martes, 26 de enero de 2016

El terror a la mujer y el santo filólogo.

Vamos a volver ahora a la reina Gormlai que protagoniza la novela The Singing-men at Cashel, de Austin Clarke, después de habernos asomado un momento al ocaso de los vikingos en Irlanda...
Pero, perdón; un momento. "El ocaso de los vikingos"... ¿Qué eco resuena en esas palabras al escribirlas? 
Vikingos: lecturas infantiles.
El eco de un tebeo: su título, precisamente, Ocaso de Vikingos. En su cubierta, uno de aquellos temidos navegantes, con el casco cornudo sobre la cabellera trenzada, descargaba un hachazo sobre un enemigo del que solo se veían las manos, en primer plano, al trasluz. Un tebeo mejicano, perteneciente a la colección Epopeya, de la editorial Novaro. Mirando por la Red, veo que se publicó en 1963. Recuerdo ahora otro de la misma colección y su cubierta con la figura escorzada de un guerrero rapado despeñándose por una catarata, de espaldas al espectador, que lo veía venírsele encima; mientras, en lo alto, sus compañeros gesticulaban espantados precipitándose, demasiado tarde, en su auxilio. Se llamaba Brian Boru y la bandera de Irlanda. Este es más viejo: data del 61. Del subtítulo y la fecha me entero ahora en Internet; los demás detalles los conservaba la memoria, que es la que ha traído, sin avisar ni pedir permiso, la frase del ocaso de los vikingos a la punta de los dedos.
Esas lecturas me absorbían entonces y por lo que se ve el paso de los años no ha menguado en uno la fascinación de aquellas gentes y aquellos tiempos. 
En fin, volvamos de una vez a la reina Gormlai. El que tenga interés por la hagiografía y la mitología de la antigua Irlanda (tan entrelazadas muchas veces una con otra) irá encontrando en la novela de Austin Clarke mucho de que disfrutar al hilo de las andanzas y amores de su protagonista. Voy a ver si me entretengo yo en algo de eso.
Para empezar, hay en sus tres matrimonios una cosa que llama la atención luminosamente, y es que su sucesión se conforma a la estructura tripartita de la ideología indoeuropea, estudiada por Dumézil (aunque los tres reinaron y murieron en el campo de batalla). Ya sabemos: soberanía, guerra, producción. 
El primer marido, Cormac, rey y obispo, más preocupado de las cosas divinas que las del siglo, corresponde a la primera función; el segundo, Cerball, recio y rudo soldado en quien se hacen patentes todos los vicios y virtudes marciales, a la función militar; y el tercero, Niall, siempre bajo el signo del amor, a la tercera función, que abarca fecundidad, riqueza, placer y todos los bienes mundanales.


La reina y las tres funciones. Isaac Oliver, Isabel I de
Inglaterra y las tres diosas
.
Si esto no fuese casual querría decir que la novelita o leyenda de Gormlai hunde sus raíces en una visión de la sociedad antiquísima.
El personaje de la reina con su serie de maridos recuerda también a la Soberanía deificada, que va casándose con los sucesivos reyes por el sencillo motivo de que es ella la realeza y no puede haber rey que no comparta su lecho. Una figura característica del pensamiento político de la antigua Irlanda.
Del Cormac mac Cuilleanáin histórico, rey de Cashel, la corte sagrada de Munster, poco es lo que se sabe, aunque generalmente se admite su importancia en lo político y en la cultura. Hoy se le rinde culto como santo, celebrándose su festividad el 14 de septiembre.
Cormac fue autor de una recopilación de himnos y de obras históricas y genealógicas hoy perdidas. Su obra más conocida es el Sanas Cormaic (Glosario de Cormac), que nos ha llegado en varios manuscritos pero permanece a la espera de una edición completa y moderna. Sigue trabajándose en ello, de lo que da prueba este interesante sitio.
Etimologías de San Isidoro. Manuscrito
del siglo VIII.
Esta obra se inspira en las Etimologías de san Isidoro, autor siempre muy estimado por los sabios irlandeses, pero es pionera en estudiar el léxico de un idioma vernáculo en vez de las grandes lenguas de la cultura clásica y cristiana. Gran parte de sus etimologías es de nombres propios, lo que nos reporta de paso una abundante información mitológica.
Por supuesto, el Sanas Cormaic no se propone un estudio científico del porqué de las palabras ni de su evolución: lo que procura es desvelar las relaciones que se establecen entre ellas como indicio de la sabia estructura y trabazón de lo creado. He aquí unos ejemplos. De aed, "fuego" -hoy sabemos que está emparentado con el latín aedes "fuego sagrado, templo" y con el nombre que les dieron los griegos a los etí-opes ("caras tostadas")- se fija en que, leído al revés, dice dea ("diosa", en latín): esa diosa es sin duda, indica, Vesta, diosa del fuego del hogar. Muinéal, "cuello", le parece sonar parecido a mó in fheoil, "más en carne", cosa acertada porque el cuello está más entrado en carnes que la cabeza, que al fin y al cabo es piel y hueso. Mésci, "embriaguez", se descompone en mó do asci, "más para reproche"; bás, "muerte", en beo as, "vivo fuera" y aisling, "visión" en as ling, "salto afuera".
Cormac murió peleando en la batalla de Belach Mugna contra las tropas aliadas de Flann Sinna (su suegro) y Cerball (que sería el segundo marido de Gormlai).


Irlandeses: lecturas infantiles (una mala caída).
Antes del combate, uno de los lugartenientes de Cormac, el abad Flaithbhertach mac Inmainén, recorriendo a caballo el campamento, tropezó y cayó en una zanja. Esto se consideró pésimo agüero y muchos de sus guerreros desistieron de la lucha, proponiendo aceptar el tratado de paz que ofrecían los enemigos.
Flaithbhertach se mostró inflexible y arrastró al rey a la lid:
-¡No puede ser que te dejes acobardar por agüeros y tontunas, como una vieja supersticiosa! ¡Tú eres un monarca cristiano!
-Yo lo que sé es que esta guerra me da muy mal barrunto y que me extrañaría vivir para contarlo. Pero ya no es momento de echarse atrás.
Las tropas de Munster, desmoralizadas, fueron barridas por los enemigos. El rey Cormac, en el fragor del combate, cayó con su montura y se desnucó. Los soldados lo decapitaron y, esperando seguramente espléndidas albricias, entregaron su cabeza a los reyes. Era costumbre entre los antiguos irlandeses hacerse con las cabezas de los caídos porque creían que en ellas residía una virtud sagrada. Se intentaba recobrar las del propio bando y retener y conservar las del enemigo, adueñándose de su fuerza.
Flann y Cerball rindieron honores a las santas reliquias de Cormac, deplorando su muerte.  A sus profanadores, lejos de recompensarlos, los reprendieron agriamente.
Según la novela de Austin Clarke, el matrimonio de Cormac y Gormlai nunca pasó de una profunda amistad espiritual. En realidad, lo probable es que tenga más que ver con la ficción novelesca que con la realidad histórica. 
Imagina Clarke que ambos cónyuges se habían educado en una temerosa ignorancia de todo lo sexual hasta el punto de que el rey Cormac nunca había visto una mujer desnuda cuando, meses después de la boda, la suya decidió esperarlo así para consumar el matrimonio. Y del susto que se llevó, salió el rey corriendo como alma que lleva el Diablo a la capilla, a macerarse las carnes en penitencia. El atrevido paso de Gormlai fue la puntilla de su vida conyugal.
Cormac no tenía la menor vocación de casado. El matrimonio se le había impuesto por motivos políticos para sellar una unión entre las dos mitades de Irlanda: la septentrional dominada por los Uí Neill, con quien estaba emparentada Gormlai, y la meridional donde reinaban los Eoganacht, a los que pertenecía el propio Cormac. Al plegarse a esta dura  razón de estado, Cormac seguía la tradición de su antecesor Oéngus mac Nad Froich (en quien se ha visto al padre de la enamorada Isolda), que había soportado la larga ceremonia de su bautismo con el pie clavado al suelo por el regatón del báculo episcopal, en forma de punta de hierro.
-Pero, ¡hombre de Dios!, ¡Qué dolor! ¿Y cómo no te quejas ni dices nada, sino aguantar pinchado como una mosca en un alfiler? -le preguntaba, atónito, Patricio.
-¿Yo qué sabía? ¡Yo soy el primero que se bautiza por estos pagos y creía que lo del pie era parte de la ceremonia!
Para Cormac el casamiento era una tortura que sufría por docilidad y penitencia. Pensaba con envidia en los raros ejemplos de virtuosas mujeres que habían alcanzado, por premio de su santa vida, un embarazo sin intervención de varón o, al menos, sin los degradantes gestos acostumbrados: la madre de san Ciarán, Liadan, fecundada por una estrella fugaz (ver Milagros de san Ciarán), la de san Finnán Camm, por un salmón dorado, mientras se bañaba en Loch Léin, o la de san Baithine, Cred, que quedó preñada al comer de unos berros donde había derramado un ladrón escondido su simiente (Ver Concepciones y partos raros)...
Pero cuando vio las orejas al lobo, es decir el cuerpo entero a Gormlai, el miedo al pecado -¿o a la mujer?- pudo con él, y se desencadenó el proceso de anulación del matrimonio.

