Es decir que estaba enamorado y era correspondido, y no de cualquier doncellica ingenua de las que están llenos los libros de caballerías, sino de la mismísima Niniana, Dama del Lago más poderosa que él como vino a saberse y que hablaba de tú a tú con la bella y cruel Diana cazadora, reina de los bosques y de la noche.
Edward Burne-Jones, Merlín y Nimue |
Estos rasgos tampoco debían de preocuparle mucho, teniendo como tenía la virtud de cambiar de aspecto a su antojo gracias a la herencia diabólica de su padre el íncubo.
Diablo a medias y salvaje como era, los amores no habían sido capaces de sentarle del todo la cabeza ni de quitarle su inclinación a las burlas y a las faldas.
Como bromista salvaje se había dado el gusto de poner en danza a toda Roma favoreciendo a la prudente doncella Grisandola (que andaba ejerciendo de consejero áulico imperial en traje y opinión de hombre) y destapando de paso el escándalo sexual de la Emperatriz, que mantenía para su solaz una corte de efebos debidamente travestidos a los que hacía pasar por camareras de su servicio.
Este episodio coincide con el de un roman en verso, el Roman de Silence, que permaneció desconocido durante siglos hasta su descubrimiento en 1927.
Para mayor impostura, la viciosa emperatriz les hacía pelarse rostro y cuerpo con una pasta depilatoria de la que el libro precisa los ingredientes: oropimente y cal, desleídos y hervidos en orina.
Dicho quede por si a algún curioso le interesa experimentar. Y también para refutar el tópico de que el detalle preciso, el toque realista, brillan por su ausencia en los relatos caballerescos. Los paladines y las damas de los libros de caballerías ¡claro que dormían, comían bebían y se aliñaban como cada hijo de vecino!
Por eso, cuando los señores levantiscos y felones tramaron raptar a Ginebra (recién casada con Arturo), sobornaron a una vieja dueña de su servidumbre para que la acompañase al jardín, desnuda -en camisa, suponemos- como para acostarse, a hacer una necesidad ("l'enmena el garding pour pissier", dice el Libro del Graal) antes de ir a la cama. E imagino que esta visita nocturna al jardín oscuro, primaveral o veraniego -porque es de creer que en la brumosa Logres dispondrían de un servicio para los meses de mal tiempo- sería un ritual cotidiano y ocasión de íntimas confidencias entre la joven reina y la experimentada dueña.
Parece que ya en aquellos remotos tiempos alentaba en el mundo artúrico un soplo celestinesco, un aire cervantino, del palacio de los Duques...
Albert Pinkham Ryder, Navegando bajo la luna. |
La escena se nos cuenta con viveza cinematográfica. Vamos a verlo.
En la oscuridad del jardín (imaginamos los perfumes de la primavera, el susurro del río) los traidores entregan a la Ginebra impostora a la dueña vendida. La verdadera quiere gritar; la vista de las espadas desnudas le corta la voz en seco. Y el susurro imperioso:
-Una palabra, un ruido, y eres muerta.
La van arrastrando al río por un sendero oculto que se despeña entre zarzas; un barco está a la espera.
Prevenidos por Merlín, dos leales surgen de improviso a impedir el rapto. Los secuestradores se dividen: unos les hacen frente, otros se escabullen con la reina. Aprovechando la confusión, esta se deja caer al suelo, se retuerce entre las manos que la tienen presa, se suelta y huye corriendo jardín abajo hasta abrazarse con las fuerzas de la desesperación al tronco de un árbol. No son capaces de separarla de él los traidores a pesar de tirar de ella con tal fuerza que parecían irle a arrancar las manos, dejándolas aferradas al tronco.
Varios de los raptores han caído a manos de los defensores de Ginebra; los restantes huyen. Los leales desisten de la persecución. Rabiosos, se apoderan de la dueña y la arrojan por la hoz del río, rodando y rebotando de roca en roca sin parar hasta la misma orilla. Los cuerpos de los sicarios muertos van cayendo uno tras otro detrás.
La reina es acompañada a sus aposentos y acostada solemnemente. Su padre el rey Leodegante, a solas con ella, la destapa y le sube la camisa. Comprueba con alivio la mancha en forma de corona real que le adorna los reales riñones: se trata en efecto de su hija, la verdadera Ginebra. Carece la falsa de ese augusto antojo. Solo entonces Arturo es introducido en la estancia y los cónyuges consuman feliz y gozosamente el matrimonio.
