martes, 19 de mayo de 2015

La maldición de la espina

Alguna vez he recomendado en estas entradas el libro La bruja del mar, seleccion, traducción y estudio muy bien hechos por Javier Cardeña de los cuentos orales de Duncan Williamson.

Duncan Williamson era un hojalatero y lañador nómada. Esta, en Escocia, es una comunidad con una cultura peculiar. El tesoro de cuentos que conservan desempeña una función educativa primordial, aparte de las de entretenimiento y cohesión social del grupo.
Los cuentos de Williamson muestran cómo los hojalateros, gente errante, han sido muy receptivos a la hora de añadir a su biblioteca narrativa historias de tradiciones distintas, incluso de la tradición culta, escrita.
Ahora acaba de llegar a mis manos un librito de cuentos tradicionales narrados por Cáit -o Bab- Feiritéar, acompañado de sus correspondientes grabaciones. Bab nació en Munster, en el extremo suroccidental de Irlanda, y aprendió sus cuentos de familiares y vecinos que vivieron en la segunda mitad del siglo XIX.
A diferencia de los de Williamson, representan el saber tradicional de una comunidad que se movió muy poco, manteniéndose mucho tiempo bastante aislada. Muchas de las personas que enseñaron a Bab sus cuentos no conocían más lengua que el irlandés ni tenían acceso directo a la cultura escrita por ser analfabetos.
Espigando al azar este libro, titulado Ó Bhéal an Bhab (De boca de Bab), tropiezo con el cuento nº 5, An Dealg Droighin (La espina de endrino) y veo que en parte coincide con el que lleva en La bruja del mar el título de Una espina en el pie del rey.
El cuento narrado por Bab da una impresión de incoherencia y desmenuzamiento onírico, muy propia del "relato primitivo", como lo llama Todorov, que  pone por ejemplo preclaro de él la Odisea (en Poética de la prosa). Suele perderse mucho esta sensación cuando la literatura oral se transforma en escrita o cuando, sin salir de la oralidad, se dirige a una audiencia distinta (asistentes a una conferencia, alumnos de una escuela...) con una actitud distinta, que es lo que les pasa muchas veces a los de Williamson.
Comienza Una espina en el pie del rey con un episodio bastante repetido en los cuentos y leyendas: a un matrimonio real, que llevaba largo tiempo esperando un heredero, le nace un hijo con algún defecto que lo hace odioso a su padre. Contra el parecer y la voluntad de la madre, lo manda matar. En este caso el hijo es jorobado; y como la joroba en los cuentos se asocia con la buena fortuna, suponemos que el cuento acabará felizmente para el desventurado príncipe.
Jorobado, por Jacques Callot.
No hace mucho que nos ha salido al paso, en una de estas entradas, otra versión de la misma leyenda: la del nacimiento e infancia de Santa Otilia (ver La Lucía del Norte).
Nada parecido hay en el cuento de Bab. Aquí los protagonistas no son reyes, sino una familia de labriegos pudientes: un matrimonio con su hijo pequeño y una hermana del marido. Como suele pasar en los cuentos, el hombre enviuda. Pero aquí no lo acucia la necesidad de volverse a casar, según es habitual, dado que la hermana cumple a pedir de boca las funciones de una madre y ama de casa. 
Sin embargo, es de todas maneras la irrupción de una nueva mujer lo que viene a descabalar la relativa felicidad de la familia.
Una mañana, yendo el labrador a la ciudad, le sale al camino una joven carroestopista. La sube y ella se le insinúa. El hombre al principio se muestra glacial ante sus tentativas. Pero ella le muestra, se supone que por arte de magia, los campos plagados de ratones, después plagados de ratas, y por último a sí misma convertida en la muchacha más hermosa del mundo. El labriego no puede resistirse a su hechizo, sucede lo que tenía que suceder y consumado eso no tiene más remedio que casarse con la desconocida y se la lleva a casa. 
No tarda la hermana en convertirse en la Cenicienta de la familia.
La Cenicienta, uno de los cuentos más
antiguos y difundidos del mundo.
La recién llegada resulta ser incompatible con la familia del pobre hombre y no para hasta que consigue sumir al hijo en un letargo mágico (clavándole en la espalda una "espina de sueño") y echar las culpas a la hermana para que el labriego se deshaga de ella o la mate. Lo que dócilmente pone por obra.
Mientras uno lee y oye el cuento, se está preguntando: "¿A qué me suena esto?... ¿A qué me suena?"...
Ya está: suena a Aided Muirchertaig meic Erca. El rey Muirchertach va a cazar y se encuentra a una bella joven, que resultará ser un hada. Queda perdido por ella y ella cede a sus solicitaciones con dos condiciones: que destierre a su mujer y a sus hijos (y también al clero cristiano) y que no pronuncie jamás su nombre, que es Sín (Tempestad). ¿Lejana antecesora del tipo de la vampiresa?
¿Un poquito de los lados?...
El tipo de la mujer fatal es más viejo que la tos.
Francesco Morone, Sansón y Dalila.
 A partir de ese momento comienza una serie de transformaciones mágicas mediante las cuales Sín metamorfosea a las plantas del campo en guerreros que combaten entre sí y retan a Muirchertach que va extenuándose en sucesivas batallas. Con eso y un vino mágico que le administra, va abocándolo rápidamente a la muerte.
Si se trata, como creo, de variantes del mismo cuento, la versión que ha llegado a Bab Feiritéar ha sufrido una transformación realista: ya no se trata de reyes y príncipes sino de granjeros; no de ejércitos mágicos, sino de ratas y ratones.
Es el caso que el buen labrador decide llevar a su hermana al bosque y abandonarla allí.
En el cuento de Duncan Williamson, es el príncipe jorobado el que es abandonado en el bosque gracias a la compasión de los verdugos que no se atreven a darle muerte, motivo frecuentísimo en los cuentos. En este, el niño es recogido por una anciana, de aspecto repugnante por culpa de una enfermedad cutánea llamada "la enfermedad del rey".
Una vieja asquerosa que habita en el bosque aparece en varias leyendas irlandesas relativas a la soberanía, como por ejemplo la del acceso de Niall Noígiallach al trono. Es un motivo que se encuentra también en la literatura artúrica. Y uno se pregunta si esta vieja del bosque no tendrá que ver con el numen nemoroso de los cuentos, la bruja de la casita de dulces de Hansel y Gretel, personaje relacionado con antiquísimos ritos iniciáticos.
Hansel, Gretel y la bruja del bosque vistos
por Alexander Zick.
La enfermedad de la vieja no puede ser curada más que con el contacto de las manos del rey. Este del poder curativo que emana de la soberanía, como energía sagrada, está también bastante difundido. El ejemplo más conocido es probablemente el de los reyes de Francia, que tenían la virtud de curar las escrófulas por imposición de manos, debido al poder que les conferían los olios de su consagración.
El rey de Francia Enrique IV curando a los escrofulosos.
Viendo la maldad del rey, la vieja del bosque lo maldice. En consecuencia, el rey se clava en un pie una espina que prende y crece convirtiéndose en un árbol, le provoca horribles dolores y es imposible de extirpar.
Resulta lógico que un crimen boscoso reciba un castigo arbóreo. Esto queda aún más patente en el cuento irlandés.
En él, el labriego conduce a su hermana al bosque y, tras serrarle las manos, la deja atada a un árbol. Ella lo maldice: 
-¡Así te claves una espina de endrino que no te la puedas quitar tú ni nadie como no sea yo con mis manos blancas reblancas!
Por supuesto, la maldición se cumplirá.
El endrino es un arbusto que en la imaginación de muchos pueblos, los irlandeses e ingleses entre ellos, tiene connotaciones muy negativas. Se asocia con la noche y el invierno, lo oscuro. Sus espinas son en efecto temibles porque son quebradizas, malas de sacar y clavadas se infectan fácilmente. La tradición en varios lugares de Europa dice que de endrino se hizo la corona de espinas de la pasión de Cristo. Poder ser, pudo porque el endrino se da en el Mediterráneo oriental.
El endrino viene a ser el negativo del espino albar o majuelo, con sus flores blancas y frutos rojos, sus ramas que defienden del rayo, planta alegre, festiva y solar.
Ese detalle de las manos es el que ha llevado a los editores de Bab Feiritéar a clasificar la leyenda en el tipo 706 del índice de Aarne y Thompson, La muchacha sin manos. 
Este ensañamiento de cortar las manos a la niña se le ocurre a uno que remite a la idea de castración, de castración como castigo, idea que al parecer se da en los niños como explicación de la diferencia entre los genitales de uno y otro sexo.
Con ella casa bien el castigo del árbol, árbol fálico de fecundidad que brota del hombre y que simboliza la paternidad. Ejemplo sublime de este símbolo es, por supuesto, el árbol de Jessé, que es también la columna central que une a nuestro mundo con el de lo sagrado (en ese caso mediante la venida del mesías y la redención).
Árbol de Jessé. Miniatura del
siglo XIV en el Speculum humanae
salvationis.
Lo curioso es que el sueño de Jessé, sueño venturoso y promesa de gloria, es en esta leyenda lo contrario: penitencia y martirio, aunque conduce a la salvación final.
El árbol tiene ese carácter ambiguo, majuelo y endrino, manzano de la caída y cruz de la redención.
Pero ya nos vamos mucho -nunca mejor dicho- por las ramas. 
Ese tipo de cuento, La doncella sin manos, tiene más relación con otras leyendas que han aparecido en estas entradas, como la de santa Azenor abandonada en su tonel a la deriva (ver El culebrón de la condesa), que con esta que cuentan Feiritéar y Williamson.
Claro que la leyenda de Azenor también tiene puntos de contacto con el cuento de La espina de Endrino, como es el de la esposa (hermana aquí) calumniada e injustamente castigada por el crédulo marido. 
Se mezclan y enmarañan los motivos porque la función que predomina en los relatos es la de puro entretenimiento o, más en el caso de Duncan Williamson, la moralizante y educativa. Así se echa mano de cuanto pueda contribuir al interés del cuento.
En todo caso, estando la inocente hermana sin manos colgada de su árbol, aparece por allí una mujer con un haz de juncos, la desata y con ayuda de los juncos vuelve a pegarle las manos y se las deja como estaban.
Se dice que la buena mujer era la Virgen María. 
En todo caso, es equivalente de la vieja del cuento hojalatero y su carácter sobrenatural es lo que recalca esta identificación mariana.
Jorobado, por Jacques Callot.
En el cuento de Williamson, el rey, sanado por su hijo, accede a curar a su vez a la anciana, que al cobrar la salud se convierte en una viejecita muy simpática y bonita. Todo esto parecen reminiscencias de la vieja leyenda en que un hombre se encuentra con una vieja repulsiva, consiente en acostarse con ella y al hacerlo la ve transformarse en una hermosa joven que a la vez es y confiere la Soberanía.
En aras de una cierta verosimilitud, la vieja recobra aquí la hermosura, pero no la juventud. Por otra parte, el rey no adquiere la soberanía, sino que la pierde temporalmente: es en su hijo ahora reconocido en quien va a recaer.
Pero el motivo de la espina clavada por efecto de una maldición, que crece hasta convertirse en árbol y atormenta al criminal hasta que su víctima le levanta el castigo y lo cura con sus propias manos es idéntico en ambas tradiciones.
Como me parece descartable que los narradores tuviesen conocimiento el uno de lo que contaba la otra, y al revés; como también me parece harto improbable que uno y otra, cada uno por su lado, hayan tomado los elementos coincidentes de alguna fuente común; como las coincidencias son muchas y malamente atribuibles al acaso y como las diferencias son tantas y tan notables que también disuaden de pensar en una influencia directa, creo que no es disparate creer que hubo un cuento antiquísimo, anterior a la colonización irlandesa de Escocia, que ha andado rodando y modificándose hasta llegar a nosotros, ya por escrito, en estas dos formas distintas.



