,
llevaba consigo a la hermosa Mersuinda.
¿Qué hacemos parados? ¿Por qué no vamos?",
Pareja a caballo. Marfil del siglo XIV.
que es un temprano ejemplo de poesía lírica, tal vez el estribillo de una de aquellas baladas que se danzaban en círculo y de las que, dicen, conservan el vestigio las baladas feroesas...
La leyenda fue recogida por William de Malmesbury en su crónica, que fue un libro muy leído por toda Europa, y eso le dio gran difusión.
Este suceso se ha relacionado con las epidemias medievales de corea. Pero aunque corresponda a hechos reales, que puede ser, su repercusión me parece deberse a que conecta con unas fantasías muy hondamente arraigadas en la tradición.
La danza, aparte de la lubricidad que le era inherente, era relacionada, una y otra vez, con el paganismo y lo diabólico. El Purgatorio de san Patricio reserva a los bailarines horribles tormentos. Las danzas en corro, caroles en francés, que es lo que se bailaba en el prado de Guinebaut, sufrieron repetidamente la censura de la Iglesia.
Baile y paganismo. Bock el Viejo, Danza en torno a la estatua de Venus
Es cierto que se condenaba lo que tuviera el más mínimo tufillo de paganismo. Juan de Pineda refiere el que el concilio Altisiodorense (o sea de Auxerre) prohibió "los aguinaldos diabólicos en e día de año nuevo", aunque excluyendo de la prohibición a los que se daban por limosna caritativa o por "amicabilidad y gracia".
Acaso el más famoso ejemplo del baile como maldición y castigo se encuentre en el cuento de Los zapatitos rojos de Andersen. En una entrada anterior (ver El nórdico Pegaojos y el español Fernandillo) remitía a las modernas traducciones excelentes -Ortiz Ostalé, Bernárdez- de los cuentos de Andersen. Y ahora hago lo mismo.
En el cuento, el baile es solo castigo: no transgresión; esta consiste en los zapatos rojos que le dan título.
Karen es una niña pobre que no tiene zapatos; una zapatera se apiada de ella y con retales de tela le confecciona unos zapatos colorados. La pequeña, tan feliz, no vuelve a separarse de ellos.
El calzado, de por sí, despierta en la imaginación evocaciones de pecado. Se viene al recuerdo el cuento de Emilia Pardo Bazán "Medias rojas", donde la simple visión de esa mancha de color vivo, las pantorrillas de la muchacha en la negrura de la pobre vivienda campesina -las piernas enfundadas en sus medias encarnadas- despierta en su padre la ira ciega que lo lleva a deslomarla, desfigurarla y dejarla tuerta en un arrebato. 
Winslow Homer, Muchacha con medias rojas.
O la novela corta de la misma autora, Finafrol, donde el inocente regalo de unos zapatos y medias a una muchacha pobre desencadena un terrible conflicto de pasiones con trágico desenlace.
Karen, pues, queda huérfana y acude al entierro de su madre con los zapatitos rojos (los únicos que tiene) a pesar de la irreverencia que eso constituye y de la que la niña ni se da cuenta. Allí la ve y adopta una señora anciana, acomodada, que le compra, para sustituir a los suyos, otros excelentes zapatos pero ¡ay! rojos de nuevo. Medio ciega por los años, la anciana no se da cuenta de su color y permite a la niña que acuda a la iglesia e incluso a su confirmación con ellos.
En esa ocasión se encuentra con un mendigo, cojo y de barba medio roja medio blanca, que le echa en cara su calzado y se lo toca con la punta de la muleta.
Karen y el mendigo. Ilustración de Yan D'Argent
Es interesante el detalle este del color de la barba. El pelirrojo ya es un color aciago, pero la mezcla del pelirrojo con otro es señal de que estamos ante un personaje maléfico. Así lo indica Anne Berthelot en la edición del Libro del Graal de La Pléiade, refiriéndose al malvado rey Claudas (p. 1726).
Parece que el toque del mendigo encanta los zapatos de Karen.
Es invitada, por fin, la jovencita a un baile; su protectora está enferma pero no de tanta gravedad que ello impida a Karen calzarse sus zapatos rojos y acudir a la fiesta.
Por el camino, los zapatos parecen cobrar vida propia y arrastran a la pecadora en frenética danza por las calles del pueblo. Bailando vuelve a la iglesia y al cementerio, de donde un ángel la expulsa por pecadora. Por último, recurre al verdugo, que le corta los pies con el hacha. El verdugo ya estaba sobre aviso porque el hacha cantaba cuando se le avecinaba faena: un detalle este que aparece con cierta frecuencia en las sagas medievales nórdicas (ver La malvada tocaya).
Esta utilización es eco de las que relatan las distintas versiones del cuento de los danzantes malditos, y parece remitir a la constelación imaginaria de la castración.
En el caso de Karen, sin embargo, el sacrificio es inútil porque los pies bailan solos y se interponen en su camino cada vez que intenta acercarse a terreno sagrado.
Solo una vida de recogimiento y penitencia logrará conseguirle el perdón y que un ángel descienda a conducirla al paraíso.
La maldición de los zapatos del cuento de Andersen se ha abierto paso en el mundo del cine. En 1948 Los zapatos rojos, película inglesa de gran éxito, presentaba la trágica historia de una bailarina que danza un ballet inspirado en el cuento y que acaba arrojándose al vacío con los zapatos puestos.
(Foto de Ballerinailina, tomada de Wikimedia Commons)
La película surcoreana del mismo título, del año 2005, escrita y dirigida por Kim Yong-Gyun, tiene una relación más indirecta con el cuento infantil, de que pretende recoger el aspecto aterrador.
He aquí lo esencial de la trama: durante el dominio japonés en Corea, un drama de celos termina con el asesinato de una bailarina a manos de su rival, en una compañía de ballet.
Los zapatos de la víctima -de color rosa, a pesar del título de la película- son hurtados por la asesina y quedan malditos; inspiran un deseo morboso de poseerlos en la mujer que los ve; a la que los encuentra y se los pone nada le ocurre pero la desdichada que cae en la tentación y los roba no tarda en morir de un modo horrible y con los pies amputados. Pasados los años, en la actualidad, una mujer que cae bajo el hechizo de los zapatos, acaba comprendiendo con horror que es la reencarnación de la protagonista de aquellos pavorosos sucesos y que atrae la desgracia y la muerte sobre sus seres queridos.
Con Andersen, la maldición deja de estar únicamente consecuencia del pecado para pasar a residir en un objeto que se carga de una fuerza mágica maléfica: el motivo del baile de los réprobos se confunde con el de las zapatillas que traen la desgracia y cuyo dueño no ve la manera de quitarse de encima: cuento de las babuchas de Abu Kasim recogido en Las mil y una noches (noche 794 en la traducción del doctor Mardrus).
En la citada entrada de El otro almohadón nos referíamos, a propósito de un poema de Antonio Rey Soto, a otras narraciones románticas donde el baile tiene ese carácter de maldición: el cuento La cafetera, del mismo Théophile Gautier, el poema Fantasmas, de Victor Hugo y la novelita Adoración de Carolina Coronado y Benito Vicetto. En el poema de Rey Soto se menciona incluso, pincelada digna de una alegoría barroca de la vanidad, el zapatito de baile que asoma bajo la mortaja de la joven difunta.
Pero ya esta entrada, que iba a versar sobre las correrías de Merlín, se alarga mucho y de la Gaula o Gaunas medieval nos ha traído a la Europa del Romanticismo pasando por la fantasía oriental.
Será mejor cortar aquí para volver dentro de poco a coger el hilo artúrico.

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