lunes, 8 de septiembre de 2014

Juglaresas, lavanderas y otras odaliscas

Gérard Genette, en el tercero de sus libros de notas, recuerdos, ocurrencias y bosquejos variados, Apostille, vuelve a acordarse (ya lo hacía, me parece, en uno de los anteriores) de un grupo de gitanos que se había establecido no lejos de su casa, a la orilla de un río, y con los que hacía de chico muy buenas migas.
A mí esto me trae a la cabeza a la tribu de zíngaros que acampaba en el parque del palacio de Moulinsart, en Las joyas de la Castafiore de Hergé (1963). Pero a Genette, con sus vastos conocimientos, lo que se le ocurre es La leyenda de los siglos, de Victor Hugo, concretamente el poema El Cid desterrado, donde habla de los gitanos en tiempos de aquel caudillo y cuenta entre otras cosas cómo veían con cierto miedo supersticioso los cercos que dejaban los cubos húmedos en la piedra de los brocales, porque "todo círculo es la forma terrible de la noche". "Sus hijas -dice-, que van a lavar donde nacen los berros, hunden sus piernas rosadas en la corriente de los arroyos"...
Francis William Topham, Gitanos españoles (hacia 1855).
Hugo no se paraba en imaginaciones raras y anacronismos: en los días del Cid faltaban siglos para que los primeros gitanos asomasen por Valladolid (que es donde nos sitúa el poema). Aunque es dudoso, ya que no era gente muy dada a dejar trazas de su paso, parece que, oriundos del Noroeste del Indostán, aparecieron por la Península Ibérica en el siglo XV.
También parece que le falla aquí un poco la memoria a Genette: repasando el poema se ve que Hugo distingue a los gitanos de las demás "gentes del llano" y de las lavanderas en cuestión, tan sonrosadas de cutis, no se especifica que perteneciesen a aquel pueblo. 
Pero, opinión aún más extraña, para Hugo una cosa son las "gentes del llano" y otra distinta los "fríos españoles". La diferencia nace de que los llaneros son de sangre vasca y se manifiesta en que van cantando por los trigales un cantar extraño y loco, visten de lana y cuero y son de mucho rezar y más empinar el codo, que prefieren "el vino misterioso, del que nacen los cantares, al agua, ¡aunque sea del Tajo!" (las exclamaciones son mías). 
Normal: bastante misterioso es a veces el vino que le sirven a uno por ahí (hasta en tierra de tan ricos caldos), pero harto superfluo y trabajoso transportar agua del Tajo a Valladolid, y más en el siglo XI. 
La mujer llanera se ve en el poema que era bastante desinhibida, y si la muchacha gitana (gypsi) merodea por los trigales con la falda, ornada de guirnaldas de clavellinas, hecha jirones (dejando ver la pierna hasta el muslo, imaginamos), la honrada matrona, mientras da la teta a su criatura, ostenta con orgullo dos soberbios pechos de mármol y, hospitalaria, convida al viajero con los apetitosos torreznos del mostrador...
Francesco Hayez, Espigadora
(por este estilo debía de imaginar Victor Hugo
a la vallisoletana medieval).
Cosas del Romanticismo, que bien compensan hallazgos como ese "bouleversement farouche des nuées / quand les hydres de pluie ouvrent leurs noirs naseaux" ("conmoción zahareña de los nublados, cuando las hidras de lluvia abren sus negros ollares")...
Posiblemente, cuando Genette asigna las chapoteantes lavanderas a la raza calé pesa en su imprecisión la connotación erótica que da la tradición tanto al berro (ver Concepciones y partos raros) como al pueblo gitano. Basta recordar a la gitanilla cervantina o a la otra bailarina de Rubén Darío siglos después:
"...la gitana, embriagada de lujuria y cariño,
sintió cómo caía dentro de su corpiño
el bello luis de oro del artista de Francia"...
O, ya que de Valladolid se trata, las bellas acróbatas del romance de Góngora (Trepan gitanos...) que en esa ciudad  "desvanecen hombres" al ritmo y meneo de un disémico pandero, robando a la vez corazones y bolsas con el embeleco de la danza...
Aunque Cervantes y otros encomian la fidelidad de los gitanos en sus amores y matrimonios, no faltan quienes los tildan de promiscuos (entre ellos el propio Hugo y Collin de Plancy). 
Atribuirles esa libertad y falta de reglas es muestra clara de que ningún pueblo reconoce más ley que la suya. Vivir fuera de ella es vivir como los animales. Pero en fin, esta opinión infundada se extendió especialmente cuando, ya en el siglo XVII, se los empezó a distinguir mal de los moriscos, cuya gran fama de lujuriosos es sabida. La confusión llegó a los románticos como Potocky, que en el Manuscrito encontrado en Zaragoza mezcla a los gitanos de Don Avadoro con monfíes, judíos cabalistas y princesas granadinas. Y aún más tarde a Barbey d'Aurevilly, con su Vellini, la mujer fatal de Une vieille maîtresse, por cuyas venas corre sangre árabe y gitana, que enreda en una pasión diabólica e ineluctable al protagonista. 
Ya en el siglo XVII Juan de Luna, en su continuación del Lazarillo les negaba cualquier unidad étnica y afirmaba que, si había alguno que efectivamente fuese de origen egipcio, la inmensa mayoría la formaban fugitivos de la justicia y amantes de la vida libre, en particular monjas y frailes escapados de sus conventos.
Moriscos, judíos y leprosos (a los que en algún momento, allá a principios del siglo XIV, se supuso conjurados unos con otros para dominar al mundo y alguno acabó en la hoguera) comparten esta reputación de lascivia. 
Los judíos (tildados repetidamente, ellos y ellas, de exacerbada, perversa y a menudo interesada lujuria) son pueblo vagabundo, una y otra vez expulsados de acá y allá. Incluso cuando se establecen en su aljama bien delimitada, ocupan -a decir de Zumthor- un espacio fuera del espacio, lo que constituye otra manera de ser vagabundo. Su figura emblemática es el Judío Errante, castigado al vagabundeo perpetuo por haberse burlado de Cristo en su pasión. También de los gitanos decía la leyenda que estaban condenados por Dios a errar perpetuamente a causa de haber maltratado a la Virgen María durante su estancia en Egipto. Pues la creencia de que los gitanos eran originariamente judíos también existió y hasta la recoge como la más probable el Diccionario infernal de Collin de Plancy. 
Pierre Bonnaud, Salomé. La tópica piel de tigre
también era atributo de la Vellini de Barbey.
La fusión de lo gitano con el tipo de la bella judía encuentra su representación gráfica en la Salomé de Julio Romero de Torres.
Cuando el rey Mark decide castigar la infidelidad de su mujer Isolda, la condena a ser entregada a los leprosos del bosque: le inflige una pena adecuada a su delito: la destierra al mundo salvaje, dejándola a la merced de unos instintos indómitos.
En las novelas de Austin Clarke de las que hablaba en entradas recientes sucede que cuando los personajes emprenden el camino se adentran en el caos de lo no regulado, donde imponen su capricho los dioses Pan y Óengus (bastante parecido, por cierto, en alguna de sus apariciones, al peludo salvaje medieval). Y comienza su gozoso, pero aterrador a veces, descubrimiento del amor y la sexualidad.
Advierte Paul Zumthor en su libro La medida del mundo que el viajero, en la Edad Media, es siempre marginado. Victor Hugo ve acertadamente que el Cid desterrado comparte su marginación con los gitanos sin techo fijo y los demás llaneros, que habitan en chozas y madrigueras en vez de casas. 
El grado ínfimo de la humanidad lo ocupa el salvaje, habitante de países lejanos e incógnitos, cubierto de vello y armado con su cachiporra, heredada hasta no hace mucho por los gorilas de las ilustraciones populares. El salvaje, observa Zumthor, empieza a aparecer con profusión en el arte coincidiendo con el inicio de los grandes viajes a Oriente. Roger Bartra, que estudia profundamente a esta figura en El salvaje en el espejo, insiste en que en ella se encarnan todos los impulsos primitivos e incontrolados de la sexualidad. En La cárcel de amor, de Diego de San Pedro, el salvaje es la representación alegórica del deseo y el narrador se lo encuentra en unos fragosos e inaccesibles parajes boscosos de Sierra Morena, una Sierra Morena que prefigura la del Quijote. Es la representación visible de la irracionalidad, de la cara oscura del alma, imagen del sueño de la razón. Como dice el poeta Francisco López de Zárate:
"dos salvajes salieron, del dormido
entendimiento símbolo vistoso..."
Salvajes. Tapiz alemán del siglo XV.
Que al marginado se le suponga un apetito, unos poderes o un desenfreno sexual fuera de lo común no tiene nada de extraño, puesto que es por definición el que se sitúa fuera de la norma y a medio camino entre la naturaleza y la civilización.
El forastero, el viajero, siempre es peligroso y enemigo en potencia.
El pastor, ya lo hemos visto en la anterior entrada, pertenece a ese mismo mundo fronterizo: es hombre al que alguna parte le cabe de la índole natural de las bestias que pastorea. Hombre que vive al raso, que se mueve según las necesidades de su rebaño. Los pastores forman a veces comunidades cerradas y misteriosas, como los de Normandía que saca Barbey en La embrujada (L'ensorcelée), los cuales poseen los secretos de una terrible magia erótica (tal es el asunto de esa novela, por cierto: una mujer torturada hasta el suicidio por la maldición de una pasión sacrílega, consecuencia de una venganza).
El hombre medieval, sobre todo hasta el siglo XIII, aspira a la estabilidad. Como se lee una y otra vez en los textos irlandeses, ansía que la resurrección de la carne lo sorprenda donde nació. El viaje, que para muchos es hoy la más deseada realización del placer y del ocio, en la Edad Media es una desgracia o un sacrificio. La palabra inglesa travel, 'viaje', está tomada del francés travail (sigue apuntando Zumthor). ¿No dio Cervantes el título de Los trabajos de Persiles y Sigismunda al relato, fundamentalmente, de sus viajes? Así que en inglés un viaje es, en definitiva, una tortura: que es lo que designaba en latín el tripalium de donde viene nuestro trabajo.