viernes, 8 de mayo de 2015

El elfo del sueño danés y el alemán.

Decía en la anterior entrada que el elfo de los sueños del cuento de Andersen, Ole Lukøje (Fernandillo en la versión española de la editorial Calleja) hace dormir a los niños inyectándoles en los ojos leche con una jeringuilla.
El elfo de los sueños en Andersen. Ilustración francesa del siglo XIX
(procede de Gallica).
Según Régis Boyer, autor de la edición de los cuentos de Andersen de la colección La Pléiade y profundo conocedor de la literatura escandinava, esto de la leche es fruto de la imaginación de Andersen.
Imposible no evocar la imagen del lactante que se adormece satisfecho con el estómago lleno del líquido, dulce, tibio alimento que es a la vez, como observa sagazmente Bachelard, el primer calmante. Impresión imborrable de bienestar que, según el mismo Bachelard, da origen a toda la constelación imaginaria de los líquidos, de las aguas. El agua es el único elemento, señala el mismo filósofo, que es capaz de acunar.
El paso del agua de Ole a la arena fina de Fernandillo parece que tiene lugar en tierras británicas. La traducción de los cuentos de Andersen por Mary Howitt, en 1846, todavía trae la "leche dulce". Caroline Peachey, en el mismo año, ya nos habla de polvo. Claro que esto del polvo o arena cuadra mal con el instrumento del elfo. Una jeringuilla no es lo más adecuado para administrar un producto árido, por sutil y fino que sea. Lo que la arena evoca en nosotros son sensaciones totalmente opuestas a las del agua, salvo una -cierto es que muy importante-: la de lo que fluye, que ha hecho adecuadas a ambas para la medición del tiempo. 
Y el tiempo, dicho sea de paso, es fundamental en este cuento que se articula según el calendario y que va a dar en el morir.
Hjalmar ve pasar a la Muerte en brazos de un
elfo que parece el Dante. Ilustración del
siglo XIX.
Hay total oposición entre la arena y el agua, pero no enemistad, como se decía que la había entre esta y el aceite, puesto que una y otra se compenetran en el barro, de tan ricas y diversas posibilidades simbólicas. Y con la harina, que es polvo o arena cereal (el inglés sand, el latín sabulum y el griego psammos parece que se remontan a una raíz que significa "lo triturado, lo molido") y la leche se hace la papilla de los niños y con el agua la masa, materia prima de esa alfarería comestible que son el pan y sus variedades.
Y el barro nos devuelve al insoslayable ciclo de la muerte y resurrección, puesto que barro es el cadáver que se disuelve en la tierra y la fertiliza igual que ese otro barro que viene siendo el estiércol.
Pero probablemente lo que impulsó a los traductores de Andersen a cambiar el líquido lácteo por el sólido, aunque fluido, arenoso fue la existencia de un personaje en el folclore, al menos en el folclore infantil, que es el sandman o dustman inglés, sandmann de los alemanes y marchand de sable o vendedor de arena en Francia, especialmente en la Francia del Norte. La función de este poético personaje es la misma que la del elfo de Andersen, al menos en su primera parte, porque no creo que inspire sueños sino solo sueño. Menos sofisticado que el elfo danés, este reparte su mercancía sin el auxilio de jeringuilla ni otro artefacto, a puñados vivos.
No cabe duda de que este es un personaje de utilidad familiar patente cuya necesidad se echa de ver en la de recurrir (donde falta en el folclore) a familias Telerines u otros entes expulsores facticios, cuando no a la simple violencia, para quitarse de encima a los angelitos.  Como hay gente para todo, la habrá también entre los españoles para sentir nostalgia de esa ringlera de criaturas y de los tiempos pajosos que la engendraron.
Con todo, aparte de la presencia de este personajillo del mundo imaginario infantil, debió de influir mucho en los traductores el popularísimo cuento de Hoffmann que lleva su nombre. La popularidad se echa de ver en la frecuencia con que fue llevado a las tablas, y más adaptado al ballet que a la ópera (el ballet era en la época romántica un género más popular, por su espectacularidad visual, y no la menor la de las bailarinas y sus piernas).
El Sandmann de Hoffmann tiene poco que ver con el simpático, aunque al final fúnebre, elfo de Andersen. Es de todo punto siniestro e inquietante hasta el extremo de merecer especialísima atención en el artículo de Freud sobre lo Unheimlich, de 1919.
Esto de "unheimlich" es un concepto difícil de traducir. Muchas cosas miedosas y terribles son "unheimlich" y otras no, y lo "unheimlich" no presupone el terror. La sensación de encontrarse en una situación ya vivida o la de levantarse medio dormido en la oscuridad y sentirse emparedado entre cuatro muros son ejemplos de lo "unheimlich". Es lo que descoloca, lo que choca con las reglas que rigen el mundo, lo que no es "de casa".
El Sandmann de Hoffmann, pues, ataca a los niños que no se quieren ir a dormir arrojándoles arena a los ojos hasta hacérselos sangrar y se los salta por ese bárbaro y abrasivo procedimiento.
Luego los mete en una bolsa, redondas golosinas, y los lleva a sus hijos, que son semejantes a lechuzas y esperan hambrientos en su nido para cebarse con ellos.
Goya. ¿No hay quien nos desate?