Tentaciones de San Antonio, Jan Wellens de Cock
Lo extraordinario es que la evolución de la vida sexual y afectiva de ambos cónyuges se ve trastornada y determinada por sendas visiones. Acabo de comentar la de Cormac.
Pero también Gormlai, hecho nada raro en personajes de Clarke, sufre una revelación como una violenta descarga eléctrica.
Recién casados Cormac y ella, deciden hacer un rodeo y detenerse en Glendalough (Glenalua en la novela), donde Cormac había estudiado en su juventud. La visita entusiasma a Gormlai. El marido pasa largos ratos conversando con sus antiguos maestros, dejándola explayarse sola en largos paseos.
Durante uno de ellos, he aquí que de golpe le sale al camino un ser monstruoso, medio hombre medio fiera y semejante a los monstruos calderonianos, vociferando contra ella espantosas amenazas y maldiciones y sin cuidarse de ocultar su pujante y terrorífico sexo, que al pronto la inocente casada toma por maléfica serpiente.
 La visión es horrible y traumática. 
El personaje no deja de evocar a algunas de las formas bajo las que se revela el dios de la Juventud, el Amor, la poesía y la Belleza, Aengus Mac Óg, en la novela The sun dances at Easter, de este mismo autor (ver Dioses, ángeles, genios y santos). La anécdota referida a Oéngus mac Óg, apenas esbozada en esta The singing men..., se desarrollará ampliamente en The sun dances at Easter.  En ambas es Oéngus el numen caprichoso, desordenado y tirano, con estampa y modales de loco vagabundo. Y adopta esta forma alejada de la aniñada, rubichi y un tanto relamida que le presta la iconología del revival celta porque a Clarke le interesa resaltar que el amor es el motor indómito de la naturaleza, ajeno a reglas y adornos, caótico y salvaje. Y precisamente a un salvaje, a un homo silvaticus de la imaginación medieval, a un genio del bosque como los que todavía los campesinos que hablaron con Yeats veían pasar furtivamente entre los árboles, tímidas sombras y bromistas de dudoso humor (como se lee en El crepúsculo celta) es a lo que más recuerda el prodigio de los montes que se abalanza sobre Gormlai en Glenalua.
Sin embargo no hay nada de sobrenatural ni siquiera de sobrehumano en el vestiglo furioso. Se trata simplemente de un ermitaño que vive retirado y apartado de toda sociedad humana en expiación de un único pecado, pecado de lascivia cometido un lejano día, desliz aislado pero suficiente para transmitirle el veneno vengador de una infección.
Diré de paso que el terror obsesivo al contagio venéreo es una pesadilla más propia de la Irlanda de Clarke que de la de Gormlai. Esa forma médica del pavor a la sexualidad es un signo de modernidad que se propaga con el renacimiento. Yo no sé si se encontrarán en nuestra literatura castellana alusiones a él muy anteriores a La Celestina... No por eso dejó de asociar la Edad Media algunas conductas sexuales reprobadas con la enfermedad: la lepra, en primer lugar.
San Onofre, como hombre salvaje. Maestro de
Rabenden.
Pero a lo que iba es a que, incluso en el cristianismo, la elección del desierto, de la soledad, la ruptura con la sociedad humana, puede transformar a la persona confiriéndole los rasgos del hombre salvaje. Así sucede a los ermitaños san Onofre y santa María Egipcíaca, que acaban por criar pelambre de fieras. El forestero de las novelas caballerescas, el ermitaño, el porquero, ocupan un lugar dudoso entre la humanidad y lo sobrenatural, del mismo modo que viven en un espacio fronterizo entre el cosmos y el caos. ¿No hablaba san Antonio abad con sátiros y centauros?
Esta repentina irrupción el el orden paradisíaco de la ciudad monacal -imagen de la Jerusalén celeste- de las fuerzas de la naturaleza desenfrenadas, representadas por el enloquecido ermitaño (que, en desconcertante juego de espejos, ha tomado a su vez la aparición de la joven y espiritualizada reina por asechanza diabólica) tiene como primer efecto traumático el de dejar marcada a fuego en la joven la estrecha vecindad de la sexualidad con la monstruosidad y el mal. Y es que en efecto, detrás de esa escena pánica está la diabólica mano de Jafer Niger, el demonio encargado del alma de Gormlai.
Sin haber buscado muy detenidamente, no he encontrado otra mención de este Jafer y es posible que se lo haya inventado Austin Clarke, que en todo caso le concede el primer puesto entre los suyos en cuanto a astucia.
Más grave aún otra secuela: una ávida, hidrópica curiosidad de comprender los más profundos arcanos del ser humano, los misterios de la feminidad y del sexo (que vienen siendo las preguntas de la Esfinge). Gormlai es mujer de exquisita sensibilidad y de extraordinaria cultura. Tiene a su disposición una nutrida biblioteca y todo el tiempo que se le antoje. ¿Para qué más? 
Bajo el trauma del susto, sus lecturas voraces la conducen todas a un horror del sexo, incluso en el matrimonio porque es pecaminoso en sí, y de la feminidad, vinculada al pecado original y la maldición de la sangre. Y precisamente el que este sea su principio es causa de que la perversidad del sexo es independiente de la voluntad del pecador. De donde nace una profunda repulsión de uno mismo.
Hogarth, El Demonio, el pecado y la Muerte.
Y aquí se riza el rizo, porque el asco de la sexualidad requerida por el matrimonio es tan mortificante que puede convertirse es ascesis y penitencia válida para la expiación de pecados propios y ajenos.
Esto es lo que explica la resignación con que Gormlai se somete al connubio con Cerball, personaje que de rudo pasa a bárbaro y causante de la muerte del buen Cormac, buen rey y obispo sin duda, pero pésimo para marido.