jueves, 14 de agosto de 2014

De príncipes, papas y porqueros

Al principio del segundo acto de Le père humilié, última de las obras que forman la trilogía centrada en Toussaint Turelure y sus descendientes, Paul Claudel introduce un diálogo que nos recuerda al tema del rey y el ermitaño al que me venía refiriendo en anteriores entradas.
Respecto de este (pensando por ejemplo en el diálogo en verso entre el rey Guaire y san Marbhán) hay en la obra, sin embargo, diferencias importantes.
El lugar donde se desarrolla la conversación es un claustro conventual, con su pozo central, espacio que (ver Frustración y revoltijo) simboliza y reproduce la estructura del Universo y el orden del Paraíso.
El soberano de Claudel, aparte de ser eso, es también autoridad espiritual, porque es el Papa. Y es precisamente esa doble condición el busilis de la situación dramática. Al Papa está encomendada una misión que trasciende a la Historia y que concierne a vivos y muertos, como le recuerda su interlocutor (y confesor); pero como (precaria) autoridad secular se encuentra metido de hoz y coz en una situación histórica sumamente apurada.
Este papa es Pío IX, asediado en Roma por las tropas italianas y apoyado por las tropas de Napoleón III, cuyo imperio se tambalea a su vez.
Pío IX de cuerpo presente, ocho años después
de la fiesta de Le père humilié.
Estampa de la época. 
Con la inminente caída de la ciudad papal, lo que se viene abajo no es solo un anacrónico estado pontificio, sino el símbolo estereotípico de una antigua organización imaginaria del mundo, cuya cabeza es precisamente esa urbe, caput mundi. Catastrófico desenlace de un largo desmoronamiento al que Claudel da por origen la Revolución Francesa con su final napoleónico personalizado por el primero de sus Turelure (así como Napoleón III presenciará el desplome final). 
Merece la pena reparar en que si la acción dramática se produce en la ciudad, en la Ciudad por excelencia, dentro de ella transcurre en lugares mixtos y teñidos de lo sobrenatural: el jardín donde se celebra el baile de máscaras, tema que, con sus connotaciones carnavalescas y eróticas, se repite hasta la saciedad en la imaginación romántica, sus precedentes y secuelas (se vienen a la cabeza los libretos de Scribe, el Claro de luna de Verlaine, el magnífico inicio de Flavio, de Rosalía Castro...);
Watteau, Fiestas venecianas.
el claustro, imagen y enclave del paraíso en la tierra (y, a partir de la entrada de las órdenes mendicantes en el espacio urbano, en la ciudad misma).
La idea que se desprende de ello es la misma que yace bajo la antigua poesía irlandesa de celebración de la vida eremítica: que nuestro mundo y el Otro no son universos incomunicados sino que viven uno en otro. Antes que el monasterio, la ermita es el estandarte que marca la santificación del caótico desierto.
En cuanto al interlocutor, no se trata exactamente de un ermitaño, sino de un monje franciscano (nada casual es la elección de esta orden) que trabaja como colmenero tras haberlo hecho en las cocinas y también de pastor, a lo que alude su nombre de Pecorello. La presencia del ermitaño resultaría un tanto anacrónica en este último tercio del siglo XIX. Este frailecico, muy joven y que parece una figura de los primeros tiempos de la orden seráfica, es, dentro del clero regular, lo más parecido por su aislamiento y comunión con la naturaleza, al ermitaño de la literatura hagiográfica irlandesa que vengo comentando. 
La conversación, aunque tiene por núcleo temático (no podía ser de otro modo) el contraste entre la vivencia religiosa del fraile, sencilla, inmediata y casi mística y la experiencia del pontífice, vapuleado por un largo reinado lleno de escollos, versa sobre asuntos teológicos de mucho mayor calado que el lírico diálogo del antiguo poema irlandés.
¿Pudo conocer Claudel esta obra? Es posible. King and Hermit apareció publicado por Kuno Meyer en Ancient Irish Poetry en 1913. La obra de Claudel es de 1916. Sin embargo, no me parece probable (no sé por qué, es una impresión) ni, desde luego, necesario para explicar la aparición en la obra de ese motivo: el diálogo del rey y el ermitaño pastor.
De este diálogo teatral se ocupa Jacques Lacan en el volumen VIII del Seminario. Lacan era admirador del teatro y de la poesía de Claudel. Lo interesante aquí es que al referirse al monje jovencito no recuerda que fuese colmenero; dice que cuidaba cerdos u ocas, 
Durero: La locura predicando a gansos y cerdos.
Ilustración de La nave de los locos, de Brandt.
de lo cual no encuentro mención en la obra, al menos a primera vista.
Santos y santas colmeneros no faltan en la Irlanda medieval, como santa Gobnat y san Modomnoc, a quien la leyenda atribuye la introducción de la apicultura en la isla. Gansos sabemos que tenía san Winwaloe o Guenolé, aunque de entre los cuidadores de ocas el santo más famoso es oriental, san Trifón, natural según se dice de un lugar llamado Kampsade en Asia Menor, en Frigia. El significado simbólico del ganso, como se sabe, relacionado con la rueda de las estaciones y el ciclo cósmico de muerte y resurrección se remonta, de creer a Gimbutas, al menos a los tiempos del neolítico con el culto a la diosa pájaro.
En cuanto a santos porqueros, la lista se amplía e incluye a figuras más ilustres aún que el propio san Marbhán, empezando por el mismísimo san Patricio en su servil juventud.
Con más motivo que Claudel pudo Lacan tener en la cabeza algún precedente literario del diálogo entre papa y pastor que lo llevase a confusión, pero tampoco esta vez me parece preciso suponerlo.