Uno piensa, no sé por qué, en la lechuza con gafas del capricho de Goya ¿No hay quien nos desate? y en sus primas de El sueño de la razón produce monstruos, relacionadas también, como buenas lechuzas, con la vista (el desdichado soñador de ese capricho, por cierto, está sentado delante de un lince...).

También todo tiene que ver con la vista y con los ojos en el cuento de Hoffmann.
Este Hombre de la Arena de las terroríficas creencias infantiles del protagonista Nathanael se confunde con otros personajes del cuento: el alquimista Coppelius, que amenaza quemarle con ascuas los ojos a Nathanael; el óptico Coppola, que presume de vendedor de ojos y suministra al físico Spalanzani los de su obra maestra: el autómata femenino Olimpia. Con esos mismos ojos (que son los suyos, robados) agrede al protagonista, quemándolo como si fuesen ascuas.
Según Freud, el Hombre de la Arena es el padre y la ceguera constantemente vinculada a a él o a sus avatares viene siendo la castración.
La vista es rayo, es dardo o flecha o fuego en la imaginación: y todo eso son elementos que remiten a lo fálico y también a lo prometeico.
Surge inevitable la evocación de la ceguera voluntaria de Edipo.
Como dice Lacan, la sabiduría de Edipo es de las de visto y no visto, porque en cuanto llega a saber, con la rabia que le da lo que ve se arranca los ojos y queda a buenas noches.
Es como la sabiduría serpentina del Árbol de la Ciencia: que cuando la aprendes, resulta que sólo sabes que con saberla has perdido lo que sabías.
La atmósfera imaginaria del cuento de Hoffmann no puede ser más diferente de la del de Andersen. En este todo es lácteo, lunar, fluctuante y líquido: todo ígneo, árido, arena, cenizas, vidrios, en el de Hoffmann. Todo solar como corresponde, ya digo, a lo visual y óptico.
Dice Freud que lo unheimlich procede de la repetición de lo reprimido o de la represión de lo repetitivo, acostumbrado, familiar. Nada más repetitivo y hogareño que la aterradora oscuridad impuesta cada noche al niño. Yo no sé si habrá algún niño que se libre de padecer terrores nocturnos. Pero el miedo a la oscuridad no es miedo a no ver, sino a ver lo que la luz no deja ver. Igual que la luna y las estrellas se hacen visibles al ocultarse el sol, una muchedumbre de espantos emerge de nuestro deslumbramiento al atenuarse la claridad cegadora del día.
Nathanael y Olimpia en el cuento de
Hoffmann. Ilustración francesa del
siglo XIX (procede de Gallica).

El miedo al Hombre de la Arena, al Coco (que se lleva a los niños que duermen poco), al Ogro y otros disfraces que mal disimulan a la figura del padre no se va más que con la renuncia a tomar su castillo por asalto. ¡Triste y frustrante remedio!
Nathanael, en cambio, no sé si porque con su curiosidad desmedida provoca la muerte del padre, no renuncia nunca; no pone los pies en el suelo de la realidad y nunca se desprende de los terrores infantiles ni de la afición a jugar con muñecas, que para él son seres animados.


martes, 28 de abril de 2015

El nórdico Pegaojos y el español Fernandillo, duendes de la pesadilla.