sábado, 16 de enero de 2016

La malvada tocaya

La novela The Singing-men at Cashel, de Austin Clarke, de la que recientemente me ocupaba, es, como suelen ser las de su autor, un relato bastante laberíntico y mechado de leyendas contadas de modo más o menos alusivo, donde el decurso de los tiempos queda neutralizado por el juego de paralelismos y prefiguraciones.
Vamos a ver un ejemplo: hacia el final de la novela encontramos al monje Ceallachán (este es el apellido que en inglés se escribe Callaghan, y tiene su origen en el Sur de Irlanda, en torno a Cashel) encargado de escribir, compilando la información de varias fuentes, la historia de la reina Gormfhlaith y sus maridos (véase la entrada anterior). Se trata de hechos ocurridos cien años antes de la redacción de su propia obra. Y el austero cronista ha tropezado (no podía ser de otra manera) con la novela amorosa de Niall y la princesa. Novela hoy desaparecida, como decía en la entrada anterior, pero que existía en la Edad Media (aunque probablemente aún no a principios del siglo XI, cuando supuestamente la lee Ceallachán).
Deirdre y Naoise en una ilustración de Helen
Stratton (1915). 
Acostumbrado a la sequedad de sus crónicas y anales, Ceallachán se siente un poco escandalizado por la frivolidad de los sentimientos y lances relatados, inspirados en las populares novelas de fugas de enamorados como las famosísimas de Diarmaid y Gráinne o de Deirdré y Naoise. Pero a la vez lo atrae la frescura y vivacidad del estilo y su espontaneidad y gracia no le permiten abandonar la lectura. 
Veamos: aislados en medio de una impenetrable niebla sobrenatural, los enamorados se asustan de lo intenso de su propia pasión, deciden separarse y parten cada uno por su lado. Pero eso no es lo que tienen determinado los dioses. Una música  de otro mundo los envuelve, y la diosa Aoibheall les envía sus hadas, con los rostros ocultos por sus capuchas, para que los conduzcan a las orillas del lago Uaithne, donde solía la reina Medb de antaño acudir a bañarse con sus damas. 
Se conocen en Irlanda varios lugares preferidos por las mná síde, las antiguas diosas, para sus baños. 
Carl Spitzweg, El baño de las ninfas.
William Butler Yeats cuenta en El crepúsculo celta que un día fue a visitar uno de esos baños y que la conversación con su guía recayó en Mary Hynes, mujer que tuvo fama de haberse llevado la palma de la hermosura en su tiempo y que fue celebrada en sus versos por el gran poeta Raftery.
-¿Pero cómo podía Raftery admirar la belleza de Mary Hynes, si era completamente ciego?
-¡Por eso mismo! ¿No ve usted que los ciegos ven a su modo, y sienten y saben y adivinan más que los que vemos? ¡Tienen una sabiduría y una agudeza especial, y son capaces de cosas que nosotros no podemos hacer.
Pero volviendo a la visión de Gormlai, aquella Aoibheall era, de hecho, una diosa que compartía muchos rasgos con Medb. 
Atraída por las mágicas y cristalinas risas de las hadas, Gormfhlaith o Gormlai cede a la tentación de bajar a la orilla del lago con su querido Niall. Las carcajadas, grititos y chapoteos de las hadas invisibles eran tan reales que no solo los enamorados podían oírlos, sino que incluso llegaban a los oídos del atónito monje Ceallachán, que durante unos instantes se creyó transportado por arte diabólica a los tiempos del paganismo. Pero no: las voces que percibía eran de este mundo y de su tiempo y procedían de un grupo de mujeres de carne y hueso que acababan de desembarcar con el sano y deportivo propósito de esparcirse y refrescarse en el lago.
Scarsellino, El baño de las ninfas.
Ceallachán las ve despojarse de sus mantos azules -color que augura muerte- de grandes capuchas y quedar en carnes, lozanas, rozagantes, risueñas y resplandecientes de alhajas de oro; le llegan retazos de su parloteo en la lengua de los daneses. En la más vieja de todas, pero no la menos bella, reconoce a Karmala, la que fue mujer del rey Brian Boru. Y al verla siente un escalofrío y "horrorizada fascinación" porque hasta su retiro monacal ha llegado la fama de la maldad diabólica de Karmala. Karmala, que había pasado por todos los reales lechos de Irlanda, entre los de los gaélicos y los de los vikingos y que había sido capaz de apostatar y sacrificar a los dioses paganos. 
Nuevo juego de espejos, porque Karmala es la forma adaptada a la fonética y grafía escandinavas de Gormlai, que era su verdadero nombre.
Karmala es la imagen invertida, el reflejo especular de su antigua tocaya Gormlai, mujer de Cormac, de Cerball y de Niall Glúndub.
Una de las sagas islandesas más largas, famosas y celebradas es la de Njáll el Quemado: Brennu-Njáls saga. En ella, que termina en la batalla de Cluain Tarbh o Clontarf, gran victoria de Brian Boru pero funesta para él y su estirpe, la cual quedó diezmada en ella, también aparece esta liante y rencorosa reina, llamada Kormlada o Kormlöd aquí. De ella se nos dice que era la más bella de las mujeres, pero también la peor en sus actos. Belleza que desafiaba al tiempo: que para la batalla de Clontarf Gormlai era ya una mujer de más de sesenta años. 
Según la saga, Gormlai estaba divorciada del rey Brian y lo aborrecía hasta el punto de que envió a Sictrygg, su hijo, a pedir la alianza del jarl de las Orcadas, ofreciéndose a sí misma como pago, con la corona de Irlanda, si Brian era vencido. No contenta con ello, como toda ayuda era poca, lo mandó a solicitar a cualquier precio el auxilio de un pirata vikingo que andaba haciendo de las suyas por aquellas islas.
-Hijo ¿qué te ha dicho el vikingo ese? -le preguntó a la vuelta.
-Que de acuerdo, pero si le das tu mano y la corona.
-¿Y tú que le has contestado?
-Que vale, que bien.
-Así me gusta, eso es saber negociar; lo único, tener cuidado que no se cosque ninguno de los dos toláis.  
Brian Boru arengando a sus tropas antes de la batalla de Clontarf.Mural de James Ward
Esto de poner en almoneda sus propios encantos (o de los de su hija) a cambio de la ayuda militar es cosa que también recuerda a Medb: da la sensación de que la figura legendaria de Gormfhlaith, mujer de Brian Boru, se inspiró en parte de la gran reina guerrera de Connacht.
Si hemos de creer a Yeats en El crepúsculo celta, Medb seguía apareciéndose en sus tiempos, a principios del siglo XX, y conservaba la fama de una mujer guerrera bellísima, pero que había ido por el mal camino y tenido mal fin. Una anciana que la había visto varias veces le dijo al poeta: "de eso mejor no hablar; que se quede entre el libro y el que oye leer". 
Y también le contaron de un joven a quien la antigua reina había salido al camino:
-¡Eh, mozo!: vengo regalando oro y placeres; ¿cuál de las dos cosas escoges?
-¡El oro no!
Y había gozado los amores de la reina milenaria hasta que se hartó de él y lo dejó loco de tristeza, repitiendo siempre la misma canción llorosa.
Esta locura de melancolía erótica también dicen que afecta a los que sorprenden en su baño a las ninfas y Marguerite Yourcenar tiene escrito un cuento de un pobre muchacho que la padeció, en una isla griega.
De manera que Kormlada repetía una conducta consagrada por la leyenda cuando iba tentando a los guerreros con el cebo de sus encantos y su poder.
Aquel vikingo al que su hijo la ofreció, llamado Bródir, era un apóstata, como ella misma. Había sido cristiano; era un hechicero consumado. Su aspecto era feroz: su negra cabellera era tan larga y espesa que se la liaba a la cintura como grueso cinturón. Tenía un compañero de correrías llamado Ospákr que siempre se había mantenido fiel al paganismo. Por aquellos años aún era reciente la conversión de Islandia al cristianismo.