Arturo, instrumento del destino, perdonará la vida a la falsa Ginebra, condenándola a perpetuo encierro en áspero y remoto monasterio. Poco sabía él los grandes males que se derivarían de su clemencia. Pero eso ya es harina de otro costal.
El que sí lo sabría sería sin duda Merlín, pero entre las muchas cosas que sabía el buen sabio, una de las principales era la futilidad de la resistencia humana al destino.
Merlín, pues, trae de cabeza al pueblo romano y a la corte con sus espantadas y disfraces de sabio, de salvaje, y de ciervo porque una de las características del caos (representado por el bosque) es la inestabilidad, lo variable, frente al aplomo y asentada firmeza del mundo ordenado, representado por la geometría nítida del claustro o de la portada de una iglesia.
Caza del ciervo. Manuscrito del siglo XV |
-¿Qué castillo es ese? -preguntó Ban-. En tan espléndida morada no puede vivir más que una gran persona. ¡Cómo me gustaría pasar allí la noche y conocerla!
-No tienes más que tañer -contestó Merlín- el cuerno que pende de ese árbol. Este es el castillo de los pantanos de Agravadante el Negro y si avisamos nos darán hospitalidad.
Dicho y hecho. Reyes y mago fueron acogidos por Agravadante y servidos por tres graciosas, bellas y corteses mujeres: la hija y sobrinas del señor del castillo. Tres hadas probablemente en una primitiva versión de la leyenda, según apunta su comentarista, Anne Berthelot.
Tan hermosas eran que los huéspedes no les quitaban los ojos de encima, sobre todo a la hija de Agravadante, que era la más guapa. Ni ellas dejaban de fijarse en la apostura de los reyes y de Merlín, que por lo que pudiera suceder había adoptado el aspecto de un muchacho de quince años, luciendo los más selectos, lujosos y elegantes vestidos.
-¡Si no fuera por los amores de Niniana -se dijo Merlín-, esta doncella caía! Pero si no puedo yo, que no salga de nosotros tres esta gloria. ¡Vamos a hacerle un favor al cachondo de Ban ("Ban [...] qui molt estoit envoisiés et amourous")!
Y con blando acento y susurrantes palabras, tout suavet (dice el texto del libro), echó el mago un conjuro de pasión que enamoró instantáneamente a los dos jóvenes.
Tuvo Merlín, en forma de mancebito, la humorada de servir de paje y trinchante a los reyes; y mientras les presentaba las fuentes de rodillas y separaba con elegancia las tajadas, las sobrinas se lo comían a él con los ojos, pero no la hija de Agravadante, que los tenía prendados del rey Ban y en su confusión tan pronto lo miraba con descarada avidez como con azorada vergüenza. Porque, por obra del encantamiento, la obsesión de verse desnuda en la cama con él la desazonaba y le hacía la boca agua. Pues Ban, abrasado en amores de la dama de los Pantanos pero sabedor del respeto debido a su mujer (que era casado) y a su huésped, sudaba tinta; todo ello para risa y deleite del travieso mago.
Escena de banquete. Ilustración del siglo XIV de las obras de Guillaume de Machaut. |
-Levanta, bonita, ven con el que tanto deseas.
Tales fueron -las recoge el libro- las palabras de Merlín.
La doncella salió de la cama desnuda en camisa, se puso un simple pellote (peliçon) y subyugada siguió al encantador.
Era el pellote una prenda interior de abrigo (de piel, como su nombre indica) que se llevaba bajo la saya o brial. Ir "en pellote" era no ir vestido: heredera de esa expresión es la nuestra actual "en pelota". Pero tampoco era ir desnudo y el pellote podía servir de vestido exterior para andar por casa: Lázaro Carreter cita el Libro de Buen Amor, donde Trotaconventos dice a doña Endrina que para recorrer una corta distancia por la calle "en pellote vos iredes como por vuestra morada". Así que el gesto de la apasionada sobrina sería equivalente al actual de vestir apresuradamente una bata.
Y así en tan informal atuendo cruza las estancias donde todos duermen aletargados, de la mano del mago que la entrega en brazos del insomne:
-¿Ves esta moza tan buena y tan guapa? Pues de ella ha de salir un hijo así de bueno y de guapo, que dará que hablar por todo Logres. Así que ya lo sabes.