Quiero empezar por una coletilla o estrambote que se refiere a la entrada anterior. En ella, entre un batiburrillo de ocurrencias variadas, se comentaba con cierto asombro la semejanza  entre una antigua leyenda irlandesa, redactada en época medieval, y un cuento fantástico de Fernández Flórez.
Las tres Parcas, Sodoma. Con ellas, el amor, la sexualidad (los cisnes
de Venus, la liebre lunar y lasciva) y la muerte.
Ahora añado a la serie una película italiana de 1970, Venga a tomar café con nosotras, dirigida por Alberto Lattuada, en la que trabajan el actor cómico Ugo Tognazzi y un trío de grandes actrices: Francesca Romana Coluzzi, Angela Goodwin y sobre todo la gran Milena Vukotic.
La película adapta una novela de Piero Chiara, curioso escritor al que no he leído (pero espero hacerlo si Dios quiere), y transcurre en los ambientes y paisajes alpinos caros al novelista.
Se trata de un funcionario un tanto arrogante y farolero que aparece destinado a un juzgado u oficina por el estilo en una gélida y provinciana ciudad del Norte de Italia. Con la información de que dispone, decide ponerles los puntos a tres hermanas solteronas que viven juntas en una antigua mansión, huérfanas y dueñas de una respetable herencia, casándose con la mayor y menos atractiva pero reservándose el derecho de disfrute de las otras dos.
A pesar de su muerte, desde más allá de la tumba el patriarca ejerce poderosa influencia sobre la doméstica ginecocracia.
Cada  una de las hermanas es una figura caricatural; la mayor, verdadera reina de la casa; la mediana que revienta en un estallido de pasión sexual, la que presenta carácter y complexión auténticamente serraniles; y la menor, histérica y enloquecida por la frustración asfixiante de los deseos.
El triunfo del gallo y dueño del harén en su opinión resulta tan breve como las mieles del tálamo para el macho araña. La luna de miel concluye con él apoplético, baldado en silla de ruedas, mudo, paralítico y sometido para toda la vida a la protección tiránica y capricho de sus tres dulces esposas.
Suerte universal, si como creo las tres hermanas son las Hilanderas, las Parcas.
No me parece probable que Chiara conociese el cuento de Fernández Flórez ni el de Stephens ni que las semejanzas, con ser obvias, sean tan cercanas que permitan pensar en la inspiración directa.
Dos Parcas, hilanderas, en el relieve de un
sarcófago romano del siglo III. 
Lo que sucede es que los arquetipos forman parte de la realidad, que andan por ahí revoloteando alrededor de los escritores y que a la menor ocasión se les cuelan por los puntos de la pluma sin comerlo ni beberlo ellos. Lo dicho: para mí que los creadores crean muy poco.
Pero a otra cosa. Uno de los libros más pavorosos de mi niñez era una selección de cuentos de Andersen, de la editorial Calleja. Corría parejas en el miedo que me daba con el Pinocho de Collodi, de la misma colección, ambos ilustrados por Salvador Bartolozzi. Calleja no solía mencionar los nombres de los traductores; es posible que este de Andersen (traductor muy libre y casi más adaptador) fuera el propio ilustrador y director artístico de la editorial, o su compañera, la polifacética Magda Donato, que era por cierto hermana de la jurista y política Margarita Nelken.
Ahora hay traducciones fieles de los cuentos de Andersen al castellano, traducciones hechas con todas las de la ley. Entre las recientes, están la de Enrique Bernárdez y la de Blanca Ortiz Ostalé. El que quiera enterarse de lo que dijo Andersen de verdad, puede acudir a ellas con confianza.
Pero yo no. Yo ahora me quedo con la de Calleja, que era la que me puso los pelos de punta y la que ha añadido su granito de arena al edificio de mi desvarío. 
Se encuentra entre los cuentos de esa selección el titulado "Los príncipes encantados", una recreación más del fecundísimo mito de los hermanos transformados en cisnes u otras aves, cuya versión irlandesa es el  célebre relato de Los hijos de Lér.
Yo, sin embargo, me quiero parar ahora en otro, que lleva aquí el título de "Los cuentos de Fernandillo". Uno se extraña del nombre tan castizo, Fernandillo, que le pusieron al Ole Lukøje, Ole Pegaojos, del cuento original. 
También el niño soñador del cuento de Hjalmar pasa a Rafaelito. En fin. Fernandillo es el que pone a los niños a dormir, cerrándoles los ojos con un chorro de arena fina que lleva en una jeringuilla (el original dice que es leche dulce, pero lo de la arena tiene su aquel). Como sabe el lector de Andersen, el duendecillo de los sueños tiene dos paraguas, uno estampado -rojo en la versión de Calleja (como el famoso paraguas de Azorín)- y el otro negro. 
El duende de los sueños visto por Bartolozzi.
Cuando abre el paraguas estampado, el niño, que ha sido bueno, disfruta sueños deliciosos; cuando el negro, el niño, que se ha portado mal, se despierta sin haber soñado.
Yo recuerdo perfectamente que lo que más me impresionaba de aquel Fernandillo eran sus zapatillas silenciosas y, sobre todo, la chistera chimenea, invención de Bartolozzi, supongo.
Otra aportación de la versión de Calleja: los niños que han sido malísimos son castigados con horribles pesadillas. Para Andersen, la ausencia de bonitos sueños es suficiente.
Sin saberlo ni quererlo sin duda, el adaptador está acercando al elfo de Andersen a la espantosa criatura autora de las pesadillas que aparece acá y allá en el folclore. Y un detalle más: este Fernandillo tiene zapatillas de pluma, que no pertenecen a Ole Lukøje (el cual va en calcetines) pero recuerdan por la materia prima al Sueño mitológico grecolatino y a los almohadones de Quiroga, Rey Soto y Fernández Flórez. En todo caso, la adaptación de Calleja elimina las referencias al dios del sueño de los paganos, que sí aparecen explícitamente en el cuento original.
Esta adaptación es insistente en la idea de castigo inherente al placer. Las golosinas soñadas tienen en ella la virtud de no producir indigestión ni molestias, inevitables al atiborrarse uno de confites en la realidad (consecuencia del festín prohibido y como remedo infantil del relato de la caída de los primeros padres). Esta prerrogativa onírica moralizante está, repito, ausente del cuento de Andersen.
Por si no bastase, el traductor pone por su cuenta a Rafaelito a corregir los deberes que tenía mal hechos de la víspera (despertar amargo que Andersen no le inflige a Hjalmar) para tener buenas notas en la escuela.
En el segundo de sus sueños, Andersen recurre a un motivo frecuente entre los románticos: la animación de los seres inanimados. Lo vimos en el cuento de la cafetera, de Gautier. Y es el suspiro de Lamartine: 
"Objets inanimés, avez-vous donc une âme 
qui s'attache à notre âme et la force d'aimer?"
"Objetos inanimados, ¿es que tenéis un alma
que se apega a nuestra alma obligándola a amar?"
Ole Lukøje en una ilustración romántica.
La versión de Calleja se explaya en la conversación de los muebles, apenas esbozada por Andersen, solo que, acaso por pudor (más tarde suprime los apasionados besos de unos novios ratones e incluso sustituye unas pastas en forma de cerdo por otras que imitan estrellas, peces, flores, conchas o corazones), pudorosamente, digo, omite la mención de la escupidera, que sí figura en el original. Esta ampliación le permite introducir una serie de pinceladas costumbristas. También cuando el elfo anima el cuadro del dormitorio, la adaptación castellana se recrea en el diálogo de los personajes, que no existe en el cuento inicial, y añade a placer toques realistas, coloristas y sensuales. En esta ampliación, por ejemplo, donde a Hjalmar se le reparten pasas y soldaditos de plomo, a Rafaelito "Caramelos, soldaditos de plomo, pelotas de celuloide y piñoncitos en dulce". Las pelotas de celuloide pertenecen, por supuesto, al ambiente infantil de los años veinte y treinta (se popularizaron bastante después de morir Andersen), al igual que española y tradicional es la canción de cuna que le canta su vieja niñera.
Estas características: ampliación, introducción de detalles familiares al lector contemporáneo, insistencia en el contenido ético, se repiten en los relatos de las siguientes noches. La del jueves y sobre todo la del viernes, por ejemplo, se dilatan con detalladas narraciones de bodas de ratones y muñecos y un breve episodio matinal (la vida de la vigilia está, sin embargo, completamente ausente en el original).
El cuento del viernes, en su introducción, es el que más nos recuerda a las pesadillas mitológicas, que aquí resultan ser la materialización de las malas acciones de sus víctimas, fechorías que transformadas en trolls escaldan con agua hirviendo a los durmientes adultos malos. En la versión de Calleja, son demonios y brujas, y sus tormentos se enumeran con superior sadismo. 
Es curioso cómo en él se subraya una visión bastante triste y antipática del matrimonio, que coincide con la de Magda Donato. Algo de eso hay ya en Andersen, pero de modo mucho más difuso.
Se llega a la noche del domingo, que no tiene cuento, y que era la que me ponía la carne de gallina porque en ella se revela que el sueño tiene por hermano nada menos que a la muerte.
Hjalmar ve a la Muerte por la ventana en forma de un húsar que galopa recogiendo a los muertos y colocando a los buenos ante sí y a los malos a la grupa. Aquellos escuchan un cuento maravilloso, horrible estos: ambos inefables en lo delicioso o en lo espantoso.
La imagen tiene un no sé qué característicamente germánico, recordando a Odín a la cabeza del cortejo celeste de los muertos, la "Mesnie Hellequin", que dicen los franceses.
Los malos tiemblan y lloran en Andersen, pero en nuestra versión se añade el detalle gráfico, barroco, de que "ponían cara de espanto y de desesperación", como en alguna representación del juicio final, a la que cuadra bien la desesperación de los condenados que ya no pueden esperar redención alguna.
El espeluznante Ginesillo. Ilustración de Bartolozzi.
Y sin embargo, la adaptación española atenúa la severidad del original, en el que solo escuchan el cuento hermoso los que llevan apuntado en el libro de su vida "bien" o "sobresaliente". Un aprobado raspado no sirve. En nuestra versión de Calleja hace falta un "mal" para sufrir el castigo. 
El jinete del cuento original lleva el mismo nombre de su hermano (sugiriendo que, en el fondo, se trata de un mismo personaje). La versión de Calleja opta por llamarle Ginesillo, nombre de resonancias cervantinas y picarescas que añade barroquismo a la visión de la muerte y que, al menos en mi caso, lejos de quitarle hierro y hacerla familiar y cercana, la tornaba grotesca y espeluznante como una momia de Guanajuato o un grabado de Posadas.
Y es que el cuento de Andersen dice explícitamente que no tiene el aspecto aterrador que le prestan los libros de estampas, que lo pintan como un esqueleto. Bartolozzi no se contentó con la pulcra mineralidad esquelética y pinta un cadáver momificado con rojos, vampirescos labios y tirabuzones al viento.
No sé en qué consiste, pero lo hispánico pone un sello característico en lo que toca.
Releyendo ahora el final de este cuento, se me viene a la cabeza la caja de música de Archibaldo de la Cruz, en la película de Buñuel, y, cómo no, las ligas de su institutriz muerta, fulminada en el suelo del salón por una bala perdida en la Revolución mejicana. Y la mirada del niño que la contempla, fascinado por el erotismo y la muerte.

lunes, 6 de abril de 2015

La venta de las pesadillas

No salgamos de Galicia. Vamos a seguir por aquí nuestro paseo por la pesadilla. No muy posterior al poema de Rey Soto del que hablaba en la última entrada es el libro de cuentos Tragedias de la vida vulgar (1922), de Wenceslao Fernández Flórez, al que pertenece "El claro del bosque".