Bródir, tras concluir su trato, fue víctima de grandes y ominosos prodigios. 
El primero fue una lluvia de sangre hirviendo, que escaldó hasta la muerte a varios de sus hombres y duró toda una noche.
El segundo, la noche siguiente, fue que hachas, lanzas y espadas parecieron cobrar vida y elevándose en el aire, reñían con saña entre sí y contra los hombres, de los que mataron uno en cada barco.
La tercera noche fueron víctimas de una bandada de cuervos con uñas y picos de hierro, que les estuvieron moviendo guerra hasta el amanecer.
Afirma Régis Boyer (traductor de la saga al francés y gran conocedor de la cultura escandinava antigua) que esta clase de sucesos anunciadores de combates y matanzas se da poco en la literatura nórdica y es más propia de la imaginación céltica. No hay duda de que escandinavos e irlandeses se habían empezado a mezclar y sus culturas sufrían mutua influencia, del mismo modo que las grandes familias reales de Irlanda no tenían empacho en  aliarse por matrimonio con los poderosos recién llegados.
Armas mágicas, musicales, que anuncian cantando las muertes que van a causar sí aparecen con frecuencia en la tradición escandinava. Una de ellas desempeña importante papel en la novela de Sigrid Undset Olav Audunsson, cuya acción transcurre en la Noruega medieval.
En cuanto a los cuervos como animal emblemático de la muerte en combate, son frecuentísimos en la literatura irlandesa. Mórrigán, la diosa guerrera, se hace acompañar de ellos o adopta su forma; también son aves caras al dios Lug (como estudia Bernard Sergent, que ve en esto una de las muchas semejanzas entre el dios celta y Apolo).
Bródir consultó aquellos espantos con su amigo, que le contestó:
-La sangre que habéis sufrido es la mucha que se va a derramar; las armas animadas significan un combate encarnizado que se avecina y los cuervos son los demonios que os van a llevar al mismísimo infierno.
-¡Pero si tú no crees en demonios!
-Yo no creía, pero con lo que me cuentas me has convencido.
Y se hizo cristiano y se unió a las tropas de Brian Boru. 
Bródir no desistió de su empeño; él fue quien mató a Brian Boru, a decir de la saga, decapitándolo: surgió como una aparición, cogiéndolo por sorpresa donde estaba, apartado de la lucha, con un puñado de leales. No había querido pelear en Domingo de Ramos, o fuese devoción o superstición. Al comprender lo que había hecho, Bródir se dio rápidamente a la fuga, gritando:
-¡Eh, eh! ¡Decid que yo, Bródir, he matado al rey Brian!
Y desapareció tan deprisa que no les dio tiempo a reaccionar.
 También había mutilado a uno de sus hijos, cortándole un brazo, pero la sangre del rey derramada sobre la herida del príncipe, la sanó. Cuando, acabado el combate, fueron a recobrar el cadáver del rey, vieron que la cabeza se había unido de nuevo al tronco, milagrosamente. Brian murió en opinión de santo y se contaron varios milagros que había obrado.
En cuanto a Bródir, tras la batalla cayó preso de un pelotón enemigo y le dieron una muerte  horrible. 
Una valkiria tejiendo. Brunilda, por August Malmström.
Lejos de allí, en Caithness, Escocia, un hombre vio en una cabaña, a través de una rendija, a varias mujeres que tejían reunidas, cantando. Su telar tenía por pesas cabezas humanas. Trama y urdimbre eran de intestinos, la lanzadera una espada y los carretes flechas. Eran valquirias, tejedoras de los destinos, que celebraban la gran cosecha de héroes que se esperaba. No en vano las valquirias son "las que escogen a los caídos en combate", que es lo que significa val: y por eso los val se reúnen y celebran sus banquetes en el Valhöll, que nosotros decimos Valhalla, "el Salón de los Caídos". 
Estas apariciones macabras y sangrientas antes de las batallas más encarnizadas también son cosa frecuente en la épica irlandesa medieval. ¡También, al parecer, la palabra val, del antiguo nórdico, está emparentada con la irlandesa fuil, "sangre"!

jueves, 10 de diciembre de 2015

La reina tres veces viuda y el fantasma de su amor

Hace algunos meses me estuve ocupando de un par de novelas del irlandés Austin Clarke (ver Dioses, ángeles, genios y santosSan Marbhán y el mito de los poetas). Ahora vuelvo a él y al tercero de sus relatos novelescos, segundo cronológicamente, The Singing-men at Cashel (1936).
Esta es una novela histórica con personajes reales, de cuya existencia sabemos por los anales y otras fuentes medievales, generalmente parcas y equívoca, por otra parte. Protagonista de la narración es Gormlaith, hija del rey supremo de Irlanda Flann Sinna y mujer y viuda de otros tres reyes: Cormac mac Cuillenáin, Cerball mac Muirecáin y Niall Glúndub (Rodilla Negra), muertos en combate los tres, todos los cuales desempeñan importante papel en la narración.
La época en que la acción se desarrolla -en torno al año 900- es crítica en la Historia de Irlanda. Es el período en que los reinos del Sur de la isla se ven obligados a hacer frente a la pujanza expansionista de los Uí Neill, principal poder en el Norte desde siglos atrás. La dinastía dominante en el Sur, los Eóganacht, reinaba sobre una multitud de pequeños estados y pueblos laxamente unidos y mantenía tradiciones políticas más arcaicas que sus rivales del Norte, deseosos de establecer una unión más estrecha entre sus distintos pueblos y una continuidad dinástica basada en la alternancia en el trono de dos ramas de la misma familia. Gormlaith pertenecía a la estirpe de los Uí Neill, que se acabarían imponiendo por poco tiempo a los Eóganacht para ser derrotados un siglo más tarde por Brian Boru, de los Dál Cais (otro pueblo de Munster).
Incursión vikinga, por Luminais.

Por otro lado, los vikingos, no contentos con sus repetidas incursiones de saqueo, empezaban a establecerse fundando pequeños estados con la intención de permanecer colonizando el territorio. Los reinos locales buscaron la alianza de aquel nuevo poder, que a se aprovechaba a su vez de las rivalidades de los irlandeses.

Gormlai, Gormlaith o Gormfhlaith , hija del rey supremo de Irlanda Flann Sinna, la protagonista, es una figura de cierta importancia en la literatura irlandesa. Distintos manuscritos le atribuyen más de una decena de poemas. Con seguridad no fue ella quien los escribió, pero sabemos que se remontan por lo menos al siglo XV y probablemente al XIII o aun al XII. El gran filólogo Osborne Bergin los recopila en su estudio y antología de la poesía bárdica, aunque no lo son propiamente, sino poemas líricos inspirados por acontecimientos dramáticos de su vida.
Como sabemos también que existió un relato medieval de ficción, hoy perdido, que la tenía por protagonista, Serc Gormlaithe do Niall (El amor de Gormlaith a Niall), es lo probable que aquellos poemas estén puestos en boca de la princesa novelesca y no de la histórica.
Los Anales de Clonmacnoise, epítome inglés de una crónica irlandesa perdida, mencionan algunos de esos episodios.
Nos son conocidos sus tres matrimonios, fracasados los dos primeros por la santidad de un marido y la brutalidad del otro y trágicamente interrumpido el último por la muerte en combate del único amado, Liam Glúndub, en guerra contra los invasores escandinavos del reino de Dublín, en 919. También de la trágica pérdida de su hijo, ahogado, y de cómo en su tercera viudez, caída en la miseria, iba pidiendo por las puertas y soportando las humillaciones de quienes la habían servido beneficiándose de su generosidad.
Tugas di gallcochal gorm
agus corn sealbha na salm
agus tríocha uinge óir:
mairid ag Móir Mhuighe Sainbh.

Tug sisi damhsa anocht

-nocha maith cumann nach ceart-
dá deachmhadh do chóirce chrúaidh
dá uigh chirce ar mbáin dá beart!