Y dice el libro que ella, sin empacho ninguno, se despojó de los dos vestidos que la cubrían y los amantes se miraron sonrientes y sin pudor, como si llevasen durmiendo juntos veinte años.
Merlín volvió al alba para devolver a su alcoba a la mujer, que embelesada olvidó las ropas en el suelo; se llevaba a cambio un anillo, regalo del rey y recuerdo de aquel encuentro.
Cuando llegó para la regia comitiva la hora de la partida, la dama de los Pantanos se despidió de Ban con una mirada de amor y ruborizada bajó la frente. Ban comprendió entonces que se había desvanecido el hechizo pero no la memoria de lo ocurrido. Y debió de sentir una tristeza honda, porque era buen caballero y leal: no en vano fue su hijo el mejor de la tabla redonda, lanzarote del lago.
-Dios me conserve la alegría de esta noche -le dijo la dama- pues nunca amores se departieron tan a deshora.
Y así fue concebido Héctor de los Pantanos, el esforzado caballero, más conocido en las novelas como Hector de Mares o de Maris (del francés marais, "pantano").
Sobre este episodio de amores imposibles y felicidad vislumbrada flota una bruma de magia céltica. El aletargar a todos los presentes en una noche de fiesta para favorecer la unión de dos amantes es algo que se repite con cierta frecuencia en los relatos medievales de Irlanda: lo encontramos en dos que guardan alguna relación temática con la leyenda de Tristán e Isolda, el de Cano mac Gartnáin (Scéla Cano meic Gartnáin) y el de Diarmad y Gráinne (Tóraíocht Dhiarmada agus Gráinne).
Iguales reminiscencias irlandesas nos trae la maravillosa descripción del arpista ciego que acude a ofrecer su arte a las bodas de Arturo y Ginebra, en el Libro del Graal. Leyéndola nos parece encontrarnos en el mundo de brillante colorido y exuberante sensualidad de las antiguas sagas de aquella tierra.
Sucede que para aguar el nupcial regocijo aparece un heraldo del rey Rion desafiando a Arturo si no consiente en entregarle su barba. Aquel Rion coleccionaba las barbas de los reyes a los que sometía para hacerse con ellas un abrigado manto; y lo peor era que las exigía con piel y todo, es decir que a los vencidos les desollaba la cara. Obvio es que esta humillante mutilación es una representación simbólica de la castración, mediante la cual el rey bárbaro se arroga la condición que tiene el padre tiránico en el mito fundacional de la cultura tal como Freud lo presenta en Totem y Tabú.
Por supuesto, Arturo recoge el guante de Rion y para sorpresa de todos el arpista exige en pago de su música de incomparable belleza que se le conceda el honor de llevar el estandarte en la batalla.
Como el honor de ser alférez no es para ministriles ni mucho menos para ciegos, que nunca se había un gonfalonero guiado por un perro lazarillo, no tardan en deducir los cortesanos de Arturo que el arpista era una vez más Merlín disfrazado.
Arpista y su perro. Vidriera de la catedral de Chester (1916) (foto:Wolfgang Sauber, tomada de Wikimedia Commons) |
Y cómo no pensar en en el perro terrible de Culann el herrero, al que nadie se atrevía hasta que lo venció el jovencísimo Cú Chulainn matándolo de un pelotazo. El perro de Culann formaba parte de una camada famosa. Uno de sus hermanos era Ailbe (Elvis en inglés), el perro de Mac Dathó, que vigilaba los confines del reino de Laiginn y por cuya posesión estalló entre los del Ulster y los de Connacht una descomunal trifulca en la sala de banquetes de Mac Dathó, rey de Laiginn o Leinster. El tercero era el perro de Celtchar. Este Celtchar fue un personaje muy relacionado con los perros. A su mujer, Brig Brethach, mujer traviesa, no se le ocurrió otra diablura que presentarse acompañada en casa de Blai Briugu.
En la antigua Irlanda había por los caminos albergues donde se acogía y obsequiaba magníficamente a los viajeros. Gentes de mucha riqueza mantenían a su costa tales establecimientos, lo que constituía para ellos un gran honor. Uno de aquellos era el anciano Blai Briugu, Blai el Hospitalario, en el Ulster o Ulad.