Roelof Janz van Vries, Figuras en un claro
del bosque.
Ya desde el título, el relato nos sitúa en este espacio liminar, fronterizo, indeciso, que pertenece a dos mundos sin pertenecer a ninguno de ellos.
El bosque, por cierto, tiene una presencia muy visible en algunos narradores gallegos: Fernández Flórez, Cunqueiro, Mendez Ferrín... Es un elemento del paisaje gallego de una importancia tan grande en la realidad y en el mundo imaginario que es difícil que no acabe asomando acá y allá.
Pero al cuento. Se trata de un peregrino que va perdido por el bosque. Como en el maravilloso soneto de Góngora: "Descaminando, enfermo, peregrino..." Como la madre de la leyenda de Rosalía Castro (ver Por estos pagos), va peregrinando a implorar del Apóstol la curación de una enfermedad (o maldición) que lo tiene desde hace meses sin dormir. 
No es que su mal le provoque insomnio: al contrario. Él es quien se lo provoca a sí mismo por miedo a las pesadillas, "por miedo al miedo", como dice la expresión irlandesa. Conducta nada rara en los que suelen padecer estos sueños regularmente: ¿quién no ha visto la importancia que adquiere en relatos como Pesadilla en Elm Street, la película de Wes Craven de 1984, con sus varias continuaciones?
El claro del bosque alberga una casa. La casa del bosque: la morada del forestero de las novelas medievales, del leñador de los cuentos de hadas. Pero es este un claro muy singular. Perfectamente circular, da la impresión de que los árboles, como falanges de guerreros, se han detenido por la virtud de algo que hubiese en su centro. Mantenidos a raya por la casa o sus moradores.
Esto de las falanges de árboles tiene su importancia. El que los árboles u otros vegetales se conviertan en guerreros y combatan entre sí o a favor de los humanos es un antiguo mito celta, que por cierto estudió Robert Graves en La diosa blanca. Son los árboles del bosque de Birnam subiendo al asalto de Dunsinane en Macbeth, los ejércitos vegetales que combatían contra el rey Muirchertach mac Erca, que había repudiado a su mujer y apostatado del crsitianismo por amor del hada Sín, en el relato medieval irlandés... y, en fin, hay muchos otros ejemplos.
El bosque está lleno de voces, que son las de las hojas y las de los miles de animalillos que lo habitan, que lo convierten en un único ser vivo, y que a la vez son almas, espíritus, tal vez de los difuntos...

El bosque animado. Gustave Doré, El sueño de
una noche de verano. 
Cuando Fernández Flórez puso a su novela más conocida (hoy, creo yo, gracias al cine: antes lo era Volvoreta) el título de El bosque animado, le dio pleno significado a ese adjetivo. Es animado porque tiene alma y aun almas, y porque está hecho de almas.
La estancia I de El bosque animado lo afirma desde el principio: el bosque es como un cuerpo formado de muchas células, que son sus habitantes, y tiene un espíritu formado de muchos, con el cual el del hombre -el de cada uno de nosotros- entra inevitablemente en contacto al penetrar en su espacio. Ese contacto no puede dejar indiferente y provoca distintas sensaciones de angustia, desasosiego, turbación.
Este espiritualismo es completamente opuesto al mecanicismo de De Gourmont, que afirma que la conciencia de la Naturaleza es igual que la de una báscula, pero sí coinciden ambos en la visión del cosmos como un ser único del que el hombre es partícipe, un miembro un tanto especial pero uno más al fin y al cabo. 
Yo tengo la sensación de que a Fernández Flórez la conciencia de sus raíces galaicas lo empujó un poco a adoptar este sistema animista. A principios del siglo XX era una idea que había calado no solo entre historiadores y otros intelectuales la de la esencia celta de los gallegos, a la que se asociaba un sentimiento religioso animista de la Naturaleza. La extensa e interesante introducción al libro Galicia, de Martínez Murguía, nos da idea de lo que se opinaba sobre esta religiosidad y su calado en el alma gallega hasta los tiempos contemporáneos. Menéndez Pelayo, en la última versión de Los heterodoxos, se lamentaba de haber cedido en su juventud a la creencia del panteísmo celta adorador de las fuerzas de la naturaleza, que era moneda corriente entonces.
Uno ve, sin embargo, que son opiniones que no han desaparecido aún de la imaginación colectiva. No digo las creencias, sino las creencias acerca de las creencias.
En todo caso, ya observamos que estos humos brumosos panteísticos flotaban en el aire de aquel fin de siglo.
Esta creencia de la eterna renovación del organismo cósmico tenía su parte optimista (como puede verse en el epílogo o "ultílogo" de El bosque animado), pero también su parte amarga porque la renovación tiene que pasar por la muerte.
Como el pensamiento (ya que hablábamos de insectos) revolotea mucho y a lo loco, se me ocurre ahora volver a Salvador Rueda. ¿Qué podrá tener en común la idea de la Naturaleza del malagueño y sensualista Rueda con la del melancólico, nebuloso y galaico Fernández Flórez?
Pues Salvador Rueda escribió un poema titulado "Galop". Galop era un baile animado y alegre: el más popular de ellos hoy acaso sea el mil veces oído de Orfeo en los infiernos de Offenbach. 
Orfeo en los Infiernos. Grabado de Edmond Morin.
El vivo ritmo de los dodecasílabos de Rueda imita el  rápido compás de la danza.
Valiéndose de la antiquísima metáfora de la armonía cósmica, Rueda convierte a la Naturaleza en un instrumento musical, que vibra en cromático rasgueo:
"Toda la tierra abarca tu arpa gigante,
tu ritmo es de colores, no de sonidos,
y exaltan tus estrofas himno vibrante
de aires, olas, cañadas, selvas y nidos"
Llega el otoño y todo este abigarrado mundo sigue agitado en rápido y alocado baile, como revoloteo de mariposas o tolvanera de hojarasca y briznas de paja: es la carrera atropellada de las hojas muertas camino de "se acabar y consumir", aunque no vayan derechas sino a vueltas y tumbos:
"es la tétrica danza de hojas ligeras,
la danza en que la muerte pasa bailando,
y desde su sepulcro las calaveras
ven la galop siniestra que va pasando..."
Total: la rueda de los tiempos, al girar, no traza un eterno ciclo sino la espiral de un sumidero por el que todo se va yendo constantemente sin meta, "el remolino macabro de las cosas", como dice en otro poema, "Organismos de papeles".
Fernández Flórez lo expresa de un modo menos truculento, pero la presencia de esa vertiente pavorosa de la realidad -la realidad caótica- es constante. 
(Hace tiempo me refería a la angustia ante tan abrumador desorden que se ve en las novelas de Austin Clarke: ver Frustración o revoltijo).
En el mismo libro donde se lee "El claro del bosque", se encuentra otro cuento, "La onza de chocolate", cuyo final representa muy bien ese miedo al alma múltiple y misteriosa de la naturaleza, frente a la que el adulto no es mucho menos vulnerable que el niño. 
Este pavor es el que experimenta el peregrino de "El claro del bosque" y del que se libra con notable alivio al entrar en la morada del claro, la de Ricardo Mans y sus tres hijas.
El lector se zambulle con él en un ambiente de sombra y claridad temblorosa, a la luz de la lumbre. Es el tenebrismo de algunos de los cuadros del pintor lugués Xesús Corredoira. Su paisano (de Corredoira) Ánxel Fole decía de él con acierto que pintó la luz del Valle Inclán de las Comedias bárbaras. La luz de un ayer intemporal y mítico. La luz de las llamas es mitógena (Ánxel Fole dio a uno de sus libros el título de Á luz do candil; Valle Inclán escribió El resplandor de la hoguera). 
Gaston Bachelard, por cierto, dedicó un hermoso librito a la luz de las llamas y su efecto en la imaginación: La llama de una vela (La flamme d'une chandelle), en 1961. Puede leerse en línea (en francés) aquí.