Yo le di un manto azul vikingo,

y una funda de cuerno para los salmos
y treinta onzas de oro:
¡Todavía los tiene, Mór de Mag Sainbh!

Ella a mí me ha dado anoche

(no está bien corresponder con ruindad)
dos puñados de avena dura,
dos huevos de gallina que sacó de un talego...

Una noche, en sueños, se le apareció su difunto amado.

-He venido a pedirte una cosa: que no llores tanto mi muerte. No creas que los llantos de los vivos nos sirven de ayuda a las almas en la otra vida: al revés.
Esta creencia en lo perjudicial de los lamentos por los difuntos, curiosamente, se encuentra también en Bretaña: Anatole Le Braz le dedica bastantes páginas de su La légende de la Mort...
Comunicado su mensaje, Niall se dio media vuelta y se marchó sin más palabras. Gormlaith quiso trabarlo de la ropa, pero se le escurrió de entre los dedos. Se abalanzó sobre él por retenerlo y la despertó el vivo dolor: cuando creía ir a abrazar a su marido, se había arrojado sobre uno de los montantes de la cama, que se había hincado en el pecho. 
Tres o cuatro días sobrevivió con la terrible herida antes de morir: así lo expresa el poema medieval, puesto en boca de la pobre reina:
Uaithne don iobhar áluinn
fám iomdhaigh is eadh tárruinn:
tharla m'ucht fán uaithne corr,
gur ro scoilt mo chroídhe a ccomhthrom.

Un montante de hermoso tejo

de mi cama fue lo que agarré:
El pulido poste me traspasó el pecho,
partiéndome el corazón en dos mitades...

Dora Sigerson Shorter, escritora irlandesa de la época del renacimiento literario de aquel país, dedica a esta muerte romántica un poema, donde dice que, según algunos, cuando sus manos cogieron en vano la vestidura de Niall, este había murmurado: "¡Vente!". 
Un fantasma en la alcoba. Clerk Saunders,
por Elisabeth Siddal
El propio Austin Clarke, en The confession of Queen Gormlai, del libro Pilgrimage and other poems (1929), ya había esbozado un resumen poético de la vida y muerte de la legendaria reina antes de dedicar a tan poética figura su novela.  
Su personaje novelesco tiene evidente relación con la representación de la Soberanía como una mujer que se aparece unas veces juvenil, radiante y poderosa y otras decrépita, enferma y miserable, motivo repetidísimo en la tradición irlandesa a lo largo de los siglos. 
El personaje real parece haber tenido otras luces y otras sombras. Con su segundo marido Cerball  (Carroll, escrito a la inglesa, en la novela de Clarke), su tirano, del cual huyó y se divorció en la leyenda, parece que en la realidad conspiró para dar muerte a Cellach Cermáin y su mujer, porque aquél quería disputar a Cerball la corona de Irlanda.
Al final de la novela de Clarke vemos que todo el relato está siendo leído por un copista un siglo después de la acción principal, en tiempos de Brian Boru, que consiguió por fin la unificación de Irlanda y la derrota del poder vikingo en la batalla de Clontarf, donde 
encontró la muerte junto a muchos otros miembros de su familia.
Jorge Luis Borges, dicho sea de paso, escribió un estupendo cuento sobre un rey supremo de Irlanda que encargaba a un bardo una oda celebrando el triunfo de Clontarf. Es "El espejo y la máscara", en El libro de arena. Este rey no podía ser Brian Boru, que había muerto. Sería su sucesor Mael Sechnaill mac Domhnaill. Pero no es muy probable tampoco que este  encargase ditirambos de Brian, que lo había desplazado del trono supremo de Irlanda.
Preparativos de la batalla de Clontarf, por Hugh Frazer.
En la novela de Clarke los personajes de ficción se mezclan con los históricos y se codean con otros personajes que pertenecen a otras obras muy anteriores. Vemos, así, desempeñar importante papel a Anier mac Conglinne, protagonista de la visión burlesca relatada en el medieval Aislinge meic Con Gline y aquí emprendedor muy a su pesar de una expedición al Purgatorio de San Patricio. El Anier de Clarke es un joven clérigo goliardesco enredado una y otra vez en cómicas, vodevilescas aventuras amorosas que no dejan de recordar al Arcipreste de Hita.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán (2): músicos, alquimistas y el celtismo del revés

En medio de la tormenta, la nave -el Polyphème- surca el Canal de la Mancha. Los acontecimientos se han sucedido con rapidez: un peligrosísimo prisionero ha huido lanzándose al mar proceloso por la borda; otro barco lo ha rescatado providencialmente a sus tripulantes; abriendo fuego, el Polyphème lo ha incendiado y hundido; también se ha mandado a pique a los botes de salvamento y tiroteado a sus tripulantes, sin perdonar más que a un niño de pecho, arrancado a los brazos de su madre.
Robert Salmon, Tormenta en el mar.

Los navegantes del Polyphème celebran consejo. Son corsarios bretones, juramentados italianos pertenecientes a lo más secreto del carbonarismo  y un músico irlandés que viaja a Francia con su hija en busca del trabajo y el porvenir que su "menesteroso país" les niega. Los acompaña, de incógnito, el novio de la irlandesa, un aristócrata de la más rancia nobleza bretona. La muchacha, Amelia, es una encantadora jovencita y toca el arpa con virtuosismo.
Padre e hija viajan bajo disfraz. Hemos visto en la anterior entrada que se trata de Dorff, relojero alemán fugitivo de la policía francesa; pero tras esta identidad se oculta otra más secreta, la de Luis de Borbón, hijo de Luis XVI y legítimo pretendiente al trono de Francia. Escalera de equívocos e imposturas.
Emilia Pardo Bazán (a cuya novela Misterio pertenecen personajes y lances) deja caer en alguna ocasión que ese par de extraños viajeros ha dado a veces pie a los más escandalosos comentarios. Como las otras que refería de la Quimera y de Un cura casado.
En todo caso, esa simpática pareja -el músico algo bohemio y su hija prodigio- recuerdan vivamente a otros dos personajes, reales estos: Sydney Owenson y su padre. 
Sydney Owenson, Lady Morgan. Cabeza, por
David d'Angers.
(foto Selbymay, tomado de Wikimedia commons).
Robert Mac Owen, actor irlandés de poca fortuna, que mudó su apellido por el de Owenson, de resonancia más inglesa, descubrió pronto el talento de su hija Sydney y supo convertirla en un fenómeno de la comunicación de masas. Sydney Owenson tocaba el arpa, recitaba, cantaba, bailaba, escribía poesías y novelas con éxito. De ellas proceden dos de sus nombres artísticos: Glorvina (del irlandés glór binn, "voz dulce"), aparentemente osiánico, y The Wild Irish Girl. Actuó en diversas ciudades y cortes y relataría sus experiencias en novelas y libros de viajes. Sus libros expresan ideas de exaltado liberalismo y favorables a las libertades de Irlanda. Andando el tiempo, haría fortuna y se ennoblecería casando con un Lord Morgan. Aparte de su éxito como "best seller", hay que reconocerle al menos una contribución importante a la literatura con la creación del género llamado national tale: narración de asunto nacional, a veces de tema histórico reciente, y cuyo propósito es contribuir a la construcción de la nación, Irlanda en su caso.
Yo estoy convencido de que el national tale de Lady Morgan, hoy generalmente olvidada por el público y aun los estudiosos en nuestro país, influyó en la idea de obras como las Historietas nacionales de Alarcón o los Episodios nacionales de Galdós, amén de otras en que la influencia no se revela desde el mismo título. Y desde luego en la narrativa histórica de hechos recientes de Benito Vicetto, otro autor tan influyente en su día como olvidado hoy, y bien conocido de Pardo Bazán.
Y supongo que un personaje del carácter de Lady Morgan, que ganó fama y reconocimiento por su literatura (lo único de su actividad creativa que hoy podemos juzgar), dio pruebas de independencia y conjugó ideas avanzadas con la devoción a una tradición nacional que ella creía milenaria, tuvo que despertar la simpatía de Emilia Pardo Bazán.
Los personajes de Lady Morgan muestran muchas veces propensión al disfraz, y yo creo que Pardo Bazán aquí disfrazó a Amelia de ella.
Estos irlandeses (fingidos) no son, de ninguna manera, los únicos que nos cruzamos por las obras de Pardo Bazán.
Vamos a ver otros que se me ocurren ahora.
La primera novela suya, Pascual López, es, como reza su subtítulo, la autobiografía de un estudiante de Medicina; estudiante de Santiago, pobre y que vive su pobreza con dolor y humillación.  
Este tipo, y pido perdón por volver una y otra vez a un autor que me interesa mucho, ya aparece retratado en el personaje de Aniano Oucei de Las tres fases del amor, conjunto de tres novelas cortas de Benito Vicetto, y creo que Pardo Bazán lo tuvo presente al idear a su personaje. 
No tarda Pascual en caer bajo la influencia de un genial y extravagante profesor, el irlandés O'Narr, apodado Onarro por los estudiantes. Ya es este O'Narr un científico con ribetes de místico y prometeico, de la categoría del Luz de La Quimera, cuyos precedentes vimos en el último Zola (Le docteur Pascal), Barbey, Balzac (Le chef-d'oeuvre inconnu, La recherche de l'absolu), Hoffmann (ver Lagunas malditas y rumores de incesto).
Karl Spitzweg, El alquimista (hacia 1860).