Por supuesto, entre los ermitaños porqueros el más famoso es el egipcio san Antonio abad. El hombre del Occidente medieval llevó rápidamente a cabo la identificación del desierto egipcio, difícilmente imaginable, con el bosque, puesto que de lo que se trata no es de la desnudez, sino de la ausencia de norma. Sin embargo, aunque el folclore le presta esa ocupación de guardador de cerdos, su vida escrita por Atanasio a mediados del siglo IV no menciona tal actividad y es dudoso el motivo por el cual se lo asocia a ese animal y su ganadería. Se aduce que el tocino era muy usual en el tratamiento de las enfermedades cutáneas, contra las que es invocado. Se dice también que los monjes hospitalarios de san Antón, orden dedicada al cuidado de los enfermos y en particular de los de erisipela o fuego de san Antón, tenían por principal fuente de ingresos la cría de cerdos. La orden en cuestión no fue fundada hasta casi el siglo XII ni reconocida oficialmente hasta el XIII. Pero su relación especial con esa ganadería sigue sin explicación.
Jean Dreux, San antonio y un orante.
Por lo que veo ahora paseando por Internet (http://www.annesitaly.com/blog/st-anthonys-fire-st-anthonys-blessings/), en Sicilia y otras partes se presta a san Antón la función prometeica de haber introducido el fuego en el mundo. Esto cuadra con la protección que se le pide frente a enfermedades ígneas y que provocan escozor, como el famoso fuego de san Antón. Parece que el santo viajó al Infierno acompañado de su cerdo y que este fue el que le franqueó la entrada o bien se coló dejando al ermitaño a la puerta y robó una brasa. Según otra versión más cercana al mito clásico, fue el báculo del santo el que ardiendo sin llama trajo el preciado contrabando. En cualquier caso, queda claro el papel del cerdo como intermediario entre nuestro mundo y los infiernos (ver Porquero contra poetas). Y sucede que a veces no se sabe cuál es más importante para la devoción popular, si el ermitaño o su compañero. 
En Plurien, pueblo de Bretaña, como la imagen de san Antón venerada desde tiempo inmemorial estaba en pésimas condiciones, un cura en el siglo XIX decidió renovarla y de paso cambiarla por la de un tocayo menos rústico y más acorde con la piedad de su tiempo: san Antonio de Padua. A veces los párrocos en Bretaña actuaban así, procurando sustituir los cultos locales o sospechosos de lindar con la superstición por otros más universales y espirituales. Los fieles no se opusieron al trueque de santos; pero cuando vieron la nueva imagen sin trazas de cerdito estuvo a punto de estallar un motín. Asustado, el cura cedió y por eso se reza hoy en Plurien a un san Antonio iconográficamente híbrido, con el imprescindible cochinillo de su homónimo egipcio.
El cerdo, dice Zumthor en su libro La mesure du monde, es animal del bosque, animal errante que busca su alimento vagando de acá para allá en ese espacio sin leyes. Por eso pertenece a dos mundos, es a la vez salvaje -selvático- y doméstico. 
Vareando bellotas. Las muy ricas 
horas del duque de Berry, siglo XV. 
Y esa naturaleza ambigua la comparte el hombre del bosque, medio hombre medio animal como el Suibhne de la leyenda irlandesa, fuera de la razón y juicio humanos como el propio Suibhne, o Tristán, o Merlín, llamado a veces Lailoken, con su cerdito mascota, o, en ya lejana derivación, Orlando, que descarga la furia de su locura contra los árboles del bosque. 
Y, ya que va de locos paladines vagando por las florestas, por qué no Don Quijote, tardío heredero de los caballeros artúricos.
En esta relación entre rey y porquero puede suceder también que uno y otro sean la misma persona, es decir, que el antiguo pastor haya acabado por ascender al trono. Tal es la historia de Tamerlán, a la que Pero Mexía dedica un capítulo de la Silva de varia lección, aunque, contrariamente a la tradición, diga allí que comenzó como boyero. De la Silva de Mexía, fundamentalmente, depende la obra Tamburlaine the Great, de Marlowe. 
Gran impacto causó en la Europa de su tiempo la historia de Sixto V, monje franciscano, que fue papa de 1585 a 1590. Su familia, originaria de Dalmacia, pasó a Italia huyendo de los turcos, y es fama que de joven se ocupó cuidando cerdos.
De estos y otros casos semejantes se encuentra noticia en las notas de Diego Clemencín al capítulo XLII de la segunda parte del Quijote, en el que Sancho Panza es aconsejado antes de  empezar a gobernar la ínsula Barataria. Allí nos enteramos de que el buen escudero antes de gobernador fue pastor, primero de gansos y después de cerdos: curiosamente, las dos clases de animales que menciona Lacan. Una vez más: ¿influiría este recuerdo literario en él, que indudablemente conocía la obra de Cervantes?

miércoles, 9 de julio de 2014

San Marbhán y el mito de los poetas

La idea del Dios artífice, artesano del Universo le rondaba a James Carney. No por casualidad la hemos mencionado  en la anterior entrada. En cierto poema que él cita en sus Studies in Irish Literature and History, alguien, tal vez un ermitaño, describe con místico entusiasmo su morada del bosque. Es el primer poema que recoge Kenneth Jackson en su clásico estudio sobre la Naturaleza en la antigua poesía galesa e irlandesa. Un escriba medieval, al copiarlo, escribió junto a él el nombre de Suibhne Geilt. Suibhne Geilt fue un rey irlandés que debido a la maldición de un santo al que había ofendido fue desterrado de la sociedad de humana y, medio hombre medio pájaro, estuvo viviendo largo tiempo en los árboles del bosque.
El hombre pájaro aparece ya representado
en pinturas paleolíticas. Gustavo Doré,
detalle de una ilustración de
La Divina Comedia.
Es difícil de entender el poema: se ha llegado a considerar como una adivinanza. Dice una de sus estrofas:

Gobbán durigni insin
conecestar duib astoir
mo chridecan dia du nim
is hé tugatoir rodtoig.

Gobbán hizo esto
para que se os cuente su historia;
mi corazoncito, Dios del Cielo,
es el techador que lo techó.