-Mujer -dijo Blai a Brig-, ¿cómo se te ha pasado esta idea por la cabeza? Si hubieras venido sola... pero ¿no sabes que yo estoy obligado por un mandato mágico a dormir con cualquier mujer que venga a mi albergue acompañada, salvo que lo esté por su propio marido?
-Claro que lo sé, pero nada de temo de ti, porque eres un pureta cargado de años que no podría atentar contra mi vergüenza ni aun abrasándose en deseos.
-Contra tu vergüenza, porque no la tienes ni quien te la ponga; pero aun así conviene que duermas conmigo esta noche.
-Vamos, vamos -rió Brig, metiéndose en la alcoba del vejete- ¡Abuelo, tenga lástima de esta indefensa mujer y no me haga fuerza!...
Pero las nuevas de lo ocurrido llegaron a Celtchar y no le hicieron tanta gracia como a la bromista de su esposa.
-Ahora no tengo más remedio que matar a ese pobre hombre, ¡ya ves qué chiste!
Así lo hizo, y en consecuencia tuvo que expiar su crimen con tres servicios que le exigieron los del Ulster. El primero fue acabar con un enemigo invulnerable llamado Conganchnes. Para vencerlo, mandó a su hija que lo sedujese y se casase con él de manera que averiguase si tenía un punto flaco. El pobre marido se fue de la lengua y confesó que la única manera de matarlo era hincándole espetos a martillazos en las plantas de los pies.
La mujer lo traicionó, y así fue muerto y decapitado. Su cabeza se enterró bajo un túmulo de piedras.
Perros, escultura gótica. |
El segundo trabajo fue matar al Ratón Pardo (Luch Donn), un perrillo que había encontrado abandonado en el hueco de un árbol y adoptado una viuda. El falderito había crecido hasta convertirse en una bestia gigantesca y feroz.
Un año justo después de la muerte del Ratón Pardo, unos pastores oyeron ruidos raros en el túmulo de la cabeza de Conganchnes y escarbando encontraron en su interior tres magníficos cachorros. Celtchar se quedó con uno, y como era negro como el azabache le pusieron Dóelchú, que significa Perro-Escarabajo. Los otros fueron Ailbe y el perro de Cualann.
Dóelchú no tardó en mostrarse tan avieso y salvaje como el Ratón Pardo, y con gran pesar Celtchar tuvo que sacrificarlo de un lanzazo. Una gota de su malísima sangre corrió por el asta de la lanza abajo, y al tocar a Celtchar lo dejó muerto en el sitio. La lanza quedó envenenada para siempre, su herida era mortal; y estaba continuamente tan sedienta, que había que tenerla siempre en remojo en un caldero de sangre: si no, se abalanzaba sobre quien fuera con movimiento propio y hería sola.
Cabría recordar aquí a todos los dragones lacustres medio caninos de los relatos irlandeses medievales, y al onchú, y a aquella otra criatura que tantos quebraderos dio a los caballeros de la Mesa Redonda y en particular a Palamedes y Hector de los Pantanos, hasta que fue muerta por Galaad: La Bestia Ladrador.
No es perro la Bestia Ladrador, que es monstruo con cuello de serpiente, cabeza y cola de dragón y cuerpo de leopardo, pero va ladrando como si en su interior viviesen jaurías de perros y con los perros tiene que ver su origen.
Así lo cuenta la Demanda del Santo Graal portuguesa:
Resultó que el rey Hipómenes de Logres tenía una hija tan bella como sabia, dada a la magia y a la nigromancia. Y al llegar a los veinte años se enamoró perdidamente de su hermano y se le declaró.
-Calla y no vuelvas a decir eso, desgraciada -le contestó el hermano-, o me encargaré de de que te quemen viva.
La doncella se quedó pasmada de la respuesta al pronto, pero no tardó en sobreponerse y empezó a emplear todo su arsenal brujeril contra el mozo. Pero en vano.
Ya se había decidido a acabar con sus días cuando se le apareció un demonio en forma de un joven apuesto.
-Yo sé lo que te pasa y no debes tomártelo así porque todo tiene solución.
-¿Tú qué vas a saber?
-Yo sé que tú quieres a tu hermano y no él quiere saber nada de ti; y si tú haces lo que yo te diga, te lo meteré en la cama.
-Si puedes eso, no habrá nada en que no te obedezca.