Quiere esto decir que desde el principio hasta el fin de su carrera de novelista el personaje le estuvo interesando. 

En el Santiago de aquella época, donde, con la Universidad, convivían las ideas más avanzadas con las más retrógradas, O'Narr pasaba por alquimista, buscador de tesoros y punto menos que nigromante. Su empeño es la transmutación de la materia y la obtención de diamantes a partir del carbono.
No es un tipo del todo fantástico, aunque sí anacrónico, este O'Narr. La ciencia del Romanticismo estaba empapada de un mágico espiritualismo; el eminente químico irlandés Peter Woulfe (muerto en 1803), cuyas contribuciones a la ciencia fueron varias y notables, era adepto de la Alquimia y seguidor de Richard Brothers, que quería fundar un estado judío en Palestina con los miembros de las tribus perdidas de Israel que andaban desorientados por Inglaterra sin saber siquiera quiénes eran.  
Y bien puede que guardase memoria la novelista del caso  -muy anteror- de Patrick Sinnot, condiscípulo de O'Sullivan Beare (el historiador y hagiógrafo al que he citado ya alguna vez en estas entradas), uno de los primeros exiliados irlandeses del siglo XVII, que fue profesor en la Universidad de Santiago y acabó procesado por la Inquisición por sus ideas e investigaciones astrológicas. Luis Seoane escribió sobre él su obra O irlandés astrólogo.
Acosado por la necesidad, pero también por la curiosidad, Pascual se asocia a los experimentos del irlandés, cuya personalidad le fascina. Como el doctor Luz de La Quimera, cíclope de un nuevo fuego que no sospechaba la joven novelista al idear Pascual López, O'Narr es una especie de salamandra o genio ígneo (a la manera de Coppelius) y morirá víctima de sus indagaciones en una explosión. Una apoteosis a la manera de Empédocles. Y al igual que sucede con el oro de los duendes, nada de valor saca Pascual López de su pavoroso intento de enmendar la plana al tejedor del mundo. 
Irlanda es un país al que se asocia con lo mágico y lo misterioso, y uno imagina que la nacionalidad de O'Narr contribuyó a su fama de brujo.
Pero ahora voy a saltar de las primeras a las últimas novelas de Pardo Bazán. Una de ellas, El niño de Guzmán, quedó inconclusa, o mejor dicho falta de una segunda parte: la narración del anunciado viaje por España del protagonista, relato que prometía ser de un curioso noventayochismo. Pero la narración queda interrumpida bruscamente -original efecto- por el último acontecimiento narrado, que no pertenece al cuento: el asesinato de Cánovas.
Angiolillo, autor de la muerte de Cánovas,
ante el tribunal. Litografía del siglo XIX
Su asunto es semejante al de la gran novela La feria de los discretos de Baroja: el choque con la realidad patria de un joven español educado en Inglaterra.
Anita, la madre del Niño de Guzmán, se crió con un aya irlandesa, recomendada a la familia por su pariente don Leopoldo O'Donnell y apodada por ello la Odónela. Esta le hizo las veces de madre y supo ganarse todo su cariño. Anita se casó, enviudó y marchó a Inglaterra, donde murió de pleuresía por causa del clima dejando un niño de corta edad, cuya educación quedó encomendada a un cuñado de la Odónela, personaje quijotesco de apellido O'Neal.
La influencia de este irlandés estrambótico y medio místico, que había estado a punto de ingresar en los jesuitas, fue crucial en la educación del Niño de Guzmán. 
Emilia Pardo Bazán cree en el destino de las naciones y para ella el de Irlanda es odiar a Inglaterra. Dada la época en que sucede la acción, esto es sinónimo de odio al moderno y zafio capitalismo, apisonador de los nobles y antiguos valores de las naciones: un sentimiento nada extraño en España, por otra parte, en vísperas del desastre del 98. 
En tal situación espiritual, lo lógico sería buscar refugio en las pasadas glorias de la Historia nacional, pero -dice Pardo Bazán- hasta ese consuelo le está vedado a O'Neal, porque... ¡la Historia de Irlanda apenas existe!
Tan desconcertante opinión se comprende mejor al ver que Pardo Bazán lo que está haciendo es extrapolar a Irlanda una polémica apasionada que se había dado en Galicia en los años 60 de su siglo. La existencia de una Historia nacional gallega era uno de los asuntos que se debatieron en los Juegos Florales que cuajaron en el fundacional Álbum de la Caridad y su construcción tarea ardua a que se dedicaban ingenios como Martínez Murguía, el marido de Rosalía Castro, y Benito Vicetto, entre otros.
Muchos escritores y pensadores gallegos encontraron la respuesta a ese vacío histórico, en que veían esfumarse su pasado (y por lo tanto su identidad), en una mítica antigüedad céltica, donde Irlanda y Escocia ocupaban un lugar muy principal: fueron los autores de la llamada cova céltica, encabezados por Murguía, fundamentales en la construcción (¿invención?) de la ideología nacional de Galicia.
Emilia Pardo Bazán idea en esta novela el fenómeno contrario. O'Neal el irlandés busca su tabla de salvación en España. Pero no la España real, sino otra idealizada, imaginaria, edificada a base de lecturas de los románticos y del Romancero Viejo y libros de caballerías (como un nuevo Quijote). La amistad que mantuvo en su juventud con Fernán Caballero y que siempre recuerda con nostalgia no hace sino confirmarlo en sus sueños caballerescos, que son la imagen de España que transmite a su pupilo.
El Cod Campeador, por Philipp Foltz

Es verdad que en Irlanda existía en la época esa visión novelesca de España: alguna poesía de Moore o de Samuel Ferguson (uno de los que redescubrieron los mitos irlandeses como fuente de inspiración poética) lo demuestran. La feria de los discretos, la novela de Baroja que antes citaba, la caricaturiza en un matrimonio de turistas franceses que recorrer Córdoba ávidos de ese pintoresquismo exótico y fantasioso.