Carney interpreta que Gobbán, empleado aquí por antonomasia, es nombre común con el significado de "arquitecto" y se refiere precisamente a Dios. El sustantivo gobbán, sin embargo, no aparece recogido en el diccionario de la Royal Irish Academy. Sí gobán, atestiguado una sola vez, con significado desconocido. Carney asegura haberlo oído en el habla actual, pero con el significado de "chapucero", contrario al sentido del poema.
No se ve qué necesidad hay de eliminar del poema al personaje de Gobbán, Gobbán Saor, que aparece como constructor maravilloso en varias leyendas medievales y es trasunto humano de Goibniu (ambos nombres comparten la misma raíz), el herrero de los Tuatha Dé Danann. Gobbán significa "herrero" y saor "artesano". El personaje es equivalente del Gofannon galés.
Yo supongo que en el poema en cuestión el que techó el edificio fue Dios, porque no tenía más techo que la bóveda celeste, como indica en la estrofa anterior.
Este poema importa muy especialmente aquí por su relación con Suibhne Geilt y, por tanto, con el fecundo tema del diálogo del rey y el ermitaño, que es el mismo de san Marbhán y su medio hermano el rey Guaire.
Hablaba de ellos hace tiempo con motivo de la novela de Austin Clarke The Bright Temptation.
Carney aplica a este tema su método: "descompone (por volver a citar el mismo libro de Azorín de la anterior entrada) las cosas para examinarlas una por una (como un relojero las piececitas de un reloj". Que es, por cierto, lo que en su opinión hace el poeta al escribir su obra, "y luego, si le place, volverlas a ensamblar" (concluye la frase de Azorín). Tarea de relojero, como la del Dios de Voltaire. Pero -admite Carney- la total libertad de creación queda excluida en el poeta (como en el relojero, por cierto), a diferencia del Artesano-creador, que forzosamente inventa las propias leyes que rigen el funcionamiento de la creación.
De no ser así, el crítico se encontraría chapoteando en un caos donde sería imposible orientarse.
El poeta trabaja dentro de unos límites y con arreglo a unas pautas que no han sido establecidas por ningún agente individual humano: esta restricción fundamental se impone al juego de desmontar y volver a montar, que es lo que estudia el crítico.
Y este análisis riguroso, meticuloso, de la crítica da resultados sorprendentes en este caso preciso, particular, de san Marbhán. Veamos. También en Escocia se da una pareja de rey y ermitaño funcionalmente similar a la de Guaire y Marbhán: se trata del rey Rhydderch y san Kentigern, o Mungo, patrón de Glasgow. 
San Kentigern y Merlín (aquí en una moderna
vidriera escocesa) son equivalentes en Gran Bretaña
de los irlandeses Mochua y Suibhne Geilt.
San Marbhán tiene en la tradición otros nombres: Mochua o Mochoe. Pues bien, Mungo es exactamente el equivalente en lengua britónica del irlandés Mochua. Tanto san Mungo (o Kentigern) como san Mochua (o Marbhán) tienen especial relación con un cerdo blanco (ver Porquero contra poetas). En esto, como en varias otras cosas, se parecen también a Myrddin, es decir el mago Merlín de la leyenda artúrica.
James Carney observa que la leyenda de Guaire y el hallazgo de la Táin bó Cuailngé (ver Porquero contra poetas) se encuentra en dos versiones. La primera (la que adaptó y versificó Samuel Ferguson, ver Los hermanos más distintos) y la segunda (la que se encuentra en Tromdámh Guairever Porquero contra poetas) difieren fundamentalmente en la intervención de san Marbhán. Todo apunta a que este episodio procede de la leyenda san Kentigerno y fue injertado (por un escritor letrado, en opinión de Carney) en el primitivo relato irlandés, que ya sería obra de otro poeta, tal vez el propio bardo Senchán Torpeist, que se convertiría así en personaje de su propia narración, amén de posible redactor de la Táin como gran obra épica. 
De ser esto así, Senchán la habría forjado a partir de distintas leyendas existentes, leyendas relativas a diferentes lugares (ver Dioses, ángeles, genios y santos). Habría fingido que se trataba de un antiguo poema perdido y habría escrito la historia de su descubrimiento por medios mágicos, en la cual él era protagonista. Todo ello me parece -no es más que una impresión- demasiado enrevesamiento narratológico para el siglo VII. Pero Carney, ya queda dicho, es un gran humanista, un admirador de la creación poética, de la voluntad y oficio del artista, cuya obra, para él, suele superar a la tradición colectiva y precederla.
(Uno siempre ha opinado que en el arte es tan irreal -por lo menos- un creador humano como un creador sobrehumano. ¿Galgos o podencos? La disyuntiva me parece que tiene tanto sentido como preguntarse quién hace la lluvia, si los dioses del ramo o el hechicero con la técnica de su danza).
James Carney, con su perspicacia y minuciosidad, dirige su objetivo a continuación a una serie de narraciones que comparten un haz de rasgos precisos y coherentes, sin que todos ellos se encuentren en cada una de ellas. La comparación lo conduce a reconstruir un prototipo que es la primitiva novela de Tristán e Isolda. También lo lleva a concluir que su autor la escribió con toda probabilidad en el sur de Escocia, en el siglo VIII y en un medio similar (si no el mismo) a aquel en que se compuso la Táin bó Cuailngé.
Para componer su obra, el poeta primitivo echó mano de variado material de desguace: cuentos orientales, mitos clásicos como Píramo y Tisbe, Perseo y Andrómeda, Teseo y el laberinto (a estos dos héroes asonantados, curiosamente, los confunde por lapsus... ¡en un párrafo donde comenta cómo los confundía el primitivo adaptador!). 
Pensar que un poeta, por genial que sea, haya ideado y sacado de su cabeza (o de su biblioteca) los personajes y el cuento de Tristán e Isolda es como suponer otro tanto de Edipo, de Don Juan, de Hamlet (hay un curioso libro de Vicente Risco, Mitología cristiana, de 1963, sobre algunos de estos tipos universales)... algo, para mí, difícilmente concebible. Yo creo que esos mitos, si funcionan como tales, es porque preexisten a los poetas que los formularon. Corresponden, dirá el psicoanálisis, a estructuras psíquicas muy hondas.
Carney es reacio a admitir estos trasfondos mitológicos. Su racionalismo humanista lo conduce a ver, donde los creen encontrar otros estudiosos, simples hallazgos narrativos y mezcla de retales entresacados de acá y allá sin más  función que la de entretener ni más causa que la fantasía de distintos autores. Para él la coincidencia de los textos se debe, en suma, a que las situaciones y peripecias imaginables son habas contadas y a que unos poetas beben de la obra de otros.  

Esto es cierto, pero también lo es que mitos que se contaban de Lug u otros dioses antiguos se siguieron contando muchos siglos después atribuidos a santos cristianos sin que hubiesen cambiado de función (explicar el poder milagroso de una fuente, por ejemplo). Sergent y Sterckx ofrecen bastante muestras de esto.
En los textos irlandeses de más reputada antigüedad constantemente aparecen situaciones y objetos que no pueden ser anteriores al cristianismo. También en las miniaturas góticas vemos a los guerreros de la Iliada en forma de paladines caballerescos sin que eso reste antigüedad a los mitos que cuenta Homero.
Paris. Alabastro alemán del siglo XVI.
Naturalmente, Carney es escéptico ante todo lo que merme la responsabilidad del autor en su obra. A mí se me hace, al revés, mucho más fácil de creer que mande el cuento en el cuentista que el cuentista en el cuento. Pero esto no merma la verdad, recalcada una y otra vez por Zumthor, de que la obra oral, tradicional o no, cambia enteramente de naturaleza al nacer al mundo de la cultura escrita. La literatura oral medieval -o como queramos llamarla, puesto que no era obra de literatos ni se escribía con letras- anterior a este paso es, en rigor, incognoscible. Pero existía y en lo escrito por los letrados dejó su huella
Atribuir todo lo que tienen en común muchas de aquellas obras a simple influencia de unas en otras, seguida de una imprescindible adaptación, sería como achacar las semejanzas entre el sánscrito y el irlandés a más que improbables préstamos lingüísticos. 
Aparte de los trabajos de Dumézil y sus discípulos, estudios de poética indoeuropea más recientes como los de Calvert Watkins (How to Kill a Dragon, 1995) o M. L. West (Indo-European Poetry and Myth, 2007) dejan poca duda de la existencia de ese fondo común. Así también la Storia notturna (1991) de Carlo Ginzburg, tantas veces citada en estas entradas, que se abre a un campo aún más vasto. Si James Carney hubiera podido conocer ese libro, seguramente hubiera reparado en la honda semejanza entre los cuentos folclóricos irlandeses de personas que se ven  abocadas a participar en contiendas deportivas entre distintos bandos de seres sobrenaturales y las luchas nocturnas de los benandanti y otros fenómenos similares estudiados por el italiano. Y así, acaso no les hubiera dado por origen un arquetipo único del siglo XVIII compuesto por un autor que se basaba en obras literarias más antiguas.