Recuerdo ahora de pronto una obrita de teatro de Valle Inclán, Ligazón, con una venta regentada por una bruja a la que visita el trasgo (la pesada) todas las noches, celestina de su propia hija, y otra alcahueta llamada la Raposa. 
Ilustración de Ligazón, de Valle Inclán, por
Rivero.
Como Valle Inclán, Fernández Flórez presta a sus personajes un castellano peculiar, utópico y ucrónico, teñido de artificiosos arcaísmos: lengua propia de una acción que sucede (¿cómo decir transcurre?) fuera del tiempo y el espacio, en el mundo onírico.
En esa casa del claro del bosque vive Mans con sus tres hijas, Octavia, Ofelia y Otilia: semejanza de nombres que apunta a una unidad esencial. Las tres silenciosas, moviéndose como sonámbulas, con los párpados entornados. Son la personalización del sueño. Una de ellas -Octavia- llama desde el primer momento la atención del peregrino, como si emergiese de lo profundo de su memoria.
A Octavia se nos la pinta con todos los rasgos típicos de la vampiresa: la tez exangüe, el cabello negro, los labios sanguíneos, que parece que van a dejar húmedos de sangre los de quien la bese. Una característica particular, sin embargo: la blandura. Octavia es completamente fofa y su flacidez es a la vez causa de atracción y de repulsión y provoca algunos de los síntomas característicos de la pesadilla: afasia, parálisis.
Viene a la memoria la inútil resistencia al sueño del timonel Palinuro en el libro V de la Eneida (el Sueño, en la mitología grecolatina, era hermano de la Muerte). El sueño es la tentación mortal en los dos casos. En ambos, la víctima sucumbe a sabiendas del destino trágico que la espera. Al peregrino se le ofrece -casi se le impone- cómoda alcoba para descansar: tibia oscuridad, espesos cortinajes que absorben el menor ruido (el silencio representa por sinécdoque a la Muerte), los más mullidos colchones de plumón (como los almohadones de las anteriores entradas). Octavia lo guía y le alumbra. La casa es la materialización del sueño.
El relato juega con los recuerdos del lector: recuerdos de leyendas, de cuentos de posadas donde se mata y desvalija a los huéspedes (como en la obra El malentendido, de Camus).
Por lo mismo, las tres hermanas suscitan inmediatos ecos: los de las parcas, las greas, las gorgonas, las nornas, y todas estas divinidades femeninas que aparecen de tres en tres y que muchas veces son unas hermanas terribles. 
Existe una antigua leyenda irlandesa, la de Conarán y sus tres hijas, que no deja de recordarnos a la aventura de este peregrino. El relato está recogido en los Celtic Myths and legends de T. W. Rolleston y, en irlandés medieval e inglés, en la Silva Gadelica de Standish O' Grady (uno y otro se pueden leer en línea).
De ahí, de O'Grady, supongo que la tomaría James Stephens para incluirla en sus Irish Fairy Tales, pasada por el crisol de su imaginación y excelente prosa. Y de Stephens llega al castellano en la Antología de leyendas de García de Diego, que traduce o adapta buena parte del libro de Stephens. 
En el relato irlandés, Conarán vive con sus tres hijas en un monte. Son de horrible
aspecto, fuertes y sumamente diestras en el manejo de las armas. Traen a las mientes a las serranas del Arcipreste de Hita, en quien no puedo dejar de ver a seres mitológicos, númenes telúricos...
Cuando Fionn mac Cumhaill aparece por allí de cacería, Conarán decide tenderle una trampa. Pone a sus tres hijas a devanar unas madejas a la puerta de la cueva donde viven, en sentido contrario a las agujas del reloj. Como el hilo es mágico y el ritual también, los guerreros de los fianna van cayendo presos uno por uno; quedan sin fuerzas y las mujeres los van llevando presos al interior de la cueva. Al final, será Goll mac Morna, compañero y rival de Fionn, el que pueda vencer a las ogresas y salvar a sus cautivos.
Es patente y ha asomado una y otra vez a lo largo de estas entradas la relación simbólica entre las actividades textiles y el poder femenino sobre los grandes acontecimientos de la vida humana. Aquí la asociación obvia es con la araña, cuya hembra paraliza, enreda y devora al macho durante el apareamiento o justo después. 
Conducta esta que llamó la atención de De Gourmont en la Física del amor tanto como la de James Stephens en la novela Los semidioses (The demi-gods).
La magia de los nudos, de las ataduras paralizantes, es la magia femenina por excelencia. Así se ve en el seidhr de los antiguos nórdicos, magia sexual, originaria de los dioses Vanes (los que dominan la fertilidad, la producción) y en particular de Freija, considerada contraria a lo viril.
Freija vista por Arthur Rackham.
El nudo, en la antigua Grecia, era algo tan íntimamente unido a la naturaleza femenina, que la mujer se caracterizaba por el uso del ceñidor, objeto de la mayor importancia en el amor -el famoso ceñidor de Afrodita- y en el nacimiento. Se ha señalado, por otra parte, que cuando la mujer se quitaba la vida, elegía casi siempre para ello el ahorcamiento. Veo ahora, releyendo el libro de Tobías, que Sara, la viuda de siete maridos, también pensaba suicidarse ahorcándose. Acaso también entre los hebreos funcionase esa conexión.
Nada casual es que una de las formas de magia malévola más temidas en el Renacimiento, obra casi siempre de mujeres, Celestinas y otras Canidias, era la atadura o ligadura de la agujeta, hechizo que provocaba la impotencia en el varón ("ligar por modo de fascinio -dice el Tesoro de Covarrubias- es hacer impotente a alguno para el concúbito y generación"). Colin de Plancy, en el Diccionario infernal, aporta abundantes y curiosas noticias sobre este antiguo ritual, s. v. ligatures. El miedo a la castración, en suma.