Como se puede suponer, el choque del Niño con la realidad, degenerada y decrépita, de España y su sociedad, es cruel y llega a provocarle un serio desequilibrio nervioso. El Niño de Guzmán es el relato de un cruel desengaño, y no es casual que su final atropellado sea un asesinato que, simbólicamente, señala la muerte de un régimen exangües y fantasmal sostenido, como el Caballero Inexistente de Italo Calvino, por fuerza de voluntad.
La justificación científica -rasgo de ironía de la novelista- de los delirios de O'Neal es la misma de que se valían los celtómanos gallegos de finales del XIX: la identidad racial de Irlanda y "ciertas provincias españolas", perceptible en una mutua simpatía, en un sentido de familiaridad inmune al paso del tiempo: "Los celtas ibéricos y los irlandeses no han cesado de sentir que corre por sus venas la misma sangre".
Pardo Bazán continúa bromeando con la ideología celtizante de los regionalistas gallegos: para ellos, la ruina de la nacionalidad gallega vino del contacto con otros pueblos que desvirtuaron su pura esencia céltica, conservada acaso en el santuario de la Galicia más aislada. O'Neal, por el contrario, deplora el aislamiento de Irlanda envidiando una Hispanidad formada por distintas razas fundidas en el crisol de la Historia sin que hayan perdido sus valores propios al unificarse. 
Una y otra visión igualmente fantásticas.  