lunes, 7 de julio de 2014

Autores de ficción

James Carney fue uno de los grandes estudiosos de la literatura irlandesa en el siglo pasado. Aparte de formarse en Irlanda con grandes maestros como Osborne Bergin o T. F. O'Rahilly, pasó temporadas en el extranjero, estudiando y enseñando.
En pleno auge del nazismo, en 1936, viajó a Alemania para seguir las clases del gran filólogo suizo Thurneysen. Pasados los años, recordaba el ambiente mesiánico que se vivía entonces en aquel país. "Yo no puedo decir que sea un dios -le había comentado una mujer sencilla, cristiana, refiriéndose a Hitler-, pero en todo caso es un enviado de Dios"...
Celebración nazi en 1935.
En 1955 James Carney publicó un libro que causó sensación y revuelo: se titula Estudios sobre literatura e Historia irlandesas
Estoy leyendo estos días ese brillante libro, lleno de intuición crítica y de erudición. 
Una de las tesis que resultaron escandalosas en él en su momento hoy nos parece obvia y cosa de sentido común. La literatura temprana medieval es obra (o ha llegado a nosotros por obra) de letrados. Eran estos (especialmente los que procedían de fuera del Imperio Romano) personas que poseían al menos dos lenguas y dos culturas: la vernácula y la latina, esta con vocación de universalidad. En muchos lugares, distintas lenguas y culturas vernáculas estaban en contacto. Una de estas regiones eran las islas Británicas. No sería excepcional que un clérigo de la actual Escocia pudiese, aparte del latín, expresarse en más de un idioma: irlandés, británico, picto, inglés antiguo...  Este era un medio idóneo para que las ideas, las formas poéticas, los motivos y fórmulas narrativos, viajasen acá y allá. Lo irlandés, lo anglosajón, incluso lo nórdico y otros ámbitos culturales más lejanos no forman mundos aislados y estancos sino espacios de tránsito.
James Carney quería leer las obras antiguas con ojos de lector de literatura y no de filólogo. Admiraba al escritor como creador y artista. Cuando se enfrenta a una obra compuesta con arte, capaz de suscitar por medios técnicamente complejos una emoción estética, se dice: "Esta maravilla no puede ser obra del azar; tiene que tener un autor y ser fruto de la inspiración de un gran poeta".
Es lo de los famosos versos de Voltaire en la sátira Les cabales: considerando el mecanismo perfectamente concertado del cosmos, ¿cómo concebir que funcione el reloj sin que exista el relojero?
El razonamiento es bastante más viejo que Voltaire.
Dios, artífice del universo. Miniatura
del siglo XIII.
Otro de los libros que, casualmente, estoy leyendo estos días es De la naturaleza de los dioses, el diálogo de Cicerón. ¿Por qué lo traigo a cuento? Porque ese es exactamente el mismo razonamiento de uno de los interlocutores, Balbo el estoico, para demostrar la existencia de los dioses: la belleza, la perfección, la exacta complejidad del mundo no pueden explicarse sin un autor consciente, sabio y bueno.
Aplicándolo, pues, a la pequeña escala de las producciones humanas, se llega a la evidente conclusión de que no hay, no puede haber ni concebirse una obra de arte, obra excelsa, sin un artista que la haya creado.
El argumento puede invertirse y la incoherencia, la falta de acuerdo o de conexión entre unas partes y otras de la obra, las salidas de tono y todo lo que choque a los modelos del lector se atribuye a despiste, a impericia, a error del creador en suma: errar es humano y al fin y al cabo, ya se sabe, hasta el buen Homero echa una cabezadita de tanto en tanto. En suma, todo son rastros y trazas de la mano del artista, que es a su obra (guardando la proporción) lo que es al mundo Dios cuando se pasea por Su creación dejándola vestida de hermosura...
James Carney se complace en desmontar una obra literaria e identificar de dónde tomó el poeta cada uno de sus componentes: este episodio de la vida de un santo; esta fórmula de una leyenda; aquella situación de un sermonario; este detalle de las Etimologías de san Isidoro... Lo imaginamos como uno de esos clérigos de las pinturas medievales, sentado ante su atril y con su pequeña pero selecta biblioteca al alcance de la mano para ir espigando, como haría un farmacéutico con sus simples.
Oí hace unos meses, a propósito de los Cantares gallegos de Rosalía Castro (como es sabido, los Cantares gallegos son poemas que glosan o desarrollan una copla popular, tradicional), a Luis Alberto de Cuenca, fino poeta y humanista de vasta cultura, expresarse en términos parecidos a estos, que cito de memoria : "Cuando alguien les hable de tradición, de creación literaria colectiva, no se fíen ustedes. Al final, siempre encontraremos al poeta. El que quiera convencerles de otra cosa no es de fiar".
Claro que no era eso lo que pensaban los antiguos griegos para quienes las Musas eran alguien, seres divinos de existencia real y no figuras alegóricas; 
Alexander August Hirsch, Musa inspirando a Orfeo (1865)
ni tampoco los cristianos que creían y creen en el carácter inspirado de muchas obras literarias. Ya he traído a colación alguna vez al poeta Caedmon y su himno revelado, inaugural de la poesía inglesa. 
San Gregorio inspirado por el Espíritu Santo. Miniatura del
siglo XII.
Otra de las lecturas que tengo entre manos es de Azorín. Un libro de ensayos titulado Andando y pensando que casualmente he adquirido el otro día. Es del año veintinueve. En la página 113 leo: "la obra de arte es la creación de la multitud, en el tiempo y en el espacio, y <que> la crítica es la revelación a la multitud de la obra que ella misma ha creado. Sí: para nosotros el "genio" es la condensación de la muchedumbre". Y en apoyo de su opinión cita unas palabras de su amigo Baroja: "el genio no es más que el punto de confluencia, en un cerebro, de las grandes corrientes creadas por las muchedumbres inconscientemente".  
Yo confieso que me fío más de Azorín y de Baroja que de Luis Alberto de Cuenca.
Y me resulta extraño que siga coleando hoy día la polémica agria y sobada de tradicionalistas e individualistas en el origen de la épica medieval, que es la raíz y la madre del cordero de todo este campo de Agramante.
Pasados los años, se ve cómo franceses y alemanes, a finales del XIX, hicieron de la épica medieval y sus orígenes una liza en que se combatían con el mismo encono aunque menos mortíferamente que harían en las líneas de trincheras en la Gran Guerra.
A. von Kaulbach, Germania.
La idea de la poesía épica como emanación del espíritu colectivo de un pueblo tenía un tufillo de Romanticismo nacionalista alemán muy malo de tragar para unos franceses nutridos de revanchismo desde la humillante derrota de 1870. Ellos le oponían un ideal luminoso, humanista y mediterráneo, que ensalzaba al individuo, a sus derechos y libertades: en suma, los valores republicanos de la Revolución Francesa.
No es de extrañar que los grandes iniciadores de los estudios célticos en Irlanda, germanófilos muchos de ellos, se sintiesen atraídos por la exaltación de la lengua y la tradición como máximos exponentes del espíritu nacional (poco más quedaba para entonces de la gran cultura irlandesa del pasado).
Tampoco tiene nada de raro que a diez años del final de la segunda gran contienda, y con la agobiante angustia de sus consecuencias (la amenaza atómica en primerísimo lugar) encima, aquellas teorías del espíritu nacional, que en parte habían servido para cimentar ideológicamente al nazismo, fuesen objeto de repulsa y causa de grima. 
"Formación del espíritu nacional" se llamaba una asignatura, tibiamente fascista y abrumadoramente aburrida, sucesora de la de "Formación política", por la que tuvieron que pasar muchos estudiantes españoles de Enseñanza Media durante el crepúsculo del franquismo. Y tengo comprobado que a muchos de ellos (igual que a mí) les basta ese sintagma, "espíritu nacional", para provocarles una dentera como si mordieran en un limón. Lo de menos es su noble estirpe romántica. 
Ya he dicho de paso que James Carney había tenido ocasión de vivir una temporada en plena Alemania del III Reich y comprobar por sí mismo el ambiente que reinaba allí.
Hoy día, que ya peinan canas los nacidos veinte años después de la guerra y que los conflictos son otros, pesan menos esas circunstancias históricas. El papel activo, creativo, del artista y de la persona en general está en tela de juicio. 
El de la colectividad como autor ha vuelto a reivindicarse, por ejemplo en los estudios de Paul Zumthor. Y los de Grisward, de Sergent, de Lecouteux demuestran que mitos antiquísimos se abren paso en la literatura sin que tengan ni puedan tener conciencia de ello los mismos autores de las obras que los acogen.
Los llamados (por comodidad) autores hacen sin saber lo que hacen. ¿Qué sabía Shakespeare de las tremendas connotaciones del motivo de las tres cajas, estudiado por Freud, tan importante en El mercader de Venecia? Seguramente muy poco o nada. 
Ya es un tópico (pero un tópico que es una verdad) el que la obra artística cobra distinto sentido a la luz de las demás que conviven con ella en la literatura y va transformándose a medida que estas van apareciendo. Al fin y al cabo, según la etimología, un autor (del latín augeo) es un aumentador, un añadidor.  ¿Cómo leer cualquier texto medieval sobre Tristán e Isolda sin que le resuene a uno en la cabeza la música de Wagner? 
Tristán e Isolda, por Waterhouse.
Nada de la materia de Bretaña puede verse hoy como si no hubiesen existido Mallory, Tennyson, los prerrafaelitas... Y de eso ¿qué culpa tienen ni qué podían saber los autores que escribían en la Edad Media, ya fuesen unos habilidosos artistas o se limitasen a poner por escrito unas leyendas tradicionales? 
La impresión que uno tiene es que el escritor controla mucho menos de lo que pensaba James Carney.