-Pues no es difícil: que me des tu amor.
-¿No ves que solo quiero a mi hermano y me muero por él? -Y yo por ti: conque si no pasas por esto que te pido ya te aseguro que nunca lo conseguirás.
-Si no hay más remedio...
La muchacha se le entregó, según el libro, muy a regañadientes, "pero ayudaba mucho que el demonio le parecía muy bien" (todo hay que decirlo).
De modo que yació con ella como había yacido -siempre según el libro- con la madre de Merlín. Y esa unión tuvo tal efecto que todo el amor que había tenido hasta entonces la hechicera a su hermano se trocó en odio mortal y empezó a cavilar cómo podría darle muerte.
-Yo te sugiero un arbitrio muy viejo pero de eficacia probada -dijo el diablo.
-A ver.
-Procura quedarte a solas con él y sacarlo de quicio hasta que te levante la mano. Entonces das voces y dices que te ha ultrajado.
-No está mal pensado.
Así lo hizo la princesa y para matar dos pájaros de un tiro le achacó al hermano su estado, pues entre tanto había quedado preñada del guapo demonio.
Furioso, Hipómenes lo mandó matar y la rencorosa despechada exigió que lo echasen a los perros hambrientos.
Así murió el infeliz, pero antes clamó:
-Cuando paras se verá mi inocencia, porque ningún hombre puede engendrar una bestia tan desasemejante como la que llevas en las entrañas: el demonio, con el que te has revolcado, sí. y en memoria de estos canes que me van a despedazar, has de saber que ese monstruo dará los más horribles ladridos que pueden imaginarse y se llamará la Bestia Ladrador.
Cuando nació la bestia, todas las parteras murieron del susto; el engendro huyó pegando sus horribles ladridos y el rey, comprendiendo su error, dio a la princesa una muerte más horrible que la que había padecido su otro hijo.
Llaman la atención algunas coincidencias de la leyenda de estos dos príncipes con la de san Ronan (santo bretón de origen irlandés) y Keben, la mala mujer (Ver El defensor de los bosques). También este, calumniado por una hechicera, fue condenado a morir devorado por perros hambrientos; pero Ronan los venció con su carisma. Las acusaciones de Keben, sin embargo, eran menos tópicas que las de la hija de Hipómenes: licantropía y asesinato de una niña.
San Ronan y el lobo. Vidriera de la catedral de Quimper. (tomado de la Base Mérimée) |
Pero volviendo a Merlín, si fue rechazado como adalid en su figura de arpista ciego con sus lebreles, la corte recapacitó y en su siguiente aparición como niño salvaje, lleno de tiña y armado de cachiporra se lo aceptó. Y llevando él el estandarte fueron derrotados los gigantes.
Despidiose de Arturo y los suyos y en un vuelo, atravesando montes, bosques y mares se presentó en Tierra Santa, donde resolvió unos asuntos privados del rey sarraceno de allá, Flualis, antes de regresar al reino de Benoic. Aquel Flualis, andando el tiempo, se haría cristiano y moriría en España peregrinando el Camino de Santiago.
Otras aventuras esperaban a Arturo y Merlín. Una, la batalla contra el gigante del monte san Miguel, en los confines de Galia y Bretaña, donde luego se construiría la celebre abadía. Allí encontraron una dueña llorando junto a una tumba.
-¿A quién lloras o quién está sepultado ahí?
-Una doncella niña, Elena, sobrina de Hoel de Nantes, y yo fui su aya. Hace tiempo la raptó de su casa un gigante muy descomunal y horroroso para hacer de ella su concubina y a mí para que la sirviese. Solo que la pobrecita no le duró, que a la primera se le murió, no porque la destrozase como podía creerse de sus proporciones y ferocidad, sino porque la impresión y el susto bastaron a que se le saliese el alma huyendo. Entonces, en vista de que a falta de pan buenas son tortas, echó mano de mí, que como ya tengo mis años el cuerpo mío resiste (a duras penas) sus embates y así sacia en mí su lujuria, que es grande y feroz. Cada vez paso un martirio con lo feo, gigantesco y bestial que es el gigante y de esta manera voy arrastrando la vida.