domingo, 8 de noviembre de 2015

Celtas en Pardo Bazán: los bretones de Misterio

A la vuelta del verano traía yo a colación algunas parejas insólitas de novelas de Pardo Bazán que, remontándonos a través de Barbey d'Aurevilly y del Hombre de la Arena de Hoffmann acababan conduciéndonos al antiguo elfo de los sueños.
Ahora me llama la atención por el mismo motivo otra novela de la misma autora. Se trata de Misterio, largo relato cuya rápida y ágil acción transcurre durante el reinado de Luis XVIII de Francia.
Por su asunto, se trata de una novela histórica de acontecimientos recientes, género que en España cultivaron no poco los románticos y culminaría en los Episodios nacionales de Galdós y, más tarde, en las Memorias de un hombre de acción, de Baroja. Por lo variado y sorprendente de los lances, se acerca a la novela popular de tema histórico, a la manera del Dumas de El collar de la reina.
El delfín Luis XVII en el busto de Bélanger.
Personajes principalísimos de la novela son Dorff y su hija Amelia, emigrados en Londres y perseguidos porla policía francesa, a los que se nos presenta desde el principio de la novela en una vibrante escena de asesinato frustrado con nocturnidad, frustrado por la aparición del joven protagonista.  
Tras el transparente disfraz de Dorff se oculta el personaje histórico de Naundorff, uno de los varios aventureros que, en la Restauración francesa, aparecieron afirmando ser el Delfín Luis XVII y reclamando su derecho a la corona.
Este padre y esta hija fugitivos nos traen a la memoria a otra pareja similar de la novela española: el doctor Aracil y su hija María en el Londres de La ciudad de la niebla. Como en la novela de Pardo Bazán, también en la de Baroja resulta ser la hija la que se muestra decidida y audaz, mientras el padre, acobardado y perdido en sus fantasías e ilusiones, resulta incapaz de dar un paso en el mundo real.
Dorff no es médico como los doctores Aracil de La dama errante y La ciudad de la niebla, Luz de La quimera y Sombreval de Un cura casado de Barbey d'Arevilly. Es relojero y mecánico, como el verdadero Naundorff y como los intrigantes personajes de Copelius y Coppola en El hombre de la arena de Hoffmann.
Tras el ataque de que es objeto, Dorff tiene que huir de Inglaterra con su hija, lo que consigue gracias a la ayuda del prometido de esta, el marqués de Brézé, que les proporciona pasajes a Francia y disfraces de Irlandeses: trajes grises y raídos, amplio levitón para Dorff y un calesín de paja con cinta de terciopelo para Amelia. 
Si el calesín era similar al sombrero de calesa, se trataba de un gorro plegable inspirado en las capotas de esos carruajes. Montado sobre varios aros rígidos, se aplastaba en acordeón.
Familia irlandesa desahuciada, hacia 1845.
Grabado de la época. 
Era frecuente ya -dice la novela- la emigración a Francia desde Irlanda, ese "menesteroso país".
La travesía se efectúa a bordo del Polyphème, barco que parece un congreso de celtas, pues además de aquellos dos, fingidos, lo son el capitán, Soliviac -armoricano- , el simpático novio de Amelia y buena parte de la marinería.
Este de Soliviac no es apellido bretón sino más propio de Aquitania y Dordoña. En el Sudoeste encontramos Salviac, Solviac y Souviac. La fisionomía del marino, miembro de la sociedad secreta carbonaria, revela tanto su carácter de hombre de acción como su identidad racial. En la noche, se ven brillar fosforescentes "sus verdes ojos célticos".
A Bretaña, pues, se encamina el navío, fletado por los revolucionarios conjurados, y toma tierra junto al castillo de Picmort, entre Saint Brieuc y Dinan, cabeza del señorío de Guyornarch (es error por Guyomarc'h u otro apellido semejante, como el del famoso celtista Guyonvarc'h) y del marquesado de Brézé, tierras que Emilia Pardo Bazán cree, equivocadamente, pertenecientes a la Baja Bretaña. Es el solar, por tanto, del prometido de Amelia.
Un castillo bretón en el bosque. Elven,
en Morbihan. 
El castillo de Picmort se encuentra en el límite de tres espacios, todos ellos representativos de lo que está fuera del cosmos, del mundo regular y organizado: el mar, las dunas y pantanos y el bosque. Estos tres dominios de la naturaleza indómita, digámoslo de paso, son los mismos que encontramos en las novelas de ambiente normando de Barbey d'Aurevilly, especialmente Una antigua querida (Une vieille maîtresse).
Aumentando el aura fantástica y misteriosa de esos parajes, siguen vivos en ellos el espíritu y la raza de sus antiquísimos pobladores los celtas, cuyos venerables monumentos -los inevitables megalitos, "rudos pedruscos célticos"- alzan sus hitos negruzcos y cubiertos de líquenes; y cuya tenacidad en el apego a las tradiciones explica la terquedad y la saña de la Chuanería, guerra popular de resistencia a la Revolución Francesa.
La continuidad de aquella población, su carácter, creencia e instituciones desde los tiempos más remotos tiene su símbolo en el sepulcro del antiguo rey bretón Erispoë (Erispol dice Pardo Bazán), sobre el cual se erige el castillo de los Brezé. Según la novela, dice la leyenda que los restos de Erispol tenían su sepultura en la Bastilla: no conocía esa creencia.
A pesar de todas las revoluciones y cambios políticos, los Brezé son soberanos indiscutidos en sus territorios porque la población reconoce y venera casi fanáticamente la soberanía que reside en su familia desde los primeros pobladores.
Es esta una idea que otros autores gallegos habían desarrollado antes que Pardo Bazán -referida a Galicia-, y de hecho uno de los fundamentos ideológicos de la Historia de Galicia de Benito Vicetto.
La identidad celto-bretona, defendida con uñas y dientes por la población, se ostenta en el traje, que siempre fue causa de extrañeza, curiosidad e intriga para los franceses.
Según el historiador Benito Vicetto, bien conocido de la autora, el traje bretón se remontaba en parte a la más remota antigüedad: bragas, zuecos y guedejas ya caracterizaban al pueblo del rey Brigo, antecesor de los celtas. Completan este atuendo la chaqueta bordada, blanco chaleco, el bastón garrote, arma primitiva de los brigantinos y, leeremos más tarde, el ancho sombrero de fieltro. La mujer se toca con la cofia "de austeras líneas monacales": el gallardo tocado que hoy conocemos, con sus enormes cogoteras, orejeras y visera de encaje almidonado, más o menos desarrolladas según las comarcas, es fruto de una evolución reciente, de los dos últimos siglos. Más adelante se detendrá también la novelista en describir los trajes típicos de boda.
Adolphe Leleux, Boda en Bretaña, 1863. Aún se gastaba la cofia
de austeras líneas monacales. 
Dos son en Misterio los personajes que aparecen luciendo el traje bretón; bien misteriosos ambos. El primero un anciano heroico veterano de la chuanería, que a impulso de las visiones que lo atormentan se atreve a plantarse ante las ventanas del rey, solicitando audiencia con tácita y britónica terquedad. Un aura de divinidad lo rodea: "su cabeza, descubierta al sol y que envolvía copiosa melena ondeada, ardía en un incendio de plata refulgente" (detalle lo extraño en un bretón, que tenían a gala permanecer cubiertos hasta dentro de las casas). Sus "ojos verdes, gatunos, fatídicos" son como los de su paisano el capitán Soliviac: los ojos verdes debían de parecerle a Pardo Bazán características de los celtas.
Charles Loyeux, Centinela chuan en
una iglesia
. 
Aquel anciano encarna el pasado, la tradición, y parece directamente venido de los tiempos en que "los antiguos druidas bajo el árbol afilaron la segur". Y por eso mismo, obediente, comunica su oráculo: el rey usurpador , Luis XVIII, debe ceder el trono al legítimo, encarnación de la soberanía patriarcal, que se oculta bajo la personalidad de Dorff.
La lealtad casi idolátrica del viejo guerrillero es ese "extraño y decidido amor del bretón a sus señores", que dice Pardo Bazán: a los propios, no a los impuestos desde fuera. Es rasgo que comparte con Juan Vilain, pastor y guardés del señor de Brezé, personaje de importancia crucial en la novela.
Este principio, sentimiento o instinto de lealtad a los principios, a las personas y linajes que los encarnan, por encima de los más vitales intereses del individuo, lo encontraremos una y otra vez en Barbey, asociado a la chuanería, a la devoción de los campesinos y gente del pueblo y a los ideales caballerescos de la aristocracia.
No faltaron autores, entre ellos Michelet, que vieron en la chuanería un último y supremo esfuerzo, chisporroteo final de la vela, arranque suicida de energía de los celtas de Galia ante el empuje victorioso de la civilización representada por los valores clásicos, tan aplastantemente dominantes en la ideología revolucionaria y su gélido neoclásicismo.
No es de extrañar que haya suscitado, pues, el interés de Pardo Bazán, persuadida de los orígenes celtas de Galicia. También el carlismo popular despertó simpatías entre escritores gallegos nostálgicos de un pasado de gloriosa independencia, o, como decía Vicetto, "nacionalidad".
Volviendo a Misterio, al celta Juan Vilain precisamente por su fidelidad perruna encomienda Brezé la defensa y custodia de su prometida.
Juan Vilain es uno de esos personajes "semi-reales y semi-fantásticos" caros a la imaginación romántica, semejante a un "duende de las viejas torres y que a veces parece pertenecer al reino mineral", "inmóvil y derecho como las piedras druídicas". Con este ser pétreo, pero capaz de las más volcánicas pasiones, busca refugio Amelia en los dominios de Brézé.
En su viaje, tan lleno de peligros como preñado de significados simbólicos, Amelia atraviesa el pavoroso y caótico mundo del bosque para adentrarse en un laberinto subterráneo, ascensión contra corriente por los intestinos de la tierra cuyos horrores desembocan en el lugar paradisíaco, ajeno al espacio y al tiempo, "mágico aposento y decorado de ópera" (la ópera, en el Romanticismo, no había perdido del todo el carácter mágico y fantasmagórico que tuvo en sus orígenes y destaca Rousset en Circé et le paon). Todo en él remeda o conserva el lujo y el bienestar hedonista de setenta años atrás: un mundo que, para unos aristócratas que acababan de sobrevivir a las tormentas de la Revolución -los personajes-, debía de teñirse con los tonos pastel de un paraíso perdido rococó, y que para la novelista de fines del XIX era el de las fiestas galantes de Verlaine y el Modernismo.
Un lujoso interior a mediados del siglo XVIII. La marquesa
de Pompadour
, por Boucher.
Ahora bien, como muchos mundos paradisíacos del mito, hay una pega: es un mundo estanco sin escapatoria. 
La inocente virgen, sola y desamparada, a cargo de una reducidísima servidumbre leal hasta la muerte... a otros amos, en el ombligo del laberinto tenebroso, responde perfectamente al estereotipo de la novela gótica y sádica, descrito y estudiado or Annie Lebrun en Les Châteaux de la subversion. Con la diferencia de que, a lo largo de su vida breve pero asendereada Amelia va dejando de ser la indefensa tórtola en las garras del azor, como terriblemente demostrará al final de la novela.
No deja de tener este castillo de Picmort sus semejanzas con el otro, normando, de Un cura casado  de Barbey d'Aurevilly. Y también Amelia tiene mucho que ver con la protagonista de esa novela. El mayor parecido, la angustia de vivir agobiada por el sentimiento de una culpa que, no por ser ajena, deja de exigirle una cruel expiación. Y en el caso de Amelia, la coqueta y refinada estancia de su encierro representa y le recuerda a cada momento el motivo de su penitencia: la degeneración y abandono a los placeres y frivolidades de la dinastía de donde desciende. Ambas mujeres ofrecerán en sacrificio sus amores, su vida, su razón, tal vez la salvación de su alma. La de Un cura casado entra en religión; la de Misterio se encadena primero a un hombre aborrecido y temido y después, fallecido este, a su memoria. 
La saña implacable del destino es la que encontramos en la novela gótica, en el Sade de Juliette  y de Aline et Valcour.
Y, para colmo de males, en la jaula dorada del centro de la tierra Amelia se encuentra por sorpresa (como deleitaría a Melanie Klein), no con la imago de la madre mala, sino con ella en persona: la madre de su novio, que la pone diabólicamente en un trágico brete: elegir entre renunciar a sus amores y a su rango o traicionar a la causa de su propio padre: la Monarquía. Lo primero supone, además, unirse de por vida a un ser odioso, al menos por haberse aprovechado de las circunstancias para saciar su obsesión erótica.
Al campesino bretón se le suponen, tal vez como un arcaísmo más de su cultura, creencias conservadas desde la noche de los tiempos. Jean Vilain, enamorado y luego marido obligado de Amelia, cree en las hechiceras burlonas que se complacen en deslumbrar a sus víctimas con tesoros y deleites engañosos. Algunas de esas hechiceras, que más parecen hadas o ninfas, habitan en la fuente encantada del castillo de Picmort y es su principal diversión robar  el sentido y quemar la sangre de sus víctimas.
Juan Vilain, en quien se ceban, se abrasa en un fatal enamoramiento que lo ciega y acorralándolo entre su pasión, la fidelidad a su señor y la inviolabilidad del sacramento matrimonial lo conduce al suicidio.
Una deidad acuática bretona: el espectro
de los pantanos, dibujo por Yan d'Argent.

Estas deidades acuáticas, de antigua tradición céltica (madres, lavanderas, mensajeras de muerte en muchos casos, sanadoras en otros), son primas hermanas de las brujas del poema de Rosalía Castro Non hai peor meiga que unha gran pena (ver Por estos pagos...). 
Aunque mencionadas como de paso, el papel que desempeñan es crucial. Sin el matrimonio forzado e inmedita viudedad de Amelia no se explica el frenesí inexorable del desenlace, donde los personajes no obedecen a su propia voluntad, sino al impulso súbito de pasiones imprevisibles y que quedan fuera del orden racional. ¿Por qué no llamarlas dioses?