martes, 13 de mayo de 2014

Los hermanos más distintos

Terminaba la entrada anterior refiriéndome a las versiones modernas del relato del hallazgo de la Táin perdida. No creo que sean muchas las epopeyas cuyo asunto consista en la búsqueda de otra epopeya.
A la pluma de Samuel Ferguson se debe una de estas elaboraciones del cuento que dio origen al Tromdámh Guaire, a la que puso el título de The Tain Quest, La demanda de la Táin. Sin embargo, Ferguson se basó en otra versión de la historia.
Aquel  y Samuel Ferguson fue un precursor del renacimiento literario irlandés, y toda la crítica está de acuerdo en reconocerle una gran influencia en los autores más sobresalientes de ese movimiento.
Pertenecía a una familia de origen escocés llegada a Irlanda en el siglo XVII y afincada en el Ulster. De estos orígenes escoceses siempre estuvo orgulloso Samuel, y la influencia de lo escocés se deja percibir en su literatura a la par que la de lo irlandés y en primer lugar, aunque no sea la principal en la Historia de la Literatura.
Uno de los hermanos de Ferguson se ganó merecida fama fuera de Irlanda y aunque fue por motivos nada literarios, merece la pena referirse a él. William Owen Ferguson, que era mayor que Samuel y se llevaba muchos años con él, era un joven de exaltadas opiniones liberales que, como otros muchos compatriotas suyos, se alistó en la legión irlandesa para combatir por la independencia de las colonias españolas en América.
Monumento a la Legión Británica en Boyacá. Los voluntarios irlandeses
fueron de enorme ayuda a Bolívar en las batallas de Boyacá y Carabobo.
La expedición fue una terrible aventura. Muchos voluntarios murieron en la travesía o al llegar a tierra, sin haber entrado en combate, víctimas del clima y las enfermedades infecciosas. Otros se amotinaron y acabaron desterrados o descorazonados regresaron a Irlanda. Pero otros muchos permanecieron y acompañaron a Bolívar en sus campañas. Guillermo Ferguson se dio a conocer al Libertador en tiempos de sus luchas en Perú, y se distinguió por su valor hasta el punto de ascender al grado de comandante y ser nombrado uno de los edecanes de más confianza. Supo pagarla con lealísima fidelidad. Llevó a cabo varias hazañas sorprendentes, como cruzar en más de una ocasión los Andes en tiempo increíblemente breve y, al mando de un puñado de hombres, atraer al campo de Bolívar a enormes territorios, más con proclamas y entusiasmo que con las armas. 
En 1828,  mientras preparaba su viaje a Cartagena para su inminente boda acompañaba al Libertador en Bogotá. La novia era una hija del general Tatis, amigo de Bolívar, administrador de los bienes confiscados a los españoles y patriota perteneciente a una de las familias más importantes de la ciudad.  Estos Tatis eran comerciantes extranjeros afincados en Cádiz ("jenízaros" se les llamaba a estos descendientes de extranjeros mercaderes) y con negocios en Cartagena desde al menos principios del siglo XVIII. Ignoro de dónde procedían, aunque el apellido Tatty existe hoy día en Irlanda. José Manuel Tatis llevaba toda la vida luchando por la independencia de su tierra y había padecido persecuciones, saqueos, robos, cárcel y destierro. Preso después de la rendición de la ciudad a las tropas realistas de Morillo en 1815, estuvo a punto de ser condenado a muerte; quedó la pena en presidio en Ceuta. Fugado de la prisión antes de embarcar, había sobrevivido tres años escondido en la selva antes de lograr incorporarse a las tropas revolucionarias. 
Guillermo Ferguson estaba en su casa, cercana a la residencia de Bolívar, en cama enfermo de la garganta. Bolívar también estaba acostado, sin poder dormir por la inquietud: en el ambiente se palpaba la inminencia de un golpe de mano contra él. Era la razón que los más liberales de los patriotas americanos querían atajar la amenaza de un Bonaparte. Muchos patriotas venezolanos, por otro lado, no le perdonaban verse unidos y supeditados a Colombia.
Manuela Sáenz
Manuela Sáenz, compañera entonces de Bolívar, que estaba con él aquella noche -25 de septiembre- ha narrado vívidamente los acontecimientos. Los ladridos de los perros y otros ruidos insólitos, los vivas de los imprudentes conjurados, pusieron sobre aviso a la pareja. Bolívar se vistió a toda prisa. Manuela lo instaba a escapar por la ventana; él dudaba ante lo poco airoso y seguro de la huida. Al final no hubo otro remedio. Los conjurados llegaron a la habitación; Manuela -estampa romántica- los recibió a la puerta espada en mano, los despistó y entretuvo ganando todo el tiempo que pudo. Por una ventana vio a Ferguson que corría a defender al Libertador armado de dos pistolas y le advirtió que no entrase, que lo matarían.
-¡Yo moriré cumpliendo mi deber!
En efecto, poco después caía muerto de un tiro y de un sablazo que le abrió la cabeza. El autor de ellos había sido Pedro Carujo, otro coronel, criollo de origen canario, que al término de una vida de conspirador moriría también de las heridas recibidas en combate, preso y alegrándose de que su sentencia de muerte iba a llegarle demasiado tarde.
La audacia de Manuela salvó a Bolívar, que le diría más tarde bromeando:
-Tú eres la libertadora del Libertador.
Guillermo Ferguson no llegó a los treinta años y vivió una vida intensa, aventurera y novelesca de esas en que fue fecunda la primera mitad de nuestro siglo XIX y que dieron asunto a los Episodios nacionales o las Memorias de un hombre de acción.
Nada más opuesto a la poco asendereada existencia de su hermano Samuel, abogado, poeta, archivero y erudito, presidente de la Real Academia Irlandesa. Lo único que empañó, al principio, esta tranquilidad fueron las estrecheces económicas con las que tuvo que bregar, debidas a la prodigalidad y poco juicio de su padre, que había dilapidado la fortuna de la familia. Se dice que la excesiva afición al alcohol tuvo mucho que ver con su irresponsabilidad.
No sería de extrañar, por cierto, que esta situación apurada hubiese influido en la decisión de Guillermo de sentar plaza en la legión Irlandesa, sumándose a sus ideales liberales y filantrópicos. 
No fue William el único de los Ferguson que sintió el gusanillo de hacer las Américas: su hermano John emigró a la Argentina y Samuel se vio al parecer tentado por la fiebre del oro californiano.
Samuel tuvo que trabajar de firme en varios periódicos para ayudarse a costear los estudios. Aunque no era católico, su curiosidad por las antigüedades de Irlanda lo llevó a interesarse por los monjes escotos que habían peregrinado al continente y en particular san Columbano.