(Ligar es también, en la hechicería, unir diabólicamente los destinos de dos personas en el amor y en el sexo, generalmente por el vínculo de la sangre: como en la Carmen de Mérimée, en Une vieille maîtresse de Barbey d'Aurevilly o en la obrita de Valle Inclán que decía más arriba).
Une vieille maîtresse. Ilustración
del siglo XIX. (procede de Gallica).
La araña, cuando no deja a sus víctimas enredadas en la tela, las arrastra (como aquí las hijas de Conarán) al fondo de su madriguera: otro de los pavores arquetípicos ligados a lo femenino: el ser devorado, englutido, enterrado, devuelto al seno original, es decir a la muerte.
Vienen a cuento aquí los episodios caballerescos de cautivos apresados por el poder mágico de alguna encantadora, encerrados como en un limbo (así los prisioneros de Morgana en el valle sin Retorno) así como la prisión del propio Merlín embaucado por Viviana. Y Reinaldos de Montalbán en los jardines de Armida...
Giovanni Battista Tiepolo, Reinaldo y Armida.
Pero ya nos hemos ido muy lejos del peregrino de Fernández Flórez y es hora de volver a él. Ricardo Mans, el dueño de la casa del bosque, al enterarse de su maldición de insomnio, lo echa de ella, enviándolo a un espacio completamente opuesto. Si el bosque causaba terror por el alma que lo animaba, producto de la amalgama de incontables espíritus, la ciudad a la que ahora llega aterra por lo contrario, por su ausencia absoluta de espíritu. Todo en ella está desierto y sin alma. Las luces y sombras se ven trazadas con cruel, geométrica nitidez. Reina el silencio, dejando adivinar al transeúnte aterrorizado las angustiosas voces de los habitantes encerrados en las casas. Uno piensa en la soledad nocturna de las arquitecturas de Chirico.
En la ciudad, y gracias al extraño personaje del peregrino sin piernas, precedido por el castañeteo macabro de sus veneras, el protagonista comprende quiénes son las hijas de Mans. Son las únicas que son dueñas de sus propios sueños; no solo eso mandan también en los sueños ajenos. Son, por tanto (Octavia, concretamente), las culpables de los sueños angustiosos del peregrino. Son sus pesadas, los genios maléficos de sus pesadillas. Por eso mismo se identifican con los vampiros y súcubos. Carecen de esos rasgos monstruosos de la pesadilla de Füssli (aunque los hereda, hasta cierto punto, el cojo, que, por fuerza, no puede estar ni de pie, ni sentado, ni tumbado), pero no de la fisonomía del vampiro.
La diferencia fundamental con las pesadillas, súcubos y vampiros tradicionales consiste, a mi parecer, en que actúan desde dentro del sueño. No se trata de seres externos que provocan terrores en el durmiente, sino que viven en su interior, aunque pueden materializarse fuera, como se ve en la casa del calvero.
El peregrino se duerme y sueña y en su sueño cae presa de la vampira Octavia; sin embargo el ataque de la vampira no es sólo soñado sino también real, como se verá al amanecer... Pero eso nos quedamos sin saberlo con certeza, porque ya se sale del cuento.
Estos son los mecanismos mentales de proyección y de internalización con los que nos han familiarizado el psicoanálisis y su técnica interpretativa de los sueños. Los conceptos del psicoanálisis divulgados por el cine y otras manifestaciones de la cultura de masas, asimilados (bien o mal) por el saber colectivo, creo que han cambiado nuestro modo de entender las relaciones entre el mundo interior, el del pensamiento, y la realidad exterior. Puesto que sabemos que hay una gran parte de nuestra mente que esta fuera del alcance de nuestra consciencia y que, en cambio, mucho de lo que percibimos fuera depende de lo que nos vive y rebulle dentro.
Cubierta de Daniel Gil para una obra
del psicoanalista Werner Kemper.

Ya salió al principio de esta entrada la serie de películas de Elm Street, con su permanente interacción de sueño y realidad. Es esta atenuación de las fronteras, esencial en el surrealismo, explotada una y otra vez, por ejemplo, en la narrativa de un Borges, característica del realismo mágico, la que constituye lo inquietante del cuento de Fernández Flórez.

domingo, 29 de marzo de 2015

El otro almohadón

Decía a propósito de "El almohadón de plumas" (ver la anterior entrada) que no hay obra que no sea hija de su tiempo. Entre él y la red que tejen sus hermanas las otras obras van dándole forma a lametones, como las mamás osas a los oseznos de los bestiarios. Yo creo que quien menos parte tiene de paternidad es el o la que la escribe y apadrina, porque la gente es capaz de muy poca cosa. Aunque o él o los críticos se hagan ilusiones.
¡Si incluso los que no son artistas, la mayor parte de las veces, tampoco comprenden lo que hacen ni por qué!
Si "El almohadón de plumas" es de 1907, Nido de áspides, segundo libro de Antonio Rey Soto, es de 1911. 
Otto Marseus van Schrieck. Naturaleza muerta con serpientes e
insectos. 
El primero se llamaba Falenas, de 1905. Esto de las falenas, mariposas pálidas y nocturnas, ya resulta bastante modernista, y por cierto que tanto Fabre como después De Gourmont (ver la entrada anterior) habían tratado de los amores de las falenas y los almizcles embriagadores con que sus hembras atraen desde largas distancias a los machos.
Antonio Rey Soto era orensano, de Arrabaldo, cerca de la capital provincial. Estudió Derecho, Filosofía y Letras y Teología y se ordenó de sacerdote. Fue poeta, ensayista, novelista y autor teatral. Representante tardío del modernismo, está bastante olvidado hoy, si no me equivoco. En Nido de áspides leemos el siguiente poema (como no será tan fácil de encontrar, lo copio).

LA ALMOHADA

Era joven y hermosa,
cenceña, rubia y pálida...

Hundida la cabeza
sobre el blando plumón de rica almohada,
parecía dormida
en el lecho de raso de la caja.

Sobre el albo vestido,
sus manos, aún más albas,
eran cual dos palomas
de volar fatigadas.
Un zapato de baile
asomaba por bajo de la falda.

En trípodes de bronce,
candelabros de plata
ostentaban triunfales las bujías
florecidas de llamas:
la luz se desflecaba en hebras de oro,
las rosas mareaban,
y, entre la toca virginal oculta,
una monja, rezando, suspiraba.

¡Oh, qué inefable pena!
¡Oh, qué profunda lástima
sentí por los encajes
y el plumón perfumado de la almohada!...

¡Oh, las noches nupciales del sepulcro,
fecundas, misteriosas y calladas!...

No puedo evitar que se establezca en mi imaginación una conexión sensorial entre este poema y el cuento casi contemporáneo de Horacio Quiroga.
John Collier, La bella durmiente (detalle).
El tipo de la joven coincide exactamente en ambos, así como también el aspecto del cuerpo, consumido prematuramente por el cansancio de vivir.
Y ahí está el almohadón de plumas. 
Por cierto que se ve, o se nota aunque uno no se fije de primeras, una extraña contradicción: ¿diríais que una cosa se hunde sobre algo? Sobre algo se flota... Este sobre nos da una idea de levedad de la cabeza, que aunque se hunde en el almohadón parece solo posada en él, casi levitando al ras de él... Pero además está el efecto de esa acumulación aliterativa de oclusivas con líquidas -y las nasales-, que sugieren blandura ("blomp, blop").
Simmler, La muerte de Barbara Radziwill (detalle).
Simbolismo fónico utilizado a conciencia, como en el efecto de aleteo que producen los versos siguientes, donde se trata de palomas, palomas ya en reposo, pero cansadas de volar.  "¡Sobre el albo vestido" -frrr, flap, flap, flap-! ¿No parece el rumor de un pájaro que sale volando asustado a nuestro paso? A mí sí me lo recuerda, y es como el alma que se exhala en forma de pájaro del cuerpo del moribundo, según la creencia de muchos sitios. La paloma, símbolo de paz, símbolo de candor... pero también símbolo de lascivia, ave dedicada a Afrodita.
Pues, hablando de asociaciones, ese sueño de la muerte en el mórbido raso del ataúd trae connotaciones de vampirismo y de necrofilia, como la de la estampa de Sarah Bernhardt durmiendo en su ataúd. 
Sarah Bernhardt durmiendo en su ataúd.
Y naturalmente, aunque no pudiera adivinarlo Rey Soto, las imágenes de necrofilia de Buñuel en Viridiana y Belle de jour, que, a fin de cuentas, derivan de Sade.
No es casual, por cierto, la mención del zapato de baile. El baile, el amor y la muerte andan muy mezclados en la imaginación. Basta pensar en la danza macabra.
Existe una novelita que escribió Carolina Coronado en colaboración con un joven ingenio romántico ferrolano, Benito Vicetto: Adoración, de 1850. En ella una joven, seducida y engañada por un calavera, se suicida bailando hasta la extenuación y la muerte. Carolina Coronado entendía de estas cosas. Parece que sufrió varios ataques de catalepsia en su vida y convivió durante años con la momia de su difunto marido.
Pero antes que Carolina Coronado, en 1831, había tratado un caso semejante Théophile Gautier en un cuento llamado "La cafetera" (puede leerse en francés aquí). 
En él, el joven protagonista es invitado a pasar unos días en la casa de campo de un amigo. Lo alojan en un cuarto amueblado de manera anticuada y con aspecto de haber sido ocupado hasta hace poco. Antes de dormirse, le parece que los objetos, los cuadros y tapices cobran vida y organizan un baile. El joven danza frenéticamente toda la noche con una muchacha que lo deja enamorado. Agotada su pareja, la sienta en sus rodillas y permanecen unidos en un arrobo amoroso hasta el alba. Con el canto de la alondra, la muchacha se levanta sobresaltada, da un grito y se desploma sin que quede más rastro de ella que los añicos de una antigua cafetera rota. Bien entrada la mañana, sus amigos encuentran al visitante desmayado en el suelo. Por la tarde, garabateando inconscientemente, le sale un dibujo que se le antoja representar a la cafetera, pero que resulta ser un rostro femenino.
-¡Caramba! -dice su anfitrión- ¡Cosa más curiosa! ¡Te ha salido clavada la cara de mi hermana Ángela!
Era su danzarina de la víspera.
-Pobrecilla -continuó-... Murió hace dos años de una fluxión pulmonar [neumonía o pleuritis], a raíz de un baile...
El caso es que un suceso parecido da asunto a un poema, Fantômes, de Victor Hugo, en Les orientales (1829) (puede leerse en Gallica). 
"Fantômes", ilustración de Gérard Séguin.
Tomada de Gallica.