Arturo tomó a su cargo la defensa de aquella pobre mujer y retó a su raptor. El combate fue largo y el jayán parecía ir a dar cuenta del rey cuando este, a la desesperada, recurrió a un ardid eficaz, si bien nada caballeresco: dejar al adversario fuera de combate con un certero rodillazo en en la entrepierna. La tierra retumbó al caer el bárbaro hecho un ovillo y Arturo aprovechó para cortarle la cabeza.
El islote de Tombelaine, donde se cree enterrada a Elena de Nantes, y el monte San Miguel. |
Puesto a limpiar el mundo de monstruos, su siguiente objetivo, dictado por Merlín, fue un animal pavoroso, ya no perro sino gato, enorme y diabólico: el de Lausana. Otro más de la serie de monstruos lacustres que han ido apareciendo por estos Retazos.
Se contaba, pues, que un pescador salió en su barca el día de la Ascensión, ación ya pecaminosa, prometiendo entregar a Dios lo primero que cogiese. Cogió un pescado tan hermoso que se dijo: "Este para mí; ya se contentará Dios con el segundo". El segundo fue más grande y mejor que el primero y el pescador decidió guardárselo del mismo modo y ofrendar el siguiente. Lo que a continuación cayó en las redes fue un gatito negro, tan mono que el pescador optó por quedárselo. Pero aquella criatura no tardó en convertirse en un monstruo gigantesco que se enmontó y empezó a devastar la comarca devorando rebaños y personas.
¿No parece acaso esta criatura una versión felina del Luch Donn, el perrito faldero de la viuda irlandesa que mencionábamos antes?
Arturo, guiado por Merlín, ascendió a la caverna donde vivía el gato, en la montaña. El monstruo acudió a los silbidos del encantador y se abalanzó sobre el rey. Arturo lo pasó mal para vencerlo, pero cuando la bestia se quedó clavada de uñas en su escudo y armadura, pudo cortarle las patas y acabar con su vida.
Esta última victoria fue el final de las hazañas de Merlín, conocedor de su hado ineluctable: "lo que tenga que pasar pasará (tout avenra ce qu'il doit avenir)". El monstruo que lo esperaba a continuación era más grato y peor de vencer: Niniana y sus amores.
En textos posteriores se ve a Merlín desesperado de su prisión, rabiando y pataleando y estremeciendo al mundo con su famoso baladro anual. El Libro del Graal nos lo pinta feliz y enamorado, colmado de ventura y, en el sentido más habitual, encantado de su destino: su amor es su más verdadera prisión. Y en cuanto a Niniana, ninguna malicia en ella, más allá de una malicia retentiva y femenina que solo figuradamente merece el nombre de magia o hechizo. Eso sí, dice el libro que Niniana salía poco, pero que Merlín no salía nunca. ¡Como en casa en ningún lado! Y la casa de los Merlín era palacio de encantamiento: Niniana había trazado con su toca o impla un círculo
alrededor del majuelo a cuya sombra dormían, Merlín con la cabeza apoyada en su regazo, y el encantador se veía en la más bella torre del mundo y acostado en la mejor cama.
-Me has engañado, traidora -dijo Merlín,- si te vas y me dejas. Porque esta torre solo puedes hacerla y deshacerla tú.
Pero Niniana no lo engañó, porque no se fue.
Es cierto que, al revés de algunos de los antiguos mitos cuyos vestigios contiene, El libro del Graal es misógino. Y el fin de las andanzas de Merlín aparece acompañado de otras asechanzas femeniles de sentido semejante: las que convirtieron, temporalmente, en enanos al mismísimo don Galván y al príncipe de Estrangorra (poder de estirar y encoger de obvio simbolismo fálico, como el de las pócimas encontradas por Alicia en el País de las Maravillas). El príncipe en cuestión, llamado Evadeam en otras versiones del cuento, fue convertido en un enano cargado de años por una hechicera despechada cuyos amores había rechazado. El verdadero amor que él y su amiga se mantuvieron fue causa de su curación.
Pero el cuento no deja de recordar el episodio de la vejez prematura de Fionn mac Cumhail, engatusado y encantado por un hada maléfica y lacustre en Sliabh gCuillin.
Sliabh gCuillin, donde fue embrujado Fionn mac Cumhaill |
En fin, ¡ojo con la mujer! como dice en otra parte del ciclo novelesco del Graal: "yo no sé si sería doncella o diablo, pero de mujer tenía la apariencia (je ne sai se ce fu damoisele ou diables, mais de feme avoit ele semblance".
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