San Columbano. Imagen moderna austríaca.
A este estudio dedicó gran parte de un viaje por Europa que emprendió por prescripción facultativa en 1846 y durante el cual su salud no mejoró: al revés, contrajo unas peligrosas fiebres en Italia. 
A juzgar por las afectuosas páginas de su mujer, Samuel Ferguson fue siempre un hombre enfermizo, aunque resignado y alegre.
Nunca publicó ni elaboró las abundantes notas que había tomado en su viaje por Europa. El destino reservaba para su gran amiga Margaret Stokes el escribir dos interesantes libros de viajes, llenos de erudición, sobre las andanzas y hazañas de aquellos peregrinos por tierras germánicas e italianas.  Pero la expedición no le resultó inútil. A su regreso en 1847 coincidió en un salón con una joven a la que fascinó con el relato de su excursión. También, si hemos de creerla a ella misma, con su belleza y encanto, que se le entraron por los ojos a la primera. La muchacha compartía sus aficiones arqueológicas y tanto congeniaron que el encuentro acabó en boda en 1848. Como ella era una joven acaudalada -ella misma lo escribe con sinceridad, aunque con delicadeza-, le costó algún tiempo fiarse de las intenciones de Samuel. A su padre, todavía más. 
Es de creer que las dificultades de Samuel Ferguson se aliviarían tras su matrimonio. La novia era Mary Catherine Guinness, perteneciente a la importante familia de los Guinness, financieros, políticos y destiladores de cerveza, acaso más famosos en el mundo entero por esta que por ninguna otra de sus actividades. Catherine era notable escritora, interesada desde niña por las antigüedades de Irlanda (Publicaría, en 1868, una historia de la Irlanda anterior a los normandos). Colaboró con su marido en numerosos trabajos y escribió más tarde su biografía, donde retrata el ambiente entusiasta de aquel primer renacimiento cultural irlandés, que reunía a una notable pléyade de artistas y sabios: el doctor Stokes, padre de Whitley y Margaret, famosos investigadores de las antigüedades célticas, James Clarence Mangan el poeta, Robert Perceval Graves, erudito, tío de otro importante intelectual, Alfred Perceval Graves, cuyo hijos fueron Robert y Charles Patrick Graves, y otras muchas figuras de relieve. Más tarde también haría amistad con el matrimonio Wilde (los padres de Oscar).
Dilettantes se disponen a dar un paseo en burro. Así podemos imaginar
las excursiones arqueológicas de Ferguson y sus amigos.
Como Samuel Ferguson pasó una vida sin lances ni acontecimientos novelescos, la biografía es un curioso desfile de personajes que tuvieron amistad con él.
Ferguson estudió los monumentos megalíticos, dándose cuenta de que no fueron obra de los antiguos celtas ni, probablemente, de poblaciones finesas anteriores (teoría bastante extendida por entonces); se apasionó por las inscripciones oghámicas e inventó un sistema para hacer calcos de ellas y poderlas transcribir con mayor precisión.
En Bretaña hizo amistad con Villemarqué, autor de Barzaz Breiz  y principal impulsor del renacimiento nacional bretón, cuyas ideas panceltistas debían de sonar un tanto extravagantes a los oídos del devoto súbdito de la reina Victoria que era Ferguson. Lo mismo que sus sus deseos de ver florecer una gran literatura nacional en irlandés.
Otros estudiosos, más próximos al nuevo positivismo que el romántico Villemarqué, también se encontraban entre sus amigos: el celtista D'Arbois de Jubainville y Gaidoz, fundador de la Revue celtique y de la revista Mélusine, dedicada al estudio del folclore.
A pesar de su amistad con varios simpatizantes de la Joven Irlanda, movimiento que acabó cuajando en un levantamiento revolucionario (uno más de los que agitaron Europa en 1848), Ferguson se apasionaba por la edad heroica gaélica como por algo pasado y ajeno. Sin mucho exagerar, se podría comparar su entusiasmo con el de su contemporáneo Longfellow por las leyendas de los pieles rojas.
Ferguson compartía, sin embargo, algunas ideas con los revolucionarios y no era insensible a la tragedia causada en el país por las crisis de subsistencia que precipitaron el estallido de la revuelta. Tras su fracaso, fue el defensor de uno de sus principales impulsores, el médico poeta Richard Dalton -o D'Alton- Williams, acusado de traición, que resultó absuelto.
Esto no debe impedir que uno perciba en la actitud de Samuel Ferguson, a lo largo de toda su vida y obra, un regusto de autocomplacida y paternalista superioridad frente a los irlandeses gaélicos.
Sir Samuel Ferguson en sus últimos años.
No sé si es igual que la del colonizador que obsequia al colonizado los beneficios de la civilización, pero la recuerda mucho. Un colonizador bueno y filantrópico que pretende velar como buen pastor sobre unos colonizados sanos, bien alimentados y felices.
No es esto obstáculo para que la literatura de Ferguson, y en particular la de asunto épico antiguo, haya contribuido a la creación de un edificio ideológico, mítico, que luego sería adoptado con entusiasmo por los constructores de la Irlanda independiente. Seguramente a él no le habría hecho nada feliz este efecto, porque en sus últimos días preveía la independencia de Irlanda y la temía, pero eso es cuestión de escasa importancia.
A la crítica contemporánea (y, lo que es peor, al público), como demuestra Peter Denman, le hicieron poca gracia esos ensayos de poesía narrativa. Tal vez porque en su origen se encuentra el afán de dotar a una nación de su propia Historia, y ya se ve adónde puede llevar eso. Ferguson tuvo el mérito de permanecer fiel a sus convicciones estéticas, a pesar de la indiferencia de los lectores. Le bastaba con el público escogido de su pequeño y amistoso círculo de eruditos.
También entre nosotros, en Galicia precisamente (y menciono ese caso no porque sea el único, sino porque es el que conozco), se sintió dolorosamente esa aporía: no puede haber nación sin Historia, cuando se cree, como los historiadores románticos, que una nación es una criatura viva, hija y fruto de su pasado. Pero a la vez no puede haber Historia sin que exista una nación como sujeto colectivo de ella.
La reflexión que se impone es que esa Historia existe, pero está oculta o ha sido robada, escamoteada. Ferguson lo afirma así. La tarea del historiador, la del poeta (no tan distintos a ojos de un hombre de su tiempo como a los nuestros), debe pues consistir en restaurar esa Historia para que pueda cumplir su misión.
Aquellos románticos y sus sucesores decimonónicos ya sabemos cómo restauraban: recurriendo a su propia intuición imaginativa donde los datos faltaban. Trataban a la Historia lo mismo que a las ruinas de las antiguas catedrales.