Se trata de una joven demasiado aficionada a los bailes, que a fuerza de acudir a ellos de noche coge una enfermedad pulmonar de la que muere repentinamente, a la salida de uno, en brazos de su madre. Desde entonces, en noches de luna, un horrendo esquelético espectro vestido como esa señora la conduce a fiestas fantasmales en que danza por los aires en compañía de otros aparecidos.
Con su imaginación romántica, Hugo se había ocupado de la pesada en la oda VII de sus Odas y baladas, titulada precisamente "La pesadilla". Allí describe los síntomas habituales de opresión, apnea y visiones cambiantes y espantosas pero, a diferencia de lo que mantiene cierta tradición (como hemos visto), excluye a las muchachas de sus ataques precisamente a causa de su inocencia y pureza, que merecen la protección del ángel de la guarda.
Suele señalarse la influencia en Hugo del relato Smarra (1821), de Charles Nodier, donde una hechicera lleva en una sortija hueca, como un demonio familiar, al monstruo de las pesadillas -Smarra-, dispuesto a abatirse sobre cualquiera a los conjuros de la bruja.
Pero esto nos aleja del baile.
El caso es que la conjunción de baile, amor y muerte da pie a uno de los mitos más citados en el Romanticismo, el de las willis. 
Parece que el primer autor de fama que se ocupó de estos espíritus fue Heinrich Heine. En su libro Espíritus elementales  se refiere a estas "danzarinas espectrales" como tradición de una parte de Austria, pero de origen eslavo. Las willis son los espectros de las novias fallecidas antes de la noche de bodas. Suelen organizar sus zambras en los bosques y al infortunado a quien se le aparecen lo seducen con tan amorosos y picantes halagos que no hay manera de que se resista. Se lo van pasando de una a otra y la noche transcurre en una continua y agotadora danza que acaba con él por cansancio.
Las willis deben la mayor parte de su popularidad al ballet Giselle, de Adam, con libreto escrito en colaboración por Théophile Gautier (aquí está otra vez) y otro autor.
En el ballet Gisela, como la doncella de la leyenda de Rosalía de Castro (ver Por estos pagos), muere al verse seducida y burlada por un noble y se convierte en willi. Luego, su seductor y otro enamorado caen víctimas de las willis y se ven arrastrados a su danza fantasmal hasta que los salvan las primeras luces del alba.
Este destino de bailar por toda la eternidad también se les impone como castigo, en algunas leyendas, a ciertos danzarines irreverentes que no respetan la misa, el día de fiesta, el paso del viático y otras cosas semejantes.
Pero vuelvo a Rey Soto y su almohada.
En lo esencial, el colorido de la escena del poema coincide con el del cuento de Horacio Quiroga: blancura, sombra, luz de las lámparas de cabecera...
Sin embargo, donde todo es silencio y susurro en "El almohadón de plumas", "La almohada", cargando las tintas en el decorado parnasiano, sobresalta al lector con un platillazo wagneriano de brillos metálicos: bronce, plata, oro...
Hans Makart, Muerte de Cleopatra.
"...ostentaban triunfales las bujías florecidas de llamas". ¡Esas aes y esas íes violentamente iluminadas por los acentos! "La luz se desflecaba en hebras de oro"... Es lo contrario de la solubilidad a que aspiraba Verlaine: relucientes hilos dorados en la penumbra, transformando la cámara mortuoria en un brocado... A Rey Soto le fascinaban los antiguos brocados, como muestra en su  crónica de viaje a Guadalupe.
Henriette Browne, La religiosa.
Frente a la desnudez de "El almohadón de plumas", se acumulan en el poema notas sensuales: la monja con sus tocas, velando y bisbiseando sus rezos, el perfume sofocante de las rosas excesivas. 
Las últimas estrofas, donde irrumpe el yo espectador del cuadro, son las más desconcertantes. Porque si el Jordán de Horacio Quiroga nos deja helados con su "¡Esto faltaba!", no menos nos descoloca este sintiendo tan honda pena... ¡por los encajes y el plumón! Ni la difunta, ni sus seres queridos, ni él mismo, sea quien sea...
La supremacía parnasiana del objeto parece que llega aquí a extremos psicológicamente morbosos.
La hondura no es solo la de la pena; es la hondura del sepulcro, y más allá de ella la del abismo de la muerte. Con su uso del simbolismo fónico, Rey Soto la expresa por medio de retumbantes sonoridades: profundas, plumón, fecundas, sepulcro... se diría que la voz nos llega desde el vientre de una tinaja.
La pena por la rica ropa de cama, aparte de revelar un fetichismo notable (vuelve el recuerdo de Viridiana), no puede explicarse tan solo porque, como la propia difunta, va a sumirse en la profundidad del sepulcro condenada a perderse y a disolverse para siempre. Es que esas plumas perfumadas -perfumadas sin duda por el perfume de la mujer-, esos delicados encajes, esos rasos suavísimos sentimos que merecían destinarse al amor y no a la muerte. Porque, como en el cuento de Quiroga (y en toda la serie de leyendas que vamos viendo) el amor, el matrimonio, la pesadilla y la muerte nunca andan muy lejos unos de otros.
La muerte, dice Rey Soto, es una larga noche de bodas...Esto es una idea ancestral. A uno se le viene a la cabeza la balada rumana Mioriţa, con sus ideas e imágenes muy antiguas, donde la muerte violenta se pinta como una boda:
"Iar la cea măicuţă
Să nu spui, drăguţă,
Că la nunta mea
A căzut o stea,
C'am avut nuntaşi
Brazi si păltinaşi,
Preoţi, munţii mari,
Paseri, lăutari,
Păsărele mii,
Şi stele făclii!...


"Pero a esa madrecita

no le digas, queridita,
que en mi boda
ha caído una estrella,
que he tenido por invitados
a abetos y arces,
por sacerdotes a los altos montes,
los pájaros por músicos,
miles de pájaros,
y las estrellas por cirios."
Henri Lévy, La doncella y la muerte.
El sepulcro, el retorno a la tierra, es unión -unión nupcial- con la naturaleza, con el mundo; y unión incestuosa, porque la naturaleza es madre. Pero unión fecunda, puesto que solo ella garantiza la rotación sin fin de la vida.
Unas ideas, por lo menos, neolíticas, ligadas a la eterna reflexión sobre la destrucción y la regeneración; la siembra y la germinación, la muerte y la resurrección.