Es de notar (y vuelvo a recordar el caso gallego) que esa hambre de Historia trae aparejada una sensibilidad casi mística del territorio, de la tierra y del paisaje. ¡¡No es casualidad que sea precisamente Austin Clarke, el poeta que ha servido de punto de partida a esta larga divagación, el que celebra esa unión de hombre, paisaje y leyenda!! El paisaje está borracho de leyenda como lo está de almíbar un bizcocho (ver las dos entradas anteriores). 
Pero lo que pasa por alto Clarke (y señala Denman) es que esa impregnación mítica debe mucho al esfuerzo de Ferguson y sus amigos. Como, en Galicia, al de Pondal y otros autores de menor fama. 
El impulso creador de Ferguson, de sus maestros y amigos, acabó dando su fruto. Otra cosa es que el fruto que dio no era el que Ferguson y los suyos habían previsto, ni el que les hubiera gustado. Ahora vemos que su fantaseada unión de reinos prósperos, iguales y hermanos bajo el manto imperial británico era utópica e inviable. A ellos no se lo parecía.
También es notable (lo decía al principio) su influencia en la literatura de autores posteriores como Yeats o el mismo Clarke.
El primer volumen de poemas de Ferguson, The Lays of the Western Gael,  apareció en 1864. Algunas son composiciones narrativas en verso, como las que aquí se llamaron en el romanticismo y la época isabelina "leyendas históricas". Es a estas a las que precisamente designa como lays. En el libro se mezclan obras originales, traducciones de poemas y versiones de relatos medievales. Estas resultan ser más bien recreaciones poéticas, ya que Ferguson se complacía en verter las antiguas leyendas en verso inglés. En esto seguía el ejemplo del poeta escocés Thomas Macauley, que dio forma poética, métrica, a algunas de las historias romanas contadas por Tito Livio. ¡Por versificar, incluso puso Ferguson en verso las obras de san Patricio!
Ferguson había estudiado el irlandés -no muy profundamente- y las lecturas que realizó durante aquellos cursos ejercieron honda influencia en su poesía.
A los Lays of the  Western Gaels siguieron un ambicioso y vasto poema épico, Congal, en 1872, y un segundo volumen de poesías, varias de las cuales narran antiguas sagas de Irlanda, en 1880.
En Ferguson el poeta nunca logra desembarazarse del erudito, de modo que sus poesías van arropadas y recargadas con un voluminoso aparato de notas e introducciones, constituyendo un curioso género híbrido entre lo didáctico y lo épico. Mucha de la erudición de Ferguson proviene de su laboriosa tarea en distintos archivos, que le valió, al cabo de los años, un relevante puesto de archivero. También contó con la ayuda de amigos más versados en la lengua irlandesa.
Deirdré y  Naoise. Ilustración americana de princi-
pios del siglo XX. el de Deirdre fue uno de los
relatos que versificó Ferguson.
Diré de paso que la carrera de Ferguson coincide, curiosamente, en varios aspectos con la de Murguía, el gran intelectual del regionalismo gallego. Ambos probaron fortuna en la literatura, el periodismo, la erudición, y encontraron su medio de vida en la archivística.
La leyenda del redescubrimiento de la Táin Bó Cuailnge es el primer lay de la colección de 1864. Para contarlo Ferguson se vale de las dos versiones antiguas, la de Tromdámh Guaire (ver la entrada anterior) y otra recogida en el manuscrito llamado Libro de Leinster. No es de extrañar que Ferguson utilice fundamentalmente esta, donde no interviene san Marbhán. Los milagros de santos no eran precisamente lo que más entusiasmaba a Ferguson, persona muy vinculada a la iglesia de Irlanda (iglesia reformada).
Ferguson, hombre racionalista, moderado y clasicista, rechazaba con idéntica actitud las maravillas de las antiguas vidas de santos, el neomedievalismo de los prerrafaelitas y de William Morris (Incluso el de Tennyson, coetáneo suyo) y lo que le parecían extravagancias y excesos de las antiguas sagas irlandesas. Para él, estas, en la forma en que nos han llegado (narraciones en prosa con fragmentos poéticos intercalados), no eran más que vestigios inconexos supervivientes de antiguos poemas épicos en verso unidos torpe y absurdamente mediante pasajes en prosa por compiladores tardíos, posteriores al siglo XII y a la conquista normanda.
Con su nueva redacción en verso, despojada de exageraciones y lances que le parecían de mal gusto,  Ferguson -señala el crítico ya citado Peter Denman- estaba convencido de estar restaurando el verdadero espíritu de la antigua épica irlandesa, perdido durante siglos de decadencia. Es decir, que él se veía repitiendo la hazaña de Senchán Torpeist cuando, en la narración medieval, halló el antiguo texto del cuento perdido. 
Es la misma actitud que antes señalaba ante la recreación de la Historia patria. 
De hecho, hasta la curiosidad de los personajes frente a las inscripciones oghámicas, ya indescifrables según el poema en tiempos de Guaire, reproduce de manera involuntariamente humorística la de Ferguson y su docta tertulia, cuando recorrían el país en busca de venerables vestigios de las pasadas glorias.
Y así, el héroe del Ulster y autor del poema no regresa al mundo por los conjuros mágicos ni los rezos y ayunos de los santos de Irlanda.
Muirgen, hijo de Senchán Torpeist el archibardo, personaje inventado enteramente por Ferguson, no puede regresar a casa y a los brazos de su amada sin llevar el poema consigo. Y así apela a la compasión del antiguo guerrero, que también fue enamorado y fue padre. Un rasgo de sensibilidad mucho más victoriana que propia de la Edad de los santos.
Pero ni esa tecla resulta eficaz. Lo que levanta a Fergus de la tumba es la indignación por la postración de Irlanda, debida en parte a la ausencia de una poesía propia: "los hombres sin cantares para esclavos son buenos (songless men are meet for slaves)". 
Una vez más parece que oímos el eco de la misma voz que clamaba en boca de los poetas gallegos del Romanticismo.
El desenlace es sin embargo trágico. La recitación del poema sucita la presencia fantasmal de sus héroes y causa la muerte del joven bardo, Muirgen. Su amada pronuncia una maldición por la que el cantar cae nuevamente en el olvido. La Táin sólo habría sido escuchada una vez antes de volverse a perder para siempre.
Y, de hecho, todo el poema puede ser comprendido como una invitación a la creación de una literatura irlandesa propia, con sus propios temas y formas poéticas (una repetición de la gesta de Muirgen), aunque a Ferguson no se le pasase por la cabeza que tal empeño pudiese lograrse a través de otra lengua que no fuese la inglesa.